En las ciudades indígenas vinculadas al comercio fenicio, los progresos de esta arquitectura se aprecian de forma distinta según el carácter de los materiales disponibles. En Itucci (Tejada la Vieja, Huelva), hay ya casas rectangulares con habitaciones proporcionadas desde el siglo VII a. C., aunque sean de lajas o piedras mal escuadradas. En la Torre de Doña Blanca (El Puerto de Santa María, Cádiz), la proximidad de buenas canteras permite una edificación cuidadosa, que llega a ser de sillería regular en las murallas más recientes. En el Cerro Macareno (La Rinconada, Sevilla), todo se hace de guijarros y arcilla, porque éste es el material que proporciona con facilidad la Vega del Guadalquivir, pero el tipo de construcción sigue las mismas normas; es muy notable la vitalidad renovadora de estas poblaciones, a las que se puede aplicar con toda propiedad el término árabe de tell, como a muchos yacimientos del Próximo Oriente, puesto que son verdaderas montañas artificiales, en las que cada generación de habitantes formó un nuevo estrato de ocupación. Otros edificios más recientes, como las llamadas torres de Aníbal, corresponden a la extensión del arte de la cantería por las regiones interiores de Andalucía. Estos fortines defensivos que ocupan todas las alturas estratégicas de los sistemas subbéticos, se relacionan con la implantación por Aníbal, durante las guerras púnicas, de una red para controlar el territorio mediante señales visuales entre atalayas cercanas; aunque sabemos que buena parte de estas torres son anteriores a la presencia del caudillo cartaginés, se observa en muchas de ellas una edificación de piedras escuadradas y con unas aristas, que es consecuencia de la difusión de los adelantos de la arquitectura fenicia. También es una aportación de la misma índole, reconocida así por los textos romanos, la construcción con mortero de cal y tierra, que alcanzaba una gran dureza en las cubiertas de las torres; César señalaba las ventajas de estas cubiertas para evitar incendios y que eran empleadas tanto en Andalucía como en el norte de África; Vitruvio y Varrón atribuían a los hispanos y a los cartagineses el uso tradicional de muros de mortero de cal, apisonados entre formeros de madera, que se distinguían de los precedentes fenicios porque en Oriente el aglutinante normal era el yeso. Las consecuencias de todas estas aportaciones fenicias en las regiones costeras españolas, y especialmente en Andalucía, fueron las de ofrecer, desde antes de la presencia romana, un ejemplo extenso de la construcción en piedra y mortero, frente muchas otras regiones europeas, donde sólo eran conocidos los edificios de madera o de piedra en seco. Algunos poblados indígenas como Setefilla (cerca de Lora del Río, Sevilla) y Tejada la Vieja (Escacena del Campo, Huelva), tienen murallas de piedra suelta, con lienzos muy gruesos y de perfil en talud, tal y como era habitual en la Edad del Bronce, pero sus casas son ya rectilíneas, de piedras unidas con mortero y paredes enlucidas con cal, lo que señala la difusión temprana de las aportaciones fenicias. En Carmona (Sevilla), existió una fortificación de tipo tradicional, con piedra suelta y paramentos inclinados, que fue sustituida antes de la llegada de los romanos por una muralla de sillería de aspecto imponente. El bastión de la Puerta de Sevilla en Carmona, sobremontado por obras romanas y medievales, es el edificio español que mejor manifiesta los avances de la construcción cartaginesa, en unos momentos en los que también se hace presente la difusión de los principios de la poliorcética helenística. Aparte de estas murallas y de las viviendas o almacenes de distintos yacimientos, no tenemos otros datos sobre grandes construcciones públicas fenicias o que revelen su influencia. En realidad, poco de carácter monumental puede esperarse, ya que los templos fenicios eran espacios abiertos con altares y exvotos, antes que edificios cerrados para contener imágenes sagradas. Las descripciones que se conservan del templo de Melkart en Cádiz, que luego se identificó con Hércules, destacan altares, ofrendas, reliquias sagradas y dos grandes columnas en las que se habían inscrito las cuentas de la institución; las puertas en las que estaban labradas escenas con los trabajos de Hércules, eran las del ámbito sagrado, no las de un edificio concreto, y tampoco existía una estatua fenicia de culto.
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En contraste con la postrada industria, el comercio internacional de la Corona de Castilla alcanzó en los últimos siglos de la Edad Media cimas considerables. La base del mismo era la caudalosa exportación de lanas de que hablaba así mismo R. Carande. Pero, en definitiva, los rasgos señalados nos indican que Castilla tenía en aquel tiempo una estructura económica propia de un país colonial, pues se basaba en la exportación de materias primas y en la importación, como contrapartida, de productos manufacturados. Claro que, simultáneamente, también creció el comercio interno de Castilla. El comercio se apoyaba en unos fundamentos materiales y en unas instituciones apropiadas. Los caminos terrestres apenas experimentaron cambios en el siglo XV. Las principales novedades de la época se localizan en el ámbito de la navegación. Las victorias logradas por Alfonso XI en el área del estrecho de Gibraltar permitieron abrir, para los cristianos, la comunicación marítima entre el Mediterráneo y el Atlántico. Así las cosas, se explica el interés creciente por mejorar los puertos de mar. Limitándonos al territorio vizcaíno nos consta la realización de obras, en tiempos de Enrique IV, en el puerto de Bilbao y en el de Lequeitio. En este último puerto, un tal Ochoa Sánchez de Mendiola se había comprometido, en 1468, a construir, en un máximo de cinco años, un muelle de cal y canto. La creciente importancia del comercio explica la proliferación de ferias en la Corona de Castilla. Entre las que surgieron a fines de la Edad Media algunas eran creación de los grandes señores territoriales, como las de Villalón, fundadas por los Pimentel, o las de Medina de Rioseco, instituidas por los Enríquez. Pero las que alcanzaron mayor apogeo fueron las que creara a comienzos del siglo XV Fernando de Antequera en Medina del Campo. El documento más antiguo que se ha conservado de las mismas son las ordenanzas del año 1421, en las cuales, entre otros aspectos, se establecían las zonas de aposentamiento de los diversos mercaderes que acudieran. Un texto del año 1450 afirmaba que a ellas concurrían "grandes tropeles de gentes de diversos naciones asi de Castilla como de otros regnos" por lo que se animaba al monarca, Juan II, a que fuera "a ver el tracto e las grandes compañas e gentio e asi mismo las diversidades de mercancias e otras universas cosas que ende habia". En 1473 Enrique IV ordenó que "ferias francas y mercados francos no sean ni se hagan en nuestros reynos y señorios, salvo la nuestra feria de Medina y las otras ferias que de nos tienen mercedes y privilegios confirmados y en nuestros libros asentados". Lo significativo de esta disposición es que la única feria que se menciona expresamente es la de Medina del Campo, lo que resalta su importancia. Celebradas en dos etapas a lo largo del año, una en torno a mayo y otra en torno a octubre, a las ferias de Medina acudían mercaderes hispanos, pero también de países de más allá de los Pirineos, como italianos, franceses y flamencos. En ellas se contrataban lanas y otros muchos productos, pero también funcionaban como lugar de negociación de letras de cambio. La liberalización de los cambios, medida tomada en las Cortes de Toledo de 1436, motivó la aparición de numerosos cambistas, pero también la fundación, a lo largo y a lo ancho de la Corona de Castilla, de abundantes bancos. Recordemos, por ceñirnos a la década de los setenta del siglo XV, el que dirigía Gonzalo Martínez en Jerez, el de Alonso López en Burgos o los diversos establecidos en la ciudad de Sevilla. Simultáneamente se desarrollaban las sociedades mercantiles o compañías. Estas se constituían mediante la aportación de unos fondos, los bienes, de los que eran titulares los compañeros. Por lo demás esas sociedades, que generalmente se creaban para funcionar durante un período limitado de tiempo, solían tener un marcado carácter familiar. La persona de mayor relieve, al que se le conocía como el principal era, habitualmente, el que daba nombre a la sociedad. Mencionaremos, a título de ejemplo, la compañía de Francisco de Orense, cuyo capital era de casi doce millones de maravedíes. En otro orden de cosas cabe consignar el fomento del corporativismo entre los mercaderes. El ejemplo paradigmático nos lo ofrece Burgos. Allí se constituyó, en 1443, la Universidad de Mercaderes, surgida para defender y promocionar los intereses de los asociados. Regida por un prior, dos cónsules y nueve diputados, la Universidad era, en el fondo, una típica cofradía gremial. Años más tarde, previsiblemente en 1489, fecha de la que data el documento más antiguo que se conoce de la misma, se creó la Universidad de Mercaderes vizcaínos, de caracteres similares a la institución burgalesa. El comercio se desarrollaba a diferentes escalas, desde la local hasta la internacional. El comercio interno de la Corona de Castilla, aunque mal conocido, se incrementó notablemente en el transcurso del siglo XV, como lo prueba, indirectamente, el aumento del valor de las alcabalas, tributo sobre el tráfico mercantil. Ciertamente había zonas de mayor vitalidad económica que otras. El gran eje articulador del comercio castellano era el que iba desde los puertos del Cantábrico oriental, pasando por Burgos, Valladolid, Medina del Campo, Toledo y Sevilla, hasta la costa atlántica de Andalucía. En cuanto al comercio que Castilla practicaba con los otros reinos hispánicos era muy irregular, pues en buena medida dependía de las relaciones políticas del momento. En líneas generales, el comercio desarrollado en los siglos XIV y XV por la Corona de Castilla con los reinos de Portugal, Navarra y Aragón fue débil. También comerciaba Castilla con los nazaríes de Granada. Ahora bien, todo parece indicar que el comercio interhispano que alcanzó más auge, en el siglo XV, fue el que se realizaba con el reino de Valencia, quizá debido a la complementariedad económica de ambos territorios. Castilla exportaba alimentos (trigo, ante todo, pero también aceite y vino), lanas, cueros, animales vivos, etcétera. A cambio, importaba de tierras valencianas frutos secos, muebles, agujas, armas, tijeras, objetos cerámicos e incluso tejidos de algodón y de lino. Pero cuando se habla del comercio castellano de fines de la Edad Media se piensa, indefectiblemente, en el que se realizaba con otros países europeos, particularmente del ámbito atlántico, o en el que se proyectaba hacia el continente africano y las islas adyacentes. Se trataba de dos grandes focos de actividad económica, el del Cantábrico oriental, por una parte, y el de la zona atlántica de Andalucía, por otra. El núcleo del Norte se basaba en el entendimiento entre los mercaderes burgaleses y los marinos y transportistas de la costa cantábrica, y en primer lugar de Bilbao, que ocupaba en el siglo XV una posición claramente hegemónica. También jugaban un papel muy importante las colonias de mercaderes surgidas en diversas ciudades europeas, como Brujas, Ruán, Harfleur o Nantes. El comercio de este núcleo se dirigía preferentemente hacia Flandes y la costa atlántica de Francia, pero también, dependiendo del estado de las relaciones políticas, hacia la costa sur de Inglaterra e incluso hacia el mundo hanseático. El primer renglón de las exportaciones castellanas lo ocupaba la lana, seguida del hierro vizcaíno, el aceite, los vinos, los frutos secos, el alumbre, las pieles, los cueros, el azúcar de Canarias y, en ocasiones, algunos objetos manufacturados, como clavos o áncoras. Sólo en el año 1458, por mencionar un dato archiconocido, entraron en el puerto francés de Ruán, procedentes de Burgos, 26.000 balas de lana, valoradas en más de 30.000 escudos de oro. Como contrapartida, los comerciantes castellanos importaban telas y paños de calidad, productos manufacturados (por ejemplo, espejos o agujas) y determinados alimentos (como el pescado salado, que procedía del ámbito de la Hansa, o la sal, originaria de la ciudad francesa de La Rochela). También figuraban entre los productos importados objetos de alto valor, como tapices y retablos, destinados, obviamente, a las altas capas de la sociedad castellana. El foco meridional se localizaba en el triángulo formado por Sevilla y la costa atlántica de Andalucía. Los principales animadores del comercio en esa zona fueron los hombres de negocios italianos allí asentados, en especial los genoveses, que contaban con importantes colonias en Sevilla. Cádiz y otras ciudades. Andalucía ofrecía importantes productos, tanto agrarios como mineros, pero era a la vez plataforma imprescindible para el comercio con la región africana del Sudán, en donde se buscaban ansiosamente oro y esclavos, y con las islas Canarias, proveedoras de azúcar. Los genoveses exportaban productos alimenticios, como aceite, vinos y, en años buenos, trigo y arroz, pero también atún, pescado salado, cera, cueros, pieles, cochinilla (un colorante muy estimado) y mercurio de Almadén. En contrapartida, los genoveses traían a tierras hispanas manufacturas textiles (desde paños de Florencia hasta telas de seda damasquinada o telas ligeras de lino y algodón), especias (pimienta, jengibre, canela...), herramientas, papel, resina, etcétera. Al margen de los dos focos señalados es preciso hacer referencia a la actividad marítima de la Corona de Castilla en el Mediterráneo. El principal puerto era el de Cartagena, en donde había una importante colonia de mercaderes genoveses. Por lo demás los marinos vascos se mostraron muy activos en el Mare Nostrum, hasta el punto de convertirse en los intermediarios del comercio realizado entre la Corona de Aragón e Italia. También encontramos mercaderes castellanos en el tráfico mercantil entre la isla de Mallorca, el Norte de Africa e Italia.
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Tras la Paz de Nimega, el Rey Sol emprenderá una nueva acción diplomática encaminada a aislar a España y al Emperador, dado que su próximo objetivo es anexionarse todos los territorios que circundan a Francia, recurriendo a la misma estrategia que había empleado en 1667 contra la Monarquía hispánica. En efecto, esgrimiendo derechos de dudosa validez jurídica, se incorpora por la fuerza (política de reunión) entre 1681 y 1683 la fortaleza de Casale, propiedad del duque de Mantua, la ciudad libre de Estrasburgo y algunas plazas españolas en los Países Bajos. Ante este alarde de fuerza, el estatuder Guillermo de Orange inicia negociaciones con Suecia con miras a la firma de un tratado de ayuda mutua, al que se adscribirán también el Emperador y el rey de España, para quien los desafueros de Luis XIV son una provocación intolerable, sobre todo porque se esperaba en Madrid que el monarca francés respetaría a la Monarquía tras el matrimonio de Carlos II con María Luisa de Orleans. Esto no impide que en el verano de 1683 las tropas de Luis XIV se adentren en Luxemburgo, sitiando la fortaleza de la capital ducal defendida por los españoles, que no reciben ayuda de ninguno de sus aliados por no verse afectados directamente o, en el caso del Emperador, por tener que afrontar una gran ofensiva otomana. Poco después, el ejército francés, para hacer entrar en razón a Carlos II, invade Flandes, cuyas ciudades se desmoronan ante este nuevo ataque, y Cataluña, que resiste la agresión. Mientras, en el Mediterráneo, la marina francesa somete a la ciudad de Génova, aliada incondicional de España, a un duro bombardeo durante doce días seguidos. Finalmente, Luxemburgo cae en 1684, y Madrid, a su pesar, se ve obligada a ceder este ducado en las negociaciones llevadas a cabo en Ratisbona, quedando así los Países Bajos aislados por completo, dependiendo en adelante su defensa y conservación de Holanda. La política de reuniones supone el engrandecimiento de Francia, pero también la defección de muchos príncipes alemanes, que atemorizados vuelven su mirada hacia el Emperador, en torno al cual se va a constituir en 1686 la Liga de Ausgburgo, concebida para defender a Alemania de futuras agresiones francesas, y en la que participan Suecia y España, no así los electores de Sajonia y Brandemburgo. La pugna entre Francia y el Emperador por imponer su candidato en el arzobispado de Colonia, provisión resuelta por el Pontífice a favor de Viena, provocará la ruptura de las hostilidades entre Luis XIV y la Liga en 1688 y con ella la ocupación inmediata de Avignon, Philisburgo, el Palatinado y el arzobispado de Colonia. El acceso de Guillermo de Orange al trono inglés, tras el destronamiento de Jacobo II, será el pretexto también para que Francia declare la guerra a las Provincias Unidas. España, que se resiste a involucrarse en la contienda, lo hace en 1690, después de que Inglaterra se integre en la Liga de Ausgburgo. Como en ocasiones anteriores, Luis XIV despliega toda su fuerza sobre el socio más débil, contra España, invadiendo Flandes, Cataluña e Italia, donde sus ejércitos se imponen a pesar de la resistencia de la infantería española. En 1692 cae Namur y al año siguiente el ejército aliado es derrotado en Neerwinden. En 1694 es Gerona la que se entrega. Por estas fechas los contendientes inician conversaciones diplomáticas que no prosperan. El único triunfo de la diplomacia francesa es la firma en 1696 de un tratado secreto con Saboya que va a permitir a Luis XIV atacar el Milanesado, sin que el Emperador ni España puedan resistir la ofensiva, firmándose en este frente un armisticio meses más tarde. En febrero de 1697 París realiza nuevas ofertas negociadoras a Guillermo de Orange, quien las acepta en nombre de todos los aliados, lo que no obsta para que Luis XIV desencadene una nueva campaña en América y en Europa: Boston es amenazada, Cartagena de Indias es saqueada y Barcelona es sometida a un incesante bombardeo hasta que finalmente se rinde. Estas victorias, sin embargo, no representan el triunfo de Francia ni la derrota del Emperador y sus aliados, que habían demostrado una capacidad enorme de resistencia. La Paz de Ryswijk (1697) pone fin a la contienda. Francia, por motivos no suficientemente claros, aunque relacionados tal vez con la sucesión de la Monarquía hispánica, realiza grandes concesiones al Emperador, pues sólo mantiene en su poder Estrasburgo y algunas plazas en Lorena, y a España, que recupera Cataluña, el Milanesado y las plazas anexionadas desde 1678, estableciéndose guarniciones holandesas para su defensa. Al finalizar el siglo XVII Europa mantiene la estructura política de 1648 con pequeñas variaciones territoriales y la Monarquía hispánica ha logrado superar el acoso francés a sus dominios. Pero la Paz de Ryswijk es más una tregua que una paz duradera, como se desprende del conjunto de alianzas que tienen lugar de inmediato entre Polonia, Dinamarca, Brandemburgo y Rusia frente a Suecia por el dominio del Báltico, así como de las maniobras diplomáticas de Luis XIV y de Leopoldo I para asegurarse el trono español, especialmente a partir de la muerte del heredero de Carlos II, el príncipe José Fernando de Baviera. Por eso, mientras Luis XIV inicia un acercamiento a Inglaterra, con quien firma dos tratados secretos de repartición en 1698 y en 1699, el Emperador procura asegurar la estabilidad en la frontera sudeste del Imperio y neutralizar a los príncipes electores, en particular al de Brandemburgo, a quien concede en julio de 1700 el título de rey de Prusia. En Madrid, a su vez, los embajadores de Viena y París despliegan toda su habilidad y su capacidad de intriga a fin de atraerse a la aristocracia cortesana, imponiéndose a última hora la camarilla profrancesa del cardenal Portocarrero, que logra convencer a Carlos II de que la integridad de la monarquía sólo puede ser garantizada si la corona recae en un Borbón. Así, el 2 de octubre de 1700 el monarca redacta un nuevo y definitivo testamento a favor del duque de Anjou, nieto de Luis XIV, que recibirá todas las posesiones de la monarquía, previa renuncia de sus derechos a la Corona de Francia. En este documento se estipula también el orden sucesorio en el supuesto de que el monarca falleciera sin descendencia: en primer lugar, el duque de Berry; a continuación, el archiduque Carlos, hijo del Emperador Leopoldo; por último, el duque de Saboya o sus herederos. Al cabo de dos siglos la Augustísima Casa de Austria dejaba de regir los dominios de la Monarquía hispánica, entronizándose, por decisión de su último representante -paradojas del destino-, a un miembro de la dinastía de su adversario más poderoso, el rey de Francia. La era de los Borbones comenzaba en España y con ella la Guerra de Sucesión y la desintegración de la monarquía de los Habsburgo.
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Paralelamente al afianzamiento de los grandes señores territoriales en el terreno social tuvo lugar, por lo que al ámbito de la economía se refiere, una notable expansión de la ganadería lanar trashumante, que contaba, desde tiempos de Alfonso X el Sabio, con una poderosa institución a su servicio, el Honrado Concejo de la Mesta. El profesor L. Suárez no ha dudado en afirmar que el rasgo dominante de la vida económica de la corona de Castilla en la Baja Edad Media era el predominio indiscutible de la actividad ganadera. En cambio, no sucedió lo mismo con la agricultura, testigo de un estancamiento, cuando no de un evidente retroceso. Las informaciones que tenemos sobre la agricultura de la Corona de Castilla en el siglo XIV son muy fragmentarias. El tratado de agricultura escrito por Gabriel Alonso de Herrera a comienzos del siglo XVI se preocupa más por citar a los tratadistas clásicos del tema que por reflejar la realidad de los campos de Castilla. Sabemos, no obstante, que los útiles empleados en el agro castellano en la Baja Edad Media eran arcaicos, predominando el viejo arado romano. El animal de labor por excelencia era el buey y el sistema de cultivo preferente el de año y vez, sin olvidar el cultivo al tercio, vigente sobre todo en las penillanuras del Oeste. Los principales cultivos de las tierras de la Corona de Castilla seguían siendo los cereales y el viñedo. La expansión hacia el Sur permitió la incorporación del olivo, de suma importancia en Andalucía, y del arroz, que desde el siglo XIV conoció una gran expansión en las tierras murcianas. También se cultivaban leguminosas, hortalizas, árboles frutales y plantas industriales, entre ellas el lino. Los rendimientos no parece que fueran muy elevados. Por los datos a nuestro alcance (monasterios benedictinos de la Meseta Norte en el año 1338; hacienda del sevillano Ferrán García de Santillán entre los años 1358 y 1366) podemos afirmar, refiriéndonos exclusivamente al trigo, que la relación entre lo cosechado y lo sembrado era aproximadamente de cinco a uno. Claro que en ambos casos nos encontramos en presencia de grandes propiedades, lo que puede distorsionar los resultados al alza. La explotación del bosque era de la mayor importancia, pues proporcionaba madera y alimentos para el ganado, aparte de su excepcional significado como lugar de caza. El Libro de la Montería, que data de tiempos de Alfonso XI, describe con gran detalle las zonas boscosas de la Corona de Castilla, sin duda más extensas en aquel tiempo que en épocas posteriores. Ahora bien, desde finales del siglo XIII hay síntomas de que comenzaba a retroceder el espacio forestal. En las Cortes de Valladolid de 1351 se dijo que "se destruyen en cada dia de mala manera los montes, señaladamente los pinares e enzinares". La tala abusiva y la apertura de sembrados figuraban entre las principales causas de esa regresión del bosque. Por eso los monarcas decidieron imponer penas severas a quienes lo destruyesen. En la Castilla medieval se practicaban diversos tipos de ganadería: la estante, la denominada de travesío y la trashumante. La trashumancia de ovejas, cuyas raíces se remontaban a tiempos arcaicos, experimentó una gran expansión en el transcurso de los siglos XII y XIII, al compás de la proyección hacia el Sur de los reinos de Castilla y León, lo que permitió incorporar extensos terrenos dedicados a pastizales. En 1273 se instituyó el Honrado Concejo de la Mesta, cuya finalidad era defender los intereses del ganado trashumante y de sus propietarios. No obstante, fueron las circunstancias específicas del siglo XIV las que propiciaron un nuevo salto adelante de la ganadería lanar trashumante. Síntoma evidente de esa expansión es el hecho de que la cabaña ovina que trashumaba por las cañadas de Castilla y León alcanzaba en los albores del siglo XIV en torno al millón y medio de cabezas, en tanto que al acceder al trono Isabel I, en 1474, rozaba los tres millones. Por de pronto, se ha establecido una relación directa entre epidemias de mortandad y expansión ganadera. El descenso del número de brazos en el campo, a tenor de esa hipótesis, habría facilitado la dedicación de muchas tierras a pastos. Así se explica la frase, cargada de retórica, de que "la ganadería transhumante es hija de la peste". En última instancia, la crisis del siglo XIV, con su cortejo de retroceso demográfico y agrario, habría favorecido el auge de la ganadería ovina. Ahora bien, quizá el principal factor impulsor de la ganadería trashumante en la Corona de Castilla fue la coyuntura internacional que surgió en la década de los treinta del siglo XIV. La interrupción del abastecimiento de lana inglesa a los telares de Flandes hizo posible que Castilla pasara a suministrar esa materia prima. La exportación de lana castellana destinada a los telares flamencos creció de forma espectacular en el transcurso del siglo XIV, hasta el punto de convertirse en el primer renglón de la actividad económica de los reinos. Ese panorama favorecía ante todo a los principales dueños de rebaños, es decir los ricos hombres, los establecimientos eclesiásticos y las Ordenes Militares. Pero también se beneficiaba la Corona, a través de la percepción del servicio y montazgo, tributo fijado por Alfonso XI en 1343 y que procedía de la fusión de los montazgos locales y del servicio pagado a la Corona. Por lo demás el triunfo de los Trastámaras consolidó si cabe la posición hegemónica de la Mesta, a cuyo frente, como alcalde entregador mayor, figuraron en todo momento miembros de la alta nobleza. La primera recopilación de las leyes de la Mesta se efectuó precisamente en el año 1379. En cambio aumentaban las quejas de los agricultores contra los pastores de los rebaños que, según ellos, invadían los labrantíos. No deja de ser significativo que la mayor parte de los pleitos entre agricultores y ganaderos fuera resuelta en perjuicio de los primeros.
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En la larga paz que siguió a la guerra del Norte, el comercio del Báltico conoció un nuevo momento de esplendor, en el que los holandeses ocupaban el lugar preferente como intermediarios. Sus comerciantes gozaban de tarifas preferentes y del estatuto de país más favorecido, y muchos de ellos se asentaron y nacionalizaron definitivamente en Suecia, desde donde continuaron las relaciones mercantiles con sus socios de Holanda. Inglaterra no tenía más que un papel secundario y los franceses reafirmaron su papel de aliado político, con el establecimiento de relaciones económicas directas con los puertos nórdicos. La posición hegemónica de Suecia estaba amenazada por la carencia de una flota a la medida de las necesidades de sus extensos territorios, repartidos alrededor de la costa báltica, mientras sus rivales más inmediatos habían aprendido las innovaciones militares introducidas por Gustavo Adolfo. En el norte de Europa había surgido entretanto una nueva estrella con vocación protagonista: el electorado de Brandeburgo, que había unido por herencia la Prusia oriental, que en Westfalia había conseguido la Pomerania oriental y que en Oliwa había logrado evadirse de la soberanía polaca. Ya era evidente la decisión expansionista, de tanto éxito en el siglo siguiente, y para lo cual el mantenimiento de un ejército permanente bien equipado y adiestrado se había convertido en uno de los objetivos de los Electores. Este incómodo enemigo es el que encontró Suecia cuando decidió en 1675 intervenir junto a Francia en la guerra contra Holanda y Brandeburgo. La potencia militar sueca manifestó ser claramente insuficiente ante el ejército prusiano, que contó con la alianza holandesa y danesa, y sólo se salvó del desastre por la intervención directa francesa, que permitió restaurar la situación inicial y preservarle sus posesiones por el Tratado de Saint Germain (1679). En los últimos decenios del siglo, Suecia llevó a cabo un considerable esfuerzo de mejora de su ejército y su marina, que unido a la creación de una red de carreteras que unían Estocolmo y las principales ciudades del interior a los puertos, asegurando la movilidad de las tropas, la volvió a situar entre las grandes potencias militares de Europa. Por ello, Carlos XI (1660-1697) pudo permitirse negociar con su neutralidad para conseguir ciertas concesiones. De esta manera logró que Francia le devolviese el ducado de Zweibrücken, que había sido motivo de tensiones entre los dos aliados. La actitud pacifista fue descartada por Carlos XII (1697-1718), empujado por su espíritu soñador a aventuras caballerescas. En 1700 Suecia venció fácilmente a la coalición de Polonia, Rusia y Dinamarca e infligió duras derrotas a Dinamarca y Rusia. En 1702 invadió Polonia, conquistó Varsovia y sustituyó a Augusto II por Estanislao Leszczynski en 1704. La recuperación de Rusia decidió a Carlos XII a asestar un golpe definitivo con la toma de Moscú. En 1707 su ejército se internó en Rusia, sin lograr enfrentarse con el ejército ruso que le rehuía obligándole a avanzar hacia el Sur, hasta que derrotado por el frío y el hambre fue fácilmente vencido en Poltava (1709), fin del predominio militar sueco. La odisea del rey sueco fue aprovechada por la antigua coalición para derrotar a Suecia en varios frentes y expulsarla de la costa sudoriental del Báltico (1713). En un intento de recuperación con la invasión de Noruega, Carlos XII murió, provocando un movimiento revolucionario en Suecia. Los tratados que dan fin a la guerra terminaron con la hegemonía sueca e iniciaron un período de equilibrio en el Báltico. Por los tratados de Estocolmo (1718-1719) Suecia entregó a Prusia la Pomerania occidental; a Hannover, los obispados de Bremen y Verden, y a Dinamarca, el ducado de Schleswig. Por su parte, Rusia obtuvo en los acuerdos de Nystadt (1721) Ingria, Estonia y Livonia, parte de Carelia y las islas de Dago y Oesel, aunque hubo de devolver a Suecia la Finlandia meridional.
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Era un gigante de pies de barro, con un enorme territorio escasamente poblado y peor comunicado. Nueva Francia era teóricamente lo que hoy es Canadá, un país del que apenas se conocía su boca, representada por los Grandes Lagos y el estuario del San Lorenzo, donde se asentaban sus ciudades más importantes, Quebec, Trois Rivières y Montreal. La colonia tenía sólo 65.000 habitantes en 1763, cuando se cedió a Inglaterra, y esto después de haber experimentado un vertiginoso aumento poblacional, ya que en 1700 tenía únicamente 15.000 habitantes. Salvo Quebec, que tenía unos 8.000 habitantes, y Montreal, que contaba con unos 4.000, el resto de sus ciudades eran pueblos donde vivían apenas unos cientos de tramperos y de indios. La Corona francesa no logró poblar Canadá, pese a intentarlo con todos los medios: premio a los emigrantes, indulto a los delincuentes, transporte gratuito a las prostitutas, primas matrimoniales (se daban 20 libras a los jóvenes que se casaban antes de los veinte años) y hasta premios de natalidad (el padre de 12 hijos cobraba una pensión anual de 300 libras). La sociedad pretendió ser señorial, pero la economía no se lo permitió, resultando al cabo bastante igualitaria y libre, aunque con una minoría que mantuvo a ultranza actitudes nobiliarias, más por prestigio que por privilegio. Incluso la mujer tuvo un papel notable en la producción, dado lo escaso de la población. El lujo, refinamiento y educación francesas imperantes en las escasas ciudades, contrastaban con un medio ruralizado y primitivo en el que los únicos esparcimientos eran la bebida y el juego. Un clero comprensivo y tolerante controlaba la moral de la sociedad plural que formaba su feligresía. La administración colonial introdujo pocas innovaciones. Lo único destacable es la creación del Consejo Superior en 1703, un organismo consultivo del Gobernador General, integrado por el Intendente, el Obispo, cuatro o doce consejeros, cuatro asesores, un Procurador General y un Escribano. El Gobernador General residía en Quebec y tenía lugartenientes en Montreal, Trois Rivières y Cabo Bretón. Entendía todo lo relativo a gobierno, milicia, y relaciones exteriores y con los indios, dejando al Intendente lo relativo a administración económica y judicial. La economía fue el gran fracaso de la Nueva Francia. Se pensó que el tráfico peletero desarrollaría otras fuentes subsidiarias de riqueza, pero todo quedó en proyecto. Al cabo, sólo pervivieron el negocio peletero y la pesca, auxiliados con alguna agricultura. Una estructura muy débil para soportar el peso de una colonia aislada debajo del polo. La agricultura pudo ser excelente. Sobraban tierras, pero faltaban brazos. Se planificó mediante un sistema señorial de distribución de tierras, pero sin esclavos, ni trabajadores indígenas, por lo que los propietarios terminaron por abandonar sus propiedades para enrolarse en el ejército o dedicarse al tráfico de pieles, que daba mayor rendimiento. Los que no podían ser ni una cosa ni otra, ni comerciantes ni soldados, siguieron trabajando la tierra, que produjo trigo, avena, cebada, maíz, centeno, lino, cáñamo y hortalizas. Lo difícil era encontrar un mercado rentable para la venta de excedentes. No se encontró y resultó por ello una agricultura de subsistencia. En 1740 se produjo un éxodo masivo del campo a las ciudades. La pesca se desarrolló algo aprovechando los excelentes caladeros de Terranova y Cabo Bretón para el bacalao y ballena, pero tampoco llegó a ser nada sobresaliente. Aparte de pescado seco y ahumado, se exportó aceite y grasas. Las pieles fueron el único renglón exportable al mercado europeo. Aunque había algunos tramperos que las obtenían directamente, lo usual era comprarlas a los indios, que se las vendían indistintamente a franceses o ingleses en función del precio que pagaban por ellas. Era un precio en especie, muy variable, en el que había algunos artículos necesarios, muchas baratijas y el ineludible renglón del aguardiente. Los ingleses ofrecían, por lo común, mejor trato y esto motivó una subida de precios que aminoró las ganancias de los comerciantes franceses. Naturalmente, las pieles pasaban por muchas manos hasta llegar al comerciante exportador, que era el que verdaderamente se lucraba con el negocio. A estos sectores económicos se sumaron alguna producción de hierro en las minas de Trois Rivières, la explotación maderera y la fabricación de barcos en los astilleros de Quebec. En cuanto al comercio, se hizo fundamentalmente con la metrópoli y consistió en intercambiar pieles (principalmente de marta, visón, castor y nutria), algo de trigo, maderas y aceites de pescado por manufacturas, vino, aguardiente y especias. El valor y volumen de los intercambios fue apreciable pero nunca importante. Consecuencia de esto fue una permanente falta de numerario en la colonia, donde se utilizaba usualmente el papel moneda. El transcurso del siglo XVIII trajo a la Nueva Francia una lucha por la supervivencia frente a la amenaza constante de sus vecinos ingleses, dispuestos a apoderarse de ella. Los gobernantes se ocuparon de construir una red de fortificaciones para detenerles, asegurar una comunicación por el Mississippi con la Louisiana, mantener una política de paz con los indios y seguir explorando el inmenso territorio del oeste. La centuria comenzó con buenos augurios: un tratado de paz con los iroqueses y una política de concordia con las tribus de Ohio, Indiana e Illinois. Se aprovechó para reforzar Michilimackinac (entre los lagos Hurón y Michigan), fundar Fort-Pontchartrain (actual Detroit), y establecer varios centros comerciales entre los Lagos y el curso superior del Mississippi. Los ingleses intentaron aprovechar la Guerra de Sucesión española, lanzando una ofensiva sobre el Canadá. Tomaron Port-Royal en 1710 (rebautizada Annapolis) e intentaron apoderarse de Quebec (1711) y de Montreal. Por la paz de Utrecht (1713), Francia cedió a Inglaterra la Terranova, la Acadia (que se rebautizó como Nueva Escocia) y la bahía de Hudson. Las pérdidas territoriales fueron compensadas con algunas exploraciones que permitieron incorporar las tierras existentes hasta el lago Winnipeg (1731) y con las perspectivas que se ofrecían en el inmenso horizonte descubierto por Monsieur de La Vérendryre, fundador de varios centros comerciales entre Ontario y Manitoba, y descubridor de territorios en Nebraska, Wyoming y Montana (1743). Para conectar con Louisiana se hicieron unos sesenta fuertes entre Montreal y Nueva Orleans. En cuanto a los conflictos con los ingleses, se volvieron crónicos, sobre todo a raíz de la guerra de Sucesión de Austria. Un ataque francés contra los colonos de Massachusetts fue respondido en 1745 con la toma de Louisbourg, guardiana de la boca del San Lorenzo. La plaza fue devuelta por el Tratado de Aquisgrán, firmado tres años después. El gobernador La Galissoniére temió que los ingleses se apoderasen del territorio meridional del lago Erie. Para evitarlo, mandó un destacamento que se dedicó a señalizar las posesiones francesas en Ohio. En 1753, se construyeron tres fuertes (los de Presque-Isle, Le Boeuf y Venango) y, al año siguiente, se fundó Fort Duquesne (actual Pittsburg). En 1755, los ingleses atacaron Fort Duquesne pero no pudieron conquistarlo. Esto motivó que las tribus indias se aliaran con los franceses hasta la guerra de los Siete Años. El conflicto comenzó en 1756 con buenos augurios para los galos, que tomaron Fort Oswego (lago Ontario) mientras los ingleses fracasaban en su intento de tomar Louisbourg. Al año siguiente, los ingleses perdieron Fort William Henry. Pero todo cambió a raíz de 1758, cuando fue nombrado ministro William Pitt, impulsor de la táctica de ayudar a Federico de Prusia para que éste soportara el peso de la guerra en Europa, mientras Inglaterra combatía en las colonias y en el mar. Una poderosa flota inglesa rindió Louisbourg en julio de 1758. El mismo año tomaron Fort Frontenac (Kingston actualmente, en Ontario) y meses después las ruinas de lo que había sido Fort Duquesne, incendiado por los propios franceses (rebautizado como Fort Pitt). Esto originó el corte de la comunicación entre Canadá y Louisiana, privando a la primera, bloqueada por mar, de recibir ayuda metropolitana. En 1759, el general Jacobo Wolfe dirigió la toma de Quebec. Aunque pereció en el combate, logró su objetivo. En 1760 cayó Montreal. Francia se desmoronó a partir de entonces. Por la Paz de 1763 Francia perdió el Canadá, la isla de Cabo Real, Tobago, Dominica, San Vicente y Senegambia. Se le devolvieron Guadalupe, Martinica, Mari Galante, Deseada, San Pedro, Miquelón y Belle-Isle. Estas tres últimas islas fue todo lo que le quedó de la antigua Nueva Francia. Finalmente, Francia cedió la Louisiana a España, comprendiendo que muy pronto entraría en el punto de mira de la expansión colonial inglesa.
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El fenómeno de la "nueva izquierda" en España hay que retrotraerlo al momento del surgimiento de protestas estudiantiles en 1956. Además de las disidencias de la izquierda tradicional, existieron otras dos fuentes ideológicas en el catolicismo y el nacionalismo. La gestación de la nueva izquierda se prolongó durante una década para, desde 1967, entrar en un periodo de transición, a una etapa superior de consolidación, que duró hasta 1971. Las familias políticas de la nueva izquierda fueron la maoísta, la marxista-leninista, la trotsquista y la anarcomarxista. A estos nuevos grupos políticos les unía el rechazo hacia los partidos obreros históricos y sobre todo al PCE, a los que acusaban de reformismo o revisionismo. Se autodefinían como organizaciones revolucionarias que rechazaban el conjunto del sistema social existente en España siendo, por tanto, no sólo antifranquistas sino anticapitalistas y contrarios a los Bloques. Cada una de las familias políticas de la nueva izquierda estaba dividida a su vez en varias formaciones políticas según las corrientes ideológicas, movimientos sociales y organizaciones de las que habían surgido. De todas formas, la principal fuente de estos grupos sería una serie de organizaciones-puente que habían vivido su orto y ocaso durante los años sesenta, como el FLP y AST. A caballo entre el fenómeno del radicalismo izquierdista y la disidencia de los partidos históricos de la oposición aparecería otra serie de formaciones políticas. El comunismo español fue el más afectado por este fenómeno de fraccionamiento a pesar de vivir durante el final de la dictadura una etapa de cenit, su década prodigiosa. Al revisionismo de figuras como Fernando Claudín y Jorge Semprún, expulsados del partido comunista en 1965, hubo que sumar la salida de fracciones autodenominadas marxistas-leninistas en 1964 (PCE m-l) y 1967 (PCEi y Bandera Roja), así como la floración de grupúsculos prosoviéticos desde 1970. El debate que desde 1964 enfrentó a Claudín y Semprún con el resto de la dirección del PCE se puede resumir en la existencia de diferentes interpretaciones de la realidad española, del estalinismo y del funcionamiento interno del partido. La condena por Santiago Carrillo de la intervención soviética en Checoslovaquia trajo consigo la creación de grupos como el liderado por el general soviético Enrique Líster. Además, entre 1971 y 1973, surgió dentro del PCE una autodenominada Oposición de Izquierdas que, a partir de la crítica de la democracia interna en el seno del partido, pasó a condenar el reciente giro europeísta y a alinearse con posiciones prosoviéticas. De todas maneras no hay que exagerar el alcance de estas disidencias en el seno del PCE. La mística del antifranquismo y la disciplina del centralismo democrático retrasó el grueso de las luchas internas en el seno del partido comunista para el tiempo posterior a la muerte de Franco y las primeras elecciones democráticas. A partir de la condena de la intervención soviética en Checoslovaquia el PCE fue evolucionando hacia lo que habría de conocerse como eurocomunismo. El siguiente paso en esta evolución ideológica fue el reconocimiento de la conveniencia de que España se incorporara en un futuro al Mercado Común Europeo. Después del VIII Congreso en 1972, los comunistas elaboraron un documento conocido como el Manifiesto-Programa, aprobado definitivamente en 1975, en el que terminaban identificando socialismo con democracia y pluralismo político. La política del PCE durante estos años finales del régimen de Franco se alimentó de los movimientos sociales. A la idea de reconciliación nacional se unió la propuesta de un pacto para la libertad que uniera a las denominadas fuerzas del trabajo y de la cultura. Aunque los progresos en la coordinación de la oposición eran todavía débiles, con la excepción de Cataluña, los comunistas consiguieron una orla de aliados tácitos, sobre todo de la nueva izquierda, en el seno de movimientos sociales como el estudiantil o Comisiones Obreras. Habría que esperar al momento de la revolución portuguesa y la enfermedad de Franco para que Carrillo decidiera dar un precipitado salto adelante lanzando en París la Junta Democrática. Al PCE se le unieron grupos como el PTE y los carlistas pero, sobre todo, personalidades como Calvo Serer, García Trevijano, Tierno Galván, Vidal Beneyto y Rojas Marcos. En cambio, Carrillo no logró la colaboración del PSOE, de nacionalistas, democristianos y liberales, y de la mayor parte de la nueva izquierda. Unos sectores de la oposición que, tras años de negociaciones, terminaron agrupándose en 1975 en la Plataforma de Convergencia Democrática. Para el campo de los socialistas los años sesenta también fueron un tiempo de crisis y de fraccionamiento. A la incapacidad de la dirección de Toulouse, encabezada por el veterano Rodolfo Llopis, de aglutinar al nuevo antifranquismo radical se unió el estancamiento de su política de centro-izquierda, abierta a la oposición moderada monárquica o accidentalista. Por otro lado, la implantación de los socialistas del PSOE y de la UGT en los movimientos sociales, fuera de los reductos industriales en el Norte de España, fue muy limitada durante los años sesenta. Este temporal desencuentro con la nueva generación antifranquista de 1956-68 se debió a la rigidez de la política del PSOE contraria, por ejemplo, a la unidad de acción con los comunistas, el "entrismo" en instituciones del Régimen como el Sindicato Vertical, o la prioridad del activismo clandestino. De este modo toda una serie de nuevos grupos que se autodefinían socialistas no logró la integración en el regazo de los históricos PSOE y UGT. Ejemplo de ello fue el desencuentro con organizaciones como la ASU, los socialistas catalanistas del MSC y de otras regiones, el grupo de Tierno Galván y otros neosocialistas madrileños, o el sindicalismo socializante de nuevos grupos procedentes del obrerismo católico. A medio plazo, en cambio, la política socialista de presencia internacional, de relaciones con los medios ideológicamente afines en Occidente, iba a ser un activo político fundamental para el momento de la transición a la democracia. En este contexto de auge del PCE, de emergencia de la nueva izquierda y de desencuentro con los neosocialistas, la renovación del PSOE iba a despegar al final de los años sesenta. Los primeros pasos del proceso de cambio interno se produjeron en el seno de las Juventudes Socialistas en 1970 y de la UGT en 1971. Sin embargo, la transición interna de los socialistas se prolongaría durante la totalidad de los años setenta. Hubo una primera fase de luchas internas, incluida la escisión minoritaria del que se conocería como PSOE histórico, hasta el Congreso del PSOE en Suresnes en 1974 que encumbró a Felipe González al liderazgo del partido y completó el traslado de la dirección al interior de España. Paralelamente, pero sobre todo después de la muerte de Franco, se produjo el aglutinamiento de buena parte del antifranquismo desde una óptica de radicalismo ideológico. Un radicalismo definido como reformismo revolucionario que, además del realce de los contenidos anticapitalistas del socialismo y de la definición marxista del partido, conllevaba neutralismo, república federal y autogestión. En todo caso, la nueva dirección socialista clandestina iba a conseguir extender la red de federaciones provinciales por el conjunto de la geografía española, reconstruir al sindicato UGT como entidad diferenciada del partido y responder con agilidad a la cambiante coyuntura política del tardofranquismo. En este momento final de la dictadura la oposición moderada, en su mayor parte partidaria de la opción monárquica, también procedió a remozar sus plataformas organizativas. Las formaciones democristianas, nacionalistas, liberales y socialdemócratas constituyeron nuevos partidos o buscaron la coordinación de sus familias políticas. Por ejemplo, los democristianos constituyeron una plataforma confederal que unía a los grupos de Ruiz Giménez, Gil Robles, el PNV y la Unió Democrática de Catalunya. Otro fenómeno de gran significación fue el surgimiento de una semioposición, a medio camino entre la Administración del Estado y las fuerzas antifranquistas ilegales, que iba a jugar un papel clave, junto a la oposición moderada, en la formación de la Unión de Centro Democrática. Uno de los grupos más significativos de este proceso político fue la firma colectiva Tácito en el diario católico Ya. Esta zona intermedia permitió la comunicación y, enseguida, colaboración de jóvenes reformistas del Régimen con la oposición moderada. En definitiva, aunque la oposición política y los movimientos sociales no pudieron derribar al régimen franquista, su creciente implantación avivó la división de la clase política del mismo, restando posibilidades a los proyectos de reforma que no tuvieran como horizonte la restauración de la democracia. Por todo ello, el papel de la oposición en el final del Régimen radicaba sobre todo en la conformación de una cultura democrática en la sociedad, en la preparación de la representación de ésta y en el legado que la histórica conservaba en el plano de la legitimidad.
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Una serie de realizaciones donde arquitectura y ciudad están una en función de la otra son llevadas a cabo en Augsburgo durante el siglo XVI e inicios del XVII; es un capítulo en sí mismo concluso respecto a esta ciudad alemana, para la cual las vicisitudes de la Guerra de los Treinta Años -sitiada y tomada por Suecia en 1632, es reintegrada al Imperio cinco años después-,suponen la interrupción de su desarrollo urbano. Desde fines del siglo XV y durante toda la primera mitad del XVI Augsburgo es el centro comercial e industrial más importante del Sur de Alemania. Familias poderosas y enriquecidas durante el cuatrocientos, como los Welser o los Hóchstetter, están en la base del gran capitalismo augsburgés del siglo XVI; pero éste y la propia ciudad son sinónimos de Fugger. Casi podría decirse que los Fugger son a Augsburgo lo que los Medici a Florencia. Familia que había hecho su fortuna durante el siglo XV en relación con los tejidos, industria tradicional de la ciudad, hacia 1525, año del fallecimiento de Jacob Fugger, el omnipotente banquero de Carlos V y León X, detentaba un auténtico monopolio de varios sectores de la minería europea, que pasaba por la exclusiva del mercurio de Almadén e incluso por varias concesiones hispanas en América, y controlaba buena parte de las intensísimas relaciones comerciales de Augsburgo, con Italia -Venecia, sobre todo- por el Sur y con Flandes hacia el Norte. A mediados del quinientos, la prosperidad de los Fugger, y con ellos la de su ciudad, inicia un lento y progresivo declive que, desde el punto de vista económico, es ya irreversible tras la primera bancarrota de Felipe II, a quien habían seguido financiando, en 1557. Una notable industria tipográfica tiene como centro a Augsburgo que, durante el siglo XVI, es asimismo un importante enclave cultural donde, en torno al mecenazgo de los Fugger sobre todo, desarrollan su actividad humanistas como Clemens Sender y Conrad Peutinger, o pintores como Hans Holbein el Viejo y Hans Burgkmair. En la Weinmarkt -principal arteria comercial de la ciudad- se inicia en 1511 la construcción del nuevo palacio de los Fugger, arquitectónicamente muy tradicional y de aspecto severo, con fachada pintada al fresco, precisamente, por Burgkmair siguiendo un programa elaborado por Peutinger. Una crónica contemporánea alababa esta decoración pictórica, así como la del interior del palacio, edificio que no resultaba por ello, se dice, "extremadamente ostentoso, sino, más bien al contrario, de gusto sencillo y lujo mesurado". También entonces era ponderada la villa suburbana que, con sus correspondientes jardines, se hizo construir Jacob Fugger a las afueras de Augsburgo; se dice que es preferible al castillo que en Blois posee el rey de Francia, sobre todo por las comodidades de que dispone esta residencia alemana, con fuentes "que mediante un artificio conducen el agua hasta el interior de las habitaciones". También auspiciada por el citado banquero, se construye, entre 1509 y 1518, la Capilla Fugger en la iglesia de Santa Ana de Augsburgo, como panteón familiar donde una bóveda gótica (persistencia de la tradición) se levanta sobre un todo clasicista (intencionalidad de prestigio por parte del comitente en su uso, con carácter diferenciador), tanto por su arquitectura como por los monumentos funerarios. Entre 1519 y 1523, Thomas Krebs realiza la Fuggerei, asimismo por iniciativa de Jacob Fugger, que ya en 1514 había promovido la última ampliación de la ciudad medieval en el suburbio de San Jacobo. La Fuggerei de Augsburgo, intervención urbanística insólita en el siglo XVI, es considerada como la primera experiencia europea de edificación residencial, subvencionada por el capital industrial. Se trata de un barrio obrero y artesano de ciento seis casas populares, distribuidas en tres calles rectilíneas, ceñido por una muralla y provisto de algunos servicios comunes: una fuente, la escuela y la iglesia (construida en 1581). Todo es sencillez, racionalidad y ordenación del trazado, en un conjunto diseñado a escuadra, y donde la misma fuente es despojada de cualquier consideración monumental. Un espíritu filantrópico, no exento de cierto paternalismo, domina este plan urbanístico, afín, por otro lado, a ciertos presupuestos de la ciudad ideal del quinientos. El acta fundacional de 1521, de contenidos aún medievales, resulta elocuente al respecto: "Estas casas deben ser entregadas gratuitamente en alabanza y honor de Dios, a los obreros y artesanos... que tengan necesidad de ellas, y a los que más lo merezcan...". Por su parte, la lápida colocada en la entrada principal, hace hincapié en que los Fugger, "considerando que han nacido para el bien de la comunidad, y que deben sus grandísimos bienes de fortuna, sobre todo al Altísimo y Clemente Señor... han ofrecido, regalado y consagrado esta fundación a sus conciudadanos, pobres pero dignos". En un claro propósito de embellecimiento de la ciudad, entre 1593 y 1599, los artistas flamencos Hubert Gerhard y Adrien de Vries -discípulo el último de Giambologna- construyen tres fuentes monumentales, de Augusto, de Hércules y de Mercurio, cuyas figuras, retorcidas sobre sí mismas y haciendo alarde de la inestabilidad de su postura, siguen la línea manierista plasmada por el propio Giambologna o Ammannati en obras similares de la Florencia cinquecentesca, y que en Augsburgo se convierten en tres hitos y citas clasicistas, en sí y respecto a su entorno urbano. Hasta cierto punto, esta concesión a obras con el sentido monumental y significativo que, respecto al organismo urbano, adquieren, es excepcional en este momento, y no sólo en Alemania sino que lo mismo sucede en los Países Bajos. Es lo que Tafuri certeramente califica como la preocupación, en el Centro y Norte de Europa, "por salvaguardar la orgánica compacidad de los tejidos urbanos, con el consiguiente rechazo de la celebración monumental". El proceso arquitectónico-urbanístico de Augsburgo culmina -y concluye- con las realizaciones de Elías Holl (1573-1646), con quien estamos ya ante un arquitecto, en el pleno sentido del término, superándose anteriores incongruencias al respecto, aplicables a Alemania y al resto de Europa, del mismo modo que para el caso francés señalamos. A Holl, la autoridad municipal de su ciudad encarga un vasto programa de obras públicas que lleva a cabo durante el primer cuarto del siglo XVII, hasta que en 1626, como protestante, los imperiales ponen fin a su trayectoria arquitectónica. Como reacción al retórico decorativismo imperante en Alemania hallamos el valor simplificador, austero y grandioso que este arquitecto imprime a sus obras. Si el Arsenal (1602) es todavía partícipe del decorativismo apuntado, sus siguientes construcciones alcanzan un estructuralismo severo y esencial, basado en la pura expresión de las leyes organizativas de los edificios; así ocurre en: la escuela de Santa Ana (1613), la torre Perlach (1614), el nuevo ayuntamiento o Rathaus (1615) y el hospital del Espíritu Santo (1616). Al tiempo de las anteriores realizaciones, en un todo coordinado, construye la nueva muralla de la ciudad con sus puertas monumentales; todo en Holl es pensado como "arquitecturas de, dentro y en pro de la ciudad". El funcionalismo purista de Holl resulta inédito en Alemania, encontrando su mejor paralelismo, sin que tengan nada que ver, con el cubismo de Juan de Herrera. El conjunto formado por el Ayuntamiento y la torre Perlach, adquiere un carácter emblemático en relación con el medio urbano, más que nada, por la monumentalidad lograda mediante la síntesis entre clasicismo y desornamentación. Se potencian los volúmenes arquitectónicos esenciales que, en el caso de la Rathaus, permiten valorar de manera perfecta el espaciamiento uniforme de los vanos. Tafuri sentencia contundentemente la cuestión, al afirmar: "La austera "heroicidad" del Ayuntamiento, que manifiesta en el exterior su rigurosa estructura centrada alrededor de la Goldene Saal ("Salón Dorado", estancia principal del edificio), es el más alto ejemplo de esta nueva monumentalidad que busca en el fenómeno urbano las razones de su organización formal y funcional".
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No tuvo más suerte que Marc, Áugust Macke (1887-1914), muerto nada más empezar la guerra, en septiembre del catorce, apenas un mes después de enrolarse. Amigo de Marc desde 1910, cuando vio sus litografías en Munich, tiene relación con la NKV pero no llega a adherirse del todo; colabora en la segunda exposición de El Jinete Azul y en El Almanaque, escribiendo un texto sobre Las máscaras, pero no comparte las ideas espiritualistas de Kandinsky, la manía de lo espiritual. Viajó con Marc a París en 1912, donde conoció a Delaunay, lo que supuso un paso decisivo en su pintura, y con Klee y Moilliet al norte de Africa en 1914, donde pintó cerca de cuarenta acuarelas que están entre lo mejor de su obra.De orígenes muy distintos, Macke tenía una formación de pintor y había sido decorador de teatro en Düsseldorf. Quizá él es el caso más claro de suma de influencias de otros movimientos: desde el impresionismo en su vertiente más urbana -Manet, Degas, Renoir-, el Cézanne de los primeros cuadros, pasando por los fauves - Matisse, sobre todo -, hasta el futurismo y el cubismo de Delaunay, en una carrera artística que no alcanzó los seis años. En sus obras, inspiradas por temas banales cotidianos, como los del impresionismo y el postimpresionismo -mujeres elegantes en la calle, paseando, vistas de espaldas o de perfil, mirando escaparates, ambientes urbanos, vistas de calles...-, se respira el mismo aire lírico y sereno que en las de Marc; son los mismos colores los que utiliza, como él, de forma armoniosa y simbólica; pero lo que en su amigo era mística aquí es poesía, tranquilidad, alegría. A diferencia de Kandinsky, y también de Marc, Macke une a la modernidad de recursos plásticos la modernidad de los temas.Estrechamente unido a la familia Worringer, desde 1911, formó parte del Gereonsklub, que animaba la hermana del escritor y en 1912 leyó "Abstracción y naturaleza". El libro había aparecido en 1908 y es, junto con el de Kandinsky de 1912, uno de los textos fundamentales para los expresionistas y para el camino a la abstracción. Worringer critica la figuración y reivindica todo el arte no clásico, como el primitivo o el gótico; para él el arte es una expresión del ser humano y la experiencia estética es un modo de salir de los estrechos límites del yo. Su lectura animó a Macke a realizar una serie de obras abstractas en 1913 (Jardín junto al lago de Thuner, Bonn, Stádtisches Kunstmuseum), en las cuales, teniendo muy presente la lección de Delaunay, descompone la luz en planos geométricos coloreados y da lugar a una construcción armónica.En 1912 pintó con Marc una decoración, El Paraíso, recurriendo al tema del desnudo para expresar la unión del hombre con la naturaleza -un tema muy de El Puente-, pero utilizando un vocabulario de filiación cubista distinto al que utilizaban los artistas de Dresde.