Durante su largo reinado (1252-84), e incluso en su época de infante, Alfonso X se ocupó de promover numerosas traducciones del árabe al castellano y luego al latín. Obras de autores griegos, como el "Tetrabiblos" de Ptolomeo, obras islámicas (el "Libro de los Juicios de las Estrellas" de Alí Ben Ragel o la "Escala de Mahoma"), llegando en sus traducciones a la cultura hindú ("Calila e Dimna" y el "Libro de los Juegos de Ajedrez, Dados y Tablas") aunque a través de intermediarios musulmanes, y el mundo hebreo (traducción de la Biblia). Un numeroso equipo de especialistas colaboró en las traducciones (hebreos, árabes, cristianos: castellanos, italianos, etcétera) y también, seguramente, en obras que señalan al Rey como autor, diferenciándose claramente de aquellas, aunque en ocasiones don Alfonso ejerciera más como coordinador y como promotor editorial que como autor en sentido estricto, al menos de la totalidad de lo escrito. La cultura promovida por el rey Sabio ha llegado a nosotros en códices muy notables por sus pinturas, por su música (Cantigas de Santa María), además de por sus valores literarios, tanto en poesía como en prosa. Pero a la hora de hacer un balance sobre la misma nos interesa ante todo acercarnos al marco de pensamiento en que se inserta. Toda la obra cultural alfonsí se puede inscribir en un contexto sapiencial y astrológico, aunque para ello hemos de comprender el lugar central que la astrología ocupaba en la ciencia medieval. La astrología alfonsí descansa en un concepto del universo teñido de neoplatonismo -cuyos orígenes se encuentran en la época helenística y es básicamente una renovación de la ciencia de la Antigüedad transmitida por los musulmanes- que considera al hombre como uno más, aunque superior, en la cadena de seres de la naturaleza (minerales, vegetales y animales) que reciben todas sus cualidades de los cielos y de sus astros (constelaciones y planetas). El macrocosmos tiene su reflejo en el microcosmos y existe una continua interrelación entre los diferentes seres. Una ley de simpatía universal rige todas estas relaciones y los influjos de los seres celestiales son definitivos para las criaturas terrenales. Poseer el máximo conocimiento de los astros permite al sabio modificar la influencia de los seres celestiales: es la magia a la que se hacen abiertas alusiones en diferentes obras alfonsíes. Al hombre, el elemento superior en la naturaleza, es a quien dedicó el Rey su obra. Y ello a pesar de estar inserto en un neoplatonismo cristianizado en el que Dios es el motor supremo que, a través de sus ángeles, imprime sus propiedades a constelaciones y planetas. Por eso la obra alfonsí se ocupa de la historia y el derecho ("General Estoria", "Estoria de España", "Siete Partidas"...), tiene caracteres psicológicos y medicinales (tipos de caracteres humanos según el momento de su nacimiento, propiedades medicinales y curativas de las piedras). Incluso la "Biblia", que fue traducida al romance por iniciativa del Rey, es interpretada en un sentido literal como una recopilación histórica que permite conocer el pasado de la humanidad, junto a otras fuentes históricas de la Antigüedad clásica, del Islam y también medievales cristianas. Al ocuparse de las ciencias de la naturaleza su obra permaneció totalmente ajena, según Muñoz Sendino, "a los problemas filosóficos-teológicos que por los años de su reinado llegaban al ápice más alto alcanzado en la Edad Media... por... talentos como el de Santo Tomás de Aquino". Por ello el rey Sabio fundó en Sevilla unas escuelas generales basadas en las ciencias de la naturaleza y su fracaso -tras una vida lánguida desaparecen en el siglo XIV- hay que verlo como resultado de un clero y de unos sucesores que prefirieron inspirarse en las ideas de la Universidad de París, centrada en la Metafísica y en la Teología. La cultura alfonsí es en gran parte laica -aunque no atea- y los poemas en gallego dedicados a la Virgen -Cantigas de Santa María- reflejan una religión profundamente humanizada, dirigida sobre todo a la sensibilidad e incluso a la sensualidad del lector y descuidando el dogma. Es la religión de los franciscanos, que va a impregnar el arte bajomedieval, frente a las preocupaciones dogmáticas de los dominicos, fundadores de la Inquisición en el siglo XIII. La cultura promovida por el rey Sabio, aunque no guarda relación con la parisina, figura en la vanguardia de su tiempo y su modernidad justifica su larga repercusión, hasta el siglo XVI, en ambiente cortesanos y no eclesiásticos. Don Alfonso fue en parte continuador de la tarea de Federico II Staufen, aunque como conocedor de la astrología llegó más lejos (remontándose con mayor seguridad hasta las fuentes griegas y orientales) por haber estado en contacto, tras la conquista de Andalucía (Sevilla en 1248 por su padre Fernando III), con lo más avanzado de la ciencia islámica. Su repercusión fue mayor, existiendo diversas copias de los siglos XIV y XVI tanto del "Libro de las Figuras de las Estrellas Fijas" (dentro de los "Libros del Saber de Astrología"), como del Lapidario y del "Picatrix" . Alfonso X fue acusado de haber creado una nueva religión -y la osadía y la novedad de la iconografía de las "Cantigas" parecen reflejarlo- y de haber gobernado con un absolutismo extremo, en contra de los intereses de la Iglesia. Será ésta la que, unida al descontento de nobles y ciudades, provoque la usurpación del trono regio por su hijo Sancho, que prácticamente destronó a su padre al frente de los conjurados. La obra alfonsí y su represión parecen reflejar una de las grandes luchas por el poder habidas en la Europa medieval. Era el enfrentamiento entre los güelfos (cultura eclesiástica, el poder procede de Dios quien lo transmite a los soberanos a través del Papado) y de los gibelinos (cultura laica, el poder procede de Dios, que lo transmite directamente al monarca). Se ha escrito sobre los antecedentes en la "Escala de Mahoma" de la concepción cosmológica de la "Divina Comedia" de Dante. Hoy está fuera de duda que la cultura italiana del Trecento y del Quattrocento quedó notablemente impactada por los textos e iconografía de los manuscritos alfonsíes. La cultura alfonsí está teñida de hermetismo y como tal, se escribió para pequeños círculos de sabios, y no para el pueblo llano. El pensamiento hermético se muestra en aspectos filosóficos, religiosos, morales y científicos. En las miniaturas del códice rico de las Cantigas (Escorial, 1.1. 1) vemos al pueblo llano como protagonista de numerosos milagros, pero con mucha frecuencia aparece representado el rey don Alfonso, rodeado de un círculo de cortesanos, y alejado del pueblo. Los sabios antiguos son mencionados en diferentes textos como transmisores de la verdad y de la ciencia, y las miniaturas que los representan son antecesoras de los retratos de sabios de algunas pinturas del Renacimiento. El propio don Alfonso aspiraba a ser un sabio, no un científico, sino en el sentido del francés sage, y no savant. Lo mismo que al difundir la ciencia emulaba a Salomón, el rey Sabio por excelencia del antiguo Testamento, al componer sus cantares a María se inspiraba en el mismo Salomón, autor del "Cantar de los Cantares", poema de amor que se intercala en el Antiguo Testamento y en el que los Padres de la Iglesia habían creído ver la imagen de los amores de Cristo y la Iglesia. La heterodoxia de las imágenes en que el rey Sabio se representa como rey trovador, en el códice rico de las "Cantigas" (Escorial, T.I.1.) se une al renacimiento de la astrología pagana en el Lapidario y a otros manuscritos astrológicos alfonsíes. Con el conocimiento de las formas e imágenes de las constelaciones y planetas, que se copiarán en numerosos manuscritos de los siglos XIII al XVI, y el de las piedras y minerales se podían fabricar talismanes mágicos efectuando entalles en las piedras, haciendo sortijas y acompañándose de recitaciones y conjuros (libro "Picatrix"). Pero también con el conocimiento de las constelaciones o figuras de las estrellas se podría construir un mapa del cielo, y siendo estas estrellas fijas en sus posiciones en el mismo (a diferencia de los planetas) servían como referencia en las navegaciones transoceánicas. De aquí la importancia de las "Tablas Alfonsinas", de las que se hicieron numerosas copias impresas -todas ellas carentes de imágenes- en la historia de la ciencia.
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El origen del pueblo azteca es un misterio para la investigación, pues se oculta en narraciones míticas y semilegendarias de dificil comprobación. La tradición remite a Aztlan, al noroeste de México, del que debieron salir otros grupos seminómadas que ocuparon también la cuenca de México. De este "Lugar de Cañas" los mexica, uno de los grupos principales del tronco azteca, salieron tutelados por su dios Huitzilopochtli. En su peregrinar pasaron por varios lugares como Coatepec y Ecatepec, hasta que llegados al valle de México iniciaron una etapa de guerras y competiciones por conseguir un territorio propio; de esta forma, consiguieron permanecer una larga temporada en Chapultepec. Más tarde se emparentaron mediante matrimonios con los señores de Culhuacan, de ahí su nombre de culhua-mexica. Pronto tuvieron que salir de Culhuacan e iniciar un nuevo camino hasta que encontraran un águila subida en un nopal devorando una serpiente según exigía el mito desde su salida de Aztlan, cosa que ocurrió en 1.325 en un pequeño islote del lago Texcoco, que por aquel entonces pertenecía a Azcapotzalco. Con el tiempo lograron emparentarse con la nobleza de esta ciudad hasta la época en que se independizaron e iniciaron la construcción de un gran imperio.
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Puede afirmarse con seguridad que del pueblo azteca sólo tenemos certeza histórica de los hechos de un siglo antes de la llegada de Cortés y sus hombres a las costas del golfo en donde hoy está situada Veracruz. Todo lo anterior se debate entre las nieblas del mito y las certezas objetivas de la arqueología. Parece como si los pueblos del Anahuac (el lugar donde hay agua = lagunas) se empeñaran voluntariamente en cruzar las pistas que ha de seguir el investigador para averiguar de dónde vinieron, por dónde entraron y cuándo sucedió todo esto. Mezclan su propia historia de tribu con la de los otros pueblos con ellos emparentados lingüísticamente. Ellos se llamaron a sí mismos nahua, porque hablaban el nahuatl, pero cuando narran su propia historia se dan varios nombres, siendo el principal el de mexica, como pueblo, o el de azteca "hombres de Aztlán", lugar o provincia a la que pertenecieron cuando eran parte del Imperio tolteca y como estirpe los tenochcas o seguidores del caudillo Tenoch. Pero también narran que en un tiempo fueron chichimecas o pueblos cazadores, lo que hace referencia a su etapa de emigrantes. También se dieron el nombre -pero por presunción de pertenecer a una estirpe ennoblecida- de culhúas, haciendo referencia, como se verá, a Culhuacán. De esta intrincada maraña de nombres, que hacen memoria de etapas de su peregrinar y establecimiento, no se podría salir sin la esclarecedora ayuda de la lingüística. Veamos cómo. Los lingüistas no son historiadores, sino que éstos sacan sus conclusiones de las informaciones que aquéllos les dan. Los lingüistas han establecido, después del estudio minucioso de todos los dialectos e idiomas desde México hacia el norte, que la lengua nahua tiene parentesco con indígenas muy septentrionales, estableciendo así la gran familia yute-azteca, integrada por gran número de lenguas. Los ute o payute estaban situados en la zona del gran Lago Salado, junto al desierto de Utah. Grupos emigrantes de esta zona se fueron desplazando hacia el suroeste, para emprender luego la ruta suroeste-sur-este, dejando grupos de dialectos emparentados. Emigración lenta, de siglos, en que van cazando o aprendiendo rudimentariamente prácticas agrícolas, pero sin perder las lenguas originales, más o menos diversificadas en dialectos. Hay, pues, un flujo, quizá desde el siglo VIII de la era cristiana, de pueblos que buscan zonas más benignas. En este estado emigratorio todos son chichimecas, cazadores y depredadores. La derivación general hacia el sur produce diversas oleadas, la más importante antes de los atzecas es la que después se denominará tolteca, no por su procedencia, sino porque fundan la ciudad de Tollan, desde la cual, levantando templos a su dios Quetzalcoatl ("serpiente emplumada" o "de plumas"), unifican todas las tierras, desde el actual norte de México hasta la zona central de las múltiples lagunas, o Anahuac). Pero estas primeras oleadas ya eran nahuas y el hecho de que se den diversos nombres a cada una de las tribus emigrantes no quita que todos fueran étnicamente hermanos y hablaran una misma lengua, o dialectos derivados de ella. Esto explica que las tradiciones emigratorias, que luego los aztecas atribuyen a ellos solos, sean en realidad comunes a todos los invasores o bárbaros del norte. El origen, pues, de los aztecas está íntimamente ligado con el de las emigraciones de pueblos nahua y vecinos desde las sequedades del desierto de Utah hasta la meseta y valle de México. El que los aztecas llegaran a ser un pueblo importante, una verdadera nación y un imperio, dificulta discriminar qué es lo que corresponde concretamente a ellos. Lo dificulta porque para servir -ante los propios miembros de la comunidad- a la gloria del Imperio, los sacerdotes, que impartirían sus enseñanzas en los calmecaque, o escuelas, y redactaban los libros pictográficos, incorporaron todas las tradiciones comunes exclusivamente a su aventura nacional. Pese a ello, los investigadores han podido ir reconstruyendo las líneas generales de su historia. Dos puntos esenciales tiene el relato de la emigración hasta su llegada al valle de México: Chicomoztoc y Aztlán. El primero como punto de partida y el segundo como lugar de donde toman el nombre de azteca (Az (tlan) tecatl = hombre de Aztlan, perdiendo el tlan al añadirle la terminación patronímica) y toman contacto con agricultores, aprendiendo a trabajar la tierra. Precisar cronológicamente todos estos datos creemos, sinceramente, que será casi imposible, pero no así establecer una muy probable interpretación. Bandas vagantes de cazadores van derivando desde los desiertos nórdicos hacia el suroeste, y llegan a la región de acantilados rocosos de Nuevo México y, a semejanza de otros pueblos pariente suyos, se instalan en cuevas viviendo una existencia troglodítica, que deja huella en su memoria tribal: siete u ocho grupos -tribus- con diversos nombres según las varias tradiciones (Acolhuas, Culhúas, Chalcas, Tepanecas, Tletepozcas, Talhuicas), que seguramente responden a sus patronímicos posteriores, se asientan allí, e inician nuevas aventuras hacia el sur-este. Estas siete cuevas son siete bocas, y de ahí la denominación de Chicome (siete) oztoc (bocas). Año probable de esta aparición de bandas cazadoras en esta región, el 1168, si hacemos caso a la cronología de las fuentes indígenas recogidas por los españoles. Pero les han precedido otros nahua (los toltecas), que habían absorbido toda la sabiduría agrícola de las poblaciones establecidas desde casi los comienzos de la era cristiana en la meseta de México -los teotihuacanos y otros pueblos- y organizado una dominación total sobre tribus y aldeas de muy diverso origen, incluidos los indígenas anteriores. Parece, según la opinión muy respetable de Paul Kirchhoff, que algunos de los nuevos invasores pudieron ser dominados por los toltecas y se asentaron en diversos lugares. Entre ellos, los que luego se llamarían azteca. Se colocaron, como pueblo belicoso, en el centro de una laguna, en un islote central. Este lugar fue Aztlán, de donde toman nombre, como se ha dicho. La idea de Krickeberg y otros de que Aztlán no existió nunca y que era proyección hacia el pasado de la situación insular de la insular México-Tenochtitlan en medio de la laguna de Texcoco, resulta falsa ante esta acertada hipótesis. Cuando Tollan, la capital del Imperio tolteca, cae ante el empuje de los nuevos chichimecas o tribus bárbaras del norte, los habitantes de Aztlán se suman a ellos y entran en el valle de México hacia 1215. Aquí comienza la historia de los mexicas en la tierra a la que iban a dar nombre.
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Las primeras fases de construcción de la mezquita son el principal y casi único título de gloria de la dinastía en la época del emirato, y que la cultura de aquella época se reducía prácticamente a las ciencias jurídico-religiosas, a una poesía poco original y a unos ensayos de crónicas y tradiciones, todo siempre bajo la dependencia de Oriente. En la época califal, en cambio, surgió una cultura más variada y dinámica en la que empezó a florecer una producción literaria, histórica y científica que se había liberado de las influencias orientales. Se desarrollaron también artes suntuosos -como el tejido, los marfiles y los bronces- y otros más corrientes como la cerámica. La imitación de Oriente no desapareció y se cita al respecto la obra de uno de los primeros y más conocidos hombres de letras andalusíes del siglo X, Ibn Abd Rabbihi. Nacido en el 860 y muerto en el 939, era el panegirista oficial de la dinastía marwaní. Fue el autor de uno de los tratados de adab más famosos titulado al Iqd alfarid (Collar único). Se le considera compilador de los grandes autores orientales, dotado de talento literario, que prestó poca atención a las realidades de su tiempo y de su país. Se lamentaba Levi-Provencal diciendo: "Qué mina documental hubiera sido su obra para la España marwaní si se hubiera preocupado por interesar un poco más a sus lectores". Con razón el célebre visir buyí de la segunda mitad del X, al-Sahib b. Abbad, después de haber encontrado el libro de Abd Rabbihi y haberlo leído buscando en vano información sobre España, exclamó: "No es más que nuestra mercancía que nos están devolviendo aquí". Este juicio, tal vez severo, no corresponde claramente a las normas de los contemporáneos que hicieron del Iqd uno de los principales instrumentos de cultura en el sistema educativo de los andalusíes, precisamente porque condensaba brillantemente toda la sabiduría oriental. Anwar G. Chejne dice con más indulgencia que "a pesar de su dependencia de los autores orientales en la forma y el contenido, Ibn Abd Rabbihi muestra gran inventiva en la disposición de la obra, escribiéndola como un todo continuo, lo cual consigue empezando cada libro con una introducción relacionada con el anterior. El Iqd tiene también la virtud de ser la obra de adab más completa, conteniendo algo de cada tema, y su escogida selección justifica que el autor la titule Collar único".
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Mientras en el Próximo Oriente y en el Egeo se desarrollan las culturas neolíticas, en ciertas zonas del Cáucaso, ricas en minerales metalíferos, se produce tempranamente la revolución metalúrgica. Si el Neolítico supuso una gran transformación económica, ésta se basó en la imitación de la Naturaleza mediante la reproducción del ciclo normal de los seres vivos, tanto vegetales (agricultura) como animales (ganadería). Sin embargo, la metalurgia es un producto puro de la invención humana, es un acto de transformación de la materia, desconocido hasta entonces y de enormes consecuencias de aceleración del proceso histórico. El dominio de esta técnica, muy especializada y constituida a base de experimentación (suma de éxitos y fracasos), transmitida oralmente dentro de castas de artesanos, tuvo una enorme repercusión en todos los ámbitos de la vida: aumento de la rentabilidad agrícola (debido a la mayor capacidad de tala de bosques y mayor profundidad en la roturación de los suelos con el arado provisto de un rejón metálico); mejora de las comunicaciones (con carros más ligeros, ruedas con ejes metálicos y radios; barcos realizados con tablas aserradas y unidas mediante clavos a una gran estructura y su consecuencia en navegaciones de largo alcance) o, como no podía ser menos, en las técnicas de la guerra, acelerando la carrera del armamento en un proceso que llega hasta nuestros días. El inicio de esta nueva técnica presupone el aprovechamiento de metales nativos, oro y cobre en un principio, ya en épocas neolíticas. La metalurgia, como proceso de transformación de menas metalíferas, transforma la economía neolítica y provoca la demanda de útiles fabricados en nuevos materiales, todo ello en fechas aún discutidas, pero en todo caso anteriores al VII milenio. En Çatal Hüyük (Anatolia), el cobre y el plomo aparecen en su estrato IX, fechado hacia 6350 a. C., si bien el período de los primeros metales, denominado Calcolítico, no se generaliza en Anatolia hasta mediados del VI milenio, después de unos niveles de destrucción en varios yacimientos, como por ejemplo Hacilar. Durante los dos milenios siguientes, la metalurgia se desarrolla y extiende hacia las zonas de los altos valles del Tigris y el Eúfrates, y hacia el oeste, a las costas de Siria y hasta Chipre, que pronto se revelará como una verdadera isla metálica por su riqueza en cobre, palabra que, en las lenguas romances, proviene precisamente del griego "kypros" o del latino"cyprium aes", nombres con que se conocía a esta isla y a su metal típico.
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Mientras en el Próximo Oriente y en el Egeo se desarrollan las culturas neolíticas, en ciertas zonas del Cáucaso, ricas en minerales metalíferos, se produce tempranamente la revolución metalúrgica. Si el Neolítico supuso una gran transformación económica, ésta se basó en la imitación de la Naturaleza mediante la reproducción del ciclo normal de los seres vivos, tanto vegetales (agricultura) como animales (ganadería). Sin embargo, la metalurgia es un producto puro de la invención humana, es un acto de transformación de la materia, desconocido hasta entonces y de enormes consecuencias de aceleración del proceso histórico. El dominio de esta técnica, muy especializada y constituida a partir de experimentación (suma de éxitos y fracasos), transmitida oralmente dentro de castas de artesanos, tuvo una enorme repercusión en todos los ámbitos de la vida: aumento de la rentabilidad agrícola (debido a la mayor capacidad de tala de bosques y mayor profundidad en la roturación de los suelos con el arado provisto de un rejón metálico); mejora de las comunicaciones (con carros más ligeros, ruedas con ejes metálicos y radios; barcos realizados con tablas aserradas y unidas mediante clavos a una gran estructura y su consecuencia en navegaciones de largo alcance) o, como no podía ser menos, en las técnicas de la guerra, acelerando la carrera del armamento en un proceso que llega hasta nuestros días. El inicio de esta nueva técnica presupone el aprovechamiento de metales nativos, oro y cobre en un principio, ya en épocas neolíticas. La metalurgia, como proceso de transformación de menas metalíferas, transforma la economía neolítica y provoca la demanda de útiles fabricados en nuevos materiales, todo ello en fechas aún discutidas, pero en todo caso anteriores al VII milenio. En Çatal Hüyük (Anatolia), el cobre y el plomo aparecen en su estrato IX, fechado hacia 6350 a.C., si bien el período de los primeros metales, denominado Calcolítico, no se generaliza en Anatolia hasta mediados del VI milenio, después de unos niveles de destrucción en varios yacimientos, como por ejemplo Hacilar. Durante los dos milenios siguientes, la metalurgia se desarrolla y extiende hacia las zonas de los altos valles del Tigris y el Éufrates, y hacia el oeste, a las costas de Siria y hasta Chipre, que pronto se revelará como una verdadera isla metálica por su riqueza en cobre, palabra que, en las lenguas romances, proviene precisamente del griego "kypros" o del latino "cyprium aes", nombres con que se conocía a esta isla y a su metal típico. A la vez que a Chipre, la llegada de la metalurgia a la zona costera del Egeo se produce entre 3500 y 3200 a.C., fecha en que se funda la ciudad de Troya, situada en el extremo occidental de Anatolia, en una posición inmejorable para controlar las vías de comunicación entre Asia y Europa, o entre los mares Egeo y el Ponto, a través del estrecho de los Dardanelos. La excelencia de su situación queda demostrada por los grandes niveles, correspondientes a otras tantas ciudades que se edificaron y reconstruyeron, una sobre otra, durante unos 3.000 años. En la etapa calcolítica, como en los dos períodos siguientes, Troya no puede ser considerada como una ciudad, pues apenas pasaba de los 80 a 100 metros de diámetro. Más bien constituía una fortaleza, al modo de sus contemporáneas en Grecia, Dímini y otras estaciones. La duración de Troya I fue larga, hasta 2800-2600, fecha en que da paso a Troya II y a la Edad del Bronce, en una transición paulatina y sin sobresaltos, como resultado de su evolución interna. A lo largo del III milenio, como permiten deducir los materiales arqueológicos exhumados por Schliemann y sus sucesores, Troya se colocó a la cabeza de todas las poblaciones del Egeo, actuando como intermediaria entre las culturas metalúrgicas de Anatolia y las aldeas de Grecia continental y las Cícladas. Entre 2400 y 2300, una violenta destrucción acabó con Troya II, debida probablemente a la llegada de nuevos pobladores. El inicio de la edad de los metales en el Egeo, con esta primera etapa del Calcolítico, produjo una importante regionalización en tres grandes áreas: las islas, encabezadas por las centrales Cícladas, Creta, como un territorio que rápidamente desarrollará una fuerte civilización, y la Grecia continental, algo más atrasada respecto a las zonas anteriores. Así comienzan los períodos, contemporáneos unos de otros, denominados respectivamente Cicládico, Minoico y Heládico; las subdivisiones cronológicas de los mismos coinciden grosso modo, décadas arriba o abajo.
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En el valle de Oaxaca se produce un fenómeno muy similar al sucedido en otros sitios de Mesoamérica durante el Clásico, que está definido por la complejidad cultural generalizada, el aumento de los centros urbanos y la nucleación de la población en torno a las grandes ciudades, ante las expectativas económicas y de promoción social que ofrecen densidades urbanas. Monte Albán es el asentamiento que cataliza estos fenómenos en el valle de Oaxaca, concentrando alrededor de 17.000 individuos a inicios del Clásico y llegando a los 24.000 habitantes en el Clásico Tardío.Para organizar esta afluencia de emigrantes, los dirigentes de la ciudad hubieron de disponer de un sistema de terrazas que literalmente cubrieron toda la pequeña colina en la que se instala el centro ceremonial y otras elevaciones circundantes; en estas terrazas se situaban chozas de forma rectangular organizadas en torno a patios, rasgo que subsiste aún en la actualidad en diversas áreas mesoamericanas de alto porcentaje indígena. En ellas vivieron los campesinos y artesanos que abastecieron de alimentos y productos artesanales a la ciudad.Ante las expectativas de riqueza y desarrollo, la capital zapoteca alcanzó los seis kilómetros cuadrados de extensión, ocupados por edificios públicos y residenciales, en especial en el este y el sur de la Plaza Principal.
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A pesar de la mayor continuidad e importancia de las relaciones con los países occidentales, la cultura bizantina de los siglos XII y XIII no experimentó cambios con respecto a su propia tradición, sino más bien al contrario. Algún autor ha considerado que el XII, aunque no haya albergado grandes creadores, fue el "el siglo de oro literario y artístico de Bizancio". En ambos aspectos, el Imperio era claramente superior a los latinos todavía entonces, y ofrecía más que aceptaba. La hostilidad causada por las diferencias religiosas e incrementada por las intervenciones mercantiles y guerreras de éstos, producía un rechazo cultural entre los griegos que sólo admitió algunas excepciones, relativas en los medios cortesanos y aristocráticos, donde se adoptaron desde tiempos de Manuel I algunas expresiones propias de la cultura caballeresca occidental. El tradicionalismo es total, por ejemplo, en las manifestaciones artísticas, aunque hubo ciertas renovaciones: el colorido de los mosaicos y miniaturas se simplificó, siempre a partir de la utilización de fondos dorados, "símbolo de la luz divina"; el uso más antiguo de frescos en lugar de mosaicos se dio en tierra eslava (Nerezi, junto a Skopje) antes que en el Imperio, donde se consideraba obra de menor calidad. La rigidez temática era casi absoluta, pero hay un testimonio excepcional donde se demuestra que la espontaneidad también era posible: se trata de las ilustraciones al sermonario del monje Jacobo de Kokkinobaphos, en pleno siglo XII. El relato histórico mostró claramente el espíritu de exaltación de lo propio en la "Alexiada de Ana Commeno", hija del emperador Alejo y única escritora bizantina de que se tiene noticia, que relata sucesos de los años 1069 a 1118. Decenios más tarde escribía Juan Kinnamos, cronista de los sucesos ocurridos entre la época de Manuel I, del que fue secretario, y 1176. Continuó su crónica Nicetas Chôniates, que vivió los trágicos momentos del saqueo de Constantinopla por los latinos en 1204. Los tiempos del Imperio en el exilio de Nicea serían historiados por el ultimo autor de este grupo, Jorge Acropolita (m. 1282). Aquellos autores utilizaban todavía un griego arcaico, distinto al moderno que, a través de varios dialectos, comenzaría a tener expresión escrita, por ejemplo en los poemas "Rosantea y Dosiclés" de Teodoro Prodromo o "Hysmines e Hysminia" de Eumatios Makrembolites, en el que se finge un descenso a los infiernos para proceder a la descripción y crítica de la sociedad contemporánea. Pero el griego vulgar no alcanzaría su primera madurez literaria hasta el siglo XIV, y autores como Nicéforo Basiliakes, cultivador de la retórica, o el comentarista de Homero y Hesiodo Juan Tzetzes, cultivaron todavía un griego clásico de gran calidad. El tradicionalismo se mantuvo también en los estudios de canonística, teología y filosofía, donde el sentimiento de superioridad griega sobre la herejía latina es a veces manifiesto, por ejemplo en la obra del canonista Teodoro Balsamôn, a finales del siglo XII. Juan Italos, discípulo de Psellos, y su continuador Eustratos de Nicea expusieron doctrinas neoplatónicas que serían conocidas por autores latinos del siglo XII, pues Eustratos residió algún tiempo en Roma, en 1112. Pero en aquella época triunfó una nueva especie de aristotelismo cristianizado y escolástico, como sucedería en Occidente en el siglo XIII, cuyos mejores representantes fueron Euthymio Zyagabenos, a finales del siglo XI, y el "Tesoro de Ortordoxia" escrito por Nicetas Chôniatés a comienzos del XIII. La catástrofe de 1204 agudizó el rechazo a la influencia latina y provocó el desplazamiento de los hogares de actividad cultural a centros provinciales: Nicea y, más adelante, Tesalónica, Esmirna, Ochrida, e incluso la lejana Trebisonda. En Nicea escribía a mediados del siglo XIII Nicéforo Blemmydes (1197-1272), teólogo notable, sabio y polígrafo enciclopédico al modo de Focio, que era su modelo, mientras se copiaba o rescataba la herencia bibliográfica que serviría a Jorge Acropolita y Manuel Holobolos para restaurar la escuela patriarcal en Constantinopla después de 1261.
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El primer objetivo cultural de la Corona española en América fue la asimilación de los indios, y ésta fue encomendada a los religiosos, convertidos así en educadores que junto con la doctrina enseñaban instrucción primaria. Los principales destinatarios fueron los miembros de la nobleza indígena, para quienes en el siglo XVI se crearon colegios especiales. Algunos ensayos fueron particularmente interesantes, como el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, fundado en 1536 por el obispo fray Juan de Zumárraga en la ciudad de México, que llegó a tener más mil indígenas como alumnos internos, que aprendían latín y todo cuanto se enseñaba en los colegios aristocráticos de España. De él salieron excelentes latinistas y traductores, que a su vez enseñaron sus lenguas nativas a los misioneros. Pero el colegio fracasó a los pocos años (1560), como fracasó a la larga la política de asimilación cultural de los indios, sobre todo porque cuando un indio se hispanizaba dejaba de ser considerado como indio para entrar en la categoría de mestizo. En la república de los españoles también fue la Iglesia la institución que asumió las tareas educativas, tanto a nivel primario como secundario e incluso universitario. La enseñanza primaria solía impartirse en los mismos conventos, aunque en algunas ciudades se crearon escuelas privadas con autorización de los cabildos. Pero es curioso comprobar que en el siglo XVI en muchos lugares no existían escuelas de primeras letras para niños españoles, que recibían esta enseñanza en sus casas o debían acudir a las escuelas para indios, como ocurría en el colegio del Cercado de Lima, dirigido por los jesuitas. La enseñanza secundaria se realizaba en colegios de las órdenes religiosas, que atendían exclusivamente a los niños españoles y criollos, como el Colegio de San Pedro y San Pablo, en México, y el Convictorio de San Carlos en Lima. Las Universidades fueron también establecidas por iniciativa de las órdenes religiosas. En 1538 el Colegio de Santo Domingo, en la isla Española, recibió autorización para denominarse Universidad de Santo Tomás de Aquino, siendo así la primera universidad establecida en América. Siguieron las de San Marcos de Lima y México, ambas en 1551, y otras muchas, como San Carlos Borromeo en Guatemala, San Francisco Javier en Bogotá, etc. Hasta 32 universidades llegaron a fundarse, de manera que prácticamente cada ciudad importante contó con una, o más de una, como en Quito, que llegó a tener tres universidades, cada una de una orden religiosa. Las universidades indianas se fundaron según los modelos de otras españolas como Salamanca, y en menor medida Alcalá de Henares y Valladolid, tenían planes de estudios estandarizados y solían contar con facultades de Teología, Artes, Filosofía, Cánones o Derecho Canónico, Leyes o Derecho Civil y Medicina, impartiendo los grados de bachiller, licenciado y doctor o maestro. Pero la mayoría de las universidades sólo impartían clases de teología y derecho, materias que dominaban ampliamente en todas: en 1793 la Universidad de México tenía 12 profesores de medicina, 172 de derecho y 124 de teología. Había dos tipos de universidades: las generales, oficiales o mayores, que dependían del real patronato, y las particulares, privadas o menores, pertenecientes a alguna orden religiosa, en las que sólo se estudiaba el primer nivel de las carreras y los alumnos debían hacer una reválida ante un tribunal designado por el rector de la Universidad general. En teoría los indios nobles podían matricularse en la Universidad, pero no así los demás indios ni los mestizos ni miembros de ninguna otra casta. En general los alumnos solían ser únicamente criollos. Otro instrumento cultural fue la importación de libros -muy extendida e incluso favorecida por la Corona, que los eximió del pago de impuestos- y el temprano establecimiento de imprentas, en este caso concebida también como un complemento a la evangelización, para editar catecismos y libros religiosos. Su implantación se debió a la iniciativa del obispo Zumárraga y el virrey Mendoza, que en 1533 apoyan la instalación en México del primer taller de imprimir. En 1539 se establece en México el editor Juan Pablos, dependiente de la famosa editorial sevillana de Juan Cromberger. En 1583 se funda la primera imprenta en Lima y en el XVII se van introduciendo en otras ciudades. La mayor parte de los libros editados en Indias se destinaban a la evangelización y solían ser de religión y catecismos en lenguas indígenas, pero también se publicaron algunas obras sobre medicina, leyes, tecnología minera y hasta poesía. De todas formas, la cultura de los españoles y criollos dependía de los libros importados de España.
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La desaparición de la Administración imperial y las menores disponibilidades presupuestarias supusieron la desorganización del sistema de enseñanza pública tardorromano. Sin embargo, el mantenimiento de una buena parte de las antiguas aristocracias locales y provinciales supuso la perpetuación de una enseñanza literaria de tipo tradicional. Por otro lado la configuración del Cristianismo como lenguaje del poder supuso la constitución en las catedrales y monasterios de instituciones educativas y de reproducción cultural. Ya la "Vida de san Martín" atestigua cómo en el famoso monasterio de Marmoutiers, auténtico seminario de obispos galos, era obligado el arte de la copia de manuscritos por los monjes. De esta forma desde el siglo VI comenzó a regularizarse una enseñanza eclesiástica anteriormente surgida de forma espontánea, y como una necesidad de solventar problemas de comprensión de las Escrituras por parte del clero. En España el II Concilio de Toledo del 531 creó la obligatoriedad de escuelas episcopales para la formación del clero. Aunque sería equivocado hacerse una idea demasiado optimista de la formación literaria de estas primeras escuelas clericales. En la misma Península Ibérica a fines del siglo VI el obispo de Cartagena, Liciniano, se quejaba amargamente de la cultura clerical de su entorno, denunciando la existencia normal de monjes prácticamente analfabetos. Si desiguales fueron las invasiones y la destrucción de las estructuras y grupos sociales tardorromanos en el siglo V, diverso tenía que ser el tono cultural de las nacientes sociedades romano-germánicas de la época. En principio se podría afirmar que la cultura literaria en el siglo V continuó siendo algo fundamentalmente mediterráneo. Al igual que la actividad comercial tampoco las letras desaparecieron en África con la invasión vándala. Incluso la corte de Cartago conocería un florecimiento de la poesía profana, como se testimonia en la "Antología Palatina". Aunque lo esencial de la literatura del África vándala serían obras de la polémica católica contra pelagianistas y arrianos, de las que sería ejemplo culminante el gramático Fulgencio de Ruspe. Sin embargo, tampoco se debe desconocer que una parte de los intelectuales africanos habría abandonado el Reino vándalo, en busca de ambientes más propicios, como serían los casos de Eugipio, trasladado a Nápoles, y de Julián Pomerio, huido a las Galias. La continuidad que en lo político vivió la Italia del siglo V se reflejaría también en el terreno cultural y literario. De ello serían ejemplos las obras del papa León el Grande y del poeta Sedulio, de gran influencia en la Edad Media latina. El segundo sería durante mucho tiempo el autor más citado en los programas de las escuelas episcopales y monásticas occidentales. Por su parte, la cultura latina de las Galias se refugiaría, como tantas otras cosas, en sus partes meridionales. Un centro particularmente activo sería la abadía de San Víctor, cerca de Marsella. Sería allí donde trabajara Juan Casiano, autor de una importante regla monástica y de reflexiones de espiritualidad ascética (Confesiones). Más al interior la continuidad de la cultura literaria antigua propia de los medios aristocráticos se reflejará en la extensa obra de Sidonio Apolinar, sin duda la más literaria de la época. El establecimiento de una cierta seguridad política en Occidente en el siglo VI, la consolidación de los descendientes de las antiguas aristocracias provinciales como grupos dirigentes, generalmente bajo el cargo episcopal, de los nuevos Estados, y la necesidad de éstos de competir con la misma corte de Constantinopla en el terreno literario, influyeron en un relativo renacimiento de la cultura latina. El siglo VI en sus primeros decenios vería además el establecimiento sistemático de escuelas episcopales para la formación del clero. Ciertamente, Italia sería el ejemplo más brillante y temprano de dicho renacimiento, sin duda al calor de la política de prestigio de la corte de Teodorico. En Pavía Enodio sería un continuador de la cultura literaria tradicional. Mientras en Roma un miembro de la antigua gran familia senatorial de los Anicios, Boecio, seria el último occidental cultivado de la Filosofía por su profundo conocimiento de las letras griegas. Por su parte, la carrera literaria de otro senador romano, Flavio Magno Aurelio Casiodoro, reflejó las posibilidades y limitaciones de dicho renacimiento cultural: tras colaborar con Teodorico y constituir el alma de su cancillería, imitación de la imperial, Casiodoro optaría al final de su vida por retirarse a su finca suditálica, en Vivario, una especie de monasterio dedicado al cultivo y copia de las obras literarias antiguas. La segunda mitad del siglo VI en Italia estaría ya dominada por completo por personalidades eclesiásticas, como el papa Gregorio el Grande, a la vez un místico y un hombre preocupado por mantener el poder de la sede petrina. La continuidad, no obstante la hecatombe visigoda, de la antigua aristocracia tardorromana en el centro-oeste de la Galia explicaría su esplendor literario del siglo VI, aunque éste sería ya obra exclusivamente de clérigos: el italiano Venancio Fortunato en Poitiers y el arverno Gregorio en Tours. El primero sería uno de los últimos representantes de la poesía antigua. El segundo reflejaría unos gustos y objetivos culturales distintos. Sus obras históricas o hagiográficas escritas en lengua vulgar pretendían sobre todo edificar moralmente a los grupos dirigentes contemporáneos, y a una nobleza merovingia tanto germana como romana. Si el siglo VI pudo ser sobre todo italiano, el VII sería hispano. El llamado renacimiento isidoriano y la obra literaria de los obispos toledanos de la segunda mitad del siglo señalarían la primera eclosión de una cultura literaria plenamente clerical, modelo de lo que habría de ser el posterior renacimiento carolingio. Isidoro de Sevilla (hacia 560-666) pretendió transmitir una suma de conocimientos a partir de la etimología de las palabras o de la definición glosada: diferencia, sinonimia y etimología. Sus "Etimologías", además de servir de transmisión de una parte de la cultura antigua, sirvió durante toda la Edad Media como referencia gramatical y lexicográfica. Pero aunque su cultura pueda en gran parte considerarse de referencias e ignoraba el griego, Isidoro se mostró también como un testigo crítico de su tiempo, especialmente pesimista en sus obras de senectud (Sentencias). Por su parte, el obispo toledano Julián, a finales del siglo VII, sería el último cultivador de la monografía histórica al estilo de Salustio, a la par que un teórico de la enseñanza retórica; aunque sus obras teológicas rezuman ya un ambiente mucho más contemporáneo y ansioso del presentido final de los tiempos. Junto con el Reino visigodo el otro foco de la cultura latina del siglo VII sería Irlanda, existiendo además evidencia de los contactos entre uno y otro. Poseedores de un latín escrito que no hablado, los monjes irlandeses del siglo VII demuestran una pulcritud gramatical ausente en muchos de sus contemporáneos del Continente. Además, el carácter itinerante del monasticismo irlandés hacía que este neolatín se difundiera, especialmente por Columbano y sus sucesores, en la Gran Bretaña -con la gran figura indígena de Beda el Venerable (673-735)- y el Continente. Los monasterios fundados por ellos serían pronto reconocidos centros de copia de manuscritos: Luxeuil en Francia, Saint Gall en Suiza, Bobbio en Italia, Jarrow en Inglaterra. Gracias a ellos se salvaron no sólo obras antiguas sino una parte de la gran creación literaria de la España visigoda del siglo VII, que de otro modo hubiera desaparecido víctima del integrismo islámico. Sin duda la civilización del Occidente en estos siglos tuvo un alto grado de carácter literario. Pero por mucho que el documento escrito siguiera estando sobrevalorado muchas gentes no sabían ni leer ni escribir. Incluso en el plano oral bastantes personas de las antiguas provincias romanas difícilmente serían capaces de seguir el latín culto de los textos litúrgicos. El latín hablado occidental distaba mucho del clásico, no sólo en lo relativo a la fonética, sino también por la morfología. Como consecuencia de ello los grupos dirigentes occidentales necesitaban de otros vehículos para hacer llegar su mensaje ideológico a todas las capas sociales. Para ello los recursos de la plástica artística y de la arquitectura habrían de mostrarse imprescindibles. Desde muy pronto el Cristianismo había utilizado los recursos plásticos para difundir su mensaje y mejor realizar su vocación pastoral. El llamado arte paleocristiano, desarrollado a partir del siglo IV, habría adoptado recursos estilísticos e iconográficos clásicos a los nuevos programas y anecdotario salidos de los textos sagrados. Lo cual se plasmaría en el relieve, la musivaria, la pintura -especialmente de códices-, y las artes menores. Los muchos peregrinos que en el siglo VI acudían a la basílica de San Martin en Tours se enterarían mejor de las virtudes y anécdotas del santo contemplando las pinturas que decoraban sus paredes que leyendo o escuchando homilías o relatos hagiográficos. Así, si todavía los programas iconográficos de los grandes pavimentos musivarios de las villae señoriales del siglo V muestran su anclaje en las lecturas paganas o profanas tradicionales, pronto esos mismos artesanos utilizarían sus técnicas y estilos narrativos para representar motivos y escenas cristianas, sobre todo cuando desde finales de ese siglo lo esencial de las edificaciones privadas tenía una finalidad religiosa. Junto a múltiples y más o menos humildes mosaicos funerarios, dispersos por los países mediterráneos, tendríamos que mencionar los grandes paramentos en mosaico de las basílicas justinianeas de Ravena, o los anteriores de Santa María la Mayor de Roma. Ese interés narrativo, de mostrar un libro en piedra, explicaría el éxito de la talla a bisel y el bajorrelieve en la Italia lombarda y en la España visigoda (San Pedro de la Nave) del siglo VII, copiando escenas vistas en tapices o decoraciones manuscritas con frecuencia de origen copto o bizantino. Precisamente la ilustración de manuscritos religiosos fue uno de los medios más potentes para comunicar artísticamente regiones occidentales de tradiciones muy diversas. Manuscritos iluminados italianos, de clara tradición clásica, llegaron a fines del siglo VI a Irlanda e Inglaterra, donde nacería un estilo nuevo y poderoso, al cruzarse con supervivencias célticas. Ejemplos como el "Libro de Durrow", con su gusto por la decoración geométrica, pasarían después al Continente, por los escritorios de Luxeuil, Corbie o Bobbio. La arquitectura monumental, especialmente la religiosa, que es la única que en la mayoría de los casos podemos conocer, vivió de la gran tradición clásica, por lo menos hasta mediados del siglo VII y en la cuenca mediterránea. Así los baptisterios provenzales o las basílicas merovingias de Tours, Auxerre o París se parecen mucho a otros ejemplares de Italia y a la de los tiempos paleocristianos. Sin embargo en la segunda mitad del siglo VII, y como reflejo de la consolidación de los Reinos romano-germánicos, se asiste a una especie de regionalización de la arquitectura occidental. Si en Italia el legado de la Antigüedad siguió siendo predominante, junto con el traslado simple de formas bizantinas (Ravena), en España surgió una arquitectura muy singular, inspirada en lejanos modelos sirios y bizantinos del siglo VII (San Fructuoso de Montelios, San Pedro de la Nave o Quintanilla de las Viñas). Por su parte la influencia de los invasores germánicos en el terreno de la plástica sólo se reflejaría en las artes menores, y en especial en la orfebrería aplicada a la vestimenta. Tal y como correspondía a pueblos inmigrantes. Se trata de una plástica al servicio de una élite dirigente y de funcionalidad guerrera. Utiliza motivos iconográficos de tradición nórdica o de los pueblos ecuestrizados de las estepas euroasiáticas (elementos geométricos y animalísticos), con un estilo y técnica que gustaba del colorido (cloisoné y cabujones). En todo caso sus formas y estilo pudieron extenderse a gentes no germanas en la segunda mitad del siglo V, como una moda especialmente vinculada a grupos dirigentes militarizados. En el VII el prestigio de Bizancio había suplantado formas y estilos germanos en esos mismos utensilios (fíbulas y broches de cinturón) en la regiones mediterráneas. Incluso influjos meridionales llegarían a una orfebrería nórdica todavía vinculada al horizonte germánico, como reflejan numerosos piezas del famoso tesoro de Sutton Hoo en la Inglaterra del siglo VII.