En Estados Unidos y en Inglaterra, la crisis de los años treinta generó, además, la aparición de una verdadera "cultura de la Depresión". Ello tuvo que ver con la mayor gravedad de la crisis en aquellos países. Pero tuvo también que ver, y mucho, con algunos rasgos diferenciales fundamentales de la tradición cultural anglosajona. Porque fue el empirismo desideologizado y pragmático, aunque profundamente ético, de dicha tradición lo que hizo que apareciera una literatura realista, descriptiva, muy próxima al documental, y como tal, carente de explicaciones y reflexiones trascendentes y metafísicas. Esa misma tradición empírica explicaría -además- que fuera precisamente en Inglaterra donde el debate se planteara en términos prácticos de teorías y políticas económicas y donde se formulara, como veremos, la respuesta más sólida y eficaz a la crisis. La literatura de la Depresión fue copiosísima. Erskine Caldwell (Tobacco Road, 1932), James T. Farrell, autor de la trilogía Studs Lonigan (1932-35), cuyo último volumen describía la destrucción del protagonista en el Chicago de los años 30, James Agee, Henry Roth, Mike Gold, Richard Wright, en Estados Unidos; y George Blake -autor de varias novelas sobre la crisis en los astilleros del Clyde, en Glasgow-, Phyllis Bentley, H.V. Hodson y Richard Llewellyn (Qué verde era mi valle, 1939), en Inglaterra, escribieron novelas relacionadas con aquélla. El mismo realismo social de obras como la trilogía U.S.A. (1930-36), de John Dos Passos, o como las novelas "negras" de Dashiell Hammett, publicadas entre 1929 y 1934, respondía al clima ideológico y social generado por la crisis (que afloraba, de alguna manera, incluso en novelas como Suave es la noche, de 1934, y El último magnate, de 1940, de Scott Fitzgerald, el novelista tenido tópicamente por el mejor representante de la frivolidad de los años 20). Pero tres obras sacudieron la conciencia del público lector inglés y norteamericano. En Love on the Dole (Amor en el paro, 1933), Walter Greenwood, un escritor de Manchester con experiencia personal de la vida obrera, contaba con verismo y crudeza insuperables la historia de la destrucción de las ilusiones y esperanzas vitales y de la progresiva degradación moral de los jóvenes de una localidad obrera cercana a Manchester, golpeada por la crisis y condenada al paro, la miseria, los subsidios de subsistencia, los prestamistas, la protesta estéril y la corrupción. George Orwell (1903-1950) hacía referencia a él en su obra El camino de Wigan Pier, la segunda de las tres obras aludidas. Orwell, además, fue un caso aparte en los círculos intelectuales británicos. Radical y socialista como tantos otros intelectuales de su generación -lucharía, como ya se ha dicho, en la guerra de España y resultaría gravemente herido en ella-, su concepción moral de las cosas, su manera de entender la independencia intelectual, le llevarían a asumir sus compromisos con una autenticidad insobornable y a convertirle en un hombre incómodo hasta para la propia izquierda. El camino de Wigan Pier sería su primer aldabonazo. Luego seguirían la denuncia de la política de los comunistas en la guerra de España (Homenaje a Cataluña), la sátira de la revolución rusa (Rebelión en la granja) y la advertencia contra la amenaza del totalitarismo (1984). La primera parte de El camino de Wigan Pier era un reportaje directo, de primera mano, de la vida de los trabajadores de la localidad minera de Wigan, de las viviendas miserables carentes de todo servicio higiénico, de los salarios de hambre, de la dureza del trabajo en las minas (Orwell convivió durante días con familias de mineros), de los accidentes, de las enfermedades pulmonares, de la infraalimentación, de una mentalidad endurecida y primaria y del efecto devastador que la crisis económica estaba teniendo sobre los mineros de la zona. El libro -escrito en una prosa directa, escueta, precisa- parecía exponer, por su misma crudeza, lo que de artificiosidad y superficialidad podía haber en el radicalismo verbal de los poetas de clase media alta, de los jóvenes aristócratas marxistas de Oxford y Cambridge y de los intelectuales izquierdistas de la burguesía acomodada británica. Eso fue lo que el autor hizo en la segunda parte del libro. En ella, Orwell explicaba su propia evolución hacia el socialismo (y reconocía con su sinceridad característica sus muchos prejuicios de clase y educación respecto a los trabajadores), daba la voz de alarma ante el creciente divorcio que se estaba produciendo entre el socialismo y los trabajadores, y responsabilizaba de ello principalmente al verbalismo inocuo y abstracto de unos intelectuales de izquierda -a los que Orwell satirizaba con mordacidad implacable educados en las aulas universitarias, cómodamente instalados en la prosperidad de las clases medias y ayunos de todo conocimiento directo de la vida de los obreros de las fábricas y las minas. La tercera de aquellas tres obras, la novela de John Steinbeck, Las uvas de la ira (1939), no tenía esa doble dimensión del libro de Orwell. Era una novela en la línea del testimonialismo directo de Greenwood si bien, lógicamente, en un medio muy distinto y con unas características literarias e ideológicas también muy diferentes. Narraba la historia de la emigración de una familia de colonos pobres de Oklahoma -los Joad, a los que la depresión había hecho perder sus tierras- desde su región de origen a California. Era la historia de un viaje épico, heroico -tres generaciones hacinadas en una vieja camioneta sin apenas víveres ni dinero- a través de las montañas y del desierto en busca de trabajo, fortuna y de la propia rehabilitación familiar y que llevaría, sin embargo, a la explotación, a la marginación social y legal, a la represión, la miseria, el hambre y la muerte. De todo ello, Las uvas de la ira -la ira que germinaba en el corazón de los explotados- suponía un testimonio sobrecogedor. Pero Steinbeck no cerraba la puerta a toda esperanza. Su idealismo agrarista haría que la solidez de los valores campesinos permitiese a la familia Joad salvar, frente a tanta adversidad, la integridad y la dignidad del núcleo familiar y aun ofrecer a otros más necesitados la generosidad de su ayuda. Otras formas artísticas se ocuparon igualmente de la crisis. En 1931, se fundó en Estados Unidos el Group Theatre para producir obras de significación social. Uno de sus miembros Clifford Odets (1906-1963) escribió en 1935 los dos mejores textos de aquel teatro de protesta social, Waiting for Lefty (Esperando a Lefíy) y Awake and Sing (¡Despertad y cantad!), en los que abordaba temas directamente relacionados con las secuelas de la crisis económica (como la huelga de taxistas de Nueva York, asunto de la primera de aquellas obras), labor sin paralelo en el teatro europeo (Giraudoux, Salacrou, Noel Coward...) que, con independencia de su indudable calidad literaria, siguió rumbos, muy distintos: ni siquiera Brecht, cuyo gran teatro épico sería algo posterior, ni el autor irlandés Sean O'Casey, ambos militantes comunistas, llegarían a un realismo social tan directo. Odets y otros colaboradores suyos -como él, filocomunistas- se incorporaron a Hollywood en 1935, colaborando en el guión de la película El general murió al amanecer (1936), de Lewis Milestone, uno de los directores más próximos a la izquierda en el cine norteamericano de los años treinta, como demostraría en sus films Sin novedad en el frente (1930), Primera plana (1931) y Halleluja I'am a Bum (1933), un musical de la Depresión. El cine de Hollywood, y el cine en general, sufrió ciertamente los efectos de la crisis, aunque sólo fuese porque ésta afectó profundamente a su misma estructura económica: en 1931, por ejemplo, la asistencia a salas comerciales en Estados Unidos había disminuido en un 40 por 100 y en Francia la industria cinematográfica estaba, en 1935, al borde del colapso. La reacción del cine ante la Depresión económica fue ambigua y contradictoria. De una parte, la propia necesidad de supervivencia de la industria -en Hollywood trabajaban en los años treinta unas 10.000 personas, llevó a los productores a promover un cine estrictamente comercial orientado a conquistar con fórmulas poco exigentes intelectualmente aunque cinematográficamente óptimas, el gran mercado del entretenimiento de masas. Los años treinta conocieron el gran auge del musical (Busby Berkeley, Fred Astaire-Ginger Rogers), del cine cómico (Chaplin, hermanos Marx), del cine, policíaco, de la comedia ligera (los films de Capra, principalmente), del cine fantástico (como King Kong, 1933), del cine de aventuras y sobre todo "westerns", y del melodrama amoroso, a veces combinado con novela histórica romántica, como en Lo que el viento se llevó, de 1939, sin duda el éxito de masas de toda la década. Fuera de Hollywood, los treinta fueron los años del poético encanto del cine de René Clair en Francia, y de la divertida ironía de los primeros films de suspense de Hitchcock en Inglaterra. Pero al tiempo, el cine no pudo permanecer ajeno al clima de preocupación e incertidumbre creado por la crisis y el desempleo. El cine de "gansters" -con films clásicos, como El enemigo público, de William Wellman, Hampa dorada, de Mervin Le Roy, y Scarface, de Howard Hawks- expresaba de alguna forma la crisis moral de un país, Estados Unidos, que vivía dramáticamente el fin de la prosperidad de los felices años veinte. Los tipos femeninos creados por Jean Harlow y Mae West, siempre rozando la prostitución y el crimen, o los creados por Joan Crawford -mujeres decididas y ambiciosas- reflejaban a su modo las presiones que la situación histórica creaba a la mujer en el momento que comenzaba su incorporación a la vida social y al trabajo. Directa o indirectamente, la Depresión se asomó a las pantallas: en escenas de barrios miserables, como en Angeles de cara sucia, de Michael Curtiz, en sátiras de la vida industrial (Tiempos modernos, de Chaplin, de 1936), en adaptaciones de novelas como Las uvas de la ira (realizada por John Ford en 1940) y hasta en comedias y musicales como, por ejemplo, Hard to Handle y Gold Diggers of 1933, ambas de Mervin Le Roy. En Francia, no todo fue la poesía amable de René Clair. El naturalismo de los films de Jean Renoir y de los ensayos de cine negro de Carné, Prévert y Duvivier era una forma de abordar la crisis que afectaba a todo el orden social y moral. Como testigo de la Depresión, la fotografía fue ciertamente más explícita. James Agee utilizó fotografías de Walker Evans en su libro Alabemos ahora a los hombres célebres (1941), un documental sobre la vida de tres familias de campesinos pobres del sur de Estados Unidos (como los Joad, de Steinbeck). Las 270.000 fotografías realizadas por Walker Evans, Ben Shahn, Dorothea Lange, Russell Lee y demás fotógrafos del Farm Security Administration norteamericano entre 1935 y 1942 supusieron una verdadera encuesta fotográfica de la recesión, del paro, del hambre, de la miseria, de los años negros norteamericanos, con una calidad, además, tanto estética como documental excepcionales.
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Hoy estamos en condiciones de sostener que muchos pueblos de la Península Ibérica habían alcanzado un nivel de desarrollo cultural equiparable y a veces superior al de algunas regiones de la Italia contemporánea anterior al siglo III a.C.: los abundantes testimonios del uso de la escritura, la arquitectura, escultura, orfebrería y metalurgia ibéricas alejan las antiguas visiones de los hispanos como bárbaros frente a los romano-itálicos como pueblos civilizados. El contraste era parcialmente válido si la comparación se hacia entre los pueblos del Norte e Italia a comienzos del Imperio, como lo presenta el geógrafo griego Estrabón. Aun así, Estrabón deforma la realidad hispana al pretender justificar que Roma, el Imperio, había librado de la barbarie a los indígenas del Norte para conducirlos a la civilización. La crisis progresiva de las religiones ibéricas y la transformación de las oligarquías locales incidieron de modo negativo en la rica cultura de las imágenes prerromanas de Hispania. La Dama de Elche, la Dama de Baza, las esculturas del Cerro de los Santos, las esculturas y bajorrelieves de Osuna, la Bicha de Balazote, la Dama de Galera, las esculturas de Porcuna, la Esfinge de Agost, la Cierva de Caudete, los animales votivos del santuario de El Cigarralejo y otros muchos restos escultóricos de calidad comparable a la escultura griega no tienen paralelos con la escultura romana de la Hispania republicana. Tampoco se encuentra nada comparable a las pinturas sobre cerámica de Elche, de Liria y de otras muchas partes de las áreas ibéricas y celtibéricas; baste recordar el vaso de Liria con la escena de la doma de un caballo, la escena de arado sobre una cerámica de Cabezo de la Guardia (Alcorisa, Teruel), la representación de escenas navales, de bailes, de guerreros, etc. Con la desaparición de un mundo social y político cayó todo un lenguaje muy rico de imágenes que tardó en ser sustituido. Las nuevas imágenes de la Hispania republicana fueron más limitadas y más pobres de expresión. Y las técnicas y modelos ibéricos influyeron de modo decisivo en las mismas. Baste recordar la cabeza de El Tolmo de Minateda (Hellín, Albacete), los togados del Cerro de los Santos, el soldado con cuerno de un bajorrelieve de Osuna, el relieve de Estepa con representación de dos soldados romanos o la escultura de Córdoba con león y niño. Y mientras se importaron ejércitos, armas, cerámicas para uso frecuente, vinos y vestidos, no hubo un equivalente de formas artísticas que expresaran las señales cotidianas de los nuevos tiempos. La presencia más novedosa de imágenes se basó en aquellas que reflejaban los signos del nuevo poder: el foro de las ciudades (los de Ampurias, Sagunto y Cartagena) con sus templos y espacios públicos así como las imágenes monetales.
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A lo largo de las páginas precedentes se ha procurado, cuando era posible, que la narración de los acontecimientos políticos o de política internacional utilizara también referencias a la vida cultural en su más amplio sentido. En el presente epígrafe abordaremos, desde una óptica global, algunos aspectos generales de las mentalidades y de la cultura de la Segunda Posguerra Mundial que requieren un tratamiento al margen de las diversas áreas geográficas. De forma sucesiva se abordará, por tanto, en los párrafos siguientes, el compromiso político del mundo literario e intelectual, la evolución de las artes plásticas y el papel de la Iglesia católica. "¿Qué historia inventada podría rivalizar con las narraciones de los campos de concentración o de la batalla de Stalingrado?". Esta frase de Nathalie Sarraute deja muy claro el impacto que sobre el mundo cultural tuvo la experiencia bélica. En ese sentido puede decirse que 1945 supuso partir de cero o, por lo menos, de unos presupuestos radicalmente nuevos. La sensación de angustia o de absurdo, la meditación sobre el pasado inmediato y la responsabilidad individual o colectiva ante él o la misma sensación de insatisfacción ante la sociedad en la que se vivía, temas todos ellos presentes en la creación literaria de la posguerra, tan sólo pueden entenderse a partir de esos presupuestos. Se ha podido, así, hablar, de "la literatura de los escombros" ("trummerlitteratur") nacida de esas experiencias. La denominación en alemán no es casual porque, como es lógico, esta relación con el pasado inmediato fue muy perceptible en la vida intelectual de los países que habían pasado por la experiencia fascista. En Alemania, por ejemplo, al mismo tiempo que se empezaba a producir una recuperación económica y se plantaban las bases de un nuevo sistema político tuvo lugar también una reconstrucción de la vida cultural. En 1947 se formó el grupo que recibió nombre de esta fecha en que militaron las principales figuras literarias de la posguerra: Böll, Enzensberger o Grass, Handke... Formaban parte de la llamada "generación escéptica", demasiado joven para votar a Hitler pero que había sufrido las consecuencias del nazismo. Tras la muerte de Thomas Mann esta nueva generación criticó con frecuencia una Alemania demasiado provinciana, despreocupada de los males de los cuales su país había sido culpable en el pasado. Todos estos escritores tuvieron una profunda preocupación social aunque muy variada en su significación: Böll, por ejemplo, derivó del catolicismo progresista a un cierto anarquismo y Grass -El tambor de hojalata (1959)- colaboró con el SPD. Por su parte, el filósofo Karl Jaspers abordó el problema crucial de la responsabilidad moral ante la ocupación del poder por los nazis. Para él resultaba necesaria una purificación colectiva para distanciarse de un Estado esencialmente criminal como aquel bajo el que habían vivido los alemanes. En un libro posterior, publicado en 1966, transmitió la impresión, ciertamente incorrecta de que la República Federal no era otra cosa que la prolongación del Tercer Reich. Por su parte el historiador Fischer publicó Los fines de guerra de la Alemania imperial en 1961 criticando la voluntad expansiva de su país en 1914 como si ésta fuera inherente a la esencia misma de Alemania. También en esta época la cultura italiana, amenazada como la de tantos otros países por un proceso de homogeneización creciente, tuvo un último baluarte de identidad en el neorrealismo. Sin duda, este ambiente cultural, más que escuela, que tuvo su expresión tanto en la cinematografía (De Sica, Rosselini, Visconti) como en la literatura (Levi, Pratolini, Pavese) e incluso en la pintura (Guttuso) debe relacionarse con experiencias pasadas. No se puede decir de él que obedeciera a ningún registro ideológico específico pero resultó coincidente con una influencia muy destacada del marxismo en el mundo intelectual italiano de la posguerra, fundamentalmente a través de Gramsci. Sólo a partir de los años sesenta y mucho más definitivamente en los setenta se produjo un cambio tendente a favorecer una innovación vanguardista. Algo parecido puede decirse del conjunto de la creatividad cultural en todos los países del ámbito occidental. En la literatura británica también la experiencia del pasado inmediato se traslució en la elección de las temáticas. Así se comprueba con sólo tomar por ejemplo el caso de Graham Greene quien en The End of the Affair (1951) evocó los bombardeos de Londres, en El americano impasible (1955) hizo aparecer la guerra fría y The Heart of the Matter (1948) aludió a la desaparición del colonialismo. Waugh en Oficiales y caballeros (1955) hizo un dibujo crítico de un mundo destinado a desaparecer. Look back in anger de John Osborne (1956) ofreció también numerosas referencias al pasado desde la óptica de un joven inconformista respecto a la sociedad vigente. El teatro del absurdo que tanta influencia tuvo en Gran Bretaña y que supuso una ruptura formal de primera importancia fue expresión de angustia pero también de crítica (Beckett, Wesker...); también en otras latitudes ofreció una válvula de escape ante el poder totalitario (Ionesco). Pero donde la relación entre la creación cultural y la experiencia de la vida pasada y presente fue más directa e inmediata fue en Francia. En ella siempre había existido una tradición de estrecha conexión entre el escritor y la vida pública. En 1947 se le concedió el Premio Nobel a Gide, que ya había dejado de ser guía de la conciencia colectiva. Sartre le sucedió e hizo del "compromiso" un elemento central de su creación literaria y filosófica. No había sido el héroe de la Resistencia como pretendió luego ni tampoco lo fue Simone de Beauvoir, su compañera, pero había obtenido sus primeros éxitos literarios en la guerra y desde 1945 dispuso de Les temps modernes, una revista, como portavoz de su pensamiento. Su ausencia de vanidad y disponibilidad para tantas causas y su condición de un hombre-orquesta que se dedicaba a la literatura y el teatro, escribía filosofía y también artículos políticos de periódico le otorgaron unas condiciones para el liderazgo incomparables. Podía pretender ser, a la vez, un Stendhal y un Spinoza. A su lado Camus, que había participado más y antes en la Resistencia, parecía exclusivamente un escritor y periodista. Su idea de que había que hacer posible la justicia y la libertad al mismo tiempo, su repudio de las "revoluciones definitivas", su prevención con respecto a los comunistas y su visión de la democracia como "ejercicio de la modestia" resultan hoy muy vigentes pero eran minoritarias en el mundo intelectual francés de la posguerra. En él hubo un claro predominio de los comunistas y de los católicos progresistas. Los primeros se atribuyeron ser "el partido de los fusilados" y contaron con prestigiosas adhesiones como las de Joliot-Curie y Picasso. Les Lettres françaises, la revista inspirada por ellos, proporcionó listas de las personas que deben ser purgadas por su supuesto pasado fascista. A menudo, el intelectual comunista repartió patentes de ortodoxia: Garaudy, por ejemplo, pintó el existencialismo como una "enfermedad". En el mundo católico la revista Esprit, inspirada por Mounier, se declaró "revolucionaria". El comunismo le parecía un modo de ruptura con respecto a la burguesía y el capitalismo y, por lo tanto, podía ser un aliado con el que había que comportarse como un compañero de viaje, aunque siempre vigilante ante posibles desviaciones. La posición liberal identificada con Raymond Aron era, en cambio, muy minoritaria. Chocó con el tiempo de la posguerra porque consideraba inaceptable tratar de combatir a los fascistas y no hacer lo propio con los comunistas. Para Aron el comunismo era una religión secular que "proponía a las masas una interpretación del drama histórico dirigiendo hacia una causa única las desgracias de la Humanidad" y esperando de la revolución "una fase nueva de la Historia". Estos tres campos apenas si experimentaron una evolución sustancial hasta bien entrados los años sesenta pero sí, en cambio, presenciaron muchos matices que disminuyeron el peso relativo del comunismo. El cisma de Tito constituyó la primera fase de un progresivo distanciamiento del mundo intelectual respecto a él por más que Garaudy asegurara que "no se puede al mismo tiempo hacer propaganda de Tito y defender la paz". Con el paso del tiempo, tanto Les Temps modernes como Esprit dejaron de mostrar indulgencia respecto al comunismo pero, al mismo tiempo, expresaron una negativa radical a pactar con sus adversarios porque "el anticomunismo es mortal" (Mounier). Desde 1950 el mundo del liberalismo intelectual contó con una organización, el Congreso por la Libertad de la Cultura, en el que colaboraron Mauriac, Blum, Gide, Camus, Duhamel, Aron... Su órgano principal fue la revista Preuves pero hubo otras en el mundo anglosajón, como Encounter. Ambas recibieron financiación norteamericana como Les Lettres françaises la tuvo soviética, muy en el espíritu de la guerra fría. Muy pronto la polaridad en la vida cultural francesa se centró en Sartre y Aron. El primero se convirtió en un prototípico "compañero de viaje" del PC e incluso aseguró que un anticomunista "era un perro". El Partido Comunista tenía, para él, el monopolio de la conciencia histórica; a diferencia de Camus, no quiso aceptar la existencia de los campos de concentración soviéticos o la justificó (algo que también había hecho Brecht). Las críticas que su revista hizo a los comunistas fueron sólo sobre cuestiones de detalle. Por su parte, Aron publicó L'Opium des intellectuels en 1955 dotando al anticomunismo de una legitimidad intelectual: en ese libro no hizo otra cosa que desarrollar su tesis acerca del comunismo como una religión secular. Quienes lo abandonaron (Koestler, Morin... y tantos otros) narraron su experiencia como una descorazonadora pérdida de la comunión y de la fraternidad. Fueron cada vez más: desde mediados de los cincuenta aparecieron los primeros indicios de una "Nueva izquierda" al margen de los comunistas. Sin duda, el caso de Francia ejemplifica de forma excelente la relación entre cultura literaria y política; en ningún otro país fue tan estrecha hasta el punto de que bien puede decirse que fue tomada como ejemplo en otras latitudes. La literatura de Alberto Moravia no puede entenderse, por ejemplo, sin el punto de referencia sartriano. En las artes plásticas, en cambio, la capital mundial dejó de ser -al menos en buena medida- París para desempeñar ese papel Nueva York de donde, a diferencia de lo que sucedía con anterioridad, procedieron gran parte de las novedades. Sin duda, la tradición europea -o, más específicamente, latina- de escritores empeñados en ejercer un liderazgo moral sobre la sociedad contribuye a explicarlo. En la obra de grandes artistas plásticos de la posguerra también el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial jugó un papel importante: Moore, que ganó el Premio de la Bienal de Venecia en 1948, dibujó las masas humanas a cubierto de los bombardeos nazis en el metro londinense y Picasso evocó los campos de concentración en El matadero. Pero, aunque tendremos la ocasión de aludir a otros ejemplos, el despegue de esos recuerdos fue relativamente rápido. Tres rasgos permiten enmarcar, desde el punto de vista histórico, el desarrollo de las artes plásticas a partir de 1945. En primer lugar, la difusión de un arte hasta el momento poco comprendido: una exposición Van Gogh consiguió 200.000 visitantes en Londres en 1948. En segundo lugar, el traslado del centro de gravedad y de innovación a Nueva York, donde existía un ambiente propicio -fundación del Museo de Arte Moderno en 1929 y del Museo de Arte no objetivo, antecesor del Guggenheim en 1936- pero donde, sobre todo, se refugiaron buena parte de los artistas europeos durante los años de la guerra o coleccionistas importantes -Peggy Guggeheim, por ejemplo- mostraron sus colecciones en los años cuarenta. París, no obstante, conservó buena parte de su prestigio como capital del arte innovador. En cierto sentido, puede decirse que Nueva York prosiguió la labor vanguardista de París. Una segunda vanguardia, heredera de la parisina, dominó el período entre 1943 hasta mediados de los años sesenta. En esta etapa resulta perceptible una gran coherencia de planteamientos; además, algo muy característico fue el mantenimiento de una experimentación constante. Quizá los movimientos más característicos fueron el informalismo parisino y el expresionismo abstracto norteamericano. El informalismo o "arte otro", en la definición que de él hizo Michel Tapié en 1951, no negó la forma sino el papel que se le suele conceder de forma tradicional. La hacía nacer del azar o la improvisación, se fundamentaba en el ideario del existencialismo y tuvo una localización europea, principalmente parisina. Fautrier y Dubuffet se caracterizaron por la utilización de todo tipo de materiales y por la condición semiescultórica -"matérica", se dijo- de sus cuadros, tras los que se adivina la experiencia angustiosa de los campos de concentración. En la obra de Wols lo fundamental fue el choque de colores y un intenso dinamismo mientras que Mathieu utilizó el "dripping" -es decir, el dejar caer la pintura sobre el lienzo- como fórmula; Hartung, en cambio, sintonizó con la pintura expresionista norteamericana. El informalismo también tuvo su representación en Italia con las telas de saco de Burri. Una de las subtendencias del informalismo fue el "espacialismo" de Fontana, que quería incorporar una tercera dimensión real a los cuadros mediante agujeros y rajas. El grupo COBRA, así denominado porque sus miembros procedían de Copenhague, Bruselas y Amsterdam, se fundó en París en 1948 y llevó a cabo una valoración del arte primitivo y del espontaneísmo como se puede apreciar en la obra de Karel Appel. A través del expresionismo abstracto el arte norteamericano se independizó del europeo. Hay que tener en cuenta, no obstante, que lo hizo gracias a influencias como la de los surrealistas. Gorki, por ejemplo, fue influido por Miró que también vivió Estados Unidos. Tobey, en cambio, experimentó la influencia de la pintura japonesa. De cualquier modo, el artista en el expresionismo abstracto utilizó siempre la pintura para dar rienda suelta a sus estados de ánimo de acuerdo con una visión muy romántica. Jackson Pollock usó el "dripping" en grandes formatos concibiendo la creación como una especie de gran ritual. De Kooning fue un artista holandés afincado en los Estados Unidos que se caracterizó por un extremado gestualismo. Kline hizo un uso exclusivo del blanco y el negro. Todos estos pintores pueden ser adscritos al expresionismo pero en la pintura norteamericana también existió otra versión muy distinta que es la del llamado "colour field painting", poco proclive al gesto y de influencia oriental. Mark Rothko combinó los colores logrando singulares armonías cromáticas. Clifford Still los repartió por la superficie del cuadro a base de grandes manchas que se interrelacionaban. Las dos fórmulas mencionadas protagonizaron la vanguardia en los cincuenta. En los sesenta el "pop art" surgió a la vez en Nueva York y en Londres. Fue una reacción al lenguaje intelectual y elitista del expresionismo abstracto así como a su carácter antropocéntrico. El "pop", en cambio, buscó una marcada frialdad y objetividad; su iconografía se nutrió de elementos del mundo cotidiano o de imágenes relacionadas con los medios de información. La transición entre el expresionismo abstracto y el "pop" tuvo lugar a través de artistas como Rauschenberg o Jasper Johns; en ambos resulta evidente la influencia del movimiento Dada o el surrealismo. El primero utilizó objetos del entorno cotidiano descontextualizados, mientras que el segundo pintó banderas o latas de cerveza. Ya en el "pop" propiamente dicho Warhol se dedicó a objetos de consumo pero también en retratos en serigrafía de numerosos personajes conocidos o a "desastres" como accidentes automovilísticos y sillas eléctricas, lejanos de la apariencia fría del "pop". Lichtenstein eligió, en cambio, como inspiración las tiras de comic. La obra de Wesselman, en cambio, mostró su preferencia por el erotismo. En escultura Claes Oldenburg utilizó objetos cotidianos de gran tamaño mientras Georges Segal fue autor de personajes de yeso pintados. El "pop" británico también tuvo una cierta relación con el dadaísmo por la acumulación de objetos de la vida cotidiana perceptible en la obra de Richard Hamilton. El nuevo realismo francés, derivación del informalismo, significó una reivindicación del detritus subrayando los aspectos más desagradables de la estética del consumo. También en este caso las experiencias dadaístas jugaron un papel importante. Klein, por ejemplo, utilizó mujeres desnudas como "pinceles vivientes" que por puro azar creaban formas sobre superficies planas mientras que César creó "compresiones", constituidas por material de desecho de automóviles. En pleno auge del "pop" norteamericano apareció una corriente abstracta y geométrica, caracterizada por su frialdad, que fue denominada como "minimal arte". En pintura y escultura se limitaba a la estricta simplificación y al reduccionismo cromático perceptible en Frank Stella y Robert Morris: "En realidad mi pintura es un objeto y lo que ven es lo que ven", aseguró uno de estos artistas. Dan Flavin recurrió a la utilización de los tubos de neón como material expresivo. En una cierta relación con la simplicidad del "minimal" a mediados de los años cincuenta apareció una forma de arte que establecía una relación con el movimiento, bien gracias a un motor, por poseer efectos ópticos o por ser transformables en el sentido de que exigen el desplazamiento del artista para ser percibidas de forma completa. La figura más importante del "op art" fue el húngaro asentado en París Vasarély. Si en él podemos ver una derivación de Mondrian o Malevich el "arte de acción" tuvo sus precedentes en las veladas futuristas o dadaístas. El "happening" no pretendía ser una representación sino una vivencia sin comienzo ni fin claramente estructurado. Fue una fórmula de arte efímero semejante al llamado "body art". Joseph Beuys y el grupo "Fluxus" en Alemania constituyen un ejemplo de este movimiento que a menudo revistió un carácter reivindicativo. El número de opciones artísticas neovanguardistas resulta casi inagotable. El "arte conceptual" puso en conexión la percepción visual con el lenguaje de modo que la reflexión jugaba en él un papel muy importante. A menudo -Smithson, Walter de Maria, Christo...- eligió la modificación del paisaje por la acción del hombre. El denominado "arte povera" tiene de común que utiliza siempre materiales merecedores de tal calificativo con la voluntad de provocar al espectador y provocar en él una reacción. Al mismo tiempo que se llevaban a cabo todas estas experiencias hubo numerosos artistas que trabajaron en solitario sin que puedan ser integrados en ninguna corriente concreta. Un ejemplo puede ser la "nueva figuración" de Francis Bacon, siempre en relación con la figura humana dominada por un sentimiento de profunda soledad y angustia pero en la que juega siempre un papel decisivo un colorido elegante. Frente a unas sendas del arte en exceso intelectualizadas surgió el "fotorrealismo", con un acusado sentido de la frialdad, como, por ejemplo, se aprecia en los conjuntos urbanos de Richard Estes. Relacionada con esta tendencia hay que citar la obra de escultores como Duane Hanson o John de Andrea interesados por la figura humana en la más prosaica cotidianidad. En cuanto la arquitectura, se puede establecer un cierto paralelismo con la pintura, teniendo en cuenta que también grandes valores -Mies van der Rohe, Gropius...- se refugiaron en los Estados Unidos durante los años de la guerra. Allí surgió la utilización de nuevos materiales, como el aluminio, o procedimientos como las paredes-cortina carentes de función sustentante. Mientras tanto, en Europa el finlandés Alvar Aalto renovó la arquitectura pública. Wright siguió una senda propia pero parte de su obra se entiende, sobre todo, teniendo en cuenta la adaptación del continente al contenido como sucedió en el caso del Museo Guggenheim de Nueva York. Ésa fue una tendencia característica de los nuevos tiempos. El llamado "brutalismo" arquitectónico, que fue comparado con el informalismo pictórico, aceptó que los materiales fueran vistos para modificar su apariencia y que los conductos aparecieran hacia el exterior. Un último aspecto de la evolución cultural durante la posguerra que abordaremos en estas páginas se refiere a la Iglesia católica. Dos pontificados muy distintos cubren la etapa que va desde el final de la Guerra Mundial hasta el comienzo de los sesenta. El cardenal Pacelli, aunque adoptó el mismo nombre para su pontificado que su antecesor con el ordinal XII, en realidad tenía un carácter muy distinto: su carácter le hacía tímido, reservado y deseoso de contentar a todos. Frágil, difícilmente establecía relaciones de confianza. Todos estos rasgos pueden haber contribuido a que, a pesar de que procurara proteger a los judíos, no hiciera ninguna declaración pública durante su persecución por los nazis, lo que explica los reproches que contra su actitud se hicieron durante la posguerra. En este período, sin duda, su pontificado estuvo muy relacionado con el contexto histórico. El centro de gravedad del mismo se descubre con la celebración de 1950 como año jubilar y ocasión de restauración moral y de renovación, acompañado por la proclamación del dogma de la Asunción de María. Esta exigencia de "un mundo nuevo" dirigido por la Iglesia corrió siempre en peligro de caer en una actitud teocrática. Existió, por ejemplo, un deseo manifiesto de utilizar la acción política de un nuevo laicado más maduro y activo como instrumento de hegemonía de la Iglesia. Pero los dirigentes de la Democracia Cristiana estuvieron lejanos a estas actitudes, sobre todo aquellos que tenían una identificación más clara con el mundo liberal. Una parte de la restauración religiosa se imaginó, además, en manifiesta confrontación con el peligro comunista. En parte esta actitud tenía fundamento pues, en definitiva, en Rumania y Albania todos los obispos estaban encarcelados y la persecución era generalizada en la totalidad de los países de Europa del Este. Además, estos regímenes habían procurado crear Iglesias nacionales, como en el caso de China, o incorporarlas a las ortodoxas, más manejables como en el caso de los uniatas ukranianos. En junio de 1949 se produjo la excomunión de los fieles inscritos en el Partido Comunista: no se trataba tan sólo de una excomunión de doctrinas sino de personas. Pero en realidad, este tipo de condenas, muchas veces relacionadas con los avatares de la política italiana, parecen haber tenido menos efecto del previsto. El pontificado de Pío XII tuvo un aspecto muy positivo en la actitud de apertura hacia otras Iglesias. A la muerte del pontífice había 139 diócesis con obispos africanos y asiáticos. El Papa había defendido la legitimidad de la lucha por la descolonización como también la idea de la construcción de una Europa unida. Otra Iglesia que desempeñó un papel creciente fue la norteamericana que en 1967 encuadraba al 23% de la población, unos 45 millones de fieles. Fue, por lo tanto, un pontificado con una Iglesia más integrada en las realidades sociales de la época y por eso mismo más influyente. En él, además, se produjo un contacto directo con los fieles impensable en el pasado con las masas. Al mismo tiempo, sin embargo, Pío XII mantuvo una actitud muy recelosa respecto a la nueva teología, fundamentalmente francesa (Chenu, Congar, De Lubac o Daniélou) y en 1953-4 se prohibió la experiencia de los sacerdotes obreros. En ese sentido Pío XII fue también paralizante y autoritario; en definitiva, se trató del pontificado final de toda una época. En el cónclave de octubre de 1958 participaron 51 cardenales de los cuales 24 tenían más de 77 años, lo que ratifica la impresión citada. Pero, al mismo tiempo, dos tercios de los asistentes no eran italianos por vez primera en la Historia, lo que recuerda esa apertura a otras Iglesias. El elegido en esta ocasión fue el cardenal Roncalli, Juan XXIII, del que ha podido escribirse que "otros papas han sido estimados o admirados pero este Papa fue querido". Había sido un diplomático atípico, nuncio en Estambul y luego en París, pero no siempre apreciado por el secretario de Estado. En 1953 era ya arzobispo y cardenal de Venecia. Fue elegido con 78 años y en principio para todos fue, por eso mismo, un Papa de transición. Pero muy pronto anunció que crearía 23 cardenales más y con ello dejó clara su actitud nada conformista. Pastor especialmente preocupado por su diócesis romana, "sus actos, su vida y su estilo formaron parte de su magisterio tanto como sus escritos y discursos". Tuvo, además, un programa definido: el concepto de "signos de los tiempos" suponía superar el conservadurismo tradicional, el inmovilismo y la desconfianza del católico ante la Historia. Era necesario descubrirlos y atribuirles un sentido cristiano. En enero de 1959, el día de la conversión de san Pablo, convocó un Concilio con ese propósito. Objetivo del Concilio debía ser también poner a la luz la sustancia del cristianismo, a veces opaca por causa de tantos aspectos accidentales superpuestos sobre ella. Su experiencia en las Iglesias orientales pero también en el mundo cultural francés le sirvieron para hacerlo. El Concilio fue toda una exigencia pues, tras una fachada de conformismo, existía una fuerte crisis interior en muchas Iglesias. Por vez primera en siglos la Iglesia no se reunía para condenar una herejía sino para examinarse y para renovarse. Sólo por esta decisión Juan XXIII merece ser conceptuado con un pontífice excepcional. El paralelismo con la generosa lucha por los derechos humanos durante la presidencia de Kennedy parece, desde el punto de vista histórico, muy oportuno. De las ocho encíclicas promulgadas por este Papa merece la pena citar Mater et magistra (mayo de 1961), conmemorando los sesenta años de la Rerum Novarum, y Pacem in terris (abril de 1963) que situaron la dignidad humana en el centro de la cosmovisión del cristianismo. La promoción de la mujer, la socialización, la organización política de las comunidades... serían signos indicativos de la presencia del Reino de Dios sobre la Tierra. Por vez primera las encíclicas estuvieron dirigidas a todos los hombres de buena voluntad y no sólo a los católicos. Este hecho no es casual: también había escrito Juan XXIII que los católicos se debían dedicar a defender los derechos de la persona humana y no sólo los de la Iglesia. "No es el Evangelio que cambia: somos nosotros los que comenzamos a comprender mejor", aseguró. "Ha llegado el momento de reconocer los signos de los tiempos, de acoger la oportunidad y de mirar hacia lo lejos", añadió. Fue ése el objetivo del Concilio Vaticano II, que dejaría como herencia para el futuro.
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Al Badariense sucede otra cultura, conocida con el nombre de Negade I o Amratiense (de El Amrah, cerca de Abydos), Su tierra de origen se encuentra también en la mitad meridional del Alto Egipto, con ramificaciones hasta el límite de Nubia y por el Wadi Hammamat, documentadas estas últimas por grabados rupestres. Mucho de su utillaje se deriva de las culturas precedentes, pero mucho también es nuevo, variado y abundante. La agricultura y la ganadería están acreditadas como bases de la economía, con el complemento importante de la caza. He aquí sus manifestaciones más típicas: Cerámica de borde negro (B-ware = black-topped ware, según la terminología de sir Flinders Petrie, su descubridor) y paredes de color rojo oscuro. Los dos colores son resultado de que el interior y el borde del recipiente han sido cocidos en un medio reductor y han quedado ahumados, mientras que el resto del exterior lo ha sido en un medio oxidante que le ha dado el tono rojo. Esta cerámica se deriva de la badariense, pero se distingue de su antecesora por la tonalidad más oscura del rojo y también por sus formas, casi todas altas y esbeltas, como si las comidas, las bebidas o el ritual funerario exigiesen recipientes distintos de los badarienses. Más adelante, la cultura de Negade II conservará este tipo de recipientes, de gran belleza y elegancia. Cerámica roja pulida (P-ware=polished-red-ware), toda ella cocida en un ambiente oxidante y muy relacionada con la anterior. Cerámica de líneas blancas cruzadas (C-ware=white-cross-lined-ware), variante de la anterior, con decoración pintada en blanco: temas geométricos en su mayoría, pero también figuras de plantas, hombres y animales, que producen la impresión de invenciones sin precedentes. Los hipopótamos y la fauna de la estepa son objeto de gran atención. Las decoraciones geométricas parecen inspiradas en las labores de cestería, que a juzgar por los restos hallados en los poblados y en las tumbas, alcanzaron un gran desarrollo en esta época. La cerámica en cuestión -la C-ware- es exclusiva de Negade I, no pervive después. Las tres clases de cerámica que acabamos de considerar demuestran la pericia, la destreza manual y el buen gusto de los alfareros de Negade I; pero las demás artes e industrias forjadas por esta cultura ofrecen otras abundantes muestras del talento de sus artesanos. La industria del sílex tallado produce un magnífico instrumental de finísimas piezas bifaciales: cuchillos y puntas con la típica cola de pez, cuchillos romboidales y puntas de lanzas y de flechas en las que se logra un borde continuo y afilado. Para comprobar su grado de perfección basta compararlas con las de Merimde-Benisalame. Las paletas de afeites abandonan la antigua forma rectangular para adoptar la romboidal. Una de Dióspolis Parva ostenta un elefante grabado, codiciada presa para cuantos practicaban entonces el arriesgado ejercicio de la caza mayor. La producción de vasos de piedra, que estaba aún muy restringida en el círculo badariense, adquiere ahora un incremento extraordinario y revela una sorprendente predilección por minerales durísimos. Aquí asoma otra faceta del Egipto antiguo distintiva de toda su historia. Los griegos aborrecían aquellos basaltos y aquellos pórfidos que oponían terca resistencia a sus mejores cinceles y en consecuencia, aún en época romana, dejarán en manos de los egipcios la ardua especialidad de trabajar en aquellos materiales. Pues bien: la maestría egipcia en la talla de estas piedras empieza a percibirse ahora en el limitado muestrario de tipos de vasos producidos por los escultores. Algunos de sus detalles, como el borde saliente, las asas de ojal y el pie troncocónico, permiten colegir que se inspiran en las formas de los pomos de marfil característicos de la misma época. Tanto estos vasos de piedra como los peines de marfil y otros muchos objetos de lujo y de adorno siguen haciéndose iguales en la época de Negade II. Entre las armas son muy características las mazas de piedra discoidales y en forma de plato. Más adelante se vuelve a las formas más primitivas de pera y manzana. El Egipto de esta época no se encuentra aislado, y prueba de ello son los objetos y adornos de cobre, lapislázuli, plata y concha, que aparecen como testigos de relaciones comerciales con el exterior. Es seguro que ya se utilizaba la salida al mar Rojo por el Wadi Hammamat; quizá se llegase por él hasta Abisinia. El lapislázuli se traía por viejas rutas caravaneras dede Beluchistán hasta la costa de Siria, de donde es posible que pasase por mar hasta el Delta, y de aquí remontase el Nilo hasta el Alto Egipto.
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Según los datos del carbono-14, alrededor del año 3600 a. C. empieza a cambiar la fisonomía de la cultura de Negade I, lo que ha de atribuirse a la penetración en sus dominios de nuevos elementos de población. Estos cambios son lentos, graduales, no comportan una ruptura brusca con la tradición, pero a la larga se hacen sensibles, hasta tal punto, que algunos investigadores rehusan el empleo del término de Negade II y prefieren llamar Amratiense a Negade I y Gerzeense a Negade II. Como todo ello es sólo cuestión de nombres, seguiremos usando la nomenclatura tradicional, no sin antes advertir que durante este nuevo período se perfila ya el futuro del Egipto histórico. Veamos, primero, cuáles son los elementos distintivos de la cultura material, empezando por la cerámica. La de borde negro va haciéndose rara, y más aún la pintada de blanco. En lugar de ellas se impone una cerámica hecha de arcilla fina, mezclada con arena, profusamente decorada (D-ware =decorated ware, según la teminología de Petrie). Sus productos son muy sólidos, cocidos hasta alcanzar un sonido metálico a los golpes de uña, y de superficie muy bien alisada, aunque no pulida. Sobre esta superficie se pinta en rojo acastañado una decoración que puede consistir en ondas, espirales, manchas que imiten el moteado de una bonita piedra natural o bien figuras de hombres, animales y, sobre todo, barcos. Son también muy abundantes unas vasijas alargadas, provistas de dos pestañas o asas onduladas, situadas una a cada lado de la panza o del hombro; es la llamada cerámica de asas onduladas (W-ware = wavy-handled-ware). Otras variedades apenas se distinguen de la cerámica roja de Negade I, a no ser por alguna forma nueva, como es la de los vasos con pitorro. Hasta aquí observamos una natural continuidad. Los barcos, tan abundantes en la cerámica decorada, sólo indican que la gente se interesa mucho más que antes por el tráfico fluvial. También hay una cerámica que se sale de lo corriente hasta ahora y se presta a ser interpretada como propia de un grupo de intrusos. Son cuencos decorados con incisiones que después de cocido el vaso se rellenaban de pasta blanca, buscando el contraste con el negro del vaso. Llámase cerámica negra incisa de Negade II, o simplemente cerámica N (N-ware = black-incised-ware). Pasando de la cerámica a la piedra, las paletas de afeites de Negade II tienen forma de rombo muy alargado, con dos cuernecitos o una cabeza de animal en uno de sus extremos; también las hay en forma de animal entero. Otra novedad curiosa, que apunta con fijeza a unas primeras relaciones con Mesopotamia, es la aparición del sello cilíndrico, completamente desarrollado en unos casos, en forma de cuenta cilíndrica en otros, pero provista de algún motivo grabado que bastaría para su empleo como sello de identidad. A diferencia de Mesopotamia, donde ya en la época de El-Obeid se conoce tanta arquitectura, el Egipto predinástico ofrece escasísimos restos de edificios. Ello se debe en buena parte a que los poblados se encontraban en pleno valle fluvial, donde ha sido imposible hasta ahora buscar sus restos. Se sabe que a partir de pellas de barro se desarrolló una arquitectura de adobes rectangulares, moldeados en marco de madera, de los que han encontrado muestras en Badari y Máadi. En esta última localidad se han descubierto también fondos de edificios rectangulares, cuyas paredes estaban hechas, en opinión de los excavadores, de ramas de tamarisco revestidas de barro. Es de creer también que hubiese construcciones de esteras, montadas en cañas. Una casa de adobes es probablemente la reproducida por un modelito de El Amrah. Tiene en uno de sus lados largos una puerta de ancho dosel y en el lado contrario dos ventanucos situados a bastante altura. Plantas de casas tan sencillas como ésta, simples rectángulos con un vano de puerta, darían lugar en la escritura jeroglífica al signo que significa casa. Los elementales principios de escultura establecidos en el badariense, tanto para estatuillas independientes como para remates de peines y cucharillas, e incluso para recipientes teriomorfos como los de forma de hipopótamo, se hacen ahora algo más amplios sin que la continuidad se rompa. Persiste, en efecto, la dicotomía entre una tendencia realista y otra semiabstracta, en la que la figura humana prescinde de los brazos y reduce las dos piernas a un apéndice en forma de cuña o las reemplaza por un pedestalillo. Muy del gusto de la época, y quizá donde ésta alcance mayor originalidad y garbo, son las figuras con los brazos levantados, no sabemos si de bailarines, orantes u otra cosa. Es una actitud frecuente también en la cerámica pintada, tanto de Negade I como de Negade II. Las talladas en marfil presentan a menudo incisiones rellenas de pastas de colores o figuras pintadas, posibles tatuajes o simples adornos adicionales. La figura humana completa, o sólo su cabeza, puede servir de remate al lomo de un peine, si bien lo más corriente para este fin sigue siendo, ahora como antes, el pájaro y el cuadrúpedo. Se mantiene el interés por el hipopótamo, verdadera despensa de sustancias nutritivas, por los bueyes y por otros animales domésticos, y asoman como novedades el león -tendido y tranquilo, a diferencia del león sumerio, casi siempre rugiente y amenazador- y también el halcón, quizá ya personificación de Horus. Recordemos al efecto que los egipcios llamaban tiempos de los reyes servidores de Horus a toda la época anterior a la unificación del país. Fieras y animales domésticos adornan también los mangos de las cucharillas, que son las primeras obras maestras del arte del marfil. Pese al enriquecimiento del repertorio de temas, en poco o nada se adivina cuál va a ser el futuro estilo egipcio. Algo potencialmente tan expresivo como había de ser el relieve ni siquiera se roza por vía de ensayo, pues los adornos de algunos vasos de piedra no pueden valorarse en tal sentido, sino como aditamentos plásticos. La pintura egipcia más antigua que se conoce aparece en la cerámica de Negade I. En sus característicos trazos de barniz blanco, la cerámica de líneas blancas cruzadas, la C-ware, ofrece un esquemático muestrario de hombres, leones, elefantes, hipopótamos, bueyes, cocodrilos, gacelas, etc. La fauna silvestre del río abunda tanto o más que la de la estepa. Los animales suelen estar pintados a tirones, con trazos rígidos, como si el pintor se hubiese inspirado en trenzados o en otro arte popular cuyo instrumento no fuese el pincel, sino el punzón, el buril o la aguja. Ya hemos dicho que los ornamentos geométricos predominantes en esta cerámica recuerdan a labores de cestos y de esteras; lo mismo es aplicable a las figuras de animales. Los hombres escasean y están dibujados también como monigotes. En algunos casos se les ve con los brazos levantados, en compañía de mujeres. Lo normal, sin embargo, es que las figuras se yuxtapongan, sin compenetrarse, sobre todo los animales. En la época de Negade II la cerámica pintada experimenta un auge extraordinario. Sus productos, ahora decorados con pintura roja, se difunden por todo el país, desde Nubia hasta el Delta, si bien la mayor densidad de los mismos corresponde al Alto y Medio Egipto. Esta circunstancia, sumada al hecho de su gran uniformidad, ha dado pie a que algunos la consideren exponente de un arte inspirado por una corte real, un arte áulico, anterior al de la Unificación y precursor inmediato de éste. Las escenas con figuras adquieren ahora una función primordial. Abundan entre ellas los barcos de muchos remos, con algunos de sus tripulantes, cabinas y estandartes; los abanicos de palma; las palmeras, y los grupos o hileras de avestruces, gacelas y otros animales de la estepa, ahora en franco predominio sobre los del río. El estilo, la ejecución y la constante repetición de estos motivos hacen creer que en su día no fuesen exclusivos de la cerámica, sino que provengan de un arte de mayor envergadura, el de la pintura mural. Desgraciadamente, no ha llegado a nosotros ninguna muestra de la decoración de casas y santuarios de la época. Pero de lo que ésta pudo haber sido dan una remota idea los muros de una cámara funeraria de Hierakónpolis, pertenecientes sin duda a esta época. En ellos se encuentran pintados de blanco, negro y pardo, sobre fondo ocre, barcos de distintos tipos, con sus cabinas, enseñas y timoneles; rebaños de animales; hombres luchando entre sí; cazadores; un hombre entre dos leones rampantes, la versión más antigua del domador de animales que ofrece el arte egipcio, donde nunca alcanzará el arraigo que tuvo en Mesopotamia y en otras áreas; una rueda, rodeada de cinco cápridos vistos de perfil; hombres con los brazos extendidos en postura de ritual o de danza... También aquí, como en la cerámica decorada (D-ware), la fauna de la estepa parece interesar más al hombre de la época que la del río. Las pinturas y grabados rupestres de los desiertos oriental y occidental constituyen otra manifestación interesantísima. Su parecido con la cerámica y con estos murales indican que si no todos ellos, muchos de estos grabados pertenecen a la época de Negade II. Los estilos son muy homogéneos y la temática-barcos, animales de la estepa, hombres esquemáticos- pertenece al mismo mundo figurativo. Winkler, el estudioso que ha catalogado y dado a conocer las manifestaciones de este interesante arte, basó en ellas su teoría de que la clase dirigente de la cultura de Negade II estaba constituida por invasores emparentados con los sumerios. Después de una momentánea aceptación de la teoría por parte de algunos orientalistas, los "eastern invaders" de Winkler han perdido el papel que su defensor pretendía conferirles. Ni en estos grabados ni en los murales de Hierakónpolis asoma el menor indicio del que será estilo clásico. Se repite, pues, aquí lo observado antes en el campo de la escultura.
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El Barroco, en todas sus manifestaciones, surge directamente de los conflictos religiosos que asolan Europa en el siglo XVII y de los procesos de asentamiento de las monarquías como poder absoluto dentro de sus territorios. Como contestación a la reforma luterana, el arte cristiano se vuelve austero y circunspecto, rescatando la religiosidad y la introspección. Posteriormente, la necesidad de las monarquías de demostrar su poder absoluto e incontestable vuelve el arte suntuoso y exagerado y lo arranca de la exclusiva esfera religiosa para instalarlo en los palacios. La ciencia barroca, por otra parte, ligada al desarrollo de los modernos estados y por lo tanto fomentada desde las monarquías, va a conocer un período de esplendor y desarrollo sin precedentes, y sus repercusiones influirán sobre todas las esferas de la vida humana, contribuyendo a crear una nueva mentalidad.
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El Renacimiento se distinguía por presentar las siguientes manifestaciones: por el nacimiento del Estado como una obra de arte, como una creación calculada y consciente que busca su propio interés; por el descubrimiento del arte, de la literatura, de la filosofía de la Antigüedad; por el descubrimiento del mundo y del hombre, por el hallazgo del individualismo, por la estética de la naturaleza; por el pleno desarrollo de la personalidad, de la libertad individual y de la autonomía moral basada en un alto concepto de la dignidad humana.
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El concepto y cronología del Siglo de Oro ha sido muy discutido en España. Hoy se sitúa cronológicamente el Siglo de Oro entre 1519 y 1648, aunque los límites finales son borrosos. Defourneaux propone la fecha de 1665 -comienzo del reinado de Carlos II-; otros más convencionalmente establecen la muerte de Calderón (1681) como el punto final. A nosotros nos parece más correcta la fecha de 1648 como el comienzo del declive hispánico; aunque ciertamente la correlación economía-sociedad-cultura dista mucho de ser efectiva. El concepto de Siglo de Oro ha sido, asimismo, polémico. La historiografía italiana llamó Edad de Oro a la época de León X, como había hecho Vasari en el siglo XVI. La historiografía francesa aplicó el concepto de Siglo de Oro o Gran Siglo al de Luis XIV. En España hay que esperar a Feijóo y Mayans para encontrar la glosa de las figuras literarias del siglo XVI. Los escritores españoles de los siglos XVI y XVII no tuvieron conciencia renacentista de estar viviendo edad de oro alguna. Se soñó, desde luego, con encontrar la mítica Edad de Oro en el Nuevo Mundo, pero pronto se vio la ensoñación como una utopía. La idea que más queda reflejada en la literatura española, sobre todo desde comienzos del siglo XVII, es la de desengaño. El Quijote de Cervantes sería el mejor reflejo de este concepto.
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En el tiempo del primer Stonehenge monumental (período III a), los grupos humanos de la región atraviesan por la fase cultural del campaniforme tardío. Las gentes del campaniforme fueron las pioneras de la industria del bronce en Gran Bretaña, y en la mayor parte de las regiones europeas. Su dispersión en oleadas; humanas o tan sólo ideológicas, por todo el Continente es, quizás, la única concesión de la Prehistoria actual al factor del movimiento físico de los pueblos. La enseña de los campaniformes consiste en una clase muy especial de vasija en forma de campana invertida, decorada con incisiones en bandas horizontales repletas de variados motivos geométricos (espigas, triángulos rellenos de trazos oblicuos, rombos, etc.). Son arqueros y guerreros. Sus tumbas individuales contienen placas rectangulares de piedra perforadas, que sirvieron de protección de la muñeca en el uso del arco; puntas de flecha de sílex; hojas de cuchillos y dagas de metal (de cobre, fundamentalmente); hachas de piedra de batalla; y algún objeto pequeño de auténtico bronce. En Gran Bretaña, los porteadores de la cerámica campaniforme dan muestras de un refinamiento especial en la selección de los objetos del ajuar. A sus tumbas llevaron exquisitos ejemplares de sus vajillas, hachas de combate pulidas, de bordes delineados o biselados, botones cónicos de ámbar negro (el azabache), brazaletes de bronce, brazaletes de los de arquero, pero con ribetes de oro, discos (o fáleras) de oro que se coserían a las prendas, pendientes asimismo de oro, etc. La orfebrería del campaniforme se expresa en formulismos muy sencillos: el puntillado, o el repujado practicado desde la parte trasera de la lámina; la decoración de las joyas campaniformes es igualmente sencilla: simples láminas paralelas o hileras de puntos. Los pendientes son particularmente atractivos. Muestra de esta clase de adorno, los ejemplares de Boltby Scar (Yorkshire), del Museo Británico. Se les denomina pendientes en forma de cesto, por su particular modo de doblar la lámina y sujetarse con una fina tira que pende de un lateral. A juzgar por la escogida selección de piezas de ajuar que los campaniformes más ricos llevaron a su propia tumba, se diría que entre ellos latía en ciernes ese espíritu de competencia que embarga a la sociedad de la Edad de Bronce Plena. El vaso campaniforme es, incluso, una pieza de prestigio; especialmente, si ésta no pertenece a la serie común, e imitable, sino que lleva la impronta de una mano artesana de calidad. Símbolos de poder son igualmente las hachas de metal (que hasta llegaron a imitarse en piedra). Las hachas de bronce -coinciden los prehistoriadores- no sólo sirvieron para talar árboles, u otros menesteres parecidos, sino que fueron objetos de regalo apreciadísimos. Por ello, algunas de las hachas son delicadas obras de arte; por ello también la Edad de Bronce produjo tantas hachas; y por ello, en fin, las hachas son símbolos sociales. La sociedad en los últimos campaniformes es una sociedad de cambio. Se encamina hacia un modelo en el que destaca una cúpula social que, presumiblemente, gracias a su activismo en la economía del metal, da muestras de enriquecimiento. Las obras de arte que terminan en sus tumbas así lo hacen creer. En este contexto cultural se sitúa la transformación de Stonehenge. Por encima de todo, el Stonehenge reconvertido es el más llamativo ejemplo de un poder secular, con aires de grandeza, capaz de reunir a consumados arquitectos y a una fuerza humana sin precedentes.
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La cultura en el siglo XVII se basa fundamentalmente en el impacto de la Ilustración y las ideas ilustradas. La nueva filosofía eleva la razón a principio rector de las relaciones entre los hombres y entre los hombres y la Naturaleza, e impregnará todos los ámbitos del saber y de la cultura: la ciencia, la educación, el arte, la literatura o la música.. El nuevo despertar de un hombre abierto a la racionalidad chocará con la tradición eclesiástica; las críticas ilustradas a la fe por parte de los ilustrados serán contestadas desde las religiones. Esta apertura del hombre a la cultura y el conocimiento intentará ser llevada por los intelectuales a la generalidad del pueblo, siguiendo la premisa de que la felicidad de los pueblos puede conseguirse mediante el saber y la instrucción generalizadas.