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Personaje Militar Político
Descendiente de una familia de aristócratas muladíes, pasó a la historia como uno de los hombres más polémicos de su tiempo, entre otras cosas por su carácter libertino. Hacia el año 1146 inicia su trayectoria política. Mardanis sucedió a su tío y fue nombrado rey de Murcia. Su capacidad como estratega le permitió defenderse en todo momento de los almohades. Pretendía conservar su independencia política respecto a los cristianos y almohades. A pesar de sus intenciones, no descartó realizar algunas alianzas con cristianos mercenarios que dirigieron sus ejércitos. En el año 1165 toma Córdoba y, en consecuencia, sufre el ataque de los almohades, que fueron ganando terreno. Su hermano Yusuf Ibn Mardanis le cedió la plaza de Valencia. Al ver el futuro que le esperaba, el rey Lobo decidió entregarse a los almohades.
obra
El Bosco no identifica a este personaje barbado que ha dibujado en fecha desconocida. Reconocemos el trazo minucioso del artista en todos los pequeños detalles con los que compone vestiduras, rostro, barba, etc. La figura lleva una filacteria en las manos, donde probablemente el Bosco habría de incluir una inscripción que ayudara a identificarle, pero teniendo en cuenta que se trata de un estudio, aún carece de tales datos. El Bosco mostró un fantástico desenvolvimiento en los ropajes con los que adornaba a sus personajes, en especial cuando se trataba de escenas ambientadas durante la vida de Cristo, donde aparecían figuras con extraños sombreros y maravillosas telas de colores. Este anciano parece ser una especie de rey oriental, tal vez uno de los reyes magos, o uno de los judíos del sanedrín. En cualquier caso, se trata de un ejercicio de búsqueda y combinación que tan buenos resultados obtenían en los cuadros definitivos.
Personaje
obra
La estatua del rey Uthal es una obra maestra de la escultura de la época parta, no sólo por el detallismo de los ropajes del monarca, sino también por el intento de movimiento en las piernas y la personalización del rostro. Destinada a figurar en un templo, el tipo global es muy semejante al de otras esculturas, todas ellas ligadas a la realeza y procedentes del taller de Hatra.
obra
Uno de los grandes maestros de la escultura contemporánea es el escultor inglés Henry Moore. Así explica el artista su concepción de la obra de arte: "Para mí una obra debe tener primeramente una vitalidad propia. No quiero decir una reflexión sobre la vitalidad de la vida, del movimiento, de la acción física, brincar, figuras danzantes y así sucesivamente, sino que una obra puede contener una energía pent-up ascendente, una vida intensa que le es propia, independiente del objeto que puede representar."
contexto
En su clásica Politique de la Maison d'Autriche de 1688, Antoine Varillas afirmaba que la causa última de la ruina en la que, definitivamente, parecía sumida la Monarquía Hispánica no era otra que la decisión que Felipe II había tomado de instalar de forma permanente la corte en Madrid y, por tanto, hacer imposible que otros dominios contasen con la asistencia de los monarcas. Desde entonces, dice, "no se ha dedicado a otra cosa que a inventar nuevos medios capaces de suplir la presencia del príncipe en lugares que parecían exigirla casi continuamente, previniendo los desórdenes que su ausencia causaba en ellos infaliblemente". En teoría, la presencia de su señor era una exigencia que nacía de la propia eminencia jurisdiccional de cada comunidad que se consideraba políticamente una realidad autónoma per se. Por así decirlo, algo le faltaba a un reino cuando su rey no estaba en él; las quejas y protestas por la ausencia del Rey Católico eran repetidas una y otra vez, de la misma forma que se expresaba la mayor alegría cuando el monarca se encontraba entre sus súbditos. Sin embargo, en la práctica, la Monarquía Hispánica se construyó sobre la base de la no residencia de la figura real, consabida ausencia que, por encima de las repetidas protestas de la soledad en que, se decía, quedaban los reinos, vino a ser un elemento que sirvió para dar perdurabilidad a ese mosaico inconexo de múltiples componentes. Considerada de esta forma, la Monarquía Hispánica fue el conjunto plural de dominios que reconocían el señorío de un príncipe que no residía en ellos, pero, obviamente, ésta era una situación que descansaba sobre una serie de expedientes que permitían solventar esta ausencia. El interés que la actual historiografía internacional muestra por el Rey Católico y su Monarquía radica, precisamente, en la posibilidad de conocer los mecanismos que se pusieron en marcha para dominar en ausencia y que serían los que le permitieron perdurar durante dos siglos. Recordando las ya citadas palabras de la Politique de Varillas, la columna vertebral de la Monarquía Hispánica habrían sido los "medios capaces de suplir la presencia del príncipe en lugares que parecían exigirla casi continuamente". Y retomando las también citadas del propio Felipe II cuando quería persuadir a los portugueses en 1580 debe quedar claro que se sabía perfectamente cómo "se pueden hacer muchas prevenciones de manera que, aunque sean siempre de un mismo dueño, no se junten los reinos, sino que estén apartados". Si nos preguntamos por la naturaleza de esos medios que la Monarquía puso en práctica, hay que decir que no se basaban en la imposición de un modelo centralizador administrativista llevado a cabo por una plantilla de oficiales o burócratas dependientes de la Corona y distribuidos por todos los territorios, sino, por el contrario, en el mantenimiento de la estructura institucional y del régimen jurisdiccional que previamente ya tenía cada uno de los dominios de que se componía la Monarquía. Los motivos para haber obrado así fueron varios. En primer lugar, por la sencilla razón de que los Austrias no contaban ni con los recursos necesarios ni con el personal de oficiales suficiente para garantizar universalmente este tipo de dominio. En segundo lugar, caso de que hubiera sido posible, porque nos encontramos todavía con una matriz explicativa del poder que no presupone ni exige su concentración en una única sede, la monárquica, sino que juega con la existencia de una constelación de poderes en el seno de una sociedad de estados (Ständische Gesselschaft). Seguiremos la obra de António Manuel Hespanha para la exposición de todo este punto. La definición clásica de estado (stand, ceto, estat, estate, status) es la del historiador austriaco Otto Brunner, según la cual un estado es el conjunto de personas que, en función de una condición común a todas ellas, gozan de la misma posición en cuanto a derechos y deberes políticos y que, por el hecho de disfrutar conjuntamente tales derechos y deberes, crean y ponen en práctica formas de gestión comunitarias de su posición. A diferencia del mundo contemporáneo, en esta sociedad de estados, el poder -según la definición clásica de Max Weber, la capacidad legítima de coerción violenta- no se encontraba monopolizado en una única instancia -el Estado con mayúsculas-, sino que se hallaba repartido por los distintos estados. Sociedad y política, en suma, no correspondían a dos esferas separadas, donde lo social es el ámbito de lo individual, y lo político constituye el de los intereses generales y lo público. De donde hay que arrancar para entender en sus justos términos esta situación es de la entonces imperante consideración teórica de la comunidad política (respublica) y que partía de que ésta no era un conjunto de individuos, sino la suma de cuerpos o estados diferentes. El orden interno de esa comunidad, su coherencia, pasaba por la armónica articulación de esas unidades menores en un conjunto general que, normalmente, encontraba su cabeza en un rey o príncipe que regía una comunidad asentada sobre un territorio determinado (reino, principado,...). Cada uno de los cuerpos había nacido y existía para la realización de una función específica, u oficio, agrupando a todos aquellos que compartían dicha función. La división de estados se fundamentaba en la tradicional trinidad de órdenes que distinguía entre bellatores, oratores y laboratores, los que defienden, los que rezan y los que trabajan, pero a lo largo de la época moderna el convencionalismo que distinguía únicamente entre nobleza, clero y estado llano -a los últimos llamados pecheros, los que pagan impuestos- se fue complicando al abrirse paso nuevos grupos que, como los letrados, iban ganando en presencia e importancia. Para el cumplimiento de este oficio o fin privativo, cada uno de los cuerpos estaba dotado de jurisdicción propia, es decir contaba legítimamente con su propio poder, su autonomía jurisdiccional para auto-organizarse y auto-regirse como tal estado. Dicha diferenciación se expresaba en una serie de derechos, deberes y privilegios específicos que componían el particular estatuto jurídico-político de cada cuerpo o estado. Como las funciones que cabía cumplir en el seno de una comunidad no eran todas iguales, la coherencia de la sociedad se basaba en la desigualdad de los estados que la componían y que se traducía en el respeto a los diferentes estatutos jurídicopolíticos existentes. Por tanto, dentro de su lógica corporativa, en una sociedad de estados los individuos no eran todos iguales ante la ley, pues, por principio, no gozaban todos de los mismos derechos ni tampoco tenían idénticos deberes. Pero, además, como a esas funciones distintas no les era concedido el mismo valor e importancia, los estados iban ocupando un lugar de mayor a menor relevancia en una jerarquía social que, en consonancia con la idea general de la época, también lo era política. El gran fin de la sociedad de estados no es otro que la perpetuación de ese orden desigual y jerárquico, pues el bien general de la comunidad nace del estricto cumplimiento de los estatutos de cada cuerpo que la constituyen. Sólo si cada estado cumple la función particular que le corresponde y para la que se le ha dotado de jurisdicción, podrá ser logrado el objetivo para que el que existen y al que han de servir las comunidades: el mantenimiento de la justicia, ideal máximo en el que se conjugaban lo judicial, lo social y lo político. Así, la vida política de la Alta Edad Moderna estuvo dominada por un paradigma jurisdiccionalista en el que el reconocimiento de la pluralidad de jurisdicciones en un territorio se hallaba en la base misma del gobierno y constituía su guía. El garante máximo de la coherencia de la comunidad era la figura real, su imagen predilecta será la de un rey juez. En la sociedad de estados, al rey le está reservado un papel preeminente, superior en mucho a la condición de mero "primus inter pares", pero, eso sí, limitado, en primerísimo lugar, por el respeto a los estatutos de cada estado. La función por la que existen los reyes, su oficio, es, primero, encarnar con su majestad la propia existencia de una comunidad; en segundo lugar, su instituto es velar porque se mantenga la justicia en el seno de la comunidad que rige. Teniendo en cuenta que la desigualdad jurídico-política es consustancial a la sociedad de estados, el rey no podrá gobernar conforme a su capricho o voluntad, sino que, en principio, ha de contentarse con cumplir y hacer cumplir los estatutos de privilegios y obligaciones de cada estado. Esto se traducirá en un gobierno en cuya práctica han de coparticipar los distintos cuerpos y estados que, recuérdese, existen para cumplir las específicas funciones que les están reservadas. El neerlandés Joachim Hopperus redactó para Felipe II una Doctrina de un rey bueno y perfecto en la que podemos encontrar una breve exposición de la sociedad de estados y el lugar que en ella le estaba reservada al monarca. En el capítulo dedicado a Del oficio del rey, Hopperus empezaba por describir la comunidad política como si de un gran cuerpo humano se tratase: "Porque lo que en el hombre es la cabeza, en que están la prudencia y la justicia, es el rey o príncipe justo en la República. A quien sirven de orejas y ojos los consejeros y varios magistrados, así eclesiásticos como, seglares, y lo que al hombre es el corazón, en que está el ánimo y la ira, son los soldados de que usa el príncipe en la guerra y lo que, finalmente, en el hombre es el hígado, en que está la codicia y se cuecen los manjares y se engendra la sangre de que se sustenta y alimenta todo el cuerpo, son en la República los labradores y oficiales mecánicos, por quienes provee el rey las cosas que son necesarias para la vida". Obsérvese cómo, de acuerdo con el tópico organicista del cuerpo político, este texto nos presenta distintas y variadas funciones que son satisfechas por distintos estados, reservándose al príncipe el oficio de ser su cabeza. Como en un cuerpo humano, todos los estados resultan imprescindibles para la perfección del conjunto, aunque, eso sí, unos son más importantes que otros porque cumplen funciones más relevantes. A continuación, Hopperus pasa a mostrar el paradigma jurisdiccionalista de una sociedad de estados, en la que: "Estando, pues, ordenadas de esta manera todas las cosas y haciendo el rey, y cada uno de los magistrados y demás órdenes y estados, lo que debe a su oficio, absteniéndose de las cosas que no están a su cargo, se dirá la justicia estar ya introducída en la República y tener con ella la misma proporción que tiene el alma con el cuerpo". Por tanto, si el rey y cada uno de los estados cumplen todos lo que se debe a su oficio y se abstienen de entrar en las cosas que no están a su cargo reinará la justicia. De esta manera, la sociedad de estados limitaba el campo de acción de los reyes, pudiendo ser definido su gobierno como una forma de dualismo político, tal y como lo hizo el jurista alemán Otto von Gierke. El rey sería uno de los polos de un gobierno dual establecido sobre un territorio determinado; el otro lo sería el reino.
contexto
En el antiguo reino de Israel se consideraba que el rey era elegido por Yahvé. Representante del reino, era el encargado de renovar una vez más la alianza de Dios con el pueblo israelita. Era, por tanto, un mediador entre Dios y la población, pero no tenía carácter divino, aunque sí participaba en el culto. Puesto que la monarquía era electiva, y no hereditaria, el rey designado no tenía que ser necesariamente el primogénito, pudiendo recaer la elección en cualquiera de sus hijos e incluso ser consagrado en vida de su padre. El ritual de coronación y unción era seguido por todo el pueblo y motivo de grandes festejos. Entre los funcionarios del rey había numerosos funcionarios, destacando el mayordomo real, el secretario, el visir, el heraldo, el escudero y el general del ejército. Muy próximo al rey estaba un grupo de consejeros, entre cinco y siete, así como un nutrido personal a su servicio, como la escolta real o los llamados "siervos del rey". Existía también en la corte israelita un harén integrado por las esposas, concubinas e hijas del rey. El harén era además un símbolo de la riqueza y prosperidad del rey y del reino. Dentro del harén, y al igual que ocurría entre los hititas, Mari o Ebla, la reina madre ocupaba un lugar destacado, siendo objeto de deferencias y distinciones que marcaban su alta posición. Es muy posible que, gracias a la entronización de su hijo y como madre de rey, la reina madre tuviera un papel político destacado en la corte.
Personaje Político
Desde su Puerto de Santa María natal se trasladó en su juventud a Asunción, residiendo allí la mayor parte de su vida. Fue nombrado alcalde provincial y en 1717 gobernador. Tres años después del nombramiento será acusado de diversos cargos, como haber utilizado indios en su servicio personal. Antequera y Castro será enviado como juez pesquisidor, condenando a Balmaceda y ocupando su puesto.
contexto
Hasta 1494 Isabel y Fernando no obtuvieron el honor de ser titulados Reyes Católicos por la Santa Sede, regida por el papa Alejandro VI, pese a que desde mucho tiempo antes muchas de las actividades políticas de su gobierno tuvieran como telón de fondo la cuestión religiosa, y el deseo de que sus actuaciones fuesen legitimadas por el poder del Papado. La historiografía de este período señala al menos tres grandes líneas de actuación que significan la base sobre la que se edificará en gobiernos posteriores la relación entre la Iglesia y el Estado. Una es la reforma de las estructuras eclesiásticas seculares y regulares de los reinos peninsulares e insulares, tomando partido por los intentos renovadores de las órdenes religiosas; otra es la intensificación de la acción diplomática con el Papado, que consiguió privilegios en relación con el nombramiento de obispos, con la fiscalidad eclesiástica, con el control de los maestrazgos de las órdenes militares, con la actuación de la cruzada y con la titularidad de los territorios descubiertos y por descubrir. La tercera, más discutida y polémica, es la política desarrollada con las sociedades practicantes de otras religiones, principalmente el judaísmo y el islamismo, con la cristianización de las sociedades americanas y con la proyección de una intolerancia organizada contra la herejía. Si bien es cierto que hasta las incorporaciones de los reinos de Granada, en 1492, y de Navarra, en 1512-1515, y de los maestrazgos de las principales Ordenes Militares a la Corona, no queda completa la estructura eclesiástica de los reinos peninsulares e insulares, puede aceptarse que el gobierno de los Reyes Católicos tuvo que proyectar su actuación sobre una organización regular, masculina y femenina, distribuida en una red compleja cuyos efectivos institucionales se aproximan al millar de conventos, monasterios, organizaciones capitulares, encomiendas y beaterios. La organización secular, incorporando a los obispados preexistentes las anexiones señaladas, se estructuraba en cuarenta y ocho obispados, de los que dieciséis se hallaban en territorios de la Corona de Aragón, treinta y uno en la Corona de Castilla y uno en Navarra. Estos obispados se agrupaban en siete cabeceras metropolitanas, y tres obispados, los de Burgos, León y Oviedo, mantenían una relación de independencia respecto de la monarquía, al depender directamente de Roma. Algunos obispados conservaban todavía el señorío temporal sobre su jurisdicción más inmediata, caso de los obispados de Palencia, Osma, Tuy, Santiago y Sigüenza, y otros, como Tarragona, Oviedo y Zamora, conservaban algunos derechos que legitimaban su representación en los concejos respectivos y en la designación de algunos cargos municipales. En esta estructura, tanto las relaciones administrativas y jurídicas, como las pastorales y económicas, se hallaron vinculadas a entidades metropolitanas de desigual tamaño por el número de obispados sufragáneos que contenían, y por el conjunto de habitantes sobre el que habían de proyectar su tarea pastoral. Además, los ámbitos jurisdiccionales eclesiásticos no fueron coincidentes, ni con las demarcaciones fiscales y judiciales que pueden establecerse con dificultad en el interior de cada reino, ni tampoco con las fronteras estrictamente políticas existentes entre cada uno de ellos. Al menos se distinguen ocho grandes unidades metropolitanas, una de ellas situada en territorio portugués, y ya descontada la directa relación y dependencia de Burgos, León y Oviedo con el Pontífice; ordenados de mayor a menor, por el número de obispados sufragáneos, en la Corona de Castilla existieron los arzobispados de Santiago (diócesis sufragáneas de Coria, Plasencia y Badajoz, Zamora, Avila, Ciudad Rodrigo y Salamanca, y Tuy, Lugo y Mondoñedo), Toledo (Palencia y Segovia, Sigüenza, Osma y Cuenca, Córdoba y Jaén), Granada (Málaga, Guadix y Almería), Sevilla (Cádiz y las Islas Canarias). Dependientes del arzobispado de Braga, en el reino de Portugal, eran las diócesis de Orense y de Astorga. En la Corona de Aragón, las archidiócesis de Tarragona (obispados sufragáneos de Barcelona, Girona, Urgell, Vic, Lleida y Tortosa), Zaragoza (Tarazona, Huesca Jaca, Segorbe-Albarracín, Calahorra y Pamplona) y Valencia (obispados de Cartagena y Mallorca). Esta compleja red asistencial, judicial, económica y política puede también ser jerarquizada por las rentas que valoraban la capacidad de administración y el poder de cada obispado; todas estas variables, rentas, administración y poder hicieron que sobre los principales cargos eclesiásticos se proyectasen los intereses hegemónicos de las principales familias de la nobleza y también de la propia monarquía. La corrupción posible era evidente y estaba más que demostrada; la vieja aspiración nobiliar de colocar a sus segundones en puestos de relieve social vinculados a la Iglesia, estaba acompañada del interés de la propia familia real por colocar a sus bastardos y allegados de confianza en idénticas responsabilidades. Las rentas fueron determinantes en un proceso en el que se mezclaron otros intereses que también tocaban al mismo Papa. Las cuestiones que afectaban a los nombramientos de los obispos, la prolongación temporal de las sedes vacantes y la tardanza en efectuar las provisiones definitivas, junto con el absentismo característico de los titulares de las diócesis, y la administración de las rentas durante la sede vacante, se habían convertido en problemas políticos que urgía resolver. A veces, aparatos eclesiásticos muy poderosos como el del arzobispado de Toledo, que contaba con una nómina de casi dos mil beneficiados y capellanes, y con más de ciento cincuenta dignidades y canongías, que convertían al arzobispo en la autoridad encargada de velar por los inmediatos intereses de una enorme comunidad de eclesiásticos que se distribuía en cuatro vicarías y una veintena de arciprestazgos, cualquier retraso en la provisión o ausencia del titular creaban grandes problemas. Importan, pues, las rentas, porque ellas fueron en más de una ocasión meta de las grandes familias nobiliarias, del propio Papado y también de la monarquía. En la Corona de Castilla la iglesia de Toledo y, a distancia sensiblemente inferior, Sevilla, Granada, Santiago, Burgos y Sigüenza eran las archidiócesis y diócesis con más ingresos. Las más pobres se situaban en la periferia castellana: Coria, Ciudad Rodrigo, Tuy, Mondoñedo, Lugo, Orense, y las andaluzas de Guadix, Málaga, Almería y Cádiz. En la Corona de Aragón, la jerarquización de las iglesias por las rentas acumuladas privilegiaba a Zaragoza sobre todas las demás. Siguiendo un orden de mayor a menor, inmediatamente detrás de la archidiócesis pueden situarse las iglesias de Tarragona, Tortosa, Urgell; y con menor riqueza las de Barcelona, Lérida y Tarazona. Pero más que la jerarquización de las iglesias importan los problemas generales que, en buena parte, se deducen de la importancia económica de los obispados. Una de las primeras tareas del gobierno de los Reyes Católicos fue la de afrontar el problema de la elección de los obispos. Desde 1418, tanto los reinos españoles como los italianos y francés, conocieron un concordato organizado por el papa Martín V por el que el Papado se reservaba en exclusiva el derecho a nombrar obispos, aunque se reconocía cierta capacidad de elección y presentación previas a cargo de los cabildos de las iglesias. Este convenio, prácticamente desconocido en la práctica diplomática de los reyes españoles con la Santa Sede, no tuvo efectos debido a la costumbre aceptada por el Papado de que los reyes españoles tuviesen opinión muy decisiva sobre la provisión de los maestrazgos y prioratos de las Ordenes Militares. La costumbre, que invocaba el conocimiento de personas idóneas para ocupar dichas dignidades, fue utilizada por Juan II de Castilla y sería el portillo inicial por el que la Monarquía Católica reivindicaría el privilegio de colocar personas idóneas al frente de las sedes episcopales. Si bien es cierto que existieron otras bulas que lesionaban la prerrogativa papal de la exclusividad en los nombramientos, como la concedida por Calixto III a Enrique IV en 1456, o por Pío II en 1459, en las que se reconocían que el Papa actuaría siempre en el tema de los nombramientos de obispos y de otras dignidades eclesiásticas, sobre personas idóneas propuestas por el rey, y que probablemente no conociesen, o no quisiesen utilizar, las diplomacias de los Reyes Católicos, el hecho es que el control absoluto de los obispados y grandes abadías y prioratos se convirtió en un objetivo político de primer orden. De obtenerse el objetivo, la monarquía se aseguraría el control de los principales centros de poder eclesiástico y, al tiempo, se aseguraría un decisivo control sobre el empleo de sus rentas. Sin embargo, estas concesiones que privilegiaron la actuación real castellana sobre la exclusividad del Papado basada en derecho, han de comprenderse desde las afueras de la concepción historiográfica tradicional que ha querido fijarse en las relaciones entre la monarquía y el Papado como presididas por un mutuo afecto que, ni siquiera en el tiempo de los Reyes Católicos, es posible constatar. Los reyes aragoneses jamás obtuvieron prerrogativas similares. Existen numerosos ejemplos que significan la existencia de coyunturas en las que siempre afloraron los problemas de índole general que constituyeron el trasfondo de toda la cuestión: entre los deseos de los reyes y los de la autoridad final que era el Papa, que en más de una ocasión utilizó su capacidad en beneficio de su propia familia, como es el caso de Calixto III que nombró obispo de Valencia a su sobrino Rodrigo Borja, adelantándose al deseo de Juan II de Aragón, que a su vez lo quería para su hijo Juan de Aragón, se interpuso la capacidad electiva y muchas veces manipulada por los intereses de la nobleza y por los de los propios canónigos de los cabildos de las iglesias, como ocurrió con algunos deanes y racioneros de las iglesias de Zamora, Ciudad Rodrigo y Avila. También la política desarrollada entre los Estados, el tema común de la cruzada ante el Islam y los propios problemas internos de la Iglesia, fueron factores influyentes en la explicación actual de la resolución de la pugna establecida entre las dos capacidades políticas más importantes empeñadas en el control real de los obispados, el Papado y la monarquía. Si la tensión por el control afectaba a los dos poderes establecidos más interesados, también se fragmentaba en cada uno de los poderes que podemos considerar como locales. Del lado romano el favor personal de algunos cardenales y legados se inclinaba en ocasiones fuera de los intereses del propio Papa, como también sucedía en el interior de los cabildos de las iglesias locales donde las dignidades mantenían sus propios deseos de promoción, e incluso en el mismo seno de la Monarquía Católica, donde los deseos de Isabel raras veces coincidieron con los de Fernando. Así, en la Concordia de Segovia de 1475, Isabel se sobreimpone a la voluntad de su marido limitando en éste como en otros asuntos su actuación en Castilla: la reina se reservó el derecho a negociar personalmente con la Santa Sede la provisión de obispados, maestrazgos y otras dignidades eclesiásticas. La historia de las provisiones castellanas y aragonesas nos ofrece la imagen de una tensión permanente entre todos los poderes, grandes y pequeños, que podían intervenir en su designación. Sin embargo, en medio de toda esta compleja relación, pueden señalarse unos caracteres originales que marcarán positivamente para las iglesias locales las actuaciones de los Reyes Católicos: la exigencia y selección de obispos naturales de los reinos donde iban a ejercer su trabajo social pretendía resolver un triple problema. En primer lugar, frenar la injerencia de los poderes ajenos vinculados a los intereses y compromisos particulares del Papado y de la Curia que, con más frecuencia de la deseable, entregaban las dignidades vacantes a extranjeros que demoraban su toma de posesión o, haciéndose cargo del obispado, se ausentaban de él bloqueándolo y administrándolo desde la distancia de otro cargo más rentable. En segundo lugar, colocar al frente de los obispados personajes de ciencia y de conciencia que, además de cumplir con la obligación de residencia en la diócesis respectiva, se convirtieran en enérgicos controladores de los poderes capitulares, en auxiliares cualificados en la administración de justicia y también en la administración general de los reinos y en directores del proceso de asimilación de las minorías practicantes de otras religiones, y de la vigilancia de las continuas apariciones de herejías y movimientos espiritualistas. Por último, seleccionar a los mejores recabando de las instituciones existentes, los colegios universitarios que atendían en última instancia la formación de la escasa exigencia que se requería para recibir órdenes sagradas, y de las principales órdenes religiosas, los efectivos humanos más aptos. La Historia de la Iglesia en España ha aportado nombres singularmente valiosos para comprender otros procesos que también jalonan el gobierno de los Reyes Católicos: desde la regencia del cardenal Cisneros, hasta la tolerancia aplicada al resultado social de la conquista de Granada de Hernando de Talavera, confesores, obispos, inquisidores, presidentes de consejos, moralistas, reformadores de órdenes religiosas y simples misioneros en Granada y en Indias, conformaron una nómina de resultados que ha de valorarse en su justa medida. La Monarquía Católica consiguió controlar la presencia extranjera en los obispados de ambas coronas y también la presión nobiliaria; sobre ciento treinta y dos nombramientos de arzobispos y obispos hechos durante su reinado, ochenta procedieron de sectores no controlados por la alta nobleza, sólo veinte fueron extranjeros, y los treinta y dos restantes fueron el tributo que hubieron de pagar la costumbre y la corrupción, la estrategia sabida de colocar segundones de la nobleza y parientes de la propia monarquía. Algunos episodios institucionales y sociales revelan la existencia de las mismas tensiones de siempre, pero ha de aceptarse, como balance final de la política religiosa de los Reyes Católicos, que la capacidad efectiva y cuidada en la selección de los miembros del episcopado dio sus frutos positivos; como también lo dieron las permitidas reformas que se generaron en las principales órdenes religiosas. Uno de los caracteres más significativos de todo proceso social orientado a la conquista de la racionalidad es el desarrollo de su capacidad de interiorización; este desarrollo, normalmente atribuido por la historiografía a individualidades geniales y angustiadas por la irresolución del problema personal de su ser en el mundo, es viejo desde el momento en que en todo tiempo precedente se acompañó el agotamiento del devenir del hecho religioso de la radicalización de una nueva forma de estar, o de una nueva forma de pensar. El tiempo del Renacimiento fue especialmente rico en radicalismos; unos, como el movimiento de la devotio moderna, el erasmismo y la descalcez, procuraron congeniar el traslucir su nueva posición interior ante el mensaje evangélico y su transmisión pedagógica con el gesto externo de una práctica alejada de toda sombra de corrupción, de superstición y de traición a los ideales fundadores. Otros, más preocupados por la forma, buscaron más que en la acomodación individual la transformación global de unas estructuras que se conocían cansadas. Unos y otros confluyeron en una corriente imparable de actitudes reformistas que desembocaron en una profunda reforma de la Iglesia que por fortuna aún no se ha resuelto. La interiorización del mensaje evangélico y la asimilación de la angustia provocaron a nivel general una triple vía de acción reformadora; la más condenada, la que puso en entredicho el contenido dogmático tradicional sostenido por la Iglesia, no se produjo en España. La más minoritaria, que entendía como trabajo previo a la obtención de la salvación individual la supresión de las desigualdades favorecidas por las ataduras feudales, tampoco tuvo eco en la sociedad española. La más fácil, la que comprendió que todo se reducía a disciplinar al clero y a los fieles, y al tiempo proponía una reacomodación moral dirigida a obtener nuevas formas de expresión religiosa, encontró una amplia aceptación. Ninguna de las vías fue uniforme y las rupturas y disidencias sirvieron para demostrar la vitalidad de todos los movimientos. En la España de los Reyes Católicos, la tercera de las vías registró la tensión entre el conventualismo y la observancia, entre la corrupción palpable y los deseos minoritarios de una renovación interior y formal. La vida relajada de los conventos y monasterios, su desarreglo económico, la pérdida de sus valores espirituales y la continua injerencia de los nobles plantearon la necesidad de una reforma que fue solicitada del Papado en repetidas ocasiones hasta 1487, y que no fue puesta en práctica hasta el pontificado de Alejandro VI. Las bulas y breves pontificios concedidos en el último semestre de 1493 señalan el comienzo de una reforma sistemática que afectó inicialmente a los monasterios femeninos catalanes, y que gradualmente se extendería por el resto de la Corona de Aragón. El nombramiento de visitadores de la confianza real, la sustitución de las religiosas indisciplinadas por monjas reformadas, la planificación de un nuevo orden en la vida del interior de los monasterios, la restauración de la clausura y la designación de capellanes instruidos en el nuevo espíritu reformista, hicieron posible una revitalización de la vida religiosa y una mayor observancia de los principios regulares. Algo semejante se desarrolló en las principales órdenes monásticas y conventuales masculinas; benedictinos, dominicos, agustinos, carmelitas y franciscanos iniciaron en los años finales del siglo XV un proceso reformista que culminó con el triunfo de la observancia. Aunque el proceso no se cerró hasta muy avanzado el siglo XVI, la observancia introdujo gradualmente unos valores que conducirían a las formas de espiritualidad que constituirían la base de la mística y de las nuevas formas de piedad. A través de la literatura espiritual y de los tratados morales podemos conocer que el triunfo de la observancia sobre los claustrales condujo a los regulares españoles hacia la revitalización de la propia espiritualidad y hacia la moralización disciplinada de sus costumbres. La interiorización del mensaje evangélico, la oración mental, la valoración de la soledad, la penitencia intimista y la austeridad en la propia vida y en las relaciones con los demás fueron los caracteres más visibles de una reforma disciplinar que se hizo desde el interior de cada orden, que en ocasiones resultó ser traumática y que tuvo su más firme valedor en el cardenal Cisneros. Sin embargo, tanto la preocupación manifestada por los Reyes Católicos a través de sus diplomacias cerca del Papado, como la restauración del respeto a las reglas de las órdenes, como la adopción de las nuevas vías ascéticas y espiritualistas de los observantes, no permiten señalar una conexión clara entre lo que se ha calificado como reforma española y las profundas modificaciones y sacudidas religiosas que determinarán el hecho del protestantismo a comienzos del siglo XVI. Probablemente haya de revisarse el conjunto de concepciones historiográficas que significan la actividad reformista de los Reyes Católicos y de su más inmediato colaborador, el cardenal Cisneros, como antecedente de la transformación general que inspiró el Concilio de Trento en oposición al protestantismo, y como causa y justificación del retraso que en los reinos hispanos tuviera la aplicación de los decretos tridentinos; otros hechos y procesos redujeron a niveles más modestos la magnitud de la reforma española, y en ello tuvo mucho que ver la instalación y potenciación de un aparato represivo autorizado por bula de Sixto IV en 1478: la Inquisición. Sin embargo, existen importantes indicios que prueban una preocupación generalizada por mejorar las condiciones de formación religiosa del clero y de los fieles; además de las realizaciones universitarias propiciadas por el cardenal Cisneros en Alcalá y en Salamanca, puede anotarse un incremento de la literatura doctrinal y de la actividad pedagógica de las iglesias. Así, los Sínodos de Alcalá en 1480, Ávila en 1481, Jaén en 1492, Zaragoza en 1495, Salamanca y Canarias en 1497, Plasencia en 1499, Badajoz en 1501, reiteran la obligación que tienen los párrocos de exponer públicamente por escrito, y predicar durante ciertas épocas del año los fundamentos de la fe cristiana y las principales oraciones. El Sínodo de Jaén de 1492 establecía la obligación que tenían los sacristanes de enseñar la doctrina, y proponía que las escuelas que se abriesen lo hicieran en las proximidades de las iglesias para facilitar la asistencia de los niños a determinados oficios religiosos; y el Sínodo de Badajoz de 1501 recordaba además la obligación que tenían todos los párrocos de concentrar en sus iglesias a todos los niños menores de doce años para enseñarles la doctrina cristiana. Esta intensificación de la preocupación por la formación religiosa de los niños y adultos también se produjo en relación con los judíos y moriscos. Al menos en la etapa de mayor tolerancia.