El auditorio del viejo Burg Teather iba a ser demolido por lo que en 1887 se encargó a Klimt y Franz Matsch la realización de uno lienzos en los que representase el interior del viejo coliseo teatral. Los artistas solicitaron demorar este encargo hasta finalizar la decoración de las escaleras -véase el Teatro de Taormina-, solicitud que les fue concedida. Al ponerse manos a la obra tuvieron un arduo trabajo ya que en el contrato se especificaba que tenían que integrar en la composición a unos 250 personajes entre ellos los importantes de la Viena del momento. Recibieron dos abonos de butaca para la temporada y pudieron contemplar al público que acudía a las representaciones.Klimt fue el encargado de pintar la sala y para ello realizó un buen número de bocetos y dibujos preparatorios, teniendo que acudir a su familia y amigos como modelos, aunque también recibió la visita de bellas mujeres de la ciudad que deseaban ser inmortalizadas en el cuadro. Entre las personas que retrató se encuentran Katherina Schratt -actriz habitual del teatro y amante del emperador Francisco José I-, el cirujano Theodor Billroth y el futuro alcalde Karl Lueger. El resultado es una obra de gran calidad, en la que se nos muestra el patio de butacas del teatro, rodeado de cuatro pisos de palcos en los que se situaba la alta nobleza imperial, ocupando el emperador y la corte uno de estos palcos. Una lámpara en el centro del techo y diversos focos distribuidos en la segunda fila de palcos arrojan una tenue iluminación a la escena, creando de manera perfecta la sensación atmosférica de un interior. Las figuras son extraordinarias, adecuadas a su nivel social, vestidas con sus mejores galas, presentadas en elegantes actitudes. La perspectiva conseguida por el maestro resulta destacable pero lo más original es el tratamiento de la escena ya que Klimt sitúa a los espectadores en el papel de actores, confundiendo la realidad con la apariencia. El resultado es una obra de gran calidad por la que Klimt recibió en 1890 el Premio del Emperador, dotado con 400 florines.
Busqueda de contenidos
monumento
El Auditorio es un moderno edificio diseñado por Rafael Moneo. Inaugurado el 22 de marzo de 1999, cuenta con 42.000 metros cuadrados. En el edificio, Moneo ha sabido combinar la modernidad con una sala sinfónica con una capacidad para 2.200 personas, una sala polivalente de 400 plazas, una sala de cámara con 700 localidades y un buen número de espacios dedicados a servicios. En el atrio central que sirve de acceso encontramos una monumental linterna cúbica de vidrio en forma de impluvium, decorada con una obra de Pablo Palazuelo. El propio Moneo califica al edificio de "arquitectura contenida y compacta (...) tal vez lo mas característico sea la retícula de hormigón, plementada con paneles de acero inoxidable oscuros y rojizos en el extradós y con paneles de arce en el intradós manifestándose la dialéctica entre interior y exterior en el uso que de los materiales se hace". La sala sinfónica está caracterizada por una geometría regular, con una planta rectangular de proporciones 2 a 1. Higini Arau es el responsable del diseño acústico. En sus cercanías se encuentra el Teatro Nacional de Cataluña, obra de Ricardo Bofill.
obra
El Auditorium de Chicago es la primera obra del equipo formado por Dankmar Adler y Henry L. Sullivan. Es un edificio de complejo programa, destinado a funciones de teatro de la ópera, para seis mil espectadores, hotel y oficinas. Los protorrascacielos de Chicago habían insistido en la estética del bloque, pensando las fachadas como un elemento de simple cerramiento externo. Para Sullivan, en el Auditorium, la fachada cobra vitalidad propia, estableciéndose la gradación y densificación de macizos y huecos, como en los palacios del Quattrocento florentino. Los primeros pisos son de granito en rústica mientras que los altos, de arenisca, se engloban en una serie de arcuaciones, sobre las que cabalgan los pisos del remate. El resultado es la estratificación compensada en sentido vertical y horizontal, y la comprensión del edificio como un todo íntegro y no como la simple multiplicación de plantas que eran los protorrascacielos al uso.
Personaje
Pintor
<p>Formó parte de la influyente Escuela de Londres, un círculo de artistas amigos profundamente comprometidos con la representación de la figura humana, entre los que se encontraban figuras destacadas como Francis Bacon, Lucian Freud y Leon Kossoff.<br><br>Nacido en Berlín y de ascendencia judía, Auerbach fue enviado a Inglaterra en 1939 para escapar del régimen nazi. Creció en Kent, en un internado para niños judíos refugiados que fue trasladado a Shropshire durante la Segunda Guerra Mundial. En 1948, se inscribió en la Escuela de Arte de Saint Martin y participó en clases nocturnas dirigidas por David Bomberg en el Borough Polytechnic. Durante estos años formativos, desarrolló una amistad cercana con Kossoff y comprendió la importancia de representar las formas de manera orgánica y cohesiva.</p><p>Entre 1952 y 1955, continuó sus estudios en el Royal College of Art y al año siguiente, la Beaux Arts Gallery de Londres albergó su primera exposición individual. Su técnica de empaste, que destacaba la naturaleza gestual de sus pinceladas y confería a su obra una cualidad tridimensional, fue objeto de críticas por parte de aquellos que la consideraban más próxima a la escultura que a la pintura. Sin embargo, encontró un firme apoyo en la figura del crítico David Sylvester. A partir de 1965, sus obras se exhibieron en la Galería Marlborough y en 1978, la Galería Hayward le dedicó una exposición individual.<br><br>Auerbach ha mantenido una coherencia temática a lo largo de las décadas en su obra. Su interés por el retrato se centra en la representación de personas que conoce profundamente; de hecho, la mayoría de sus retratos se centran en tres modelos principales: su esposa Julia, la modelo profesional Juliet Yardley Mills (J.Y.M.) y su amiga Estella West (E.O.W.). Sus paisajes suelen reflejar el entorno cercano a su estudio en Camden Town, lugar donde ha trabajado desde 1954.</p>
lugar
Pequeña localidad alemana situada en la Türingia oriental, a unos veinte kilómetros al norte de Jena. La localidad debe su fama a la batalla que enfrentó allí a franceses y prusianos el 14 de octubre de 1806, durante la campaña napoleónica de Alemania.
contexto
La amarga experiencia de la crisis obligó al mundo rural a adecuarse a las nuevas exigencias de la época. Por de pronto fue preciso adaptarse mejor a las demandas de los núcleos urbanos. Las ciudades eran grandes consumidoras de carne y de productos lácteos, todos ellos de origen animal (no olvidemos el progreso del "companaticum" en la alimentación de los europeos en el transcurso de la Edad Media). Pero también se requerían desde los núcleos urbanos cueros y lana, asimismo productos pecuarios. De ahí que uno de los rasgos más sobresalientes de la reconstrucción agraria europea del siglo XV fuera la expansión experimentada por la ganadería. Fue precisamente en este contexto como surgió la práctica de reunir al ganado, tradicionalmente dejado a su aire en el campo, en establos y pocilgas. El desarrollo pecuario tuvo sus puntos de apoyo en dos tipos de animales, la vaca y, sobre todo, la oveja. Las comarcas próximas a las grandes ciudades experimentaron, por lo general, un notable impulso ganadero. Ello obedecía a las demandas crecientes de carne y de leche, lo que explica que, con mucha frecuencia, los principales ganaderos de esas zonas fueran los propios carniceros de las ciudades. Pero la gran protagonista de la expansión ganadera de fines de la Edad Media fue, sin la menor discusión, la oveja. El señorío de la comunidad canonical de San Justo, en Lyon, orientado preferentemente hacia el cultivo de la vid, intensificó en la segunda mitad del siglo XV la dedicación ganadera, de forma que los prados ocupaban hacia el año 1500 el 50 por 100 del suelo, en tanto que las viñas sólo ascendían al 30 por 100. No obstante fue en Inglaterra y en Castilla en donde el progreso del ganado ovino resultó más espectacular. Inglaterra, que había sido exportadora de lanas hasta finales del siglo XIII, se convirtió a partir de esas fechas en un país productor de tejidos. El progreso del ganado ovino, impulsado por la demanda creciente de los telares ingleses, pero también favorecido por las mortandades, exigió la búsqueda, casi obsesiva, de terrenos de pastos, fenómeno que se tradujo a su vez en la aparición de los campos cercados o "enclosures". De esa forma comenzó la transformación del viejo paisaje rural de campos abiertos, el "openfield", sustituido paulatinamente por otro de cercados y de economía predominantemente pastoril. Pero el avance de las "enclosures" suponía sin duda cambios más profundos que los meramente paisajísticos, pues daba testimonio de la descomposición de numerosas comunidades aldeanas, así como de la deserción de amplias zonas rurales por parte de sus antiguos habitantes, que emigraban en masa a las ciudades. El proceso, por lo demás, se vio favorecido debido al interés mostrado por muchos grandes propietarios, convencidos de que podían obtener importantes beneficios si se dedicaban preferentemente a la ganadería ovina. Así las cosas, Inglaterra, y en particular algunas de sus regiones, como Yorkshire y Lincolnshire, fue testigo de la paulatina "sustitución del grano por la lana", como ha puesto de relieve H. A. Miskimin. "Al fin y al cabo -según decía un refrán de la época- la pata de cordero convierte la arena en oro". En Castilla, la ganadería lanar trashumante experimentó asimismo un crecimiento espectacular en los últimos siglos del Medievo. Ciertamente, la trashumancia se practicaba con éxito desde siglos atrás. En 1273, siendo rey Alfonso X el Sabio, había surgido la Mesta, institución creada para proteger los intereses de los propietarios de rebaños. Desde esas fechas los vientos soplaron a favor de la ganadería lanar trashumante. Los azotes del siglo XIV la beneficiaron, pero también actuó en sentido favorable el interés manifestado por los grandes propietarios y, en particular, la coyuntura internacional, que convirtió a Castilla, desde los inicios de la decimocuarta centuria, en la principal abastecedora de lana a los telares de Flandes. Posteriormente, los monarcas de la dinastía Trastámara prestaron un apoyo decidido a la Mesta y a la ganadería lanar trashumante. Así las cosas, se explica que la cabaña ovina, calculada en 1.500.000 ovejas a comienzos del siglo XIV, alcanzara los 3.000.000 en los albores del XV y casi los 5.000.000 al finalizar esta última centuria.
contexto
En el terreno académico, Villanueva obtuvo los nombramientos de teniente director interino de Arquitectura (1767); teniente director de Arquitectura (1774), cargo al que renuncia en 1784 por sus excesivas ocupaciones y no poder atenderlo; director honorario de Arquitectura (1785) y director general de la Academia de San Fernando por un trienio (1792-1795). En el campo puramente profesional, Villanueva fue nombrado arquitecto del Monasterio de El Escorial (1768), encargado de las obras de los paseos imperiales de Madrid (1775), teniente de Sabatini en la obra de ampliación del palacio de El Pardo (1776), arquitecto del príncipe e infantes (1777), arquitecto del Buen Retiro y del palacio y Común del Real Sitio de San Lorenzo (1781), arquitecto maestro mayor de Madrid y de sus fuentes y viajes de agua (1786), arquitecto mayor del rey con ejercicio en los palacios y sitios reales (1789), arquitecto principal y director de las obras del Palacio Real nuevo (1797), director de policía y ornato de Madrid y del Camino de El Pardo (1798), comisario ordenador de la Villa (1798), intendente honorario de provincia (1802) y, finalmente, arquitecto mayor inspector de las obras reales de José Bonaparte (1808). Es en el ejercicio de estos empleos, y desde la situación privilegiada de una carrera siempre ascendente, donde el arquitecto Juan de Villanueva realiza las obras más importantes de su siglo y las primeras propiamente neoclásicas en España. Quisiera, sin embargo, hacer mención también de algo característico del momento que al arquitecto le fue dado conocer. La vida y la obra de Villanueva se inscriben rigurosamente en el marco del apasionado y singular momento ilustrado español, un momento en el que lo deseado es siempre más ambicioso y rico que lo conseguido. SSólo en ese contexto del final del siglo XVIII español se entiende que el edificio del Museo, hoy del Prado, esté veintitrés años construyéndose, y el Observatorio, dieciocho, sin llegar a concluirse cuando, en 1808, una invasión extranjera empeora el anterior e imperfecto orden. Un único paréntesis cabría hacer en ese período y correspondería, al menos para la arquitectura en general y para la de Villanueva en particular, al período de gestión política de don José Moñino, conde de Floridablanca, entre 1777 y 1792. Villanueva es, más aún que el arquitecto de la casa real, el arquitecto del ministro de Estado. Es Floridablanca quien lo encumbra dándole los mejores encargos y las mayores atribuciones, consciente de su capacidad. El Museo y el Observatorio son la mejor prueba de ello. Después de 1792, los más importantes proyectos de Villanueva son de promoción municipal. El segundo período del Neoclasicismo en España quedaría ceñido a los años 1781-95, período que da continuidad a los reinados de Carlos III y Carlos IV, marcado en política por la figura del conde de Floridablanca y en arquitectura por la actividad madura y sólidamente fundada de Juan de Villanueva, cuando su obra proyectada y construida se manifiesta con la plenitud estilística del Neoclasicismo internacional. Hasta estas fechas, Villanueva se mantiene en una actitud receptiva de búsqueda y apertura a influencias muy heterogéneas. La Casa de Infantes (1771-76), como la más tardía Casa de Ministerios (1785), ambas en la lonja del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, mantienen una deuda demasiado fuerte con la máquina herreriana como para que Villanueva brille con luz propia, si exceptuamos la efectista espacialidad de los ámbitos de las escaleras interiores y el compromiso urbano que ambas asumen en relación con la recientemente creada villa de San Lorenzo. La capilla circular de la cabecera de la catedral de El Burgo de Osma, comenzada junto con la sacristía en 1772 según el proyecto de Villanueva, es una especie de ejercicio escolar; conciliación apretada, por el menor tamaño y la nula significación exterior de la obra, que queda como excavada en piedra, del Panteón de Agripa en Roma con la capilla de Palladio en Maser a través de una lectura simplificada y regeometrizada en clave clasicista de la planta de Fisher von Erlach para su iglesia de San Carlos Borromeo en Viena. Demasiadas cosas para que Villanueva emerja con fortuna del difícil problema que él mismo se plantea. Es en las Casitas de El Escorial (1771-73), la Casita de Arriba para el infante don Gabriel y la Casita del Príncipe para el futuro Carlos IV, ejemplos españoles de un gusto muy extendido entre la nobleza europea, donde nuestro arquitecto comienza a ampliar los referentes del medio académico en que se formó. Las alusiones latentes al palladianismo vienen ahora de la mano de la divulgativa interpretación inglesa de la obra del paduano, especialmente a través de la obra de Robert Morris (1701-54) "Rural Architecture" (Londres, 1750), un libro de patrones en una de cuyas láminas encontró Villanueva el modelo para la ordenación interior de las estancias de la Casita de Abajo, un libro cuya doctrina fundamental consiste en la aplicación al proyecto de un sistema de composición y proporción basado en el cuadrado y en el cubo como geometrías generadoras de la simetría vitruviana. Cerrado el período de formación de Villanueva y su primera práctica constructiva, comienzan a consolidarse sus modos proyectuales, su estilo individual, aflorando con un original sincretismo en el que son patentes el palladianismo, la estilofilia y la composición axial, dominada siempre por un eje de simetría cortado perpendicularmente por otro que acoge las circulaciones del interior, junto a su fidelidad por algunos de los invariantes más característicos de nuestra tradición castiza, constatable en su preferencia por los desarrollos compartimentados de espacios de pequeña escala y la horizontalidad de composiciones trabadas, de volumetrías cúbicas contrastadas. Es en 1781 cuando se producen dos hechos trascendentales para la obra de Villanueva. El primero ocurre a finales de julio, cuando el arquitecto acepta el encargo de la madrileña congregación del Caballero de Gracia para ampliar su antiguo oratorio, obra del alarife Juan de Torija. El segundo llega en octubre, cuando se inician las obras de ampliación de la Casita del Príncipe de El Escorial con la construcción del salón y sala ovalada, ensanche del jardín de poniente, estanque y aumento de cercas. Con la ampliación (1781-84) de la Casita de Abajo, Villanueva reconsidera su propia obra, acabada años antes, pero la adición que construye apenas modifica lo existente. A su modo, el resultado responde a los nuevos requerimientos de programa con un cuerpo transversal añadido, volumétrica y funcionalmente autónomo. De una forma empírica, Villanueva consigue una composición por partes, diferenciadas y completas, que tienen sentido separadas, desvinculables de la nueva idea de totalidad como fragmentos cerrados en sí mismos. No existe ya una estructura arquitectónica, si entendemos por tal un sistema de relaciones dominado por la totalidad que da sentido a cada parte, sino un sistema de adiciones en el que cada parte tiene vida propia y en el contacto con las demás se mantiene reconocible. Composición por partes, autonomía y continuidad en arquitectura son principios ordenadores que Villanueva descubre ampliando la Casita y que marcarán desde entonces el resto de su producción más personal, especialmente el Museo y el Observatorio.
contexto
Como Churchill -que encabezaría el gobierno británico desde mayo de 1940- siempre pensó, Estados Unidos sería el factor determinante en la guerra que inevitablemente, contra los que habían dicho que Munich sellaba la paz, estallaría a partir de septiembre de 1939. Era una expectativa hasta cierto punto lógica. Estados Unidos era una de las pocas democracias que sobrevivía en una era marcada por el triunfo del totalitarismo y de las dictaduras. Ello fue así porque Estados Unidos había hecho frente a la crisis de los años treinta -la más grave que se había conocido desde la guerra civil de 1861-64- mediante la reafirmación de los valores democráticos. Se hizo no a la europea (o a la inglesa), sino de acuerdo con la tradición política norteamericana: la clave de la recuperación norteamericana radicó en el liderazgo de la Presidencia de la nación, encarnada desde 1933 por Franklin D. Roosevelt (1882-1945). La crisis del 29 fue una crisis desde luego económica y social, pero fue una crisis que cuestionó además la credibilidad misma del sistema norteamericano. La crisis deshizo, en efecto, el mandato del republicano Herbert Hoover, que había llegado a la presidencia (1928) con la promesa de impulsar una etapa de prosperidad y que, sorprendido por la depresión, creyó que el mercado mismo terminaría por reajustar la economía. En tres años, cerraron unos 5.000 bancos. Millones de inversores se arruinaron. Se paralizaron la construcción y la industria, el sector agrícola se hundió y el desempleo alcanzó la cifra de 12-15 millones de parados. Las ciudades se llenaron de desempleados, de gente sin hogar, de largas y patéticas colas ante las instituciones de caridad, de barriadas de chabolas hechas de cartonajes y hojalata (las llamadas sarcásticamente Hoovervilles). La violencia social (huelgas, cortes de carreteras y vías férreas, piquetes, pillaje, delincuencia, manifestaciones, asaltos a cárceles y edificios oficiales, etcétera) se extendió por el país. En esas circunstancias, al candidato demócrata a la presidencia en las elecciones de 1932 -Roosevelt- le bastó dar con una frase afortunada, la promesa de un "new deal" (literalmente, "nuevo trato"), ofertar un nuevo contrato social para el país, para ganar. Roosevelt obtuvo unos 23 millones de votos, frente a los 16 millones de su oponente, Hoover. Significativamente, Roosevelt había ganado en todos los Estados menos en seis. Cuando tomó posesión de la Presidencia, el 4 de marzo de 1933, los bancos estaban cerrados en 47 de los 50 estados del país. Su primer gran mérito como presidente fue convertir una frase, New Deal, en un programa articulado, casi una revolución institucional que, preservando los valores de la sociedad democrática, devolvió al país la confianza en su capacidad para recobrar la prosperidad económica. En efecto, el New Deal -diseñado en gran medida por tres asesores del Presidente, Raymond Moley, Rexford G. Tugwell y Adolph A. Berle que integraron el llamado "trust de los cerebros"- se materializó en un amplio conjunto de reformas económicas y sociales. El primer New Deal (1933-35) se propuso restablecer la confianza del país y combatir el desempleo. En los "primeros 100 días", en los que el gobierno empleó una energía colosal, Roosevelt, tras cerrar todos los bancos y reabrir sólo los bancos federales de reserva, aprobó una Ley de Emergencia Bancaria y una Ley económica -ambas en marzo de 1933-, por las cuales creó un sistema de garantía estatal de depósitos que permitió sanear muchos bancos y restablecer el mecanismo de los créditos. En el mismo mes de marzo, estableció la Dirección Federal de Ayudas Urgentes, dirigida por Harry Hopkins -tal vez el principal hombre del Presidente- para conceder préstamos en efectivo a los estados más afectados por la crisis y el paro. En mayo, se creó la Dirección de Regulación Agrícola que proporcionó subsidios y créditos a los agricultores; para limitar la producción de ciertas cosechas (algodón, tabaco, frutas) y estabilizar así los precios. Paralelamente, se implantó el Servicio de Crédito a los Agricultores para refinanciar las hipotecas sobre las granjas a que se habían visto forzados a recurrir miles de modestos propietarios agrícolas. En junio de 1933, se estableció la Dirección para la Recuperación Nacional, a cargo del ex-general Hugh Johnson, encargada de regular el trabajo infantil, la negociación colectiva, las jornadas laborales y los salarios, y que creó unos "códigos" para la justa regulación de la competencia empresarial y del trabajo. Una Ley de Valores, de 27 de mayo de 1933, reguló el funcionamiento de la bolsa y estableció normas para impedir las especulaciones y el fraude bursátil. Todo ello se completó con muchas otras medidas -abandono del patrón oro, legalización de la venta de vino y cerveza, devaluación del dólar (enero de 1934)- que buscaban provocar estímulos coyunturales a la economía. Tres programas de obras y trabajos públicos abordaron directamente el problema del empleo. La Dirección de Obras Sociales, creada en febrero de 1934, emprendió numerosas obras públicas (juzgados, escuelas, hospitales, carreteras) que dieron trabajo -por lo general, temporal- a unos 2 millones de personas. La Dirección del Valle Tennessee, corporación autónoma con fondos del Estado constituida en mayo de 1933 según una antigua idea del senador por Nebraska George W. Norris, fue un gran proyecto regional que abarcó siete estados, y que se propuso, mediante la construcción de pantanos (un total de 25) y el encauzamiento del río, transformar de raíz la cuenca del Tennessee mediante su industrialización (con plantas para la fabricación de nitratos y grandes centrales eléctricas), la potenciación del regadío (millones de hectáreas fueron irrigadas) y el fomento del turismo (navegabilidad del río y creación de lagos artificiales). El Cuerpo Civil de Conservación, finalmente, creado en noviembre de 1933, dio trabajo (entre ese año y 1941) a unos 2 millones de personas, en su mayoría jóvenes, a las que empleó en trabajos de reforestación de bosques, vigilancia y conservación de espacios naturales, campañas de vacunación de animales y lucha contra epidemias y plagas. El "segundo New Deal" (1935-38), elaborado por hombres nuevos como Thomas Corcoran y Benjamin Cohen, dos protegidos del juez de la Corte Suprema Felix Frankfurter, considerado por muchos como el cerebro en la sombra de las reformas, se inició una vez que las primeras medidas habían devuelto la confianza al país, y después de que Roosevelt fuera reelegido para un nuevo mandato en 1936. Sus objetivos fueron consolidar la obra iniciada, frenar la contraofensiva conservadora (que había logrado paralizar por anticonstitucionales distintas iniciativas de las direcciones de Regulación Agrícola y Ayudas Urgentes) y ampliar la cobertura social para la masa de la población. Una nueva Ley Bancaria amplió en 1935 los poderes del Banco de la Reserva Federal sobre el sistema bancario del país. La Ley de Conservación del Suelo de 1936 autorizó la concesión de subsidios estatales a los agricultores que cultivasen productos que no erosionasen el suelo. En 1935, se creó una Dirección para la Recolonización, que dirigió Rexford Tugwell, para combatir la pobreza rural, que en sólo dos años dio ayudas a unas 635.000 familias campesinas de cara a la creación de cooperativas y a su asentamiento en tierras nuevas. También en 1935 se estableció -fusionando varias instituciones de la primera etapa- la Dirección de Obras Públicas, dirigida por Harry Hopkins y Harold Ickes, para luchar contra el desempleo, y que en los ocho años en los que funcionó invirtió cerca de 5 billones de dólares, dio empleo a unos 8 millones de personas, construyó casi un millón de kilómetros de autopistas, puentes (como el Triborough de Nueva York), puertos, unas 850 terminales de aeropuertos, parques y cerca de 125.000 edificios públicos. Además, financió el Plan Federal de las Artes, que dio trabajo a escritores y artistas, y la Dirección Nacional de la Juventud, orientada a buscar empleos temporales para los estudiantes. La llamada Ley Wagner, Ley Nacional de Relaciones Laborales aprobada el 5 de julio de 1935 por iniciativa del senador Robert Wagner, concedió a los trabajadores el derecho a la negociación colectiva y a la representación sindical en el interior de factorías y plantas. Ello permitió la sindicación masiva de los trabajadores industriales, capitalizada sobre todo por el Comité de Organizaciones Industriales (el CIO), una escisión de la Federación Americana del Trabajo encabezada por John L. Lewis, que desde 1933 había lanzado una gran ofensiva huelguística (muchas veces mediante "sit downs", ocupación de las fábricas) para lograr el reconocimiento sindical. La Secretaria de Trabajo, Frances Perkins, logró ver aprobada en agosto de 1935 la Ley de Seguridad Social, que estableció pensiones de vejez y viudedad, subsidios de desempleo y seguros por incapacidad, y en 1938 la Ley de Prácticas Laborales, que instituyó el salario mínimo y limitó la jornada laboral a 40 horas semanales. El New Deal, tomado en su conjunto, no consiguió todos sus objetivos. La economía había recuperado hacia 1936-37 los niveles de actividad de 1929, pero a partir de agosto de 1937 sufrió una nueva y grave recesión, la llamada "recesión Roosevelt", que puso en peligro todo lo hecho en los años anteriores y que además podía atribuirse a la política ortodoxa de equilibrio presupuestario y altos tipos de interés que el gobierno había mantenido. En todo caso, y a pesar de las medidas que Roosevelt tomó en 1938 a instancias de los elementos más "progresivos" de su equipo -aumentos del gasto público y reducción del valor del dinero-, en 1939 el paro afectaba todavía a unos 10 millones de personas (que disfrutaban, sin embargo, de mucha mayor cobertura social que en 1929-33). Las huelgas de los años 1936-37 y la larguísima batalla política que el Presidente libró a partir de enero de 1937 para nombrar jueces liberales y afines a su política en el Tribunal Supremo erosionaron sensiblemente su popularidad. Los republicanos lograron un gran éxito en las elecciones al Congreso y Senado del otoño de 1938. Desde la derecha, el New Deal fue visto como una traición a la tradición liberal norteamericana y como un obstáculo a la recuperación económica; para la izquierda, fue una oportunidad perdida, un conjunto de iniciativas confusas, asistemáticas e incoherentes. Pero el New Deal había supuesto una labor legislativa que, por su volumen y capacidad de innovación, superó a todo lo hecho anteriormente por cualquier administración norteamericana. La creación de nuevos organismos federales había propiciado lo que era en realidad una auténtica revolución institucional. El New Deal palió la miseria rural: la renta agraria subió de 5.562 millones de dólares en 1932 a 8.688 millones en 1935. Proporcionó trabajo temporal a millones de personas, electrificó la Norteamérica rural, sentó las bases del Estado del bienestar, desplazó el poder social en favor de los sindicatos y trajo considerables beneficios sociales a las minorías étnicas marginadas de las zonas deprimidas de las grandes ciudades y en especial, a la minoría negra. El New Deal fue ante todo la obra de un grupo de liberales y demócratas verdaderamente progresistas (y de algunos tecnócratas) que creían, como el propio Roosevelt, en la economía de mercado, pero que creían igualmente que una catástrofe como la que se había abatido sobre Estados Unidos a partir de 1929 requería una respuesta decidida y a gran escala de la institución que encarnaba el país, esto es, de la Presidencia de la República. Ese fue el gran acierto de Roosevelt: hacer de la Presidencia la encarnación de las aspiraciones sociales de la nación. Con todo, que la democracia norteamericana volcase a partir de 1941 su poder en apoyo de la liberación de Europa no fue decisión ni inmediata, ni sencilla. Incluso, en 1937 Congreso y Senado aprobaron una Ley de Neutralidad -iniciativa del senador republicano Garald P. Nye- que el Presidente, aun contrario a la ley, no quiso vetar a la vista de que la opinión mayoritaria del país, y muchos de sus colaboradores más liberales y progresistas, eran contrarios a la participación de Estados Unidos en una nueva guerra o europea o mundial. Roosevelt, que detestaba el nazismo y que creía que Estados Unidos no podía permanecer ajeno a la ruptura del equilibrio del orden internacional provocado por Alemania, Italia y Japón, tuvo, pues, que seguir una línea cautelosa que fuese alineando a Estados Unidos con Gran Bretaña pero que aplazase cualquier decisión definitiva hasta que fuera posible contar con el asentimiento de la mayoría del país. Así, en el discurso que pronunció en Chicago el 5 de octubre de 1937, lanzó la idea de que las naciones amantes de la paz debían poner "en cuarentena" a los agresores. A principios de 1939, Roosevelt anunció la decisión norteamericana de hacer frente a la amenaza de las potencias fascistas con medidas que fueran "algo más que palabras". Tras la ocupación de Checoslovaquia por Alemania, envió un mensaje a Hitler y Mussolini exigiéndoles el compromiso de respetar a un total de treinta y un países. Pidió luego al Congreso la revocación de la Ley de Neutralidad y, aunque no lo logró, pudo por lo menos ver aprobada, una vez que estalló la guerra una ley (4 de noviembre de 1939) que autorizaba a Gran Bretaña y Francia a comprar armas y munición en Estados Unidos. La indignación y alarma que produjo la caída de Francia reforzó su estrategia. Roosevelt pudo preparar, cauta pero decididamente, la posible intervención de su país en la guerra. En mayo de 1940, logró del Congreso y Senado la aprobación de fuertes sumas de dinero para ampliar el Ejército y la Marina y aumentar la producción de aviones y buques de guerra. En junio, nombró a dos intervencionistas republicanos, Henry L. Stimson y Frank Knox, para las Secretarías de Guerra y Marina. El 2 de septiembre, Estados Unidos obtuvo de Gran Bretaña el arriendo de numerosas instalaciones militares en el Caribe, a cambio de la venta de medio centenar de destructores usados; días después, el Congreso aprobó una ley que ordenaba el registro en el servicio activo de todos los jóvenes de 21 a 36 años. Reelegido para un tercer mandato en noviembre de 1940, Roosevelt siguió ampliando los preparativos militares. Las ventas de armamento a Gran Bretaña se incrementaron. El 11 de marzo de 1941, el Presidente logró que se aprobara la Ley de Préstamos y Arriendos que permitía la venta de armas y material de guerra a cualquier país cuya defensa se considerara vital para la seguridad de Estados Unidos, ley que se aplicó de inmediato a Gran Bretaña y pronto a China y a la Unión Soviética. Estados Unidos amplió igualmente su zona de neutralidad. En 1941, hubo ya varios incidentes entre barcos de guerra norteamericanos y submarinos alemanes que pusieron a ambos países al borde de la guerra. Tropas norteamericanas se establecieron en Islandia y Groenlandia, en virtud de acuerdos con Islandia y Dinamarca. El 11 de agosto, finalmente, Churchill y Roosevelt firmaron en Terranova la Carta del Atlántico, una declaración de principios que proclamaba la voluntad de los firmantes de hacer de los ideales democráticos el fundamento del orden internacional, y que mostraba la determinación de Estados Unidos y de Gran Bretaña de colaborar para ese fin. Stefan Zweig había escrito en 1941 que en 1933, con la llegada de Hitler al poder, se había perdido la "última oportunidad" para el mundo. El se suicidó en 1942, suicidio que -como el del escritor también judío, aunque alemán, Walter Benjamin (en 1939, junto a la frontera franco-española) adquiría un valor metafórico: la muerte de la espléndida cultura centroeuropea ante el avance de la barbarie nazi. Benjamin y Zweig no pudieron ver que esa aproximación entre Estados Unidos y Gran Bretaña que culminó en la Carta del Atlántico de 1941-y a la que siguió la entrada de Estados Unidos en la guerra tras el ataque japonés a Pearl Harbour, en diciembre de ese año- daría al mundo una nueva oportunidad.