Una vez ocupada y desmembrada Checoslovaquia, Mussolini se había visto impulsado a emular la política expansiva de su aliado alemán y decidió la ocupación de un territorio exterior cuya conquista no supusiese problema señalado alguno. El Reich, por su parte, no mostraba ningún interés en el ámbito mediterráneo, por lo que Italia contaba con una absoluta libertad de acción sobre el mismo. Además, la elección de Albania suponía de hecho la vertiente política de una situación material ya existente, dado que el pequeño país se encontraba situado en un plano de absoluta dependencia con respecto a Italia. Solamente faltaba, pues, la materialización de una conquista, que fue decidida para los primeros días de abril de 1939. Así, siguiendo la costumbre que ya Europa comenzaba a conocer como inicio de operaciones de similar carácter, el Gobierno italiano envió el día 6 de ese mes un inaceptable ultimátum al rey Zogú en el que exigía la plena disponibilidad del territorio albanés por parte italiana. Al día siguiente, Viernes Santo, un cuerpo expedicionario desembarcaba en varios puntos de la costa de aquel país y lo ocupaba en escaso tiempo sin apenas encontrar resistencia. El día 16, Mussolini proclamaba a Víctor Manuel III rey de Albania. Con ello, la Corona italiana añadía un nuevo título a los que ya poseía y que debía, como en el caso de Abisinia, a la agresiva política lanzada por el fascismo sobre países prácticamente indefensos.
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A finales del siglo XVI el régimen político se había anquilosado con una clase mandarina, culta y refinada, pero alejada de los intereses del conjunto de la sociedad, y una Corte dividida por conspiraciones de altos funcionarios, eunucos, emperatrices y concubinas. El norte del país nunca había sido completamente asimilado y la frontera estaba a merced de las continuas incursiones de los mogoles a pesar de la ampliación de la Gran Muralla: diversos pueblos fronterizos reafirmaban su existencia y deseaban expansionarse a costa del Imperio mogol, o independizarse si estaban incluidos en él. El peligro de desmembramiento se acentuaba conforme disminuía el poder del emperador frente a las conspiraciones palaciegas. A ello se sumaba el deterioro de la vida agrícola, incrementado por las catástrofes naturales de las últimas décadas: sequías, inundaciones, heladas. La situación precaria del campesinado causaba rebeliones episódicas endémicas, que se multiplicaban conforme lo hacía la escasez, el hambre y el descontento con el dominio de los terratenientes, que habían acabado apoderándose de sus tierras. Mientras, en el Noroeste se fortalecía el poder de los manchúes, tribus tártaras de la región del Amur que habían sufrido la dominación de los mogoles y de la dinastía Ming, sin asimilar apenas su cultura. Tampoco estaba Manchuria integrada en la administración del imperio, sino dominada por una serie de destacamentos militares. Sin embargo, se estaban produciendo modificaciones en su sistema de vida, que se asemejaba cada vez más al chino. De tribus nómadas, habían pasado a convertirse en sedentarias y a adoptar formas de organización chinas. Dos hechos hicieron de los manchúes un peligroso enemigo para el decadente Imperio Ming: por un lado, su riqueza, proveniente del acaparamiento del comercio de perlas, pieles preciosas y productos mineros en el Noroeste y del cultivo del ginseng, muy apreciado por sus cualidades medicinales; por otro, su sólida organización feudal y guerrera. El caudillo Nurhaci (1559-1626) consiguió la unificación de las diversas tribus y dotarlas de una organización militar y administrativa: el sistema de las banderas -qi- que se inaugura en 1601. Éstas, que se distinguían por sus diferentes colores, eran simultáneamente unidades administrativas y militares, bajo la forma de propiedades entregadas a los generales manchúes, compuestas por divisiones y éstas a su vez por compañías. Cada bandera debía de proporcionar la caballería y las tropas necesarias para las campañas militares y era responsable de todos los procesos civiles y administrativos que surgiesen en su territorio. Las familias de los soldados, como éstos en tiempos de paz, se dedicaban a actividades remuneradas normales, de forma que cada bandera se sostenía a sí misma. Conforme los manchúes se van expandiendo, a las banderas interiores, manchúes, suceden las exteriores, a las que se iban adaptando los nuevos territorios conquistados. En 1644 ya existían 24 banderas: ocho manchúes, ocho chinas y ocho mogolas. Nurhaci aceleró el proceso de sinización rodeándose de consejeros chinos, que fueron adaptando al sistema de las banderas el más desarrollado modelo organizativo chino. Los rápidos triunfos de Nurhaci en la incorporación de territorios propiciaron que se proclamase Khan en 1616 y fundase la dinastía Jin. En los años siguientes continuó su expansión por el Imperio Ming y trasladó su capital a la ciudad de Mukden (Shenyang), conquistada en 1621. Su hijo Abahai (1626-1643) prosiguió su política expansionista, con la clara idea de que sus ambiciones sólo iban a terminar en el trono imperial. Para ello comenzó sometiendo tribus mogolas del Oeste, inició una campaña de anexión de Corea (1626-27) y forzó la Gran Muralla, aunque fue detenido en el camino hacia Pekín en 1629. En 1636 cambió el nombre de la dinastía Jin por Daqing (Grandes Qing o Gran Luz), de forma abreviada Qing. A pesar de los éxitos de última hora del ejército Ming, se multiplicaron las sublevaciones, agravadas por el hambre, fácilmente aprovechadas por aventureros. Uno de ellos, Li Zicheng, antiguo pastor de ovejas, se convirtió en uno de los principales cabecillas de los campesinos insurrectos y bajo la consigna "tierra igual para todos, impuestos cero" dominó toda la China del norte y en 1644 ocupó Pekín, donde el último emperador Ming, Chongzen, se suicidó. Li Zicheng se autodenominó emperador y fundador de la dinastía Shun, que fue liquidada a los pocos meses por los manchúes. La envergadura que estaba adquiriendo el levantamiento campesino hizo temer a la aristocracia china por la pérdida de sus privilegios. Así, el general Wu Sangui, al mando del ejército que hasta estos momentos trataba de detener el avance de los manchúes, en un intento desesperado de salvar la dinastía Ming, estableció con ellos una alianza para derrotar conjuntamente a las tropas rebeldes. En 1644 los manchúes tomaron Pekín, se apoderaron del poder y nombraron emperador al hijo de Abahai, Fulin, con el nombre chino de Shunzi (1644-1661), cuya regencia hasta su mayoría de edad ocuparía su tío Dorgon, una de las personalidades más destacadas de este período y gracias al cual la dinastía Qing llegaría a extender su dominio sobre toda China y declararse sucesora legítima de los Ming. El control de todo el territorio tardaría en llegar, sin embargo, una decena de años. Los invasores no eran más que el 2 por 100 de la población china y los rebeldes mantuvieron una encarnizada resistencia, mientras que los partidarios de los Ming, refugiados en el Sur, contaban con la ayuda de los piratas de Taiwan. Si los manchúes consiguieron al final una victoria definitiva fue gracias a la pasividad de la mayor parte de la población, que no se sentía atada por lealtad alguna hacia los Ming, a quienes no debía más que miseria, y que confiaba en que bajo una nueva dinastía no podía más que mejorar.
obra
El 19 de abril de 1422 se consagró espectacularmente la iglesia del Carmine de Florencia, participando en los actos algunos artistas como Brunelleschi, Donatello, Masolino o Masaccio. Éste último será el encargado de realizar un fresco en el claustro del convento donde se conmemore la Consagración. Debía representar numerosas figuras "disminuyendo... según la vista del ojo, y no todas de igual medida". El fresco desapareció en el siglo XVI, conservándose sólo algunas copias de dibujos posteriores, como ésta de un maestro anónimo de fines del Cinquecento. Destaca la perfección de las figuras dispuestas en planos, que recuerdan los frisos romanos lo que hace pensar a algún especialista en un indocumentado viaje a Roma por aquellas fechas. El artista se ha identificado con el personaje que ocupa la tercera fila y dirige su mirada hacia el espectador. La retratística de Masaccio se inició con este trabajo, conservándose escasas muestras como el Retrato de joven.
contexto
La apretada secuencia de encargos públicos que recibió Caravaggio a partir de entonces, subraya la resonancia alcanzada por su arte, hasta consagrarlo como pintor de historia. Así, mientras trabaja en la capilla Contarelli, el cardenal Cerasi le encarga pintar -la Asunción para el altar es de Annibale Carracci- la Crucifixión de San Pedro y la Conversión de San Pablo (1600-01) para su capilla, en Santa María del Popolo. De nuevo, naturaleza e instantaneidad asaltan, con extraña violencia, al espectador, y también un cierto tufo a herejía, al menos desviación. De los dos cuadros, la Crucifixión de San Pedro representa el atroz momento en que la cruz, en que el Santo está clavado cabeza abajo, es izada por los esbirros; entonces, todo el peso del cuerpo del Santo se desplaza por el plano inclinado del madero, provocando que los grandes clavos que atraviesan sus pies, lo maltraten hasta el punto de que, retorcido de dolor, se reincorpora y aprieta su mano. Es decir, Caravaggio enfatiza el dolor humano que sintió San Pedro en el momento del martirio, como si eso fuera más grande que la historia, o sea, que el evento sagrado que se está cumpliendo. Otro tanto sucede en la Conversión de San Pablo con la anti-heroica figura del caballo ocupando la casi totalidad de la superficie del cuadro. En ambos, la luz hace fulgurar a las personas y las cosas, convirtiéndose en la protagonista de la pintura de Caravaggio. La figuración no está sólo inmersa en la luz, ni ésta es un mero atributo de la realidad, como la forma o el color. La luz, por el contrario, es el medio, la sustancia a través de la cual la realidad se hace tal.Aunque las fuentes hablan de unas primeras versiones no aceptadas para esta capilla, a partir de entonces ejecuta, sin solución de continuidad, el Santo Entierro (1602-04) para la capilla Vittrice, en Santa Maria in Vallicella (Roma, Pinacoteca Vaticana); la Madonna dei pellegrini (1604-05) para Sant'Agostino; la Madonna dei palafrenieri (1605-06) para el altar de los caballerizos papales, en la Basílica Vaticana, y, en fin, la Muerte de la Virgen (1605-06) para Santa Maria della Scala, en el Trastévere romano. Sin embargo, no es oro todo lo que reluce: las dos últimas obras fueron rechazadas de plano por los comitentes, y el cuadro de la Virgen dei pellegrini fue acogido por el pueblo con un gran cacareo. Sólo el Santo Entierro recibió el favor de todos. Las perturbadoras novedades de su lenguaje y los paradójicos componentes culturales y existenciales que recorren sus pinturas, le abocaron a estos resultados de disfavor generalizado entre el pueblo romano. Y es que el soporte del arte de Caravaggio hay que buscarlo en los comitentes privados, cultos y elitistas, que contribuyeron a su primera afirmación, y que continuaron apoyándole. Pero, aunque fuera por contraste, su fama se consolidó gracias a las comisiones públicas. Es significativo que la Madonna dei palafrenieri fuera retirada y dada al cardenal Scipione Borghese (1620) y que la Muerte de la Virgen la comprara, por consejo directo de Rubens, el duque de Mantua.Seguramente que lo que facilitó la aceptación del Santo Entierro, fue la apariencia más clásica del grupo, casi escultórico y el acento más heroico de sus personajes (clara cita de la Pietà miguelangelesca del Vaticano es el brazo caído de Cristo). Estos elementos, sin duda, hicieron olvidar la directa trampa óptica en la que se ve envuelto el observador, agredido por la losa de la tumba que sobresale del cuadro, dejando por debajo un vacío muy inquietante. De su enorme y continuada fortuna crítica es prueba la cantidad de copias e imitaciones hechas: Rubens o Van Baburen, Géricault o Cézanne.De nuevo, frente al elevado tono del Santo Entierro, se alza el carácter doméstico dado a la Madonna dei pellegrini, con María asomada a la puerta de su casa para exponer al Niño a la devoción emotiva de los peregrinos, "uno con los pies fangosos y la otra con un gorro caído y sucio" (Baglione). O en la Muerte de la Virgen, el desconsolado dolor de hombres y mujeres que parecen velar a una familiar recién muerta, en medio del increíble efecto compositivo y pictórico que Caravaggio logra respecto a la escenografía áulica y opulenta de otras pinturas seiscentistas del mismo tema. Precisamente, las críticas contra este cuadro se dirigían a la inconveniencia con que había sido tratado el tema. Con todo, la contra a Caravaggio tenía motivaciones más hondas, relacionadas con el debate artístico coetáneo y con los planteamientos que el arte tenía para la Iglesia. Con respecto al primer motivo, Caravaggio tenía en contra a todo el ambiente académico romano, aún dominado por Federico Zuccari, además del peso específico que significaba el clasicismo de Annibale Carracci, más asimilable por el ánimo académico.
contexto
Durante el período justinianeo se había desarrollado una importante imaginería cristiana que desaparecería con las luchas de iconódulos e iconoclastas. A partir de entonces, tendrá que ser en Occidente donde se creen las bases de las imágenes de culto. Conocemos experiencias carolingias, pero serán los otonianos los que darán el impulso definitivo a los principales prototipos, Virgen-madre y Cristo crucificado.La crisis de los iconoclastas orientales condicionó el culto de las imágenes en la Europa carolingia. De estas figuras los fieles no podían esperar ningún tipo de favor espiritual o material, pues, como decían los teólogos de Carlomagno, no eran el santo mismo que representaban. Esto se solucionó promocionando el culto a las reliquias, nadie podía poner en duda que en estos restos de los santos eran ellos realmente. Las cajas-relicario fueron adquiriendo cada vez formas más elaboradas y, sobre todo, intentando recrear una iconografía acorde con su contenido. En la obra sobre los "Milagros de Saint-Denis" se habla de un relicario con forma de mano, fabricado por un orfebre en tiempos del abad Fardulfo (783-806), para conservar en él un dedo de la mano del santo. La producción de este tipo de objetos, cabezas, pies y manos, se continuaba realizando por los artistas del Imperio germánico.La pequeña estatuilla ecuestre de un emperador carolingio podía ser una buena ilustración de esa estatuaria de bulto redondo a la que aluden los textos -crucificados, imágenes de nobles, etc.-. Los Hubert han demostrado que el origen de estas figuras, en la mayoría de las ocasiones estatuas-relicario, está relacionado con la aristocracia, tanto laica como eclesiástica, pero que pronto transcendería de este enclave elitista a un ámbito popular, en el que manifestarán su fervor, ahora sí absolutamente idolátrico, las multitudes. Estas imágenes con reliquias recibieron el nombre de majestades. La más famosa de ellas, la de Santa Fe de Conques, creada en la novena centuria, adquiriría su forma fetichista un siglo después.Un texto muy conocido de Bernardo de Angers, el "Libro de los milagros de Santa Fe", nos informa de la gran difusión que las majestades habían alcanzado por todos los lugares. En este fragmento se alude a un viaje realizado por Bernardo a Conques y Auvernia en 1013: "Viejo uso y de una antigua costumbre -se refiere a las majestades-, extendidos por toda la región de Auvernia, Rouergue y Toulouse y comarcas vecinas. Cualquiera hace erigir a su santo patrón una estatua de oro, plata u otro metal, encerrando en su interior la cabeza del santo u otra parte de su cuerpo".Ciertas referencias expresadas por Bernardo sobre estas costumbres han hecho suponer a algunos especialistas que éstas eran unas prácticas realizadas por gentes bárbaras del Sur, donde la incultura y el fanatismo habían propiciado el desarrollo de hábitos idolátricos. Si esto pudo ser alguna vez cierto, la realidad es que, en las proximidades del milenio, se trata ya de un fenómeno generalizado por todas las tierras del Imperio. Cada vez adquiría un desarrollo mayor la figura, mientras que el espacio destinado a relicario iba disminuyendo.Precisamente en relación con estas formas de lujoso fetiche debemos estudiar la primera de las imágenes de culto otonianas, la Virgen dorada de Essen. Realizada en torno al 1000, era un auténtico relicario figurado, que los fieles transportaban en solemnes procesiones, llenos de fervor devocional. Es una obra de setenta y cuatro centímetros de altura, con un alma de madera enchapada con placas de plata dorada. La Virgen, que ofrece una manzana al Niño, dispuesto de forma lateral sobre sus rodillas, representa, con esta actitud, la imagen de una nueva Eva, esta vez la representación de la mujer que redimió a su especie. Existen en esta figura algunas formas que la dotan de un cierto dinamismo emocional; sin embargo, esto se pierde totalmente al contemplar los ojos saltones e inexpresivos que le confieren un aire de ídolo totémico.El obispo Imad donó otra virgen dorada a su catedral de Paderborn, en 1058. Perdido el oro del revestimiento, tan sólo conservamos su alma leñosa, de una altura de 112 centímetros. Es una obra hierática, muy simétrica, dotada de una gran solemnidad, acentuada por su inexpresividad. Responde esta forma ya a una plástica románica, lo mismo que otra imagen de este tipo, muy deteriorada, conservada en Hildesheim.La serie de crucifijos otonianos constituye la mejor aportación conservada a la configuración de la iconografía románica. El más antiguo, y uno de los más bellos, es el Crucificado del arzobispo Cero, actualmente en la catedral de Colonia. Es una escultura exenta, de tamaño natural, representando a un Cristo de gran expresividad emocional. Las formas anatómicas son amplias y acentuadas con un suave modelado, algo más acusado en la definición de los músculos y nervios de las rodillas y brazos. Todo en esta imagen, incluso el paño de pureza meramente ornamental para no distraer la expresividad de la anatomía, tiene como finalidad subrayar una iconografía dramático-pasional característica, no ya del Dios de la Iglesia triunfante, sino del Cristo-hombre tan acorde con los principios cristológicos que se empezaban a gestar en aquella época entre los teólogos. Creada esta obra antes de 976, ejercerá una gran influencia en multitud de crucifijos realizados desde fines de esta centuria y durante la totalidad de la siguiente, entre los que cabe destacar los dos relacionados con Bernward en Hildesheim, realizados en madera y plata respectivamente.Era tal el valor expresivo de estas imágenes que, una vez más, los padres de la iglesia se vieron obligados a llamar la atención de sus fieles, advirtiéndoles que aquellos conmovedores crucificados no eran el mismo Jesucristo. Así el sínodo de Arras, en 1025 recomendaba:"Es Cristo quien se adora en el crucifijo y no el tronco de madera. Las imágenes visibles del Salvador y de los santos no deben ser adorados en tanto que objetos fabricados por la mano del hombre, sino que han sido hechas para suscitar una emoción interior, la contemplación de la manifestación de la gracia divina".Pero en esta recomendación sinodal hay una novedad con respecto a la teoría clásica de la iglesia referida a las imágenes, "han sido hechos paró suscitar una emoción interior". Basta contemplar cualquiera de los rostros de estos crucificados otonianos para ver cuál ha sido el reto de los artistas que lo han hecho posible: trasmitir a la materia formas expresivas de estados emocionales que inciten a quienes los contemplan a la piedad.
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El poder omeya era, sin ninguna duda, el más sólido de los poderes independientes que se constituyeron en el Occidente musulmán en la misma época, siendo los otros los rustumíes de Tahart, los midraríes de Siyilmasa y los idrisíes de Fez. A la muerte del emir Abd al-Rahman I, el 30 de septiembre del 788 (25 de rabi II del año 172), los omeyas estaban lo suficientemente seguros en Córdoba para que no hubiera dudas sobre la sucesión dinástica del poder, según la tradición de los omeyas de Oriente. El prestigio del linaje omeya facilitó con toda probabilidad las cosas. En el Magreb, el mismo año 788, la sucesión del primer emir Rustumí provocó en Tahert la grave crisis nukkarí. El que sucedió a Abd al-Rahman, aparentemente por voluntad de éste, fue Hisham, el segundo de los tres hijos del primer soberano de la dinastía consolidada en Córdoba. La falta de reglas de primogenitura en el derecho público musulmán era motivo de posibles conflictos y la sucesión en favor de Hisham suscitó el descontento de los otros dos hermanos, que provocarían disturbios de efectos muy duraderos. Sin embargo, en los primeros momentos, el mayor Sulayman y el menor Abd Allah, después de haber intentado sin éxito organizar sublevaciones en la Península, terminaron exiliándose en el Magreb. Los siete años del reinado del emir Hisham fueron relativamente tranquilos. Algunos movimientos de agitación yemení se produjeron en la parte oriental (Sharq al-Andalus) y en la Marca Superior, pero no tuvieron gran alcance y fueron reprimidos con el envío de algunas tropas y gracias al apoyo de los Banu Qasi -una potente familia muladí del valle del Ebro- que empezaron por estos años a tener un papel importante en esta región nororiental. Por otra parte, una sublevación beréber fue reprimida con fuerza en la región de Ronda. Con pocas alteraciones en el interior, el emir Hisham pudo organizar varias expediciones de guerra santa contra el reino asturiano, que atacó a la vez por el este (Alava) y por el sur (Astorga). En el 793, un importante ejército se dirigió a la zona oriental para atacar Gerona, y llegó hasta Narbona. No recuperó el control de ninguna de estas ciudades, pero logró una sangrienta victoria sobre las fuerzas francas del duque Guillermo de Toulouse e ingresó en Córdoba un botín considerable. Hisham I murió prematuramente, dejando el poder a su hijo, al-Hakam I (796-822). Sus tíos, Sulayman y Abd Allah, que no habían renunciado a sus ambiciones, se apresuraron a volver del Magreb con el fin de suscitar disturbios en al-Andalus. El más activo fue Abd Allah quien, desde la región valenciana donde había desembarcado, intentó atraer a su causa a los jefes árabes del valle del Ebro e incluso vino a pedir ayuda a la corte de Carlomagno en el año 797, contra su sobrino. Su hermano Sulayman, siempre desde la costa oriental donde se había instalado a su vez en el año 798, intentó atacar Córdoba pero fue vencido y asesinado en el 800 o el 801. Fue precisamente en este momento (798) cuando se produjo un importante ataque de una flota de "mauri et sarraceni" contra las Baleares. Este primer acto de "piratería sarracena" estaba probablemente vinculado con la presencia en la costa oriental de los medios navales y militares agrupados por los tíos de al-Hakam. En el 802 o 803, Abd Allah terminó estableciendo contactos con su sobrino, al-Hakam, que le autorizó a residir en Valencia donde, a cambio de una pensión anual, se mantuvo tranquilo hasta el final del reinado del tercer emir omeya de Córdoba, ejerciendo siempre una especie de gobierno de una región que durante toda esta época parecía no haber dependido de la capital más que de forma muy laxa. Se dio desde entonces a Abd Allah el apodo de al-Balansi.
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A partir de los años centrales del siglo la arquitectura fue adquiriendo una expresión definitivamente barroca, superando poco a poco el recuerdo clasicista. La valoración de la plasticidad y de los contrastes luminosos en los exteriores, así como la intensificación de la decoración, sobre todo en los interiores, son las cualidades más sobresalientes de esta última etapa de la centuria, en la que sin embargo no se produjeron novedades estructurales.En general las iglesias mantienen el esquema longitudinal, pero el sistema ornamental se enriquece extraordinariamente. Modillones pareados en el friso y en el anillo del tambor, placas geométricas, molduras quebradas, cartelas, festones, motivos vegetales, etc., dinamizan las superficies y prestan un renovado aspecto a las construcciones, buscando plasmar el carácter sensible y expresivo propio de la plenitud barroca. La concepción de los retablos se adelanta al diseño arquitectónico y gracias a su influencia se incorpora la utilización de la columna salomónica a las tareas constructivas, en particular en los últimos años del siglo, abriendo el camino de la libertad y la fantasía que imperarán en la arquitectura del XVIII.La evolución del estilo y la consolidación del nuevo lenguaje están especialmente vinculadas a Madrid, donde a pesar de la crisis económica se mantuvo una actividad constructiva importante, aunque dedicada casi por completo a edificaciones de carácter eclesiástico. El resto de la Península se fue incorporando en mayor o menor medida a este proceso, recibiendo el influjo del ejemplo madrileño o, como en el caso gallego, desarrollando una valiosa y personal arquitectura.Para Kubler el primer ejemplo de la plenitud barroca es la capilla de San Isidro de la madrileña iglesia de San Andrés, trazada por Pedro de la Torre en 1642 aunque iniciada en 1657 bajo la dirección de José de Villarreal (h. 1610-1662). Cuando éste comenzó la construcción sólo estaban abiertos los cimientos, por lo que la planta debe corresponder al proyecto de Pedro de la Torre, pero se desconoce en qué medida Villarreal pudo alterar la idea original en el alzado. La capilla, destinada a albergar los restos de San Isidro tras su canonización en 1622, fue concebida perpendicularmente a la cabecera de San Andrés, cuyo presbiterio se convertía en antesala del desarrollo espacial de la nueva construcción, integrada por dos tramos cuadrados: el primero, contiguo a la capilla mayor del templo, cubierto por bóveda de cañón rebajada, y el segundo, y principal, coronado por amplia cúpula sobre tambor con ventanas, que proporcionaban a este último tramo una intensa iluminación en contraste con la penumbra del resto del recinto.La estructura exterior ha llegado sin alteraciones sustanciales hasta nuestros días. Presenta una concepción monumental, de volúmenes geométricos claramente definidos, cuyo sobrio diseño contrastaba con la rica decoración interior, por desgracia destruida durante la guerra civil, y ahora reconstruida, la cual fue ideada por Juan de Lobera (1620/25/1681), a quien también se deben las portadas de la capilla. Este arquitecto, que dirigió las obras a partir de 1663 tras la muerte de Villarreal, había trazado ya en 1659 un gran retablo para el altar mayor de San Andrés y el baldaquino que cobijaba los restos del santo, situado bajo la cúpula. Este era sin duda el principal protagonista del interior de la capilla, pues centraba el espacio y a la vez se convertía en un foco de atracción dominante, gracias al carácter dinámico de sus columnas salomónicas, de influencia berniniana, y a la intensa iluminación que recibía desde la cubierta. Lobera también proyectó la variada y opulenta decoración -roleos, modillones, festones, cartelas, yeserías-, que, recubriendo todo el interior del conjunto, le proporcionaba la apariencia sorprendente y exuberante característica del Barroco.Este lenguaje, que Lobera dominaba como tracista de retablos -suyo es el del trascoro de la catedral de Sigüenza (Guadalajara, 1666)-, tuvo precisamente su origen en este tipo de obras. El empleo de la columna salomónica, el interés por el dinamismo, la composición en distintos planos, la variedad y riqueza del adorno, la policromía y las formas naturalistas aparecieron por vez primera en el diseño de los retablos, pasando posteriormente a la formulación arquitectónica.Pedro de la Torre (1595/96-1677) desempeñó un importante papel en este proceso evolutivo, merced a su actividad como tracista de retablos, entre los que destacan los de la capilla mayor de la iglesia de Pinto, comenzados en 1637, el de Nuestra Señora de la Fuencisla de Segovia de 1645, y los de la iglesia del monasterio de benedictinas de San Plácido, realizados a partir de 1658. Mención especial merece el retablo mayor de la desaparecida iglesia del Buen Suceso, que se levantaba en la madrileña Puerta del Sol. Concluido en 1637, el arquitecto utilizó en él la columna salomónica, por primera vez en la capital, construyendo también el primer camarín del que se tienen noticias. El camarín es una tipología característica del barroco español, consistente en una pequeña cámara dispuesta tras el retablo, a la altura de la imagen principal, para facilitar el acceso de los fieles y favorecer así la devoción popular, especialmente impulsada por las ideas contrarreformistas.A pesar del protagonismo indiscutible de Pedro de la Torre en esta etapa, su aportación depende en gran medida de la influencia que en la época ejerció Alonso Cano (1601-1667), personaje decisivo en este proceso de cambio estilístico. Nacido en Granada y formado en Sevilla como escultor y pintor, residió en la corte desde 1638 a 1652, y entre 1657 y 1660. Su actividad arquitectónica, salvo el caso de la catedral de Granada se reduce a la realización de trazas para retablos y obras efímeras, y diseños ornamentales, labor sin embargo fundamental, puesto que con ella inició el camino seguido por los arquitectos madrileños en la segunda mitad del siglo.El carácter determinante de su aportación aparece ya reflejado en el párrafo que le dedica Palomino, referido a su diseño para el arco de triunfo que fue levantado en la Puerta de Guadalajara, con motivo de la entrada en la capital de la reina doña Mariana de Austria en 1649. Este dice que "era obra de tan nuevo gusto en sus miembros y proporciones de la arquitectura que admiró a todos los artífices, porque se apartó de la manera que hasta aquellos tiempos habían seguido los antiguos".Su talento como decorador no sólo influyó en Pedro de la Torre sino también en su amigo y colaborador Sebastián Herrera Barnuevo (1619-1671), autor asimismo de numerosos dibujos ornamentales, en los que da muestra de un evidente barroquismo. Sus trabajos arquitectónicos se iniciaron fundamentalmente a partir de 1662, fecha en la que fue nombrado maestro mayor de las obras reales. En ese mismo año proyectó la desaparecida capilla mayor de Nuestra Señora de Atocha, y en 1668 la iglesia del convento benedictino de Santa María de Montserrat, la única de sus obras que hoy se conserva. Cuando murió sólo se había efectuado la cimentación, por lo que se desconoce hasta qué punto se respetó su idea para el alzado, llevado a cabo por Gaspar de la Peña a partir de 1674. El interior, con tres naves, pilastras cajeadas con capiteles corintios, y modillones pareados en el entablamento, está sustancialmente alterado ya que carece de crucero y presbiterio, perdidos en algún momento por causas desconocidas. La iglesia fue concluida en el XVIII, con la intervención de Pedro de Ribera.Entre los arquitectos activos en Madrid en las últimas décadas del siglo que utilizan un lenguaje similar destacan: Tomás Román (1623-1682), a quien le fue encomendada la reconstrucción de la Casa de la Panadería de la Plaza Mayor tras el incendio de 1672; Marcos López (h. 1620/25-1688), autor del proyecto de la Enfermería de la Venerable Orden Tercera, construida a partir de 1679; Melchor de Bueras (muerto en 1692), arquitecto vinculado a la Compañía de Jesús, para la que realizó el patio del Colegio Imperial (h. 1676), siendo también suya la Puerta de Mariana de Noeburgo del Buen Retiro, levantada en 1690 (hoy frente al Casón), y Bartolomé Hurtado (1628-1698), quien construyó la iglesia del convento del Santísimo Sacramento de monjas bernardas (1671-1692), fundado por el Duque de Lerma, en cuya fachada, derivada del modelo de Mora, se aprecia el interés ornamental característico del momento.En este breve panorama cabe destacar la personalidad de los hermanos Olmo: Manuel (1631-1706) y José (1638-1702). A ellos se debe uno de los ejemplos más sobresalientes del barroco madrileño de finales del XVII: la iglesia de las Comendadoras de Santiago, de cuya ejecución se encargaron a partir de 1667. La planta, de cruz griega inscrita en un cuadrado, evoca modelos del XVI, aunque se la ha relacionado con el templo romano de los Santos Lucas y Martina (1635-1650), obra de Pietro de Cortona. El alzado, ricamente decorado, presenta dobles pilastras cajeadas con capitel corintio, y modillones pareados en el entablamento y en los anillos del tambor y de la gran cúpula, que actúa como elemento unificador del espacio.Un tratamiento ornamental semejante, aunque la planta es de cruz latina, presenta la iglesia del convento de la Inmaculada Concepción de mercedarias descalzas, las Góngoras, de cuya construcción se encargó Manuel del Olmo a partir de 1668. Su hermano José, más brillante y capacitado como arquitecto, disfrutó de una carrera triunfal. Llegó a ser aposentador de palacio en 1698, ocupando anteriormente los cargos de Maestro Mayor de las obras reales y de la villa. A él se deben las trazas del retablo y camarín de la Sagrada Forma del testero de la sacristía del monasterio de El Escorial (1684), y las del patio del Ayuntamiento madrileño, para el que también diseñó las actuales portadas, adornándolas con quebradas molduras en bocel y remate curvilíneo con escudos. Estas fueron ejecutadas por Teodoro Ardemans (1660-1726), arquitecto que inició su labor en los últimos años de este siglo, pero cuya aportación pertenece ya a la siguiente centuria. Lo mismo sucede con José Benito de Churriguera (1665-1725), personalidad decisiva para la etapa arquitectónica posterior. Su primera gran obra, el retablo mayor de la iglesia de San Esteban de Salamanca comenzado en 1693, muestra ya el estilo plenamente dinámico y efectista que imperará en gran parte de la arquitectura española del XVIII.
contexto
En el desencadenamiento del golpe de Estado de julio de 1936 concurrieron dos procesos insurreccionales de naturaleza muy distinta. El primero, una conspiración cívico-militar de inspiración monárquica, que había guiado la trama golpista de agosto de 1932 y se prolongó, en estado más o menos latente, hasta el verano de 1936. El segundo, estrictamente castrense, no poseía un carácter tan marcadamente ideológico y respondía al propósito de restaurar un orden social que se estimaba deteriorado por el expeditivo procedimiento del golpe de Estado, en colaboración con elementos civiles subordinados al mando militar. El debate sobre cuál de los procesos fue más decisivo en la conspiración contra la República parece cerrado: a partir de febrero de 1936, la trama militar se impuso sobre la civil y con ello el concepto de sublevación popular dio paso al de un pronunciamiento militar clásico, con apoyo civil. Sólo cuando este pronunciamiento, enfrentado a una auténtica reacción popular, fracasara en sus objetivos, se avendrían los militares a dar mayor protagonismo a organizaciones como la Iglesia y los partidos derechistas, capaces de arrastrar una movilización masiva en torno a conceptos ideológicos definidos. El primer impulso insurreccional procedió de los monárquicos. Pese al fracaso de agosto de 1932, prosiguieron estimulando el antirrepublicanismo de un sector del Ejército y difundiendo doctrinas militaristas que defendían la intervención castrense en la vida civil e incluso el planteamiento de una guerra civil justa para evitar la destrucción del Estado a manos de sus adversarios revolucionarios. Carlistas y alfonsinos estimaban necesaria la organización armada de sus partidarios, tanto para colaborar con los militares a tomar el Poder como para garantizarse un cierto control de la situación creada tras el triunfo del golpe. Desde muy pronto, los monárquicos establecieron contactos con el Gobierno italiano, seguros de que éste tendría interés en acabar con la República, a la que se suponía una marcada francofilia en política exterior. En marzo de 1934, el general Barrera, el alfonsino Goicoechea y el carlista Rafael Olazábal, negociaron en la capital italiana con Mussolini e Italo Balbo un pacto por el que las autoridades fascistas prometían colaborar con los monárquicos españoles en la caída de la República y en el establecimiento de una Regencia. Para ello se pondría a disposición de los conspiradores un millón y medio de pesetas, diez mil fusiles, 200 ametralladoras y abundante munición, y se entrenaría en suelo italiano a cierto número de requetés tradicionalistas. Asegurada una cierta ayuda exterior, los monárquicos se dedicaron a consolidar sus redes insurreccionales dentro de España. Pero la virtual ruptura política entre Renovación Española y la Comunión Tradicionalista a lo largo del segundo bienio, obligó a ambas organizaciones a actuar por separado, con estrategias distintas. Los tradicionalistas, que disponían de una base humana considerable en Navarra, y efectivos de cierta importancia en el País Vasco, Cataluña, Andalucía y otras regiones, perfeccionaron la organización de su propia milicia, el Requeté, bajo la dirección de José Luis Zamanillo, y la colaboración de instructores militares como el coronel Varela, con vistas a un futuro levantamiento carlista. Los alfonsinos, con una militancia más escasa, pero social y económicamente influyente, orientaron sus esfuerzos desde finales de 1934 a rentabilizar sus contactos con las tramas conspiratorias que comenzaban a tomar cuerpo en las Fuerzas Armadas. Por lo que respecta a Falange, su escasa fuerza numérica la descartó como elemento clave de un golpe, por lo menos hasta los inicios de la primavera de 1936. En junio del año anterior, la dirección del partido, reunida en el Parador de Gredos, había decidido impulsar la insurrección armada con apoyo del Ejército, y Primo de Rivera inició contactos con potenciales golpistas, como el general Franco o el coronel Juan Yagüe. Pero estas iniciativas, sumadas a la actividad de la bien entrenada milicia falangista, no permitieron al partido superar su aislamiento hasta el triunfo del Frente Popular. La conspiración militar contra la República atravesó por tres fases, en las que las tramas se fueron superponiendo: entre 1933 y marzo de 1936, la iniciativa corrió a cargo de los jefes y oficiales integrados en la Unión Militar Española (UME); a partir de esa fecha, un grupo de generales planificó una intervención en el caso de que el Poder retornase a la izquierda; y desde mayo de 1936, las distintas tramas se fueron unificando en la conspiración cívico-militar dirigida por el general Mola. La UME era una organización clandestina dirigida por el capitán Bartolomé Barba. Inspirada en el modelo de las Juntas de Defensa de 1917, la Unión estaba integrada por oficiales conservadores y antiazañistas, pero mantenía un carácter formalmente apolítico y corporativo. El hecho de que la UME tuviera que consolidar su organización en el momento en que la República experimentaba un giro hacia la derecha, restó virulencia a sus demandas, sobre todo en los períodos en que Hidalgo y Gil Robles ocuparon la cartera de Guerra. La victoria del Frente Popular disipó las dudas de muchos militares. A partir de entonces se sucedieron los contactos entre los integrantes de la informal Junta de generales constituida a finales del año anterior y que culminaron con una reunión celebrada el 8 de marzo en Madrid, en la que se decidió derribar al Gobierno frentepopulista. Los presentes acordaron organizar un pronunciamiento, que coordinaría una Junta Militar presidida desde el exilio por Sanjurjo -representado por el general Rodríguez del Barrio- y de la que formarían parte los generales Mola, Franco, Saliquet, Fanjul, Ponte, Orgaz y Varela. También se decidió que el movimiento no tendría un carácter político definido. Los conspiradores, que contaban con la infraestructura de la UME, fijaron para el 20 de abril la fecha del golpe. Pero el Gobierno sospechaba y la detención de Orgaz y Varela, que fueron confinados en Canarias y en Cádiz, respectivamente, así como una grave enfermedad de Rodríguez del Barrio, auténtico alma de la conspiración en ese momento, obligó a posponerla. El Ejecutivo procuró alejar de los centros de poder a los generales considerados más peligrosos. En la primera quincena de marzo, Goded fue destinado a Baleares, Franco a Canarias y Mola a Pamplona. Este último asumió a finales de abril las riendas de la trama golpista, aunque continuó admitiendo la teórica jefatura del Sanjurjo, quien debería presidir el régimen militar surgido del golpe. Mediante la redacción y difusión secreta de una serie de circulares o Instrucciones reservadas, Mola -llamado el Director en la clave de los golpistas fue perfilando una compleja trama, a la que se unieron nuevos generales, como los republicanos Queipo de Llano, López Ochoa y Cabanellas, y que contaba con apoyos en muchas guarniciones, canalizados a través de la UME y del coronel Galarza, conocido como "el Técnico" por su papel coordinador. Por su parte, los tradicionalistas habían creado una Junta Suprema Militar de Guerra que, con la colaboración de varios militares simpatizantes, hacía acopio de armamento con vistas a lanzar un movimiento insurreccional propio, basado en las bien entrenadas unidades del Requeté. Manuel Fal Conde, que a finales de ese año vio reforzado su poder dentro de la Comunión con el nombramiento de Jefe Delegado, evitó la colaboración con la Junta de militares golpistas, pero a través de Varela buscó que Sanjurjo asumiera el mando de un levantamiento cívico-militar de carácter tradicionalista. Los falangistas, por su parte, incrementaban el potencial de sus milicias, que en febrero de 1936 suponían unos 10.000 hombres. Primo de Rivera, preso en Alicante, entró en contacto con Mola a finales de mayo, pero su exigencia de grandes parcelas de poder para Falange tras el triunfo del golpe no entraba en los planes del general, y la colaboración de los falangistas fue aparcada por el momento. A principios de julio, la planificación técnica del golpe estaba casi terminada. El plan de Mola preveía un levantamiento coordinado de todas las guarniciones comprometidas, que implantarían el estado de guerra en sus demarcaciones. Entre los días 5 y 12 de julio, el Ejército de África se concentró en el Llano Amarillo, en Ketama, para realizar maniobras. Allí, los oficiales comprometidos, con Yagüe a la cabeza, terminaron de concertar su actuación, que era fundamental en los planes del golpe. Conforme a ellos, las tropas africanas iniciarían el pronunciamiento, que sería seguido por las guarniciones insulares y peninsulares. Luego, Mola, al mando de las fuerzas del Norte, se dirigiría hacia Madrid, donde el general Villegas -sustituido después por Fanjul- habría sublevado los cuarteles. Si algo fallaba, Franco, que abandonaría Canarias para ponerse al frente del ejército de Marruecos, cruzaría el Estrecho y avanzaría desde el sur y el este sobre la capital, que caería en una operación de tenaza. La Constitución de 1931 sería suspendida, se disolverían las Cortes y se produciría una breve pero intensa etapa de represión, con depuraciones, encarcelamientos y fusilamientos de elementos izquierdistas y de militares no comprometidos en el alzamiento. Después, Sanjurjo, vuelto del exilio, encabezaría un Directorio militar de cinco miembros a la espera de una salida, que cada grupo político interpretaba a su manera, a la crisis de la República. En la madrugada del 13 de julio, pistoleros de extrema derecha asesinaron en Madrid a José Castillo, socialista y teniente de la Guardia de Asalto. Sus compañeros policías respondieron secuestrando y dando muerte al día siguiente a Calvo Sotelo. El país quedó sobrecogido por el doble crimen, que serviría de prólogo -y para algunos, de justificación- al golpe militar. De hecho, la muerte de Calvo Sotelo decidió a algunos conspiradores que aún alentaban dudas sobre la oportunidad de la fecha elegida para el golpe, y para acelerar el acuerdo con la CEDA y la Comunión Tradicionalista, que ahora aceptaban colocar sus organizaciones a las órdenes de los generales. El 14 de julio, Castillo y Calvo Sotelo fueron enterrados en dos cementerios contiguos, en medio de una enorme crispación y de algún intercambio de disparos. Al día siguiente se reunió la Diputación Permanente de las Cortes, en una sesión dramática, que en sus manifestaciones de miedo y de odio preludiaba el enfrentamiento civil que se iniciaría dos días después. El Gobierno, que ahora parecía dispuesto a actuar, decretó el cierre de los locales de las organizaciones de extrema derecha y estableció la censura de Prensa. Pero estas medidas llegaban tarde. El día 14, Mola había impartido la última orden para el golpe, que debería iniciarse tres días después, y un avión británico, el Dragon Rapide, llegaba a Las Palmas para transportar a Franco al Protectorado de Marruecos, donde iba a ponerse al mando del Ejército de África. El 17 de julio, los oficiales comprometidos de la guarnición de Melilla prendieron la mecha de la rebelión. Los sublevados declararon el estado de guerra en la ciudad y ocuparon los edificios públicos. A lo largo del día, en Tetuán, Larache y otras localidades del Protectorado, las tropas fueron sumándose al levantamiento, y lo mismo sucedió en Ceuta, donde Yagüe y sus legionarios se apoderaron de la ciudad sin disparar un tiro. En la madrugada del 18, el general Franco se pronunciaba contra el Gobierno de la República en Canarias y a lo largo de ese día se fueron sumando otras guarniciones comprometidas. Luego de cuatro días de pronunciamientos dispersos y de movilizaciones de las organizaciones obreras frentepopulistas, el golpe de Estado fracasó en Madrid, Barcelona y otras localidades clave, en buena medida gracias a la actuación de los militares leales a la República, pero los rebeldes pudieron hacerse con el control de amplias zonas de la geografía nacional. Con ello se abría un nuevo capítulo en la historia de España. La tópica imagen de las dos Españas tomó cuerpo en torno a los bandos enfrentados en lo que sería una terrible guerra civil de tres años de duración. Durante ese período, la República siguió actuando como régimen legal en territorio español, pese a que su base territorial se redujo paulatinamente ante la mayor capacidad militar de sus enemigos. El Frente Popular se esforzaría incluso en mantener la apariencia de funcionamiento normal de las instituciones, y el Gobierno no se decidiría a proclamar el estado de guerra hasta enero de 1939, cuando ya estaba todo perdido. Pero la República de abril, y con ella la España posible que alentaban los reformadores republicanos, había desaparecido en los cálidos días del verano de 1936.
contexto
El estallido de la guerra civil no puede ser atribuido a factores de carácter externo por muy cierta que sea la ayuda prestada por Italia a monárquicos, tradicionalistas y falangistas. Ni esa ayuda hubiera bastado para intentar la sublevación contra la República, ni era creciente, sino estable y modesta, en el momento del estallido de la conflagración. Durante la misma guerra se hizo pública por las autoridades republicanas la información relativa a los pactos logrados por los dos sectores monárquicos con Mussolini en 1934, con el propósito de demostrar la supuesta existencia de una temprana conspiración contra el régimen, pero cuando tuvo verdadero carácter decisivo la ayuda italiana contra la República, y a favor de quienes querían derribarla, fue a partir de julio de 1936. Desde luego los tres grupos políticos que habían obtenido en el pasado ayuda fascista, a partir de febrero de 1936 redoblaron sus esfuerzos por organizar una conspiración capaz de liquidar a las instituciones republicanas mediante el recurso a la violencia. Paradójicamente aquella conspiración que conocemos peor en sus detalles precisos es la de los monárquicos, quizá por el simple hecho de que se confundía en realidad con la de los jefes militares; no en vano los monárquicos habían pensado siempre en ese recurso para concluir con el régimen republicano. Como carecían de masas, tenían que limitarse a financiar a otros grupos subversivos (como la Unión Militar Española) o a preparar unos contactos en el exterior que luego tuvieron una importancia decisiva. De todos modos, no cabe dudar cuál fue la actitud en estos momentos de los dirigentes monárquicos cuando, por ejemplo, Vegas Latapié llegó a pensar en un ataque con gases asfixiantes contra las Cortes y a ellas asistía Sainz Rodríguez con un bastón que camuflaba una pistola. En cualquier momento decisivo de los primeros días de la guerra aparece un dirigente monárquico jugando un papel fundamental en cuestiones como el traslado de Franco a la península o la primera ayuda italiana a los sublevados. Fue el tradicionalismo quien organizó más tempranamente la conspiración con sus propias huestes, sin cejar por un momento hasta el mismo estallido de la guerra. Poco después de las elecciones de febrero Fal Conde había organizado una junta carlista de guerra cuyos primeros propósitos consistieron en tratar de preparar una sublevación limitada y basada en guerrillas, muy parecida a aquellas que habían precedido a las guerras carlistas, teniendo como centro las zonas montañosas junto a Portugal, Navarra y el Maestrazgo. Por supuesto, estos propósitos no hubieran hecho peligrar las instituciones republicanas; además, el tradicionalismo consiguió, en torno a mayo, aumentar sus posibilidades mediante la incorporación a sus filas del general Sanjurjo, cuyo pasado militar y actividad conspiradora previa le daban una preeminencia obvia entre los militares dispuestos a participar en ella. En realidad, como decía Fal Conde, el general era un tanto "simplote" en sus apreciaciones políticas y probablemente no se adhirió al carlismo más que por ver en él el único grupo político dispuesto a lanzarse con sus propias masas a las calle; había casi 10.000 requetés que se entrenaban sin excesivas dificultades en Navarra. Allí, como veremos, estaba el centro inspirador de la conspiración cuya mente rectora era Mola. Los dirigentes carlistas entraron en contacto con él en fecha temprana, pero las relaciones fueron tormentosas. Lo que Fal Conde quería como programa para la sublevación era una inmediata derogación de la Constitución y de las leyes laicas, la desaparición de todos los partidos, la bandera bicolor y un directorio con un militar y dos civiles tradicionalistas; hacía, además, la previsión de una consulta al país que para él debía dar paso a la vuelta a la Monarquía tradicional. Estos propósitos tenían poco que ver con los de Mola, que para Fal Conde no pretendía sino "disparates republicanos". Al objeto de influir en el citado general, en la segunda semana de julio los carlistas le trajeron una carta de Sanjurjo en que se mostraba partidario de la bandera bicolor como cosa sentimental y simbólica y de desechar el sistema liberal y parlamentario. Mola, tras una seria resistencia, acabó comprometiéndose muy vagamente a aceptar en líneas generales las indicaciones de Sanjurjo, pero de hecho pactó con los carlistas navarros cediendo muy poco, tan sólo lo que Fal Conde, irritado, denominó como "ventajillas locales". A pesar de que no hubo ningún partido que proporcionara inicialmente tantos hombres armados como el carlismo, la sublevación nunca fue, pues, propiamente tradicionalista. También Falange Española, por su ideario y por su afiliación juvenil y entusiasta, que ahora crecía meteóricamente, estaba en condiciones de conspirar contra el régimen republicano y derribarlo por la violencia. Así lo hizo, pero siempre mantuvo cierta ambigüedad con respecto a los militares. Por un lado, José Antonio Primo de Rivera desde la cárcel de Alicante dirigió escritos a los militares españoles presentando un panorama patético de España y animándolos a la acción. Parece indudable que estos textos tuvieron influencia sobre los acontecimientos, porque gran parte de la oficialidad joven se sintió especialmente atraída por el falangismo; quizá hasta un tercio de los miembros de Falange, según algunos cálculos, eran oficiales del Ejército. Con todo, entre un ideario de indudable significación fascista, aunque con sus peculiaridades, como el de Falange y los militares, necesariamente tenía que haber tensiones y dificultades. La mejor prueba de ello reside en que Garcerán, en nombre de los falangistas, ofreció las milicias del partido a Mola el 1 de junio, revocó esta decisión unas semanas después para reafirmarla cuando acababa el mes. Primo de Rivera dio instrucciones que parecen contradecirse acerca de esta colaboración con los militares, pues si recomendó ponerse a disposición de los mandos naturales al mismo tiempo guardó una indudable reticencia respecto del contenido del movimiento. Por eso previno a los dirigentes de su partido acerca de las alianzas políticas. Sus papeles íntimos dan, por un lado, la sensación de que también él pensaba en la viabilidad de una solución semejante a la Dictadura republicana pensada por Maura; hizo sus correspondientes listas de gobierno para formar gabinetes de esta significación que deberían concluir por convertir a España en un país "tranquilo, libre y atareado". Al mismo tiempo, sin embargo, parece haber temido que los militares no supieran hacer otra cosa que una revolución negativa, destinada a convertir meros tópicos en instrumentos vertebradores de un nuevo régimen. Nos queda hacer mención de la última fuerza de derecha durante la etapa republicana, que era también la más importante y nutrida. Es muy posible que la mejor forma de describir su situación a la altura del verano de 1936 sea con el término descomposición. Parece indudable que algunos de sus diputados, como el Conde de Mayalde o Serrano Suñer, colaboraron en la preparación de la sublevación. El primero, por ejemplo, debía haber llevado un mensaje a Franco durante ese verano. No menos evidente es que las JAP se estaban pasando masivamente a Falange y que Gil Robles, como había anunciado en las Cortes que acabaría sucediendo, había perdido e1 control de sus masas. Pero había un sector en el partido que no estaba dispuesto de ninguna manera a romper con la trayectoria posibilista y de colaboración con la legalidad republicana que le había caracterizado hasta aquel momento. Éste fue el caso de Giménez Fernández, que se opuso a que la CEDA abandonara las Cortes, o el de Luis Lucia, dirigente de la sección valenciana del partido, que una vez estallada la sublevación hizo público un telegrama, en parte para evitar las represalias contra la organización que presidía, asegurando su fidelidad al régimen republicano. En cuanto al propio Gil Robles parece indudable que no participó en la conspiración y que ni siquiera los principales dirigentes de la misma pensaron en consultarle. Sin embargo, en su inquieta actividad de estos días se encuentran ciertas concomitancias con medios dirigentes de la sublevación: no sólo cedió los sobrantes sino que tuvo contactos con Fal Conde (que éste interpretó en el sentido de que quería participar en el reparto de gobiernos civiles después de la victoria de la sublevación) y de forma indirecta con Mola. En alguna ocasión los principales dirigentes militares de la conspiración se reunieron en casa de un miembro de la CEDA. El destino al que, sin embargo, estaba condenada ésta era la marginación. La conspiración contra el Frente Popular (como veremos, inicialmente no era contra la República) no fue primordialmente protagonizada por grupos políticos sino por militares. Aunque no se tratara de una conspiración exclusivamente militar ni de todo el Ejército, sí tuvo mucho más ese carácter que la de agosto de 1932. Fundamentalmente estuvo protagonizada por la generación militar africanista de 1915 y tuvo como rasgo característico la voluntad de utilización de la violencia desde el primer momento, que era producto de las tensiones que vivía el país y que tuvo como resultado que lo sucedido no fuera un pronunciamiento clásico sino una guerra civil. En realidad, esta conspiración militar fue bastante tardía, lo que de nuevo hace pensar que la guerra civil no era inevitable, y sí un tanto confusa en el doble sentido de que, por un lado, se conspiraba mucho, pero muy desordenadamente, y, por otro, los propósitos de los conspiradores ni estaban tan meridianamente claros, ni se vieron convertidos en realidad en el momento de llevar a la práctica lo originariamente pensado. Lo primero que hay que tener en cuenta es que hubo una organización militar secreta destinada a organizar la conspiración. Existía una Unión Militar Española cuyos orígenes hay que remontar al primer bienio republicano y que tenía unos propósitos corporativistas y al mismo tiempo políticos. Con especial influencia entre los miembros del Estado Mayor, la importancia numérica de la UME, nutrida de comandantes y capitanes, no parece haber sido tan grande, pero en cambio difundió ampliamente la actitud subversiva contra la República en los cuarteles durante las últimas semanas de existencia del régimen. Quizá el mejor ejemplo del éxito de esta labor propagandística es el hecho de que buen número de los dirigentes de la UME desempeñaron un papel importante en la política de la España de Franco. Cuando el general López Ochoa, inequívocamente republicano, nombró un defensor en la causa de que era objeto como consecuencia de la represión de la revuelta de Asturias, no tuvo inconveniente en que fuera un militar perteneciente a la UME. El hecho es revelador porque muestra que en la conspiración de 1936 no tomaron parte sólo militares monárquicos y organizaciones financiadas por este partido (como la UME), sino que la actitud protestataria contra la República y dispuesta a establecer un régimen autoritario más o menos temporal estaba extendida entre sectores más amplios. Entre las principales figuras de la conspiración y de la sublevación había personalidades inesperadas. El general Mola, por ejemplo, según uno de sus biógrafos, tenía una "limitadísima" simpatía por la Monarquía; Goded, incluso, había conspirado contra ella en la fase de Berenguer y colaboró con Azaña hasta 1932. Queipo de Llano también conspiró contra Alfonso XIII y estaba emparentado con Alcalá Zamora. Escritores izquierdistas llegaron a asegurar que la presencia de Cabanellas con los sublevados sólo se entendía por haber sido obligado a punta de pistola; no fue así, desde luego, pero en el momento de sublevarse no tuvo inconveniente en recordar sus ideas "democráticas". En cuanto a Franco puede decirse que su trayectoria hasta entonces había sido singularmente poco política: cuando se sublevó, el diario comunista Mundo Obrero lo identificó con Gil Robles, lo que presupone una actitud al menos comparativamente moderada, pero nadie podía definirlo en el terreno político de una manera precisa. Sanjurjo, que en agosto de 1932 había visto la dificultad de comprometerle en un proyecto conspirativo, tampoco confiaba ahora en que participara en él. Es muy significativo de su carácter y de la situación que vivían España y los altos cargos militares, el hecho de que el 23 de junio dirigiera una carta a Casares Quiroga, que demostraba inquietud pero que podía ser interpretada como una amenaza de sublevación o un testimonio de fidelidad. A mediados de julio, con la diferencia de un solo día, Franco escribió a Mola, primero negándose a intervenir en el complot y luego mostrándose dispuesto a hacerlo. Fue la participación de estos altos cargos militares lo que dio un carácter peculiar a la conspiración de 1936. Otros rasgos característicos de la misma fueron lo tarde que se organizó y el papel que desempeñó Mola. En efecto, hay repetidos indicios de que la conspiración estaba en estado germinal a la altura de marzo o abril de 1936 (en este último mes Orgaz y Varela fueron sancionados y enviados a Canarias y Cádiz, respectivamente), pero el mero hecho de que no fueran juzgados muestra que el Gobierno actuaba por indicios más que con pruebas. El comienzo de la organización de la conspiración tuvo lugar al final del mes de abril, fecha de la que data la primera circular o instrucción de Mola; el conjunto de las que escribió desde entonces hasta julio (que fechaba en "el Peloponeso") dan una idea aproximada de lo que querían los sublevados y de la forma en que pensaban actuar. Su idea original no difería en exceso de un pronunciamiento, aunque preveía dificultades mucho mayores y el resultado fue muy diferente. El movimiento debía tener un carácter esencialmente militar, de modo que aunque esperaba la colaboración de fuerzas civiles éstas actuarían sólo como acompañantes y complemento. Mola no tuvo inconveniente en informar a sus corresponsales de las dificultades con que se encontraba a la hora de pactar con los partidos políticos, pero, por ejemplo, dijo a uno de los dirigentes carlistas que le vendría bien sumar a sus unidades militares requetés para estimular su entusiasmo por la sublevación. El movimiento consistiría en una serie de sublevaciones que acabarían convergiendo en Madrid. Hasta aquí la conspiración parecía un pronunciamiento de no ser porque Mola recomendaba que el golpe fuera muy violento en sus inicios. Con ello no quería sentar las bases para una guerra civil, sino recalcar el carácter resolutivo que podía tener la actuación inicial, pero ejercida esa misma violencia por sus adversarios, la guerra se hizo inevitable. También difería la conspiración de un pronunciamiento clásico en lo que tenía de modificación de la estructura política de la España de la época. Es cierto que el proyecto inicial de Mola tenía un indudable parentesco con las fórmulas de "dictadura republicana" que personas de muy distinta significación propiciaron en los momentos finales de la República. Había, además, un poso regeneracionista en sus propuestas mezclado con arbitrismo, que le hacían al mismo tiempo proponer la implantación del carnet electoral (lo que indicaba que en el futuro habría comicios aunque con un electorado más restringido) o la desaparición del paro, como si éste pudiera hacerse desaparecer mediante un acto de voluntad. La suspensión de la Constitución en todo caso sería sólo temporal y se mantendrían las leyes laicas y la separación de Iglesia y Estado, aspecto éste especialmente inaceptable para los tradicionalistas. Sin embargo, aunque vagamente, Mola en sus instrucciones también aludía a un "nuevo sistema orgánico de Estado" que existiría tras el paréntesis de un Gobierno militar. Como sabemos, estas concepciones explican sus diferencias con las fuerzas políticas que participaron en la sublevación. Cuando ésta se produjo y tuvo como consecuencia una guerra civil, naturalmente la tendencia fue a que se diera un deslizamiento hacia esa nueva concepción del poder político. El mismo hecho de que una cuestión tan importante como esa no estuviera perfilada por completo, es un testimonio evidente de hasta qué punto una sublevación de tanta envergadura hubiera sido evitable (y con ella la guerra) de no haberse producido el asesinato de Calvo Sotelo. Después del mismo la guerra desdibujó o transformó, como siempre ha sucedido en la Historia de la Humanidad, los propósitos originarios. Después de la guerra, o incluso durante ella, los republicanos y las izquierdas en general reprocharon al último Gobierno del Frente Popular su incapacidad para estrangular la revuelta en gestación. Indalecio Prieto cuenta, por ejemplo, que al denunciar ante Casares Quiroga la existencia de la conspiración, se encontró con la airada respuesta de éste que le acusó de padecer manías propias de la menopausia. El número de testimonios que podrían darse a este respecto es elevadísimo y todos coinciden en presentar al Gobierno como ilusamente satisfecho de su capacidad de derrotar al adversario. Sin embargo, estos juicios probablemente no son acertados. Si Casares Quiroga reaccionaba con dureza ante ese género de denuncias no era porque ignorara la existencia de una conspiración: era imposible pensar que no existiera cuando hasta la prensa hacía mención a ella y España entera era un rumor al respecto. Al margen de su peculiar carácter, lo que hacía Casares Quiroga era irritarse ante la intromisión en su tarea de políticos que, por otro lado, le ayudaban muy poco en sus propósitos. Como sabemos, quienes asesinaron a Calvo Sotelo no hicieron sino dar amplitud a la conspiración y algo parecido cabe decir de los que, con sus propagandas revolucionarias, aterrorizaban a una derecha a la que sólo le faltaba eso para apoyar una sublevación. La mejor prueba de que Casares era consciente del peligro existente es que, como ha advertido Palacio Atard, sí tomó disposiciones para evitar el estallido de la conspiración. De los cinco ayudantes militares de Casares dos, que eran comunistas, se dedicaron de modo especial a la persecución de las maniobras conspirativas en el Ejército. Los mandos superiores del mismo estaban ocupados por personas de las que no era previsible que se sumaran a la sublevación y de esta manera, gracias a la disciplina militar, podía pensarse que la totalidad de las unidades militares fueran fieles. Sólo unos pocos de los militares sublevados ocupaban cargos decisivos: tan sólo uno de los ocho comandantes de las regiones militares se sublevó y ninguno de los titulares de las tres inspecciones generales lo hizo. Fueron fieles al Gobierno el Inspector de la Guardia Civil y sus seis generales; resultó totalmente inesperado que no lo fuera el Inspector del Cuerpo de Carabineros, Queipo de Llano. Muchos militares sospechosos fueron trasladados a puestos en los que parecían menos peligrosos: así sucedió con Franco en Canarias o Goded en Baleares, de modo que lo sorprendente no es que tuvieran ese mando sino el hecho de que éste fuera inferior a su graduación. Mola fue mantenido en Pamplona, quizá porque se confiaba en que no llegaría a ponerse de acuerdo con los carlistas, pero tenía como superior a Batet, el general que había suprimido la revuelta de octubre de 1934 en Barcelona, quien además le estaba empujando a que pidiera el traslado. A Yagüe, uno de los principales autores de la sublevación en África, se le ofreció una Agregaduría militar en el extranjero. Allí, en cualquier caso, también los principales mandos eran partidarios del Frente Popular. Hubo, en fin, casos de destitución o sanción: aparte de los ya mencionados, García Escámez o González de Lara también lo fueron. En cada uno de los cuerpos armados o de seguridad se tomaron disposiciones preventivas. En Aviación el general Núñez de Prado llevó a cabo una depuración, aunque sus superiores no le dejaron que fuera tan completa como quería. Las plantillas del Cuerpo de Asalto en Barcelona, Madrid y Oviedo fueron modificadas para garantizar la lealtad al régimen; además sus efectivos fueron concentrados en previsión de lo que pudiera suceder. Hay, por tanto, numerosas pruebas de que no es verdad la supuesta pasividad de Casares Quiroga. La decisiva, sin embargo, la proporciona el general republicano Herrera, cuando afirma, en un escrito posterior a la finalización del conflicto, que "jamás en ninguna guerra ni por ninguna causa se vertió tanta sangre de jefes militares como en defensa de la II República". De los 21 generales de división 17 fueron fieles al Gobierno; de los 59 de brigada lo fueron 42. El bando franquista, en definitiva, eliminó físicamente a 16 generales. Resulta, por tanto, evidente que el Gobierno del Frente Popular tomó medidas para evitar la sublevación a la que debía temer, por mínima conciencia de la realidad que tuviera. Su error no fue pecar de pasividad sino de exceso de confianza. Todo hace pensar que esperaba que podía repetirse lo sucedido en agosto de 1932, pero ahora la situación era muy diferente. Azaña consideraba que las conspiraciones militares solían acabar en "charlas de café", y a Zugazagoitia, figura importante del socialismo, le dijo: "si usted conociese como yo a los militares sabría el caso que debe hacerse de sus quejas y disgustos". Sin embargo, este tipo de planteamiento que suponía dejar que la sublevación estallara para, una vez derrotada, proseguir la obra gubernamental ahora era impracticable. La situación de 1936 no era prerrevolucionaria porque no había, en realidad, nadie capacitado para producir una revolución, pero todavía tenía menos que ver con la del año 1932. Sólo una vigorosa reacción gubernamental destinada a controlar las propias masas del Frente Popular que no eran controladas por sus dirigentes, habría sido capaz de disminuir el vigor y la amplitud de la conspiración. Si hubiera hecho eso, además, el Gobierno republicano no hubiera pasado por la situación que se produjo inmediatamente después de la sublevación. En vez de imponerse con sus propios medios a los sublevados y controlar a continuación a sus masas, se encontró obligado a armar a éstas con lo que su poder, ya mermado por la sublevación, todavía se redujo más, mientras que la República veía deteriorados sus rasgos básicos como régimen político. Claro está que, al no imaginar la posibilidad de una guerra civil, el Gobierno del Frente Popular no hacía otra cosa que repetir lo que había sido la actitud de los conspiradores.
contexto
En las primeras sesiones, los debates se centraron sobre las grandes cuestiones de principio, y en ellas, los liberales mostraron ya sus dotes dialécticas y su habilidad para sostener sus argumentos favorables al cambio. Se discutió sobre la soberanía nacional y Muñoz Torrero propuso que, al no estar presente el rey, la soberanía había que delegarla en alguien. Nadie mejor que las Cortes, que reunía a los representantes de la nación, para asumir aquella delegación. Esta escisión llevó a la cuestión de la separación de poderes. El argumento era que si la soberanía residía en un grupo numeroso de personas, como era el caso de las Cortes, era necesario que éstas abdicasen del poder ejecutivo y del judicial, para dedicarse sólo a a ejercer el poder legislativo. Pero el debate político más intenso que tuvo lugar en los primeros días, exactamente entre el 14 de octubre y el 10 de noviembre de 1810, y que a juicio de J. Fontana comenzó a señalar las diferencias entre progresistas y reaccionarios, fue el de la libertad de imprenta. El decreto era importante porque permitiría ir preparando ideológicamente a la opinión para los cambios que los liberales se disponían a hacer aprobar. Una comisión formada, entre otros por Muñoz Torrero, Argüelles, Pérez de Castro y Juan Nicasio Gallego, redactó un proyecto de decreto. Por primera vez, los conservadores presentaron una resistencia seria. Sin embargo, la elocuencia de Muñoz Torrero, que se erigía en el portavoz más contundente de los reformistas, consiguió desactivar todas las resistencias hasta hacer aprobar el decreto. En su virtud "...todos los cuerpos y personas particulares, de cualquier condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas". Sin duda, la decisión más importante de carácter político que tomaron las Cortes de Cádiz fue la aprobación de una Constitución. El proyecto comenzó a discutirse a comienzos de marzo de 1811 en el seno de una comisión nombrada al efecto y presidida por Muñoz Torrero y de la que formaban parte tres diputados americanos y diez peninsulares. Sin embargo, la cuestión ya se había planteado a los pocos días de la apertura de las Cortes. El diputado Mejía Lequerica había tenido una intervención en la que rememoró el juramento del Juego de Pelota de la Asamblea Nacional francesa de 1789 y propuso que los diputados no se separasen sin haber hecho una Constitución. En la comisión fue incluido Antonio Ranz Romanillos, un antiguo colaboracionista con la monarquía de José Bonaparte, que había asistido a la Asamblea de Bayona y había intervenido en la aprobación de la Constitución de 1808. Renegando de su pasado reciente, Ranz Romanillos, no sólo fue aceptado en las Cortes, sino que fue a él a quien se le encargó la redacción de un primer proyecto de Constitución. También figuraban en la comisión algunos absolutistas, como Gutiérrez de la Huerta y Valiente, que intentaron dilatar la elaboración del texto. Una vez elaborado el proyecto de Constitución, éste pasó a las Cortes para su discusión en agosto de 1811. Los debates fueron intensos, pero finalmente se dio por aprobado el texto en marzo de 1812 y la Constitución fue proclamada solemnemente el día 19 de dicho mes, por ser el aniversario de la subida al trono del rey Fernando VII. Constaba de 384 artículos divididos en diez títulos, lo que le daba un cierto carácter de decálogo o documento fundamental del liberalismo español. En efecto, desde el momento de su promulgación, la Constitución del 12 -La Pepa, como se le bautizó popularmente por la fecha en que fue proclamada- se convirtió en una especie de símbolo que ha permanecido vivo a lo largo de la historia constitucional española. Y sin embargo, su vigencia fue muy breve, pues en 1814 fue suprimida. Proclamada de nuevo a raíz del triunfo de la Revolución liberal de 1820, fue abolida otra vez en 1823 cuando, con la ayuda de los Cien Mil Hijos de San Luis, Fernando VII fue restaurado por segunda vez en la plenitud de su soberanía. Por último, estuvo en vigor durante unas semanas en 1836, como consecuencia de un pintoresco episodio conocido en la historiografía como La sargentada de La Granja. El carácter efímero de la Constitución de 1812 viene determinado por su racionalismo utopista y por su excesivo teorismo. En términos de teoría constitucional puede considerársela como una constitución rígida y cerrada, que no deja ningún resquicio a la legislación posterior, pues sus autores la creyeron tan perfecta que pensaron que no sería necesario en el futuro ninguna alteración del texto ni ninguna modificación de ninguno de sus términos. En realidad, este importante documento presenta una extraordinaria homogeneidad y una indudable redondez. El simple enunciado de sus diez títulos da idea de la amplitud de los aspectos que toca. El título I trata sobre la Nación española; el II sobre el territorio de España y los ciudadanos; el III, el más largo de todos, sobre Las Cortes; el IV sobre el Rey; el V sobre los Tribunales de Justicia; el VI sobre el Gobierno; el VII sobre las contribuciones; el VIII sobre la Fuerza Militar; el IX sobre la Instrucción Pública: y el X sobre la observancia de la Constitución. Entre lo más destacable del texto cabe mencionar la definición de la nación como la reunión de una serie de personas, lo que denota una clara influencia roussoniana. Declara como única religión de los españoles la "Católica, apostólica, romana, única verdadera, con excepción de cualquier otra". Establece un sistema monárquico parlamentario en el que el poder legislativo reside en una sola cámara, y regula con absoluta precisión y con todo lujo de detalles la forma en la que deben llevarse a cabo las elecciones de diputados por sufragio universal indirecto. Se establece también la independencia de los tribunales de justicia, y en cuanto a la administración en general, queda claramente de manifiesto el centralismo que caracterizará al sistema liberal. No era sólo la adhesión ideológica, puesto que para la mayor parte de los españoles aquellas novedades les resultaban, cuando menos, incomprensibles, sino el entusiasmo y la emoción del momento, lo que hizo que la Constitución se hiciese pronto popular. Si hasta aquel momento los preámbulos de los decretos habían sido muy largos, como si hubiese sido necesario justificar sobradamente las reformas, a partir de la aprobación de la Constitución, esos preámbulos fueron significativamente más breves porque la seguridad de los reformistas era mayor y no se requerían tantas justificaciones. Las reformas administrativas que se aprobaron a continuación no plantearon ninguna dificultad. El 6 de abril se modificaron y especificaron las funciones de las Secretarías de Despacho. El 17 de abril se suprimieron los Consejos, excepto el de Estado, que quedaba formado por cuatro prelados, cuatro grandes y treinta y dos miembros del estado llano. De ese mismo día era el decreto por el que se creaba el Supremo Tribunal de Justicia, y el 23 de mayo siguiente se regulaba la formación de los ayuntamientos y diputaciones.