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La educación va a experimentar una profunda evolución a lo largo de la historia de Roma, determinada en primer lugar por la influencia griega que se produce desde el siglo III a.C. y, en segundo lugar, por la estrecha relación del sistema educativo con la sociedad del momento y con la configuración estatal. Bien es cierto que encontramos una serie de elementos que están presentes a lo largo de todos los momentos históricos: el carácter aristocrático del sistema educativo y su relación con la ciudad, configurando una educación netamente urbana, por lo que debemos advertir que la educación se circunscribe a la población ciudadana y libre del Imperio, al tiempo que la mayoría de las escuelas se instalan en los municipios. No obstante en las aldeas o pequeños pueblos existían rudimentarias escuelas, pero con escaso éxito. Podemos distinguir tres periodos educativos en la historia de Roma: el primero correspondería a los siglos VIII-III a.C. -la Monarquía y los primeros momentos de la República-; el segundo al periodo comprendido entre los siglos III a.C. y II d.C.; y el tercero al Bajo Imperio. En el primer periodo la educación se circunscribe al ámbito familiar, involucrando especialmente al patriciado y a la nobilitas. M. Porcio Catón enseñó a su hijo "las letras, le daba a conocer las leyes y lo ejercitaba en la gimnasia, (...) a manejar las armas y a gobernar un caballo". La educación en el hogar se extiende hasta los 17 años, cuando se sobrepasa la adolescencia. La madre será la encargada de educar al niño en los primeros momentos, hasta los siete años. A partir de esa edad queda a cargo del pater familias, con quien acude a realizar diversas actividades. A los 17 años adopta la toca viril e inicia una nueva fase educativa, fuera de la familia pero controlada por ésta. El ejército y la política serán las dos direcciones que tome nuestro joven noble y su enseñanza correrá a cargo de algún conocido o amigo del pater. El primer año está destinado a conocer la vida pública y después pasa al servicio militar, donde aprenderá a luchar por la patria, subordinando el individuo a la comunidad. El sistema educativo se establecería en tres niveles: elemental, secundario -a cargo del grammaticus- y superior, dirigida e impartida por los retóricos. Al nivel elemental se acedía con siete años y se abandonaba con doce, situándose la escuela en el foro. Allí los alumnos reciben las clases del magister, quien percibe por cada alumno un sueldo de 50 denarios. La mayoría de los alumnos van acompañados a la escuela por un esclavo, llamado paedagogus, y disfrutan de vacaciones entre los meses de agosto y septiembre. Lectura, escritura, cálculo y recitación serán las enseñanzas impartidas. Las enseñanzas secundaria y superior presentan unos caracteres más clasistas. La secundaria abarca entre los doce años y los diecisiete, momento que el joven toma la toga viril. El grammaticus es el encargado de impartir las enseñanzas, que versan sobre la lengua y el conocimiento y estudio de los clásicos, recibiendo por cada alumno 200 denarios al mes. El lugar donde se imparte es en los pórticos abiertos del foro. La enseñanza superior estaría dirigida por el rethor, quien llegaba a cobrar hasta 2.000 sestercios anuales por alumno. Las reglas del arte de la oratoria y su práctica serán las enseñanzas impartidas, a pesar de que desde Augusto este arte no era vital para participar en política. Sin embargo, las escuelas superiores surtirán a la administración de altos funcionarios y prestigiosos juristas. Durante el Bajo Imperio observamos una serie de modificaciones en el sistema educativo, especialmente por el intervencionismo estatal y la influencia cada vez más manifiesta del cristianismo. Las mayores necesidades burocráticas del Estado supondrán un aumento de los estudiantes de enseñanza superior, al tiempo que los emperadores restauran las escuelas. En el año 425 Teodosio II creará una universidad en Constantinopla, donde los profesores sólo podrán ejercer la docencia en esta institución. En referencia al cristianismo, las escuelas cristianas irán sustituyendo paulatinamente a la educación helenística, anticipando el orden medieval incluso en su estructura, ya que se establecían diversos niveles: monásticas, episcopales y presbiteriales.
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La educación que los exilados daban a sus hijos e hijas en el seno de la familia y en la escuela tuvo gran trascendencia posterior, pues reforzaba entre los más jóvenes la identificación con el grupo exilado español, al transmitirles la cultura propia del grupo migrante. En este proceso es necesario señalar el destacado papel que ocuparon las mujeres en el seno de la familia y en las escuelas inculcando a los niños un modelo de comportamiento, una forma de hablar y unos valores pertenecientes a su cultura de origen. El debate entre la cultura de origen y la cultura de la sociedad receptora, intrínseco a todo proceso migratorio se manifestó con mayor agudeza en la segunda generación del exilio, nacida ya en México. Gráfico Subrayamos también la importancia en el proceso educativo de la transmisión de las pautas de conducta de género: del comportamiento femenino y del masculino. Esta educación de carácter patriarcal suponía en muchos casos un trato familiar discriminatorio hacia las chicas jóvenes, que perdían oportunidades educativas en beneficio de los hombres de la familia. Esta 'desigualdad de oportunidades', que se fue corrigiendo con el tiempo, no ha sido hasta ahora señalada por los estudiosos del tema.
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Si a comienzos del siglo XVIII, el zar Pedro I aún mantenía que "ser mujer... era ser analfabeta y virtual esclava del padre y del esposo", el desarrollo de la centuria va a matizar estas afirmaciones. Pese a las limitaciones, nunca antes las niñas habían tenido tantas oportunidades de ir a la escuela incluso en Rusia, donde, años después, la zarina Catalina II abogó por la educación femenina como un medio para conseguir ciudadanas útiles. Las preocupaciones ilustradas por la educación de las mujeres en realidad no surgieron por generación espontánea. De un lado, eran transposición de las inquietudes pedagógicas generales; de otro, entroncaban con una corriente de pensamiento que partía de los escritos de Vives y Erasmo en el siglo XVI. Ya entonces, al demandar siquiera una enseñanza centrada más en los trabajos domésticos que en la lectura y escritura, se era consciente de estar abordando algo aún sin tratar. Durante el siglo XVII, los efectos de la reforma y la contrarreforma hacen considerar oportuno instruir a las niñas también en leer y en el catecismo, al tiempo que la creación de instituciones religiosas femeninas dedicadas a la enseñanza -ursulinas, beatas, clarisas, visitación...- incrementa laos oportunidades de hacerlo, sobre todo para las integrantes de las capas sociales superiores. De esta centuria datan, asimismo, las primeras manifestaciones que atribuían los defectos femeninos principalmente a la falta de instrucción, al tiempo que continúa el debate sobre sus capacidades intelectuales y el tipo de educación que les era más adecuada. La llegada del siglo XVIII no hace sino ampliar e intensificar la polémica. Filósofos y escritores intervienen en ella sobre todo a partir de la segunda mitad de siglo, momento en que la publicística al respecto crece de forma notable. No sólo se multiplican los volúmenes sobre el tema, también la prensa le presta gran atención. Reflejo de ello es la creación por Sophie von La Roche de dos revistas femeninas pedagógicas: Lettres a Rosalie (1772) y Pomona (1783). Conformes todos en la necesidad de reformar la enseñanza que se imparte a la mujer, las diferencias surgen al abordar los temas de dónde impartirse, por quiénes y, sobre todo, cuál debe de ser su contenido. Respecto a los lugares de enseñanza, los ilustrados, como en el caso de los niños, preferían el hogar familiar, completado con un sistema de escuelas públicas que paliase las posibles deficiencias de los padres. Además, y pese a las críticas de que eran objeto, perviven los conventos e internados laicos, que alcanzan gran protagonismo. Para la instrucción femenina, la casa cumplía un doble cometido. De un lado, se aprendían en ella las enseñanzas menos formales, las labores domésticas y, si era necesario, una profesión. Para las altas capas sociales que comparten las ideas del siglo representa también la ocasión de proporcionar a las hijas conocimientos más completos contratando buenos profesores, que con bastante frecuencia comparten con sus hermanos. La limitación esencial de este sistema, cuando garantiza una buena instrucción, es su elevado coste. En el otro extremo de la escala de espacios educativos para las niñas, las escuelas elementales constituyen el tipo de instituciones más numerosas y a las que corresponde la mayor parte de la educación femenina. También constituyen el nivel en el que existe más igualdad entre los sexos en cuanto a oportunidades docentes se refiere. De un lado, la cifra de escuelas para niñas tiende durante el siglo XVIII a aproximarse a la de centros escolares para niños, e incluso en algunos casos -Lyon, 1790- la supera. De otro, el contenido de sus enseñanzas no permite el presentarlas de un modo radicalmente distinto según el sexo. Además, en las zonas rurales y más pobres, los centros son mixtos por la imposibilidad de pagar dos maestros, pese a las reticencias de las autoridades por motivos morales. En estas instituciones de enseñanza elemental, generalmente gratuitas, predominan las hijas de familias humildes, mientras las de artesanos y comerciantes acuden con preferencia a establecimientos similares de pago. Menos caros que la educación en casa, más selectos que las escuelas elementales, los conventos y colegios de monjas representan el modelo de educación femenina separada por antonomasia. Los colegios, aparecidos en los países católicos a partir del Seiscientos, se esparcen con rapidez por Europa. Para 1789 sólo en Francia las ursulinas estaban presentes en 300 ciudades. Todos los centros funcionan en régimen de internado y dados los honorarios establecidos están reservados a las integrantes de las altas capas sociales. Por la enseñanza superficial que ofrecen, los colegios se convertirán en blanco de las críticas ilustradas y, aunque no vean reducida su clientela, algunas familias de la baja nobleza o la burguesía buscarán una alternativa para la educación de sus hijas. La oportunidad se la ofrecen las "maisons d'éducation", pensionados particulares donde las jóvenes viven en régimen de familia y reciben una enseñanza algo más completa aunque dentro de un marco tradicional. Instituciones semejantes, pero surgidas con anterioridad, son las "boardings schools" inglesas. En 1650 podían encontrarse en todas las ciudades importantes y su imagen es similar a la de los colegios por el tipo de alumnado y enseñanza. Como ellos, pronto, fueron blanco de críticas, aunque como se iniciaron antes trajeron consigo la apertura, en 1673, de un establecimiento en Tottenham cuyo programa incluye las lenguas clásicas y modernas, ciencias, astronomía, geografía, aritmética e historia. La experiencia no se va a convertir en tendencia mayoritaria, pero sí conseguirá incrementar sus seguidores durante el siglo XVIII. Por lo que hace al desarrollo del calendario escolar, los problemas que habían de afrontar las escuelas de niños, se agravan en el caso de las niñas hasta hacer que, por regla general, el desenvolvimiento del curso venga caracterizado por una anarquía de la que sólo se salvan algunos centros. Además, la escolarización femenina duraba menos tiempo tres años en las escuelas gratuitas, uno o dos en los colegios- que la masculina y las ausencias y abandonos eran superiores. Estas limitaciones materiales unidas a los parámetros del discurso ideológico sobre la educación de la mujer daban en realidad pocas posibilidades a que la enseñanza de las jóvenes pudiese incluir un extenso currículum. Respecto a los saberes, el concepto mayoritariamente aplicado es el de conseguir un "adecuado adiestramiento" de las alumnas, exaltando su papel social y su influencia moral como principales elementos conformadores de los programas. Se trataba sobre todo de formar buenas esposas, compañeras del hombre, y mejores educadoras de los hijos y la servidumbre. Los conocimientos intelectuales ocupan un segundo plano y estarían en consonancia con las necesidades, una vez más, sociales de cada receptora. Consecuentemente los currícula tienen tres puntos esenciales de referencia. En primer lugar, la religión, cuya presencia no se limita al estudio del catecismo sino que, como señala Martine Sonnet, impregna todos los aspectos del proceso educativo. En segundo lugar, el aprendizaje de la lectura y escritura; aprendizaje que, por lo breve de la estancia en la escuela, debe practicarse fuera de ella para no olvidarlo con prontitud. En tercer lugar, las labores de la aguja, práctica que servirá a unas para ganarse la vida, y a otras, para evitar las malas consecuencias de una vida ociosa. Los colegios incluyen, además, las artes de adorno -danza, música, dibujo...- y la dirección de la casa. Mas no todos pensaron la educación femenina de forma tan restringida. Siguiendo la estela de algunas mujeres del siglo anterior, como Mary Astell, fueron varias las voces que se alzaron en la centuria ilustrada para combatir la idea de la inferioridad intelectual de la población femenina y criticar que se aparte a sus integrantes de una instrucción completa. Bástenos citar los escritos en este sentido de Mary Wollstonecraft o Condorcet. Sin embargo, sus postulados sólo conseguirán un asentimiento minoritario. Como minoritarias eran las jóvenes de familias ilustradas que, estudiando en su casa o acudiendo a centros más acordes con las nuevas ideas, accederán a una instrucción académica que les permita mejorar sus horizontes culturales y les abra el mundo de las ciencias y las ideas del que con tanto celo se les quiere preservar.
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Generalmente niñas, jóvenes y mujeres eran instruidas en labores tradicionalmente llamadas "femeninas", como las artes musicales, canto, danza y las tareas del hogar. En el siglo XIX parece ser que una gran cantidad de mujeres nativas sabían leer y escribir. De hecho estaban en funcionamiento en las provincias un importante número de colegios femeninos. Un papel relevante en este campo correspondía a las hermanas de la Caridad quienes administraban varias instituciones de este tipo. Es interesante resaltar el papel protagonista de las mujeres filipinas en la fundación de muchas iniciativas educativas. Si bien los colegios de Santa Potenciana y Santa Isabel -dirigidos en principio a españolas o descendientes de españoles- fueron creados e impulsados por obras pías de la ciudad, fue la labor perseverante de algunas mujeres indígenas y mestizas la creación de instrumentos que facilitaran la educación de las mujeres. Muchos de los colegios que aún existen en Filipinas tienen su origen en los beaterios fundados por Francisca de Fuentes, Ignacia del Espíritu Santo o las Hermanas Talangpaz. Con su tenacidad lograron superar los prejuicios de la época y las trabas institucionales para mejorar las condiciones de las mujeres filipinas y facilitar el acceso a la educación.
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Con la democracia, la educación de las mujeres ha experimentado un gran avance.
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Es un lugar común el reconocimiento de los cambios radicales que sufrió la educación de las mujeres con respecto a la etapa republicana. Sin embargo, poco se había avanzado en la época republicana, ya que muchas decisiones no pudieron ser llevadas a la práctica por quiméricas, si se tiene en cuenta la situación real de la educación durante los apenas dos años, 1931-33, en que se aplicó la reforma-. Además, eso poco que cambió había llegado exclusivamente a unas minorías- , por lo tanto, también poco se retrocedió en la posguerra. Gráfico
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El Franquismo, como otros muchos gobiernos en la historia de España -los arriba citados o mismamente el actual gobierno socialista-, hizo de la educación el instrumento más eficaz para transmitir en la escuela su sistema propio de valores. Situación, a su vez, también altamente eficaz para erigirse paulatinamente en referencia de la moralidad de la sociedad. Extendido un nuevo sistema de valores, un gobierno justifica su legitimidad y como consecuencia de todo ello, exige moralmente su perpetuación. Esta situación, repetida en nuestros días por los primeros críticos políticos del Franquismo, confirma de nuevo que el afán de implantación de un sistema político en nada tiene que ver con la naturaleza de su ideología, sino con su voluntad de legitimación y perpetuación. A lo largo de todo e siglo pasado hemos visto repetirse esta situación, tan sólo salvada durante la llamada Transición española, momento en que todas las fuerzas políticas, generosamente, se implicaron en el objetivo común de volver a empezar. Este recuerdo apoya lo sugerido líneas atrás: que sólo la voluntad de conseguir el bien para todos, cualquiera que sea la ideología de que se parta, consigue que sea posible vivir con libertad y en pluralidad. En la misma línea que los anteriores gobernantes, y de casi todos los que vinieron después, el Régimen franquista ejerció el control de la educación y de la cultura como uno de los instrumentos más eficaces. El Franquismo utilizó el aparato ideológico escolar para sustentar la legitimidad del nuevo régimen hasta 1959. A partir de esta fecha se insistirá en la legitimidad del Estado, pero con muchas concesiones, cuyos ejemplos veremos más adelante. No está muy claro lo que algunas autoras han afirmado con alegre rotundidad: que la política del Franquismo respecto a las mujeres fue un ejemplo del proyecto social del fascismo porque en nada se diferenció de la política que desarrollaron los regímenes fascistas por excelencia, Francia e Italia. Esta valoración es muy poco fiable por su simplificación, ya que ignora toda la evolución política del Franquismo durante décadas, que lógicamente se correspondió con la evolución de las políticas educativas y de género de la Dictadura, que, si bien en la inmediata posguerra mantuvieron la línea ideológica inicial, a partir de los años cincuenta se vieron influenciadas por factores procedentes de distintos ámbitos. Todos los cambios puede rastrearse en el ordenamiento jurídico, que como sabemos siempre va por detrás de la vida, lo que significa que cuando se recogen en la legislación, dichos cambios llevan tiempo produciéndose. Y en España ya se movieron muchas leyes a partir de 1950, once años después del final de la Guerra Civil española, y cinco años después del final de la Segunda Guerra Mundial. Y es bueno situarse en el contexto europeo, porque, como adelantábamos en la presentación, Europa se recuperaba de su particular posguerra y de su fuerte crisis económica, y su situación no era precisamente un espejo donde los españoles pudieran mirarse. Gráfico Lo que el Régimen franquista inicial sí intentó erradicar fueron los vestigios de emancipación femenina heredados de la República. Durante la primera década, encauzó su política de género a fomentar la imagen de la mujer en el hogar, como esposa, madre y educadora. Para ello trazó una política natalista, de promoción del hogar y de la maternidad, y promulgó leyes que limitaban la participación de mujeres en la producción, reduciéndola prácticamente a la economía doméstica. Esta política, semejante a la que ejercieron los regímenes totalitarios y los nada totalitarios tras la crisis de las democracias europeas tras la Primera Guerra Mundial, coincidentes en cierto modo con el caso español tras la Guerra Civil, generaba una adhesión voluntaria por gran parte de la población femenina, consciente de que había que sacar adelante el país después de tantos hombres muertos o en el exilio. Las mujeres españolas, como las europeas de las dos posguerras mundiales, entendieron perfectamente que esa era la misión encomendada políticamente a la mujer en esos momentos. Es más, la mujer al sentirse protagonista, respondió favorablemente en la reconstrucción de la sociedad a través de la natalidad y de su papel de cauce de reinserción en la sociedad de los que habían combatido o sufrido los efectos de la guerra. Esto explica el alto porcentaje de vinculación entre las mujeres y el Franquismo. Apoyándose en esta labor de reconstrucción y fomentándola con un discurso biologista, según el cual existen diferencias congénitas específicas en los hombres y en las mujeres -en la mujer relacionadas con la sensibilidad y en el hombre con la razón-, el régimen promocionó su ideal de mujer, que pretendía implantar a través de la educación. Como, según estas consideraciones, las mujeres, tendrían como función física la maternidad y una psicología acorde, la educación, se dice que tuvo como objetivo reducirlas al espacio privado. Según estos postulados, quedaba eliminada su autonomía, su capacidad de decidir por sí mismas y su integración en el espacio público. Insistimos en la ausencia de estudios sobre la aceptación por parte de la mujer de su papel reproductivo de posguerra, por lo demás en sintonía total con las mujeres de los países europeos, supervivientes de las dos devastadoras guerras mundiales. Para elaborar una educación acorde al papel que se esperaba de la mujer, se elaboró un curriculum con asignaturas específicas para niñas, tales como Hogar, que comenzaba en la enseñanza primaria y se mantenía a lo largo de todo el ciclo educativo, con el objetivo de completar su formación para ser una perfecta ama de casa. La elaboración de un diseño curricular diferenciado según el sexo, animaba a las mujeres a pensar en dedicarse al hogar, y a los varones a seguir estudiando, esto es lo que se decía. Este razonamiento no deja de ser absurdo, porque, por ejemplo, en algunos colegios de Pamplona a comienzos del este siglo XXI, cosen mujeres y varones y nadie piensa que la política educativa vigente los quiera dedicar a todos a cuidar de su hogar. Contar la historia con estos presupuestos es desestimar totalmente la libertad individual y uniformar la sociedad, algo que no sucedió. Para calibrar en su justa medida las afirmaciones sobre la educación que recibían las mujeres y su efecto restrictivo o no, merecería la pena hacer un poco de historia comparada, ya que en Inglaterra y Francia, por ejemplo, la educación era de tono similar y de contenido inferior. Algunos historiadores mantienen que los roles de la sociedad patriarcal se reflejaron en la educación, o lo que es lo mismo, que se perpetuaron las diferentes misiones correspondientes a mujeres y varones en la sociedad. Que esta fuera la tendencia, en absoluto significa que condicionara la elección de las alumnas y los alumnos, especialmente de las primeras. Consideremos sin ir más lejos que la vicepresidenta del actual gobierno y alguna de las ministras asistieron a las clases de primaria en los últimos años 40s y en los primeros 50s, por citar ejemplos de resonancia pública, así como tantas mujeres de edad que han trabajado toda su vida, algunas por obligación. De hecho, mucho antes de la democracia las mujeres entraban en la universidad, lo que demuestra que la escuela no conducía necesariamente al hogar.
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Entre 1870 y 1936 el número de mujeres que pudo acceder a la Educación Superior se incrementó notablemente. Gráfico
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En los primeros años del siglo XIX se manifestó una gran preocupación por la enseñanza por parte de algunos destacados intelectuales de la época. Entre ellos hay que citar a Jovellanos, quien en 1808 y cuando formaba parte de la Junta Central, redactó las Bases para la formación de un Plan General de Instrucción Pública, que no pudo desarrollarse a causa de su muerte en 1811. En ellas ponía de manifiesto la importancia de las enseñanzas técnicas y científicas al lado de las humanidades y en la necesidad de que el Estado se hiciese cargo de la enseñanza. Manuel José Quintana elaboró en 1813 un Informe de la Junta creada por la Regencia para proceder al arreglo de la Instrucción Pública, en el que podía leerse que las sociedades subsisten hoy día por la civilización y que la instrucción pública es su elemento primario y esencial. Durante toda su vida trabajó intensamente, primero como Director General de Estudios en 1820, y posteriormente como hombre influyente en la sociedad de su tiempo, por reformar el sistema educativo. Otro ilustre educador de esta época fue Alberto Lista, quien llevó a la práctica, primero en su Sevilla natal, y posteriormente en Cádiz y en Madrid, en el famoso colegio de San Mateo, una interesante reforma pedagógica, basada en las ideas ilustradas y en su experiencia como emigrado en Francia a causa de su adscripción afrancesada. En España, la escolarización de los niños era muy inferior a la del resto de los países europeos de su entorno, a pesar del esfuerzo que había llevado a cabo Carlos III en el siglo XVIII para impulsar la creación de escuelas primarias. Las Cortes de Cádiz decretaron el establecimiento en cada pueblo de una escuela y las del Trienio reemprendieron la ejecución de esa medida, aunque la proporción de niños que asistían a dichos centros no pasaba, aproximadamente, de 1 sobre 60. También, mediante la aprobación en 1823 del Proyecto de Reglamento General de Primera Enseñanza se regulaba el funcionamiento de las escuelas y se creaba la figura del maestro de primeras letras. La enseñanza secundaria no se organizó y se reglamentó en España hasta el plan de estudios de Gil de Zárate en 1845. Sin embargo, la Monarquía de José Bonaparte mostró una especial preocupación por impulsar los liceos en todas las ciudades importantes. Por otra parte, durante la última etapa del reinado de Fernando VII, el ministro Calomarde estableció unas escuelas de latinidad y humanidades que constituían en realidad un tipo de enseñanza secundaria. Lo que se pretendía -como rezaba en el preámbulo del reglamento- era "renovar en España la afición y el esmero con que en otros tiempos se cultivaron en ella la lengua latina y la literatura clásica", así como fomentar establecimientos en que los jóvenes recibiesen la cultura general necesaria para la esmerada educación de las clases acomodadas. En realidad, se concebía a estas escuelas como centros privados, aunque el Gobierno llegó a prestarle algunas ayudas. Cada uno de estos colegios debería reservar 12 plazas gratuitas para alumnos pobres y 10 para hijos de militares y funcionarios que disfrutasen becas para ese objeto. La enseñanza universitaria era la que había estado organizada de forma más sistemática en España durante el Antiguo Régimen. En 1792 se calculaban de doce a trece mil estudiantes en las universidades españolas. Estas cifras se redujeron considerablemente en los años del reinado de Fernando VII, y en un informe que presentó el ministro Calomarde al Consejo de Estado se afirmaba que en 1825 había 8.654 estudiantes repartidos en las quince universidades existentes en España. Sin embargo, la proporción de estudiantes universitarios en España -a juicio del diplomático francés Boislecomte- era superior a la de Inglaterra, Países Bajos, Prusia y Francia. El plan de estudios universitarios de 1771 que se seguía en España fue sustituido en 1807 por el llamado Plan Caballero. De acuerdo con él, se suprimían varias universidades menores a causa de la decadencia en la que se hallaban. Quintana en su Informe de 1813 ratificaba la disminución del número de universidades y abogaba por una rígida centralización del sistema de estudios. Durante la primera restauración de Fernando VII se llevó a cabo una labor de control de las universidades por considerarlas como focos sospechosos de liberalismo, lo que contribuyó aún más a acentuar su decadencia. En el Trienio Constitucional se inauguró la Universidad Central de Madrid, el 7 de noviembre de 1822, y poco más tarde la Universidad de Barcelona. Después de la segunda restauración de la Monarquía absoluta se puso en marcha un nuevo plan de estudios elaborado por Calomarde en 1824. Pero también se llevaron a cabo depuraciones en las universidades, hasta que en 1830 y como consecuencia del temor a que la actividad de los liberales emigrados pudiera repercutir en la vida universitaria, se suspendio la enseñanza en ellas. Así como en otros países europeos, el primer tercio del siglo XIX representa el triunfo del Romanticismo, en España la mayor parte de los estudiosos coinciden en apreciar un desarrollo más tardío de esta corriente cultural y artística y su desfase con sus aspectos sociales y políticos. Así pues, en este periodo conviven corrientes ilustradas con algunos indicios de las nuevas tendencias estéticas. Algunos autores hablan de prerromanticismo al referirse a esta fase de la cultura española. La producción literaria está representada por autores como Juan Nicasio Gallego, Quintana, Blanco White o Cadalso, en todos los cuales pueden encontrarse acusados resabios neoclásicos, aunque impregnados de una cierta pasión y de una dimensión histórica y patriótica que hacen presagiar una nueva estética. En el teatro, Martínez de la Rosa o el Duque de Rivas escribirán durante sus años de exilio liberal algunas de sus obras más famosas. Desde el punto de vista de las artes plásticas, el gran predecesor del Romanticismo, que además ejerció una gran influencia en la pintura romántica europea, fue Francisco de Goya, cuya obra hay que situarla esencialmente en el siglo XVIII, aunque dejó plasmada espléndidamente la realidad histórica de la guerra de la Independencia. Ahora la pintura española, sin abandonar del todo los temas religiosos, se dedica esencialmente a lo pintoresco y a lo típico. La figura más sobresaliente es Vicente López (1772-1849), pintor de cámara de Fernando VII y posteriormente director del Museo del Prado. Realizó numerosos cuadros oficiales y varios retratos de los reyes y de algunas de las personalidades más notables de la época. Como escultores más conocidos hay que citar al cordobés José Alvarez Cubero, al catalán Damián Campeny o a José Ginés, todos los cuales seguían las pautas neoclásicas marcadas por el gran artista Canova, con las figuras de dioses mitológicos. Similares pautas neoclásicas eran las que imponía la Academia para las construcciones arquitectónicas que se levantaron durante el reinado de Fernando VII. Un ejemplo de ello lo constituyó el arco de la Puerta de Toledo en Madrid, construido para celebrar el regreso del monarca. La música española produjo algunas figuras destacadas en esta etapa, como la de Juan Crisóstomo de Arriaga, llamado el Mozart español, aunque quizás la única comparación que cabe con el genial músico de Salzburgo fuera su temprana muerte a los 20 años. Fernando Sor, que tuvo que emigrar fuera de España por haber servido al rey José, escribió música para ballet y numerosas piezas para guitarra, instrumento que él mismo tocaba con gran virtuosismo. En el terreno vocal sobresalió José García, el gran tenor sevillano que recorrió el mundo interpretando las óperas de Rossini -estrenó El barbero de Sevilla en 1816- y de otros autores de la época y siendo él mismo autor de varias óperas de notable interés.