Pese a todas sus dificultades, el crecimiento económico de los años anteriores había permitido situar a los países latinoamericanos en un lugar intermedio entre las economías más industrializadas y el resto del mundo en vías de desarrollo. Si bien en muchos casos el modelo de crecimiento económico ya estaba en crisis, o había alcanzado su techo, entre 1960 y 1979 la mayor parte de los países latinoamericanos creció más rápido que los Estados Unidos o los restantes miembros de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico). En la década de los 80, el signo de la coyuntura económica cambió radicalmente y se desató la mayor crisis económica que conoció la región. El PIB (Producto Interior Bruto) de América Latina creció en términos reales a una tasa anual del 4,8 por ciento en la década de los 50, al 5,7 en los 60, al 7,4 entre 1970 y 1973 y al 5,1 entre 1974 y 1980. Más allá de las crisis y de las políticas económicas de signo contradictorio que se aplicaron, entre 1960 y 1981 diez países latinoamericanos crecieron a tasas superiores al 2,5 por ciento anual. Era una cifra considerada como el umbral mínimo para garantizar el crecimiento, establecida a principios de los 60 por la Alianza para el Progreso y que muchos observadores, en su momento, estimaron como un porcentaje demasiado ambicioso. Entre esos países estaban Brasil, México y Colombia y junto a ellos encontramos a otros nueve que crecieron menos del 1,6 por ciento del PIB per cápita, como Argentina, Uruguay, Venezuela, Chile y Perú. En el otro extremo se pueden ubicar casos como el de Jamaica, cuyo PIB anual creció un 3,8 por ciento entre 1960 y 1966 y más de un 6 por ciento entre 1966 y 1972, pero que entre 1973 y 1980 vio cómo su PIB se contrajo en casi un 18 por ciento. Las altas tasas de crecimiento no pudieron evitar que la economía latinoamericana, a diferencia de lo que había ocurrido en el pasado, continuara caracterizándose por su escasa participación en el comercio internacional, ya que en el quinquenio 1976-1981 los intercambios de la región sólo representaron el 15 por ciento del total mundial. Los esfuerzos realizados en la industrialización no produjeron avances significativos en lo tocante a la diversificación de las exportaciones y en realidad ocurrió todo lo contrario: las manufacturas apenas se exportaban y las ventas al exterior seguían centrándose en unos pocos productos primarios. A principios de 1980 la mayor parte de las divisas provenientes de las exportaciones tenían su origen en once materias primas. De acuerdo con datos de 1984, México, Venezuela, Ecuador y Trinidad-Tobago recibían más del 40 por ciento de sus exportaciones de petróleo; Colombia, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Haití y Honduras obtenían más del 20 por ciento del café. Chile, que ha avanzado mucho en el terreno de la diversificación de sus productos primarios, sigue dependiendo en más del 45 por ciento de sus exportaciones del cobre, lo que es una cifra bastante elevada. El inicio de este período coincide con la Revolución Cubana, que tuvo repercusiones contradictorias sobre la economía del continente. La Revolución fue un motivo de esperanza para quienes veían en el antiimperialismo y el socialismo el camino más rápido y seguro hacia el crecimiento económico, lo que en algunos casos reforzó la aplicación de políticas altamente intervencionistas. Pero la continua y creciente participación del Estado en la economía condujo a la mayor crisis latinoamericana (la de la deuda externa) y acabó con buena parte de los procesos de industrialización sustitutiva y de crecimiento hacia adentro que se habían ensayado. El modelo cubano al socialismo, tuvo en algunas áreas, como educación, salud y vivienda, resultados iniciales que se pueden situar por encima de la media latinoamericana, pero su desempeño macroeconómico fue bastante mediocre, lo que se atribuyó al bloqueo norteamericano y no a la mala gestión de sus autoridades. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la continua e importante ayuda soviética limitó considerablemente los efectos del bloqueo. Pese a sus limitaciones, la experiencia cubana contó con la fuerza necesaria para manifestar las contradicciones y las dificultades de las restantes sociedades latinoamericanas en su búsqueda del crecimiento y el desarrollo. Las distintas opciones ideológicas, como el desarrollismo, el industrialismo, el socialismo, las dictaduras militares o la guerrilla nacionalista o marxista, dispuestas a aplicar algún tipo de política intervencionista no pudieron modificar una realidad que aparecía más refractaria al cambio de lo que los ideólogos y políticos creían. Lo mismo ocurrió con los primeros experimentos neoliberales de principios de la década de los 80, caracterizados más por sus intervenciones monetaristas que por la aplicación de una sistemática política desregularizadora. Había que enfrentarse a una realidad moldeada desde los años 30 y que logró consolidar numerosos intereses creados, capaces de satisfacer a los sectores sociales de mayor peso político. Ni los trabajadores ni los grandes empresarios dedicados a abastecer al Estado querían, más allá de sus posturas declarativas, cambiar las cosas. A principios de la década de 1990, las grandes metas e ilusiones de los 60 se habían cambiado por un mayor eclecticismo. Lo mismo ocurrió con la democracia, que de ser un concepto devaluado y calificada despectivamente de burguesa o formal pasó a ser un valor en sí mismo. Esto se observa en una serie reciente de tratados internacionales que garantizan ayudas al desarrollo, con cláusulas de salvaguarda que vinculan el mantenimiento de préstamos a bajo interés con la pervivencia de los regímenes democráticos, como ocurre con los tratados bilaterales firmados por España con Argentina, Brasil, México y Venezuela o el de Italia con Argentina. El desempeño económico latinoamericano en la década de 1980, con tasas negativas de crecimiento en muchos países, fue desastroso y esos años se denominaron la "década perdida". Sólo el abandono del populismo permitió comenzar a superar esa coyuntura sumamente difícil. Entre 1980 y 1990, la renta per cápita descendió globalmente un 10 por ciento. Entre 1980 y 1989 la tasa de crecimiento real del PIB en Argentina fue de -13,5 por ciento, en Nicaragua de -9,6 por ciento, en Perú de -5,1 por ciento y en Venezuela del -3,8 por ciento. En Brasil, las cifras de crecimiento del PIB per cápita también fueron negativas. El crecimiento demográfico fue más rápido que el de la renta y en casi todos los casos el crecimiento per cápita descendió con respecto al incremento real del PIB. Las tasas de crecimiento de la población estuvieron en el orden de un 2,3 por ciento anual y el número de habitantes pasó de 217 millones en 1960, a 283 en 1970 y 405 en 1985. Sólo en Brasil había 145 millones de personas en 1989, lo que convierte al país en un gran mercado potencial.
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Los reyes de Akkad, siguiendo la tradición comenzada por los gobernantes sumerios, concentraron en sus manos toda la economía, dado el centralismo político del Imperio. Su expansionismo guerrero tuvo como uno de sus fines principales el obtener botines de guerra, así como asegurar para Mesopotamia el abastecimiento de materias primas de las que carecía. Los reyes acadios fueron los grandes propietarios de la tierra, que era incorporada ya mediante conquista ya mediante compra. En este caso se conoce la adquisición de Manishtushu de numerosos campos a cambio de 150 kg de plata y varios regalos. Posteriormente las tierras eran entregadas a funcionarios y jefes militares. Las ciudades tuvieron un régimen económico autárquico, complementado con la llegada de productos y botines obtenidos mediante la guerra o el tributo. Cereal, madera, metales, sal, pescado seco, carne o manufacturas eran los bienes que recibían las ciudades como tributo. Los reyes de la III dinastía de Ur -excepto la ciudad de Lagash, que función como ciudad-templo, más que como ciudad-Estado- controlaron también la economía y la propiedad de la tierra. En sus manos estará el satisfacer las necesidades de los templos, nombrar a sus dignatarios o inspeccionar sus riquezas. También estará en manos de los reyes establecer la cantidad que deben tributar los administradores de territorios y provincias.
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El estudio de la economía azteca es difícil por lo limitado de las fuentes que permiten cuantificar o medir de algún modo las distintas fuerzas que jugaban papel determinante en la producción. Así, por ejemplo, si hay hasta ahora enormes divergencias en los cálculos sobre el número de habitantes en el México prehispánico, habrá que reconocer que no será fácil precisar cuál era, en las distintas ciudades, pueblos, aldeas y regiones, la cantidad de personas dedicadas a tal o cual forma de actividad productiva. Recordemos en este contexto que, entre los cálculos expresados sobre la población del área central (actuales estados de México, Hidalgo, Puebla, Tlaxcala, Querétaro, Guanajuato, Michoacán, Colima, Jalisco, Guerrero y Veracruz), en tanto que unos hablan de sólo tres o cuatro millones de individuos, otros elevan la cifra hasta más allá de los veinte millones. Disponemos, en cambio, de mayor número de testimonios que permiten conocer las principales formas de especialización de quienes integraban la fuerza humana de trabajo. En primer lugar, sabemos que existía una distribución de actividades en función del sexo. Así, al hombre correspondían las importantes tareas agrícolas y la mayor parte de las formas de producción artesanal. A la mujer, en cambio, tocaban los quehaceres del hogar, algunos nada fáciles como la transformación del maíz en masa para las tortillas, lo que presuponía largas horas de trabajo en la piedra de moler. Hilar y tejer eran asimismo ocupaciones que competían a la mujer. Conocemos también especializaciones tales como las que correspondían a quienes se ocupaban en trabajos extractivos (pescadores, recolectores, mineros y otros). Asimismo muestran los testimonios la existencia de grupos dedicados a la construcción (albañiles, canteros, carpinteros, pintores), a las industrias manufactureras (alfareros, canasteros, productores de esteras, sandalias, curtidores, etcétera). Mencionaremos el amplio campo de la especialización artesanal, la de quienes producían objetos de índole utilitaria y de consumo general como papel, instrumentos líticos y de madera, canoas, etcétera, y la de aquellos que elaboraban artículos de lujo o suntuarios, principalmente para los miembros de la nobleza y el culto religioso. Entre estos últimos había orfebres, artífices de la pluma, escultores, los que elaboraban los códices y los gematistas. Debemos insistir, sin embargo, en que, a la par que había estas especializaciones, la gran mayoría de los macehualtin o gente del pueblo, dedicaba buena porción de su tiempo a la labranza de la tierra. Precisamente los productos que de ella obtenía le permitían en alto grado su subsistencia, la familiar y la comunitaria, al igual que el pago de los tributos que correspondían al supremo gobernante, al culto religioso y a otros propósitos ligados con la administración pública.
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El proceso poblacional que siguió a la exploración y conquista es la base de la configuración del sistema económico colonial, en el que se articulan factores como el trabajo, la tierra, la producción agrícola, minera e industrial y su comercialización, y, de otro lado, las exigencias fiscales y la capacidad industrial de la metrópoli. Entre España y las Indias se establecen unas relaciones que han sido calificadas de interdependientes, pero cuyo más claro resultado fue la dependencia económica americana. En 1794 uno de los máximos representantes de la administración colonial, el conde de Revillagigedo, virrey de Nueva España, expresaba así la verdadera naturaleza de las relaciones entre España y América: "No debe perderse de vista que esto es una colonia que debe depender de su matriz, España, y debe corresponder a ella con algunas utilidades por los beneficios que recibe de su protección, así se necesita gran tino para combinar esta dependencia y que se haga mutuo y recíproco el interés, lo cual cesaría en el momento que no se necesitara aquí de las manufacturas europeas y sus frutos". De ahí que la economía colonial se concrete en: una gran minería de metales preciosos, unas buenas agricultura y ganadería, una industria deplorable y un monopolio comercial que sintetiza todo. La explotación económica de las Indias será causa y efecto del desarrollo de un sistema económico que se ha llamado mercantilismo y que puede definirse como el conjunto de medidas de política económica aplicadas durante los siglos XVI al XVIII para conseguir, mediante la intervención del Estado, la acumulación de metales preciosos y una balanza comercial favorable. El mercantilismo no existió como sistema o doctrina orgánica (incluso no tuvo nombre hasta 1776, cuando Adam Smith lo bautizó así porque ponía su acento en el comercio) sino como una serie de medidas prácticas íntimamente relacionadas con la revolución comercial de la época y la creación de los grandes Estados nacionales absolutistas. La idea clave es que la verdadera riqueza consiste en la posesión de oro y plata (numerario), pero no por un mero atesoramiento, sino por ser fuente de riqueza mediante una inversión adecuada. Los países no productores de dichos metales sólo pueden obtenerlos mediante un excedente continuo de las exportaciones sobre las importaciones o bien mediante la obtención de colonias que proporcionen esos metales o sean un mercado exclusivo para los productos manufacturados de la metrópoli. Se formula así el llamado Pacto colonial, consistente en la explotación de las colonias en beneficio exclusivo de la metrópoli, lo que implica el proteccionismo de las manufacturas nacionales y la exclusividad o monopolio del comercio con las colonias. El marco teórico del mercantilismo establece que las colonias deben aportar suficientes ingresos fiscales como para pagar todos los gastos de su propia administración y defensa y enviar un excedente a la metrópoli, así como abastecerla de materias primas que una vez procesadas en sus fábricas se exportarían a otros países, incluidas las propias colonias. La plata americana llegó a la metrópoli, pero sólo condujo a un proceso inflacionario y no a estimular la producción, convirtiéndose España en el principal cliente de los países mercantilistas europeos. Es decir, América cumplió su parte del pacto colonial; falló, sin embargo, la otra parte, pues la metrópoli fue incapaz de articular una política industrial eficaz en una situación de impuestos altos, consumo también alto, ruinosos conflictos internacionales y, posiblemente, falta de talento empresarial (J. Fisher). El mercantilismo español del siglo XVIII (reflejado en textos como Theórica y práctica de comercio y de marina de Jerónimo de Ustáriz, el Proyecto económico de Bernardo Ward o el Nuevo Sistema Económico para la América, atribuido al ministro José del Campillo) defenderá la aplicación en España de las medidas asociadas al mercantilismo de Francia, Inglaterra y Holanda, consistentes en promover la industria nacional eliminando las tarifas e impuestos interiores, liberalizar el comercio indiano -sin renunciar a la exclusividad- y aumentar la demanda colonial de manufacturas españolas, incluso por la vía de mejorar la situación de mestizos e indios para aumentar su capacidad adquisitiva. Tal será el sentido de las reformas borbónicas, que suponen un intento de aplicar rigurosas prácticas mercantilistas cuando ya este sistema está dando paso en Europa a la revolución industrial y la era del capitalismo.
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Dentro de los países de la Corona, Aragón es el que posee una agricultura tradicional y un sector ganadero más sólidos. Su estructura de cultivos experimentó, según J. A. Sesma, a quien seguimos en lo tocante a Aragón, algunas modificaciones durante el siglo XIV: básicamente se produjo un descenso relativo de la producción cerealística, una intensificación del cultivo del olivo y la vid y una potenciación del lino, el cáñamo y el azafrán. El trigo aragonés era suficiente para cubrir las necesidades del reino y alimentar un rico comercio de exportación hacia Cataluña y también el sur de Francia superior a los 15.000 cahices anuales. El aceite aragonés era muy apreciado en Navarra, Cantabria y el sur de Francia hacia donde afluían los excedentes en cantidad superior a las 100.000 arrobas anuales. Los cultivos de azafrán, introducidos por los musulmanes en el Bajo Ebro, se extendieron durante la segunda mitad del siglo XIV bajo el estímulo de la demanda del mercado centroeuropeo y del sur de Francia, canalizada por mercaderes aragoneses, catalanes, saboyanos y alemanes. La cabaña aragonesa de ganado lanar, favorecida quizá por el incremento de la superficie de pastos a raíz del abandono de tierras de cultivo por las mortandades, superó ampliamente el millón de cabezas a finales del siglo XIV y duplicó esta cifra a mediados del XV. Cabe distinguir tres zonas ganaderas en Aragón: 1) Zaragoza y su término, con el 30 por ciento de los efectivos aproximadamente y el control de la Casa de Ganaderos de Zaragoza, que desde comienzos del siglo XIII obtuvo licencias de pasto por la cuenca del Ebro y las tierras del Somontano Ibérico, y en 1459, de acuerdo con las autoridades zaragozanas, convirtió en dehesa parte de los montes comunes del término de Zaragoza (J. A. Sesma); 2) el Bajo Aragón, con las comunidades de Teruel, Daroca y Albarracín, que poseían más del 40 por ciento de las cabezas de ganado del reino y enviaban sus ganados a los pastos de verano del Maestrazgo y hacían las invernadas en el llano de San Mateo, y 3) la zona norte, la más atrasada, que agrupaba cerca del 30 por ciento de los ganados, y practicaba desde antiguo un sistema de trashumancia que enlazaba los valles pirenaicos (pastos de verano) con las tierras de invernada de la Litera y las Cinco Villas. No hace falta decir que Aragón era autosuficiente y exportador de carne de ovino, aunque habría que añadir que importaba ganado vacuno y porcino. Cataluña, a causa del crecimiento de la población durante la plena Edad Media, antes de las epidemias, y de la orientación de una parte de la agricultura hacia los cultivos especulativos e industriales de exportación, fue, como Mallorca, desde el siglo XIV, un país deficitario en cereales, sobre todo trigo, que habitualmente se importó de Aragón, Languedoc, Provenza, Castilla, Cerdeña y Sicilia, y a veces también de la península italiana y el norte de Africa. Barcelona era el principal centro consumidor, y el aprovisionamiento y venta del cereal una de las grandes preocupaciones de los magistrados municipales, que intervenían activamente en este tráfico. El trigo aragonés, especialmente apreciado por los barceloneses, llegaba por la ruta fluvial del Ebro, vía Tortosa, y desde aquí por mar hasta Barcelona, con lo que resultaba especialmente vulnerable al asalto de los piratas. Para defenderlo de sus ataques y de los impuestos de Tortosa, y garantizar mejor el abastecimiento, las autoridades barcelonesas compraron castillos y baronías de la zona del Ebro como Flix, la Palma y Mora. El trigo sardo, siciliano e italiano era bien aceptado en Valencia y Mallorca (ampliamente deficitaria de cereal en esta época) pero menos en Barcelona, donde se temían los problemas de suministro a causa de las guerras marítimas entre genoveses y barceloneses (como sucedió en 1333) y de la irregularidad de las cosechas sardas. Con el comercio del trigo se cometieron abusos y enriquecimiento ilícito, y las carestías produjeron situaciones de gran tensión que las autoridades intentaron atajar con la venta del cereal a bajo precio, lo que agravó el endeudamiento de la ciudad. Cataluña, según C. Carrére, renunció a la autarquía cerealística durante el siglo XIII o a comienzos del XIV, cuando los mercaderes barceloneses persuadieron a señores y campesinos de que era más rentable cultivar plantas industriales y comerciales, como el azafrán, que cereales. Durante más de un siglo el azafrán, producto cotizado en los mercados europeos, proporcionó las divisas necesarias para comprar trigo y materia prima para su industria. Pero, con ello, las bases económicas del país se habían hecho muy vulnerables. Cuando hacia 1450, en plena crisis, se perdieron mercados exteriores, fue todo el sistema económico y social el que resultó dañado. En contraste con la producción cerealística, Cataluña producía vino, aceite y fruta seca suficiente para sus necesidades y para la exportación. Las carencias volvían a notarse en el sector ganadero, del que también fue crónicamente deficitario el reino de Mallorca. El aprovisionamiento cárnico fue una de las grandes preocupaciones de los gobiernos de las ciudades, sobre todo de Barcelona. Mientras Cataluña era autosuficiente en carne porcina y aves de corral, resultaba deficitaria en carne de ovino, que era menester importar de Aragón, y queso de oveja que se compraba en las Baleares, Sicilia y Cerdeña. La miel, edulcorante tradicional, procedía de las comarcas más meridionales del Principado y de la tierras del norte del reino de Valencia, donde también se producía y exportaba azúcar de caña. Cataluña era también un país deficitario en pescado, lo que obligaba a comprarlo seco y salado de Sicilia, Málaga y Flandes, transportado en este caso por castellanos y portugueses. Como es lógico, también a Aragón llegaba el pescado del exterior, en este caso del Cantábrico, por la ruta de Navarra. La situación en el reino de Valencia era distinta. Aunque también había déficit frumentario, los valencianos poseían una agricultura próspera y variada, que con frecuencia les permitía compensar la carencia de unos productos con la abundancia de otros: la penuria de trigo, por ejemplo, a veces se combatía con arroz. Mientras las Baleares y el Principado, carentes de una base agrícola firme, dependían de los márgenes de beneficios de su comercio exterior para comprar alimentos, la producción del agro valenciano los años buenos (los de tres cosechas, decía Eiximenis) cubría la demanda interior, y tenía sobrante para exportar (sobre todo arroz y azúcar). Sería esta mayor riqueza agrícola, unida al flujo constante de inmigrantes, lo que explicaría que Valencia superara pronto la crisis bajomedieval e incluso iniciara un período de prosperidad, mientras Mallorca y Cataluña seguían hundidas en la crisis. El punto débil de la agricultura valenciana era el déficit de trigo (la única región excedentaria era la de Orihuela), producto que los agricultores postergaban porque lo consideraban menos rentable que las hortalizas, el arroz, los cítricos, la caña de azúcar y las plantas industriales. Los magistrados de la ciudad de Valencia compartían con los de Barcelona una similar preocupación por el aprovisionamiento de trigo que, según las necesidades y la situación del mercado, podían importar de Sicilia, Nápoles, Berbería, Francia y Aragón. El reino de Valencia era probablemente más ganadero que Cataluña. Mediante acuerdos, sus ganados pastaban en tierras aragonesas de Albarracín y en castellanas de Murcia y Cartagena.
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La economía hispanoamericana es casi más difícil de definir que su sociedad. Los indígenas practicaron su sistema ancestral de producción de modo asiático, los plantadores el capitalista con esclavos y los encomenderos el sistema feudal tributario, pero entre uno y otro se dieron toda clase de fórmulas intermedias. Equiparando dicha economía a su sociedad podría decirse que era tan mestiza como aquella. De aquí el fracaso de calificarla de una u otra manera. En términos generales podría decirse que funcionaba cierta economía de mercado, pero de mercado precario, ya que realmente no existía apenas mercado de nada: ni de capitales, ni de trabajo, ni de tierras, ni de comercio, ni de libre competencia. Los capitales fueron siempre escasos (no así los patrimonios de tierras) y el dinero (acaparado por la Península) circulaba con cuentagotas. El trabajo era obligatorio para el 85,5% de su población, como vimos, quedando un porcentaje muy pequeño (había que descontar la población española) para libre contratación. El mercado de tierras era aun más utópico, pues la Corona las había repartido tras la conquista, quedando muy pocas en el mercado de compra-venta. El comercio estaba monopolizado por Sevilla y estaba lleno de restricciones (Guayaquil no podía exportar a México, Buenos Aires a Brasil, etc.). Hasta la producción estaba coaccionada, pues la Corona prohibió o restringió que se plantara vid, morera o se produjeran paños para evitar la competencia con la metrópoli. No es, como vemos, una imagen ideal de economía de mercado.
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El imperio de Ghana, uno de los reinos africanos más poderosos de su tiempo, basaba su economía, por un lado, en la agricultura y la ganadería de las que vivían la mayor parte de la población, y por otro, en el comercio transahariano y las actividades artesanales. Desde el siglo VIII hasta el siglo XII el imperio de Ghana fue una especie de meta comercial a la que la gente iba a hacer fortuna en busca sobre todo de oro que después servía para acuñar los dinares de las dinastías islámicas del Africa mediterránea. Por otro lado el comercio de la sal y su monopolio por los reyes de Ghana fue la otra de las bases económicas de este imperio que controlaba su comercio con los países negros del Sur. Después del oro y la sal, Ghana proporcionaba al comercio transahariano esclavos, marfil y goma, y recibía a su vez del Norte, cobre, trigo y productos de lujo como perlas y vestidos. En la época de su máximo esplendor Ghana llegó a contar, según las fuentes árabes, con un ejército de 200.000 hombres de los cuales 40.000 eran arqueros. Pero todas estas estructuras no pudieron contener el empuje de los almorávides que en 1076 ocuparon la capital, rompiendo la unidad del imperio que a partir de entonces quedó seccionado en un Norte musulmán controlado por los almorávides y un Sur soninke en donde se habían refugiado los no musulmanes y que a su vez debido a sus riquezas auríferas fue conquistado por los reyes de Sosso, hasta que en el siglo XIII pasó a formar parte del imperio de Malí.
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La economía del reino de Malí estuvo dominada por el comercio transahariano y la demanda de oro por parte de las grandes ciudades musulmanas del norte de África. Las rutas eran las principales vías de intercambio de los productos sudaneses (exportación de oro y esclavos e importación de sal y cobre), la más occidental era la más tradicional y siguió en el siglo XIV siendo la principal pasando por Sijilmasa-Thegaza-Oualata; la ruta más oriental que iba de Ouargla-Touat-Tombuctú-Gao creció en importancia a finales del siglo XIV, sobre todo después de la peregrinación de Kanku Musa a La Meca. Los reyes de Malí y la aristocracia mandinga gastaron enormes sumas en la importación de caballos y vestidos de lujo, así como de productos alimentarios típicos del mundo magrebí, como higos, dátiles y trigo. El comercio costero creció considerablemente con la llegada de los portugueses a Gambia, los cuales se encontraron con unos comerciantes mandingos muy expertos que vendían plumas de avestruz, marfil, oro y esclavos, y a los que era muy difícil engañar. A pesar de las enormes ganancias comerciales, monopolizadas por una minoría, la mayor parte de la población siguió siendo campesina, dedicándose al cultivo de mijo, sorgo, arroz y algodón, o al pastoreo de vacas, cabras, mulas y caballos. La sociedad del imperio Malí tuvo una estratificación mucho más compleja y diferenciada que la de Ghana. La aristocracia mandinga formada por las grandes familias dirigía las diferentes provincias del imperio, era objeto de una especial atención por parte de los mansas que la halagaba continuamente con valiosos presentes. Esta clase social fue la que más fácilmente se islamizó y de la que surgieron los jueces o cadíes expertos en el conocimiento coránico, si bien para la gran mayoría de la nobleza la islamización no fue más que superficial. Las wangaras fueron los comerciantes que se enriquecieron con el casi monopolio de las transacciones y recibieron también la influencia de la religión islámica; mientras que las clases más bajas de la sociedad, los campesinos libres y los "nyamakalas" (grupo heterogéneo en el que se encontraban desde los artesanos y hechiceros hasta los esclavos), continuaron siendo animistas.
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El auge de la vida monástica y de las fundaciones de monasterios a lo largo de la Edad Media se basó, entre otros factores, en su completa autosuficiencia económica y productiva. Los monasterios, siguiendo la máxima de San Benito, "deben construirse para satisfacer todas las necesidades, para que así los monjes no deambulen por el mundo, lo cual no es provechoso para sus almas". Los monasterios tenían, pues, todo tipo de instalaciones y edificios para el sostenimiento de la comunidad, así como un buen número de sirvientes. Los monasterios funcionaban al mismo tiempo como colegio, archivo, biblioteca, tesorería y centro artesanal. Poseedores de grandes extensiones de terreno, algunos fueron pioneros en la introducción de técnicas de aprovechamiento agrícola. Las propiedades monacales fueron incrementándose mediante donaciones de los fieles, muchas efectuadas por los reyes de las nacientes monarquías, así como por el patrocinio de un noble. Muchos de sus sirvientes eran campesinos que habían acudido al monasterio en busca de refugio o sustento. Otras donaciones eran entregadas por personas que querían de esta forma expiar sus culpas. Las ayudas económicas al monasterio se completaban, finalmente, con las exenciones de impuestos y la obtención de privilegios. Algunos monasterios, especialmente en Centroeuropa, poseían sus propias flotas mercantes y realizaban un lucrativo comercio. No fueron pocos los monasterios, conventos y abadías que, con el paso del tiempo, llegaron a alcanzar un gran poder económico, estando al frente de toda una extensa región y de sus habitantes. La riqueza de la Iglesia y de algunos de sus representantes, tanto del clero regular como del secular, fue objeto de numerosas críticas, que postulaban una vuelta al cristianismo primitivo, en que la Iglesia se caracterizaba, a imitación de Cristo, por su pobreza. Éstas críticas están en el origen de los numerosos movimientos de reforma.
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El proceso de aristocratización de Castilla y el predominio nobiliario son decisivos en el afianzamiento de la ganadería castellana en cuyo desarrollo intervienen factores de otro tipo: los gastos y la mano de obra que exige son reducidos, comparados con los que precisa la agricultura, y los beneficios inmediatos, por lo que una gran parte del suelo castellano se dedica al pastoreo y las reclamaciones de las ciudades contra los abusos de los pastores a lo largo de los siglos XIV y XV no serán atendidas. Los Reyes Católicos no hacen sino reforzar esta actitud pronobiliaria de los monarcas anteriores porque también la Corona se beneficia de los impuestos cobrados sobre el ganado y sobre el comercio de la lana. La Santa Hermandad garantizará el orden en el reino y, de paso, vigilará el cumplimiento de los privilegios de los ganaderos, de la Mesta, cuyos cargos están confiados en una gran mayoría a miembros de la nobleza. Entre las disposiciones favorables a los ganaderos tomadas por los Reyes Católicos figura la Real Cédula de 1480 que obliga a los campesinos a abandonar las tierras comunales por ellos cultivadas para dedicarlas al pastoreo; la ordenanza de 1489 por la que se rectifica la amplitud de las cañadas o lugares de paso de los ganados; la autorización dada en 1491 por la que se permitía a los pastores cortar los arbustos para alimentar con ellos al ganado, así como a quemar los bosques para convertirlos en tierras de pasto; y sobre todo la ley de arriendo del suelo de 1501 por la que se autorizaba a la Mesta a mantener en arriendo indefinido las tierras que había utilizado anteriormente sin modificar las rentas (a diferencia de lo legislado sobre los mayorazgos) y a pastorear el ganado en las dehesas en las que lo hubieran hecho durante diez años sin protesta oficial de los dueños. La ocupación de los maestrazgos de las órdenes militares por Isabel y Fernando fue sin duda una de las causas de la política proganadera de los reyes, que a través de las órdenes se convierten en los mayores propietarios de ganado y en muchas ocasiones controlan los lugares y derechos de paso. Desde el punto de vista económico, la incorporación más rentable fue la de la Orden de Santiago por cuanto ésta recibía, desde la época del infante Enrique de Aragón, los impuestos de servicio y montazgo cobrados en los lugares de realengo. Analizando las causas profundas que llevaron a los monarcas a esta protección a la ganadería, señala Vicens la crisis financiera de la Corona provocada por la huida de conversos y la expulsión de los judíos, pero en realidad los problemas financieros de la Corona son muy anteriores y también las medidas en favor de la Mesta. La pacificación de Castilla y los acuerdos con los nobles consumían la mayor parte de los ingresos de la Corona y ésta necesitaba disponer de dinero en mano y una de las formas más fáciles consistía en organizar el cobro de impuestos sobre el ganado y sobre la exportación de la lana. La reorganización de la agricultura o la creación de una industria exigían un esfuerzo y una protección fiscal que los monarcas no estaban dispuestos a otorgar porque iban contra su política de atesoramiento de metales, necesaria para la realización de sus grandes proyectos políticos. La ganadería, en cambio, les permitía una recogida rápida de dinero y fue desarrollada a expensas de la agricultura; la Mesta se vinculó a la Corona con la creación del cargo de Presidente del Honrado concejo de la Mesta y su atribución a uno de los miembros del Consejo Real. Las consecuencias de esta política fueron catastróficas a largo plazo para la economía castellana, pero de momento sirvió para llevar a cabo la expansión y para pacificar el reino de acuerdo con los nobles sin los que no era posible gobernar. Los enormes ingresos proporcionados por la lana podían hacer creer a los castellanos que estaban en una situación privilegiada, pero carentes de industria tenían que comprar los artículos manufacturados en el exterior a precios muy superiores a los de la materia prima que exportaban y así la economía castellana entró en un círculo vicioso de difícil o imposible salida: para obtener estos artículos precisaban aumentar continuamente la producción de lana y ésta sólo podía conseguirse a costa de la agricultura que desde comienzos del siglo XVI, arrinconada por la Mesta, comenzó a ser deficitaria, y la industria apenas tuvo desarrollo. La existencia de artesanos como herreros, zapateros, pellejeros y curtidores, alfayates, tejedores y tejeros, o de ordenanzas laborales para algunas villas a fines del siglo XV, no permite hablar de la presencia de una industria fuerte en Castilla, ni siquiera en el campo textil, el de mayor desarrollo; en los demás casos, la producción apenas supera las necesidades del consumo local o regional al que se destina, pues la nobleza ganadera no tiene el menor interés en crear o favorecer una industria de la que no precisa por cuanto la exportación de la lana le permite obtener productos de mejor calidad que los que podrían proporcionar los artesanos de Castilla. Entre las industrias de alguna importancia que podemos mencionar en Castilla y de las que generalmente sólo conocemos la existencia a través de las menciones de cofradías y gremios, figuran las de fabricación de sombreros en Segovia y Toledo, industrias de la piel y del jabón en Sevilla, Carmona y Málaga, cerámica, vidrio y trabajo de la seda en Málaga... Aunque en ningún momento la industria textil castellana estuvo en condiciones de competir con los paños flamencos o italianos de lujo, sabemos que hubo una industria relativamente importante en Zamora, Ávila, Soria, Palencia, Murcia, Baeza, Usagre, Valderas, Alcalá, Oña... y sobre todo en Segovia y Cuenca, que conocemos bastante bien después de los estudios de Ángel García Sanz para la primera y de Paulino Iradiel para la segunda. En Cuenca, ya en el siglo XIII la industria textil ha salido del mercado local y produce para un mercado más amplio, aunque siempre dentro de unas calidades medias. Las crisis del siglo XIV repercutieron directamente sobre esta industria: las alzas de salarios, en el campo y en la ciudad, y la subida de los precios agrícolas permitieron a grandes masas de población acceder al mercado de calidad media y bajo precio, y la producción aumentó considerablemente, imitando en algunos casos los tejidos prestigiados por flamencos y brabanzones. El aumento de la producción textil se observa en el campo: mientras numerosos campesinos renuncian a fabricar paños para su propio consumo al poder adquirirlos a precio y de calidad razonable en el mercado, otros mejoran sus técnicas e intensifican la producción para atender a la creciente demanda. En algunos casos, como en Ágreda y Oña, estos campesinos, agrupados, crearon una auténtica industria con sus gremios, ordenanzas y constituciones; en otros, vendieron primero su producción y más tarde su trabajo a los mercaderes-pañeros urbanos que, en las ciudades, llevaban a cabo los trabajos de acabado. En líneas generales puede aceptarse que en el siglo XV se hallaba extendida la figura del mercader-empresario urbano que, "propietario de la lana o de las fibras textiles, las entrega a los campesinos a fin de que éstos realicen las primeras operaciones de lavado, hilatura e incluso textura; a continuación pasará el producto resultante de estas operaciones a los artesanos urbanos que se ocuparán de las labores de refinación, volviendo de nuevo el producto a los empresarios que dominan su venta y las corrientes de comercialización", según Paulino Iradiel. La utilización de la mano de obra rural, más barata que la urbana, y la difusión del sistema productivo representado por el mercader-empresario tiene importantes efectos: los centros textiles tradicionales, incapaces de resistir la competencia, se ven obligados a alquilar su trabajo al señor de los paños o a especializarse y producir artículos de mayor precio, compensado por una mejor calidad cuya vigilancia será una de las misiones encomendadas a los gremios. Se distingue así, desde el siglo XV, la pañería rural (de baja calidad y precio) predominante en la Meseta Norte, y la urbana. Cada tipo de paños tiene su clientela, y mientras la calidad de los primeros apenas experimenta variaciones (su público cambia poco), los segundos, destinados a una clase acomodada que utiliza el vestido como símbolo de su importancia social, se hallan expuestos a los vaivenes de la moda y a ella tienen que adaptarse para hacer frente a la competencia internacional representada ahora por los tejidos ingleses, por los de las ciudades flamencas de Wervicq y Courtrai, y por los paños teñidos en las ciudades italianas. La defensa frente a los paños extranjeros se hará en un doble frente: se mejora la calidad de los productos castellanos -aunque para ello sea preciso hacer más complejo el proceso técnico de fabricación- y se intenta a través de las Cortes limitar la exportación de lanas de Castilla y reducir la importación de tejidos del exterior a través de Ordenanzas Generales como las promulgadas en 1511, precedidas de numerosas disposiciones tendentes a impulsar el crecimiento de las manufacturas, a rectificar las normas de fabricación poco adecuadas, a conceder franquicias y exenciones fiscales a los obreros especializados que se instalen en el reino... Los orígenes de los gremios y su existencia en Castilla han dado lugar a una copiosa literatura que podemos resumir en las afirmaciones de que éstos, como organizadores de la producción, no existieron, y de que el gremio surgió como una derivación o complemento de las cofradías creadas con fines religiosos y asistenciales. Ninguna de las afirmaciones resiste la confrontación de los documentos conquenses que, por otra parte, no hacen sino corroborar lo que ya sabíamos por documentación relativa a otros lugares. Las pruebas alegadas para negar la existencia de los gremios se reducen a las normas que en el siglo XIII y en época posterior prohíben la formación de cofradías o ayuntamientos malos y toleran solamente las que tienen como finalidad "soterrar muertos y para luminarias o para dar a los pobres", es decir, las cofradías religioso-asistenciales entre las cuales y los gremios los historiadores castellanos han establecido, sin bases suficientes, una clara diferenciación: la cofradía atendería fundamentalmente prescripciones religiosas y benéfico-asistenciales y aparecería ya en el siglo XIII mientras el gremio, caracterizado por dar prioridad y más importancia a la normativa técnico-laboral y de policía, gremial que a las disposiciones religiosas o caritativas no surgiría hasta la época de los Reyes Católicos. Si el gremio se caracteriza por la existencia de una ordenanza laboral y de una autoridad que vele por el cumplimiento de la misma, podemos afirmar que desde comienzos del siglo XV existen gremios en Cuenca y que éstos fueron tolerados y estimulados por la ciudad. En una primera etapa las autoridades municipales se limitaron a reconocer la validez de los ordenamientos gremiales y de sus autoridades y, cuando la industria adquirió suficiente importancia, el municipio intentó disminuir las atribuciones de los gremios e incrementar las de la ciudad, las de los dirigentes urbanos. Aunque las primeras ordenanzas gremiales conservadas, las de los pelaires, son de 1458, éstas aluden a otras "hechas antiguamente" y que sin duda son anteriores a 1428, año desde el que conocemos la existencia de cuatro veedores nombrados anualmente para hacer guardar las ordenanzas "del dicho oficio de peraylía". En estas primeras ordenanzas se observa la existencia de una falta de división en el trabajo (las normas se aplican a todos los oficios relacionados con la industria textil), pero se aprecia ya una tendencia a diferenciar a tintoreros y tejedores, cuyas primeras ordenanzas específicas son, en el estado actual de nuestros conocimientos, de 1432 las de los tintoreros, y de 1462 las de los tejedores. Veinte años más tarde, cardadores, peinadores y carducadores tenían sus propias ordenanzas, lo que prueba suficientemente el grado de especialización alcanzado por la industria textil conquense. Tradicionalmente se ha venido afirmando que el gremio es una creación exclusiva de los artesanos, pero esto equivale a ignorar la complejidad del proceso productivo y su finalidad última: la comercialización de los artículos. El artesano se halla sin duda interesado en mantener un nivel cuantitativo y cualitativo en la producción y en evitar la excesiva competencia, pero igual o mayor interés tiene el mercader, que es el único que se halla en condiciones económicas de controlar el proceso y es, en último lugar, el beneficiado o perjudicado por la menor o mayor calidad de los paños. Entre artesanos y mercaderes se sitúa el municipio, cuyo sello llevan los paños y al que interesa controlar la producción no sólo por los ingresos que ésta proporciona en forma de impuestos sino también porque a través de las ordenanzas gremiales puede influir en el aumento o en la disminución del nivel de vida de los pobladores y en su número. Pero el municipio no siempre es neutral: muchas veces, por no decir siempre, está controlado y por tanto al servicio de los mercaderes. La organización gremial, tal como la conocemos, es por consiguiente el resultado de una combinación de intereses en la que los artesanos defienden la continuidad en el trabajo, lo que lleva a poner controles y cortapisas a la participación de personas no vinculadas al gremio y a limitar su ingreso mediante exámenes; en la que los mercaderes exigen una calidad uniforme que garantice la venta y los beneficios, objetivo al que tienden las minuciosas disposiciones de orden técnico y los controles; y en la que la ciudad defiende sus propios intereses y los de sus dirigentes. Los estatutos de los gremios conquenses responden a este triple juego de intereses. La calidad de los paños y su rentabilidad se hallan aseguradas por las normas que regulan la selección de las materias primas y de los útiles de trabajo y por los controles establecidos en cada una de las fases de la producción. Los artesanos garantizan la continuidad en el trabajo mediante la prohibición de que se establezcan maestros ajenos a la ciudad, la persecución de los intrusos y a través de una clara regulación de las funciones correspondientes a cada oficio. La ciudad por su parte fijó precios y salarios; en todo momento exigió el derecho de controlar, aprobar y modificar los estatutos; en determinadas ocasiones impuso a los mercaderes la obligación de contribuir al bienestar urbano mediante la importación de cantidades de trigo proporcionalmente a los paños vendidos... Como es lógico, el comercio castellano está directamente relacionado con la ganadería; la lana es el principal producto de exportación a partir del siglo XIV, junto con el hierro del País Vasco, y la defensa de este comercio lleva a la intervención en la Guerra de los Cien Años y decide en parte la política exterior de Castilla a lo largo de los siglos XIV y XV. Mientras Inglaterra mantiene relaciones amistosas con Francia y con Flandes, marinos y mercaderes castellanos necesitan la amistad inglesa para navegar libremente por el Canal de la Mancha y para controlar el transporte del vino de Burdeos; al suspender los ingleses la exportación de lana a Flandes y convertirse la lana en el primer artículo del comercio exportador castellano, nobles (como productores), marinos (como transportistas) y mercaderes están interesados en mantener este activo comercio, pero mientras unos piensan que para ello es preciso romper las alianzas con Inglaterra y unirse a Francia, otros consideran demasiado peligrosa la lucha en el mar contra los ingleses y sostienen la política de neutralidad o de alianza con Inglaterra. La dinastía Trastámara se hace portavoz de quienes se inclinan hacia Francia, punto de vista que coincide con el de la propia dinastía desde el momento en que Inglaterra apoya a los herederos de Pedro I, y los Trastámara convencerán a marinos y mercaderes de que el apoyo a los ingleses desembocaría en la subordinación de la marina castellana a la de Inglaterra mientras que la alianza con la monarquía francesa, carente de flota, dejaría en caso de victoria el comercio atlántico en manos de los castellanos. Esta orientación político-económica se mantiene hasta fines del siglo XV a pesar de los acuerdos que llevaron a la reconciliación de los Trastámara y de los descendientes de Pedro I. El cambio se produjo durante el reinado de los Reyes Católicos al modificarse el equilibrio de fuerzas europeo: Inglaterra había sido vencida por Francia y se hallaba dividida por continuas guerras civiles por lo que no representaba peligro alguno para el comercio castellano mientras que Francia, unificada, amenazaba no sólo el comercio sino también la expansión política de los reinos de Castilla y de Aragón; el sistema de alianzas se invierte por tanto, y Castilla intentará en todo momento formar una liga de ingleses y flamencos contra los franceses, liga que va acompañada de la firma de tratados comerciales y de los consabidos enlaces matrimoniales, uno de los cuales hará posible que Carlos V de Alemania sea rey de España. El primer privilegio obtenido por los castellanos en Flandes es de 1336, pero la organización definitiva de la colonia de mercaderes castellanos no se produjo hasta la intervención abierta de Castilla en la guerra. Los productos que exporta Castilla son la lana y el hierro, a los que se unen los frutos secos, arroz, limones, aceite, vino y, desde el siglo XV, el azúcar obtenido en las islas Canarias. En Flandes se compran paños y telas de lujo principalmente. Las ciudades flamencas no son sólo centros textiles sino también núcleos comerciales a los que llegan productos del Báltico comercializados por la Hansa alemana (pescado y trigo fundamentalmente), artículos elaborados en las ciudades alemanas (objetos de cobre, latón y bronce)... Los marinos y mercaderes castellanos, que ya a fines del siglo XIV habían conseguido de los reyes importantes privilegios proteccionistas (monopolio de la exportación del hierro, obligación para los extranjeros de utilizar naves castellanas para exportar mercancías del reino, obligación de los mercaderes de otros países de comprar en Castilla por valor de los productos extranjeros vendidos...) intentarán en el XV controlar el transporte en el Atlántico y entrarán en guerra abierta con los mercaderes y marinos de la Hansa. Vencedores, los marinos del Cantábrico monopolizan el transporte de la sal de Bourgneuf y del vino de Burdeos a Inglaterra, y su colaboración militar con Francia les proporciona importantes privilegios en las ciudades de Bayona, Burdeos, La Rochela, Nantes, Ruan, Dieppe... Desde el siglo XIII los marinos vascos aparecen en el Mediterráneo como transportistas y corsarios, pero su entrada masiva se produce en el siglo XV y ya no se trata sólo de marinos sino de mercaderes organizados en consulados como los existentes desde 1400 en Barcelona, Mallorca, Menorca o Ibiza. En Mallorca, la presencia de navíos castellanos (vascos, andaluces y gallegos) está atestiguada desde finales del siglo XIII y se mantiene (muchos actúan como corsarios) incluso en épocas de guerra. El número de castellanos afincados en la isla aumenta a fines del siglo XIV, fecha en la que debió crearse el consulado de los castellanos que existió también, desde 1439 al menos, en Marsella. Entre 1403 y 1443 los marinos castellanos aseguran el comercio de Mallorca con el norte de África, con Cerdeña y Sicilia, con Génova, Salerno y Nápoles; para Vicens, estos marinos "al servicio de Génova, le llevarán la sal de Ibiza y el trigo de Sicilia, Apulia y Sevilla. Al servicio de Barcelona, acarrearán hasta la ciudad arenques y seda, pero especialmente cuero andaluz y portugués, lanas y cochinilla", y según Alvaro Santamaría exportan a África "laca, almástica, rubia, gala, cleda, urchilla, regaliz, azafrán, fusteta, antimonio, especiería y pasas; a Italia cera..., lana..., cueros de Granada, de Mallorca y de Lisboa..., tejidos de Mallorca y de Valencia; a Niza quesos, lanas, añinos, cueros, tejidos y sal de Ibiza; a Galicia vino y paños" bruxellats; a Flandes alumbre y grana. Se importa de África cera, nuez moscada, grana, quesos y plumas de avestruz; de Sicilia algodón y trigo; de Flandes rubia, hilo de hierro y de latón y tejidos. El comercio de la lana aparece centralizado en la ciudad de Burgos desde fecha temprana, y los Reyes Católicos se limitaron a dar carácter oficial a esta centralización (recuérdese que fue Burgos quien pidió la reconstrucción de la Hermandad para poner fin a los robos y asaltos a mercaderes) y a conceder a la ciudad el monopolio de la exportación para mejor controlar los ingresos que de ella derivaban. El organismo encargado de organizar este comercio fue el Consulado de Burgos, creado en 1494 y autorizado para organizar las flotas de transporte. Con esta medida se rompía el equilibrio mantenido entre mercaderes y transportistas, que de común acuerdo fijaban por medio de representantes los fletes. En 1489 se llegó a un acuerdo por el que se autorizaba al concejo burgalés la organización de una flota anual a Flandes y se le daba el monopolio de los permisos de exportación a las ciudades de Brujas, Nantes, La Rochela e Inglaterra. Bilbao, convertido en la ciudad más importante del Cantábrico, tendrá la exclusiva en el transporte del hierro y de la tercera parte de la lana exportada desde Burgos. Junto a este comercio internacional y en directa relación con él, se desarrolla un activo comercio interno canalizado a través de las ferias castellanas entre las que sobresale la de Medina del Campo, creada seguramente o al menos impulsada por Fernando de Antequera. En ella se concentra el tráfico de la lana y el comercio del dinero; acuden mercaderes de Sevilla, Burgos, Lisboa, Valencia, Barcelona, irlandeses, flamencos, genoveses, florentinos... Se vende lana y se compran artículos de lujo como "perlas, joyas, sedas, paños, brocados, telas de oro y plata, lienzos, drogas, cerería y especiería y... toda suerte de géneros labrados en Francia, Inglaterra, Milán y Florencia, y frutos de primera mano adquiridos por los negociantes de Portugal y Alejandría que frecuentaban los mares de Levante. Acudían también allí mercaderes y tratantes con ganados mayores y menores y bestias de todas clases domadas y por, domar y todo género de cuatropeazgo, cabezas, manadas y rebaños, carnes muertas, frescas o acecinadas, pescados frescos y salados de mar y de río, vino, vinagre, arrobado y azumbrado, aceite, miel, cera, lino, cáñamo y esparto labrado y por labrar, puertas y ventanas, calado, cueros, sedas, lencería, frazadas, mantas, colchones y colchas, paños, grana..." es decir, según Paz y Espejo, todos los productos existentes en el mercado nacional y extranjero. Este comercio aparece gravado con numerosos impuestos de tránsito (portazgo, pontazgo, recuaje, barcaje...) cobrados por las ciudades y por los señores; impuestos de compraventa entre los que sobresalen alcabalas y sisas que pertenecen generalmente a la Corona. Para favorecer este comercio, los monarcas estimulan la creación o ampliación de caminos y de medios de transporte con el reconocimiento oficial de la cañada de carreteros en 1497... Junto con el comercio a gran escala y a la mejora de los caminos se produce una reactivación de los bancos y aumenta el número de cambistas a partir de mediados del siglo XV y en los principales centros existen bancos controlados por los municipios.