Junto a España y Francia, Inglaterra constituía la tercera referencia básica en el contexto occidental a la hora de resaltar la formación de una organización estatal moderna, que presentaba un poder monárquico fuerte y autoritario, y la utilización de unos medios adecuados de control social, de eficacia administrativa y de potenciación de la justicia pública. Pero en comparación con aquellas dos grandes potencias, ésta poseía una menor extensión territorial, contaba con una población más reducida y, lógicamente, disponía de recursos no tan cuantiosos, factores que la colocaban a comienzos de la modernidad en una posición modesta dentro del juego internacional, lugar que poco a poco iría mejorando hasta convertirse, ya en la segunda mitad del Quinientos, en otra pieza importante del engranaje de las relaciones entre los Estados. En el conjunto de las Islas Británicas, Inglaterra abarcaba las tierras inglesas propiamente dichas y el País de Gales, dominando en Irlanda tan sólo la zona alrededor de Dublín, el Pale, pues el resto del territorio irlandés estaba bajo el control de los señores locales; también, desde el fin de la guerra de los Cien Años y hasta 1559, le perteneció el enclave de Calais, situado en territorio francés. Al Norte, el Reino de Escocia, atrasado y un tanto aislado del desarrollo europeo, era independiente bajo el gobierno de la familia Estuardo, a menudo enfrentada a los soberanos ingleses por rivalidad geográfica y temores mutuos.
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Si el papel de Inglaterra no resultó quizá tan decisivo como el de Holanda en el comercio continental europeo (aunque tampoco es desdeñable), sin embargo, su participación en el comercio asiático y americano a lo largo del siglo XVII tuvo una gran magnitud. Este comercio se basó en el sistema de grandes compañías monopolistas privilegiadas por el Estado, el cual obtenía también jugosos beneficios económicos por su protección. El modelo no resultó estrictamente de nueva planta. En el siglo XVI surgieron ya compañías privilegiadas, aunque de menor entidad, que disfrutaron del monopolio de comerciar con ciertos productos en determinadas áreas. Entre ellas figuró la famosa compañía de los "Merchand Adventurers" o Comerciantes Aventureros. Siguiendo, pues, este modelo, surgió en 1600, con un capital inicial de 30.000 libras, la "East Indian Company" (Compañía Inglesa de las Indias Orientales), que, andando el tiempo, constituyó el principal instrumento de penetración del imperialismo británico en la India. Esta compañía constituyó uno de los principales exponentes del mercantilismo que rigió en la economía europea del siglo XVII, que se basó en gran medida en el intervencionismo proteccionista del Estado, atento al interés nacional, y en la explotación de un activo comercio de base colonial. La "East Indian Company" obtuvo, al igual que su homóloga holandesa, importantes bases de operaciones en el Extremo Oriente asiático, aunque en este caso en el subcontinente indio. Las más importantes fueron Madrás (1639), Bombay (1661) y Calcuta (1698). También tuvo una réplica para el comercio americano en la Compañía Inglesa de las indias Occidentales, que aprovechó las posibilidades abiertas mediante la consecución de colonias en la costa atlántica de América del Norte y en las Antillas (Jamaica, Barbados). Inglaterra participó en la configuración del modelo de economía colonial de plantación descrito para el caso holandés, que inundó el mercado europeo de productos coloniales y que tuvo una base esclavista. Practicó también activamente el comercio triangular entre Europa, África y América, uno de cuyos objetivos fue la trata negrera orientada a la venta de esclavos en este último Continente para su empleo en el trabajo de las plantaciones. La creación en 1672 de la Real Compañía Africana tuvo como efecto el aumento de la participación inglesa en el tráfico de esclavos. El principal escollo a superar por Inglaterra para el desarrollo de su comercio marítimo consistió en la competitividad de Holanda, cuya numerosa flota mercantil ofrecía fletes a precios irresistibles. Este hecho motivó la promulgación de un conjunto de medidas proteccionistas, en línea con la política económica de corte mercantilista, que reservaban todo el comercio de Inglaterra a los barcos y tripulaciones de este país. Se trata de las famosas "Actas de Navegación", cuya serie comenzó en el año 1651, siendo luego objeto de confirmación con ligeras modificaciones. Tales medidas representaban una política de mar cerrado que perjudicaba seriamente los intereses de comerciantes y navegantes holandeses. Holanda se erigió en defensora del principio de mar libre y las fricciones surgidas entre ambos países por motivos económicos desembocaron en tres guerras sucesivas (1652-1654, 1665-1667, 1672), la primera de las cuales siguió inmediatamente a la primera "Acta de Navegación". Después de estas guerras, Inglaterra asumió el protagonismo mantenido hasta entonces por Holanda, que pasó a un segundo plano. El liderazgo del comercio atlántico pasó a manos inglesas y el anterior sistema comercial, centrado en Amsterdam, dio paso a un sistema policéntrico, dominado por Londres, pero en el que participaban también otras grandes ciudades portuarias como Lisboa (relanzada a fines de siglo a causa del inicio de la explotación de las minas de oro del Brasil), Hamburgo, Burdeos y la propia Amsterdam.
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Los inicios del siglo XVII contemplaron en Inglaterra un cambio de dinastía. A la muerte de Isabel quedó proclamado como rey Jacobo I Estuardo (1603-1625), hijo de la que fuera controvertida reina de Escocia, Maria Estuardo, ajusticiada en suelo inglés con el beneplácito de Isabel, suceso que no impidió el acceso al trono de Inglaterra de su descendiente, que por entonces también poseía la Corona escocesa como Jacobo VI. El nuevo monarca aglutinaba así en su persona a las dos entidades territoriales, tan diferentes y frecuentemente enfrentadas entre sí, que a partir de estos momentos permanecerían teóricamente unidas aunque manteniendo cada una de ellas sus peculiaridades y plena autonomía, lo que supondría una nueva fuente de conflictos para las aspiraciones centralistas y unificadoras de la Monarquía. Jacobo I nunca fue un rey popular ni indiscutido, a pesar de que tanto él como luego su sucesor fueran bien recibidos en un principio. Sus rasgos personales, sus planteamientos ideológicos y sus actitudes grandilocuentes provocaron múltiples reacciones en su contra, dando lugar a un clima de tensión interna que fue fraguando los elementos revolucionarios que estallarían de forma violenta en el siguiente reinado. Motivaciones políticas, fiscales y religiosas serían principalmente las causantes de las fuertes oposiciones que pronto empezaron a surgir contra su figura, que se vieron aumentadas por las torpes decisiones de gobierno que el monarca puso en ejecución, contrarias muchas de ellas a las tradiciones inglesas y a lo que hasta entonces había sido práctica común de la anterior Monarquía de los Tudor. Educado en el protestantismo y teniendo la referencia católica de su progenitora, no obstante se volcó en la potenciación de la organización episcopal de la Iglesia anglicana, pues la estructura jerárquica de ésta le pareció la más idónea para fortalecer el absolutismo monárquico de que era partidario. De esta manera, los católicos vieron frustradas las ilusiones que habían depositado en la llegada del rey Estuardo; los puritanos, que rechazaban el episcopalismo y que se mostraban más próximos a las formulaciones presbiterianas, siguieron manteniendo sus críticas al autoritarismo de los obispos y al poder que los utilizaba en su propio beneficio; los defensores del parlamentarismo vieron con temor la decidida inclinación real al más puro absolutismo y a la práctica de gobernar al margen de la institución representativa, apoyándose en un restringido círculo de favoritos y recurriendo a una serie de arbitrios extraordinarios sin contar con la debida autorización del Parlamento, lo que suponía un fuerte revés al derecho de control fiscal que éste tenía como una de sus prerrogativas esenciales. La política exterior que llevó a cabo tampoco le granjeó la simpatía popular ni la confianza de los grupos burgueses reformados. No quiso participar en la alianza contra la Casa de los Austrias y realizó un claro acercamiento a España, pretendiendo el casamiento, que estuvo a punto de celebrarse, del heredero inglés, Carlos, con la infanta María, hermana de Felipe IV; fracasado este intento no dudó en concertar un nuevo compromiso, que sí se efectuaría, entre su hijo Carlos y otra princesa católica, en este caso Enriqueta de Francia, hija de Enrique IV, aumentando así el malestar de muchos ingleses que no aceptaban este cambio en las relaciones exteriores que suponía la alianza con los católicos. La primera manifestación clara y rotunda de la animosidad contra el monarca fue la llamada Conspiración de la pólvora en 1605, cuando un grupo de exaltados católicos planearon volar el Parlamento con el rey en su interior. Abortado el complot, la reacción regia fue la de exigir a los católicos un juramento por el que tenían que rechazar la intromisión del Pontífice de Roma en los asuntos internos del Reino, negándole sobre todo la posibilidad de deponer a los reyes y la de eliminar la obligación de los súbditos de mostrar obediencia a su soberano. Respecto a los puritanos Jacobo I continuó la persecución contra ellos, dado que por el rechazo que tenían hacia la jerarquía eclesiástica y por sus tendencias democráticas y republicanas constituían un manifiesto peligro para los afanes absolutistas tan queridos por el monarca. Numerosos puritanos se vieron obligados a huir, marchándose hacia las lejanas tierras de América del Norte, en donde se establecieron con la esperanza de formar comunidades organizadas según sus presupuestos político-religiosos. La oposición de los parlamentarios se mostró también muy palpable ante las maneras de gobierno que se estaban dando, concretadas en la excesiva influencia de los favoritos del monarca, cuya evidencia más destacada era la figura del recién nombrado duque de Buckingham; en las prácticas abusivas de los altos funcionarios y consejeros regios, y en la malversación de los fondos públicos realizada por éstos. Cuantas veces fue convocado, el Parlamento dio repetidas muestras del descontento imperante, lo que llevaba invariablemente a su disolución una y otra vez. Así las cosas, aunque no ocurrieron sucesos trascendentales para los destinos de la Monarquía durante el reinado de Jacobo I, quedaron echadas las bases sobre las que se asentarían los graves acontecimientos que se iban a producir en el de su sucesor, tanto más cuanto que la actuación de éste no haría sino profundizar las grandes divergencias que se habían creado entre el rey y el Reino. Carlos I (1625-1649) subió al trono en un ambiente favorable a su persona, aunque muy pronto los problemas de fondo (políticos, fiscales, religiosos) que se hallaban presentes desde años atrás comenzaron a minar el prestigio de la Monarquía. Partidario del mantenimiento de la organización anglicana de la Iglesia oficial, continuó prestándole un decidido apoyo a la vez que no admitió la exaltación del catolicismo, a pesar de que contrajo matrimonio con la princesa católica Enriqueta de Francia, y rechazaba las pretensiones antijerárquicas de los presbiterianos y de los grupos independientes del puritanismo. El encargado de llevar a cabo la política religiosa deseada por la Corona fue Laud, arzobispo de Canterbury, auténtico hombre fuerte en materia eclesiástica, que actuó de forma decidida y dura para imponer a todos el sometimiento a la autoridad espiritual del monarca y a la de los obispos que sostenían la estructura absolutista deseada por los Estuardos. La medida que más consecuencias importantes iba a traer fue la de querer introducir en Escocia el "Prayer Book", el libro de oraciones inglés, decisión a la que los presbiterianos escoceses se opusieron enérgicamente hasta el punto de expulsar a los delegados anglicanos que fueron hasta allí, llegando a formar una liga (covenant) con el objetivo fundamental de defender su credo religioso. El inicio de las hostilidades estaba servido, como se puso de manifiesto en la lucha que a continuación se originó, a la que Carlos I tuvo que poner fin aceptando la paz de Berwick (1639) sin haber logrado sus pretensiones de uniformidad religiosa. Pero el rey no cesó en su empeño y quiso continuar adelante con su política pro-anglicana, convocando para ello al Parlamento con la esperanza de que le fueran otorgados los recursos necesarios para lanzar la guerra contra los rebeldes escoceses. Sus deseos no se vieron cumplidos y ante la negativa recibida disolvió rápidamente el Parlamento (1640). El enfrentamiento entre el monarca y el Parlamento no había dejado de existir desde los inicios del reinado. El que se reunió en 1625, tras aprobar una ayuda para hacer frente a los gastos de la guerra contra España, producto de la presión anti-católica de nuevo imperante, fue pronto disuelto al presentar los diputados una serie de quejas por las arbitrariedades de la Corona. Al año siguiente ocurrió algo parecido ante las críticas de los parlamentarios hacia la figura del favorito real Buckingham, situación que se volvería a repetir en 1629, esta vez con mayores consecuencias pues, teniendo en cuenta las continuas dificultades que se le presentaban cada vez que convocaba al Parlamento, el rey decidió prescindir en la medida de lo posible de la Asamblea pasando a gobernar sin su colaboración durante una década aproximadamente, hasta que finalmente no tuvo más remedio que volver a reunirlo con el objetivo de buscar el auxilio ya mencionado para combatir a los presbiterianos escoceses, formándose así el llamado Parlamento corto de 1640, que de inmediato sería disuelto. Por entonces, desde hacía ya algunos años, la pieza clave en la maquinaria gubernativa era el conde de Strafford, ejecutor de la política absolutista de la Monarquía, quien fue el encargado de lanzar el ataque contra los sublevados de Escocia, decisión que se adoptó a pesar del rechazo del Parlamento y que iba a desencadenar toda la serie de acontecimientos que a la postre tan graves serían para la Corona.
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Los ingleses utilizan el término "perpendicular style" para definir la arquitectura que se hace en su país entre 1335 y 1485. No quiere decir que entonces desaparezca la tradición gótica, sino que se prolonga en el período Tudor hasta bien avanzado el siglo XVI, incorporando elementos procedentes del renacimiento que, de todos modos, no se adaptan por completo al lenguaje propio hasta fechas próximas al 1600.Aun simplificando en exceso puede decirse que el nombre de perpendicular conviene a la arquitectura inglesa de este período por el hecho de conceder un predominio a la línea recta y perpendicular al suelo en las tracerías de ventanas, que en otros lugares se complican con curvas y contracurvas con el fin de obtener un cierto efecto de severidad contraria a la previa marcha que la arquitectura había llevado en el país. Al mismo tiempo, se tiende a proporcionar una gran luz al interior de los edificios, favoreciendo las estructuras diáfanas de enormes ventanales. Como contraste, las cubiertas de estos edificios se cubren con bóvedas de una enorme complejidad entre las que están las llamadas en abanico (fan vaulting) típicamente inglesas. En muchos casos, las bóvedas se hacen de madera, en vez de piedra, que plantean menos problemas tectónicos. Algunos creen que este período es el más personal e interesante del gótico inglés.Por otra parte, al margen de que los estudiosos han marcado etapas en su evolución, se detecta una actividad constructiva muy amplia en el tiempo que va desde su inicio hasta comienzos del siglo XV, para hablar de una etapa siguiente menos activa, consecuencia de la difícil situación que atraviesa el país, para volver a un relanzamiento a fines del XV que enlaza con el Tudor.Aunque los orígenes del perpendicular se quieren situar en Londres o lugares cercanos, es difícil ser muy firmes en ello, porque únicamente se trabaja con referencias a dibujos, debido al antiguo incendio que prácticamente destruyó el centro de la capital. De lo que no hay duda es de la importancia de Gloucester en el proceso. La entonces abadía acogió el cuerpo del rey Eduardo Il asesinado en 1327, pese a presiones políticas en contra. El curso de los acontecimientos, que llevó finalmente al trono a su hijo Eduardo III, resultó altamente beneficioso para el lugar. El nuevo rey favoreció claramente a la abadía, que inició nuevas construcciones. Entre ellas, remodeló totalmente la cabecera elevándola por encima de la nave y abriendo grandes ventanales en la zona alta (1337-1367). Sobre todo destaca el muro oriental completamente vacío y luego cerrado con un inmenso ventanal de severa traza que se cubrió con vidrieras, proporcionando mucha luz a toda la capilla. Finalmente, se volteó una bóveda de extraordinaria complejidad de diseño, multiplicidad de nervios y adornos escultóricos importantes incorporados a ellos. Poco tiempo después era el claustro la nueva empresa. Se trata de una obra delirante donde el contraste con bóvedas de abanico muy abiertas que dejan entre ellas rombos que a su vez se cubren con una superficial trama de líneas. En conjunto, las bóvedas son muy planas, más de lo que parecería normal.Entre 1360 y 1400 trabaja Henry Yeveley que para algunos es el más importante de los arquitectos ingleses del período. Existe bastante documentación sobre él. En 1357 trabajaba al servicio del Príncipe Negro, lo cual quiere decir que estaba muy cerca de la monarquía. No es el único del que existe mención y obras. Se ha creído que cuando en 1378 el obispo de Canterbury, Sudbury, decide derribar las naves antiguas de la catedral y levantar otras nuevas confía el proyecto a Yeveley, aunque esto no está documentado. La muerte del obispo paró la obra que se continuará ya en los años noventa. Interiormente es una construcción de grandes dimensiones, donde la diferencia de altura entre las naves es pequeña, lo que no impide la existencia de dos pisos en la nave central por encima de las arquerías de separación. La cubierta es relativamente simple, comparada con ejemplos anteriores. También intervino en obras menores en Westminster.Durante esta época se llevaron a cabo otras obras de menor empeño y gran efecto, utilizando el sistema comentado de grandes ventanales, escasas curvas, líneas verticales y bóvedas de cierta complejidad. Como se decía antes, muchas veces la bóveda se hizo de madera destacando algunos maestros en este tipo de trabajo, como sucede en la colegiata de Arundel en la que parece haber intervenido Yeveley y que cubre la nave de su cabecera con una de estas construcciones de madera muy compleja, obra de Hugh Herland (hacia 1380). Entre las construcciones destacan con frecuencia ciertas cabeceras dedicadas a la Virgen (lady Chapel), como en la Christ Church, hacia 1395. Más adelante, es excelente St. Mary's Church, en Warwick. Entre las grandes fachadas del período destaca Beverley Minster (h. 1400-1430).Comparable a la remodelación de Canterbury es la de las naves de la catedral de Winchester que dirige en el paso de siglo William Wynford.En las ciudades universitarias de Oxford y Cambridge menudean también las construcciones de distinta índole, incluyendo iglesias parroquiales, colleges, etc. La Divinity School de Oxford es una de estas construcciones ornamentadas. Pero la obra maestra y una de las máximas del gótico inglés es la King's College Chapel. La primera campaña transcurre entre 1443 y 1461. Las cubiertas serán bastante posteriores, de la época Tudor. También es entonces cuando se cubre con vidrieras que constituyen uno de los conjuntos más importantes hoy conservados en Inglaterra. Se supone que el principal arquitecto responsable fue Reginald Ely. Forma parte de una de estas instituciones de enseñanza promocionadas por el rey. Es un larguísimo rectángulo con cabecera rectangular no destacada de ninguna manera. Los enormes contrafuertes que jalonan la nave sirven de cobijo a capillas de escasa profundidad y altura. Por encima de ellas se abren unos gigantescos ventanales que alcanzan el inicio de las bóvedas. Estas grandes aberturas lumínicas se hacen aún mayores en la cabecera y los pies. Así concebida es un espacio muy luminoso, que se percibe en su totalidad desde los pies (al margen de la molesta construcción posterior del órgano). La fuerte impresión visual que se recibe al entrar se convierte en estupefacción al levantar la vista hacia el abovedamiento prodigioso algo posterior.En esta línea de obras destacadas en las que la cubierta produce el mismo asombro renovado estaría la capilla de San Jorge en Windsor Castle (Castillo-Palacio de Windsor), también abovedada ya en el siglo XVI por William Vertue. Finalmente, con posterioridad a la etapa perpendicular, Enrique VI abre en la cabecera de la abadía de Westminster una nueva capilla funeraria para él y la reina, sobria relativamente en el exterior y transfigurada en el interior por las bóvedas de pinjantes de grandes dimensiones.
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No existe en Inglaterra una correspondencia entre la sobresaliente arquitectura y la escultura. Es evidente que las destrucciones que este último campo sufrió como consecuencia de la reforma anglicana con Enrique VIII, de tono muy iconoclasta, y otros factores similares, mermaron grandemente este patrimonio. Lo que aún resta es suficiente para que se aprecie la variedad, pero se asegure que lo que falta no cambiaría el juicio que hoy podemos emitir.Aún quedan fachadas de gran volumen de Exeter y aún más de la catedral de Lincoln (hacia 1360-1365) que marcan las limitaciones de la escultura monumental. Destaca, sin embargo, un tipo de fabricación con arraigó anterior: los yacentes de tumbas en cobre dorado. En la catedral de Canterbury se encuentra en lugar preferente de la cabecera el sepulcro del famoso Príncipe Negro. Es una obra algo dura, donde se ha prestado mayor interés a la armadura que al cuerpo, tal vez como corresponde al que fue maestro en el arte de la guerra casi hasta su muerte. Algo posterior es la tumba de Eduardo III, esta vez en Westminster, y llevada a cabo en 1386. En este caso se ha prestado mucha atención al rostro, extremadamente cuidado en los menores detalles, aunque persiste esta dureza aquí más aristada. Pese a las diferencias, se ha sugerido que ambas podrían ser del mismo anónimo artista.Estamos mucho mejor informados acerca del monumento funerario del rey Ricardo II, seguramente por el empeño que él mismo tuvo en el proyecto. Henry Yeveley, el ya citado arquitecto, y Stephen Lote, se encargaron del proyecto. Nicolás Broker y Godfrey Prest fueron los que realizaron las esculturas y su fundición. Los yacentes del rey y su esposa Ana de Bohemia, ocho ángeles y doce plorantes tuvieron que vaciarse. La obra fue muy costosa y en ella se trabajaba en 1397. La cabeza de rey es un auténtico retrato.Los obispos prefirieron otro material, el alabastro. Courtenay, arzobispo de Canterbury, se enterró allí en 1397-1400. Pero tal vez el empeño más interesante lo protagoniza William de Wyckeham, obispo de Winchester. No se trata únicamente del sarcófago, sino de una pequeña cámara, aislada en el interior del lado de la epístola de la nave central de la catedral, que sirve como de guarda del sepulcro propiamente dicho. No es el único caso en que esto sucede en Inglaterra. El yacente es una buena escultura, pero la cama del sepulcro se enriquece además con ángeles en la cabecera y con canónigos orantes a los pies. No son sólo los obispos quienes prefieren el alabastro. Entre 1410 y 1420 el rey Enrique IV y su esposa Juana se entierran en un monumento del mismo material en Canterbury.La abundancia de alabastro utilizado en obras mayores, va a facilitar la aparición de unos talleres, sobre todo en Nottingham, donde se comienzan a fabricar pequeñas piezas en relieve que componen retablos con tres, cuatro y hasta nueve o más tablas, labradas con escaso detalle, corto tiempo y aprovechando la blandura del material. Ya a fines del siglo XIV la producción debía ser abundante. Tal vez en el siguiente se abren otros focos en Londres. La cuestión es que el éxito obtenido va en detrimento de la calidad, pero aumenta la cantidad. La difusión traspasa ampliamente las fronteras inglesas. Se exporta a toda Europa.Las piezas son reconocibles, porque, con las diferencias propias de cada grupo de escultores, siguen pautas comunes: pequeño tamaño de cada pieza (también hay esculturas exentas), figuras con cabeza grande en la que se abultan los ojos y que requieren de la pintura final para que los rasgos queden realzados, fondos a veces pintados, pero punteados con circulillos de yeso dorado luego. Se obtienen bellos efectos con procedimientos sumarios. De este modo, un país que estaba en escultura más en situación de recibir que de dar invade las costas europeas, incluso las de lugares tan importantes como Francia y llega hasta Islandia. Esta dispersión y la reforma del XVI llevaron a que durante un tiempo para estudiar estos alabastros hubiera que salir de Inglaterra, pero hace bastantes años que se han intentado recoger ejemplares en Europa y hoy en día la más amplia colección se exhibe en el museo Victoria y Albert de Londres.En España, como en el resto de Europa, se importaron masivamente. Muchos han vuelto a la isla que los produjo. Entre, los más importantes está el dedicado a Santiago y conservado en Compostela. En parte, la razón de su interés reside en que es una pieza de encargo (el rector de Chale en la isla de Wight, el peregrino John Goodyear) explícitamente y que sabemos que se entregó en 1456, aunque hay muy pocos datos que permitan establecer una cronología firme.Un último capítulo interesante y en ocasiones de una ejecución técnica de buen nivel, pese al lugar donde figura la talla, es la decoración de las sillerías de coro. Desde la de la catedral de Lincoln (hacia 1380) o del New College de Oxford (hacia 1386-1395), hasta la de Ripon (1489-1494), completas o fragmentadas, Inglaterra conserva uno de los mejores conjuntos de esta clase.
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En los primeros años después de la guerra los artistas que más influyen en Inglaterra son dos escultores: Henry Moore (1898-1986) y Barbara Hepworth (1903-1975); los dos trabajan en formas suaves, redondeadas de volúmenes sensuales, plenos y lisos. Son los años en los que la vanguardia se entroniza y ambos reciben grandes encargos públicos.El realismo tenía una larga tradición en Inglaterra, que ahora se manifiesta de nuevo. Los Pintores del fregadero (The Kitchen Sink School), son un grupo de artistas británicos que trabajan en la posguerra, en torno a John Bratby (1928) como figura central y en el que estaban Derrick Greaves (1927), Edward Middleditch (1923) y Jack Smith (1928). Coinciden en algunos temas con la pintura de Antonio López y los realistas madrileños y están inspirados por la pintura del italiano Guttuso. El nombre se lo dio el crítico David Sylvester, en un artículo de prensa, y el soporte ideológico lo aportó otro crítico, el izquierdista John Berger, que organizó varias exposiciones, como Looking forward (Mirando hacia delante) en 1952 en la Whitechapel Art Gallery. La consagración les llegó en 1956, cuando representaron a Gran Bretaña en la Bienal de Venecia; pero hacia 1960 casi nadie se acordaba de ellos.Los temas de sus cuadros eran cotidianos y formaban parte de un interés general en la novela y el cine que se da en Inglaterra por estos años (en Europa, mejor) por la vida diaria del pueblo. Su cocina era aquella en la que "gente normal guisa comida normal y vive sus vidas normales sin dudas"; un inventario de comidas, bebidas, cacharros de cocina y otras intimidades como los pañales de los niños puestos a secar. Es decir, un repertorio de temas que vamos a encontrar muy pronto en el arte pop, hecho por artistas formados también, como aquellos, en el Royal College of Art, uno de los semilleros del pop inglés. Sin embargo, las coincidencias terminan ahí. A los pintores del fregadero les sobraba la carga ideológica para dar el paso. La poca incidencia de los pintores del fregadero se suele atribuir al aislamiento geográfico e ideológico de Inglaterra y, sobre todo, a la incapacidad por parte de estos realistas de poner de acuerdo temas y medios plásticos. Lo mismo que les pasó a los franceses y a españoles como los de Estampa Popular.Pero el pintor más importante que sale de Inglaterra en estos años es, en cierto modo, una excepción: Francis Bacon.
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No será hasta la versátil y polifacética actividad de Iñigo Jones, que corresponde fundamentalmente a la primera mitad del siglo XVII, cuando sea lícito hablar, en el caso de Inglaterra, de un desarrollo arquitectónico coherente planteado en coordenadas clasicistas. En efecto, durante el siglo XVI y, sobre todo, tras la Reforma anglicana, Inglaterra va a hacer buena su condición de insularidad, permaneciendo, en general, al margen de la nueva cultura renacentista. En este sentido, el lustro escaso del reinado de María Tudor -casada con Felipe II de España- en la sexta década de la centuria, resultó demasiado breve para cualquier logro efectivo desde el punto de vista artístico; por el contrario, la reacción anglicana producida durante el reinado de Isabel I, que abarca prácticamente la segunda mitad del quinientos, supuso la interrupción casi total de los contactos con Europa. De este modo, el interés mostrado por la plástica del Quattrocento florentino, con Pietro Torrigiano y su capítulo de escultura funeraria para la propia casa real inglesa en la segunda década del siglo XVI, va a quedar como un episodio muy importante en si mismo, pero sin una efectiva continuidad clasicista, o más bien ésta deberá refugiarse en la retratística de Holbein el Joven, en las coordenadas de una voluntad regia en pro de prestigio y diferenciación. Respecto al hecho arquitectónico, podemos considerar una primera etapa correspondiente al reinado de Enrique VIII (1509-1547), en que lo verdaderamente significativo es una revitalización del Gótico que, además, adquiere una cierta dimensión nacionalista; se trata de una depuración de la última facies del gótico inglés conocida como Tudor style -se valorarán sus soluciones constructivas y estructurales-, que admite escasas incorporaciones clasicistas. El mecenazgo real es ahora clave y los hitos más importantes son Sutton Palace (iniciado en 1523), el desaparecido Palacio Real de Nonsuch (iniciado en 1530) y, sobre todo, Hampton Court Palace que, iniciado por el cardenal Wolsey en 1514, es transferido en 1529 a Enrique VIII, que continúa las obras hasta 1540. Sus dependencias quedan distribuidas en torno a varios patios, según la tradicional y dispersa planificación de origen monástico que, en la distribución de sus diversos pabellones, habían seguido las universidades de Oxford y Cambridge; en un conjunto fundamentalmente gótico, encuentran su acomodo, sin embargo, una serie de terracotas italianas de Giovanni da Maiano (1521) y el casetonado del Great Hall (1531-1536) que, no obstante su intención a lo romano, es una excelente muestra de carpintería tardogótica, similar a la del llamado Gabinete Wolsey en el mismo palacio. El período isabelino va a caracterizarse por el eclecticismo de su arquitectura que, tras lo comentado respecto a la etapa anterior, no resulta nada extraño. Consecuencia de la radical oposición a la política y al predominio moral de la Iglesia romana y de la cultura italiana, era lógico que se recurriera al lenguaje gótico, máxime teniendo en cuenta la nueva organización fraccionada y corporativa respecto a la praxis arquitectónica, no obstante diversa del sistema profesional medieval. Cada master bajo control general de un surveyor y la administración de un comptroller, realizaba su labor específica con cierta independencia, sobre todo a la hora de buscar inspiración. Por otra parte, y al contrario que Alemania o los Países Bajos, Inglaterra sí disfrutó de una continuada estabilidad política bajo los Tudor que, por su parte, promovieron una nueva aristocracia -enriquecida con los bienes de la reciente desamortización eclesiástica y mediante el comercio- que ahora, en la segunda mitad del siglo, construye su vivienda como clase ya consolidada. Más que el mecenazgo real o el de la Iglesia anglicana, será esta nueva clase aristocrática la que conduzca el proceso de renovación de la arquitectura inglesa, mediante la construcción de una serie de residencias, algunas en torno a Londres pero, en general, en pleno campo; son las prodigy Houses isabelinas, a las que hay que asociar la figura del noble diletante de la arquitectura directamente implicado en el proyecto de su propia vivienda. Al trasfondo gótico y a la concepción laica del hecho arquitectónico, en cuanto a comitentes y organización profesional, hay que añadir los influjos o presupuestos clasicistas que concurren en ese ecléctico proceso de renovación señalado. Los últimos son, en general, de recepción indirecta, de Francia o derivados de modelos de los tratados de Vredeman de Vries o Wendel Dietterlin. Sintomático en todos los sentidos es que Serlio, aunque conocido mucho antes, no fuese traducido al inglés hasta 1611 y que se hiciese del holandés y no del original italiano. La otra base teórica fundamental es Vitruvio, que sí fue objeto de estudio y de traducción-interpretación por parte de John Shute, cuyo tratado (The First and Chief Grounches of Architecture. Londres, 1563), es el primero en lengua inglesa, a la que incorpora precisamente los términos arquitecto y arquitectura inexistentes en aquélla. Tras la muerte de Enrique VIII, y a partir de que el Lord Protector Somerset se interesara por los modelos franceses para la construcción de su desaparecida residencia, una cierta moda en esta línea se impone en la arquitectura inglesa. De ello es buen ejemplo la Burghley House, iniciada en 1556, en el pabellón de cuyo patio -aunque obra ya de 1585- son claros los ecos del Frontispicio de Anet. Con Longleat House, que adquiere el valor de un prototipo, se inicia verdaderamente el ciclo de las prodigy Houses isabelinas; lo que hoy se conserva data, al parecer, de la construcción de 1573 sobre estructuras anteriores. Con planta inspirada en el castillo serliano de Ancy-le-Franc, sus arquitectos Allen Maynard y Robert Smythson plantean un volumen compacto, alejado de la tradicional dispersión planimétrica inglesa, donde la superposición de los órdenes clásicos queda supeditada a la continuidad de los amplios vanos; los remates son de directa inspiración flamenca, a través de los grabados de V. de Vries. El proceso se continúa, no estando reñida su vocación funcionalista con ciertas citas eruditas, como el descontextualizado orden gigante de la Kirby Hall (1570-1572), para culminar en la Hardwick Hall (1590-1596), donde Robert Smythson (hacia 1536-1614) depura su propio eclecticismo, quedándose con la esencialidad de los propios elementos lingüísticos, reducidos al puro juego de los volúmenes y de los huecos. Un paso más se da con la Hatfield House (1608-1612), que debemos considerar más bien como el justo prólogo de la actividad de Iñigo Jones, que ya labora en este edificio.
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Los alemanes habían planeado una guerra europea que ganaron al rendirse Francia. Es razonable creer que Hitler pensó que, después del armisticio francés y el angustioso reembarque de Dunkerque, Inglaterra se desentendería de los asuntos continentales y le dejaría las manos libres para atacar a la URSS, que tanto incomodaba a los conservadores británicos. Pero no fue así y el Gobierno de Londres rechazó cualquier trato y manifestó que continuaría la guerra utilizando los recursos del Imperio. Los alemanes se vieron así inmersos en un conflicto mundial para el que no se habían preparado. Sin embargo, durante un tiempo, la guerra fue solamente europea y estuvo presidida por la posibilidad de un desembarco alemán en Gran Bretaña, cuya población mostraba una gran moral de resistencia. Churchill, primer ministro desde mayo, dijo entonces: "Lucharemos en las playas, lucharemos en los lugares de aterrizaje, lucharemos en los campos y las calles, lucharemos en las montañas. Jamás nos rendiremos". El Ejército y la aviación alemanas estaban en plena forma, pero no la Marina, que había sido bastante dañada por los ingleses durante la campaña de Escandinavia. El Ejército británico estaba quebrantado desde el desastre de Francia, contaba con sólo 500 cañones y 200 carros para los 300.000 soldados, que fueron rápidamente incrementados con la Home Guard. La RAF estaba en buen estado y contaba con un programa de construcciones capaz de superar el déficit respecto a Alemania. La Royal Navy era más que suficiente para desbaratar cualquier intento de invasión y organizó la Auxiliary Patrol que vigilaba directamente las costas, y la Striking Force de 36 destructores, destinados a asestar el primer golpe mientras el núcleo principal, la poderosa Home Fleet, se organizaba para presentar batalla. Hitler, confiado en alcanzar un pacto con el Gobierno de Londres, hasta el 2 de julio de 1940 no ordenó preparar un plan de invasión, la Operación León Marino, prevista para mediados de agosto y organizada en dos oleadas sucesivas sobre cuatro playas entre Folkestone y Selsey. Las 3.500 embarcaciones de todo tipo que se consideraban necesarias no podían reunirse en tan escaso tiempo, con el problema añadido de que las tropas carecían de instrucción para el transporte marítimo y operaciones de desembarco. Los generales desconfiaban de la capacidad de su propia marina y aviación para garantizar la travesía en el momento en que la Royal Navy atacara los convoyes. Los almirantes hacían ver la imposibilidad de cruzar el Canal sin tener superioridad aérea y, en cambio, Goering aseguraba que la Lufwaffe estaba en condiciones de contrarrestrar a la Royal Navy y de ahuyentar a la RAF. Los altos mandos de la Marina y el Ejército insistieron en efectuar una ofensiva aérea preliminar, a fin de comprobar que la superioridad alemana era cierta. León Marino, prevista para el 3 de septiembre, se aplazó hasta el 29 y luego quedó en espera de los resultados que obtuviera la aviación.
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Nueve siglos antes, Inglaterra había sufrido su última invasión y, ante la marea alemana, se preparó para resistir. Quizá el mejor ejemplo del espíritu de aquellos días lo expresaba la oratoria de Churchill, primer ministro desde mayo: "Lucharemos en las playas, lucharemos en los lugares de aterrizaje, lucharemos en los campos y las calles, lucharemos en las montañas. Jamás nos rendiremos". El categórico rechazo a cualquier trato con Hitler y a cualquier claudicación coincidió con un deseo de continuar la lucha, apelando a los recursos de las colonias. Sin saberlo, los alemanes que habían iniciado una guerra europea, se vieron en un conflicto mundial para el que no estaban preparados. Hitler y los generales habían planeado una conflagración continental, en el teatro de la expansión alemana del siglo XIX y Primera Guerra Mundial. La actitud inglesa desbordó ese marco y los alemanes se vieron enfrentados al reto de dominar el mundo. Ese era, para ellos, un objetivo imposible. Para los ingleses, un pacto habría supuesto la devolución a Alemania de las colonias perdidas en 1918 y su entrada en el universo colonial que la política imperial no estaba dispuesta a consentir. Pero a corto plazo, la guerra parecía ser sólo europea y los ingleses estaban convencidos de que la invasión se intentaría por vía marítima, que era la más fácil. La flota alemana había salido quebrantada de la campaña escandinava y el Almirantazgo no temía ese reto. Había un buen programa de construcciones aéreas en marcha, y aunque la Aviación era todavía deficitaria, unida a la Marina se mostraba capaz de detener cualquier aventura naval enemiga. Y como los efectivos terrestres eran los trescientos y pico mil soldados evacuados de Francia, con sólo 500 cañones y 200 carros, se complementaron con la Home Guard, una reunión heterogénea de ciudadanos, armados y encuadrados a toda prisa, pero con seriedad. Las fuerzas navales organizaron una Striking Foice de 36 destructores para oponerse a la primera fuerza de invasión, y la Auxiliary Patrol para vigilar directamente las costas, porque la Horne Fleet, la verdadera fuerza de batalla, necesitaba veinticuatro horas para entrar en acción. El peligro no era tan inmediato como parecía. Los alemanes carecían de planes de desembarco y Hitler esperaba que la derrota continental conduciría a los ingleses a pactar. Hasta el 2 de julio de 1940 no ordenó iniciar el estudio de un plan de invasión que se llamó Operación León Marino. Su preparación fue tan ligera que, el 15 del mismo mes, Hitler dispuso que todo estuviera listo para mediados de agosto. El plan preveía dos oleadas sucesivas sobre cuatro playas entre Folkestone y Selsey, con 3.500 embarcaciones de todo tipo que era imposible reunir en tan poco tiempo. Es difícil creer que el meticuloso mando militar alemán creyera seriamente en una operación así improvisada, que más bien parecía un gigantesco gesto teatral de Hitler para atemorizar a los ingleses y obligarles a pactar. Los almirantes alemanes hicieron ver la imposibilidad de cruzar el Canal sin tener superioridad aérea y León Marino se retrasó. Cuando, a mediados de septiembre, se comprobó que el cielo estaba dominado por los ingleses, se pospuso nuevamente. Hitler decidió entonces que lo primordial era invadir Rusia y sólo se lucharía contra Inglaterra mediante submarinos y aviones para destruir su moral y su economía. Al pensamiento estratégico prusiano le era más familiar una campaña continental contra Rusia que la complicada invasión marítima ajena a sus tradiciones. De modo que el objetivo principal pasó a ser el futuro frente del Este. La fecha de León Marino estaba marcada para el 3 de septiembre. Se dilató hasta el 29 y, por fin, fue aplazada indefinidamente. El León Marino se ahogó sin tocar el mar. El 17 de agosto de 1940 Hitler declaró el bloqueo total a Inglaterra, como un recuerdo de la estrategia que ya había fallado en la Primera Guerra Mundial. A principios de septiembre se hundieron buques de todas las marinas beligerantes, mientras Hitler pensaba en un bloqueo con tres procedimientos: la acción submarina, las incursiones de la flota de superficie y el bombardeo con aviones que se adentraran en el mar. El hundimiento, sin previo, aviso del paquebote Athenia con 1.400 pasajeros a bordo hizo recordar el asunto del Lusitania en la guerra anterior. El submarino alemán U-30 lo había torpedeado y 28 pasajeros norteamericanos encontraron la muerte. Ante la protesta diplomática, la Marina alemana negó el hecho. La propaganda de Göebbels llegó a decir que el Almirantazgo inglés había hundido el Athenia para acusar al Reich. En estas primeras escaramuzas los alemanes lograron una baza que habían intentado en vano durante la Primera Guerra Mundial. Scapa Flow era una de las principales bases de la flota inglesa. Situada en las Orcadas, estaba defendida por un completo sistema de minas y redes metálicas Un espía, instalado años atrás en la zona, había descubierto un punto débil en la defensa, cuando una red antisubmarina fue levantada para reparaciones. Guiado por sus noticias, el U-47, mandado por el ober leutenant Prien, penetró en la rada y torpedeó al acorazado Royal Oak y el crucero Repulse, los hundió y abandonó la base entre el desconcierto de las defensas. En el aparato propagandístico del Reich había lugar para la nostalgia. Durante la Primera Guerra Mundial, buques corsarios alemanes atacaron las comunicaciones imperiales inglesas y se intentó recordarlos. Cuando la guerra estalló, el acorazado de bolsillo Admiral Graf Spee navegaba, con guardiamarinas a bordo, en un viaje de prácticas. Situado en el Atlántico sur, inició una campaña devastadora para el comercio británico que, en dos meses hundió 9 buques y casi 50.000 toneladas. A principios de diciembre necesitó aproximarse a la costa uruguaya en busca de petróleo y suministros, porque sus buques auxiliares estaban controlados por los ingleses. El día 13 tomó contacto con tres cruceros enemigos, Exeter, Achilles y Ajax, y trabó combate. Obligado a refugiarse en Montevideo, con poco combustible y dañado por dos impactos del Exeter, el comandante alemán pidió quince días de asilo para reparar. Por presiones inglesas sólo consiguió uno y prefirió volar el buque, tras salvar a la tripulación, antes que ser capturado. Más tiempo pudo operar el Atlantis, un buque mercante, dotado de cañones, torpedos, minas y hasta un pequeño hidroavión. Había sido preparado expresamente para actuar como corsario, al mando de un marino de guerra y con todos los medios precisos para hacerse pasar por otros barcos. Desde su base de Noruega iniciaba viajes programados para unos veinte meses, cortando la ruta del cabo de Buena Esperanza. El abastecimiento se hacía mediante submarinos en alta mar, y el Atlantis navegó y cobró 22 presas hasta ser interceptado por los ingleses en septiembre de 1941. La lucha por las comunicaciones marítimas inglesas vino determinada por el estado inicial de ambas flotas. Cuando la guerra estalló, Alemania contaba con 50 submarinos costeros y 65 oceánicos e Inglaterra con 38 submarinos y 66 buques de escolta. Mientras en la Primera Guerra Mundial, la construcción submarina alemana fue lenta, desde 1939 se aceleró. Los ingleses, por su parte, planificaron concienzudamente la defensa. A principios de 1940 se estableció que los buques autónomos y rápidos se desviaran al norte para evitar a los aviones alemanes. Los convoyes se aproximaron a la costa por un canal delimitado y controlado por la Aviación británica. Además se instalaron armas antiaéreas a bordo de los mercantes. La flota alemana de superficie carecía de potencia para intentar un dominio efectivo y la verdadera "batalla del Atlántico" no se inició hasta que, en marzo de 1941, la construcción naval alemana botó gran número de nuevos submarinos que compensaron las pérdidas sufridas hasta entonces. El duelo naval se concretó entre británicos e italianos. Estos contaban con una gran flota compuesta por 8 acorazados, 26 cruceros ligeros, 61 destructores, 120 submarinos y muchas embarcaciones menores. Pero ni su voluntad ni sus medios técnicos podían compararse a los ingleses. Las batallas de Punto Stilo (julio) y Cabo Taulada (noviembre) demostraron, antes de finalizar 1940, que Italia no contaba como potencia naval. En lo sucesivo, sus buques se dedicaron a tareas menores como mantener precariamente las rutas de Sicilia a Libia, y a atacar, con poco éxito, los convoyes de Gibraltar. El verano de 1940 estrenó una denodada lucha en el aire. Su origen no fue un plan previsto, sino la necesidad de preparar la operación León Marino. El Mando alemán pensaba que el dominio del aire era una condición precisa para cualquier operación naval, sobre todo desde que la campaña noruega había demostrado la vulnerabilidad aérea de los grandes barcos. En principio, la Luftwaffe parecía muy superior a la RAF, y el mando alemán actuó confiado.
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La actividad agraria en Inglaterra y Holanda siguió una línea de evolución diferente a la del resto del Continente. En estos países la agricultura registró un proceso de intensificación y especialización, al tiempo que la producción se orientaba hacia el mercado. Los Países Bajos continuaron beneficiándose de las estructuras de economía colonial impuesta sobre el área báltica. La caída de los precios del trigo les permitió abastecerse a bajo costo de grano del Este; mientras tanto, pudieron dedicar sus mejores tierras a la horticultura, al cultivo de plantas industriales o la ganadería intensiva del vacuno, que les permitió producir grandes cantidades de carne, leche y queso. Las Provincias Unidas continuaron ganando terreno al mar. Las superficies desecadas fueron muy extensas durante la primera mitad del siglo, aunque más tarde, en la segunda mitad, el ritmo decayó. Los agricultores flamencos y holandeses lograron desarrollar técnicas avanzadas que dejaron atrás los sistemas tradicionales. La agricultura se intensificó y los barbechos desaparecieron para dejar paso a novedosas técnicas de rotación en las que el cereal alternaba con las leguminosas, las plantas forrajeras y cultivos especializados. Entre éstos hay que contar los cultivos industriales como el lino, el cáñamo, el lúpulo y la rubia, empleados como materia prima en la desarrollada industria textil de la región. También el cultivo del tabaco resultó importante en el norte de los Países Bajos. El modelo agrícola holandés es necesario comprenderlo en el contexto de una economía avanzada en la que el alto índice poblacional, la intensidad de la urbanización, la ausencia de trabas señoriales, el grado de capitalización de la economía y el desarrollo industrial constituyen factores de importancia. Las variables técnicas no resultan, por tanto, autónomas respecto a las de naturaleza socio-económica. En Inglaterra se introdujeron e implantaron las técnicas agrarias experimentadas en los Países Bajos, en buena parte como efecto de las migraciones forzadas por motivos político-religosos. El desarrollo de la agricultura inglesa se basó en las transformaciones profundas de la estructura de la propiedad. La continuación del movimiento de "enclosures", que había sido muy amplio en las Midlands durante el siglo anterior, permitió una intensificación de los cultivos, al imponer límites visibles a las propiedades y al excluir las antiguas servidumbres de uso colectivo (common rights) propias de los "open fields" o campos abiertos. La agricultura en los campos abiertos se basaba en el sistema de barbechos y en el aprovechamiento comunal de los pastos tras la siega de las mieses para una ganadería explotada de forma no intensiva. El progreso del "enclosure", favorecido mediante leyes tras la revolución parlamentaria, exigió como requisito previo la desaparición de los residuos feudales en el ámbito rural y el progreso de las relaciones capitalistas. La concentración y los cerramientos de las propiedades representaron una condición inicial indispensable para el desarrollo agrario inglés. La estructura de la propiedad apareció desde este momento dominada por grandes "landlords" terratenientes que cedían mediante contrato la tierra a arrendatarios para una explotación de tipo comercial. Dichos arrendatarios, a su vez, utilizaban mano de obra asalariada. No hay que minimizar tampoco el papel del Estado como favorecedor del desarrollo agrario. Bajo el patrocinio real, siguiendo también el modelo de los Países Bajos, se inició una vasta tarea de saneamiento de los "fens", que tuvo como resultado la transformación de miles de hectáreas semiinundadas, utilizadas como pastos y como reservas de pesca y caza de aves, en tierras de cultivo intensivo. Por otro lado, las "Corn Laws", dictadas en los años ochenta del siglo, sirvieron para subvencionar y estimular las explotaciones de cereales. Andando el tiempo, Inglaterra se convertiría en un gran exportador de granos, compitiendo con los tradicionales proveedores bálticos en el abastecimiento de los mercados de los Países Bajos.