Es preciso hablar también de las más directas derivaciones en el campo cultural o ideológico de las transformaciones acaecidas en los años sesenta. Martin Luther King habló de la necesidad de un "extremismo creativo" en las protestas de la minoría negra en Estados Unidos. El entrecomillado se puede emplear también para aludir a las producciones culturales del momento que además tuvieron la peculiaridad de difundirse mucho en forma simplificada y por todas partes. La originalidad de este tipo de planteamientos no evitó, sin embargo, que buena parte de ellos resultaran poco duraderos o muy discutibles; de lo que no cabe la menor duda es de que fueron también novedosos y trataron de llegar a las últimas consecuencias a partir de su punto de partida. Marcuse había trabajado para el Gobierno norteamericano, pero acabó hablando del "totalitarismo democrático" de los Estados Unidos: su ideología tenía bastante que ver con lo que deseaban oír estudiantes disconformes, pero su influencia no tardó en desvanecerse. MacLuhan, por su parte, elaboró toda una teoría de los medios de comunicación que descubría la subordinación de las ideas al medio y no al revés. Incluso en los aspectos religiosos se pudo identificar este extremismo creativo al que ya se ha hecho mención: un ejemplo podría ser el libro Honest to God (1963) de John Robinson. En las artes plásticas a fines de los sesenta hubo una explosión de manifestaciones que tenían puntos comunes como, por ejemplo, el gusto por el espectáculo, el interés más por el concepto que por la representación del mismo, el uso de la tecnología o el tono contracultural. Pero, como siempre, el espíritu revolucionario de los sesenta resultó un tanto ficticio: Andy Warhol fue un integrado que se apoyaba en la sociedad norteamericana más establecida y Hockney puede ser definido como un exaltador de la sociedad de consumo. El intelectual más comprometido con los intentos reformadores fue Jean Paul Sartre, apóstol del existencialismo, quien se convirtió en la figura intelectual de la época. Los debates con el conservador Raymond Aron animaron la vida cultural francesa y permitieron tomar partido al público espectador por una u otra opción.
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fuente
El Servicio de Inteligencia británico era, en realidad, la conjunción de varios organismos dedicados al espionaje. Tras un periodo de diversificación y confusión, fruto de un organigrama complejo y una dirección indefinida, en 1905 el ministro de la Guerra Lord Haldane reorganiza los servicios de inteligencia británicos, creando la Military Intelligence, a cuyo frente se pone el general Sir James Grierson. Este organismo comprendía, entre otros, al MI 5, para actividades de contraespionaje, y al MI 6, dedicado al espionaje militar. En 1939, la Home Secretary del Ministerio del Interior asume la dirección del MI 5. Por su parte, el MI 6 se convierte en la Special Intelligence Service (SIS), incorporado al Ministerio de Asuntos Exteriores y bajo la dirección de S. Menzies. Desde marzo de 1938 se forma, dentro del SIS, una "sección D", para misiones de sabotaje y organización de actos subversivos. También a partir de 1939 se crea un MIR (Military Intelligence Research) en el seno de la Oficina de Guerra. En julio de 1940, el MIR y la "sección D" del SIS, integrados en la Oficina de Guerra, se unen para formar el SOE -Special Operations Executive-, organismo encargado de la realización de sabotajes y actos de subversión en los países ocupados por el enemigo. Aunque en principio sujeto a la Oficina de Guerra, pronto se convierte en un organismo independiente, bajo la autoridad del Ministry of Economic Warfare. La inteligencia británica incluye, además, otras organizaciones y actividades. El Foreign Office creó una sección de propaganda clandestina llamada Electra House, que a partir de se integrará en el SOE y, finalmente, se convertirá en el PWE -Political Warfare Executive-, encargado de la guerra psicológica y política.
obra
Las ruinas del palacio de Mari (Siria) han proporcionado estatuas de notabilísima calidad plástica. Una de ellas es la de Ebih-il, en la que dicho funcionario aparece en forma sedente, con las manos cruzadas delante del pecho y vestido con el típico faldellín sumerio. En general, el rostro es de gran expresividad, a lo que contribuyen los apliques de lapislázuli en los ojos. La estatua fue dedicada a la diosa Ishtar en cumplimiento de un voto.
contexto
En 1493 moría Federico III, pero desde 1486 su hijo Maximiliano había asumido la dirección del Gobierno imperial. Ya como nuevo emperador, aunque formalmente no lo era al no ser coronado por el Papa, teniendo pues que contentarse con el título de rey de romanos, Maximiliano I (1493-1519) protagonizaría una ambiciosa política exterior que le llevaría a generar fuertes tensiones con varias Monarquías europeas, sobre todo con la francesa por la disputa de la herencia borgoñona, además de continuar los roces con el Papado. Hombre de transición entre dos épocas, en él se dieron algunos típicos valores medievales de caballerosidad, afán de cruzada y belicosidad, junto a otros rasgos de modernidad que hicieron fortalecer su posición en la balanza del poder de la Europa central al afianzar sus dominios territoriales con el mantenimiento, tras la lucha contra Francia, de las prósperas zonas de los Países Bajos, Luxemburgo y el Franco Condado y el desarrollo de la ya mencionada política matrimonial, favorecedora de alianzas y pactos favorables a sus pretensiones de dominio. Mucho más preocupado que su padre por los asuntos del Imperio, intentó revivir la vieja idea de un destino común que uniera a sus componentes, de recuperar la significación perdida de teórico poder universal, aunque la realidad se encargaría pronto de contradecir sus deseos. Necesitado de recursos económicos que financiasen sus planes intervencionistas fuera del suelo germánico, especialmente interesado en su política antifrancesa respecto a Italia, Maximiliano tuvo que buscar apoyo en la Dieta reunida en Worms (1495). Sería precisamente en esta reunión de los órganos representativos de la institución imperial donde se decidiría la creación del Alto Tribunal de justicia que intentaría garantizar la también aceptada paz interior que pretendía acabar con las luchas particulares dentro del Imperio. Asimismo se aprobó el otro punto importante de la necesaria reforma constitucional, a saber, la creación de un impuesto general cuyo importe se destinaría a cubrir los gastos de guerra, decisión más teórica que operativa dado que casi no pudo ser puesta en ejecución. Las dificultades por las que atravesaba la tradicional concepción del Imperio se pusieron nuevamente de manifiesto al lograr los cantones suizos, tras su levantamiento, la independencia. Al año siguiente, en la Dieta de Augsburgo de 1500, se tomaría el acuerdo de instituir un Consejo de Regencia que vendría a ser una especie de órgano central del gobierno imperial, presidido por el emperador, con poderes legislativos para todo el ámbito del Imperio; pero de nuevo fue un cuerpo que nació muerto, pues en un par de años desaparecería, siendo disuelto en 1502. Algún tiempo después, ya durante el mandato carolino, se intentaría revivirlo en 1521. Por todo ello, a pesar de la necesidad de cambios constitucionales, de los deseos de aglutinar las fuerzas dispersas, de concentrar de alguna manera el gobierno imperial, casi nada pudo conseguirse. El Imperio continuaría siendo una entidad política muy fragmentada, dividida en múltiples poderes autónomos, desprovista de eficaces instituciones gubernamentales. Pero el balance final no sería por completo de fracaso. Maximiliano recibiría ciertas satisfacciones en relación con sus territorios patrimoniales y con su política dinástica (su sucesor se convertiría en el dueño de una buena parte de Europa), que compensarían algo sus abortados deseos imperiales y también su desastroso intervencionismo italiano, puesto de manifiesto en los últimos años de su reinado cuando, con el precedente del fracasado sitio de Padua en 1509, tuvo que retroceder bastante humillado a su querida Austria, una vez que la invasión que llevó a cabo del Milanesado en 1516 se vino abajo estrepitosamente por falta de recursos económicos y de adecuados contingentes militares.
contexto
Las dificultades y limitaciones del reino de Jerusalén, hacían difícil reconstruir lo perdido en 1187, sobre todo porque el impulso de cruzada en Occidente se diluía ya en otros objetivos y no despertaba el entusiasmo de un siglo atrás en lo referente a la peregrinación armada a los Santos Lugares, aunque todavía era capaz de despertar emociones colectivas muy fuertes que se manifestaron en la misma Europa más que en expediciones a Ultramar. No obstante, los motivos de prestigio eclesiástico y político pesaban mucho y utilizaron aquellos resortes de movilización colectiva para intentar la recuperación de Jerusalén. En 1190, el emperador Federico I y los reyes Felipe II de Francia y Ricardo I de Inglaterra encabezaron expediciones con diverso resultado. La imperial, por vía terrestre, se deshizo al morir accidentalmente su jefe en Asia Menor (junio de 1190). Los cruzados ingleses y franceses acudieron por vía marítima en auxilio de Guido de Lusignan, que había cercado Acre en agosto de 1189 pare recuperar, al menos, un buen puerto de desembarco, y había sido rodeado a su vez por Saladino. De paso, Ricardo I arrebató Chipre a los bizantinos y constituyó la isla en reino, que cedería al mismo Guido de Lusignan, privado del titulo de rey de Jerusalén por Conrado de Montferrato. En abril de 1191, la llegada de los dos reyes con sus tropas determinó la retirada de Saladino y la conquista de Acre. En el año y medio siguiente, Ricardo I Corazón de León continuó solo las operaciones militares -Felipe II regresó a Francia profundamente enemistado con él-, recobró casi todas las plazas costeras hasta Jaffa y derrotó a los musulmanes en la batalla campal de Arsuf, pero no pudo entrar en Jerusalén. Por el contrario, la tregua de cinco años acordada con Salah al-Din y la garantía de libre acceso de los peregrinos a Jerusalén y de respeto al culto cristiano en la ciudad, iniciaron una época nueva en las relaciones con el Islam. En los años inmediatos, la muerte de Salah al-Din y la disgregación del poder ayyubí entre sus sucesores, por una parte, y por otra la ausencia de grandes expediciones europeas -la más importante fue la alemana de 1197- contribuyeron a mantener una situación de mayor calma manifestada en treguas sucesivas. Además, la cuarta cruzada abandonó sus proyectos originales para atacar Constantinopla. La debilidad del disminuido reino de Jerusalén, con capital en Acre, explica por si sola la reconstrucción del reino armenio de Cilicia desde 1198 y su dominio sobre Antioquia a partir de 1216. Al año siguiente concluyó la tregua con los ayyubíes y se reavivó el proyecto, que había inspirado inicialmente la cruzada de 1202-1204, de atacar el delta del Nilo con el fin de apoderarse de Damieta y Alejandría. La cruzada de 1217-1221, encabezada por Andrés II de Hungría y el duque Leopoldo de Austria, consiguió tomar Damieta a finales de 1219 pero en el verano de 1221 los cruzados fueron totalmente derrotados cuando intentaron avanzar sobre El Cairo. Jerusalén, con sus murallas derruidas, era prácticamente una ciudad abierta y bastante accesible pare los peregrinos. Federico II aprovecharía aquella circunstancia cuando al fin se puso al frente de una nueva expedición en 1228, a pesar de estar en aquel momento excomulgado. Aunque no contó con el apoyo de los principales señores de Tierra Santa -Bohemundo de Trípoli, Juan de Ibelin, señor de Beirut-, consiguió una tregua por diez años con el sultán egipcio al-Kamil que ponía en sus manos Jerusalén, Nazaret y Belén con un pasillo de acceso desde Gaza, lo que garantizaba la práctica de la peregrinación pacífica. Federico II se coronó rey de Jerusalén, contra la voluntad de los nobles dueños de otras plazas de Tierra Santa y, desde Sicilia, mantuvo la situación varios años, ayudado por las flotas de Pisa, ciudad afecta siempre al partido imperial. Diez años después, en 1239, el fin de la tregua estimuló el envío de algunas expediciones como la de Teobaldo IV, conde de Champagne, que conquistó Ascalón y el castillo de Beaufort, o la de Ricardo de Cornwall, hermano del rey inglés Enrique III, que aseguró mediante nuevas treguas el dominio de Jerusalén. Pero, tras el retorno a Europa de aquellos refuerzos, los nobles locales cometieron el error de tomar partido en las luchas que enfrentaban entre sí a los últimos ayyubíes después de la separación entre Egipto y Siria: su apoyo a Damasco fue fatal porque los egipcios recobraron el control de Jerusalén en 1244 y conquistaron Ascalón, punto de enlace estratégico, en 1247. Dadas las circunstancias, el objetivo de la nueva cruzada, que encabezó Luis IX de Francia, en 1249, buscó de nuevo la conquista del delta del Nilo. El fracaso de 1221 se repitió: después de tomar Damieta, los cruzados fueron cercados en su avance hacia El Cairo y sólo recuperaron la libertad mediante elevados rescates. Ni siquiera el cambio de dominio en Egipto, donde los ayyubíes fueron sustituidos por el régimen mameluco desde 1250, parecía aliviar la situación, y Luis IX tampoco consiguió establecer comunicación suficiente con los mongoles pare conocer si sus avances y triunfos en territorio musulmán hacían de ellos aliados potenciales A partir de entonces, las circunstancias evolucionaron desfavorablemente a pesar de la unión de los reinos de Chipre y Jerusalén en la persona de Hugo II de Lusiñan desde 1254. Los mongoles fueron vencidos por los mamelucos en la batalla de Ain Yalut, en Palestina, septiembre de 1260, y no mostraron mayor interés por Siria, que pasó a manos de sus rivales, mientras que en 1261 desaparecía el débil Imperio latino de Constantinopla. Los sultanes mamelucos pudieron llevar a cabo una guerra de desgaste contra el ya disminuido reino de Jerusalén, que recibia escasa ayuda exterior: Baibars conquistó Haifa, Cesarea y Arsuf en 1265, Safed, en Galilea, en 1266, Jaffa y Antioquia en 1268 y el Krak de los Caballeros en 1271. Sólo la llegada de una expedición al mando de Eduardo, heredero del trono inglés, y el apoyo que consiguió de los mongoles de Iraq, detuvo la ofensiva y obligó a aceptar a los mamelucos una tregua por diez años en 1272. La precariedad de la situación se agudizó tras el fracaso del II Concilio de Lyon en el empeño de aunar esfuerzos pare una nueva expedición. En 1276, el rey de Jerusalén trasladó su residencia habitual de Acre a Chipre. Desde 1282, concluida la tregua y también alejado el peligro de la expedición que preparaba Carlos de Anjou, cuyo objetivo era tanto Constantinopla como la defensa del Levante latino, los mamelucos consumaron la conquista: Trípoli cayó en 1289 y Acre en mayo de 1291. Los europeos quedaban reducidos a las islas -Chipre y Rodas- y al dominio del mar, en manos de Venecia y Génova, pero la defensa de aquellas posiciones y de las rutas marítimas en la Edad Media tardía sólo de manera muy indirecta fue heredera de la época de las cruzadas y del espíritu que las había originado.
acepcion
Forma de matrimonio en la que dos varones se casan cada uno con la hermana o hermanas del otro.
contexto
A pesar de la dificultad en el estudio del intercambio, sobre todo en lo que se refiere a sus aspectos sociológicos, se considera que los intercambios se incrementan como fruto de la gradual consolidación de las nuevas prácticas agrícola-ganaderas y sobre todo por las variaciones sociales que conllevan las nuevas formas de producción, con la progresiva especialización del trabajo. Los avances en la investigación de este campo se deben a la incorporación del análisis de materias primas, a partir de la observación de la composición y distribución espacial de los productos y de la determinación de las áreas de captación y zonas de intercambio. En general, se admite un intercambio de tipo simple basado en el principio de reciprocidad generalizada, aunque para finales del periodo se han sugerido formas más complejas con un principio de redistribución o de reciprocidad restringida que se desarrollará, junto con el proceso de jerarquización, sobre todo en los periodos posteriores. Entre los materiales de los cuales se documenta una circulación, algunos de ellos continuando con las tradiciones de los últimos cazadores-recolectores, destaca la obsidiana. Esta roca de origen volcánico se distribuye como materia prima en forma de láminas o de núcleos pretallados desde los asentamientos primarios de Anatolia, en Oriente, hacia el área de Levante o la zona mesopotámica o, en el caso de Europa, desde las islas del Mediterráneo oriental o central (Melos, Lípari, Cerdeña) a toda la vertiente mediterránea o incluso hacia Europa central. La circulación de la cerámica es problemática debido a una escasez de análisis y, por otra parte, al no poder incidir si su circulación se da como propio objeto o como soporte de otro producto. Las primeras producciones orientales y, en general, una gran parte de las producciones de la mayor parte de los asentamientos, son fabricaciones locales de poca movilidad. No obstante, algunas producciones de mayor calidad tendrán una difusión amplia como se pone de manifiesto en las cerámicas orientales de tipo Halaf. Recientemente se ha propuesto la posibilidad de que las primeras cerámicas del Mediterráneo occidental -producciones cardiales- tengan una circulación como bienes de prestigio. Esta hipótesis necesita, no obstante, un análisis más detallado para su comprobación. A inicios del Neolítico la circulación de materiales e incluso productos parece limitada, si bien posteriormente los intercambios son más voluminosos y atestiguan la existencia de verdaderas redes de intercambios que cubren distancias considerables. Entre los materiales de mayor circulación se halla un conjunto de objetos que constituyen bienes de prestigio y cuya distribución puede llegar a varios cientos de kilómetros. Podríamos citar los colgantes y perlas fabricados en concha, como las típicas conchas spondyle, originarias del mar Negro y que, apreciadas por las poblaciones agrícolas de la cuenca del Danubio, se hallan desde su lugar de origen hasta el Rin; las hachas de jadeíta de los Alpes; las perlas en ámbar balcánico o las perlas de variscita de la citada explotación de Can Tintorer. La distribución de útiles parece más reducida, siendo las hachas uno de los dos objetos de mayor circulación, aunque en distancias que parecen menores. Las modalidades de transporte y de distribución son menos perceptibles en el análisis arqueológico, aunque se han podido establecer las vías fluviales y el mar como ejes de circulación privilegiados. La expansión de las nuevas formas socioeconómicas a través de los valles fluviales del centro de Europa y la circulación de la obsidiana, e incluso la pesca en alta mar, desde la época mesolítica, en las regiones del Mediterráneo oriental, atestiguan una navegación que, por otra parte, permitirá la primera ocupación humana en una gran parte de las islas del Mediterráneo (Chipre, Malta, Creta, Córcega, Cerdeña, Baleares).
contexto
A la hora de plantear la importancia de las innovaciones tecnológicas, vimos que la existencia del intercambio o comercio era una de las condiciones de infraestructura que hacía posible la existencia de la metalurgia. Hay que destacar que, al igual que ocurría con las técnicas de extracción, la existencia del intercambio era muy antigua, incluso la establecida con el producto de esas extracciones, es decir, rocas silíceas o cristalinas como la obsidiana. Se han hecho estudios acerca de la distribución de estos productos, hachas sobre todo, que se fabricaron con el sílex obtenido en las minas de Krzemionki (Polonia) o el sílex procedente del Grand Presigny, habiéndose detectado a más de 200 kilómetros del origen de la materia prima, en los hábitats lacustres del Jura y del Dauphiné o suizos, en el caso del sílex francés. Ejemplos claros de intercambios a grandes distancias son fáciles de reconocer por el empleo de materias primas que no pueden obtenerse nada más que en lugares determinados, tal es el caso de los adornos realizados sobre concha del Spondylus gaederopus, de cuyo intercambio hay ejemplos en Bulgaria, Rumanía y Yugoslavia. Renfrew señala cómo su origen se había fijado en el mar Negro, pero los estudios isotópicos posteriores han evidenciado un origen Mediterráneo, llegando a sugerir que Sitagroi, asentamiento del norte de Grecia, podría ser uno de los puntos de distribución de anillos y pulseras hechos con esta concha, al haberse encontrado un buen lote de ellas en este lugar. Evidencias de intercambios a mayor o menor escala se encuentran a lo largo de toda la Prehistoria Reciente, aunque no siempre resulta fácil determinar los puntos de origen y la dispersión de las materias primas y las manufacturas, dependiendo del tipo de esas materias y del grado de conocimiento sobre su caracterización y lugares de aparición. Por tanto, suele hablarse de comercio como una asunción apriorística sin que se realicen los estudios pertinentes y se planteen programas de investigación que tiendan a cubrir otros aspectos. Una vez más el recurso a la teoría difusionista, único mecanismo responsable de los cambios tipológicos, tecnológicos y, por tanto, culturales, ha enmascarado la necesidad de este tipo de estudios y de un planteamiento contextualizado del intercambio y su papel en las sociedades que lo practican. En ese sentido, estudios realizados para determinadas áreas, como el de Harrison y Gilman para el sur de la Península Ibérica, revelan que en el tercer milenio existe un intercambio entre el norte de Africa y la zona del sudeste o territorio del grupo de Los Millares, que llevan hasta la necrópolis del asentamiento almeriense materias primas exóticas como marfil y cáscara de huevo de avestruz, mientras que en el norte de Africa encontramos cerámicas campaniformes o útiles de cobre, fruto de un intercambio considerado por los autores de este trabajo como desigual. Otros casos de objetos y materias primas obtenidas por intercambio lo podemos encontrar en la Creta prepalacial, donde se han encontrado objetos de marfil o copas de piedra de procedencia egipcia, lo que, junto al conocimiento y práctica de la metalurgia, demuestran contactos con Oriente anteriores a la etapa Minoica Palacial. Mesopotamia, desde el sexto milenio, ha de importar la mayor parte de las materias primas para sus útiles y herramientas de producción: sílex, piedras duras o cobre nativo, dependiendo de circuitos de intercambio regulares y estables. Con el desarrollo de la civilización urbana estos circuitos llegan a ser fundamentales, de tal forma que se establecen puertos de llegada y distribución del cobre iraní, maderas nobles y piedras preciosas de Siria y los Zagros o del Golfo Pérsico, llegándose en el tercer milenio a detectar productos mesopotámicos, en contrapartida, desde la península de Omán a la frontera irano-afgana o desde el norte de Siria a Egipto. Como se desprende de lo dicho, existen redes de intercambio desde el tercer milenio que abarcan a zonas muy diferentes, pero, por las propias limitaciones del registro arqueológico, sólo los productos o materias primas intercambiados que dejan huella en el registro disponible permiten esa valoración, sin que puedan evaluarse otros tipos de productos intercambiados. Se puede valorar que esas redes de intercambio afectan a amplias regiones de la Europa templada o mediterránea y amplias zonas del Oriente Próximo, pero esos intercambios se realizan en contextos sociales muy diferentes. En Europa los productos intercambiados se cifran en materias primas líticas: sílex, obsidiana y piedras duras; metales: cobre y oro, y adornos: marfil, ámbar, cáscara de huevo de avestruz, conchas, etc., siempre objetos manufacturados y de dudosa utilidad como herramientas implicadas en los procesos de producción de bienes subsistenciales. Pero hay que plantearse que otro tipo de productos pudieran acompañar a éstos: tejidos, ciertas bebidas, líquidos, etc. Esta situación plantea una doble opción, por un lado, la posibilidad de que el registro refleje el nivel real de intercambio, con una representación ajustada de bienes intercambiados, lo que avalaría a los que ven en este intercambio una manera de reflejar el comercio destinado a ser el indicador del prestigio de unas élites locales, que necesitan expresar su posición social mediante la exhibición de los símbolos de ese estatus. Ello podría estar sustentado en la amortización de esos objetos en las sepulturas de los individuos o grupos que detentan esa posición de privilegio. Por otro lado, se plantea que la evidencia de un intercambio de este tipo de productos sea sólo lo que nos ha quedado en el registro arqueológico de un comercio mucho más amplio, que implique bienes relacionados con la subsistencia y la reproducción social, como alimentos o mujeres. Este tipo de intercambio estaría conectado con una red local, entre comunidades de poca amplitud demográfica, destinada a amortiguar los riesgos inherentes a una economía agropecuaria expuesta a malas cosechas o ciclos cambiantes, y a la necesidad de matrimonios exogámicos que conllevan la aportación de dotes de productos no subsistenciales que aseguran la reciprocidad de los intercambios y las alianzas. Ello permitiría que la circulación de productos entre comunidades vecinas pudieran alcanzar, en movimientos cortos pero a lo largo de un dilatado tiempo, largas distancias, como las comentadas en la distribución de hachas o largas hojas de sílex o las hachas perforadas, llamadas de combate, ampliamente documentadas en el norte y centro de Europa. Esto ha sido propuesto para zonas como el sudeste de la Península Ibérica o la Grecia continental, donde la existencia de unas supuestas condiciones extremas medioambientales o topográficas hacía inevitable estas redes de intercambio como seguro ante los riesgos de una economía poco diversificada. Esta interpretación quedaría mermada para aquellas áreas donde las condiciones medioambientales, topográficas o la disponibilidad de tierras no fueran un elemento de riesgo para la práctica de una economía agropecuaria y que, sin embargo, poseen evidencias de intercambios similares. Las propuestas de explicación tendrán una mayor relación con la estructura y relaciones de los grupos humanos implicados, según tendremos ocasión de analizar. Durante el segundo milenio, la extensión del uso del bronce obligaba, en el abastecimiento del cobre y metales aleados y en especial el estaño, a garantizar la seguridad y continuidad de rutas de aprovisionamiento. La existencia de esas rutas se ha visto reforzada por la aparición de otros objetos fabricados en materias primas de acceso especialmente restringido: marfil, oro, ámbar o la fabricación de objetos mediante técnicas muy específicas: fayenza o loza (mayólica), pero la verdadera razón de la existencia del intercambio se ha buscado en la necesidad de establecer rutas que justifiquen la presencia de objetos y materias primas en contextos diferentes a sus áreas-fuente o talleres. La asunción de la existencia de rutas ha permitido probar la realidad del comercio considerado como el motor fundamental, que explica, por ejemplo, la pretendida influencia del Egeo durante el segundo milenio en toda la Europa bárbara y, en consecuencia, el desarrollo de las complejidades sociales, visibles en las ricas tumbas individuales bajo túmulo que caracterizan a Europa central y atlántica. El modelo de un desarrollo social sustentado en el intercambio de productos, fruto de la especialización artesanal, tiene distintas versiones: una, unida al mecanismo difusionista de la extensión de los avances tecnológicos, defendida por Childe, frente a los modelos invasionistas que pretendían hacer llegar toda innovación tecnológica o tipológica a través de movimientos de pueblos o de élites militares que se superponen a sociedades más atrasadas. Otro modelo de carácter funcional sostenido, entre otros, por Renfrew, otorga al comercio el papel de satisfacer necesidades sociales no económicas, postura retomada por la escuela de Cambridge en su vertiente de la arqueología simbólica y estructural, según Martínez Navarrete. Otras posturas consideran el comercio como un mecanismo de amortiguación de los riesgos que emplean las sociedades agrarias, en una versión adaptativa del intercambio ante la diversidad ecológica, adoptada por Sherratt y Mathers. Este modelo explicativo ha sido empleado por Halstead y O'Shea para la sociedad cretense del periodo palacial. Ese intercambio afecta tanto a productos alimenticios, producidos excedentariamente, como a los no alimenticios y duraderos, almacenados y manipulados por las elites dirigentes. Una última postura da un valor político al intercambio, de forma que, junto a la especialización artesanal, son los mecanismos que emplean las elites para fomentar y mantener desigualdades sociales y desarrollar sistemas de control intra y extracomunal, en términos de Gilman. Así pues, el valor otorgado al intercambio adquiere una gran importancia para explicar los procesos sociales del segundo milenio. Pero la misma existencia del intercambio no debe ser asumida de forma apriorística, debiendo ser demostrada de forma clara, desde la perspectiva de cada área y de las sociedades que lo promueven o utilizan, como sostiene Martínez Navarrete. Las pruebas del intercambio del segundo milenio se han basado en la comprobación de la movilidad de productos metálicos, ámbar y fayenza, aunque debieron entrar en juego otros productos: comestibles, esclavos, mujeres, tejidos, sal, etc. Una vez asumida la realidad del comercio, a veces sin constatación, los estudios en Europa se han centrado en establecer cuáles son las rutas que llevaron el estaño de Cornualles al Egeo, el ámbar báltico a casi toda Europa central, Egeo y Europa atlántica o la fayenza egipcia al Egeo y al resto de Europa. Para el estaño de Cornualles se han propuesto dos rutas: una fluvial-marítima, desde Bretaña-Cornualles a las bocas del Loira o Garona, y remontándolos, conectar con el Mediterráneo a través del Sena-Ródano; otra ruta terrestre: subiendo el Rin hacia un puerto del Adriático o por el Danubio medio hasta Europa central. Estas rutas están definidas por los hallazgos de fayenza para las fluviales-marítimas y de ámbar para las terrestres. En la actualidad, el progreso de las fechaciones radiocarbónicas y el recurso a otras teorías explicativas sobre los cambios culturales han modificado el marco de referencia del sentido de los intercambios, pasándose a analizar los supuestos productos intercambiados por separado y las circunstancias de las sociedades implicadas en las redes. El cambio más significativo afecta al papel jugado por el Egeo en redes supuestamente paneuropeas, de forma que hoy se considera que el desarrollo de la sociedad minoica y micénica está mucho menos relacionado con sus conexiones externas que con sus condiciones internas, por tanto el comercio no juega un papel tan destacado, ni sus huellas en las relaciones de intercambio europeas son tan importantes. En el propio contexto arqueológico minoico no se aprecian las influencias de una red tan extensa y lejana de intercambios. Aunque en este periodo son frecuentes los productos y materias primas que podrían haber llegado por vía comercial, ahora la dirección primada en las relaciones suprarregionales indica un componente oriental muy determinado, entre las propias islas orientales mediterráneas y la península Anatólica. Metales (oro, cobre, plata, plomo), marfil, fayenza y piedras (obsidiana, lapislázuli, etc.) están relacionadas con Egipto, Mesopotamia, Anatolia, Chipre e islas egeas. Sin embargo, el estaño y el ámbar plantean otros problemas diferentes, dadas las posibilidades de origen. Para el estaño, la situación es aún confusa y se sigue buscando su origen hacia Occidente, con más posibilidades para la fachada atlántica, aunque no existen pruebas irrefutables de ese intercambio, incluso en la posterior época micénica. Las conexiones occidentales, bien probadas por la presencia de cerámicas, vidrios, objetos metálicos o marfil en Sicilia, islas Eolias y la península italiana, no tienen relación con la explotación del estaño italiano, ya que la propia metalurgia itálica no produce el bronce hasta el primer milenio, por lo que se relaciona más este intercambio con la obsidiana y una posible conexión con el ámbar báltico, sugerida pero no probada. El ámbar tendría una mejor conexión por vía continental, dado su origen comprobado en el Báltico, y las relaciones establecidas con Europa central, Alemania y sur de Escandinavia que hacen llegar a sus élites o aristocracias guerreras espadas, carros, navajas, etc., de origen egeo, según recoge Kristiansen. Esta situación se prolonga a lo largo de la etapa micénica, aunque se ha venido considerando que es durante ésta cuando Grecia influye con mayor fuerza en el desarrollo de casi todas las sociedades europeas; sin embargo, los productos y materias primas foráneos son más escasos, dando la sensación de que el Mediterráneo oriental y las ciudades-estado egeas están más volcadas en sus propias relaciones y en otras de menor alcance, circunscritas a las orillas del Mediterráneo central y oriental, aunque lleguen algunos productos más lejanos. Las relaciones con el Mediterráneo occidental, Península Ibérica, islas Baleares y sur de Francia están por probar, a pesar de la discutida presencia de algunos fragmentos cerámicos micénicos en contextos del sur de la Península, lo que, por su lado, no alteraría esta situación dada su escasez y la poca huella micénica de otro tipo en los grupos peninsulares contemporáneos. Ante esta nueva situación sobre el papel minoico-micénico en el desarrollo de intercambios europeos, cabría plantearse que son varios círculos los que se desarrollan, en forma de redes de menor alcance y más independientes unos de otros. El círculo atlántico, con distribución de metales, loza o mayó1ica de posible invención escocesa, como sugiere Renfrew, joyería de oro y ámbar, obtenido por conexiones noreuropeas, afecta a las islas Británicas, Bretaña francesa, Países Bajos, costas atlánticas francesa, española y portuguesa, y será el precedente del intenso contacto comercial de finales del segundo milenio y comienzos del primero, que se ha definido como Bronce Final Atlántico. Europa central, a través de los grupos de Unetice y Túmulos, se relaciona con los grupos de Europa septentrional y con el Egeo, como hemos visto, y con Europa occidental, quedando al margen la mayor parte de la Península Ibérica -incluido el sureste, asiento de El Argar- el sur de Francia y el norte de Italia, así como las islas mediterráneas más occidentales.