Busqueda de contenidos

contexto
Tras la concesión, a remolque de Francia, de la independencia a la zona Norte del protectorado en Marruecos en abril de 1956, las relaciones con el vecino del Sur lejos de mejorar no hicieron sino enturbiarse. Mientras que unas milicias armadas hostigaban a las unidades militares españolas en Ifni, Tarfaya y el Sahara, el movimiento nacionalista marroquí Istqlal reivindicaba las imposibles fronteras de un Gran Marruecos que se extendiese a costa de Argelia y Mauritania. Estas reivindicaciones fueron impregnando al resto de los partidos políticos marroquíes y el propio monarca Mohamed V terminó asumiéndolas como objetivos nacionales. En agosto de 1957 el Gobierno del sultán marroquí reclamaba Ifni y la zona de Tarfaya. Castiella se mostró dispuesto a negociar y a llevar, incluso, el pleito ante el Tribunal Internacional de La Haya. Sin embargo, en noviembre cerca de 2.000 hombres armados de un Ejército de Liberación atacaron a las guarniciones españolas, que tuvieron que replegarse hacia los principales núcleos urbanos de la costa. Las dificultades de suministro y la prohibición norteamericana para utilizar el armamento más moderno situaron al Ejército español en una grave tesitura que traía el recuerdo de los desastres ocurridos en las primeras décadas del siglo. Hubo que esperar a la colaboración francesa que, mediante una convergencia de operaciones, permitió la expulsión de las unidades irregulares marroquíes en febrero de 1958. Estas operaciones de limpieza coincidieron en el tiempo con una rebelión de la población bereber de la antigua zona de protectorado español en el Rif. Unos meses después, en junio, se alcanzaba el alto el fuego de una pequeña guerra que, sin embargo, había costado la vida a más de 200 españoles: 152 muertos, 58 desaparecidos y 518 heridos. Al devolver la zona Sur del Protectorado -la región de Tarfaya- en abril de 1958, España pretendía dar por concluido el proceso de descolonización en Marruecos. Sin embargo, la voluntad de resistencia española en Ifni y el Sahara pronto habría de enfrentarse a un nacionalismo marroquí que extendía sus reivindicaciones a las plazas de soberanía (Ceuta y Melilla) y los peñones. Las últimas tropas españolas abandonaron las zonas del protectorado en Marruecos en 1961, mientras que la mayor parte de la población española residente tuvo que emigrar y desmantelar sus intereses. Diez años más tarde de esta guerra olvidada, en enero de 1969, España cedió el territorio de Ifni a Marruecos. Un territorio que si bien no había figurado nunca en el texto que estableció el Protectorado en 1912, había sido concedido a España mediante un tratado colonialista tras la guerra con Marruecos de 1860. Con esta concesión, el Gobierno de Franco quizá esperaba que Marruecos congelara su presión sobre las plazas de soberanía y el territorio sahariano, sobre el que se hicieron grandes inversiones.
contexto
Es probable, al menos al principio, que la victoria les pareciese a los rusos algo lejano y, tal vez, inalcanzable; con todo, la llamada de Stalin tuvo un efecto galvanizador sobre la población. Miles de hombres, trabajadores, campesino, viejos y jóvenes, corrieron a enrolarse. El entusiasmo era tal que en las mesas de alistamiento tuvieron que rechazar voluntarios porque no había armamento suficiente, y otras, porque las fábricas se arriesgaban a quedarse sin mano de obra. Enseguida comenzó el adiestramiento de los voluntarios en el uso de las armas. Todo se desarrolló con rapidez. Los batallones tuvieron que ser enviados al frente con tan sólo algunos días de instrucción. En todo el frente, las tropas alemanas comenzaron a darse cuenta de que algo estaba cambiando en las líneas enemigas.
video
La expansión nazi. La invasión de Polonia. La guerra ruso-finlandesa. La campaña escandinava. La invasión de Holanda-Bélgica. Dunkerque. La invasión de Francia. Caída de Paris. La Batalla de Inglaterra. Europa en 1941.
contexto
La guerra entre la URSS y Finlandia de 1939-40 es consecuencia inmediata del Pacto germano-soviético de agosto de 1939. En sus cláusulas secretas se dejaba las manos libres a la URSS respecto de los países bálticos y Finlandia -y, como vimos, respecto de Polonia-, y en septiembre y octubre de 1939 Lituania, Estonia y Letonia accedían a conceder bases y facilidades a los soviéticos en sus territorios. Y es consecuencia mediata de la obsesión soviética, en parte justificada por las repetidas agresiones exteriores desde 1917, por la seguridad de sus fronteras y la creación de muros que amortigüen el contacto directo con posibles enemigos occidentales. La posibilidad de un acuerdo -luego frustrada- entre Francia, Gran Bretaña y la URSS para tratar de contener el expansionismo alemán en Europa, no gusta a Finlandia -como no gusta a Polonia-, al implicar, entre otras cosas, la posibilidad de verse envuelta en una guerra, o al menos, de ver utilizar su territorio para el tránsito de tropas, que podrían ser soviéticas, pues Moscú ha ofrecido su ayuda a Helsinki en caso de necesidad... Los finlandeses no han olvidado todavía la reciente dominación rusa. Y los soviéticos no han digerido del todo la reciente independencia de Finlandia, pese a que ellos mismos la habían concedido. Mientras subsistía en muchos finlandeses la idea de la Gran Finlandia, los soviéticos veían con aprensión que Leningrado era muy vulnerable, a sólo 35 km. de la frontera con Finlandia, desde cuyo territorio, teóricamente, podría incluso ser bombardeada. Para evitarlo, la URSS pretendía alejar la ciudad de la frontera y en 1938 había propuesto ya a Helsinki una permuta de territorios que hiciese retroceder la frontera con el vecino, y su ayuda en caso de agresión alemana. Finlandia había dicho que no a la permuta y que no apoyaría a Alemania contra la URSS. El ofrecimiento se repite en octubre de 1939: la URSS propone un tratado de asistencia mutua, el arriendo de la base naval de Hanko, la parte occidental de la península de los Pescadores, en el Ártico, algunas islas, como la de Suursaari, en el golfo de Finlandia, retrasar la frontera de Carelia hacia Viipuri, y la demolición de las fortificaciones de ambos países a lo largo de ella. En concreto, los soviéticos ofrecen 5.529 km. de su Carelia oriental a cambio de 2.761 km. de la parte finlandesa del istmo de Carelia. El presidente finlandés Paasikivi y el presidente del Consejo de Defensa Nacional, mariscal Mannerheim, eran partidarios de ceder, pues en realidad, no era tanto, y además se evitarían problemas en el futuro y quizá una guerra (que, si se perdía, podía acarrear pérdidas mayores). La Dieta y la opinión pública eran contrarias -y estaba en su derecho-, porque Carelia era una de las zonas más ricas y pobladas y, como dice Westwood, no se deseaba perder la línea defensiva natural del istmo; asimismo, era fuerte el recelo mutuo y el antirrusismo y anticomunismo de los finlandeses. Por otro lado, se decía, el gobierno que accediese a la cesión cometería un suicidio político (asimismo, Alemania podía llegar a hacer demandas parecidas). Los finlandeses se amparaban en el Tratado de Tartu de 1920, en el Pacto de No-Agresión con la URSS de 1932, en la neutralidad tradicional. Tras prolongadas y duras conversaciones, los finlandeses se mostraron dispuestos a aceptar una ligera rectificación en el istmo, la cesión del sur de la isla Suur -o de toda ella en caso extremo- y la nueva relación del Tratado de No-Agresión (ninguna de las dos partes apoyaría a un tercero si éste atacaba a la URSS o a Finlandia); pero no se cedería Hanko ni la península de Pescadores, y no se firmaría ningún tratado de asistencia mutua. A Stalin y a Molotov esto les pareció poco: "¿Es su intención provocar un conflicto?", dirá Molotov a Paasikivi, que contestará: "Nosotros no deseamos tal cosa, pero, al parecer, ustedes sí" (23 de octubre). Mientras el 27 de octubre Finlandia pedía ayuda a Suecia en caso de conflicto -los suecos prometían apoyo diplomático y económico pero no militar, por temor a Alemania (y a la URSS)-, los soviéticos rebajaban un poco sus peticiones y los finlandeses repetían su ofrecimiento, incluyendo la península de Pescadores, pero nada más. El 31, Molotov cortó las conversaciones: "Ahora, ya," dijo, "había llegado el turno de los militares".
contexto
Tampoco al norte del golfo de Corinto los atenienses dejaron de intervenir. En Tesalia buscaban la restauración de sus partidarios. A los focidios los presionaban para que consiguieran el control de Delfos. Esto último produjo la reacción espartana, que consiguió la autonomía del santuario. Los datos conocidos se refieren fundamentalmente a la primacía de cada una de las ciudades en la consulta, lo que viene a ser como un reconocimiento internacional de la superioridad, en el plano del prestigio, fuertemente establecido a propósito del valor ideológico que tenía en toda Grecia el santuario apolíneo de Delfos. Parece evidente que, en estos momentos, Esparta intenta recuperar el papel de dirigente panhelénico que le está disputando Atenas. La paz de Calias y el final de la guerra con Persia habían obligado a ésta última a crear nuevos elementos de cohesión ideológica a través de su propio papel aglutinador. En ese ambiente cabe situar la trayectoria que conduce desde el decreto del congreso panhelénico a la fundación de Turios. En 447, sin embargo, Atenas conseguía devolver a los focidios el control sobre el santuario de Delfos. El control ateniense sobre el territorio beocio después de Enófita se había caracterizado fundamentalmente por un intervencionismo creciente en el plano político, con el apoyo de sus partidarios, inclinados normalmente a un sistema de tipo democrático. Con ello, Atenas se garantizaba la fidelidad de las ciudades, pero no la de todos los grupos aristocráticos que, procedentes de varias de ellas, se iban agrupando en torno a algunos centros, como Queronea y Orcómeno, al norte del territorio beocio. La primera acción estalló en Queronea, donde los oligarcas se hicieron dueños de la situación, tal vez en la idea de que la presencia espartana en la vecina Fócide les iba a servir de apoyo. Sin embargo, el ateniense Tólmides, con una fuerza no muy grande, reprimió el movimiento y tomó duras medidas de esclavización de la población, medida que, al parecer, fue criticada por Pericles. A su regreso, Tólmides recibió en Queronea un ataque de las fuerzas oligárquicas procedentes de Orcómeno, donde se habían agrupado gentes procedentes de Lócride y Eubea que, según Tucídides, participaban de las mismas opiniones. Los atenienses fueron derrotados y las ciudades beocias restablecieron los sistemas oligárquicos que sirvieron de base a la Confederación encabezada por Tebas, que controlaría la situación hasta la época de Alejandro. Las condiciones favorecieron la revuelta de Eubea, a donde acudió el propio Pericles para intentar restablecer la situación, pero se vio obligado a volver porque en Mégara se había producido igualmente un movimiento secesionista, apoyado en los espartanos, que pretendían así invadir el Ática. Sólo quedaba controlado el puerto de Nisea. Los megarenses rebeldes tenían el apoyo de Corinto, Sición y Epidauro. Aunque el rey Plistoanacte había llegado en su avance hasta Eleusis y Tría y había devastado el territorio, inmediatamente se volvió, lo que se interpretó como resultado de algún tipo de soborno llevado a cabo por Pericles. De hecho, el rey y su consejero Cleándrides fueron condenados al exilio, lo que, por lo menos, revela la existencia de diferencias internas en Esparta. Gracias a esto, Pericles pudo volver a reprimir la revuelta de Eubea, a castigar a los hipóbotas y a establecer cleruquías que afirmaban el poder imperialista y su capacidad para provocar beneficios para los ciudadanos sin tierra.
contexto
Tanto en Atenas como fuera de ella, las circunstancias resultaban favorables para que las aristocracias griegas, dentro de ciudades en conflicto, buscaran el apoyo de Filipo. La primera intervención en este sentido tuvo lugar en Tesalia, donde apoyó a los Alévadas de Larisa frente al tirano Licofrón de Feras en 354. Se trataba de una lucha por el control del territorio tesalio desde la perspectiva de la aristocracia o del tirano, heredero de una estructura estatal creada por Jasón, apoyada en el ejército mercenario, aspirante a convertir el puesto de tagos, o cabeza de la liga tesalia, en una monarquía, definida generalmente como tiranía, supuestamente por sus rasgos antiaristocráticos, lo que era forzoso en una situación como la tesalia, tradicionalmente dominada por una familia, la de los Alévadas. Los apoyos con que éstos contaron no sólo sirvieron para derrotar a Licofrón, sino también para ampliar la acción hacia quienes habían sido el principal apoyo de éste último, los focidios. El protagonismo de los focidios se inscribe dentro del proceso de decadencia de la confederación beocia y de sus intentos de recuperación. Los beocios pretendieron aprovecharse de su posición de privilegio en la Anfictionía de Delfos para que se aprobara la imposición de grandes multas contra los focidios por haber cultivado la tierra sagrada de Cirra y contra los espartanos por la ocupación de la Cadmea, igualmente considerada como acto sacrílego. La reacción de los focidios, con la ayuda espartana primero y ateniense más tarde, fue la de ocupar, al mando de Filomelo, el santuario de Delfos. La reacción de los locrios sólo tuvo como consecuencia que los focidios ocuparan también parte de su territorio. Filomelo se convirtió rápidamente en un poderoso jefe de ejércitos mercenarias pagados con las riquezas procedentes del santuario. Los beocios, para hacerles frente, acudieron a los miembros de la Anfictionía y, principalmente, a los tesalios. Todos ellos consiguieron derrotar a Filomelo, que murió al regreso del combate. Fue su sucesor Onomarco quien realizó una importante campaña hacia el norte y acudió en ayuda del tirano de Feras, con éxito inicial, a pesar de la ayuda de Filipo a los Alévadas. Sólo los refuerzos posteriores hicieron posible la victoria de los macedonios en la batalla del Campo de Azafrán, del año 352, que significó el inicio del declive para el efímero imperialismo focidio. Para Filipo, en cambio, significó la consagración como defensor de la causa apolínea frente a los focidios. Ahora fue admitido como miembro de la Anfictionía y se convirtió en el verdadero reorganizador de la confederación tesalia, tal vez con el nombramiento de tagos. Tal posición resultaba en principio favorable para continuar el avance contra los aliados de los focidios y, de hecho, en el verano del mismo año había llegado a las Termópilas, pero la presencia de los contingentes aliados le hizo desistir. Filipo celebró su triunfo en Delfos, a pesar de las protestas atenienses porque la agonothesia fuera desempeñada por un bárbaro. Las consideraciones de tipo étnico vuelven a renacer al recrudecerse las relaciones conflictivas.
contexto
La derrota francesa en junio de 1940 supuso un giro decisivo en la Historia y en el conflicto mismo, inconcebible a la hora de iniciarse éste, en septiembre de 1939. Tan fue así que Alemania pensó que la guerra no tenía continuación posible. Las semanas siguientes, hasta el otoño, demostraron, sin embargo, que Gran Bretaña iba a mantener la resistencia pasara lo que pasara. Pero el panorama del mundo quedó modificado en el verano de 1940, de tal manera que las principales potencias -y, tanto como ellas, las menores- tuvieron que extraer las consecuencias de la nueva situación. Pero ésta no permaneció estable: en el corto plazo de algunos meses, la guerra amplió de forma considerable su escenario, de modo que trascendió las fronteras europeas para convertirse en mundial y lo hizo en un sentido mucho más pleno que en 1914.
contexto
Muerto Pedro el Grande (1285), sus reinos patrimoniales (Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca -entonces en proceso de anexión-) pasaron al primogénito Alfonso el Liberal, mientras que su segundogénito, Jaime, heredaba Sicilia. Esta división, que pretendía apartar de la Corona la presión internacional y dar cierta satisfacción al Papa, enemigo de un poder fuerte en Sicilia, no resolvió el conflicto. Los reyes hermanos firmaron un pacto de ayuda mutua y, mientras Jaime defendía su corona con las armas, Alfonso se servía de la guerra y la diplomacia para afianzar la posición de su linaje. Artífice de la anexión de Mallorca, Alfonso se lanzó después sobre Menorca, la última de las Baleares que seguía en manos musulmanas, y la ocupó (1287). Acto seguido empezó una fase (1289-1291) de hostilidades fronterizas con Castilla (por tierras de Soria y Cuenca), en parte porque Sancho IV, lejos de apoyarle, se inclinaba hacia Francia, y en parte porque se sentía tentado de aupar a los infantes de la Cerda hacia el trono castellano a cambio de obtener el reino de Murcia (1289), que años antes había sido pacificado por Jaime I. La diplomacia y la fuerza también daban resultados en el Norte de Africa donde el sultán de Tremecén se convertía más que nunca en tributario del rey de Aragón (1286) y el sultán de Túnez, que había pasado a ser tributario de Jaime de Sicilia, aceptaba también exigencias políticas y económicas de la Corona. La combinación de la diplomacia y la guerra se ensayó asimismo para resolver el conflicto por Sicilia. La flota de los reyes de la Casa de Aragón hizo incursiones por aguas de Provenza y Languedoc y del golfo de Nápoles, pero también tropas francesas y de Jaime de Mallorca hicieron incursiones por Cataluña. Con el tiempo se hizo evidente que la Corona, aunque tenía un rehén precioso en la persona de Carlos II de Nápoles, no podría resistir largo tiempo una guerra de desgaste como aquella. Así ganó protagonismo la diplomacia. El rey Eduardo I de Inglaterra, señor de Aquitania, que había prometido a su hija en matrimonio con Alfonso el Liberal, jugó un papel mediador en sendas entrevistas con representantes de las partes en conflicto en Huesca (1286), Burdeos (1287), Olorón (1287) y Jaca-Canfranc (1288), donde se acordó la puesta en libertad de Carlos II de Nápoles, a cambio de la entrega de otros rehenes y la promesa de trabajar por la paz. Las hostilidades se recrudecieron todavía en todos los frentes (Castilla, Nápoles, Cataluña), en 1289-90, pero, agotados los contendientes, se alcanzó un principio de acuerdo en Brignoles o Tarascón (1291) sobre la base de levantar las sanciones pontificias sobre el rey de Aragón y sus reinos a cambio de que éste prometiera inducir a su hermano a renunciar a Sicilia. El escollo, de momento insuperable, era la isla de Mallorca, que Alfonso se negaba a devolver. Y esta era la situación cuando la prematura muerte de Alfonso el Liberal desbarató lo acordado. Jaime de Sicilia, que sucedió a su hermano como Jaime II de Aragón, no quiso renunciar a Sicilia (donde dejó a su hermano Federico como lugarteniente), y se aproximó a Sancho IV de Castilla (Monteagudo, 1291) con la esperanza de que éste le secundara en las negociaciones con sus enemigos. A cambio, le ayudó con fuerzas navales en la lucha contra los benimerines. Pero Sancho, que no quería enemistarse con el rey de Francia y con el Papa, adoptó los razonamientos de éstos y, en unos encuentros en Guadalajara y Logroño (1293) quiso persuadir a Jaime II de que renunciara a Sicilia. La falta de acuerdo distanció de nuevo a Castilla y la Corona de Aragón, preludio de nuevas hostilidades, y empujó a Jaime a buscar negociaciones directas con Carlos II de Nápoles (La Junquera, 1293). Los contactos fueron fructíferos y allanaron el camino para la definitiva solución del conflicto (tratado de Anagni, 1295) sobre la base del matrimonio de Jaime II con Blanca de Anjou (hija de Carlos II de Nápoles); la paz entre Francia y la Corona de Aragón; la donación de Sicilia al Papa; el levantamiento de las condenas papales a la Casa de Aragón; la restitución de Mallorca con la condición de que Jaime de Mallorca se hiciera vasallo de Jaime de Aragón; y quizá el acuerdo secreto de compensar la renuncia de Sicilia con la aceptación de una eventual conquista catalanoaragonesa de Cerdeña. Anagni liberó a la Corona del lastre que entonces representaba Sicilia, porque, aunque los sicilianos no aceptaron el acuerdo y coronaron rey de la isla al lugarteniente Federico de Aragón (1296), Jaime II quedó libre de la presión internacional, aunque obligado a actuar con las armas contra su hermano para forzarlo a entregar Sicilia. La flota del rey de Aragón, unida a la angevina, luchó entonces contra los sicilianos (1298-1300) sin conseguir reducirlos (quizá tampoco lo pretendía), después de lo cual Jaime II pudo retirarse de la contienda pretextando haber cumplido sobradamente sus compromisos. Los angevinos, reducidos entonces a sus propias fuerzas (la monarquía francesa y el pontificado habían entrado en conflicto), tuvieron que pactar la paz por separado con los sicilianos (Caltabellotta, 1302). Se consolidó así en Sicilia una rama de la Casa de Aragón que gobernó hasta 1409, cuando murió Martín el Joven, primogénito del rey de Aragón y viudo de la reina María de Sicilia, y la isla volvió a la Corona de Aragón. Los años 1291-1295, cuando el conflicto por Sicilia todavía no había encontrado solución, Jaime II participó de algún modo en la lucha por el control del estrecho de Gibraltar y acentuó las presiones sobre los sultanatos del Magreb. Por el pacto de Monteagudo (1291), los reyes de Aragón y de Castilla se repartieron el Norte de Africa en zonas de influencia: Marruecos, considerada una prolongación de Andalucía, se reservaba a Castilla, mientras que la zona al este de la desembocadura del río Muluya correspondería a la expansión catalanoaragonesa. En cumplimiento del acuerdo, una escuadra de Jaime II colaboró con los castellanos en el asedio de Tarifa (1292) y en la vigilancia del Estrecho (1293-94). Desaparecida la amenaza de los benimerines en la Península, el rey de Aragón, que no estaba dispuesto a facilitar la conquista castellana del reino de Granada, sino a fomentar los intereses mercantiles de sus súbditos en la zona, adoptó un papel conciliador (1294). La posterior muerte de Sancho IV y la minoridad de Fernando IV, con la consiguiente interrupción de la política expansiva castellana, le facilitó las cosas. Entre tanto, en el Magreb central (sultanato abdaluida de Tremecén) y oriental (sultanato hafsida de Túnez y emirato de Bugía) Jaime II conjugó la diplomacia y la presión militar y avivó las rencillas entre los cabecillas de la zona y los conspiradores para ampliar las ventajas comerciales y la dependencia tributaria, lo que, hipotecado por el conflicto siciliano consiguió a duras penas. Pero el tratado de Anagni (1295), al desviarlo y liberarlo de la presión internacional, le permitió concentrar fuerzas en otros ámbitos.
contexto
Una segunda fase de la guerra comprende desde finales de 1808 hasta 1812, algo más de tres años en los que se despliega el dominio más aplastante de los franceses sobre el territorio español. Napoleón, que se hizo consciente de las dificultades que presentaba la ocupación de la Península a causa de la hostilidad y la resistencia del pueblo español, lanzó a más de 250.000 hombres al sur de los Pirineos. Además, estos hombres no eran ya novatos, sino soldados con experiencia, curtidos en los campos de batalla europeos y capaces de enfrentarse a las situaciones más comprometidas. El propio Napoleón acudió a la Península para dirigir personalmente las operaciones que se fueron desarrollando en esta fase. El ejército imperial marchó hacia Burgos y desde allí lanzó a Ney sobre Tudela y a Soult sobre Santander, buscando asegurarse los flancos y destruir al ejército español. Sin embargo, éste, consciente de su inferioridad y de que poco podía hacer frente a la formidable máquina de guerra que tenía delante, rehusó presentar batalla. Los únicos resultados de esta campaña fueron la ocupación de Madrid y el repliegue de las tropas inglesas que, al mando de Moore, habían acudido a apoyar a los españoles y que se vieron forzadas a reembarcar en La Coruña. A cambio de ello y gracias a no haber intentado resistir en campo abierto, los españoles conservarían prácticamente intactos sus recursos humanos y una parte de sus recursos materiales, aunque tuviesen que padecer la falta de organización y la dispersión de sus efectivos. La situación a finales del invierno de 1809-1810 era la siguiente: Suchet consiguió ocupar, no sin grandes esfuerzos, las plazas de Aragón y Cataluña. En el centro, los españoles sufieron una derrota en Ocaña en noviembre de 1809 y esto permitió a Soult conquistar Andalucía y llegar hasta las puertas de Cádiz, que pudo resistir todos los ataques de que fue objeto, en parte gracias a su especial configuración geográfica y a que estaba perfectamente fortificada por tierra, y en parte por la ayuda en los abastecimientos que continuamente le ofrecían los ingleses. En la parte occidental de la Península, los ejércitos napoleónicos fracasaron en las dos expediciones que enviaron a Portugal contra los ingleses, que se hallaban bajo el mando de Arthur Wellesley, duque de Wellington. Esta situación defensiva de los españoles y de los ingleses en la Península se mantuvo hasta la victoria angloportuguesa de Arapiles, que tuvo lugar el 22 de julio de 1812. En estos años fue precisamente en los que se generalizó esa forma tan peculiar de entender la guerra, como fue la guerrilla. El origen de la guerrilla hay que buscarlo en la derrota y el desmoronamiento del ejército español a finales de 1808. La situación en la que cayó el ejército regular queda perfectamente reflejado en las palabras del duque del Infantado, cuando intentaba recomponer a las tropas dispersas y se encontró con "un ejército destrozado y una tropas que presentaban el aspecto más lastimoso, con unos soldados descalzos enteramente, otros casi desnudos, y todos desfigurados, pálidos y debilitados por el hambre más canina". Dada esta situación del ejército convencional español y ante la aplastante superioridad de la Grande Armée, no cabía otro tipo de resistencia que una guerra no convencional, como fue ésta de la guerrilla, término que el vocabulario español ha transmitido desde entonces a otros idiomas para hacer referencia a esta forma de hacer la guerra, y que al parecer tuvo su origen en la expresión "petite guerre" que utilizaron los franceses para calificarla. Así pues, la guerrilla era la forma de hacer la guerra a las tropas napoleónicas que adoptaron los españoles ante la manifiesta inferioridad en la que éstos se encontraban. Los guerrilleros se reunían en partidas, que consistían en grupos no muy numerosos de combatientes y que hacían gala de una gran movilidad y de una extraordinaria eficacia. Sus jefes eran con frecuencia militares que habían sido vencidos con sus unidades y por eso habían decidido echarse al monte para combatir por su cuenta. Los que se unían a ellos podían ser soldados o civiles de todas clases: campesinos, pastores, estudiantes, contrabandistas y bandidos, algún que otro noble y bastantes clérigos. ¿Por qué llegaron a convertirse en guerrilleros? A veces por puro patriotismo, pero a veces también para reparar algún daño sufrido a manos de franceses o por el deseo de vengar alguna afrenta personal. Es lógico que entre los guerrilleros hubiese también elementos anárquicos, o simples criminales, y éstos no sólo luchaban contra los franceses, sino que se aprovechaban de las circunstancias por las que atravesaba el país para robar y saquear en cuantas poblaciones caían en sus manos, estuvieran o no en poder de las tropas napoleónicas. Pero había que aceptar estas partidas tal como eran, pues como afirma G.H.E. Lovett, los aspectos políticos en lo concerniente a la independencia nacional superaron ampliamente a estos aspectos negativos. Resulta difícil evaluar numéricamente a los guerrilleros. Canga Argüelles calculaba que su número podía ascender a unos 35.000. Otros historiadores han aventurado la cifra de 50.000, que podría estar más cerca de la realidad. No obstante, había que tener en cuenta que a medida que avanzaba la guerra, su número inicial fue aumentando, lo que les permitió actuar más como pequeños ejércitos, sobre todo cuando su jefe era un militar, lo que facilitaba también su colaboración con las unidades regulares. Con las tropas inglesas, sin embargo, nunca se entendieron. Para la rígida disciplina militar inglesa, los guerrilleros españoles representaban siempre el espíritu anárquico y desorganizado del pueblo español. Aunque a veces se ha reprochado a estos combatientes su extrema crueldad, hay que tener muy en cuenta las condiciones en las que se desarrolló esta guerra, a la que se la ha calificado de guerra total. El hecho de que fuese la lucha de todo un pueblo, incluidos los ancianos, las mujeres y hasta los niños, contra un gran ejército como el napoleónico, dio lugar a episodios realmente trágicos, como los que reflejó Francisco de Goya en su colección de Los Desastres de la guerra. Los soldados franceses tomaban represalias por la acción de los guerrilleros y éstos a su vez, pagaban a los invasores con medidas más crueles aún. Sin embargo, el historiador francés J.R. Aymes ha señalado que la utilización de armas blancas u otros instrumentos cortantes, no se debía a una constante del carácter de los españoles, como podía ser la ferocidad o el desprecio a la muerte, sino simple y llanamente a la insuficiencia de armamento que padecían estos combatientes. Su valor militar no hay que minimizarlo, a pesar de todo, pues por el contrario, como ha señalado Artola, sus acciones fueron más importantes que las del ejército regular español e inglés. Entre los más famosos guerrilleros hay que mencionar a Juan Martín, apodado El Empecinado. Fue quizás el más humano y generoso. Había nacido cerca de Aranda y con la partida que llegó a reunir a cerca de unos mil quinientos hombres, hostigó continuamente a los franceses en Madrid, Guadalajara, Soria y Cuenca. El general Hugo, padre de Victor Hugo, que fue enviado para combatirle con 5.000 hombres bajo su mando, no pudo controlar sus correrías. Javier Mina y su tío Francisco Espoz y Mina, fueron también dos famosos guerrilleros que operaron en la zona de Navarra, de donde eran originarios. Este último, por su perfecto conocimiento del territorio que controlaba, por su arrojo y por su valor, se ganó la admiración de todo el pueblo navarro, que le facilitó toda clase de ayuda. Por el hecho de que llegó a dominar toda la red de comunicaciones de los franceses con el auténtico ejército guerrillero que creó, fue denominado por sus enemigos como "Le petit roi de Navarre". El cura Merino, como se conocía al sacerdote Jerónimo Merino, encabezó una partida que operaba en los alrededores de Burgos. Con 300 hombres, sembró el terror entre los soldados franceses, y de él se comentaba su extrema crueldad. Después de que los franceses ahorcaran a los elementos que formaban la junta local de resistencia de Segovia, ordenó a sus hombres que tomaran a 20 soldados enemigos por cada uno de los seis españoles ahorcados y los mandó ejecutar de la misma forma. Las acciones de éstos y otros hombres como ellos fueron sin duda eficaces para combatir y enfrentarse a un ejército que presentaba tanta superioridad, pero también hay que considerar su importancia como elemento de intimidación psicológica para un ejército como el napoleónico, que no estaba acostumbrado a esta forma de guerra. La movilidad, la sorpresa y la improvisación eran unos motivos por los que los militares franceses no pudieron sentirse nunca seguros. La correspondencia, informes y memorias de los soldados galos, muchos de los cuales pueden consultarse aún en los archivos militares del vecino país, reflejan la inquietud y el desasosiego de unos hombres que nunca se sintieron seguros durante su estancia en la Península. En esta segunda fase de la guerra, fue la guerrilla la que pudo mantener la llama de la resistencia patriota frente al aplastante dominio de Napoleón.