Abiertos ya los primeros talleres y establecido un mercado artístico esencial -el destinado a cubrir las necesidades funerarias de las gentes más ricas-, el arte tirreno puede definitivamente comenzar su evolución. En este aspecto, es indudable que las primeras décadas del siglo VII a. C. son testigo de su espectacular enriquecimiento: la progresiva jerarquización de la sociedad etrusca alcanza su cenit, y ocupan la cumbre unos personajes a los que nosotros, convencionalmente, llamamos príncipes. Estos brillantes aristócratas, reyes o jefes de las principales familias y tribus, multiplicarán el tamaño y riqueza de sus ajuares fúnebres, y alcanzarán tal fasto en sus tumbas, que no en vano se ha llegado a llamar Período de las tumbas principescas el que llega, en la Etruria costera, hasta el 630 a. C., poco más o menos, perdurando en el interior unos treinta años más. Aparte de su lujo y de su rito inhumatorio -que venía introduciéndose en la Etruria meridional desde fines del siglo VIII-, los enterramientos de esta época se caracterizan inmediatamente por el peculiar estilo de sus ajuares. El arte geométrico griego pierde su función rectora y es sustituido por la plástica siria, fenicia y chipriota; nos hallamos ante lo que, en todo el Mediterráneo, suele denominarse fenómeno orientalizante. Parece que puede darse una cierta explicación histórica a este hecho: los problemas de Eubea debieron de afectar por entonces al comercio griego en Occidente, y buena parte de él caería en manos de los fenicios de Chipre. Pero sin duda debe matizarse esta opinión en el caso concreto de Etruria: junto a los objetos orientales (egipcios, urartios, sirios, etc.), no faltan desde luego obras griegas, y hay quien piensa en comerciantes e intermediarios predominantemente griegos, y aun en artesanos orientales que trabajasen en colonias helénicas. De cualquier modo, parece indudable la superficialidad del influjo fenicio en Toscana: no sólo se mantuvo el alfabeto griego occidental, sino que los elementos culturales más profundos recibidos en el siglo VII proceden sin duda del Egeo: el caso más evidente lo constituyen los poemas homéricos. Es posible que la propia idea de realizar tumbas principescas procediese también del ámbito griego; al fin y al cabo, la más antigua que conocemos se halla en la colonia griega de Cumas; pero pronto su aceptación fue tan grande en Toscana, y aun en el Lacio y otras regiones próximas, que hoy pasa por ser uno de los mayores exponentes de la cultura etrusca. En estas tumbas no sólo hallamos piezas importadas, sino que también, y sobre todo, apreciamos el asentamiento de nuevos artistas extranjeros en la zona costera meridional, y el aprendizaje e incluso perfeccionamiento de técnicas recientemente adquiridas. Después de un período, hasta el 700 a. C., en que Tarquinia pareció descollar como la ciudad más avanzada y atractiva, son ahora Caere (con su producción de orfebrería, que se envía incluso al Lacio), Vetulonia (la gran productora de bronces de la época), Veyes y Vulci quienes se colocan a la cabeza de la artesanía de lujo: de sus talleres salen las refinadas fíbulas cargadas de decoraciones en granulado y repujado, los asombrosos pectorales de oro, los trípodes de bronce con sus inmensos calderos, los tronos con apliques ebúrneos, los mangos de abanico, también de marfil, los carros fúnebres... en fin, todo ese abrumador y riquísimo conjunto de piezas que, completado por vasijas múltiples -el banquete se ha convertido ya en un rito funerario indispensable para los aristócratas-, abarrotaba las monumentales tumbas de la época. Basta visitar la sala etrusca de los Museos Vaticanos para darse cuenta de la riqueza con que fueron enterrados, en la Tumba Regolini-Galassi unos príncipes de Caere. Sin embargo, una vez superada la impresión que tal lujo de materiales produce, pronto notamos sus limitaciones. Hasta en las piezas más ostentosas, como esas fíbulas de oro con más de un centenar de animalillos que aparecieron en las Tumbas Barberini y Bernardini de Palestrina (Lacio), se advierte una incómoda e insalvable dicotomía entre los sabios conocimientos metalúrgicos del orfebre y su escasa imaginación plástica: leones, grifos, rosetas, palmetas, todos los vocablos, en fin, de la gramática orientalizante, aparecen ante nuestros ojos, pero sin una sintaxis capaz de unificarlos, de darles sentido. Si ya en el período anterior podía echársele en cara al etrusco su incapacidad de entender la profunda armonía compositiva de un vaso geométrico griego, limitándose él a colocar aisladas las líneas, las cruces gamadas o las grecas, ahora se le puede decir lo mismo en relación con la plástica oriental: salvo en las meras sucesiones de animales, que no podían simplificarse más, nuestro artista prescinde de la organización de sus modelos fenicios. Dando un salto en el espacio, no podemos sino evocar cuán opuesta es su actitud a la del espíritu griego, el cual, al recibir de Oriente bandejas decoradas con figuras, se esforzaba en interpretar las escenas, y hasta en convertirlas en una historia fascinante, como hizo Homero en su descripción del escudo de Aquiles. El príncipe etrusco, por el contrario, no debía de tener un espíritu tan mitifcador; lo que le pedía a sus artesanos eran, sobre todo, objetos ricos, recargados incluso, que mostrasen su preeminencia social. El día de su muerte, su cadáver debía convertirse en un verdadero muestrario de joyas, y sus ornamentos no tenían por qué sugerir más valor ni significado que su propia perfección técnica y sus prestigiosas formas exóticas.
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En 1548, Carlos I ordenó que se procediese a la introducción en la corte castellana de la etiqueta al estilo de Borgoña. En lo fundamental, consistía en la aparición de nuevos oficios para la asistencia personal del Príncipe Felipe, ante todo un nuevo estilo ordenado para el servicio de las comidas. La decisión no fue muy bien recibida. El mantenimiento del estilo borgoñón suponía un incremento de los gastos en Palacio, pues, aunque disminuyera el número de cargos, aumentaban las cantidades que a cada uno les estaban asignadas. Por ello, en las peticiones de las cortes castellanas de 1555 y 1558 se pidió que en la casa que había que poner a Don Carlos se volviese al tradicional estilo de Castilla. Para la mayoría de los cortesanos, la etiqueta borgoñona fue una dificultad añadida, puesto que suponía mayores dificultades para ese "tener entrada" que todos ansiaban. Sin embargo, no hizo otra cosa que reforzar las pautas anteriores de ambicionar los lugares próximos al rey, puesto que éstos habían venido a ser todavía menos y el acceso a la regia persona se había hecho considerablemente más restringido y difícil. Desde el punto de vista de la majestad real, la importancia de la etiqueta de Borgoña no radica tanto en que diera una mayor magnificencia o boato a la vida en Palacio. La corte castellana anterior a 1548 parece haber sido de una divertida y espléndida brillantez caballeresca, que no parece que tuviera tanto que envidiar a los fastos septentrionales que el Príncipe Felipe conoció en su célebre viaje a los Países Bajos iniciado el mismo año que se reformaba su Casa a la borgoñona. Por otra parte, la práctica de la etiqueta implantada en Castilla no consistió en la restauración del mítico estilo Borgoña de tiempos de Carlos el Temerario, sino que resultó una mezcla del orden cortesano del Emperador con pervivencias castellanas. La transcendencia capital de la etiqueta borgoñona consistió en que facilitaba el retraimiento del Príncipe dentro de la corte. El historiador Ludwig Pfandl apuntó que esta etiqueta venía a convertir al Príncipe en una especie de tabú dentro de las paredes del Palacio. El nuevo estilo de servir levantaba una barrera en torno a la persona real que muy pocos llegaban a atravesar y la vida palaciega giraba, precisamente, alrededor de la proximidad al rey y de los lugares que se ocupaban en su estela. El espacio de la corte, siempre sujeto a reglas, aparecía, ahora, indisponible y mucho más limitado. Todavía se habría de estrechar bastante más, porque la tendencia de retraimiento regio no dejaría de crecer a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI. Se ha dicho que Felipe II se convirtió en una especie de Rey Oculto, tema que ha sido estudiado brillantemente por Fernando Checa. El cronista Pierre Matthieu describió las prácticas de ocultamiento de Felipe II de una forma muy expresiva. Para este autor, "no (a)parecía, sino como San Telmo en las nubes pasado la tempestad y vendía tan cara su vista a los españoles que ninguno, por grande que fuese, le vio sin primero solicitarlo". Escenario predilecto de ese retraimiento habrían sido, en primer lugar, las casas y sitios reales, como el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, donde -escribe Matthieu- "se encerró... resuelto en no salir más y en mirar desde allí las ondas y las borrascas de la tierra". Pero incluso en el interior del Alcázar de Madrid, Felipe II habría buscado ocultar su visión al común de los cortesanos; en la capilla real con el recurso a la cortina que velaba su imagen; en esa torre en que tanto le gustaba estar porque desde ella podía verlo todo y no ser visto: "Ve su Majestad por las vidrieras encajadas en mármoles todos los que entran y salen sin ser él visto". Pero también en la ya analizada práctica del despacho de los negocios se deja observar ese retraimiento característico, pues éste se primaba, sin duda, al prescindir del despacho a boca y a pie en beneficio de la consulta escrita, con el desarrollo de la figura de los secretarios reales que Felipe II propició. Las críticas que recibió por abandonar el despacho tradicional, recuérdese, insistían en que era un mandato divino que los reyes "fuesen y sean públicos y patentes oráculos a donde todos sus súbditos vengan por respuestas y por remedio de sus necesidades y consuelo de sus afliciones, lo cual todo llevan muchos y muchas veces con sólo haber visto la cara de su rey y llevar una palabra buena de su boca". Felipe II no habría querido ser público y patente oráculo que se manifestaba a sus súbditos y prefirió ocultarse. Para Pierre Matthieu, lo que había conseguido el rey con ello era que: "Cuanto más lejos estaban de él sus vasallos tanto más le temían, conociendo por el apartamiento una grandeza admirable y alguna cosa más que las ordinarias". He aquí un objetivo político claro tras el ocultamiento real, una forma de realzar la majestad al hacerla, si se quiere, más misteriosa e incrementar, de esta forma, el poder monárquico, preeminente, pero todavía limitado en el siglo XVI. Otros monarcas de la Edad Moderna también usaron su imagen para conseguir objetivos similares, aunque el caso de Felipe II y los Austrias posteriores resulta extraordinario porque lo habitual es incrementar y facilitar la visión de los reyes, no impedirla. Entre los coetáneos del Rey Prudente, por ejemplo, Isabel I Tudor parece haber sido plenamente consciente de la importancia de la majestad para desplegar su poder en escena. Entre los monarcas del siglo siguiente, Luis XIV es, sin duda, quien nos ofrece el ejemplo más completo de uso de la majestad con estos fines, pero, también en este caso, se recurre a la participación en espectáculos de corte y toda clase de ceremonias palaciegas. En las Memorias de Luis XIV encontramos una interesante teoría del valor político de dejarse ver abiertamente entre sus súbditos. En un pasaje recuerda la práctica de ocultamiento característica de los Austrias hispanos que había iniciado su antepasado Felipe II: "Hay naciones en las que la majestad de los reyes consiste, ante todo, en nunca dejarse ver. Esto es posible entre espíritus acostumbrados a la servidumbre, a los que sólo se gobierna mediante el miedo y el terror". Quiere Luis XIV que una monarquía en la que el rey no se deja ver por sus súbditos es una forma proclive a la tiranía, pero, aunque la condena expresamente, obsérvese que, como ya antes Pierre Matthieu, no deja duda de la efectividad política de esta práctica de ocultamiento en el robustecimiento del poder real. Para los cortesanos el paso del siglo se había ido sustanciando en una serie de modificaciones en el que había sido su orden tradicional. Bien a través de la etiqueta de Borgoña o de las nuevas formas de despacho, la presencia del rey se les negaba y, con ello, la posibilidad de ascender en la corte se hacía más complicada y debía correr por nuevos caminos. Uno de éstos era acercarse a esos nuevos privados que también habían pasado a ocupar un lugar en el despacho y que tenían entrada gracias a la etiqueta borgoñona. El Conde de Portalegre se hizo eco de todos estos cambios en la Instrucción de 1592, un magnífico texto de corte compuesto "para lectura de curiosos" y no sólo para su hijo, como se quiere aparentar en su personalizada redacción. Como Portalegre, que se había criado en la corte anterior a 1548, trazaba sus preceptos sobre la base de la instrucción que Juan de Vega había escrito a mediados del siglo, la comparación entre ambas arroja mucha luz sobre la capacidad de reacción de que los cortesanos hicieron gala para adaptarse a una corte cambiante. Cómo enfrentarse o encarar la figura de los privados se contaba entre las novedades: "Para subir a estos puestos (los mayores) el camino del atajo es el de la negociación, más llano el de los merecimientos, pero rodéase mucho por él. Tomaría que fuésedes por medio entre la solicitud indigna y baja de los más y la entereza, y al revés de Juan de Vega, que nunca se rindió a los lobos,... procurad merecer las cosas v fundaos en esto, mas no disgustéis a los privados, sufridlos, disimulad con ellos y granjeadlos con decoro y destreza". Un cortesano no debería incurrir nunca en la indecorosa mentira, pero sí le estará permitido disimular con destreza. La disimulación de que aquí se habla será uno de los signos más característicos de la vida de corte moderna. Era ésta una especie de razón de estado cortesana que, sin entregarse a la mentira, tampoco llegaba a decir la verdad. A finales del siglo, los preceptos de Portalegre sancionaban la adopción de esta ambigua actitud como algo necesario para quien quisiera vivir en la corte y ascender en ella. Sin embargo, setenta años antes disimular era un paso que no todos querían dar porque se hallaba demasiado cerca del mentir, limitándose a emplearse en los otros dos ejercicios que la teoría de corte recomendaba, esperar y desconfiar. Uno de los primeros y mejores retratos conservados de la vida de corte en la España del XVI fue el que Johannes Dantiscus trazó en su correspondencia. En 1519, se encontraba en Barcelona durante la celebración del capítulo del Toisón de Oro presidido por Carlos, el nuevo Emperador, y le escribió a un amigo cómo era aquel laberinto en el que, confesaba, se hallaba algo perdido. Comparando la corte como una gran escuela, el embajador Dantiscus apunta que en ella se aprenden cuatro grandes facultades, es decir, materias de enseñanza: "... la primera enseña la paciencia, la segunda a no confiar, la tercera a disimular y la cuarta y la principal a cómo mentir con educación". Dicho esto, a continuación expone el estado de sus progresos en el adiestramiento cortesano que estaba recibiendo en Barcelona: "Yo mismo soy consciente de cuánto he aprovechado en la primera; en la segunda escucho lecciones a diario; las dos últimas exigen un carácter más sutil que el mío y nadie puede progresar en ellas a no ser por inclinación natural"; para terminar pidiendo que el rey Segismundo Jagellón "me haga volver, pues ya estoy más que medianamente instruido en las dos primeras. No sea que, al demorar aquí mi estancia, la maldad venza a la naturaleza en las dos siguientes". Como puede verse, a comienzos del XVI se desaprobaba, claro, la mentira, pero también la disimulación, porque una y otra eran incompatibles con la naturaleza, es decir, con la naturalidad que, según la preceptiva, constituía el ideal del caballero en corte. No sólo no debía falsear la verdad mintiendo, el perfecto cortesano tenía que huir de toda afectación, también engañosa, en sus ademanes y actitudes para mostrarse tal cual era. Esto ya sería suficiente para probar lo egregio de su condición, porque la perfecta cortesanía era una expresión de la virtud interior, una especie de privilegio estamental que de forma natural poseían damas y caballeros. Esa natural virtud interior donde se demostraba con mayor brillantez era en la agilidad al dialogar y en el ingenio al hacer comentarios, se decía, "de repente". Recuérdese aquí a Folch de Cardona que, por no mentir, sólo hablaba su nativo catalán en la corte y es que la expresión oral también debía ser natural y no falseada. Sin duda, la cortesanía del XVI supone el triunfo de la oralidad y su quintaesencia, El Cortesano de Castiglione, como escribió Garcilaso de la Vega, era un libro que "trata de todas las maneras que puede haber de decir donaires y cosas bien dichas a propósito de hacer reír y de hablar delgadamente". El término italiano "sprezzatura" venía a definir esa buscada falta de afectación en comportamiento, gestos y expresión que debían adoptar los cortesanos. En castellano, la idea se tradujo en la máxima de moverse con un "desembarazo compuesto". Sin embargo, comportarse así exigía más de un esfuerzo porque la ansiada naturalidad no era afectada, pero tampoco podía caer en simpleza o rusticidad. La cortesanía era una forma de mesura entre todos los extremos posibles de la que resultaban amenidad, entre el disgusto y la burla, alegría, entre la gravedad y el ridículo, agudeza, entre la tosquedad y la erudición, apostura, entre la fealdad y la lindeza, etc., etc. En castellano, a este segundo carácter de la cortesanía se le llamó comedimiento. En suma, para la nobleza cortesana el Palacio es un espacio moral y su cultura una forma de ética, algo innato, no estudiado, fruto apenas de la virtud estamental de sus componentes. Pero esto no supone que tras esa mesurada ética de la naturalidad no se escondiera una política, una respuesta a una pregunta clave para el siglo XVI, la de en quiénes deberá apoyarse el monarca o, en el fondo, cómo se ha de gobernar. Un principio inamovible del perfecto cortesano es que no se puede aprender a serlo, que, por más que se imiten ademanes y gestos, la cortesanía no tiene reglas y sólo se alcanza, lo hemos visto, como expresión de una innata virtud aristocrática. Ese rechazo de lo aprendido es el mismo que sale a relucir en la negativa nobiliaria a aceptar que una formación escolástica fuera base suficiente para enfrentar las tareas de gobierno y que fue lanzada contra el ascenso político de los letrados juristas. Por ejemplo, cuando Felipe II, recién llegado al trono en 1556, introdujo un número mayor de letrados en los consejos en detrimento de la presencia nobiliaria, Juan de Vega, al que ya conocemos por sus advertencias cortesanas, le escribió al mismo rey sin contemplaciones que: "... muy diferente cosa es saber las leyes y pragmáticas de cómo se ha de gobernar los reinos y provincias y hacer justicia al ejecutar el gobierno y la justicia, que, si por reglas e instrucciones se pudiesen aprender las cosas semejantes, no habría nadie que con un poco de ingenio no diese a aprender estas reglas, así de la paz como de la guerra y no saliese excelente y bastante en el arte, mas como la cosa no está en la ciencia adquista (i.e. adquirida), sino en otras virtudes del alma y del ánimo que Dios da a quien es servido, hay tan pocos sujetos para semejante oficio, por más leyes ni libros que hayan visto ni estudiado".
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Como símbolo del sacramento de la Eucaristía, ha elegido Poussin la Última Cena. Las figuras son de menores dimensiones que en el resto de la serie de Los Sacramentos, como, por ejemplo, respecto a El Matrimonio. Se ha empleado el término "cubista" para explicar el efecto que la luz artificial de la lámpara, en su creación de un contraste luz-sombra, produce sobre los ángulos, resaltados por esta iluminación barroca. La composición, muy geometrizada, recuerda a las del resto de la serie, salvo al Bautismo.
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Dentro de la segunda serie de cuadros sobre Los Sacramentos, pintada para Chantelou entre 1644 y 1648, Poussin realizó una composición sobre La Eucaristía conceptualmente distinta de aquélla ejecutada varios años antes para Dal Pozzo. Realizada muy rápidamente, entre septiembre y noviembre de 1647, es un caso extraño en un pintor de morosidad célebre. La escena, encuadrada en un interior austero, ante pilastras, con su única fuente de luz artificial, es severa, monumental. Representa la Última Cena de Cristo junto a los Apóstoles, en el momento en que Cristo consagra el pan para entregarlo a sus discípulos. Estos se disponen en un grupo de estructura prismática inserto en el fondo rectangular. Resaltando la importancia del momento, uno de los discípulos, de espaldas al espectador, traza con su cuerpo una diagonal que se dirige hacia Cristo. A la izquierda, el manto de Judas, que sale del cenáculo, destaca entre la sombría luz, con un diestro manejo del claroscuro, demostrando que siendo un clasicista era también un magnífico pintor barroco.
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Como preparación del lienzo La Eucaristía, perteneciente a la serie de los Sacramentos Chantelou, ejecutada de 1644 a 1648, realizó Poussin este dibujo, muy próximo a la obra que hoy puede contemplarse en Edimburgo. Puede, de acuerdo con el lienzo, datarse en 1647. La geometrización y ordenación del espacio son similares a las de la Penitencia, realizada en el mismo año. Evoca la Última Cena, en que fue instituida la Eucaristía. La estructura, piramidal, culmina en Cristo, de cuya cabeza, en concreto del nimbo, emana la luz que preside las tinieblas del cenáculo, un recurso típicamente barroco, aunque tomado del Manierismo italiano. En el lienzo, sin embargo, la luz procederá de la lámpara situada sobre la cabeza de Cristo, que aunque aparece en el dibujo, no es la principal fuente. Con todo, el efecto lumínico es casi el mismo.
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Aunque quebrantado por la Reforma el aparato ideológico-político que sostenía al cristianismo y unía a Europa, la Iglesia Romana -tras experimentar un extraordinario resurgimiento-, en vísperas del Jubileo de 1600, se preparaba para celebrar su triunfo, sin duda que relativo, sobre las iglesias reformadas. Y es que, en su intento de reconquistar espiritualmente los territorios perdidos de Europa, la Contrarreforma católica, inspirándose en los principios dogmáticos y disciplinarios proclamados en Trento, aun no habiendo podido erradicar la herejía, sí había logrado detener el avance protestante, recuperar grandes zonas geográficas e importantes masas de población y corregir sus abusos más irritantes. A mayor abundamiento en lo pírrico del triunfo, en 1598, la muerte de Felipe II había ratificado una realidad política: el fracaso del proyecto filipino por instaurar un Imperio hispánico con pretensiones de hegemonía extracontinental, más allá de los límites europeos, en defensa de la verdadera fe. En ese mismo año, poco antes, España acababa de firmar el Tratado de Vervins que venía a proclamar, tácitamente, la acelerada progresión de Francia como gran potencia hegemónica de Europa.Estas efemérides con las que se inició el siglo, confirmaban el definitivo arraigo y la multiplicidad de las comunidades protestantes y el desplazamiento hacia el Norte del equilibrio de poderes europeo, hechos que se hicieron realidad, sobre todo, a partir de la inflexión crítica señalada por la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), un conflicto político y social originado en los recíprocos y continuos enfrentamientos religiosos. Porque, dicho sea, esta guerra no sólo destrozó los Estados, maltrató las economías y aniquiló a los hombres -a lo que ayudaron, y bastante, las epidemias y el hambre-, sinoque también destruyó la solidez de la Contrarreforma católica y deshizo la coherencia de la Internacional calvinista, consumándose a un tiempo la pérdida de la supremacía habsbúrgica, tanto española como austríaca, al firmarse la Paz de Westfalia (1648) en beneficio del predominio europeo de Francia, cuya imparable ascensión ratificaría la Paz de los Pirineos (1659), pero que, al iniciarse el siglo XVIII, cedería ante el empuje de Inglaterra. Y es que, el concepto inglés del equilibrio de poder político europeo escondía, cínicamente, la idea de hegemonía.Se iniciaba, pues, una era de complejas relaciones, definidas por un fanático pluralismo político y unas crueles guerras devastadoras y propiciadas por las tensiones entre las fuerzas históricas emergentes: el absolutismo monárquico y el capitalismo burgués, a todo lo cual se sumaron, para complicar el panorama, los conflictos religiosos entre católicos y reformados (muy especialmente, calvinistas), las reformas institucionales internas y los cambios dinásticos, los sentimientos nacionalistas y las sublevaciones emancipadoras dentro de los Estados, las luchas entre las oligarquías aristocráticas o burguesas contra los poderes soberanos, las crisis sociales de subsistencia y las revueltas populares.Europa, fuertemente marcada por un permanente estado de tensión y conflicto, de violencia y disimulo, llegó a la extrapolación de sus problemas y a trasladar sus disputas a otros continentes. En el deseo de conquistar la unidad, de imponer su hegemonía política o de someter y colonizar comercialmente otros territorios en su beneficio, los distintos Estados maniobraron a escondidas, ejecutaron increíbles fintas diplomáticas, dieron golpes de efecto aquí y de fuerza allá, o retorcieron sus líneas políticas.Significativo en este sentido, fue el caso de las protestantes y burguesas Siete Provincias del Norte de los Países Bajos, que no sólo declararon su independencia de España con la constitución de la Unión de Utrecht (1579) -segregación que la Corona española admitiría de hecho al firmar la Tregua de los Doce Años (1609), pero sólo la sancionaría oficialmente por la Paz de La Haya (1648)-, sino que también, con el fin de explotar determinados productos (café, caña de azúcar, etc.) y de reforzar su comercio de esclavos, atacaron varias posesiones ultramarinas hispanoportuguesas, ocupando temporalmente Bahía (1624) y Recife (1630) y asentándose definitivamente en Curazao (1634) y la Guayana (1636); de este modo, la nueva República, además de conquistar su independencia, coadyuvó en América al hundimiento del poder español en Europa y creó su propio imperio colonial, convirtiéndose en una de las mayores potencias marítimas y comerciales del mundo, tras fundar sus Compañías de las Indias Orientales (1602) y de las Indias Occidentales (1621).Por el ascenso político de las clases mercantiles en Inglaterra y Holanda y por la consolidación del poder en la persona del soberano en Francia, estos países -en los que se acometieron, en diversa medida, unos acusados cambios institucionalesrepresentan, no sin reservas y ciertas contradicciones recurrentes, la encarnación de los principios doctrinales y políticos del liberalismo burgués capitalista y del absolutismo monárquico de origen divino, definidores del siglo XVII europeo. Sin duda, junto a la relevante singularidad del advenimiento histórico del Estado holandés, el caso más significativo sería el vivido por Inglaterra, que entre 1641 y 1688 conoció toda una serie de reformas estructurales y de revoluciones político-sociales internas, incluyendo una guerra civil, la ejecución de un rey y la abolición de la monarquía, la instauración de un régimen republicano parlamentario, en extremo puritano, y su degeneración en una dictadura personal, y la restauración monárquica absolutista que, finalmente, con un cambio dinástico por medio, se trocaría en monarquía constitucional.En esta acusada ceremonia de la confusión, los Estados italianos, Francia, Portugal y España, junto con los territorios de Flandes -los Países Bajos del Sur, bajo soberanía de la Corona española, con más o menos autonomía gubernativa, pero por idiosincrasia y tradición tan burguesas, capitalistas y liberales como sus copaisanos del Norte-, permanecieron fieles a la fe católica; por el contrario, Inglaterra, Escandinavia y la República de las Siete Provincias Unidas, afirmaron su fe protestante, ya anglicana, ya luterana, ya calvinista.Después de la Guerra de los Treinta Años, se confirmó la adhesión de Renania, Bohemia, Polonia, Hungría y Austria al catolicismo, mientras que la fe reformada arraigaba definitivamente en la Alemania nórdica. Pero, la Paz de Westfalia, al verificar la libertad de los príncipes germánicos frente al poder imperial habsbúrgico -reducido desde entonces a sus posesiones dinásticas de Austria y Hungría-, autorizó la fragmentación del Sacro Imperio Romano, que pasaba a constituir una confederación de Estados independientes, originando el súbito nacimiento político de casi trescientos cincuenta pequeños Estados principescos autónomos (se recordarán, por su incidencia histórica, Brandenburgo-Prusia, Baviera y Sajonia), y sancionó, por atomización, el triunfo del absolutismo monárquico. En consecuencia, además de los modelos italianos católicos de Génova y Venecia, el sistema republicano tan sólo se mantendría en los Países Bajos neerlandeses y en la Confederación Helvética.Además de un período de contiendas generalizadas, el Seiscientos europeo fue, paralelamente, una fase de fuerte contracción y recesión económica, con un colapso general de los precios y una caída de los salarios, a lo que se unió una acusada crisis demográfica. Con todo, la clave para superar esta acentuada recesión debe situarse en el distinto tipo de reacciones que ante estos fenómenos se plantearon y las soluciones que acometieron los diversos países. Así, ante unas dificultades y circunstancias adversas (que, sin ser las mismas, eran similares o cuanto menos parangonables), mientras algunas comunidades pecaron de un gran inmovilismo conservadurista, tanto en lo económico como en lo social, refeudalizando sus estructuras, las sociedades inglesa y holandesa -a las que favoreció su situación geográfica ante el traslado del tráfico comercial desde el eje del Mediterráneo al eje del Atlántico- se movilizaron en extremo y tomaron la iniciativa, permitiendo vía libre, comercial y financiera, a la nueva burguesía y creando nuevas y participativas formas de gobierno parlamentario.
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Desde el Rin y la Europa central, los testimonios de arte paleolítico se extienden hacia los ricos yacimientos de las llanuras rusas y siberianas. En tan dilatado territorio sólo se pueden señalar dos cuevas con arte parietal. La cueva de Kapova, en los Urales, contiene algunas representaciones de mamuts y caballos de color rojo. En Rumania fue señalada, hace pocos años, por M. Curciumaru, la cueva de Cuciulat (Solaj), con pinturas de color rojo -entre ellas un caballo y un felino-, cuya cronología no está exactamente determinada. Las figuras más antiguas de este territorio son la docena de pequeñas esculturas de marfil de Vogelherd (Stetten, Jura suábico), encontradas en 1931 por Gustav Riek. Representan mamuts, caballos, el león de las cavernas, bisontes y una estilización de una figura humana con una especie de escarificaciones, a no ser que éstas representen un vestido. Pertenecen al Auriñaciense y su datación por el método del C14 lo estima en 34.000/30.000 años. Atribución cultural y fecha están confirmados por las excavaciones y nuevos hallazgos de Geissenklösterle (Valle de Aach, cerca de Blauberen) (un mamut, un bisonte, esbozo de un orante -el primero de la historia del arte- y una plaqueta caliza con tres dobles líneas de puntuaciones rojas) y Hohlenstein-Stadel (valle del Lone) (figurita de hombre disfrazado de león). Pertenecen al Gravetiense diversos lugares de Alemania, la República Checa, Eslovaquia y Austria. En el segundo de dichos países hay que destacar los hallazgos de Dolní Vêstonice (montañas de Pollau, al sur de Brno), el gran yacimiento del Pavloviense (= Gravetiense oriental) que proporcionó unos diez enterramientos a sus excavadores K. Absolon y B. Klíma (desde 1924). Entre numerosos fragmentos, en este lugar se hallaron dieciséis pequeñas esculturas: dos mamuts, dos osos, una cabeza de rinoceronte, una cabeza de león, una cabeza de reno, una cabeza femenina, una máscara, una venus, tres mujeres estilizadas, y una cuchara y una defensa de mamut con decoración de temas geométricos. Sobre un aspecto de este yacimiento, B. Klíma ha escrito: "En Dolní Vêstonice se ha logrado descubrir la vivienda de un artista. Esta quedaba aislada del campamento principal, y se caracterizaba por presentar una forma constructiva diferente. Se encontraron en las cenizas del hogar central, en parte abovedado a modo de horno, más de 2.200 pequeñas obras plásticas y fragmentos de obras de barro cocido. A su vez la existencia de fragmentos de flautas transversales indica que también la propia cabaña era el lugar de celebración de ceremonias mágicas y donde el creador de los objetos de arte, un sabio mago o sacerdote chamán, tenía su morada". En el yacimiento epónimo de Pavlov se encontraron una figura de león recortada sobre marfil, dos esculturillas de mamut, una venus y otras figuras. Del yacimiento, también al aire libre, de Moravany-Podkovica (Eslovaquia), procede otra venus. En Predmost (Moravia), se halló otra serie de objetos de arte mueble: abstracción de una figura femenina, un mamut, objetos con decoración geométrica, etc. Por último, dentro del período Gravetiense destaca la conocida venus de Willendorf (Wachau, Austria, junto al Danubio). En el Magdaleniense los materiales son más abundantes. Los hallazgos se extienden, en este caso, a Suiza. A este país pertenece el yacimiento de Kesslerloch (Thayngen, al norte de Schaffhausen), del que procede un divulgado bastón perforado denominado del Reno pastando y otros dos con sendos caballos cada uno, un fragmento con una cabeza de toro almizcleño y otras piezas. Del mismo período, en Alemania destacaremos el yacimiento de Gönnersdorf (Neuwied), excavado entre 1968 y 1976 por G. Bosinski, que localizó en él varios fondos de cabaña. El conjunto estaba sellado por una capa de piedra pómez correspondiente a una erupción volcánica ocurrida hacia el 9.000 a. de C. Los hallazgos pertenecen al Magdaleniense V de la nomenclatura clásica francesa. Los grabados se encuentran con frecuencia sobre placas de pizarra y llevan representaciones humanas, zoomorfas y signos. Como en el arte parietal, las figuras animales son muy naturalistas, mientras que los antropomorfos son estilizados y esquemáticos. Hay un par de grupos de figuras femeninas que parecen componer una escena de danza. Entre los signos se cuentan triángulos reticulados, círculos, haces de líneas, etc. Entre los animales hay imágenes de caballos, mamuts, rinocerontes, uro, perdiz blanca, foca (?), lobo, etc., aunque lo más importante es el lote diversificado de figuras femeninas. Destaca también el grupo de los mamuts, acerca del cual G. Bosinski ha escrito: "En Gönnersdorf es el mamut el que, después del caballo, ha sido representado en más ocasiones. De cualquier modo las representaciones de mamuts se limitan a una zona de ocupación de invierno en el sureste del yacimiento. El realismo de los detalles de estas figuras, por ejemplo en la reproducción del flequillo, ojo, trompa, oreja, patas, rabo y ano, permite una amplia comparación con los ejemplares conservados en Siberia. Se reflejan tanto animales adultos, con la típica línea de cabeza-espalda que desciende hacia atrás, como animales jóvenes de pelo tupido, con una línea dorsal convexa. A veces se representa a un animal adulto con otro joven o un grupo de animales jóvenes. Un problema lo constituyen los colmillos de los mamuts de Gönnersdorf, puesto que, o bien faltan en muchas ocasiones, o se representan muy pequeños. Teniendo ea cuenta la fidelidad de la reproducción de muchos detalles de los animales, esto sólo puede significar que los mamuts que conocía el dibujante o carecían de colmillos o, en el caso de tenerlos, eran pequeños. Esto va claramente en contra de muchos hallazgos y podría significar que en la segunda parte del Bölling vivían en el oeste de Centroeuropa mamuts con los colmillos atrofiados". En la misma Alemania hay numerosos otros hallazgos de menor importancia pertenecientes también al Magdaleniense. Entre ellos cabe citar el bastón perforado, sobre asta de reno, de Mittlere Klause (valle de Atmühl, cerca de Essing), con la representación tallada y grabada de un macho cabrío. Más numerosos son los objetos del paradero de cazadores de reno de Petersfels (valle de Bruder, Hegau): bastón perforado con las representaciones de dos renos y varias estatuillas femeninas del tipo al que precisamente este lugar ha dado nombre. En la República Checa citaremos para esta época la cueva de Pekárna (Ochoz, Moravia), con dos largas costillas de caballo, una con cuatro caballos pastando y otra con tres bisontes luchando entre sí, una "pala" finamente esculpida y con el grabado de un caballo, entre otras piezas. En el norte de Alemania, hallazgos como los del yacimiento de Ahrensburg (cerca de Hamburgo), corresponden a la tradición del arte que estamos estudiando, pero se trata de materiales claramente epipaleolíticos. Después de los descritos más arriba, hacia el este hay un gran espacio vacío de hallazgos. Más allá, en Rusia y Ucrania, deben señalarse los yacimientos de Mezine (región de Kiev), con curiosas figuras geométricas, y las de Gagarino y Kostienki (en el Don), con varias venus. Finalmente, fuera de Europa, más allá de los Urales, está la estación siberiana de Mal'ta (en el lago Baikal). Desde Moravia hasta Siberia se pone de manifiesto un arte de tendencia geométrica, con un geometrismo complejo que se expresa con motivos en apariencia puramente ornamentales, muy diferentes de las expresiones no figurativas de la Europa occidental. En la antigua Unión Soviética, el total de yacimientos con arte paleolítico rebasa la cincuentena. Z. A. Abramova estableció su amplio corpus iconográfico en 1962. Hasta aquí hemos recorrido, en una síntesis apretada, el territorio que fue propio de los artistas del Paleolítico superior. Quedan por citar algunos casos de la periferia de la Europa occidental. En Bélgica hay algunos lugares que han proporcionado piezas de arte mueble: Sy-Verlaine, Juzaine, Furfooz y algún otro. En las Islas Británicas, casi totalmente ocupadas por el casquete glaciar durante el Paleolítico superior, el único testimonio del arte de dicha época son los restos de figuras de la cueva de Creswell Crags (Derbyshire).
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La Europa del periodo 1388-1415 mantuvo un statu quo no de paz, pero sí marcado por la voluntad de no proseguir los grandes enfrentamientos bélicos. Pese al grave problema del Cisma (1378-1417), los conflictos militares quedaron localizados y siempre derivaron de otros anteriores. Común a todo Occidente fue el auge del poder de la alta nobleza, especialmente la de parientes del rey, cuyas disputas e intereses provocarían a la larga un nuevo estallido bélico a gran escala. Superadas las agitaciones bélico-sociales del periodo 1380-1389, la victoriosa Francia de Carlos VI (1380-1422) se polarizó en torno a dos grupos que aspiraban al poder. Al principio lo ejerció el formado por los antiguos consejeros de Carlos V, altos letrados y funcionarios de corte, burgueses enriquecidos -llamados "marmousets" (monigotes) por la alta nobleza- de talante reformista y encabezados por el condestable Olivier de Clisson. En 1392 la locura incapacitó a Carlos VI y los "marmousets" fueron expulsados por el grupo formado por la reina Isabel de Baviera y los poderosos tíos del rey -los duques Felipe el Atrevido de Borgoña, Luis de Orleans y Juan de Berry- dueños de grandes dominios (apanages) creados por Juan el Bueno. Estos se volcaron en alocadas aventuras exteriores (la cruzada borgoñona derrotada en Nicópolis en 1396...) hasta la muerte del duque de Borgoña Felipe el Atrevido en 1404. Su hijo Juan Sin Miedo (1404-1419) heredó las dos Borgoñas, Flandes y Artois, un amplio y rico dominio cuya potencia política quebró el precario equilibrio existente entre los grandes nobles del reino. Comenzó entonces el enfrentamiento con su hermano Luis, duque de Orleans, cuyo poder fue en aumento hasta su asesinato a manos de sicarios de Juan Sin Miedo (noviembre-1407). La lucha entre los duques de Orleans y Borgoña degeneró entonces en guerra civil, y Francia se dividió en dos bandos irreconciliables: de un lado, los borgoñones, encabezados por Juan Sin Miedo, fuertes en el norte y este del país y respaldados por Inglaterra y sectores burgueses y reformistas, sobre todo de París; y de otro, los "armagnacs", de tendencias más pronobiliarias, encabezados por el nuevo duque Carlos de Orleans junto a los duques de Berry, Borbón y Bretaña y su suegro el conde Bernardo de Armagnac, que les dio nombre. En 1411 los borgoñones, apoyados por los ingleses, tomaron el poder, pero el inestable gobierno borgoñón de París acabó degenerando en un sangriento conflicto político-social. En mayo de 1413 Simon Caboche, jefe de la corporación de los carniceros, impuso la "Ordenance Cabochienne", programa político destinado a mejorar la administración y sanear las finanzas que desembocó en una brutal ola de violencia contra los partidarios del duque de Orleans. Juan Sin Miedo perdió el control de la situación y las persecuciones alcanzaron también a los miembros de la alta burguesía parisina, lo que propició la entrega de la ciudad a las fuerzas de Carlos de Orleans (septiembre-1413). Los Orleans abolieron la "Ordenanza Cabochienne", pero al terror borgoñón le sucedió el contra-terror armagnac. Decidido a recuperar el poder, el duque Juan Sin Miedo pactó en 1414 con Enrique V de Inglaterra (1413-1422) una nueva intervención militar en el continente. Así, la desmedida lucha por el poder de la alta nobleza en una Francia descabezada por la locura de Carlos VI ofreció al renovado imperialismo inglés, encarnado por Enrique IV, la posibilidad de tomarse el desquite por sus anteriores derrotas. A la muerte de Eduardo III el trono recayó en su nieto Ricardo II (1377-1399), tutelado por sus tíos los duques de Gloucester, Lancaster y York. El reinado comenzó en un clima de grave crisis causado por las derrotas militares en el continente, el acoso castellano en el Canal y los fracasos del regente, tensión que estalló en la revuelta de 1381. Alcanzada la mayoría de edad, Ricardo II trató de gobernar de forma autoritaria, pero chocó desde 1388 con la nobleza (Gloucester, los condes de Warwick y Arundel...) y las fuerzas populares agrupadas en el llamado parlamento sin piedad. El monarca se centró en las empresas exteriores para restaurar su prestigio. Primero afrontó la insumisión de la nobleza anglo-irlandesa (Fitzgerald, Talbot, Butler...) que fue sometida en 1394-1395. Después aceptó una tregua de 25 años con Francia, sancionada mediante su matrimonio con Isabel de Valois, hija de Carlos VI. La impopular francofilia de Ricardo II (uso del título de padre de Francia, devolución de Bretaña desde 1391 y de Normandía desde 1393) culminó en la entrevista de Ardres con Carlos VI (1396), ingenuo intento de iniciar una etapa de colaboración estable entre ambos reinos. Ricardo II cometió su mayor error a la muerte de Juan de Gante en 1398. De forma imprudente reintegró el ducado de Lancaster a la Corona sin contar con Enrique, hijo del duque difunto. Este encabezó una conjura nobiliaria que se nutrió del descontento por la francofilia del rey. Con el apoyo de los grandes linajes (los Percy de Northumberland) y legitimado por el Parlamento, Enrique de Lancaster destronó a Ricardo II en 1399. Un año después moría asesinado el último monarca Plantagenet. El golpe de estado de Enrique IV Lancaster (1399-1413) repitió el modelo castellano creado en 1366-1369. Y como la trastamarista, la revolución lancasteriana colocó a su beneficiario frente a los mismos problemas nobiliarios que había sufrido Ricardo II. Enrique IV atacó la cuestión con dureza y entre 1403 y 1408 derrotó y sometió a los grandes nobles rebeldes a su gobierno (los Percy, los Arundel y los Mortimer). Su política autoritaria se apoyó en el Parlamento, principal fuente de recursos de la Corona. De cara al exterior, el primer Lancaster tuvo que enfrentarse a los problemas británicos de Inglaterra. Hasta 1409 combatió la revuelta de Gales, iniciada en 1400 por Owen Glyn Dwr con ayuda de Escocia, algunos nobles ingleses rebeldes y Francia más tarde. Desde 1402 luchó con éxito contra los escoceses, capturando en 1406 a su rey Jacobo I Estuardo (1406-1437). En estos años ingleses y franceses buscaron un nuevo enfrentamiento armado, pero los problemas internos de ambos reinos retrasaron el choque. Al final de su reinado la oposición nobiliaria dirigida por su hijo Enrique se unió a las incitaciones de borgoñones y armagnacs para que interviniera militarmente en el continente.
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Las cuatro décadas centrales del siglo pasado, entre 1830 y 1870, constituyen un periodo en el que la prosperidad material se acentúa y, aunque persisten notables desigualdades, se experimenta una generalizada mejora de las condiciones de vida de las que se benefician casi todos los sectores de la sociedad. En buena medida, estos cambios fueron debidos a las grandes transformaciones que se produjeron en el mundo de los transportes y a los progresos experimentados en el abastecimiento de los productos alimenticios. Michael Biddis ha escrito que las transformaciones económicas de aquellos años provocaron una serie de cambios que modificaron la vida ordinaria de los europeos en un grado sólo comparable a la revolución que supuso la aparición de las herramientas neolíticas.Desde mediados de siglo, especialmente, esta expansión económica resultó notable y claramente perceptible en países como el Reino Unido y Bélgica, que tenían un indudable liderazgo en los procesos de transformación económica que llevaron a la sociedad capitalista, pero también empezaron a notarse en Francia, en Prusia, y en otros pequeños Estados alemanes. La Exposición Internacional de Londres de 1851, en la que catorce mil empresas expusieron sus productos, fue la primera gran demostración del nacimiento de una sociedad próspera y consciente del progreso que se experimentaba. Biddis ha sugerido que el Crystal Palace, construido por Joseph Paxton para albergar la Exposición, podría representar una catedral secular en la que se ponía de manifiesto el esplendor de la nueva religión del progreso material. Las celebraciones de esta nueva liturgia continuarían con las exposiciones de París (1855), Londres (1862), de nuevo París (1867), Viena (1873) y, ya fuera de Europa, Filadelfia (Centennial Exhibition de 1876).La amenaza revolucionaria, persistente desde medio siglo antes, comenzó a alejarse en el horizonte, mientras que la percepción generalizada de mejoras, a partir de los avances en los campos científico y tecnológico, alcanzó a las circunstancias normales de la vida diaria, y los habitantes de los países más avanzados empezaron a adquirir el convencimiento de que era posible el cambio y la mejora permanentes.
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Durante los años que siguieron al Congreso de Viena se fue desarrollando lo que más tarde se llamaría el sistema de Metternich. El canciller austriaco había inculcado a la alianza europea un carácter conservador y antiliberal, pero su sistema estaba destinado a servir, sobre todo, a los intereses de Austria. Estaba claro que era ya imposible conseguir que todos los territorios que estaban bajo su dominio formasen una unidad compacta, así pues, Metternich optó por un modelo de Estado austriaco más bien multinacional. Pero al mismo tiempo, grandemente influido por su colaborador Friedrich von Gentz, trató de conseguir en el interior de los Estados un equilibrio basado en el orden social. Consciente de que la debilidad del Imperio austriaco radicaba sobre todo en que el único lazo de unión de los diversos territorios que lo formaban era la dinastía Habsburgo, trató de obviar el peligro que representaban los nacionalismos alemán, italiano o eslavo.En Alemania dejó bien claro Metternich que no permitiría ningún brote nacionalista en la Dieta de la Confederación (Bund) que se reunió en Frankfurt en 1816, cuando disolvió las sociedades patrióticas de estudiantes (Burschenschaften) que existían en casi todas sus universidades, y cuando impuso una rígida censura de prensa. Tampoco dejaba lugar a dudas su actitud de limitar las cuestiones que podían ser discutidas en las asambleas parlamentarias y de hacer reconocer el derecho de intervenir en los Estados por parte de la autoridad federal.En Italia, la política de Metternich provocó mayor inquietud que en Alemania, porque a ésta le había ido mejor con el dominio napoleónico que a aquélla. Había disfrutado de una mayor cohesión y los métodos de los Habsburgo consiguieron soliviantar los ánimos, al menos en Lombardía y en Venecia, en donde se nombraron a alemanes y a eslavos en los puestos más importantes de la administración para impedir cualquier aspiración autonomista. El pequeño ducado de Parma estaba gobernado por María Luisa, la Habsburgo que había casado con Napoleón, y no ofrecía ningún problema para su control por parte de Austria, y en cuanto a Nápoles y Sicilia en el sur, que se hallaban bajo el gobierno de Fernando I de Borbón, tampoco planteaban ninguna dificultad ya que imperaba una general pobreza e ignorancia de la población, junto con una estrecha censura y control de la autoridad. La fuerza del sistema de Metternich en Italia residía también en el mantenimiento de la división entre sus distintos estados y en la ausencia de una fuerza capaz de aglutinar las aspiraciones nacionalistas.Para reforzar su sistema en el interior de los territorios del Imperio austriaco, Metternich había organizado un sistema de información increíblemente sofisticado que le permitía estar al tanto de todo los asuntos que se trataban en ellos. Mediante una centralización de toda la correspondencia con el extranjero, que tenía que pasar necesariamente por Viena, conseguía interceptar todas aquellas cartas que ofrecían información sobre los distintos gobiernos extranjeros y sobre todos aquellos asuntos que pudiesen interesar a su Cancillería.El sistema de Metternich iba más allá de las fronteras de Austria y alcanzaba a los destinos de Europa, que había llegado a adquirir para él "el valor de una patria". Por eso se convirtió en el adalid de la creación de una maquinaria que concertase la acción de los monarcas europeos. Para él, los asuntos internos y los internacionales eran inseparables, de tal manera que lo que ocurría dentro de algún Estado interesaba en cierta medida a los demás y justificaba el que éstos recabasen información y que, incluso, pudieran ponerse de acuerdo para llevar a cabo una intervención. El zar Alejandro sostenía la misma doctrina, pero en su forma más radical: quería que la alianza de las grandes potencias sirviese para sofocar la revolución dondequiera que se manifestase. Frente a esta concepción, ya fuese en su forma más moderada o en la más radical, los liberales y los nacionalistas sostenían lo contrario. Es decir, que los gobiernos debían depender única y exclusivamente de los pueblos a quienes gobernaban y que por lo tanto éstos no podían estar supeditados a los intereses y a los deseos de otros gobiernos extranjeros porque eso violaba el ideal de la independencia nacional y de la autodeterminación. Estas dos concepciones irreconciliables estuvieron vigentes en Europa, al menos, hasta 1848 y marcaron el desarrollo de las relaciones internacionales en el continente.Metternich sabía que tarde o temprano estallarían conflictos entre Austria y sus vecinos orientales, entre Rusia y Turquía, o entre Prusia y el Piamonte, por consiguiente había que poner en marcha la maquinaria para resolverlos mediante una acción concertada. Sería el "concierto de Europa" que había servido para derrotar a Napoleón y que había que mantener de alguna forma una vez que había desaparecido el peligro napoleónico. La fórmula consistía, como ya se ha visto, en la celebración de congresos periódicos en los que los gobiernos de las naciones más importante pudieran ponerse de acuerdo para resolver las disputas y los problemas que amenazasen con quebrantar la paz y el equilibrio europeo. Metternich asumió esta idea y fue el que siempre llevó la iniciativa de su convocatoria. Tales congresos se celebraron en Aix la Chapelle en 1818, en Troppau en 1820, en Laibach en 1821 y en Verona en 1822.En el Congreso de Aix la Chapelle se trató especialmente de la marcha de los asuntos en la Francia restaurada y las grandes potencias la invitaron a entrar en una Quíntuple Alianza para preservar la paz europea, pero al mismo tiempo renovaron secretamente la Cuádruple como salvaguardia contra ella. El zar Alejandro intentó que se tomase el acuerdo de crear una fuerza internacional para que detuviese cualquier intento revolucionario, pero tanto Castlereagh como Metternich bloquearon este proyecto. Tampoco prosperó el intento del zar de organizar una ayuda a España para impedir la emancipación de sus colonias de América.En el Congreso de Troppau, celebrado en octubre de 1820, fue de nuevo el zar el que intentó convencer a los restantes socios de la coalición de que había que intervenir en España, donde acababa de triunfar la Revolución de 1820 que había obligado al monarca Fernando VII a aceptar la Constitución de 1812 y a sustituir la Monarquía absoluta por una de corte liberal, lo cual era estimado por Alejandro como un grave peligro que había que abortar. De nuevo Castlereagh, que no asistió a este Congreso, se opuso, alegando que cuestiones como esas afectaban únicamente a la política interior de cada país y que una intervención era "impracticable y objecionable", poniendo así las bases de lo que sería la política exterior británica en el futuro. Metternich, por su parte, tampoco estaba muy convencido de que el asunto de España mereciera tal atención, pero cuando estallaron revoluciones en Portugal, el Piamonte y Nápoles, aceptó convocar un nuevo congreso para ocuparse de la cuestión. Gran Bretaña y Francia aceptaron solamente enviar observadores.En el Congreso de Laybach -la actual Liubliana-, en enero de 1821, Metternich, con el apoyo de Prusia y Rusia, decidió reprimir la revolución en el Piamonte y en Nápoles, a pesar de las protestas británicas. En marzo de 1821 los ejércitos austriacos restablecieron la plena soberanía de sus respectivos reyes.El Congreso de Verona de 1822 fue convocado con motivo de una nueva revolución en el sur de Europa: esta vez en Grecia. Los griegos se habían levantado contra el dominio turco en marzo de 1821. El peligro para Metternich, Castlereagh y para todos los que deseaban mantener la paz en Europa, radicaba en la posibilidad de que el zar Alejandro interviniese contra los turcos para apoyar a los griegos. Cuando el nuevo Congreso se reunió en Verona en el otoño de 1822, los asuntos de España habían cobrado tal importancia que se les prestó más atención que a los de Grecia. Para entonces, Castlereagh se había suicidado y le había sucedido Canning, cuya postura hacia los congresos y hacia la intervención en los asuntos internos de otros países era aún más reticente que la de su predecesor. Las potencias enviaron una nota al gobierno liberal español de Evaristo San Miguel para que diese un giro a su política y cambiase la Constitución. En caso de negativa, Rusia se ofreció a enviar sus ejércitos, ante la alarma de Austria. Francia, por su parte, no deseaba que pisasen de nuevo su suelo tropas extranjeras, ni siquiera para pasar a España, pues el recuerdo, todavía fresco, de la presencia de las fuerzas aliadas después de la derrota napoleónica no hacía agradable la perspectiva. Así pues, fue la misma Francia la que se ofreció para enviar a España un ejército -los Cien Mil Hijos de San Luis- cuyo éxito le permitiría restablecer al primo de Luis XVIII, Fernando VII, en la plenitud de su soberanía, contribuiría a unir a los franceses interiormente en una empresa común y, por último, serviría para demostrar al mundo la fuerza del régimen restaurado.La intervención en España de los Cien Mil Hijos de San Luis consiguió su propósito de restablecer la Monarquía absoluta de Fernando VII, y quizá contribuyó a consolidar la Monarquía restaurada en Francia, pero fue también la causa de la desintegración del sistema de Congresos, pues Gran Bretaña, opuesta a la intervención, se retiró definitivamente de la Alianza; Rusia salió disgustada por no habérsele dado la oportunidad de participar en la empresa, y Francia actuaría desde entonces de forma cada vez más independiente. En definitiva, el sistema de Metternich iría languideciendo a partir de entonces y la política de concertación sería sustituida por la actuación individualista de cada potencia hasta desaparecer por completo con motivo de la oleada revolucionaria de 1830.Al margen de la política de concertación entre las grandes potencias europeas, después de la derrota napoleónica se abrió una etapa en la que cada una de ellas trataría de adaptar la experiencia revolucionario-napoleónica, dando respuestas a los interrogantes que se abrían ante su futuro. Para unos, como Francia y Gran Bretaña, la política reaccionaria imperante chocaba con las nociones europeas occidentales de libertad política y de garantía constitucional que habían aportado las revoluciones del siglo XVIII, aunque su aplicación se hiciese de forma distinta en cada lugar. Para otras, como las de la Europa central y oriental, los principios libertarios eran todavía demasiado peligrosos y lo único que provocaron fue una política de represión de toda manifestación en contra del orden establecido.En Francia, la restauración de los Borbones en la persona de Luis XVIII, había sido aprobada por las grandes potencias en nombre de la "legitimidad" y a propuesta de Talleyrand, pero en la inteligencia de que la Monarquía habría de reconocer y de confirmar las principales reformas sociales y políticas de la Revolución. La Carta misma que se promulgó en 1814, garantizaba las libertades individuales e instauraba en Francia una forma constitucional de monarquía limitada. Y aunque el nuevo monarca, al aceptar estas limitaciones daba muestras de su deseo de no arriesgar su cabeza como su antecesor en el trono, ni de volver a emigrar, como lo había tenido que hacer durante los tiempos revolucionarios, no tuvo más remedio que escapar de Francia otra vez cuando Napoleón regresó de la isla de Elba. Pero después del episodio de los Cien Días, cuando se produjo lo que se llamó la Segunda Restauración, se encontró con una Francia muy dividida, en la que hacía falta una mano dura y un gran tacto político al mismo tiempo. Para Dominique Bagge, el torrente de vitalidad que había derrochado Francia en los últimos años no se había agotado aún y la labor del nuevo monarca debía dirigirse a canalizarlo, trazándole un nuevo cauce. Sin embargo, su esfuerzo se limitaría a restaurar, cuando lo que hacía falta era reconstruir.Uno de los primeros problemas que tuvo que abordar Luis XVIII fue el de los emigrados. Muchos de ellos pensaron a su vuelta que había llegado el momento de ver recompensados sus sacrificios y premiada su fidelidad. Para la mayoría de ellos la historia había detenido su marcha desde el momento en que la Monarquía había sido sustituida por otro sistema y vivían todavía en el Antiguo Régimen. El rey francés no quiso dejarse llevar por la presión de estos emigrados y evitó en la medida en que le fue posible la depuración de los que habían estado ocupando cargos públicos. Bertier de Sauvigny ha señalado que sólo un 35 por 100 de los prefectos fue reemplazado. "Union et oublier" era el lema que había impuesto Luis XVIII al ocupar el trono. Sin embargo, en las primeras elecciones de agosto de 1815 obtuvieron mayoría los llamados ultra-realistas que formaron la "chambre introuvable". El duque de Richelieu, desde el gobierno, trató de limitar la reacción castigando a algunos culpables, como el general Ney, entre otros, que fue fusilado el 7 de diciembre de 1815. Unas nuevas elecciones en septiembre de 1816 dieron una mayoría moderada y Richelieu pudo comenzar a reparar los desastres de la derrota con una política de conciliación que fue apoyada por todos. En el orden relativo a las finanzas del Estado tuvo también un éxito notable la política de otro primer ministro, el conde de Villèle, que presidió el Consejo entre 1822 y 1824. Durante su mandato, el ministro de Asuntos Exteriores, Chateaubriand, arrastró a Francia a la intervención en España mediante el envío de los Cien Mil Hijos de San Luis, y cuando Luis XVIII murió en septiembre de 1824, Francia había recuperado el prestigio militar y político a los ojos del resto de Europa y en el interior se había restablecido la prosperidad y el orden, sólo alterado por algunas conspiraciones liberales (Didier, los cuatro sargentos de la Rochela, Berton) que tuvieron poco éxito.Con el nombre de Carlos X subió al trono francés el conde de Artois, hermano del rey fallecido. No poseía ni el tacto político ni la inteligencia de su predecesor y con su mayor conservadurismo daba la impresión de querer volver al Antiguo Régimen. Indemnizó a los emigrados con compensaciones por las propiedades que les habían sido confiscadas durante su ausencia; para reforzar la aristocracia inspiró un proyecto destinado a restablecer una especie de derecho de mayorazgo y proporcionó toda clase de favores a la Iglesia, con lo que generó una ola de anticlericalismo. En el exterior, dio satisfacción a los sentimientos de los nacionalistas impulsando una intervención a favor de la independencia de Grecia. Conservó en un principio al primer ministro Villèle, pero éste tuvo que dimitir ante los constantes ataques de que era objeto por parte de una brillante prensa liberal. En agosto de 1829, Carlos X facilitó el poder a un grupo de hombres que se destacaban por su mentalidad reaccionaria y a cuya cabeza estaba el nuevo jefe del gobierno, príncipe de Polignac. Éste quiso poner remedio a su impopularidad mediante la organización de una nueva empresa militar en el exterior. El pretexto que encontró no fue otro que el insulto que el bey de Argel había infligido al cónsul francés por haber organizado una expedición contra los piratas berberiscos. La operación dio como resultado la toma de Argel el 5 de julio de 1830. Sin embargo, aunque parezca paradójico, esa sería también la causa de su caída, por cuanto el éxito de la empresa le animó en su política reaccionaria, lo que provocaría el levantamiento de la oposición en unos momentos en que sus mejores tropas se hallaban fuera de Francia. En efecto, la Revolución de 1830 le obligaría a dejar el trono y a salir del país.En Gran Bretaña las tradiciones y los hábitos parlamentarios hacían funcionar la Monarquía constitucional sin grandes sobresaltos. Los tories se mantuvieron en el poder bajo lord Liverpool hasta 1827 y bajo Canning, Goderich y el duque de Wellington hasta 1830, gracias sobre todo a la división de sus oponentes, los whigs. Una prudente política financiera y una forma de manejar los asuntos públicos como si de una empresa se tratara, consiguieron revitalizar la economía inglesa después de la crisis agrícola de 1815-1816 y la crisis comercial de 1819. Sin embargo, de la misma manera que en Francia, la política conservadora impidió la puesta en marcha de nuevas reformas. El clima que se respiraba en Gran Bretaña en los años posteriores a la derrota napoleónica era de temor ante cualquier manifestación de disidencia, y de restricción de libertades públicas. El rey Jorge IV había ocupado la regencia desde 1811 hasta 1820, y desde ese año hasta su muerte en 1830, el trono británico. No fue un monarca muy popular y así lo ponía de manifiesto el comentario del periódico londinense The Times en su necrología: "Nunca hubo una persona cuya muerte fuera menos lamentada por sus súbditos que este rey. ¿Qué lágrimas se han derramado por él? ¿Qué corazón ha dado muestras de dolor desinteresado?"A partir de los años veinte, se inició un cierto cambio en la política de los tories. Los dos ejemplos más claros del prudente reformismo de los conservadores británicos de este periodo fueron, por una parte, la abolición de las Combination Laws en 1824, y por otra, la concesión de igualdad de derechos a los protestantes disidentes y a los católicos en 1829. La primera de estas medidas venía a suprimir unas leyes aprobadas a principios de siglo, mediante las cuales se prohibían las asociaciones de varios tipos y entre ellas las de carácter sindical que podían ser objeto de acusación de conspiración. Sin embargo, los empresarios creían que estas medidas provocaban los problemas más que los evitaban, así es que los sindicatos volvieron a autorizarse para la negociación de los salarios y de las horas de trabajo, pero con una expresa prohibición del uso de la intimidación y la violencia. A lo largo de la década, los sindicatos experimentaron un gran desarrollo y pudieron tratar con libertad las mejoras en las condiciones de trabajo. En cuanto a la segunda de las medidas, permitía que los protestantes disidentes pudiesen acceder a los puestos de la administración en igualdad de condiciones con respecto a los miembros de la Iglesia de Inglaterra. Con respecto a los católicos, la medida afectaba especialmente a los irlandeses ya que en Inglaterra había solamente unos 60.000. En Irlanda no había parlamento, pero sus habitantes tenían derecho a enviar representantes al Parlamento inglés de Wetminster, donde no podían sentarse los católicos. El irlandés Daniel O'Connell organizó un movimiento destinado a conseguir el levantamiento de esa prohibición y cuando él mismo fue elegido diputado, consiguió que se le reconociese a los católicos el derecho a ser elegidos para todos los cargos en el Reino Unido, excepto para algunos muy específicos, así como los mismos derechos civiles que a los protestantes. Para David Thompson, éstas eran muestras del triunfo de los métodos de la legalización de las asociaciones populares que otros iban a imitar pronto.Junto con este reformismo moderado, Gran Bretaña conoció también por estos años una corriente radical que tomó fuerza como consecuencia de la crisis económica de 1815-1816. Uno de sus líderes más destacados fue John Cartwright y su propósito era el de proponer la reforma del Parlamento y el sufragio universal. Los radicales organizaron un movimiento de protesta contra la Corn Law de 1815 alegando que encarecía el pan, en el que contaron con la virulenta pluma de William Cobbet a través de su periódico Political Register. En esta atmósfera, cuando una multitud de alrededor de 60.000 personas se disponía a escuchar en St. Peter´s Field, en Manchester, a un orador que iba a pronunciar un discurso de protesta, un escuadrón de caballería recibió la orden de cargar provocando el pánico de los reunidos. Se produjeron 11 muertes y más de 400 personas resultaron heridas en lo que sardónicamente se le llamó la Batalla de Peterloo. Aquel episodio contribuyó a aplacar el movimiento radical, pero al mismo tiempo pasó a convertirse en un mito popular de la lucha por las libertades. Aquel mismo año de 1819 se aprobaron las llamadas Seis Leyes mediante las cuales quedaban prohibidas las manifestaciones, las reuniones para escuchar protestas políticas o religiosas, se autorizaban los registros domiciliarios, se reducían los derechos de los acusados en un proceso criminal y se imponía a los diarios un pesado impuesto para restringir su circulación. El propósito de estas leyes y de la política represiva en general, era el de evitar que la agitación política calase en las capas más bajas de la sociedad, y esta actitud era respaldada tanto por los tories como por los whigs, quienes no estaban dispuestos a admitir que las clases trabajadoras tomaran conciencia de la lucha política. Con tiempo y con un gobierno prudente, su situación podía mejorar, pero el radicalismo y la democracia sólo podían acarrear frustración y desilusiones.En 1822 Robert Peel fue nombrado ministro del Interior en el gabinete británico presidido por lord Liverpool, y unos meses más tarde, George Canning ocupó la Secretaría del Foreign Office, después del suicidio de Castlereagh. Estos hombres, a pesar de que la represión había hecho desaparecer a muchos agitadores y que la presión por los cambios había desaparecido en la práctica, emprendieron una política de reformas destinadas a recuperar la prosperidad económica y a aliviar la miseria de los más desheredados que era lo que había alimentado la inquietud popular. Sin embargo, no hubo mucho interés en llevar a cabo una reforma parlamentaria y hasta que no se produjo la Revolución de 1830 en Francia y el fallecimiento del rey Jorge IV, no se volverían a producir intentos para llevar adelante algunos avances democráticos.En la Europa mediterránea, la etapa de la Restauración se desarrolló en medio de los enfrentamientos entre las fuerzas que pugnaban por implantar las innovaciones surgidas de la Revolución y aquellas que se resistían a ceder los presupuestos del Antiguo Régimen. En España, el reinado de Fernando VII (1814-1833) estuvo jalonado por una serie de cambios mediante al que una etapa de seis años en la que se restauró la Monarquía absoluta, siguió otra de tres años en la que el rey se vio forzado a aceptar la Constitución de 1812 y a reinar como monarca constitucional, para implantar finalmente, y por segunda vez, la Monarquía absoluta durante los diez últimos años de su vida. El liberalismo español, triunfante después de la Revolución de Riego en 1820, fue el que desató el temor entre las potencias europeas y motivó el envío del ejército francés de "Los Cien Mil Hijos de San Luis" para reponer a Fernando VII en la plenitud de su soberanía. A partir de 1823, estos liberales tuvieron que sufrir la persecución o el exilio hasta que la muerte del rey diera paso definitivamente a un régimen constitucional a pesar de la oposición de los llamados carlistas, partidarios de mantener aún las estructuras del Antiguo Régimen.En Portugal, la revuelta de los liberales hizo que el rey Juan VI regresase a Lisboa como monarca constitucional, dejando a su primogénito Pedro como rey de Brasil. Sin embargo, los elementos más reaccionarios de la corte se ampararon en su segundo hijo, Miguel, para obligarle a renunciar a las reformas liberales. A la muerte de Juan, en 1826, don Miguel asumió la regencia de la legítima heredera, doña María II, hija de su hermano Pedro de Brasil. Alentado por el apoyo de los conservadores, Miguel declaró a su sobrina incapacitada para gobernar en 1828, asumió todo el poder y declaró nula la Constitución. Miguel comenzó a reinar como rey absoluto, de la misma forma que Fernando VII lo estaba haciendo en España.La situación de Italia era también de enfrentamiento entre las fuerzas liberales y las conservadoras con la complicación añadida de la división del territorio y la presencia de fuerzas extranjeras. Tras la derrota napoleónica, que había convertido al Reino de Roma en una pieza importante en el conjunto del Imperio, Italia presenció el retorno de las viejas dinastías con sus privilegios y el predominio de la aristocracia. Por esa razón, la caída de Napoleón no fue vista de igual forma que en otros territorios europeos, como una liberación. Quizá también por eso, los movimientos liberales adquirieron aquí un aire especial, con una gran actividad clandestina a través de las sociedades secretas de "los carbonari", "los adelphi", etc., cuyos líderes Buonarotti, Pecchio, Pepe y otros, tuvieron un destacado protagonismo en la lucha por las libertades dentro y fuera de Italia. Sin embargo, en el reino de las Dos Sicilias, en los Estados Pontificios, en el Piamonte y Saboya, así como en los pequeños Estados de Parma y Piacenza, o en el gran Ducado de Toscana, prevalecieron los regímenes de plena soberanía real, a pesar de que a principios de la década de 1820 estallasen movimientos revolucionarios, pronto sofocados por la acción policíaca o la intervención extranjera.En el extremo oriental de Europa, Rusia había visto frenada sus ambiciones expansionistas por el resto de las naciones europeas. No obstante, el imperio del zar Alejandro I se extendía desde Polonia y Finlandia en el oeste, hasta Siberia y las orillas del Amur en el lejano Oriente, y desde el Ártico en el norte hasta las orillas del Mar Negro y del Mar Caspio en el sur. A pesar de las expectativas iniciales, Alejandro no llevó a cabo en estos territorios ninguna política de reforma. Los requerimientos en el exterior y su voluble carácter le impidieron concentrarse en los asuntos internos y, por otra parte, fue abandonando el moderado reformismo de su juventud, influido por los consejeros reaccionarios de los que se rodeó. A su muerte, en diciembre de 1825, su hermano y sucesor Nicolás I continuó esta tendencia absolutista. El nuevo zar tuvo que enfrentarse con la crisis conocida como la Revolución Decembrista, en la que 3.000 soldados de diversos regimientos se sublevaron en la capital el 14 de diciembre, y que podría encajarse con los movimientos similares de España, Portugal, Nápoles, etc., en lo que algunos historiadores han llamado el ciclo revolucionario de 1820. Manifestaban así su descontento por las condiciones de vida, por la corrupción de la administración, por la precariedad de la situación de los militares y por la situación de los siervos. Las tropas del gobierno sometieron a los rebeldes y sus principales líderes fueron condenados a muerte y ejecutados. Aquel episodio fue seguido por una dura política de represión por parte de Nicolás I, quien se mostró contrario a cualquier clase de reforma. La policía secreta -la famosa Tercera Sección- en manos del conde Benckendorff, se convirtió en el símbolo de su reinado. Cuando en la mayor parte de Europa se producía el nuevo ciclo revolucionario de 1830, en Rusia permanecían inamovibles la rígida dictadura policial y todo el aparato burocrático del zarismo.