Tal como hemos señalado, la conquista coincide principalmente con el reinado de Carlos I y encaja perfectamente en la política imperial. No parece, sin embargo, que fuera el resultado de la imagen personal del monarca, cuya actuación inicial fue abrir las Indias a la explotación internacional y otorgar sus dominios en régimen de señorío. Lorenzo de Gorrevod, Gobernador de Bressa, fue autorizado a llevar a las Indias 4.000 esclavos africanos (luego vendió parte de la licencia a unos genoveses por 25.000 ducados), lo que prácticamente inauguró el tráfico esclavista a gran escala. Jorge de Portugal, camarero del Rey en Flandes, obtuvo permiso para llevar otros 400 negros (anteriormente había gozado de otra concesión, que le fue anulada al prohibir Cisneros la trata). El Almirante de Flandes consiguió el señorío de Yucatán, que en aquellos momentos, en decir de Las Casas, era lo que poco después se llamaría la Nueva España. No pudo beneficiarse de la merced, sin embargo, porque Las Casas se lo advirtió a tiempo a Diego Colón y éste pudo poner la oportuna reclamación. Pero la mayor expresión de la internacionalización de las Indias fueron las concesiones esclavistas a los Welzer y, sobre todo, la entrega a los alemanes de la gobernación de Venezuela. También Diego Colón asumió entonces pretensiones señoriales durante su virreinato, y el mismo Padre Las Casas logró algo que antes era impensable: una gobernación exclusiva en Paria, para que realizara en ella una colonización cristiana modelo, tal como deseaba, mediante unos caballeros ejemplares de la orden de La Espuela Dorada. Carlos I cambió de política, después de ser nombrado Emperador y como consecuencia de tres hechos importantes: la conquista de México, el fracaso de las comunidades y el descubrimiento de las Molucas. A partir de entonces, asumió directamente el realengo de las tierras de Indias y dio marcha atrás en su explotación internacional. La expresión de la nueva tendencia fue la creación del Consejo de Indias en 1523, un organismo especializado en la dirección de los asuntos americanos, que vigilaría celosamente los intereses del monarca. Fue similar al Consejo de Castilla, con un Presidente y cuatro o cinco Consejeros, un Fiscal, un Relator, dos Secretarios, un Canciller, y otros oficiales menores. Al Consejo se le encomendaron todos los problemas de Gobierno (propuesta, y en la práctica selección, de los nombramientos de los funcionarios civiles y eclesiásticos) y justicia de Indias. El hecho de que los Consejeros fueran elegidos entre personas que, por lo regular, habían desempeñado cargos en América convirtió la institución en un instrumento competente de gobierno. El Consejo hizo y deshizo a su antojo y fue el verdadero responsable de toda la acción conquistadora.
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Entre los años iniciales del siglo XI y los finales del XIII los reinos de León y Castilla pasan por un proceso de acercamiento y distanciación política que culminará en la unión definitiva de Castilla y León en 1230, fecha a partir de la cual puede hablarse de unidad política pero no de fusión o identificación de leoneses y castellanos, que mantendrán sus diferencias durante cerca de un siglo reuniéndose en Cortes separadas, planteando a los monarcas problemas específicos de cada reino, reflejando sus puntos de vista diferenciados en obras literarias, historiográficas y jurídicas... No obstante, las distancias van disminuyendo y el proceso unificador se consolida definitivamente entre los años finales del siglo XIII y los primeros del XIV, época en la que está afianzada la independencia de Portugal, reino desgajado de León, cuyos orígenes se sitúan en los primeros años del siglo XII.
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El plan de guerra japonés fue presentado al Consejo Superior de Guerra el 6 de septiembre de 1941. Su primer punto era el aniquilamiento de la flota americana en Pearl Harbor, la "operación Z". El 26 de noviembre, el mismo día que la flota imperial salía de la bahía de Tankan, en las Kuriles, el Gobierno americano presionaba de nuevo para que Japón se retirase de China. El vicealmirante Nagumo, al mando de la flota, la hizo deslizar por una parte del norte del Pacífico habitualmente desierta de navegación mercante. Con tiempo pésimo y dificultosos reaprovisionamientos de petróleo en alta mar, la operación siguió su lento curso, mientras Washington y Tokio apuraban las negociaciones. A lo largo del viaje, la flota iba recibiendo los datos cambiantes en la base de Pearl Harbor, mientras su propia radio permanecía silenciosa. Era un majestuoso espectáculo plasmado por dos acorazados, nueve destructores, tres submarinos, dos cruceros pesados, un crucero ligero, ocho buques cisterna y seis portaaviones, entre ellos los dos más modernos (13). Además, contaba con cinco submarinos enanos que serían lanzados cerca del objetivo. En total llevaban 450 aviones. Nunca tamaña fuerza aérea se había aventurado por el mar y menos a tales distancias. El 1 de diciembre, el Consejo Privado, en presencia del emperador, autoriza el ataque. "¡Escalen el Monte Nikata!", emite la radio. Al día siguiente, Nagumo revela a la tripulación el verdadero destino de la operación y el 3 expone a los pilotos los objetivos concretos: los dos campos de aviación, unos cuarteles, dos bases aeronavales y la flota USA, y el mismo día, cuando se navega a unas 700 millas al nordeste de Pearl Harbor, se da la orden de virar al sur. Entre el 4 y el 6 la flota se detiene en ocasiones para llenar los depósitos a tope y hacer regresar a los petroleros. Entonces se recibe la orden decisiva de la metrópoli. En el mástil del portaaviones Akagi ondea la misma bandera que en 1905 enarboló Togo contra los rusos. Cuando se halla a 640 millas de Pearl Harbor, llega la orden: "veinticuatro nudos, adelante a toda máquina". A las tres de la tarde del 6 de diciembre sólo están a 500 millas. A la 1,20 horas del día 7 desde Honolulú y a través de Tokio se recibe el último mensaje de la situación de la flota americana: "¡no hay portaaviones!", el número 1 de los objetivos previstos. Al alba se alcanza el punto de lanzamiento: latitud 26° N, longitud 138° W, es decir, 275 millas al norte de Oahu. A las seis horas del 7 de diciembre comenzaron a despegar los aviones y a las 7,55 caían las primeras bombas, que neutralizarían a la aviación norteamericana sobre sus adversarios. Era domingo. Si la vigilancia dejaba que desear, en día festivo aún se relajaba más y los japoneses contaban con ello. Antes de las 8,25 se registraron cuatro ataques sucesivos de aviones torpederos. Atacan a placer, como si de maniobras se tratara. Los torpedos son especiales para aguas poco profundas como las de la base. En aquel momento el 90 por 100 de los objetivos se habían logrado: teóricamente la flota del Pacífico había dejado de existir..., excepto los portaaviones. A las nueve, tras dar vueltas durante un cuarto de hora, otra oleada de aviones ataca. Son aviones en picado y de vuelo horizontal que terminan con los aeródromos y buques menores. A las diez todo ha acabado. Entretanto la flota atacante se ha acercado a casi 200 millas para facilitar los regresos (14). Pero si la sorpresa de Pearl Harbor es dificil de comprender, la sorpresa de Manila es por completo incomprensible. Ocho o nueve horas después de haberse recibido la noticia de aquel ataque, al general Mac Arthur se le destrozaron 17 fortalezas volantes y numerosos aparatos de caza en el suelo, a cambio de siete cazas japoneses. Mac Arthur tuvo una segunda oportunidad y no un consejo de guerra y tampoco fue objeto de una investigación profunda. De lo de Pearl Harbor no se derivó más que la pérdida o inmovilización de unos acorazados que ya se estaban quedando anticuados y la toma del lejano islote de Wake, en tanto que las Filipinas serían el primero de los eslabones básicos que llevarían a la fulgurante expansión japonesa (15). Lo de Filipinas es aún más increíble, no sólo porque ocurría horas después de lo de Pearl Harbor, sino también porque en las islas disponían los americanos de una máquina de descifraje púrpura, cosa que no ocurría en las Hawai, precisamente porque siempre se consideró a las primeras como el objetivo japonés por excelencia... Pero Mac Arthur terminó como virrey de Japón.
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El 22 de junio era domingo y de sol. Ciento veinte años antes, en 1812, las tropas de Napoleón cruzaban el Niemen y se dirigían a Moscú. Era también el primer aniversario de la capitulación francesa en Compiegnes. Ese 22 de junio de 1941, los ejércitos hitlerianos blindados, mecanizados, una de las más poderosas máquinas bélicas de la historia, cruzaban otra vez el Niemen e invadían Rusia. Pese a los múltiples avisos y síntomas precursores, la agresión alemana cogía desprevenido al Ejército Rojo en todo lo largo del frente. "Nuestra artillería estaba en acción y, tranquilo, el expreso Berlín-Moscú proseguía sin incidentes su larga marcha", escribía el general Blumentritt, jefe del Estado Mayor del IV Ejército, refiriéndose a la noche del 21 al 22 de junio. El convoy cruzaba las líneas de Brest-Litvosk, memorable puesto fronterizo donde en 1918 se firmó el armisticio entre el primer Gobierno bolchevique y Alemania. Había silencio en las líneas de combate adversarias: "los rusos han sido totalmente sorprendidos", anotó Blumentritt, quien quedó asombrado cuando a primeras horas de la madrugada sus servicios captaron los mensajes que se intercambiaban los centros informativos del Ejército Rojo: "Los alemanes nos disparan, ¿qué hacemos?" Y la respuesta del cuartel general: "¿Os habéis vuelto locos? ¿Por qué no está codificado vuestro mensaje?" Llegaban las recriminaciones y las censuras por la forma en que se trasmitía la información, pero nadie tomaba la iniciativa de responder con artillería a esta invasión minuciosamente preparada. Los soviéticos aún tardarían varias horas en saber que eran víctimas de una agresión; a mediodía clamaban los aparatos receptores: "Aquí todas las estaciones de radiodifusión de la Unión Soviética. Alemania acaba de atacar pérfidamente a la URSS". En un despacho de Berlín, un hombre solo había tomado una decisión que cambiaría la faz del mundo y alteraría el destino de vastas multitudes. La fulgurante penetración de los ejércitos del Reich en Flandes y Francia, la desbandada de las fuerzas aliadas y el innegable éxito de las tropas alemanas habían impulsado a Hitler a penetrar en las fronteras del este. La invasión de la Unión Soviética, el dominio del mundo comunista que, según los postulados del nacionalsocialismo, es el enemigo por excelencia de la raza aria, estaba previsto en Mein Kampf (Mi Lucha) y formaba parte, por consiguiente, del programa expansionista germano: la raza de los señores, Herrenvolk, necesita espacio vital y éste no se encuentra en el sur, sino en el este de Europa. Rusia y los estados fronterizos sometidos a ella son las codiciadas tierras aludidas con la perífrasis espacio vital por el dictador nazi. La guerra preventiva había servido para justificar la ruptura del Pacto de No-Agresión, firmado con la URSS en agosto de 1939, y la intervención relámpago de las Panzer Divizion en territorio soviético. Mientras Hitler se dedicaba a ocupar Europa occidental y trataba de poner de rodillas a Inglaterra, Stalin tomaba posesión de los estados bálticos y se anexionaba los Balcanes. Las relaciones entre ambos dictadores eran, al menos en la superficie, francas y casi cordiales. A cada nueva ocupación de la Wehrmacht, los soviéticos no dejaban de felicitar a los alemanes por sus éxitos. Tras la invasión de Noruega y Dinamarca el 9 de abril de 1940, Molotov, ministro de Relaciones Exteriores, manifestó al embajador alemán en Moscú la comprensión del Gobierno soviético con respecto a las medidas defensivas a las que el Gobierno de Hitler se veía forzado y a las que deseaba gran éxito. Lo propio ocurría el 17 de junio con la caída de Francia. La ocupación de Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica y Francia por los alemanes instó a la diplomacia británica a estrechar relaciones con los soviéticos para convencer a Stalin del peligro de la hegemonía hitleriana. Pero los rusos no compartían los temores manifestados por sir Stafford Cripps, jefe del Partido Laborista inglés, enviado urgentemente por Churchill a Moscú, y transmitieron, además, al Gobierno alemán el contenido de las conversaciones secretas desarrolladas en el Kremlin. Stalin manifestó no creer en la hegemonía de los ejércitos alemanes ni que los éxitos de la Wehrmacht constituyeran una amenaza para la Unión Soviética. Ni rusos ni ingleses habían analizado Mein Kampf, donde el aprendiz de dictador exponía el carácter imperialista de su filosofía política.
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El responsable de la gestión hacendística, el mallorquín Miguel Cayetano Soler, fue el encargado de encontrar el medio de amortizar los vales reales, ya que la crisis fiscal había empeorado desde febrero de 1798. El 26 de ese mismo mes quedó establecida una Caja de Amortización con el fin de hacer frente a los préstamos que vencían y poder pagar los intereses de los vales, cuyo valor se había ido depreciando al mismo ritmo que las sucesivas emisiones habían inundado el mercado de papel. En esa Caja de Amortización se ingresarían todas las rentas destinadas a amortizar el capital de la deuda y al pago de los intereses. Era caja de depósito y, al mismo tiempo, oficina donde se contabilizaba la deuda y se administraban las rentas ingresadas, pudiéndose subrogar vales por otros de emisión más reciente. Sin embargo, las decisiones de mayor trascendencia y alcance tuvieron lugar en septiembre de 1798, cuando Soler dictó varias medidas. En primer lugar, concedió facultad a los poseedores de mayorazgos para enajenar bienes vinculados mediante subasta pública, siempre que impusieran en la Real Hacienda el producto de sus ventas, lo que afectaba a la institución del mayorazgo. No había en el ministro Soler una política abolicionista, pero por vez primera se otorgaba a los poseedores de mayorazgos la posibilidad de enajenar, ya que con anterioridad sólo se concedían licencias individualizadas. En segundo lugar, ordenó la venta del patrimonio de los Colegios Mayores, compensando a estas instituciones con el 3 por ciento del valor en venta de dicho patrimonio, que abonaría la Caja de Amortización. En tercer lugar, dio instrucciones para que lo que quedase por adjudicar o vender de las temporalidades de los jesuitas expulsados en 1767 pasase a la Real Hacienda. Y, por último, llevó a la práctica un proyecto, ya estudiado en otras ocasiones pero nunca puesto en marcha, consistente en desamortizar bienes raíces pertenecientes a instituciones benéficas dependientes de la Iglesia, como Hospitales, Casas de Misericordia, Casas de Expósitos, Obras Pías, Cofradías etcétera, e imponer el producto de sus ventas al rédito del 3 por ciento en la ya mencionada Caja de Amortización. Las cuatro medidas tenían un elemento común: la apropiación por el Estado de bienes vinculados, su posterior venta y la asignación del importe a la amortización de la deuda pública. La denominada, sin demasiado fundamento, "desamortización de Godoy", tuvo una importancia considerable y su incidencia en el incremento de la conflictividad social no debe ser desdeñada, ya que la red benéfica de la Iglesia quedó prácticamente desmantelada, pues en diez años se liquidó una sexta parte de la propiedad rural y urbana que administraba la Iglesia. Richard Herr ha localizado entre 1798 y 1808 un total de 78.428 escrituras notariales que dan testimonio de la deuda que contraía la Corona con el antiguo dueño de la propiedad vendida, o lo que es lo mismo, cerca de 80.000 operaciones en las que después de tasar la propiedad expropiada, subastarla públicamente previa tasación y liquidar su compra, se remitía el dinero a la Caja de Amortización, que debía pasar una renta a ese anterior propietario que el Estado pronto dejó de abonar. Según los cálculos de Herr, las imposiciones alcanzaron una cantidad próxima a los 1.500 millones de reales, lo que da una dimensión, ciertamente considerable, al proceso desamortizador durante el período comprendido entre 1798 y 1808.
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Las investigaciones de la última década han permitido reconocer la existencia de prácticas agrícolas con cereales de variedades domésticas a partir del 8000 a.C. Estas prácticas se realizan en unas condiciones climáticas que indican una mejora del clima con respecto a fases anteriores, que cubre el periodo del 8300 hasta el 6000 a.C.; experimentándose un aumento de pluviosidad, dado que si tomamos por ejemplo el valle del Jordán, podemos observar que la pluviosidad establecida estaría cerca de los 350/400 mm/año, ligeramente superiores a los 200 mm/año actuales. Estas evidencias de las primeras prácticas agrícolas se encuentran enmarcadas en el horizonte definido tradicionalmente, a partir de la estratigrafía del yacimiento de Jericó, como Pre-Pottery-Neolithic A (PPNA), y que cubre una cronología definida por dataciones entre el 8300 y el 7600 a.C. Las recientes investigaciones indican la existencia de tres microrregiones que presentan signos de transformación del substrato mesolítico (Natufiense-Harifiense) hacia la producción de alimentos. Estas regiones, alejadas geográficamente entre ellas, tienen, no obstante, unas condiciones ecológicas similares definidas por la presencia de importantes recursos acuíferos y una situación aluvial. Estas zonas son: el valle medio del Éufrates, el valle bajo del Jordán y el oasis de Damasco. Estas tres zonas muestran que las primeras prácticas agrícolas se dan en unas áreas geográficas reducidas, con unas particularidades ecológicas comunes de marcado carácter aluvial y que, en algunos casos, salen de la zona nuclear del Creciente Fértil; más bien se configuran alrededor de un corredor levantino que comprende desde la vertiente meridional inferior del Taurus oriental en el norte hasta la zona del mar Muerto en el sur. En segundo lugar, mientras que en algunos casos el desarrollo agrícola queda ya documentado en especies morfológicamente domésticas, en otros casos, existen unas prácticas agrícolas con variedades morfológicamente no domésticas, es decir, una agricultura predoméstica. Estas prácticas podrían tener sus antecedentes en las últimas fases del Mesolítico. El análisis exhaustivo del conjunto de estas manifestaciones ha permitido una mayor caracterización del horizonte PPNA distinguiendo tres unidades culturales: el Sultaniense, definido a partir de Jericó y que cubre la zona del Levante sur; el Mureybetiense, en la zona del Levante norte, y el Aswadiense, para el Levante central. Estas diferencias que afectan principalmente a las manifestaciones tecnológicas no impiden reconocer unas características comunes del horizonte. A nivel de asentamientos se observa un descenso en el número de instalaciones con respecto a la ocupación natufiense, pero se constata un considerable aumento de la extensión de los mismos, desapareciendo, al mismo tiempo, las ocupaciones en cuevas y abrigos naturales, así como las pequeñas estaciones de funcionalidad específica (estaciones de caza...). Este cambio en los patrones de asentamientos no es fruto de un descenso demográfico, sino que se interpreta como un cambio del modelo poblacional, que adquiere una mayor estabilización y la consolidación del sedentarismo de la población y un reagrupamiento humano. Aunque el hábitat doméstico continúa en parte la tradición de construcciones circulares, a menudo semiexcavadas y con escaleras de acceso, se dan innovaciones importantes. La tierra, con la generalización del adobe y tapial, se convierte en el material de construcción por excelencia. Su utilización comporta la construcción de verdaderos muros no adosados simplemente, sino construidos al aire libre. Finalmente, en la concepción de la unidad habitacional circular se inicia la subdivisión del espacio hacia una concepción pluricelular, con la presencia de muros rectilíneos y las primeras construcciones rectangulares destinadas al almacenamiento. Las construcciones de tipo monumental, como la citada torre de Jericó, son también muy significativas y de hecho constituyen los primeros ensayos de trabajos colectivos, mostrando la existencia de una organización comunitaria de las actividades del poblado. En el campo técnico, hay que mencionar la disminución del microlitismo, la aparición de las primeras puntas de flecha, el aumento también significativo de los elementos de hoz y un afianzamiento de las técnicas de pulido de piedra, apareciendo al final de esta fase las primeras hachas en la zona del Levante norte. La arcilla cocida es utilizada para la fabricación de figurillas femeninas que constituyen la primera aparición de la simbología de la diosa de la fecundidad, que conocerá una gran difusión en el Próximo Oriente y en toda la cuenca mediterránea.
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Las primeras creaciones arquitectónicas en España de inspiración renacentista son expresión impositiva de un sector destacado de la nobleza, que muestra con ello una imagen renovada de sí misma acorde con los nuevos aires provenientes de Italia. Se trata en suma de una opción elitista que da réplica a las flamígeras construcciones de una aristocracia anclada en modelos tardomedievales y a las obras promovidas por la Iglesia y por la Corona. No es casual que, frente a la primacía de lo hispanoflamenco en fundaciones institucionales de significación religiosa, el cambio se genere en la arquitectura civil. El impulso inicial corresponde al mecenazgo mendocino y, aunque se concreta en su origen en obras del influyente gran cardenal don Pedro González de Mendoza, todo señala a su sobrino Iñigo López de Mendoza, el gran Tendilla, como el auténtico inductor, y se asocia la borrosa figura de Lorenzo Vázquez de Segovia, su arquitecto, y a la llegada a España del "Codex Escurialensis", al menos aquí desde 1507. Los viajes a Italia y el contacto con humanistas y personajes relevantes de la sociedad renacentista, hicieron al de Tendilla receptivo a las nuevas formas artísticas; pero es dudoso que Vázquez le acompañara en su misión diplomática de 1487. Apenas un par de años después hace el arquitecto acto de aparición en Valladolid, con la misión de enmendar la obra en construcción del Colegio de Santa Cruz fundado por el gran cardenal y que éste estimara mezquina. La introducción en la fachada principal de grandes contrafuertes decorados con pilastras, cornisa clasicista y portada de formas cuatrocentistas y talla menuda en un lienzo mural almohadillado, constituye un notable cambio de sensibilidad frente a las suntuosas propuestas coetáneas de Juan Guas o Simón de Colonia. Pero la existencia del alfiz perdido que enmarcaba la casi boloñesa portada del colegio universitario, denota las servidumbres estilísticas a las que aún había de someterse el artista. El palacio de Cogolludo, realizado por encargo de don Luis de la Cerda y Mendoza y atribuido al mismo Vázquez, es una más clara reformulación del modelo toscano, con bíforas de adornada labra gótica y una no menos decorada crestería, destacando su portada con palmetas de tipo boloñés y un blasón laureado sobre el almohadillado paramento de la fachada, horizontal y simétrica. La ruptura con las propuestas goticomudejaristas contemporáneas se hace patente, sin menoscabo del valor representativo, en todo caso potenciado por su dimensión urbanística y escenográfica. Y la innegable concesión a la tradición constructiva, visible en vanos y coronamiento, se hace extensiva al patio, en el que el cuerpo alto desarrolla una galería adintelada con zapatas, y cuyos capiteles, de vaga inspiración urbinense, estaban llamados a tener gran difusión en lo alcarreño. Más titubeante, la portada del gótico convento de San Antonio de Mondéjar, fundación del propio Tendilla, presenta un frontón de forma rebajada enmarcado bajo un alfiz angular de molduración clásica, lo que marca los límites platerescos de la literal traslación de soluciones italianas. El palacio de don Antonio de Mendoza, en Guadalajara, luego convento de la Piedad y también adscrito a Vázquez, muestra una portada, en arco de medio punto entre pilastras, coronada por un pesado frontón triangular, en la que los motivos clásicos -ristras de trofeos- dejan de tener valor decorativo para aludir a la condición del comitente, de activa presencia en la toma de Granada. De mayor interés, por su influencia en la arquitectura civil castellana a través de Covarrubias, es el patio, adintelado en sus dos pisos sobre columnas con zapatas que ven redoblados sus fustes en las esquinas. Los capiteles, del tipo alcarreño, remiten en su variedad decorativa a modelos italianos, sobre todo de Biagio Rossetti. Y la sobriedad ornamental establece una intuición de rigor y equilibrio, con molduración y motivos de inspiración clásica, que llega a las mismas zapatas. En éstas y en la distribución acodada de ingreso y escalera se sigue el estereotipo mudéjar. El mismo Tendilla, artífice también de la venida de Doménico Fancelli a España, es el inductor de la llegada en 1509 de Vázquez a Granada, ante la errada construcción de la Capilla Real que hacía Enrique de Egas. Como otros arquitectos reales (Solórzano, Horozco), Egas representaba la pervivencia inercial del Gótico, y venía a ser uno de los maestros de mayor prestigio, con importantes encargos en distintos puntos de España (Santiago, Toledo, Salamanca, Zaragoza, Plasencia, Granada); no es de extrañar que recayera en él, o en su hermano y colaborador, Antonio, un encargo mendocino tan notable como el Hospital de Santa Cruz, en Toledo. Mas si se exceptúa lo referente a la cuestión tipológica de sus hospitales, las formas renacientes son enteramente ajenas a su arquitectura, más sobria que la de Juan Guas pero de idéntico componente gótico y mudéjar, y las interpolaciones decorativas de esta índole en su obra son imputables a la labor autónoma de los entalladores o fruto de aportaciones posteriores, de Juan de Plasencia a Diego de Covarrubias, García de Praves, Martín de Blas o Juan de Marquina. Son italianos quienes más contribuyeron inicialmente a la difusión del vocabulario clásico. Michel Carlone y sus oficiales continuaron en La Calahorra la labor de Vázquez, algunos artistas próximos a su círculo trabajaron en el palacio de Vélez Blanco, y Francisco Florentín, de breve presencia (m. 1522), en las labores decorativas en la Capilla Real granadina, pasó de inmediato a Murcia como Maestro de obras de la catedral, en la que se le atribuye con muchas reservas la Puerta de las Cadenas, y dio trazas para la columnaria iglesia de Moratalla, obra ya de Marquina. Jacopo Torni, Indaco Vecchio, pintor y escultor llegado por 1519, es tracista asimismo de elementos ornamentales de la Capilla Real y de la renacentista cabecera del monasterio de San Jerónimo, que erigiría Silóe, y sucedió a su compatriota en la catedral de Murcia, en la que hizo el soberbio primer cuerpo de la torre. En este momento de apogeo italiano hay que situar también la realización de la adornada y triunfal portada de la capilla de San Miguel en la catedral de Jaca, obra de Juan (Giovanni) Moreto (1521), o la del destruido palacio valenciano de Jerónimo Vich, embajador del rey Fernando en Roma, sin olvidar la llegada de artistas como Fancelli, Torrigiano, F. Niculoso Pisano o Juan de la Corte y la imparable importación de monumentos funerarios, como los de Ramón Folch de Cardona, los marqueses de Tarifa o el Gran Cardenal. La compleja situación arquitectónica en torno a 1520 tiene singular expresión en el marco granadino, con un Enrique de Egas afianzado en lo gótico (Capilla Real, Lonja, Hospital, Catedral), italianos ocupados en ornamentaciones cuatrocentistas (antes en La Calahorra; desde 1518 en la Capilla Real) o en innovaciones estructurales (San Jerónimo), algunos maestros menores incursos ya en la tendencia plateresca (Marquina, Lizana, García de Praves) -sin contar la labor retablística de Bigarny-, y la llegada de Diego de Silóe con un lenguaje más depurado, no carente de fuerte carga ornamental (Catedral, San Jerónimo), y la de Pedro de Machuca, quien en 1527 inicia el Palacio Real en un clasicismo quinientista desprovisto de toda concesión decorativa.
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La historiografía denomina cuestión de Oriente a un conjunto de hechos que se desarrollan entre 1774 y 1823 que supusieron el resquebrajamiento del Imperio turco y la rapiña de las grandes potencias europeas que rivalizan entre sí para repartírselo; los rusos quisieron imponer su dominio sobre los Balcanes y acceder al mar, y para ello utilizaron como pretexto la protección dispensada a los ortodoxos y esclavos. Los austriacos, temerosos del expansionismo ruso a través de los Balcanes, intentaron crear una barrera de contención en Bosnia-Herzegovina. Los ingleses quisieron mantener su comercio, tanto en esa zona vital del Mediterráneo como para proteger la ruta de las Indias. Por último, los franceses querían mantener su tradicional acercamiento a los otomanos, conservar sus posiciones comerciales y difundir su cultura en la sociedad turca. Abdul Hamid I (1774-1789) subió al poder en condiciones difíciles pero comprendió perfectamente el sentido de la última guerra. Por lo tanto, partiendo de la situación real de debilidad intentó introducir novedades y reformas. Para ello se acompañó de colaboradores eficaces y visires competentes. La atención al ejército fue esencialmente a la artillería y la marina; de nuevo un francés, el barón de Tott, espectador de la guerra de 1768 y con experiencia militar, será el encargado de realizar la reforma; tras crear un nuevo cuerpo de artillería de tiro rápido, con efectivos reducidos pero muy bien entrenados, con numerosos cañones, instalando una fundición para construirlos en Häskoy, retomó la idea de la Escuela de Ingenieros, dotándola de vitalidad y eficacia. La renovación de la Armada la hizo el gran almirante Ghazi Hasan Pachá que instó a varios arsenales a construir navíos modernos bajo la dirección de ingenieros franceses; creó una Escuela de Ingenieros de la Marina y se esforzó en mejorar y aumentar el reclutamiento de marineros. Al cuerpo de jenízaros, para tenerlo controlado, se le sometió a una mayor disciplina y obediencia. Hubo algunos problemas en las provincias no europeas -Siria, Líbano, Irak, Egipto y Anatolia- debido al aumento de poder que habían obtenido ciertos magnates locales, que obstaculizaban el poder central, que pronto serían solventados. También en los dominios europeos -Tracia, Serbia, Epiro, Albania y Montenegro- aparecieron movimientos autonomistas e independentistas que el sultán logró abortar adoptando soluciones de compromiso y no de represión para poder tener el camino libre y volcar su esfuerzo ante el verdadero enemigo europeo. A nivel económico estimuló mucho la industria local, sobre todo la textil, que sufría una enorme competencia extranjera, dictando medidas favorecedoras del artesanado. Del mismo modo, impulsó la cultura, propiciando la publicación de numerosos libros y manteniendo la apertura intelectual a Europa. Sin embargo, las fuerzas conservadoras, reticentes al cambio, se oponen a la modernización y conspiran contra el sultán tachándolo de extranjerizante y de minar las bases del islamismo. La ayuda soterrada de rusos y austriacos, que tampoco veían bien los cambios porque podía redundar en un fortalecimiento del Imperio, precipita los acontecimientos y en 1787 los técnicos y asesores extranjeros -fundamentalmente, franceses e ingleses- son expulsados del país. En enero de 1777, Catalina de Rusia desencadenó problemas en Crimea queriendo anexionarse este khanato; tras dos años de disputa los rusos lo arrebataron y así se reconoció en el Tratado de Aynalï Kavak. Animada por ello Catalina pretendía ahora conquistar Georgia y crear allí un estado ortodoxo bajo la influencia de Rusia; para ello idea un plan de reparto del Imperio y entabla conversaciones con Austria (se quedaría la zona occidental de los Balcanes) y Venecia (que recibiría Morea, Creta y Chipre) para llevarlo a cabo, pero este intento sería frenado por Inglaterra y Prusia, alarmados ante el poderío ruso. No obstante, el cada vez más poderoso partido belicista turco incita a la guerra, que acabará estallando en septiembre de 1787, primero entre Turquía y Rusia, y poco después con Austria; la presión internacional (Inglaterra, Prusia y Holanda) sobre Rusia y el estupor desatado en todo el Continente ante la Revolución Francesa evitó mayores desastres; en 1791 se firma la paz con Austria manteniendo el statu quo territorial anterior y con Rusia un año después; la Paz de Jassy fija la frontera entre ambos imperios a lo largo del río Dniester, Rusia se apodera de Ochakov a cambio de la devolución de los territorios rumanos y se mantiene la independencia de Crimea y de Georgia.
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A la muerte de Carlos XI le sucede el joven Carlos XII (1697-1718), último miembro de la dinastía Zweibrucken; de su madre, el joven heredero recibió una esmerada educación y de su padre una enorme familiaridad con los asuntos del Gobierno, tras participar regularmente en las reuniones en los Consejos. De inteligencia brillante y trato exquisito, conocía varias lenguas y tenía una marcada afición a las matemáticas aunque su gran predilección era el arte de la guerra. Su padre había organizado un Consejo de Regencia, compuesto de cinco políticos experimentados, para que gobernase el reino hasta su mayoría de edad; en los meses siguientes realizó una política continuadora de la etapa anterior: reducción en el interior y pacifismo en el exterior, según lo acordado en la paz de Ryswik. Sin embargo, pronto aparecerían problemas; la nobleza, descontenta con los regentes por su exclusión del poder, inicia una conspiración animando al príncipe a asumir personalmente la dirección de los asuntos; con el respaldo del Senado y de las demás instituciones consultadas, Carlos XII se autocorona poco después, de manera que a los quince años aparece como un señor hereditario, patrimonial y absoluto, que fue convirtiéndose con los años en un verdadero autócrata. Desde el primer momento acomete una serie de medidas para sanear la Hacienda y reducir el déficit público cuyo resultado fue una serie de expropiaciones territoriales a los grandes propietarios, al tiempo que colocaba al clero bajo su soberanía y limitaba la autonomía de las ciudades. Como ferviente admirador del rey Gustavo Adolfo, al que pretendía emular en todos los aspectos, intentaría recuperar para su país el poderío perdido. No obstante, la coincidencia de intereses entre sus enemigos tradicionales con otras potencias que querían crecer a costa del suelo sueco -Rusia-, determinará que Carlos XII se vuelque con todas sus energías sobre los asuntos externos, abandonando hasta cierto punto los problemas internos y creando un vacío de poder que, a la larga, sería perjudicial para la Monarquía y para el conjunto del país. En efecto, en esta coyuntura finisecular se fue gestando un malestar nacionalista en las provincias bálticas, apareciendo grupos simpatizantes de Rusia que pronto contactan con los enemigos tradicionales de Suecia -Brandeburgo, Sajonia y Polonia- que culmina en varios acuerdos diplomáticos que preparan la llamada Guerra del Norte. Tras las negociaciones diplomáticas, en febrero de 1700 el elector de Sajonia, Augusto II, invade Livonia con un ejército de 18.000 hombres, siendo rechazados por los suecos. Ante la derrota, pide ayuda al zar y éste invade la zona de Narva, pero es igualmente derrotado. Carlos XII abandona las provincias bálticas y se vuelve contra los sajones, en la cuenca del río Dwina. Además de la guerra, Carlos utiliza otros medios: ese mismo año entra en contacto con E. Lecszynski, el jefe de la oposición polaca al rey Augusto, y conciertan una alianza para expulsar al sajón y luchar contra Rusia para que Polonia recuperara Kiev y Smolensko. Al mismo tiempo se enviaría una legación al sultán turco para animarle a declarar la guerra a Rusia. Poco después realiza una intensa ofensiva que le reporta algunos éxitos: en 1702 llega a Varsovia y, tras vencer a sajones y polacos en Kliszow, toma Cracovia; vence de nuevo a los sajones en Pultusk (abril 1703) y en el verano de 1704 puede respaldar tranquilamente la elección de Estanislao Lecszynski como rey de Polonia y concertar un tratado en octubre de ese año con el nuevo soberano sobre la base de la Paz de oliva. Por el contrario, las negociaciones tendentes a la paz con Rusia no fructifican en absoluto, llegándose a una nueva guerra que terminaría, en septiembre de 1709, con la derrota sueca en Poltava, capital para el ulterior desarrollo de los acontecimientos, originando una nueva coalición anti-sueca entre Rusia, Sajonia y Dinamarca. Poltava cambió el curso de la guerra, demostró la decadencia sueca y la irrupción de una nueva potencia en el norte de Europa, y con la huida y posterior refugio de Carlos XII en Turquía durante cinco años, debilitó la institución real en Suecia, dando paso a un parlamentarismo muy sui generis detentado por la Dieta. A fines de ese mismo año los daneses invaden el territorio sueco, mientras los rusos atacan las provincias bálticas, los suecos, impotentes para repeler ambos ataques, tienen que apelar a la rendición. Posteriormente, ni el Acta de Neutralidad de La Haya (1710), firmada entre las potencias marítimas para conseguir la neutralidad alemana en el Continente a costa de mantener al margen del conflicto las posesiones suecas en el Imperio, ni la guerra ruso-turca (1711-1713), jugaron en favor de Suecia. No se recupera ningún territorio y Carlos, aunque logra volver a su país, cada vez está más aislado, acumulando desastres. 1714 fue otro año crucial: tras la batalla de Storkyro los rusos se implantan en Finlandia estrechando sus lazos con Dinamarca; una nueva coalición entre Inglaterra-Hannover-Dinamarca y Prusia, sobre la base de un reparto de los territorios suecos, y el Tratado de Amsterdam (1720), entre Rusia, Francia y las Provincias Unidas, desencadena de nuevo la guerra. El aislamiento sueco es total; para colmo, en 1718 se inicia una nueva campaña contra Dinamarca donde el propio rey es abatido por una bala. La muerte del monarca precipita los acontecimientos: el poderío sueco se derrumba estrepitosamente, y a Ulrica Leonor, hermana del monarca fallecido y su heredera, sólo le cabe la oportunidad de pedir la paz, aunque sea en condiciones humillantes para el país. Así se firma el Tratado de Estocolmo (1719) con Hannover, Prusia y Dinamarca sobre la base de ceder Stettin, Bremen y Verden, y la Paz de Nystad (1720) con Rusia, en la que Suecia cedió Livonia, Estonia, Ingria, la provincia de Keksholm y la fortaleza de Voborg a cambio de recuperar Finlandia y recibir una indemnización de guerra. Carlos XII ha sido considerado por la historiografía como un mal estadista. Quizá por su inexperiencia o corta edad no supo darse cuenta de la imposibilidad de seguir manteniendo una nación poderosa y reforzar el absolutismo real cuando, al mismo tiempo, ponía todos los recursos del Estado a disposición de la política exterior lo que suponía la ruina económica general- y dejaba abandonado el poder en manos de sus colaboradores para ponerse al frente de sus ejércitos. Esta prioridad trajo consigo el déficit crónico de la hacienda, la implantación de una fiscalidad sumamente onerosa, la devastación de los campos, la ruina de la manufactura, la contracción del comercio y el caos monetario por la emisión masiva de papel moneda, a lo que habría que añadir las calamidades naturales, hambrunas -especialmente criticas en 1709- y la difusión de epidemias -muy grave la de peste en 1710-1711-. Cuando volvió de Turquía intentó centrarse en los asuntos internos y reformar el conjunto de la Administración; los antiguos colegios administrativos fueron relegados y perdieron atribuciones, creándose ahora organismos burocráticos que controlaban la vida económica; reorganizó la cancillería como órgano supremo de la diplomacia, e instituyó seis expediciones a modo de ministerios, que despachaban directamente con el monarca. Las instituciones locales sufren también una cierta remodelación hasta convertirse en agentes activos del desarrollo económico; estas reformas generan una gran oposición entre los grupos que se oponían al autoritarismo. En los últimos años la cuestión política más relevante estuvo centrada en la sucesión: Carlos refrenda la Ley sucesoria de 1604 que otorgaba el trono a su hermana, que es desafiada por un sobrino del rey que aspira al trono, apoyado por un partido de Holstein, opuesto a UIrica. La rivalidad entre ambos pretendientes es manifiesta, pero la Cámara (Riksdag) decide legitimar a Ulrica cuando ella se avino á refrendar una Constitución que limitaba drásticamente los poderes del monarca y ampliaba los del Parlamento. El breve reinado de Ulrica Leonor (1718-1720) es, en realidad, un período de transición donde se puso fin al absolutismo y comenzaba la era de la Monarquía parlamentaria. Además de firmar la Constitución, respalda las medidas que la Cámara adopta contra los núcleos pro-absolutistas y negocia la paz con las potencias enemigas sobre la base de sancionar la conversión del Estado sueco en potencia secundaria, incluido a partir de ahora en la órbita de influencia británica, intentando desde este momento frenar el expansionismo ruso hacia Occidente. Dos años después renunció a la Corona en favor de su marido, Federico de Hesse.