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El valle de México se levanta a 2.236 m. de altitud media y tiene una extensión aproximada de 7.200 km2. La topografía de la cuenca ha hecho que se genere un drenaje interno y una sucesión de lagos y cursos de agua que se extienden sobre los 1.000 km2; estos lagos son salinos al norte -Xaltocan, Zumpango y Texcoco-, y de agua dulce al sur -Chalco y Xochimilco. El régimen de lluvias también es desigual, siendo más abundante y regular al sur, razón por la cual se van a gestar aquí los principales acontecimientos culturales del Formativo. Esta zona había soportado sistemas de vida sedentarios a lo largo de la fase Playa (6.000-4.500 a.C.); después se establecieron dos pequeños poblados en tiempos Zohapilco (3.000-2.000 a.C.). La población fue evolucionando poco a poco y ocupando la cuenca, de manera que para la fase Tlalpan (1.600 a.C.) se estableció en Tlatilco y formó una pequeña aldea. Asentamientos similares surgieron en Zacatenco, El Arbolillo y Ticoman, dando lugar a un estilo de figurillas que, con las lógicas transformaciones del tiempo, perdurará hasta los aztecas. Durante todo el Formativo Medio, tanto este sitio como Tlapacoya tuvieron influencia olmeca, introduciendo una cerámica de engobe blanco con borde negro, grandes figurillas huecas y decoraciones de hombres jaguar y serpientes de fuego. Existe arquitectura pública de arcilla desde 1.300 a.C. en Tlatilco, aunque este es un sitio bastante desconocido por la superposición de la ciudad de México. Otro centro de importancia fue Cuicuilco, que levantó una gran estructura circular de varios niveles desde el 400 a.C. La documentación arqueológica señala que la sociedad de Cuicuilco tuvo un sistema intensivo agrícola, incluyendo diques y canales para el riego. La población pudo vivir en torno a los conjuntos arquitectónicos, en un sistema similar al que más tarde pondría en práctica Teotihuacan y, hacia el 200 a.C., pudo haber alcanzado los 20.000 habitantes. También el valle de Teotihuacan fue ocupado por pequeñas aldeas campesinas a finales del Formativo Temprano que tuvieron una baja evolución cultural hasta que en el 400 a.C. levantaron sus primeras estructuras públicas. Esta actividad se vio acompañada por la ocupación de las colinas bien defendidas que rodean el valle, fuera de las buenas tierras agrícolas, donde cada comunidad levantó al menos una pequeña pirámide, conformando unos centros a los que se ha denominado Tezoyuca. Seguramente, en esta época la cuenca estuvo ocupada por diversos grupos que se enfrentaban entre sí por su control. Entre el 200 y el 100 a.C. tres jefaturas pugnan por el control del valle de Teotihuacan -Tezoyuca, Cuanalan y Teotihuacan-, al mismo tiempo que se llevan a cabo importantes obras de canalización y de drenaje, y se produce una innovación agrícola de singular importancia, la chinampa, que permitió la obtención de mayores excedentes de producción. Hacia el 150 a.C. Cuicuilco, el centro competidor más importante en el sur de la cuenca, fue destruido por una erupción volcánica. Al mismo tiempo, se produce la victoria de Teotihuacan sobre las demás unidades políticas, de manera que para el 100 a.C. el sitio consigue su verdadera traza urbana y alcanza una extensión de 8 km2, transformándose en una gran metrópoli que, durante el Clásico, dominará políticamente el centro de México. En el inicio de nuestra era Teotihuacan concentra la mayor parte de la población de la cuenca de México, alcanzando unos 40.000 habitantes. Como consecuencia de ello, el campo se despuebla, quedando tan sólo una pequeña ocupación campesina agrupada en aldeas y poblados dispersos. Debido a la afluencia masiva de gente, sus dirigentes se vieron obligados a trazar una planificación urbana bajo un control muy centralizado, formalizada desde el 50 d.C. por medio de dos grandes avenidas que dejaban una orientación general de 15" 25` hacia el este: la Calzada de los Muertos, que divide la ciudad de norte a sur, y la Avenida Este-Oeste, que lo hace de oriente a poniente. En torno a estos dos ejes básicos se organizaron los conjuntos residenciales y templos, siguiendo un patrón de parrilla que documenta el grado de centralización política alcanzado en la ciudad. Desconocemos las causas por las cuales se concentró un número de habitantes tan grande en torno a Teotihuacan. Sin duda el éxito obtenido por una base agrícola intensiva fundamentada en un sistema de canales e irrigación permitió obtener la cantidad de excedentes necesaria para concentrar de golpe a unos 40.000 individuos. Por otra parte, el desarrollo de trabajos y artesanías especiales como la obsidiana y la cerámica debió atraer muchos campesinos ante las exitosas perspectivas económicas que proporcionaba la ciudad. Por último, Teotihuacan pudo ser un centro de integración religiosa y de peregrinaje cuando menos regional, que atrajo a poblaciones muy cosmopolitas. La decadencia de Cuicuilco y de otros asentamientos al sur de la cuenca sirvió para que las poblaciones emigraran hacia el noreste y se concentraran en Teotihuacan. La afluencia y el control de la población permitieron erigir las Pirámides del Sol y de la Luna antes del 100 d.C. Gran parte de esta población se dedicó, no obstante, a las tareas agrícolas. Sin embargo, también fundamentaron la evolución urbana en la explotación de las canteras de obsidiana gris que existían en el propio valle de Teotihuacan y de la obsidiana verde del Cerro de las Navajas en Pachuca (Hidalgo). Durante la fase Tzacualli (1-150 d.C.) surgió un patrón de construcción de tres templos dispuestos en torno a una plaza rectangular, de los cuales el más alto fue el del centro. Más de veintitrés complejos de tres templos se erigieron, la mayoría de ellos, en torno a la Calzada de los Muertos y en el noroeste del asentamiento. La contemporaneidad de estos complejos parece indicar la dimensión política del sitio en esta fase. Millon supone que la orientación de la ciudad tiene un significado astronómico, sugiriendo que fue creada como un modelo cósmico, el ombligo del mundo. Para sacralizar aún más su función, la Pirámide del Sol fue construida sobre una cueva natural que adquirió un carácter sagrado, y estuvo emparentada con los mitos de la creación de la Humanidad. En Miccaotli (150-200 d.C.) la orientación del centro cambió hacia el sur con la construcción de la Avenida Este-Oeste, donde se levantó la Ciudadela que contenía uno de los templos más carismáticos dedicado a la Serpiente Emplumada; el edificio estaba decorado con serpientes emplumadas y escenas acuáticas. Junto a él se colocaron dos amplios conjuntos de apartamentos en los que pudieron vivir los dirigentes de la ciudad. Enfrentado a la Ciudadela, en el sector oeste, se construyó el Gran Conjunto que pudo funcionar como un mercado regional. Esta nueva concepción del sitio es radicalmente diferente de la anterior, sugiriendo un profundo cambio político, donde el templo y la residencia de los dirigentes y el centro mercantil se sitúan juntos, muy centralizados. Se inicia la decoración de talud-tablero, que poco a poco cubrirá de manera uniforme todos los edificios y se convertirá en uno de los rasgos más sobresalientes de Teotihuacan. Las fases Tlamimilolpa (200-400 d.C.) y Xolalpan (400-650 d.C.) fueron típicas de alta centralización y carácter corporado. En parte, esto estuvo relacionado con el desmesurado aumento poblacional, que llegó a alcanzar más de 150.000 habitantes. Algunos antiguos complejos de tres templos volvieron a ponerse de moda y se inició un gran programa constructivo de conjuntos de apartamentos, renovándose la importancia de la Calzada de los Muertos. Los conjuntos de apartamentos son edificios multifamiliares, muchos de los cuales fueron construidos según medidas standarizadas de 60 por 60 m., y llegaron a ser cerca de 2.000. Son construcciones rodeadas de altas paredes y con una sola puerta de entrada. Comprenden habitaciones orientadas a uno o varios patios con áreas de vida, de actividades artesanales y de ritual, en cuyo centro suele haber un pequeño altar con talud tablero. El plano general de los conjuntos recuerda al de la Ciudadela. Las habitaciones porticadas son oscuras y sin ventanas, y sirvieron como cocina, almacén y para el descanso personal. Muy a menudo se colocó un importante enterramiento en el centro o debajo del altar del patio principal del conjunto, el cual guardaba los restos del antepasado fundador del grupo familiar de cada conjunto. En cada edificio multifamiliar vivieron entre 60 y 100 personas, organizadas como unidades corporadas de familias emparentadas con una función, especialización e ideología religiosa similar. El tamaño y status de los conjuntos varió interna y externamente, de modo que la localización, extensión, materiales de construcción, decoración y restos internos de cultura material, evidencian la existencia de muchos estratos sociales. A un nivel superior, estos conjuntos se organizaron en barrios o distritos, dirigidos desde edificios más importantes de integración social, económica y religiosa. De esta manera, el Estado teotihuacano pudo controlar con relativa facilidad una población tan heterogénea; pues cada sector de unidades corporadas pudo ser aislado de los demás en momentos de dificultades sociales y políticas. Las diferencias entre las casas y los conjuntos multifamiliares nos hablan de una sociedad jerarquizada en clases. Sobre estos datos R. Millon ha definido la existencia de seis clases sociales en el centro, al menos desde tiempos Tlamimilolpa. La cúspide de la pirámide social estuvo ocupada por la elite dirigente que actuó en actividades políticas y religiosas de importancia y en la guerra. También el comercio a larga distancia fue una actividad de elite. Los gobernantes fueron personalidades históricas sobre todo al final de Teotihuacan, y estuvieron en ocasiones identificados con los dioses. Las actividades rituales, en particular aquellas que adquirían connotaciones políticas, tuvieron una gran importancia estratégica. En la base de la mencionada pirámide se situaron los campesinos, más de 100.000 hacia el 600 d.C., que vivieron tanto en los conjuntos multifamiliares de la periferia como en aldeas y poblados en el campo. En estos sitios los restos de cultura material están emparentados con actividades de la vida cotidiana. Los artesanos y especialistas ocuparon niveles intermedios, pudiendo haber sido hasta 50.000. Vivieron en conjuntos multifamiliares agrupados por el parentesco y la misma especialización. Se han encontrado más de 100 áreas de trabajo de obsidiana, y se han detectado zonas en las que trabajaron los lapidarios que confeccionaron máscaras, ceramistas y otros especialistas, los cuales estuvieron también estratificados según su maestría y la categoría y status de sus obras. En el oeste de la ciudad existió un barrio de zapotecos conocido como el Barrio de Oaxaca, y en el este el Barrio de los Mercaderes, que contenía evidencias de relaciones con grupos de Veracruz y del norte del área maya, los cuales debieron ocupar también niveles intermedios de la sociedad teotihuacana. El medio de comunicación básico por medio del cual los teotihuacanos expresaron su ideología fue el arte mural, del que se conocen hasta ahora 350 ejemplos. Estos murales contienen temas litúrgicos dedicados al dios de la Lluvia, que suele estar ligado con serpientes emplumadas, peces, flores, estrellas y guerreros. Es el caso del Mural de Tepantitla y el Mural del Maguey. Otro conjunto temático corresponde a las mariposas, a menudo encontrado sobre los quemadores de incienso utilizados en rituales funerarios. Búhos, dardos y escudos forman un tercer complejo y están emparentados con la guerra, tal como se indica en el Palacio de Quetzalpapalotl. Un cuarto complejo de pinturas se centra sobre la representación de un culto y sus asistentes como en el Mural de la Agricultura; en él aparece la cremación de un muerto, un sistema funerario de amplio uso en la ciudad. El último conjunto se asocia con el agua subterránea, el inframundo y el fuego, con jaguares, símbolos de inframundo y trompetas de concha, que documentan la ideología teotihuacana en relación con el inframundo. También las figurillas de arcilla manifiestan la existencia de dioses básicos en el centro de México, como Xipe Totec, el dios de la lluvia (Tlaloc), la serpiente emplumada (Quetzalcoatl) y el dios del fuego (Xiuhtecuhtli). La fase Metepec (650-750 d.C.) fue un tiempo de cambio e intranquilidad política, en que la población de la cuenca de México ya no se concentra de manera total en Teotihuacan, sino que surgen nuevos asentamientos que se estratifican desde poblados a pequeños centros como Azcapotzalco, evidenciando una paulatina descentralización del estado. Este acontecimiento es también un fenómeno interno, a juzgar por las figurillas hechas a molde que representan divinidades o guerreros indicativos de que el ritual ya no se llevó a cabo de manera exclusiva en los templos, sino que se desintegró en los conjuntos multifamiliares. Al mismo tiempo se denota un poder económico más disminuido y la pérdida de contactos entre Teotihuacan y muchos centros de Mesoamérica. Coincide esta situación con profundos cambios políticos y económicos en esta Área Cultural, con centros muy expansionistas y agresivos como los de las tierras bajas mayas o, más tarde, Xochicalco, Cacaxtla y otros. La decadencia de la ciudad no fue abrupta, sino lenta, y culminó con la destrucción por medio del fuego de sus templos y edificos públicos más relevantes a lo largo de la Calzada de los Muertos y de la Ciudadela, hecho que coincidió con el abandono de la ciudad, que pasó a tener unos 25.000 habitantes.
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Al norte de Siria, Alejandro consiguió una nueva victoria sobre las tropas del Gran Rey, en Isos, con lo que quedaba controlada toda la península de Anatolia. De este modo se inicia una nueva etapa, caracterizada por el control de las ciudades fenicias y por la desaparición de sus flotas y la de los chipriotas, en que se apoyaba tradicionalmente el imperio persa. Con ello terminan sus posibilidades de subsistencia en el mar. Por otra parte, la adhesión creciente de las ciudades griegas y las ofertas de paz hechas por el Gran Rey pondrían punto final a una forma específica de expansión, capaz de controlar Grecia desde la monarquía de origen exterior como solicitaba Isócrates y de contener la fuerza del imperio persa en favor de la Grecia de las ciudades, que ahora contaría con el control de los territorios de Asia Menor. Sin embargo, el proceso expansivo mismo va creando su propia dinámica de reproducción, plasmada en las nuevas intenciones conquistadoras de Alejandro. La acción más agresiva tuvo lugar en Tiro, ciudad fenicia que ofreció la mayor resistencia, contra la que se emplearon los métodos más modernos de la artillería de la época y de cuyos habitantes, aparte de los ocho mil que fueron condenados a muerte, treinta mil fueron vendidos como esclavos, en agosto de 332. Después de Tebas, Alejandro seguía empleando masivamente el sistema, indicativo de que, al menos en parte, uno de los objetivos de la empresa se situaba en el reforzamiento del sistema de sumisión por conquista, en crisis a causa de los problemas que afectaban a los sistemas militares de la ciudad-estado. En Egipto, Alejandro es recibido como un libertador, desde el punto de vista de una población que en tiempos recientes ha experimentado los efectos más duros de la dominación despótica persa. El episodio más destacado, por su trascendencia y su significación en los modos de definición del poder de Alejandro, fue la visita al oráculo de Amón, en Siwa, que ya se consideraba sincretizado con el padre griego de los dioses y de los hombres, Zeus. La acogida favorable por parte de los sacerdotes, expresada en la filiación de Alejandro como hijo de Amón, protegido como nuevo faraón, se interpretó igualmente como filiación con respecto a Zeus, característica específica de la realeza tradicional, de los basilei, con lo que se logra una nueva síntesis entre la teología egipcia de la realeza y las características griegas de la realeza mítica y aristocrática. Como hijo de Zeus, no podía reprochársele ningún tipo de despotismo orientalizante, al margen de que el sistema egipcio estaba asimilado por la tradición griega desde la época arcaica e incluso había sido incorporado en la elaboración teórica representada por el platonismo. Sin embargo, al mismo tiempo, ello le permitía atribuir aspectos divinos a las formas de poder que iba elaborando. Otra medida de gran trascendencia fue la fundación de Alejandría, elemento simbólico de ese mismo personalismo y punto de partida de una nueva concepción de la ciudad griega, asentada entre pueblos orientales, vehículo de acción de futuras formas estatales significativas del nuevo mundo en formación.
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Los dos grupos norteamericanos, 16 y 17, se mueven cautelosamente. Conocen la situación de la flota de portaaviones japonesa, su ataque contra Midway y la acción de los aviones de la isla. Es el momento de atacar. Entre 7.30 y 8.30 los aviones del Hornet y Enterprise se lanzan en busca de los japoneses. A las 8.30 comienzan a despegar los del Yorktown. (Entre los tres portaaviones lanzaron 152 aparatos: 85 bombarderos en picado, 41 torpederos y 25 cazas). Aunque el día es bastante claro, la sincronización no es buena entre los diferentes grupos; los torpederos pierden a los bombarderos y su protección de caza y los aviones de cada buque operan por su lado. Eso, unido al cambio de rumbo ordenado por Nagumo, da lugar a una acción confusa, pero casualmente demoledora. La flota japonesa acababa de virar hacia el noroeste y comenzaba a recoger los aviones que atacaron Midway. En los hangares la confusión era enorme: cuatro cambios de órdenes en menos de dos horas habían originado un notable caos: por todos los lados había torpedos, bombas de fragmentación, bombas antiblindaje En ese momento llegan los torpederos del Hornet, que se lanzan contra el Akagi perseguidos por un enjambre de Zeros. El portaaviones japonés, con la cubierta llena de aviones, zigzaguea esquivando las letales estelas de los torpedos, que no logran alcanzarle. Los cazas japoneses se apuntan otra victoria: 16 aparatos atacantes, 15 derribados. Minutos después llegan los torpederos del Enterprise. El Kaga sufre ahora su embestida, pero la técnica norteamericana de torpedeo es aún muy burda y no consiguen ni un solo blanco, mientras los Zeros se anotan otro éxito: 10 derribos de 14 atacantes. Poco después de las 10, los torpederos del Yorktown localizan a la escuadra de Nagumo. Los 12 aparatos se lanzan contra el Soryu, que esquiva a media docena de torpedos en dos minutos, largos como horas. Los cazas japoneses se cobran su tremendo tributo: 10 aviones abatidos. El asalto concluye a las 10.20. Nagumo puede darse por satisfecho. Su flota ha sufrido siete ataques esa mañana sin que los norteamericanos hayan logrado más que algunos impactos superficiales en sus buques, a cambio de casi un centenar de aviones. Los tres últimos ataques habían sido especialmente productivos para su aviación de caza: de los 41 torpederos que participaron, sólo seis habían logrado escapar.. ¡y eso que se llamaban Devastadores! Ahora le tocaba a la Armada Imperial devolver el golpe. Los aviones estaban dispuestos. Ordenó comenzar los lanzamientos. Y en ese instante, cuando los portaaviones japoneses ponían proa al viento para que despegaran sus aviones, cuando la caza de protección de los cuatro buques perseguían a los últimos torpederos Devastadores, los bombarderos del Enterprise, encabezados por McClusky, se lanzaron sobre el Kaga. Un minuto más tarde, con el teniente Dic Best en cabeza, los cinco bombarderos del Enterprise que no participaron en el ataque de McClusky picaban sobre el Akagi, colocando tres bombas sobre su cubierta llena de aviones. El buque se convertía en una bola de fuego; centenares de explosiones en gigantesca traca hacia vibrar su estructura, mientras restos de aviones saltaban en todas direcciones. La flota japonesa contemplaba anonadada el espectáculo de los dos soberbios portaaviones envueltos en llamas y humo, cuando se producía el tercer mazazo. A las 10.25, Max Leslie, que comandaba los bombarderos del Yorktown se lanzaba, seguido de 12 aviones, sobre el Soryu y le alcanzaban con tres bombas de 450 kilos, transformándole en un volcán del que salían grandes llamaradas y montones de despojos... A las 10.28 todo había acabado. En sólo seis minutos, la flota de Yamamoto había quedado en inferioridad. Sin embargo, pasado el anonadamiento inicial, Nagumo comenzó a tomar disposiciones. Aún pensaba que podría salvar a uno o dos de los portaaviones y, además, le quedaba el Hiryu.
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Uno de los primeros problemas que tuvo que afrontar la República fue el de la organización del Estado, planteado sin remilgos por los catalanistas desde el mismo 14 de abril. Los firmantes del Pacto de San Sebastián habían contraído el compromiso de dar una solución jurídica al problema catalán mediante el reconocimiento de un órgano de gobierno regional, cuya naturaleza y competencias serían delimitadas por un Estatuto de Autonomía aprobado por las Cortes. Se pactó, pues, un autogobierno limitado y no la autodeterminación, y así fue aceptado incluso por aquellos dirigentes de la Conjunción menos proclives al catalanismo. Pero el Pacto no se pronunciaba claramente sobre la futura estructura, federal o unitaria, del Estado republicano, y ello acarrearía no pocos problemas. La creación en marzo de 1931 de la Esquerra Republicana (ERC), que aglutinó a los sectores catalanistas más radicales, reforzó en ellos la creencia de que un federalismo que reconociera la singularidad del hecho diferencial catalán era la salida lógica a una ruptura democrática del Estado unitario de la Restauración. Las elecciones del 12 de abril sirvieron para sentar las bases de la hegemonía política de ERC frente a la Lliga y a los restantes grupos políticos de la región. El día 14, el dirigente de la Esquerra, Francesc Maciá, firmaba una proclama oficial: "Interpretando el sentimiento y los anhelos del pueblo que nos acaba de dar su sufragio, proclamo la República Catalana como Estado integrante de la Federación Ibérica. De acuerdo con el Presidente de la República Federal Española, señor Alcalá Zamora, con el cual hemos ratificado los acuerdos tomados en el pacto de San Sebastián, asumo provisionalmente las funciones de Presidente del Gobierno de Cataluña (...)". Investido de esta función, el día 16 formó Maciá un Gobierno de coalición y procedió a nombrar autoridades gubernativas. La iniciativa, que suponía la autoproclamación de un Poder Ejecutivo al margen de las estructuras estatales, constituía de hecho una transgresión de los acuerdos del año anterior, máxime cuando aún no se habían reunido las Cortes Constituyentes, que tendrían la decisión última sobre la forma del Estado. A la inicial descalificación de la actuación de los catalanistas por parte del Gobierno, siguió un acercamiento de las posturas. El 17 de abril viajaron a Barcelona varios ministros, quienes negociaron un plan para acelerar el acceso de la región a la autonomía. Los nacionalistas desistieron de sacar adelante una República y un Gobierno catalanes a cambio de la reaparición de una vieja institución de gobierno, la Generalidad, a la que se traspasaban provisionalmente las competencias de las diputaciones provinciales, y de la ratificación por las Cortes Constituyentes de un Estatuto que sería elaborado por las fuerzas políticas regionales y aprobado en referéndum por los ciudadanos españoles censados en las cuatro provincias catalanas. El 21 de abril, un Decreto del Gobierno republicano daba existencia legal al equipo de Maciá como Consejo provisional de la Generalidad, integrado en el marco de las instituciones del Estado. Se iniciaba con ello un proceso que debería concluir con la aprobación del Estatuto de autonomía regional por las Cortes españolas y el paulatino traspaso de competencias estatales a la Administración autonómica.
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"La coexistencia de varias naciones bajo el mismo Estado -escribía en 1862 Lord Acton, el historiador de Cambridge, criticando el concepto de nacionalismo político de Mazzini- es una prueba y también la mejor garantía de su libertad. Su conclusión lógica era que los Estados más perfectos eran aquellos que incluían varias nacionalidades distintas sin oprimirlas". Pero Acton no se engañaba. Añadía que la nacionalidad no aspiraba ni a la libertad ni a la prosperidad, sino que ambas las sacrificaba a la necesidad de construir el propio Estado nacional: "su curso -terminaba- estará marcado por la ruina moral y material". Lo que iba a ocurrir en los dos Estados más perfectos que él citaba -Gran Bretaña y Austria-Hungría, y también en el Imperio Otomano y Rusia- vino en gran parte a darle la razón. En todos ellos, la irrupción de los nacionalismos de ciertas minorías étnicas cambió la historia. El problema irlandés fue el gran problema de la política interna británica entre 1885 y 1921, y una de las causas de lo que el historiador Dangerfield llamaría en 1935 la "extraña muerte de la Inglaterra liberal". En Austria-Hungría y en Turquía, las nacionalidades destruyeron los imperios. Más aún, las tensiones generadas por los nacionalismos balcánicos (y por el nacionalismo alemán) llevaron en 1914 al mundo a la guerra. El problema era, como ya quedó indicado, antiguo. Las reivindicaciones del nacionalismo húngaro -que habían cristalizado en los levantamientos de 1848-49- parecieron encauzarse satisfactoriamente tras la formación de la Monarquía dual austro-húngara en 1867. Pero el nacionalismo irlandés -que también había parecido desvanecerse en los años 1848-68 como consecuencia de los devastadores efectos que sobre Irlanda tuvo la "gran hambre" que por entonces se abatió sobre el país- resurgió. En 1858, se crearon en Nueva York la Hermandad Feniana, y en Irlanda, la Hermandad Republicana Irlandesa. El intento insurreccional promovido por ésta en marzo de 1867 terminó desastrosamente, con la muerte de 24 personas, el encarcelamiento de muchas otras y la ejecución posteriormente de otras tres. Pero el juicio de los prisioneros "fenianos" revivió la causa irlandesa. Isaac Butt (1813-1879), un abogado conservador, protestante y federalista, organizó en 1873 la Liga Autonomista Irlandesa: en las elecciones de 1874 logró 59 del total de 82 escaños que correspondían a Irlanda en el Parlamento británico. En la Polonia rusa hubo levantamientos nacionalistas en 1830-31 y en 1863-64, expeditivamente reprimidos por los ejércitos zaristas; y en la Polonia prusiana en 1846. Que no los hubiera, por lo menos de la misma magnitud, en la Polonia austríaca (en Galitzia, región atrasada y rural que gozaba de relativa autonomía) no significó que el sentimiento nacional polaco fuera débil: al contrario, las universidades de Cracovia y Lemberg allí enclavadas se convirtieron en uno de los focos más activos del nacionalismo polaco (y Lemberg, además, del ukraniano). En 1875-76, se produjeron rebeliones nacionalistas de serbios y búlgaros contra el poder otomano en Bosnia y Bulgaria respectivamente, duramente aplastados por los turcos, lo que dio lugar a que primero Serbia y Montenegro y luego, Rusia, en abril de 1877, declarasen la guerra a Turquía. Por el tratado de San Stefano (3 de marzo de 1878) y el Congreso de Berlín (13 de junio del mismo año), las grandes potencias confirmaron la plena independencia de Rumanía y de Serbia - aunque Bosnia-Herzegovina quedó bajo administración austríaca-, y forzaron la creación de una Bulgaria autónoma (aunque independiente de facto, al extremo que una nueva guerra interbalcánica entre Serbia y Bulgaria por el territorio de Rumelia estalló en noviembre de 1885). Antes, pues, de los años 1880-1914, la cuestión de las nacionalidades había generado ya considerables tensiones, tanto domésticas como internacionales. Pero, como ya se indicó, el problema se extendió y radicalizó en aquellos años, cuando se produjo, como también quedó apuntado, la primera gran etapa de movilización étnico-secesionista de la historia europea que abarcó -aunque con muy desigual intensidad- a croatas, serbios, eslovenos, macedonios, checos, polacos, eslovacos, ucranianos, georgianos, bálticos, noruegos, finlandeses, irlandeses, albaneses, armenios, catalanes, vascos, gallegos, greco-chipriotas, flamencos y judíos. Ello se materializó en la aparición de movimientos que reivindicaban o la autonomía o la independencia para los pueblos mencionados. Como parece lógico, un movimiento tan amplio y dispar se debió a la confluencia de numerosas circunstancias y factores específicos, distintos, además, en cada caso. Pero el nacionalismo tuvo elementos comunes. Primero, el nacionalismo fue un hecho de pueblos que habían tenido en el pasado -reciente o remoto- o existencia política independiente o algún tipo de organización administrativa propia (eso, aunque muchas de las interpretaciones históricas propuestas por los propios nacionalistas fueran distorsionadas por mitos y leyendas indemostrables, sino deliberadamente falsas); en los casos de los imperios ruso y otomano, y en parte, en el de Austria-Hungría, los poderes centrales - débiles e ineficientes, a pesar del frecuente recurso a formas despóticas y quasi-coloniales de gobierno- nunca lograron integrar verdaderamente a los pueblos dominados, que retuvieron de alguna forma su personalidad a lo largo de los siglos. Segundo, y por eso mismo, la gran mayoría de aquellos movimientos nacionales estuvieron asociados con el renacimiento de las respectivas lenguas nativas, hecho posible a lo largo del siglo XIX por la unificación de gramáticas y diccionarios lingüísticos, por la adaptación de los viejos vocabularios a las nuevas necesidades literarias y políticas y por la aparición de medios modernos de comunicación de masas (prensa y libros, preferentemente); en cualquier caso, lengua y etnicidad fueron los factores que vinieron a legitimar las reivindicaciones políticas nacionalistas. Tercero, el desarrollo de movimientos nacionales fue paralelo a la extensión de las oportunidades políticas (reconocimiento de algunos derechos y libertades, ampliaciones del sufragio), al aumento de los niveles de educación y alfabetización, y a la aparición de enclaves urbanos e industriales en las regiones y territorios nacionalistas: las profesiones liberales -abogados, profesores, maestros, médicos, el clero- nutrieron el liderazgo nacionalista, y las clases medias y medias-bajas urbanas y rurales constituyeron, por lo general, el principal apoyo social de los nacionalismos. La movilización étnico-secesionista de finales del siglo XIX fue, por tanto, resultado de las contradicciones y tensiones creadas por la misma modernización económica, política y social que experimentó -con inmensas diferencias, como se vio- todo el continente europeo. Memoria histórica, singularidad étnico-lingüística (o religiosa), medios modernos de comunicación, maduración de los procesos de asimilación de la propia conciencia de identidad, mayor vertebración interna de las distintas comunidades nacionales, cambios graduales en las formas de producción y trabajo en el interior de las mismas: todo ello hizo que en aquellas pequeñas naciones europeas, en aquellos pueblos sin historia -como se les había llamado despectivamente- aparecieran, antes o después, movimientos nacionalistas y, lo que fue más importante, que éstos recibieran un creciente apoyo social y, cuando fue posible, electoral. Además, en muchos casos, los movimientos nacionalistas fueron, como enseguida se verá, nacionalismos de respuesta, esto es, surgieron como expresión de la crisis -de identidad de unas culturas amenazadas bien por la misma modernización, bien por la voluntad asimilista de los poderes centrales, bien por la misma tensión interétnica entre las mismas nacionalidades oprimidas (y en el caso del sionismo, como respuesta a la amenaza que para las minorías judías supuso la extensión del antisemitismo por Europa). El nacionalismo irlandés, por ejemplo, supo capitalizar las oportunidades -ampliación del electorado, más escaños para Irlanda- abiertas por las reformas electorales británicas de la década de 1880, esto es, por las leyes de Prácticas ilegales y corruptas (1883), de Representación del pueblo (1884) y de Redistribución de los escaños (1885). En las elecciones de noviembre de 1885, amplió su representación a 86 escaños -sobre 103 asignados a Irlanda-, cifra prácticamente inalterada en las ocho elecciones generales que se celebraron entre aquel año y 1918. Eso hizo que el grupo nacionalista irlandés -dirigido desde 1878 por Charles S. Parnell (1846-1891), el formidable y enigmático líder de origen anglo-americano, educado en Cambridge, que había adquirido gran notoriedad en 1880 por su defensa de los campesinos irlandeses amenazados de expulsión legal de sus tierras- fuera en todo ese tiempo el tercer partido del Parlamento británico, por detrás de conservadores y liberales, pero por delante de los liberalunionistas -la escisión liberal encabezada por Joseph Chamberlain en 1886 precisamente en oposición a la primera Ley de Autonomía Irlandesa de Gladstone-, y de los laboristas (2 diputados en 1900; 30 en 1906; 40 en 1910; 63 en 1918). El nacionalismo irlandés -reorganizado en 1882 en la Liga Nacional, partido autonomista (aunque Parnell nunca se pronunció contra la independencia y mantuvo contactos secretos con el "fenianismo" terrorista)- adquirió una extraordinaria capacidad de maniobra política. La primera consecuencia fue la conversión de Gladstone, el líder del partido liberal, al principio de la autonomía irlandesa. En efecto, Gladstone llevó al Parlamento, cuando estuvo en el Gobierno, dos proyectos de autonomía para Irlanda, la Ley del Gobierno de Irlanda de 8 de abril de 1886 y la Ley de Autonomía de 13 de febrero de 1893, proyectos similares, aunque no idénticos, que preveían la creación de un Parlamento irlandés en Dublín con amplias atribuciones en política regional y fiscal -pero sin concesiones en cuestiones de política exterior, defensa y policía- y el nombramiento de un Lord Gobernador como jefe de un ejecutivo irlandés responsable ante aquella cámara. Pero la iniciativa de Gladstone puso de manifiesto la complejidad del problema irlandés y contribuyó, sin duda, a dificultar su solución. Primero, provocó la escisión del propio partido liberal británico, cuando Chamberlain creó en 1886 el grupo liberal-unionista opuesto a la autonomía irlandesa (lo que hizo que el primero de los dos proyectos de ley fracasara ya que 93 diputados liberales votaron contra su propio gobierno; el segundo proyecto, el de 1893, fue rechazado por la Cámara de los Lores). Segundo, dividió a la propia comunidad irlandesa, una comunidad plural en la que coexistían las culturas inglesa, anglo-irlandesa, gaélica y protestante del Ulster. Así, en las elecciones de 1885 a las que Gladstone acudió ya con la promesa de autonomía para Irlanda, en el Ulster salieron elegidos 18 diputados autonomistas y 17 antiautonomistas (que formaron grupo parlamentario aparte, y que convergerían un poco después, en 1905, en el Consejo Unionista del Ulster, precedente del Partido Unionista creado después de la guerra mundial). Más aún, la idea de Gladstone, al enfrentar a liberales y conservadores, hizo que no existiera un proyecto común para Irlanda. El partido conservador, que estuvo en el poder entre 1886 y 1906 -con el breve paréntesis liberal de 1892-95-, optó por una política de desarrollo económico y reforma agraria para Irlanda, y en todo caso, por una gradual devolución de atribuciones financieras y fiscales a la isla, pero rechazó la autonomía política. Incluso acabó por apoyar abiertamente, como se vería desde 1910-11 a los Unionistas ulsterianos (que mantendrían sus 16-18 diputados, y que desde 1892 tendrían en Edward Carson un líder carismático y brillante). El fracaso de los proyectos autonomistas de Gladstone, más la crisis que el nacionalismo parlamentario irlandés atravesó con motivo de la caída de Parnell en 1890 -cuya carrera se vio arruinada al verse implicado en un resonante caso de adulterio-, paralizó durante años el proceso autonómico. Pero fue sólo un paréntesis engañoso. El nacionalismo era ya una fuerza social considerable que penetraba más allá del ámbito de la política. Así, en 1884 se creó la Asociación Atlética Gaélica para recuperar y promover los deportes ancestrales irlandeses y en 1893, la Liga Gaélica, para impulsar el uso del gaélico en escuelas y universidades y para defender, en general, la herencia cultural irlandesa (música, folklore, danzas, cuentos orales, etcétera). Todo ello provocó un verdadero renacimiento cultural irlandés. Sus implicaciones políticas eran evidentes. En sintonía con el resurgimiento gaélico, Arthur Griffith (1872-1922), un periodista dublinés, creó en 1900 la Sociedad Gaélica, un movimiento político cuyo lema desde 1905 fue Sinn Fein (nosotros solos), que abogaba por una Irlanda independiente, unida en todo caso a Inglaterra mediante un pacto de soberanía a través de la Corona. Militantes de los grupos radicales más o menos vinculados a la Hermandad Republicano-Irlandesa -activa sobre todo, entre los emigrantes irlandeses en Estados Unidos- bascularon hacia el movimiento gaélico: un movimiento abiertamente independentista, por tanto, apareció desde principios de siglo amenazando el liderazgo del grupo parlamentario autonomista (que, desde 1900, halló un nuevo líder en John Redmond). El retorno de los liberales al poder en 1906 reabrió las expectativas autonomistas irlandesas, sobre todo desde que, tras las dos elecciones generales celebradas en 1910, los liberales necesitaron perentoriamente del apoyo del nacionalismo irlandés para gobernar (pues el Parlamento, tras la elección de noviembre de ese año, se componía de 272 liberales, 272 conservadores y unionistas, 83 nacionalistas irlandeses y 42 laboristas). El gobierno liberal, presidido por Asquith, presentó, en efecto, en abril de 1912 el que era, por tanto, tercer proyecto de Ley de Autonomía Irlandesa, muy similar al de 1893, si bien, ahora el Parlamento irlandés se compondría de dos cámaras. Pero tampoco esta vez la ley pudo prosperar. Suscitó, en primer lugar, la oposición cerrada de los conservadores ingleses y de los unionistas del Ulster, los cuales formaron a principios de 1913 una Fuerza de Voluntarios del Ulster, un grupo militar dispuesto a defender por la violencia la unidad anglo-irlandesa. Y estimuló, además, a los grupos independentistas gaélicos: varios de ellos crearon, en noviembre de ese mismo año, su propia fuerza paramilitar, los Voluntarios Irlandeses. La posibilidad de una guerra civil o, por lo menos, de choques armados entre grupos paramilitares antagónicos, era, pues, real. Fue por eso que el Gobierno empezó a estudiar la posibilidad de reformar su proyecto de ley y dar al Ulster tratamiento separado (sobre todo después que, en marzo de 1914, 58 oficiales de la guarnición de Dublín dimitieron -en un gesto sin precedentes en la historia del ejército británico- ante la posibilidad de que el Gobierno echara mano de las tropas para obligar a aquella provincia a aceptar la autonomía en caso de que ésta fuera finalmente aprobada). Pero eso, a su vez, hacía inevitable la ruptura con el nacionalismo parlamentario de Redmond. La Guerra Mundial precipitó las cosas. La Hermandad Republicana Irlandesa y el Sinn Fein -constituido como partido en 1912-,junto con los Voluntarios Irlandeses y otros grupos independentistas minoritarios, creyeron la ocasión propicia para preparar una insurrección armada contra el dominio británico. Y en efecto, en la semana de Pascua de 1916 (24-29 de abril), la insurrección estalló en Dublín. Fue un desastre: 15 de los líderes del levantamiento -entre ello, Pádrac Pearse y James Connolly, nacionalista y socialista revolucionario- fueron ejecutados, y unas 2.000 personas fueron encarceladas. Las ejecuciones transformaron para siempre el clima político y social de Irlanda e hicieron poco menos que imposible toda idea de convivencia y reconciliación anglo-irlandesas. Así, en las elecciones de 1918, las primeras que se celebraban desde 1910, el Sinn Fein, dirigido por Eamon de Valera, uno de los líderes de la insurrección de 1916, obtuvo 73 escaños y los nacionalistas moderados de Redmond, 6 (y los Unionistas del Ulster, 26): la autonomía resultaría en adelante inaceptable.
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Una vez que la diplomacia española se sumó al criterio descolonizador de las Naciones Unidas en septiembre de 1963, la cuestión de Gibraltar pasó a un primer plano de los objetivos del ministro Castiella. Desde septiembre de 1964 las resoluciones de la ONU pasaron a ser favorables a las tesis españolas de descolonización, por lo que Castiella intentó compensar los avances en el objetivo de la recuperación del Peñón con sus fracasos ante Europa y Estados Unidos. La internacionalización del contencioso con el Reino Unido trajo consigo el diseño de una diplomacia multilateral dirigida a la obtención del voto de los países árabes y latinoamericanos. Los gestos diplomáticos de independencia ante los Estados Unidos y el bloque occidental se multiplicaron. Por ejemplo, se mantuvo el apoyo a la causa palestina y se intentó seguir una política independiente ante Cuba. El comportamiento y el discurso de los representantes españoles en los Organismos Internacionales tendió a distanciarse de las potencias occidentales para acentuar los contenidos tercermundistas. Otra línea de acción exterior consistió en un trabajo por la seguridad colectiva en el Mediterráneo, que limitase los riesgos de confrontación Este-Oeste y justificase el retorno de Gibraltar. Además Castiella inició una política de bloqueo y sanciones hacia Gibraltar que entorpecía las actividades económicas de la colonia británica y el funcionamiento de la base militar. Esta política de enfrentamiento con Londres limitó las posibilidades españolas ante la OTAN y enturbió las negociaciones con los Estados Unidos. Las resoluciones favorables a los intereses españoles en Naciones Unidas eran un símbolo de la mejora de imagen del Régimen fuera de Occidente. Desde diciembre de 1967 la ONU se inclinó claramente por las tesis españolas, lo que acentuó los rasgos nacionalistas del ministro Castiella. El compromiso descolonizador había permitido la suma de 73 votos favorables a las tesis españolas contra 19 y 27 abstenciones. Sin embargo, el Gobierno británico hizo caso omiso de la resolución de la ONU, promulgando un nuevo texto constitucional en mayo de 1969 que ampliaba la autonomía de Gibraltar. La diplomacia franquista pretendía ligar la reivindicación de Gibraltar con una vinculación más estrecha con Occidente. Sin embargo, el empecinamiento de Castiella llevó las relaciones con Gran Bretaña a un verdadero callejón sin salida. Además, los Estados Unidos no tomaron en cuenta las aspiraciones españolas respecto a la Roca, prefiriendo mantener las líneas de su estrecha relación con los británicos. La huida hacia adelante de Castiella, por ejemplo, en octubre de 1969 cerraba la frontera y cortaba las comunicaciones telefónicas a Gibraltar, terminó siendo contraproducente para los intereses españoles. Además del fuerte enfrentamiento con el Reino Unido, la obcecación de Castiella hizo que peligrara la renovación de los acuerdos con los Estados Unidos.
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Nacido en el seno de una familia burguesa del sur de Bohemia, Juan Hus (1369-1415), estudió en la universidad de Praga, en donde consiguió el título de maestro en artes (1396) y ejerció como profesor de filosofía desde 1401. Ordenado sacerdote en 1400, Hus mostró su admiración por la obra de los predicadores Milic y Janov y por las ideas del reformador inglés John Wyclif, crítico de la jerarquía eclesiástica. Hus transmitió sus ideas reformadoras a través de sus predicaciones desde la capilla de Belén en Praga, que, en un principio, contaron con el beneplácito del arzobispo Zbynek Zajic, quien, sin embargo, condenó en 1409 las obras de Wyclif y algunos escritos del propio Hus, como la "Apostilla", la "Explicación del Decálogo" o la "Pequeña hija". En 1409 el rey Wenceslao IV promulgó el decreto real de Kutná Hora, por el que la gestión de la universidad de Praga, hasta entonces monopolizada por el profesorado alemán, pasó a manos de los checos; Hus se convirtió en rector y confesor de la reina Sofía de Baviera. A partir de 1412 la situación dio un giro espectacular. Hus y sus seguidores acusaron de simonía a los enviados papales llegados a Praga con las indulgencias plenarias; esta acusación supuso la retirada del permiso de predicación para Hus y el entredicho para la capital bohemia, lanzado desde Roma por el arzobispo de Praga. El pensamiento de Hus, recogido en obras como el "De Ecclesia", se radicalizó. En 1415 se desplazó a Constanza para defender sus ideas ante el Concilio. Hus, a pesar de rechazar las imputaciones de herejía y poseer un salvoconducto del emperador Segismundo, fue tildado de hereje y condenado a la hoguera; la condena de Hus fue seguida por la de uno de sus principales seguidores, Jerónimo de Praga. Estas dos muertes crearon un fuerte partido husita en Bohemia, conocido como "calicista" o "utraquista" por identificar el símbolo de su lucha con el cáliz y la eucaristía bajo las dos especies, el pan y el vino (sub utraque specie). En 1419 estalló la revuelta en Praga, alentada por las predicaciones de Juan Zelivsky y por el partido husita, que concluyó con la ocupación del ayuntamiento y la defenestración de los miembros del concejo afines al emperador Segismundo. Tras la muerte del rey Wenceslao, el patriciado urbano y los husitas moderados llegaron a un acuerdo para restablecer el orden en la ciudad. Este hecho muestra cómo casi desde el primer momento hubo una división en el seno del husismo; los husitas moderados (baja nobleza y patriciado urbano), dirigidos por Juan Zizka, reclamaban el reconocimiento por parte del Papado y de Segismundo, sucesor de Wenceslao IV, de la ortodoxia de la reforma husita; por su parte, los más radicales (campesinado y población urbana), acaudillados por Wenceslao Koranda en Praga y, más tarde, por los cabecillas de la comunidad de Tabor (taboritas), solicitaban cambios en las estructuras sociales y políticas del país. En 1420 los husitas moderados (calicistas o utraquistas), ante las negativas de Segismundo y la preparación de la cruzada por parte del papa Martín V, aprobaron los "Cuatro artículos de Praga", con los que proclamaban la libertad de predicación, la eucaristía bajo las dos especies, la supresión del poder temporal de la Iglesia y el castigo público de los pecados más graves. Pese a las crecientes disensiones en el seno del husismo, provocadas por la ejecución del radical Martín Huska y por el asesinato del predicador Juan Zelivsky, los ejércitos bohemios, dirigidos por los moderados Zizka y Procopio el Grande, consiguieron derrotar a las tropas cruzadistas en repetidas ocasiones: Monte Vitkov (1420), Vysehrad (1422), Tachov (1427) y Domazlice (1431). Ante la sucesión de los fracasos militares, Roma y Segismundo decidieron optar por la vía del diálogo y, así, se iniciaron las conversaciones de paz en Presburgo (1429), proseguidas por el Concilio de Basilea (1432-1433) y por la Convención de Cheb (1432). Las conversaciones de paz desembocaron en los llamados "Compactata de Praga" (1433), artículos de fe que sellaban el compromiso entre los utraquistas y el Concilio de Basilea. Mientras, la situación interior del país se degradaba poco a poco. La alta nobleza, fiel a la Iglesia romana, dio un golpe de mano en la Dieta de Praga (1433) al hacerse con los principales cargos del gobierno, dejando al margen a la pequeña aristocracia y a los procuradores de las ciudades. Por su parte, e} ejército, que había hecho de la guerra un "modus vivendi", se encontraba en estado de continua revuelta, al disminuir la actividad bélica. La guerra civil no tardó en estallar. Los husitas moderados, aliados de los católicos, derrotaron en Lipany (1434) al ejército de taboritas y orfelinos, antiguos componentes de las tropas de Zizka. La contraofensiva taborita acabó en desastre y su cabecilla, Juan Rohac de Duba, fue ahorcado en Praga. Segismundo, tras diecisiete años de luchas y conflictos, consiguió entrar en Praga y ser reconocido rey por la Dieta. Según lo estipulado por los "Compactata de Jihlava" (1436), Bohemia se reincorporaba a la Iglesia romana, aunque manteniendo algunas de sus particularidades litúrgicas, como la eucaristía bajo las dos especies; el rey se comprometía a promocionar a eclesiásticos reformadores como el arzobispo de Praga, Juan Rokycana. El movimiento husita, calificado por algunos autores como revolución, trajo consigo la afirmación del elemento checo sobre el alemán en Bohemia y la difusión de los ideales de reforma y renovación eclesiástica por los países de su entorno geográfico (Polonia, Hungría, Alemania, Eslovaquia, etc.). A la muerte de Segismundo (1437), la Dieta eligió como sucesor a su yerno Alberto de Habsburgo, duque de Austria y rey de Hungría. Su candidatura, apoyada por los barones católicos (alta nobleza), fue contestada por la nobleza husita y por las ciudades, que pretendían promocionar al trono al príncipe polaco Casimiro. En la batalla de Tabor (1438) el partido pro-Habsburgo derrotó a la facción contraria con el apoyo de Moravia (feudo católico), Lusacia y Silesia. Alberto moriría un año más tarde, dejando un hijo póstumo, Ladislao. Bohemia vivió a partir de ese momento un periodo de catorce años de anarquía, en el que los dos partidos formados a raíz de la elección de Alberto se disputaron el poder. En 1448 Jorge Podebrady, jefe del partido husita, se hizo con el control de la situación en Praga, en perjuicio de Ulrich de Rozmberk, cabecilla del partido católico. Podebrady supo aunar, a partir de 1452, a moderados y radicales, gracias a la labor del arzobispo Rokycana. En 1453 se convirtió en regente del todavía menor Ladislao y, a la muerte de éste, fue elegido rey de Bohemia por la Dieta (1458). Durante su reinado pretendió acabar con las diferencias entre católicos y husitas. No consiguió el reconocimiento de Silesia, gobernada por el príncipe Vratislav, ni del papa Pío II, por lo que tuvo que buscar apoyos en el Imperio (Federico III) y en Francia (Luis XI). Las diferencias internas condujeron a los checos a una nueva guerra civil, originada por el levantamiento de los barones, que organizaron la Liga de Zelená Hora, bajo el mando del católico Zdemerk de Sternberk y con el apoyo del Papado y del rey de Hungría, Matías Corvino. Podebrady, antes de morir en 1471, firmó un tratado con Polonia para asegurar la sucesión en el trono: un hijo del rey polaco Casimiro, Ladislao, se convertiría en rey de Bohemia. Este sería elegido rey por la Dieta de Kutná Hora a la edad de quince años, aunque bajo la regencia de Johana, viuda de Podebrady. Al mismo tiempo, Matías Corvino se autoproclamaba rey de Bohemia con la bendición del Papa. La comprometida situación fue zanjada por la Paz de Olomuc (1479) por la que Ladislao retenía el titulo de rey de Bohemia, pero perdía el dominio sobre Moravia, Silesia y Lusacia en favor del rey de Hungría. Ladislao tuvo que hacer frente en 1483 a una nueva revuelta, en este caso auspiciada por los calmistas, que solicitaban el reconocimiento por parte de Roma de los "Compactata", denunciados como heréticos por Pío II en 1462. En 1485 se llegó a un acuerdo definitivo entre católicos y husitas, sellado por la Paz Religiosa de Kutná Hora. Dicho tratado proclamaba la libertad de culto, de la que quedaban excluidos algunos grupos radicales como el de los Hermanos checos, surgido a mediados del siglo XV en torno a comunidades evangélicas. Las diferencias políticas no se solucionaron tan fácilmente como las religiosas, puesto que la llamada Carta del país (1500), que otorgaba amplios privilegios a la nobleza, levantó el descontento en las ciudades. Estas consiguieron recuperar parte de sus derechos políticos gracias al Acuerdo de san Wenceslao (1517). Ladislao, presionado por Maximiliano de Habsburgo, firmó en 1515 un acuerdo sucesorio con la dinastía germana, que disponía los enlaces de su hijo Luis con María de Habsburgo y de su hija Ana con Fernando o Carlos de Habsburgo. Tras la muerte de Luis en la batalla de Mohacs contra los turcos (1526), Bohemia se integraría en los dominios patrimoniales de los Habsburgo. Pese a la defensa de la ortodoxia católica por parte de los gobernantes Habsburgo, la Reforma protestante calaría en las comunidades bohemias, sobre todo entre los calicistas más radicales y entre los Hermanos checos. Durante los siglos bajomedievales, Bohemia se integró en la economía europea, al iniciar la exportación masiva de cereales a Sajonia y Tirol o la de paños de bajo precio a Austria y Alemania. La producción artesanal del vidrio y la cerveza colocaron también al país en una posición envidiable con respecto a las economías de los Estados vecinos. La minería también constituyó un recurso a destacar de la economía bohemia, sobre todo debido a la explotación intensiva de las minas de plata de Kutná Hora, en la que invirtieron emprendedores extranjeros procedentes de Nüremberg, o a la extracción de estaño de las minas de la región de Erzgebirge. En 1518 se descubrió un nuevo yacimiento de mineral de plata en Jáchymov, que duplicó la producción minera de Bohemia. El campo se benefició de las labores de roturación emprendidas desde finales del siglo XV en algunos señoríos como el del linaje de los Pernstejn. Algunos señores feudales realizaron también obras hidráulicas en sus posesiones, que mejoraron los cultivos de regadío. Este es el caso de Guillermo de Pernstejn que construyó un total de 32 kilómetros de canales y acequias o el de la familia Rozmberk, promotora del llamado Canal de oro, con unos 42 kilómetros de recorrido. El comercio estaba controlado por los mercaderes de la Hansa, procedentes de Frankfurt y Nüremberg, que desde las más importantes ciudades bohemias, auténticas encrucijadas en los caminos que conectaban el occidente con el oriente de Europa, monopolizaban los tráficos por vía terrestre entre Venecia y Rusia. Algunos comerciantes holandeses frecuentaban las ferias de Bohemia. Quizás, el momento de mayor auge económico vivido por el país coincidió con el reinado de Carlos IV, simbolizado por el crecimiento urbanístico de Praga. La construcción del nuevo puente, del castillo real, de la catedral de San Vito, de las iglesias de Santa María de las Nieves y de Santa María de Tyn, del ayuntamiento (1388) o la proliferación de barrios de artesanos y comerciantes nos ofrecen un claro ejemplo de la bonanza económica que disfrutó la capital durante la segunda mitad del siglo XIV. El emperador potenció la ruta comercial que comunicaba las ciudades de Nüremberg, Praga y Bratislava, arteria principal de los intercambios con Hungría y las regiones balcánicas.
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Los judíos se sintieron profundamente irritados cuando Calígula pretendió que su estatua estuviera dentro del templo de Jerusalén y por sus aspiraciones a ser considerado divino. Pero sería una simplificación atribuir a un hecho aislado el comportamiento religioso y político de un pueblo. El antirromanismo de amplias capas del pueblo judío tenía raíces más profundas que contaban con actitudes organizadas ya desde el siglo II a.C. Lo mismo que hicieron ante las monarquías helenísticas, los judíos cultos y helenizados fueron partidarios de la colaboración con Roma y no veían contradicción entre el seguimiento de la Ley y su dependencia política. Las capas empobrecidas de la población odiaban por igual a la oligarquía judía que a los romanos. A su vez, frente a las dos tendencias en la interpretación de la Ley, la de los fariseos y saduceos, había otra mucho más rigorista, cuyo grupo más numeroso y significativo estaba constituido por la comunidad del Mar Muerto o de Qumran, bien conocida a través de los escritos de los mismos que se van publicando en los últimos años. Hay coincidencias entre el comportamiento y la doctrina de Jesús en comparación con los contenidos de los escritos de Qumran: la enemistad con los sacerdotes oficiales de los judíos, Jesús expulsando del templo a los mercaderes para que fuera sólo un lugar de oración, etc. En la época de Nerón, las divergencias planteadas por los judíos convertidos al cristianismo venían a complicar las tensiones sociales en Judea. Algunos sectores de los judíos antirromanos, uniendo interpretación rigorista de la Ley y sentimiento nacionalista, se habían organizado en bandas armadas para luchar contra las tropas romanas de ocupación. Tales eran los zelotas a cuyo frente estaba Eliazar, hermano del sumo sacerdote. El dato de la relación familiar es ilustrativo de los múltiples cruces de alianzas que se daban en los momentos de mayor tensión. Los procuradores romanos de Judea durante el gobierno de Nerón no se distinguieron por su finura política en el trato dado a los judíos. El 61 d.C., la guarnición romana fue masacrada. El 66 d.C. fueron confiscados por Roma los tesoros del Templo y la rebelión se extendió a todos los territorios de Judea. Entonces Nerón puso al frente de un numeroso ejército de tres legiones, bien equipadas, a T. Flavio Vespasiano, militar prestigioso y eficaz, quien después sería emperador. De modo sistemático, aldea por aldea y ciudad por ciudad, Vespasiano fue eliminando todos los focos de resistencia. La muerte de Nerón paralizó su obra, que fue completada poco más tarde por su hijo Tito con la toma y destrucción de Jerusalén el año 70 d.C.
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Luis Gil ha subrayado que el siglo XV español, pese a algunas figuras aisladas -Alonso de Cartagena, Fernán Pérez de Guzmán, el marqués de Santillana, Juan de Mena, Juan de Lucena- dista de ser, por su mentalidad y actitud frente a la Antigüedad clásica, el pórtico del Renacimiento español. La perduración de los esquemas medievales es bien visible en las propias Constituciones de la Universidad de Salamanca. La ruptura con el legado de la Antigüedad producida por la invasión árabe en España es incuestionable. La vía del camino de Santiago, la reforma litúrgica que acabó con el rito mozárabe, la ocupación de las principales sedes episcopales castellanas por prelados franceses no fueron estímulos suficientes para conectar con la tradición clásica. Es, desde luego, cierto que los contactos culturales entre la Europa latina y la España arabizada datan del siglo X. La actividad que desarrolló la Escuela de Traductores de Toledo permitió la versión al latín de las grandes obras de los filósofos árabes y buena parte del pensamiento clásico greco-latino había sido traducido y glosado previamente del árabe. Pero el propio método usado en las traducciones -traslación intermedia al romance y excesivo literalismo- convirtió en poco ortodoxas muchas de estas traducciones. Roger Bacon, por ejemplo, criticó ásperamente las traducciones de la obra de Aristóteles que había hecho Escoto, diciendo que si tuviera poder las haría quemar. En cualquier caso, es evidente que las traducciones de las obras árabes no propiciaron un mejor conocimiento del pensamiento clásico -la filosofía escolástica, tan floreciente en Europa en el siglo XIII, debió esperar en España hasta bien entrado el siglo XVI-, ni aproximaron a la sociedad española al conocimiento de las lenguas clásicas, que nunca gozaron de gran predicamento en la cultura española. El latín, hasta Nebrija -que se consideraba con razón el debelador de la barbarie, y el primero en abrir la tienda de lengua latina- e incluso después, no llegó a institucionalizarse plenamente en la Universidad, pese al éxito editorial del Diccionario del propio Nebrija. La lengua griega aún tuvo peor fortuna que el latín. Dejando aparte casos muy aislados (los casos de Ramón Llull y Juan Fernández de Heredia), en los siglos XIII y XIV los contactos de los españoles con la lengua griega fueron mínimos, pese a acontecimientos políticos que aproximaron a ambas culturas (las embajadas a Tamerlán de Enrique III, las peripecias almogávares, etcétera). En el umbral del XVI el conocimiento de la literatura griega seguirá siendo indirecto como en la Edad Media. Las dificultades se acrecentaron conforme avanzaba el siglo, al agriarse la polémica entre lingüistas y teólogos por la batalla entre progresistas y tradicionalistas en la Universidad de París, donde había una nutrida colonia española y portuguesa. El latín fue, ciertamente, en el siglo XVI el vehículo de las grandes especulaciones doctrinales o filosóficas de la información científica y, de hecho, la lengua del pensamiento erasmista. A lo largo del siglo XVI, sin embargo, el latín va a ir degenerándose en la vacua orfebrería ciceroniana o en la trivial curiosidad de los pedantes o aspirantes a cultos. Paralelamente, las lenguas nacionales demuestran su viabilidad literaria, al tiempo que surgen las defensas de estas lenguas (Pietro Bembo, Joao de Barros o Joachim du Bellay). En España estas defensas son precoces. Nebrija, que tanto hizo por la difusión del latín, fue un buen impulsor del castellano en su Gramática castellana (1492). El erasmista Juan de Valdés escribió su Diálogo de la lengua (1535) en defensa también de la lengua castellana, a la que califica de lengua tan noble, tan entera, tan gentil y tan abundante, expresando su admiración por Juan de Mena, Juan de la Encina, Bartolomé Torres Naharro, Diego de Valera, La Celestina, los libros de caballerías, el Marqués de Santillana, Jorge Manrique y los autores del Cancionero General. Unos años más tarde, exactamente en 1582, Dámaso de Frías escribía su Diálogo de las lenguas, donde da por superado el contencioso con el latín y plantea la comparación del castellano con las demás lenguas peninsulares y las lenguas nacionales de los demás países, subrayando su rechazo a la tiranía del italianismo. La batalla latín-lenguas nacionales la liquida fray Luis de León en De los Nombres de Cristo (1585). Fray Luis de León repudia el prejuicio del latín como lengua espiritual, defendiendo el uso del romance en cuestiones teológicas y espirituales; en la lengua vulgar de los primeros lectores fue compuesta la Biblia, destinada a ser pasto de todos ellos; y en su propia lengua vulgar la leían y comentaban los primeros cristianos, pues a las distintas lenguas vulgares se iba traduciendo a medida que el cristianismo se propagaba. En segundo lugar, arremete también contra el prejuicio del latín y de las lenguas clásicas en general como lenguas sabias, basándose en el concepto de lengua madre y de la igualdad original de todas las lenguas, cuyas excelencias y jerarquía sólo dependen de las que sepan darle los que las usan. Conocemos bien la problemática de la castellanización en Cataluña y Valencia. En el uso cotidiano, la difusión del castellano en Cataluña fue desde luego, escasa. Incluso la aristocracia catalana continuaba usando el catalán, como revela la correspondencia entre los Borja y los Requesens. En 1555, el obispo Jubí se dirigía en catalán a San Ignacio de Loyola. En 1621 Pere Gil precisaba que el castellano en Cataluña sólo era conocido en pocas ciudades como Barcelona, Tarragona, Gerona, Tortosa, Lérida, Perpiñán, Vilafranca del Penedés, Cervera, Tárrega, Fraga; y Cisteller aludirá en 1637 a que "Tortosa, Girona, Lérida, a todo tirar, solo ven dos o tres días y bien de passo algún castellano es por milagro..." Incluso en la documentación oficial permaneció vigente el catalán hasta el decreto de Nueva Planta. Todas las actas y constituciones de Cortes se redactaron en catalán; los discursos de "proposició" del rey en las diversas Cortes se leyeron en catalán. Pese a esta vigencia del catalán, es un hecho incontestable la emergencia del castellano. Como ha dicho A. Comas, a lo largo del siglo XV se dibuja un proceso progresivo de bilingüismo en muchos escritores catalanes (Guillem de Torroella, Enric de Villena, Francesc Alegre, Romeu Llul, Narcís Vinyoles, Bernat Fonollar, Joan Ribelles, Francesc Moner, Joan Escriva), el cual culminará con la castellanización prácticamente total de Boscán, Timoneda, Ferrandis de Heredia, Milá, etcétera. La castellanización fue más intensa y precoz en el País Valenciano que en el Principado y las Islas Baleares. A comienzos del siglo XVI el proceso de castellanización estaba bastante desarrollado, como revela la edición del Cancionero General de Hernando del Castillo (1511, 1514), o los elogios al castellano del poeta Vinyoles (1510). La razón quizá haya que verla en la propia debilidad estructural del catalán en el reino de Valencia. No hay que olvidar que, desde la llegada de Jaime I (1238), el país era trilingüe, catalán-castellano-árabe. Mientras que el árabe convivía con el castellano y el catalán, estos dos últimos eran simples vecinos en espacios comarcales monolingües. El catalán era la lengua de la mayoría de los valencianos, pero la vecindad tan próxima del castellano, agravada por la continuas migraciones, restaría fuerza propia a la lengua dominante. Pero, sobre todo, la situación se complica con la represión de las Germanías que va a efectuar la virreina Doña Germana de Foix. Es bien sabido que uno de los primeros documentos oficiales del reino de Valencia redactados en castellano fue precisamente el indulto concedido por Doña Germana a los "perayres" el 23 de diciembre de 1524. No es que, como a veces se ha dicho, la corte del emperador y concretamente Doña Germana tuvieran el decidido propósito de sustituir el catalán por el castellano, imponiendo éste a los perdedores de la revuelta como una pena más que añadir a las múltiples penitencias de la derrota. El proceso, como ha señalado J. Fuster, es mucho más sutil. El agradecimiento de los nobles salvados hacia los vencedores tendrá un corolario lingüístico. La castellanización valenciana será promovida por la aristocracia, tanto en el habla cotidiana como en el uso literario. Lluis Milá y Joan Ferrandis de Heredia, en la corte de los duques de Calabria, representan los hitos más significativos de esta proyección de la aristocracia valenciana hacia la cultura castellana. El catalán va quedando fosilizado como mero testimonio folklórico. Dejando aparte el caso valenciano, la decadencia de la lengua catalana ha sido atribuida generalmente a la castellanización de la monarquía. El acceso de los Trastámaras al trono -Compromiso de Caspe- ha sido considerado como uno de los factores básicos. Riquer, en contraste, piensa que la causa principal hay que vincularla a la desaparición de la Corte de Barcelona, que no volverá hasta el fugaz período 1705-1711 del reinado de Carlos III, el archiduque de Austria. La conversión de la empresa de Italia, catalana al principio, en española, el medievalismo y la vida poco brillante de las Universidades catalanas, el propio carácter intrínseco del humanismo catalán... son factores también invocados por Riquer para justificar la polémica decadencia. Desde luego, la seducción mimética de la lengua del rey en función del castellanocentrismo progresivo de la monarquía es indiscutible. Pons d'Icart decidió publicar en castellano su Libro de las grandezas de la ciudad de Tarragona (1572), redactado en catalán, "no porque tenga yo por mejor lengua ésta (la castellana) que la catalana, ni que otras, mas como sea natural del invectísimo rey Felipe, señor nuestro, está más usada en todos los reinos". Jordi Ventura ha subrayado la incidencia de la Inquisición en el proceso de alienación valenciana a la cultura castellana. A nuestro juicio, sin embargo, hay que minimizar la trascendencia represiva de la Inquisición en el ámbito de la lengua. Atribuir a los inquisidores una beligerancia idiomática superior a la de los obispos que fueron castellanos o al aparato gubernativo de los sucesivos virreyes nos parece arriesgado. Los procesos inquisitoriales antes de mediados del siglo XVI están escritos en catalán. La Inquisición no planteó respecto al idioma ningún casus belli. La castellanización de la Inquisición sólo se impone desde 1560 paralelamente a la castellanización general. La primera recomendación que conocemos de castellanización de los procesos inquisitoriales la expresa el inquisidor de Cataluña, licenciado Gaspar Cervantes, un aragonés, en 1560. La confrontación del catalán con el castellano se va a hacer esencialmente en dos niveles: la enseñanza oral y la imprenta. Sólo en el período 1640-1652, de ruptura política con Castilla y anexión a Francia, los catalanes ganaron la batalla. Significativamente, un acuerdo político de 1641 prohibió la oratoria sagrada en castellano. La rendición de Barcelona a Felipe IV en 1652 acabaría con los intentos de promoción del catalán de la oligarquía catalana más culta. De nuevo, el trasvase de religiosos de las distintas órdenes de una y otra provincia generalizaría los sermones en castellano y haría inviable la catalanización literaria de la burguesía catalana. Los mayores agentes de la castellanización fueron los miembros de las órdenes religiosas. Con un equipo de brillantes oradores en castellano, acapararían los mejores púlpitos de Cataluña. El problema no era nuevo. La reforma de las órdenes religiosas llevada a cabo desde el reinado del Rey Católico había tenido su incidencia lingüística. En 1493 se envió al prior de San Benito de Valladolid a reformar la comunidad benedictina de Montserrat, dejando como superior al primo del Cardenal Cisneros, García Ximénez de Cisneros, quien impuso a la fuerza la reforma de otros tres monasterios catalanes. El monasterio de Pedralbes planteó grandes resistencias a causa de "voler dominar en Barcelona castellans i treure los naturals de la terra". Montserrat se convirtió en sucursal de Valladolid, y no es casualidad que se publicaran en este monasterio, en 1500, los primeros libros en castellano citados en todo el ámbito catalán: el Directorio de las horas canónicas y el Exercitario de la vida espiritual, escritos por el abad Cisneros e impresos por Joan Luchsner. La confrontación de la defensa del uso del catalán y la del castellano en las predicaciones del clero estallará en los concilios eclesiásticos de Tarragona de 1635-1636 y 1636-1637, el primero convocado por el arzobispo de Tarragona, Fray Antonio Pérez, y el segundo por el obispo de Barcelona, García Gil Manrique. El examen de la producción editorial pone en evidencia la ya señalada escalada del castellano, que desde mediados del siglo XVI intenta imponer su hegemonía superando al latín, hasta entonces la lengua dominante. Sólo en el período 1641-1647, en los primeros años de la separación y en plena euforia catalana, se observa cierto grado de catalanización en la producción literaria impresa y manuscrita. En cuanto a sermones impresos en este período, sólo se encuentra uno en castellano; y la edición de los libros de piedad en catalán alcanza asimismo su cota más alta en estos años. Pero, incluso en plena revolución catalana, la hegemonía del castellano en la literatura impresa sigue siendo clara. La ley del mercado se imponía a la propia conciencia nacional. La mayor parte de los panfletos catalanistas escritos en el contexto de la revuelta catalana lo fueron en castellano, desde la Proclamación católica a la Noticia universal de Cataluña, pasando por obras de catalanes tan poco sospechosos de castellanofilia como Gaspar Sala, Martí i Viladamor y Josep Font. La diglosia que posiblemente afectó a las capas cultas catalanas y la importancia del mercado se pusieron múltiples veces en evidencia como razones de la preponderante edición en lengua castellana.
contexto
La paz entre Egipto e Israel no sólo no liquidó el conflicto iniciado en 1948 sino que en cierto sentido lo agravó. De la cuestión palestina no se había tratado más que en un intercambio de cartas que pronto se demostró incapaz de resolver nada. Fue el testimonio de la desgana de Sadat por seguir haciendo depender los intereses propios de las reivindicaciones palestinas. Pero los israelíes no hicieron nada por avanzar en solucionar el problema. En 1977 por vez primera ganó las elecciones el Partido religioso Likud, en gran parte por la corrupción laborista ligada a su larga permanencia en el poder pero también por la creciente inmigración de judíos procedentes del mundo árabe y más confrontados con él. El líder del Likud, Menahen Beguin, que había participado en atentados terroristas contra los británicos, pronto dejó claro su propósito de, en la práctica, incorporar Gaza y Cisjordania al Estado de Israel. Por otro lado, fue aumentando la distancia entre los dirigentes políticos israelíes y el contexto internacional. A fines de 1974, Arafat intervino por vez primera en la ONU en defensa de la instauración del Estado palestino; ya no se hablaba, por tanto, tan sólo de la cuestión de los refugiados. Los Estados Unidos se decían ya partidarios de una patria palestina que incluyera Cisjordania y Jordania. La Comunidad Europea llegó a más pidiendo que al proceso de paz se incorporara la OLP; en 1980 Austria e Italia la reconocieron desde el punto de vista diplomático. Mientras tanto, perduraba el terrorismo propiciado por esta organización y Menahen Beguin, tras firmar la paz con Egipto, como para compensar cesiones anteriores, trasladó la capital de Israel a Jerusalén (1980), se anexionó el Golán (1981) y fomentó la colonización judía en los territorios ocupados, en parte por razones estratégicas pero también con un propósito de ampliación de la tierra reclamada de forma permanente. En esta tarea jugó un protagonismo muy importante su ministro de Agricultura Ariel Sharon. Pero lo más grave desde el punto de vista del derramamiento de sangre durante este período fue, sin duda, el estallido de una auténtica guerra civil en el Líbano. Éste había sido en el pasado un modelo de convivencia intercultural gracias a un sistema complicado de equilibrios político-constitucionales. La presidencia, por ejemplo, quedaba reservada a un cristiano maronita, mientras que el primer ministro debía ser un musulmán sunita. De esta manera, se podía mantener una apariencia de Estado democrático occidentalizado cuando la población musulmana, sin duda, hubiera preferido la vinculación con Siria que, por otra parte, estaba justificada desde el punto de vista histórico, pues ya se había producido durante la colonización francesa. Pero dos cambios decisivos hicieron inviable este Estado, considerado antes como un oasis de paz en una región del mundo frecuentemente convulsa. En primer lugar, el peso demográfico creciente de la población musulmana parecía quitar justificación al predominio o, al menos, al poder compartido con los cristianos. Pero, sobre todo, en 1968-1969 y más aún en 1970, cuando los palestinos fueron expulsados de Jordania, su implantación en el Líbano supuso la creación de un Estado dentro del Estado con los campos de refugiados convertidos a menudo en fortalezas desde las que actuaban las guerrillas de castigo a los israelíes. Éstos llegaron a decir que los palestinos disponían de 80 tanques en el Sur del Líbano y otros tantos lanzadores de misiles. En abril de 1975, tras un desfile de las fuerzas palestinas por las calles de Beirut dotadas incluso de armas pesadas, tuvo lugar el asesinato de un líder musulmán por parte de las "Falanges" cristianas y desde este momento ya resultó inviable un Estado que acabó por disolverse en una serie de comunidades autónomas que combatían entre sí. A partir de 1976 las potencias vecinas intervinieron mediante actos de fuerza para defender sus intereses o para intentar una paz precaria. Lo hizo Siria a partir de 1976 para ejercer un papel de árbitro, pero también para testimoniar su pretensión hegemónica en el seno del mundo musulmán. La ambigüedad de esta actuación se aprecia también en que si, por un lado, una misión de esta intervención era procurar moderar el entusiasmo revolucionario de los palestinos, también los sirios contribuyeron a facilitar la expansión de la influencia integrista iraní. Por su parte, Israel, que había llevado a cabo operaciones de castigo en el Sur del Líbano en junio de 1982, realizó una operación militar -"Paz en Galilea"- que afirmó querer desalojar al adversario palestino. Pero aunque ésos eran los objetivos declarados, pronto se ampliaron pretendiendo establecer un poder fuerte en Líbano. Hasta 80.000 israelíes intervinieron con unos 1.300 tanques; sufrieron más de un centenar de muertos y consiguieron un éxito espectacular, pero a cambio de no pocos inconvenientes. Después de prometer que la operación no tendría más que un carácter limitado, llegaron hasta Beirut y se enfrentaron con la aviación siria, a la que redujeron a la impotencia. Pronto la operación provocó la profunda desunión en la propia opinión pública israelí. Israel logró el abandono del Líbano por la OLP pero no la reconstrucción de este Estado: a los pocos meses fue asesinado Bechir Gemayel, el dirigente de las milicias cristianas, que debía cumplir esta misión. En septiembre de 1982 los "falangistas" libaneses asaltaron dos campos de refugiados palestinos cercanos a Beirut en Sabra y Shatila produciendo una auténtica carnicería. Un informe independiente de origen israelí culpó a su propio Ejército -Sharon incluido- de, al menos, no haber tomado más medidas oportunas para evitar que un suceso así, previsible, tuviera lugar. 400.000 israelíes -más del 10% de la población de este país- se habían manifestado en protesta por lo sucedido. Finalmente, las tropas israelíes se retiraron aun conservando una franja de protección en el Sur del Líbano; en el ínterin sus relaciones con el aliado norteamericano habían empeorado mucho. Tampoco la intervención de una fuerza internacional resolvió la cuestión. Formada por contingentes de cuatro países occidentales acabó siendo víctima de atentados por parte de grupos terroristas -como el de octubre de 1983, que costó casi trescientos muertos entre norteamericanos y franceses- mientras que la presencia siria, que los apoyaba o al menos tenía alguna conexión con ellos, seguía siendo predominante en el interior. En definitiva, la irresolución del conflicto palestino había tenido como consecuencia el traslado de la crisis a un país vecino que había sido ejemplo de convivencia. Líbano no se recuperaría de esa situación sino mucho tiempo después, cuando empezó a encauzarse la situación en el conjunto de Oriente Medio.