Busqueda de contenidos

contexto
Los años 1327-1387 marcan los inicios de la decadencia política de la Corona. Cuando cesó la expansión, hubo graves dificultades para retener las posiciones ganadas y, aunque algunas piezas desgajadas de la Corona (Mallorca, Sicilia) fueron reincorporadas, quedó en evidencia que las bases materiales de la monarquía, en aquella época de crisis, apenas podían sostener el edificio construido. Y, como si la historia se repitiera, las dificultades exteriores se tradujeron en un renacimiento de la oposición interior a la monarquía. Esta es, en resumen, la historia de los reinados de Alfonso el Benigno (1327-1336) y Pedro el Ceremonioso (1336-1387). Como de costumbre, la política interior y exterior de la Corona se condicionaron mutuamente. En tiempos de Alfonso el Benigno, las continuas revueltas sardas y la guerra naval con Génova, derivación de la conquista de Cerdeña, obligaron a las ciudades, sobre todo las de dominio real, como Barcelona, a hacer fuertes contribuciones que se sufragaron con el incremento de los impuestos, y a sufrir penalidades como el hambre de 1333, cuando las naves genovesas impidieron la llegada a Cataluña del trigo sardo y siciliano. El proyecto de una cruzada contra el reino de Granada, acordada con Castilla (acuerdos de Tarazona, 1328 y 1329), sirvió a Alfonso para intentar obtener subsidios de las Cortes y colaboración militar de sus súbditos, pero el monarca nunca obtuvo las cantidades que deseaba, ni siquiera el total de las concedidas (una gran parte del dinero recaudado iba directamente a manos de funcionarios y magnates), y los nobles y las órdenes militares le regatearon la ayuda militar necesaria. Probablemente había comenzado entonces, en Cataluña, un distanciamiento entre la nobleza y la monarquía, patente en las cortes de Montblanc, de 1333, donde el rey, quizá apoyado por las ciudades, se negó a satisfacer demandas del brazo militar. Lógicamente, en estas condiciones, el monarca no pudo llevar al frente grandes contingentes y las operaciones bélicas, intermitentes y de carácter local, no dieron resultado (1329-1334). En Valencia, la monarquía tenía interés en resolver el problema del dualismo, que se había producido a raíz de la conquista y organización del territorio, entre el Fuero aragonés (defendido por nobles aragoneses afincados en el reino) y el Fuero valenciano (defendido por Valencia, las villas reales y una parte de la nobleza y el clero). La intención del rey debía ser la de convertir al Fuero valenciano en ley única y universal del reino, pero la oposición de la nobleza aragonesa le obligó a adoptar la estrategia de reformar el Fuero valenciano para hacerlo atractivo a las zonas que se regían por el aragonés. Los Fueros alfonsinos resultantes de la reforma contenían concesiones jurisdiccionales tan amplias que, de hecho, y quizá sin pretenderlo, venían a reforzar las posiciones señoriales en territorio valenciano, al ampliar las facultades jurisdiccionales de los señores que los aceptaran. Por tanto, aunque quizá no se pueda decir que hubiera una pugna foral que fuera derivación de un enfrentamiento entre nobles y ciudadanos, sino más bien la voluntad de la monarquía de unificar el marco jurídico, seguramente se puede concluir que la solución adoptada alteró el equilibrio de fuerzas. Algo parecido pudo suceder con los proyectos del monarca de enajenar una gran parte del patrimonio real valenciano en provecho de sus hijos menores, los infantes Fernando y Juan, hijos de su segunda mujer, Leonor de Castilla. Naturalmente estos proyectos, aunque interesaban personalmente al rey, lesionaban los intereses de la Corona, al debilitar la fuerza material y jurisdiccional del rey en el territorio valenciano. Eran también contrarios a los intereses del heredero, Pedro el Ceremonioso, y contaron con la radical oposición de las ciudades valencianas, con Valencia a la cabeza, mientras la nobleza de los reinos se dividía. Se preparó así el terreno para los grandes conflictos del reinado siguiente. El reinado de Pedro el Ceremonioso se caracterizó, en el Mediterráneo, por la defensa del dominio sobre Cerdeña frente a las revueltas sardas y las intrigas de Génova, y por el propósito de reintegrar Sicilia y Mallorca; y, en la Península, por una lucha feroz, dura y cruel, entre la Corona de Aragón y el reino de Castilla. Los esfuerzos invertidos por la monarquía, que, en buena medida, había agotado sus recursos patrimoniales en la expansión, obligaron a una dependencia creciente de las Cortes y de sus subsidios, lo que debilitó la posición política de la monarquía frente a los estamentos y agravó las dificultades económicas de las clases populares. La situación derivó en graves crisis políticas. El Ceremonioso, que pretendía fortalecer el poder monárquico y sustraerse a las interferencias de los grupos oligárquicos, no reunió Cortes entre 1336 y 1347. Los estamentos aragoneses, defensores del nuevo rey cuando era príncipe heredero y tenía que enfrentarse a las pretensiones paternas de entregar una parte del patrimonio real de Valencia a sus hermanastros, creyeron que había llegado entonces el momento de imponerse en la dirección política de la Corona. El entendimiento entre la monarquía y los poderosos de Aragón efectivamente funcionó hasta 1343-44 en que el monarca, cediendo a los intereses (o compartiéndolos) de los estamentos catalanes, empezó a involucrarse a fondo en la política mediterránea (reincorporación de Mallorca), al tiempo que ordenaba su gobierno y política en un sentido autoritarista.
contexto
En la Historia de la Humanidad no ha sido infrecuente que una guerra concluya con discrepancias entre aliados. A pesar de ello, lo sucedido a partir de 1945 revistió una especial significación porque se trató de una discrepancia sustancial, imposible de superar a pesar de que se hubiera combatido codo con codo en los años previos. Incluso cuando los aliados habían conseguido ponerse de acuerdo en los términos respecto a sus objetivos de guerra -cosa que no siempre sucedió- acabó por descubrirse que las palabras no significaban lo mismo. La ruptura, al final, en un plazo muy corto de tiempo, fue absoluta y total. Como en una tragedia en la que todos los acontecimientos parecen dirigirse a un final conflictivo, también en este caso se acabaron enfrentando dos universalismos paralelos y excluyentes que distaban diametralmente en sus concepciones del hombre y de la vida. A medio e incluso largo plazo podían tener tan sólo pretensiones defensivas pero, al armarse, daban la sensación de resultar amenazadores. Pero el conflicto entre estos dos universalismos, identificados con otras tantas superpotencias, no concluyó en una guerra generalizada. Un gran intelectual francés de la época, Raymond Aron, al describirlo fue titulando sus artículos, en primer lugar "El fin de las ilusiones" y luego "El gran cisma". Después describiría de forma magistral su peculiaridad: se trataba de una "paz belicosa", términos aparentemente incompatibles, pero también explicables. La guerra mundial era improbable porque la bomba nuclear la convertía en tal, pero la verdadera paz era imposible por la distancia ideológica entre las dos superpotencias. La "guerra fría" -otra denominación contradictoria- no produjo el holocausto atómico pero, hasta que concluyó, en 1991, presenció enfrentamientos que causaron 21 millones de muertos y despliegues de tropas norteamericanas cada 18 meses. Esa peculiar situación constituyó el rasgo más destacado de la nueva era.
contexto
Las teorías estructuralistas, vinculadas al pensamiento de la CEPAL (Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina), insisten en puntualizar la importancia que tuvo la crisis de 1929 en el proceso de industrialización latinoamericano, de modo que habría un antes y un después de 1930. El antes estaría marcado por la actividad primario exportadora y el después por la industrialización sustitutiva de importaciones. Trabajos recientes plantean lo contrario, la existencia de un sector industrial más o menos pujante en algunos países, un sector que sin ocupar un papel determinante en la estructura económica, que seguía siendo básicamente agraria, sí estaba directamente vinculado con el desarrollo de las exportaciones. En efecto, las naciones con un crecimiento mayor, las que contaban con un mercado interno más amplio, eran las que antes de la crisis habían desarrollado un sector industrial más extendido. Esto se comprueba en el caso de Brasil, cuya producción industrial en 1929 representaba el 11,7 por ciento de la renta nacional, muy por detrás de la agricultura. Una pregunta que se suele formular con bastante insistencia a la hora de estudiar el problema del crecimiento económico latinoamericano está vinculada con las razones de la tardía industrialización, en comparación con Europa, Estados Unidos o Japón. La explicación de que América Latina optó, o fue obligada, a jugar un determinado papel en el esquema de la división internacional del trabajo por entonces imperante, resulta poco satisfactoria por la cantidad de interrogantes que deja sin responder. En primer lugar, habría que señalar que a los terratenientes les resultaba mucho más rentable invertir en actividades vinculadas con la exportación de productos primarios que en la producción de manufacturas. Era una elección totalmente racional y no forzada por las presiones de los comerciantes imperialistas. La falta de empresarios y de capitales era otra traba importante en el camino de la industrialización. Las distancias, el mal estado de los caminos y las comunicaciones, los accidentes geográficos, eran factores que impedían la ampliación y la homogeneización del mercado interno, que era uno de los principales estímulos para la industrialización. Con altos costos de producción y una demanda limitada era difícil, y poco rentable, dedicarse a la industria. Siguiendo a Colin Lewis, podemos distinguir tres etapas claramente diferenciadas en el proceso de industrialización latinoamericano previo a 1930. En primer lugar, el período de las décadas que siguieron a la independencia, caracterizado por bruscos reajustes en las manufacturas y artesanías coloniales y donde en algunos casos se sentaron las bases para instalar industrias modernas. La segunda etapa está directamente vinculada con el período de gran expansión de las exportaciones (1870-1880 a 1914), en el cual el desarrollo económico e institucional creó las bases para el desarrollo de un mercado consumidor de manufacturas. Las industrias que se crearon en esa época estaban bien al servicio del sector exportador o tenían como objeto abastecer a los centros urbanos más importantes. La tercera etapa se extendería desde la Primera Guerra Mundial a la crisis del 30 y estaría caracterizada por importantes cambios tanto en la escala de la producción como en la composición de los productos manufacturados. En algunos países, esta tercera etapa habría comenzado en torno al principio del siglo XX. Antes de la aterra las manufacturas locales comenzaron a elaborar un elevado número de productos. La industria chilena en 1914 había alcanzado un importante nivel de diversificación y producía aceites industriales, maquinaria para la minería y papel. En la Argentina, el número de obreros metalúrgicos pasó de 6.000 en 1895 a más de 14.600 en 1914. En Brasil, el sector siderúrgico también estaba muy bien asentado y la industria textil algodonera conoció una fuerte expansión a partir de 1905. En esa época existían cerca de 100 fábricas que empleaban a más de 40.000 obreros y producían 250.000 metros anuales de telas. La Primera Guerra Mundial, con su secuela de transformaciones, también influyó en América Latina. Los intercambios se vieron seriamente afectados por la evolución de la contienda y por los ataques que sufrían los barcos mercantes que atravesaban el Atlántico. Al exportar menos, se contaba con menos dinero para pagar las importaciones. Al mismo tiempo, los países europeos implicados en la guerra desplazaron la mayor parte de su esfuerzo a la producción de armas y pertrechos bélicos, por lo que la producción de manufacturas y bienes de equipo para la exportación se contrajo sensiblemente. De este modo, la importación en América Latina de manufacturas europeas también se resintió. Fue en estos momentos cuando se produjo la primera experiencia de industrialización por sustitución de importaciones. En aquellos países que tenían una cierta capacidad instalada se comenzaron a producir las manufacturas que habían dejado de llegar, con el ánimo de seguir abasteciendo el mercado interno. Muchos talleres de reparación se convirtieron en fábricas y en muchos casos fue necesario aumentar el número de turnos de trabajo con el objeto de incrementar la producción. Pese a las dificultades, existieron en América Latina algunos casos de industrialización más destacados, que vale la pena mencionar por su importancia futura. Entre ellos destacan Monterrey, en México; la región de Sáo Paulo y los alrededores de Buenos Aires. Si bien la producción se centró básicamente en artículos de consumo, en Monterrey la industria siderúrgica alcanzó una importancia nada desdeñable. La industria desarrollada en estos años tenía la ventaja de consumir en buena parte insumos nacionales, lo que no afectaba negativamente a la balanza de pagos, a diferencia de lo que ocurriría con las industrias desarrolladas después de los años 30 a partir de la experiencia sustitutiva.
contexto
Durante los últimos decenios del siglo XVIII se ponía en marcha en Inglaterra la denominada revolución industrial, esto es, un proceso de crecimiento de la producción y de transformaciones estructurales que en un lapso de tiempo relativamente corto (no más de dos generaciones) daría lugar a una nueva sociedad en la que el capitalismo industrial estaba plenamente asentado. Sus limites cronológicos suelen situarse en el decenio de 1780, cuando, dice Hobsbawm, las curvas estadísticas más importantes inician una importante subida (o, más concretamente, 1763, cuando el final de la Guerra de los Siete Años supuso un gran avance en el dominio colonial de Gran Bretaña, o 1765, año de instalación de las primeras jennys... ) y, por el extremo superior, en 1830, en que se inauguró el primer ferrocarril. No exageran los historiadores que comparan su trascendencia con la de la revolución neolítica. Sus consecuencias se advertirán en todos los ámbitos (económico, social, político, cultural, vital) y "en la perspectiva del tiempo largo", serán, entre otras, el afianzamiento del sistema fabril (factory system); el crecimiento autosostenido de la producción y, con ello, la ruptura de los viejos y rígidos topes que impedían el crecimiento de la población (siempre acompañado, además, de su empobrecimiento) más allá de unos estrechos límites; la consagración definitiva de la figura del empresario industrial (por extensión, de la burguesía, propietaria fundamental de los medios de producción); la generalización del trabajo asalariado, formándose una nueva clase social, el proletariado, ajena a la propiedad de los medios de producción y cuyas condiciones laborales se modificaron profundamente respecto a la etapa anterior... El proceso, iniciado en Gran Bretaña, fue vivido desde la Europa continental a la vez como desafío y amenaza, tanto desde el punto de vista económico como desde el político, provocando la emulación, primero en Francia y la actual Bélgica, después en los territorios que darían lugar a Alemania, Estados Unidos y otros países. Pero esto ocurrió ya en el siglo XIX. Por lo que respecta al Setecientos, la revolución industrial es un fenómeno estrictamente británico y estaba sólo en sus comienzos: la fase decisiva será, precisamente, la comprendida entre 1800 y 1830. Por ello, deberemos centrarnos, sobre todo, en las razones que hicieron de Inglaterra el primer país industrial. Lo que, sin embargo, no es tarea del todo fácil. Pese a la inmensa bibliografía disponible, "todavía sabernos más acerca del cómo que del por qué", escribía no hace mucho David S. Landes, refiriéndose a la dificultad de establecer con exactitud la dinámica de los diversos factores que intervinieron en el proceso y la importancia de cada uno de ellos. Porque las explicaciones monocausales, esgrimidas hasta hace relativamente poco, han quedado definitivamente descartadas. Y en los análisis tienen cabida factores ya no exclusivamente económicos, sino de orden político, social, legislativo o cultural, sin faltar, incluso (recuperando a Max Weber), los religiosos. Se tiene en cuenta, por ejemplo, el peculiar sistema político inglés y la progresiva identificación de intereses públicos y privados ("la política británica es el comercio británico", habría dicho Pitt el Viejo en 1767), la ausencia de una legislación tan intervencionista y de normativas gremiales tan restrictivas como en la mayor parte de los países del Continente, la clarificación de los derechos de propiedad, la tradicional mayor flexibilidad social de la isla, su alto grado de individualismo y racionalismo, la asunción de la idea de enriquecimiento personal como algo legítimo y deseable o las instituciones de enseñanza de algunas confesiones religiosas disidentes (metodistas, cuáqueros, baptistas) y la solidaridad entre sus miembros (para prestarse dinero, por ejemplo). La revolución industrial formaría parte, pues, de un amplio proceso de modernización iniciado mucho tiempo atrás y que culminaría después de la fase crítica a que ahora nos referimos. Por otra parte, se inserta la revolución industrial en un proceso de crecimiento económico cuyo origen es también muy anterior (difieren, sin embargo, las posturas acerca del momento de su inicio), caracterizado por transformaciones agrarias, crecimiento del comercio exterior, difusión de la industria rural dispersa y desarrollo de la industria carbonífera, factor este último al que se concede, en general, gran importancia, y algún autor, como E. J. Wrigley, lo convierte en elemento decisivo por las peculiaridades tecnológicas que entraña y por cuanto suponía de fuente de energía barata y de liberación de tierra cultivable (que el combustible vegetal necesitaba para su obtención). Sólo teniendo en cuenta este previo crecimiento económico puede entenderse la ruptura y discontinuidad (pero no global, sino gradual y selectiva) de la que nos estamos ocupando. Hubo coincidencia entre el inicio de la ruptura y la aplicación a la industria de innovaciones tecnológicas más eficaces que las introducidas con anterioridad. Y durante mucho tiempo se vio en dichas innovaciones tecnológicas la causa principal de la aceleración del crecimiento. Pero, admitiendo su contribución al crecimiento, hay que recordar las limitaciones de su difusión y, sobre todo, que la innovación tecnológica no es un hecho autónomo y aislado de las específicas condiciones económicas del momento: la jenny y la water -frame surgieron, de hecho, cuando el consumo de algodón bruto estaba creciendo ya muy deprisa. W. Rostow consideraba imprescindible la preexistencia de la revolución agrícola para el surgimiento de la revolución industrial. La base del crecimiento en la Europa moderna fue, sin duda, la agricultura y también este caso sería incomprensible sin las transformaciones y desarrollo agrarios que acompañaron, más que precedieron, al desarrollo industrial. Pero su papel no fue siempre el que tradicionalmente se le había asignado, sobre todo, en lo referente a la aportación de hombres y capitales (punto éste que veremos en un contexto más amplio). Contra lo estimado hasta hace poco, hoy se piensa que el papel de las transformaciones agrarias en la liberación de mano de obra para la industria (el ejército de reserva) no fue tan intenso como se creía. Las nuevas técnicas agrícolas y los cercamientos introdujeron cambios en el estatus de los campesinos, pero, pese al aumento de la productividad, también exigieron más mano de obra asalariada en el campo. La emigración campo-ciudad existió, sin duda, pero fue debida, casi con seguridad, más al propio crecimiento demográfico y a la búsqueda de los salarios más elevados de Shefield, Lancashire o Yorkshire, por ejemplo, que a la situación de desocupación total en el campo (las trabas a la emigración derivadas de las leyes de pobres y otros vínculos afectivos y psicológicos fueron, muy probablemente, poco eficaces). La industria encontraba lo esencial de su mano de obra en los excedentes demográficos de las áreas afectadas, reforzados por la emigración irlandesa. Las primeras migraciones masivas de algunas zonas del sur y el este de Inglaterra hacia las zonas mineras e industriales comenzarán en los últimos años del Setecientos y primeros quinquenios del Ochocientos para intensificarse notablemente en la década de 1830. Aunque también, en ciertos casos, recordará M. Berg, dichas transformaciones, más que hombres, pudieron liberar tiempo de los campesinos que cabía emplear en la industria a domicilio. Trevor Ashton, en su clásica interpretación sobre la revolución industrial, insistía en la abundancia de capitales en Gran Bretaña -lo que es un hecho incuestionable- como elemento decisivo en el desencadenamiento de la revolución industrial. Y W. Rostow se refería al gran salto en la tasa de inversión (se habría duplicado ampliamente) como un elemento clave para que el despegue (take off) de la industria se produjera. Se pensaba, indudablemente, en establecimientos industriales que exigían grandes inversiones. No hay acuerdo entre los historiadores acerca de las tasas de inversión existentes en Gran Bretaña en la época, pero, en cualquier caso, es indudable que aumentaron las inversiones en la industria. Ahora bien, en sus orígenes, muchas empresas precisaron capitales más bien reducidos (entre otras razones, porque se utilizaban edificios preexistentes, polivalentes, además, en su utilización y la tecnología era relativamente barata: en 1795 una jenny valía 6 libras y una mule, de 30 a 50 libras). Los empresarios, de nuevo cuño o ya experimentados al frente de la industria dispersa, no debieron de tener graves problemas para conseguirlos y, en última instancia, el recurso a familiares y amigos, en un círculo restringido, pudo ser suficiente, prosiguiéndose después por la vía de la autofinanciación, ya que los márgenes de beneficios fueron altos. Teniendo esto en cuenta, no parece que las transferencias de capitales de la agricultura a la industria fueran sustanciales (y no hay que olvidar que también las hubo en sentido inverso, de la industria a la agricultura, al menos hasta que a finales de siglo escaseó la tierra en el mercado, dado el todavía mayor prestigio social de la propiedad agraria). Capitales procedentes de la agricultura se habían invertido en minas e industria siderúrgica, pero en la segunda mitad del siglo XVIII, los landlords tendieron más a arrendar dichos establecimientos que a continuar con su explotación directa. Los capitales agrarios se dirigieron ahora -además de a los ámbitos tradicionales, como la deuda pública- a las necesidades derivadas de la nueva agricultura y los cercamientos. Y se emplearon también en obras de infraestructura (canales y carreteras de peaje) y en este campo no se puede minimizar su positiva repercusión en la revolución industrial, tanto por su influencia en la homogeneización del mercado nacional como por su influencia en el abaratamiento de los precios del transporte (que afectaría a materias primas, combustibles y productos terminados). Por otra parte, debemos señalar la contribución indirecta de la agricultura al absorber en mayor proporción que la industria el incremento de la presión fiscal, estimado en un 250 por 100 per cápita entre 1700 y 1790 y todavía multiplicado durante las French Wars; de no haber sido así, la industria inglesa, aún no asentada totalmente, podría haber recibido un golpe fatal. La transferencia indirecta de capitales agrarios por medio de la banca (trasvase de fondos de los bancos locales del sur y este del país a los bancos londinenses, que habrían financiado las industrias del norte), suele considerarse en la actualidad (E. L. Jones) más reducida de lo que se pensó, dadas las necesidades crediticias de los propios agricultores entre la siembra y la cosecha. Pero también se conocen numerosos casos de créditos, generalmente a corto plazo, concedidos por la banca a firmas industriales, de la misma forma que algunos fabricantes se asociaron con banqueros y, finalmente, muchas firmas comerciales desempeñaron un papel decisivo en el desarrollo de las empresas comerciales al aceptar letras de cambio en el pago de materias primas u otros elementos necesarios que, así, no se pagarían de hecho hasta después de la venta de los artículos manufacturados: pudo así solventarse la necesidad de capitales circulantes. Pero la auténtica fuerza motriz del desarrollo fue el crecimiento de los mercados. Aumentó considerablemente, como sabemos, la población inglesa en la segunda mitad del siglo, lo que amplió las dimensiones de la demanda. Y aquí vino la contribución esencial de la agricultura. Las repetidamente citadas transformaciones e innovaciones en el campo contribuyeron por sí mismas, aunque en medida no aclarada (incluso discutida), a incrementar la demanda, por ejemplo, de clavos y otros objetos metálicos para realizar las enclosure (que, por ciento, también se estimulaba desde otro ámbito tan distinto como la construcción naval). Pero, sobre todo, permitieron no sólo alimentar a dicha población creciente, sino también mejorar las rentas agrarias. Y aunque desde mediados de siglo el aumento de los precios de los alimentos podría haber retraído la demanda de los labradores, E. L. Jones argumenta que dicho aumento no consiguió eliminar la parte de renta destinada por aquéllos al consumo de productos manufacturados, a cuyo disfrute se estaban acostumbrando, hasta el punto de que en lo sucesivo estuvieron dispuestos a trabajar más intensamente para adquirirlos. Se ha de añadir la importancia de la urbanización y la notable inserción de la población rural y artesanal en los circuitos comerciales. Ya a mediados del siglo XVIII la población inglesa poseía un desarrollo del mercado interno y un nivel de consumo muy superior al de cualquier otro país de Europa. La dinamización demográfica de la segunda mitad de siglo se produciría en ese contexto de consumo elevado, lo que constituye un elemento fundamental para el futuro desarrollo económico. Hay que sumar la demanda exterior, aunque el papel qué pudo cumplir está marcado por el debate. La exportación de productos manufacturados británicos no tuvo una importancia muy directa en la introducción de las innovaciones, ya que su gran crecimiento se produjo después de 1780, pero no se le puede negar su efecto multiplicador; las exportaciones, dirá Crouzet, fueron un motor de crecimiento esencial para la economía británica de 1783 a 1802. No hay que insistir demasiado en la amplitud de las relaciones comerciales de Gran Bretaña, que se extendían por todo el globo. Y, en concreto, el mercado norteamericano, sobre todo después de la independencia de las trece colonias, fue ampliando progresivamente su importancia en las exportaciones inglesas. Pero también en Europa había países que debían claudicar ante la mayor competitividad de la industria británica. Y fuera ya de nuestros límites cronológicos, llegará un momento en que los algodones británicos consigan imponerse hasta en el territorio de su procedencia, la India, compitiendo ventajosamente con los allí elaborados por los métodos tradicionales y arruinando definitivamente la vieja estructura económica de la colonia. Tales fueron los complejos factores que, entremezclados, situaron a Inglaterra a la cabeza de Europa por su producción industrial, de la que el algodón fue, indiscutiblemente, el sector líder y en la que industria metalúrgica y la extracción carbonífera también ocuparon posiciones dignas. En ningún otro país se dio a finales del siglo XVIII una tan feliz conjunción de factores estructurales y coyunturales, económicos y sociales, políticos y culturales... Quizá sólo Francia habría podido, por los recursos de que disponía, llegar a resultados brillantes. Incluso estuvo durante buena parte del siglo por delante de Inglaterra en cuanto a crecimiento económico y productividad. Pero el país, como casi todos en Europa, era más grande, más fragmentado y peor comunicado que Inglaterra, sus rentas estaban mucho más desigualmente repartidas, las supervivencias feudales en el campo impedían cualquier transformación estructural esencial y dificultaban la afirmación de núcleos dinámicos de burguesía rural, las condiciones políticas e institucionales, como es bien conocido, eran muy distintas, los privilegios estamentales eran vigorosos... El Antiguo Régimen estaba mucho más vivo en Francia y, en la misma medida, la modernización estaba lejos.
contexto
Los más importantes entre los jefes locales fueron, sin embargo, los Banu Qasi -familia musulmana local descendiente de un conde visigodo que se adhirió al Islam en la época de la conquista y que parece haber dominado la región de Tudela-. Sabemos que en la época de las revueltas yemeníes de la segunda mitad del siglo VIII se habían mantenido en la obediencia omeya, por lo cual eran considerados qaysíes. En el 789, los Banu Qasi habían defendido la causa del emir Hisham I cuando la revuelta de Said b. al-Husayn al-Ansari. Esta potente familia, haciendo siempre valer sus orígenes indígenas, parece haber desempeñado una función de intermediario entre el poder omeya y unas regiones que sólo estaban nominalmente sometidas a Córdoba, como Pamplona, donde una revuelta vasca en el 799 provocó la muerte de un Mutarrif b. Musa b. Qasi, que debía representar el poder omeya en esta ciudad. La fidelidad de la familia de los Banu Qasi, tal vez descontenta de la posición demasiado fuerte de Amrus en la Marca, se tambaleó algo al principio del IX, cuando se aliaron con los primeros jefes nacionales de los vascos que emergieron con la dinastía de los Arista, y reforzaron su posición en Tudela que su rival, Amrus, les había disputado en algún momento. Pero se reconciliaron después, en el segundo decenio del siglo, con el poder de Córdoba. En la región de Barbastro y en la Barbitania, situada un poco más al norte, en dirección de Boltaña, que parece haber formado parte de ella en épocas anteriores, los Banu Shabrit, otro linaje muladí, ocuparon una posición semejante a la de los Banu Qasi que se encontraban más al oeste. En Mérida, la población de origen indígena, probablemente mayoritaria, se había asociado con un poblamiento beréber bastante significativo por haber dejado huellas en los acontecimientos históricos. Conocemos, para los años 798-808, a un gobernador de la ciudad llamado Asbagh b. Wanus que era beréber. Primero fue leal, pero luego se rebeló y murió en la disidencia. Tras él, la ciudad no se sometió con facilidad y se mandaron varias expediciones militares contra ella. Esta agitación se reanudó un poco más tarde, en el 828, bajo dos jefes cuya dualidad traduce bastante bien la composición de la población ya que uno era beréber (Mahmud Abd al-Yabbar) y el otro muladí (Sulayman b. Martin). El mismo año, Luis el Piadoso fomentó la revuelta entre los mozárabes de la ciudad mandándoles una curiosa carta cuyo texto se ha conservado. El poder omeya recuperó un poco más tarde el control de la ciudad, expulsó a los elementos rebeldes y edificó una imponente ciudadela de piedra o qasaba (Alcazaba) para albergar a una guarnición leal (834).
contexto
La otra cuestión es la de la defensa del poder feudal frente al movimiento corporativo que llegó a amenazar su integridad. Pues bien, suele considerarse que las corporaciones de oficio fueron una estructura de solidaridad horizontal que se cruzó en la solidaridad vertical y jerarquizada de la clase dominante feudal. Pero, esas corporaciones de artesanos, gentes de oficio y comerciantes, ¿buscaban los mismos fines solidariamente o con egoísmo corporativo y discriminador? Es verdad que al comienzo las cofradías sociales, como las exclusivamente religiosas, fueron una manifestación de solidaridad bienintencionada, pero luego fueron cayendo en la dominación y control de los señores o de las mismas corporaciones de oficio. Muchas cofradías religioso-sociales fueron absorbidas por estas corporaciones de oficio que establecían un control jerárquico de la sociedad urbana, buscando la ética profesional a través del ejercicio de un monopolio inviolable para los intrusos y advenedizos, impidiendo los comerciantes, por ejemplo, la venta por los artesanos de sus propios productos y llegándose a establecer entre el burgués mercader y el menestral la misma distancia que había en el campo entre el propietario feudal y el campesino obstaculizado en su desarrollo por las cortapisas señoriales. La diferencia entre la gran producción y distribución de mercancías con respecto al pequeño comercio, basado en la reducida producción artesana espontánea, llegara a ser abismal; hasta el punto que en el primer caso se puede hablar incluso de un capitalismo mercantil de las grandes transacciones internacionales, y en el segundo de una oferta encorsetada todavía por los obstáculos señoriales, que servían para controlar el mercado local y la distribución, limitando las posibilidades de desarrollo y el consumo interesado. Además, entre la clase feudal y los pequeños comerciantes va a existir otro tipo de estrecha relación y dependencia. La establecida por la necesidad de acudir los señores a los préstamos de los comerciantes y la premura de estos últimos por garantizarse la adquisición de sus mercancías en el entorno señorial y con las mayores facilidades del señor para dicho consumo. En el Londres del siglo XII, los personajes más importantes eran los funcionarios o delegados de los grandes señores feudales que se asociaban en una cofradía de servidores suyos, siendo comerciantes de vino para la aristocracia y para el rey, y especializándose después (en el XIII) en el gran comercio, chocando con las corporaciones de oficio que defendían otros intereses; antes de que a fines de dicha centuria todas las corporaciones urbanas londinenses fueran dominadas por los grandes comerciantes. Fenómeno repetido en distintas ciudades europeas por los mismos siglos. Otras ciudades eran administradas por magistrados delegados del rey (bailes) con funciones diversas según los casos, pero aplicando al regimiento y gobernación principios similares a los de cualquier otro señor feudal. En ellas, los intereses burgueses los defendieron las gildas (gilda mercatoria), a cuyos miembros acabaría entregando el rey el gobierno urbano. Dentro de este avance hacia la autonomía municipal hay que situar el progreso en el movimiento comunal agrario o urbano. Cuando los burgueses conseguían garantías de autonomía administrativa y judicial para su ciudad, una asamblea de vecinos organizaba la defensa, se preocupaba de la fiscalidad y aseguraba el orden y la justicia a través de la elección de magistrados que, con diversos nombres (escabini, cónsules, pahers) regían sus destinos como un señorío colectivo que podía explotar, a su vez, a las aldeas próximas de la periferia con carácter exclusivamente rural (señorío urbano, alfoz, contado). No obstante, en ocasiones se produjo un retroceso posterior de las libertades ciudadanas cuando se pasó de un régimen participativo a otro oligarquizado o monopolizado por un sector o clase preeminente, identificado con el patriciado. De forma que muchas sociedades urbanas fueron presa de un nuevo despotismo después de haberse liberado con grandes dificultades del dominio feudal. Los nuevos grupos sociales, extraños a las comunidades tradicionales y asentados en las ciudades, crearon a la larga nuevas tensiones sociales, adoptando una postura de disidencia frente a situaciones establecidas. En el intento de evadirse de la antigua condición, adquirieron una cohesión cuando sus miembros alcanzaron conciencia de grupo, contribuyendo a dicha conciencia la impresión que tenían de estar excluidos de la comunidad tradicional feudalizante. Las coacciones con las que la clase señorial se beneficiaba de la explotación y el control campesino, hicieron mella en los que empezaban a rechazar el sistema imperante. Guibert de Nogent (siglo XII) escribió al respecto que los mutuos furores animaban a los señores contra los burgueses y a los burgueses contra los señores ( recordemos la revuelta de los burgueses de Sahagún, estudiada a fondo por Reyna Pastor); porque, como escribe J. L. Romero, "los odios hicieron su parte, pero acaso contribuyó más a vigorizar la conciencia de grupo la posesión en común de ciertas normas y la coincidencia en ciertos valores. Quienes dependían de su trabajo, de su éxito y de su enriquecimiento para perfeccionar su ascenso social y mejorar sus condiciones de vida adquirieron del trabajo, del éxito y de la riqueza una nueva idea. Se desarrolló en ellos una mentalidad mercantil, y quienes la adquirieron comenzaron a regirse por valores desusados hasta entonces, cuya defensa contribuía a estrechar sus filas. Las clases privilegiadas fueron a sus ojos clases ociosas, y el ocio adquirió para ellos un valor negativo; siendo valores positivos, en cambio, la riqueza en primer lugar, pero, además, nuevos principios morales relacionados con su actividad, como la honradez, que tendería a confundirse con el honor burgués. Muy pronto, las actitudes espontáneas se habían transformado en normas expresas que revelaban el vigor de la conciencia de grupo".
contexto
A pesar de la gran influencia del liberalismo -que veía en la actividad individual la fuente principal, si no la única, de la prosperidad de cada persona y de la sociedad entera- ningún Estado había sido completamente pasivo a lo largo del siglo XIX. Aparte de las tareas de orden que el liberalismo justificaba -el mantenimiento del Ejército y de las fuerzas encargadas de velar por la integridad de las fronteras y la seguridad interior, y las instituciones de la justicia-, los poderes públicos habían continuado ejerciendo algunas de las funciones características de la época preindustrial: la regulación del comercio internacional y alguna forma de beneficencia. Además de eso, y de acuerdo también con antiguas tradiciones, establecieron normas sobre las condiciones en que el trabajo debía realizarse y fijaron limites al mismo en función de la edad y el sexo. Las condiciones de vida en la ciudad, la enseñanza y las comunicaciones tampoco fueron ajenas a la intervención estatal. Sin embargo, en las tres últimas décadas del siglo XIX se produjo un importante cambio en la acción del Estado, tanto cuantitativa como cualitativamente, lo que ha llevado a hablar del inicio del "Estado Interventor", o del "Estado del Bienestar", frente al "Estado Policía" característico del liberalismo. A partir de 1870, nos encontramos con un incremento significativo de la actividad estatal, y con acciones de naturaleza diferente a las emprendidas hasta entonces, que anunciaban el papel cada vez más central que el Estado habría de tener en el nuevo siglo. Lo mismo que en el caso de la movilización política, las estructuras relativamente democráticas recién puestas en práctica, se encuentran en la raíz de este nuevo carácter de la acción estatal: si se quería que el sistema funcionara correctamente y no se produjera una revolución, era necesario integrar mental y afectivamente a los ciudadanos, así como satisfacer sus demandas de bienestar más elementales. Pero en el cambio de la actividad pública también influyeron otras causas. Por una parte, la burocracia existente que tendía a expansionarse. Por otra, el crecimiento de la población, la extensión de la industria y el desarrollo urbano plantearon nuevas demandas que parecía que sólo el poder público, con su capacidad económica y coercitiva, podía resolver. El Estado extendió así su actividad en las áreas de sanidad, planificación urbana, vivienda y enseñanza, principalmente. Con ello venía a reconocer la insuficiencia de la acción individual y la necesidad de un protagonismo comunitario que anteriormente, en la escasa medida que se había producido, era considerado en el mejor de los casos como un remedio transitorio. "Todos nosotros somos socialistas ahora", decía un político inglés en los años ochenta. Desde el punto de vista intelectual, por último, también resultó evidente -sobre todo durante la gran depresión de las últimas décadas del siglo XIX-, que no se vivía en el mejor de los mundos posibles, que la pura actividad individual no había creado armonía social sino, por el contrario, graves problemas que afectaban incluso a la supervivencia de grandes grupos de población; en consecuencia, la opinión de una nueva generación de reformistas, tanto políticos como técnicos, comenzó a ser dominante. El giro se justificaba, dentro de la esfera del pensamiento liberal, por una nueva idea de libertad positiva, identificada con la capacidad de hacer, que vino a sustituir ampliamente al anterior contenido de ese concepto, negativo, consistente en la ausencia de obstáculos o impedimentos para la acción. Y el Estado empezó a ser considerado como la institución fundamental para hacer realidad esa capacidad de hacer algo -llevar una vida digna, básicamente- por parte de la mayoría de la población. El crecimiento de la actividad estatal supuso el aumento del número de funcionarios tanto en la administración central como local. Por ejemplo, los empleados civiles del gobierno central británico pasaron de 50.000 en 1881 a 116.000 en 1901; en Alemania, el porcentaje de trabajadores públicos en relación con el número total de trabajadores creció del 9,3 en 1895 al 10,6 en 1907. El crecimiento de la administración local, más lento inicialmente, se aceleró a partir de la última década del siglo, dada la progresiva implicación del Estado en la vida diaria de los ciudadanos. Esta creciente actividad se reflejó también en la evolución del gasto público. Hasta 1870 aproximadamente, el coste del gobierno había permanecido estable o crecido lentamente pero, a partir de aquella fecha, experimentó un importante incremento. Las estadísticas no permiten una comparación exacta: en el Reino Unido, la proporción del gasto público sobre la renta nacional pasó del 8,9 por 100 en 1871, al 12,6 por 100 en 1900; en Alemania el gasto público en relación con el producto nacional bruto pasó del 10,0 por 100 al 14,9 por 100 entre 1881 y 1900. La evolución del gasto público fue más gradual en Francia, aunque hacia 1900 sus niveles también eran altos. Italia y España -donde el gasto público en 1900 fue menor que en 1880- son la excepción en esta historia; el pequeño crecimiento del sector público en ambos países es un claro indicador de su atraso político. En cuanto a la composición del gasto, lo que resulta más relevante es el menor crecimiento de los gastos de defensa en el Reino Unido y en Alemania, aunque los gastos militares, junto con el pago de la Deuda, continuaran siendo las dos partidas más importantes del presupuesto. No ocurrió así, sin embargo, en Italia y España, donde el aumento del gasto público fue absorbido casi exclusivamente por estas partidas, ni en Francia donde el aumento de la inversión en defensa fue superior al incremento del gasto por habitante. Vamos a considerar los dos aspectos más relevantes de la actividad pública durante este período, relativos, por una parte, a la formación intelectual y a la integración efectiva de los ciudadanos en el Estado -es decir, la enseñanza primaria y la creación de un conjunto de símbolos y rituales que reforzaron la legitimidad del poder y la lealtad de los individuos hacia él- y, por otra, a la satisfacción de algunas de sus necesidades materiales mediante la nueva legislación de previsión o seguridad social. El establecimiento en Francia de la enseñanza primaria obligatoria y gratuita, en 1881, supuso un enorme esfuerzo presupuestario. Las escuelas privadas, confesionales en su mayoría, siguieron existiendo junto a una nueva escuela pública laica, en la que el jueves fue dejado libre para que los niños que quisieran recibieran enseñanza religiosa. La escuela se convirtió en el gran foco de irradiación cultural, encargado de convertir a los "campesinos en franceses" -de acuerdo con el título de la obra de E. Weber- y a los franceses en buenos republicanos. En Gran Bretaña, la ley de educación Foster, de 1870, declaró el derecho de cada niño a algún tipo de escolarización, aunque no supuso el establecimiento de la enseñanza obligatoria y gratuita. "Debemos educar a nuestros amos", comentó un político, conectando esta ley con la reforma electoral recientemente aprobada. Una encuesta realizada el año anterior en cuatro grandes ciudades, había mostrado que sólo el 10 por 100 de dos niños iban a la escuela. El sistema educativo establecido por la ley era mixto, privado y público. Las escuelas privadas existentes siguieron recibiendo el apoyo económico del Estado y allí donde fue necesario se crearon escuelas públicas. Hacia 1900, la población escolar de las escuelas primarias públicas ya había superado ligeramente a la de las privadas. El problema religioso trató de soslayarse al determinar que no fuera enseñado ningún catecismo específico de ninguna Iglesia, y mediante una cláusula religiosa por la que todas las escuelas que recibían dinero del Estado, fuesen privadas o públicas, debían permitir que un niño no asistiera a las clases de instrucción religiosa, si sus padres así lo pedían. Sucesivas leyes de 1880 y 1891 hicieron la educación primaria obligatoria, entre los cinco y los diez años, y gratuita. Pero no sólo las mentes debían ser ganadas para el Estado. El "descubrimiento" de la componente irracional de la naturaleza humana es uno de los hechos específicos de la historia intelectual de la última década del siglo, pero parece que los políticos ya lo sabían antes; desde luego, actuaron como si lo supieran, al elaborar todo un conjunto de símbolos que tenían como finalidad crear elementos de identidad colectiva, reforzar el sentido de pertenencia a la comunidad estatal, para hacer a ésta más fuerte. Ceremonias públicas -especialmente relativas a acontecimientos en la vida de los monarcas, o a su muerte-, fiestas nacionales, erección de monumentos, el uso de la bandera, de los himnos nacionales y de otras composiciones musicales, venían, por otra parte, a satisfacer necesidades y gustos populares que se manifestaron, al mismo tiempo, en el desarrollo de la publicidad y los espectáculos de masas. El período 1870-1914 ha sido considerado como la apoteosis de "la invención de la tradición". En ella participaron, en mayor o menor medida, todos los países: ya hemos señalado la profundización en el carácter simbólico de la Monarquía británica mediante el desarrollo de los rituales y ceremonias en los que la reina emperatriz participaba. Los nuevos Estados italiano y alemán trataron de emular las "venerables" costumbres de las más antiguas Monarquías. Pero en ningún sitio tuvo esta actividad tanto éxito y trascendencia como en Francia. De los primeros años de la III República, ha escrito M. Agulhon, datan "algunas disposiciones tan duraderas que hoy parecen naturales a los franceses, hasta el punto que la mayoría de éstos ha olvidado la edad -reciente- y el sentido -de izquierda- de estos actos fundamentales". La elección de la Marsellesa como himno nacional y la declaración del 14 de julio como fiesta nacional, indican la voluntad de los republicanos de vincularse históricamente, de fijar sus raíces, en la Revolución francesa -en la Revolución de 1789, no en la de 1793-. Otros actos como la dedicación de calles a los héroes pronto desaparecidos de la República, como Gambetta o Victor Hugo, la costumbre de adornar los salones municipales con un busto femenino adornado con el gorro "frigio"- Marianne, la figura de la República-, la construcción de monumentos a la República, siguiendo el ejemplo de París, en 1883, o el culto monumental de los grandes hombres ligados a la patria, al progreso y a la libertad, que para algunos mereció el nombre de "estatuomanía", tenían la misma finalidad y terminaron creando una conciencia colectiva que está en la base del éxito del modelo republicano en Francia. En el otro aspecto fundamental de la acción estatal, relativo a lo que se conocía específicamente como "problema social", lo más novedoso fue la puesta en práctica de determinadas medidas de previsión o seguridad social. Mediante leyes se hizo obligatorio a patronos y obreros participar en sistemas que trataban de asegurar a toda la población los medios necesarios para poder hacer frente a la vejez, los accidentes o la falta de trabajo, participando el Estado en la financiación y administración del mismo. Por primera vez en la historia, la comunidad reconocía la obligación de proteger al ciudadano de la indigencia, no como una cuestión de caridad, sino de derecho. Ello implicaba una nueva conciencia de que la pobreza, incluso la de hombres perfectamente capaces, no se debía a pereza, alcoholismo, inmoralidad o falta de previsión de la que sólo el mismo individuo era culpable. El sistema comenzó en Alemania en los años ochenta, extendiéndose rápidamente por la mayoría de los países europeos, y llegó a su culminación en el Reino Unido, en la primera década del nuevo siglo. Entre las causas profundas del carácter pionero de la reforma social en Alemania se ha señalado la pervivencia de una antigua tradición, autoritaria y paternalista, según la cual era misión del Estado velar por el bienestar de sus súbditos; el carácter del liberalismo alemán, fuertemente influido por las ideas de burócratas e intelectuales más que por los impulsos hacia la economía libre de comerciantes e industriales (como consecuencia de lo relativamente tardío de la industrialización en este país); el desarrollo de una poderosa burocracia estatal, acostumbrada a enfrentarse a los problemas sociales; y, finalmente, la experiencia de 1848-49, que hizo sentir a las clases propietarias el peligro del proletariado revolucionario y despertó en ellas un espíritu reformista para tratar de conjurarlo. Los estímulos inmediatos para la reforma fueron, por una parte, el agravamiento de los problemas sociales como consecuencia de la aceleración del proceso industrializador que siguió a la unificación e, inmediatamente después, de la crisis económica que comenzó en 1873 -especialmente importante hasta 1879-. Por otra, una mayor vivencia por parte de Bismarck y las fuerzas del orden, de la amenaza del movimiento obrero organizado, después de la unificación de los partidos obreros en 1875, y de los éxitos conseguidos por los candidatos socialistas en las elecciones de 1874 y 1877; lo que más les preocupaba no eran tanto el número de escaños que los socialistas consiguieron en el Reichstag -12 a lo sumo, durante la década de los setenta, sobre un total de 397-, sino el 40 por 100, aproximadamente, de los votos que llegaron a obtener en el reino de Sajonia, en Hamburgo y en Berlín, y que demostraban cómo los socialistas estaban extendiendo su influencia desde las zonas atrasadas de la industria rural hacia las nuevas áreas industriales y las grandes ciudades del Imperio. Las iniciativas, de tipo intelectual, relacionadas con el problema social se multiplicaron, tanto por parte de los grupos cristianos, católicos y protestantes, como de los partidos, conservadores e, incluso, liberales -los llamados "socialistas de cátedra"-. A lo largo de los años ochenta, y de acuerdo con la orientación expuesta en el mensaje imperial de noviembre de 1881, fueron aprobadas las siguientes leyes: 1.- Ley de seguro de enfermedad, de 1883, escasamente polémica y cuya importancia fue inicialmente subestimada, que se proponía únicamente la consolidación y el desarrollo de las instituciones existentes. Su financiación corría a cargo de los obreros, dos tercios de los fondos necesarios, y de los patronos, el resto. 2.- Ley sobre accidentes de trabajo, de 1884, aprobada después de que dos proyectos anteriores fueran rechazados. La ley suprimió la cláusula anteriormente existente en la legislación por la que los trabajadores debían probar la culpabilidad del patrón en los accidentes, y excluyó a las compañías de seguros privadas. Los fondos previstos para su funcionamiento se basaban únicamente en las contribuciones de los empresarios, aunque transfería el riesgo del empresario individual a las asociaciones empresariales basadas en la ocupación y en el tipo de riesgo. Al mismo tiempo limitaba las reclamaciones por parte de los accidentados, en el caso de incapacidad total, a los dos tercios del salario. 3.- Ley de pensiones de vejez e incapacidad, de 1889, aprobada en términos distintos a los inicialmente propuestos por el gobierno y también después de que otro proyecto gubernamental fuera completamente rechazado. Establecía un sistema de seguro obligatorio para patronos y obreros, subsidiado por el gobierno, con contribuciones progresivas, sobre la base de cuatro categorías de ingresos. La finalidad principal de toda esta legislación fue tratar de contrarrestar la influencia socialista entre los obreros, de forma complementaria a las leyes represivas contra el partido socialdemócrata. Lo que se pretendía con ambos tipos de medidas era mantener la lealtad hacia el Estado de los obreros que todavía no habían sido ganados por la doctrina socialista, y destruir al partido socialdemócrata o, al menos, frenar su crecimiento, impidiendo sus actividades, y minando el apoyo que los obreros le prestaban. "Si tuviéramos -decía Bismarck en el Parlamento, en 1889- 700.000 pequeños pensionistas, que cobraran sus pensiones del Imperio, precisamente entre aquellas clases que, de cualquier forma, no tienen mucho que perder y que creen erróneamente que ganarían mucho si las cosas cambiaran, lo consideraría una gran ventaja (...). Enseñaríais (..) incluso al hombre común a ver al Imperio como una institución beneficiosa". Los obreros industriales, entre quienes era mayor la influencia socialista, fueron por eso los primeros beneficiarios de una legislación que sólo más tarde se amplió a otros grupos de trabajadores, como los empleados en el campo, en la industria rural o en el servicio doméstico, cuya situación económica era objetivamente peor que la de aquellos. En favor de los obreros industriales, no obstante, también jugaba el hecho de que eran quienes daban más garantías de que, por su parte, el sistema funcionara correctamente, al poder pagar su contribución al mismo de forma regular, dado lo relativamente seguro de su trabajo y lo alto de su salario, en comparación con los demás trabajadores. La finalidad antisocialista no fue, sin embargo, el único factor político presente en el planteamiento de las leyes de previsión y en la forma concreta como fueron aprobadas. Bismarck trató de utilizarlas para hacer aparecer a la Monarquía como defensora de los intereses de los grupos sociales más desprotegidos y, sobre todo, como un medio para que sus proyectos de reforma fiscal y económica -que, desde finales de los años setenta, pretendían aumentar los ingresos del gobierno imperial con independencia de las contribuciones de los Estados-, fueran aprobados. El Parlamento, sin embargo, rechazó los proyectos más estatistas del canciller y terminó aprobando leyes cuyo funcionamiento y administración dependía más de patronos y obreros que de la burocracia estatal. Como ha indicado Gerhard A. Ritter, incluso en Alemania donde los aspectos políticos son fundamentales, no son, sin embargo, los únicos que es preciso tener en cuenta, sobre todo si queremos explicarnos el contenido concreto de las reformas sociales. Es necesario atender también a la naturaleza de los problemas, a las fuerzas sociales implicadas en los mismos, y a la legislación existente. Resulta imprescindible, por ejemplo, considerar el carácter absolutamente insatisfactorio de la legislación alemana previa sobre accidentes de trabajo que sólo servía para proporcionar alguna compensación por menos del 20 por 100 de los accidentes que se producían y, en muchos casos, después del largo período que los tribunales tardaban en resolver los pleitos planteados por las compañías de seguros privadas, o la insuficiencia de las disposiciones sobre incapacidad o vejez que sólo cubrían al 5 por 100 de la población y ello de forma limitada y precaria. El ejemplo alemán fue seguido por la práctica totalidad de los Estados. Austria introdujo el seguro contra accidentes en 1887, y el seguro de enfermedad en 1888. Dinamarca adoptó el sistema alemán entre 1891 y 1898, y Bélgica entre 1894 y 1903. Italia estableció el seguro de accidentes y de vejez en 1898. Suiza autorizó al gobierno federal a organizar un programa de seguridad social, mediante una enmienda constitucional de 1890. El seguro contra accidentes fue introducido en Noruega en 1894, en Inglaterra en 1897, en Francia en 1898, en España y en Holanda en 1900, en Suecia en 1901, y en Rusia en 1903. La gran legislación social en el Reino Unido fue muy tardía en comparación con la alemana ya que el establecimiento de un sistema nacional de seguridad social fue obra del gobierno liberal que se formó después de las elecciones de 1906. Durante el último tercio del siglo XIX, tanto gobiernos liberales como conservadores promulgaron diversas leyes de contenido social, pero eran acciones muy limitadas que no implicaban ningún cambio en la doctrina mantenida por ambos partidos a lo largo del siglo. La ideología predominante en el partido liberal era la forma clásica del liberalismo, individualista y partidario de la mínima intervención estatal. Gladstone, que como ministro de Hacienda en las décadas centrales del siglo, había reducido el gasto público y como jefe de gobierno, todavía en 1892, se declaraba ferviente admirador del teórico ultraliberal Herbert Spencer, es la figura más característica de esta mentalidad, dentro de la elite gobernante. Entre los conservadores seguía predominando una vaga ideología paternalista, de base individualista, aunque más sensible a las acciones que podían emprenderse para aliviar la suerte de los menos favorecidos. Se considera, no obstante, que la acción del gobierno liberal de 1892-95, especialmente después de la retirada de Gladstone en 1894, marca un claro punto de inflexión en la política social de los gobiernos británicos. Las acciones más representativas de este cambio de orientación fueron las leyes que permitían a las autoridades locales restaurar o cerrar casas insalubres y construir otras nuevas -aunque para ello tuvieran que adquirir tierras, si fuera preciso mediante expropiación forzosa-, abrir bibliotecas y baños públicos, así como la legislación que permitía hacer la inspección laboral de forma más rigurosa. Para un comentarista de la época "no podía imaginarse un abandono más completo de la antigua teoría de la negación (de la intervención del Estado) que el que muestra esta actividad gubernamental tan extensa y minuciosa". Esta nueva política, que habría de culminar en la década siguiente, venía a reflejar, en parte, la transformación del partido liberal como consecuencia de la crisis del "Home Rule" para Irlanda. Pero, sobre todo, era expresión del cambio que se había producido en la opinión pública, a partir de 1880, por diversas causas: la pérdida del papel hegemónico de la economía británica, los efectos sociales de la crisis económica, y la publicación de algunos libros como "The Bitter Cry of Outcast London", de Andrew Meares, en 1883, y, sobre todo, de los dos volúmenes de Charles Booth, Life and Labor of the People of London, en 1889 y 1891, que habían puesto de manifiesto el deplorable estado de amplios grupos de población. Así como el principal motivo de la legislación social alemana, anterior a 1914, fue neutralizar la amenaza revolucionaria de la clase obrera, ha escrito Gerald A. Ritter, "las reformas sociales británicas trataron de resolver, primariamente, el problema de la pobreza de las masas". En Francia, por último, el establecimiento de la III República tuvo escasos efectos en la política social porque, como ha escrito Roger Price, los "republicanos moderados estaban tan preocupados por preservar el ethos individualista del viejo orden social, como lo estaban los conservadores". Sólo en el cambio de siglo, radicales como Leon Bourgeois y socialistas independientes como Millerand, promovieron la legislación social, en gran parte con fines electorales. No obstante, en las últimas décadas del siglo XIX dado lo arbitrario e inadecuado del sistema de asistencia pública en manos de las autoridades locales, el Estado comenzó a aceptar obligaciones respecto a grupos concretos, como los niños abandonados, en 1884, o los enfermos indigentes, en 1893.
contexto
Los nuevos dirigentes de la ciudad, Arístides y Cimón, hijo de Milcíades, inician de manera inmediata una política expansionista, tendente a hacer desaparecer de manera total la presencia persa de las costas del Egeo. En el año 477, Cimón dirigió un contingente contra Eón, situada junto al río Estrimón. De este modo se provocaba la eliminación de la presencia persa en las costas tracias y se recuperaba el control de los accesos a las riquezas de la zona. En relación con las acciones sucesivas, van siendo cada vez menores sus relaciones con la guerra contra los persas. La isla de Esciro estaba en manos de los piratas, lo que, dada su posición geográfica, ponía de hecho obstáculos a las vías de comunicación marítima hacia el Helesponto, elemento clave en la recuperación ateniense tras la guerra. Por otro lado, en ella se recuperó la práctica del asentamiento de cleruquías, poblaciones atenienses que se trasladaban para explotar una parcela, kleros, sin alterar, como en el caso de las colonias, la condición de ciudadano. Era un modo relativamente nuevo de solucionar los problemas de la tierra, evitando el modo brutal de exclusión propio de la época arcaica. Los thetes acceden así a la clase de los hoplitas y se integran en el ejército, aunque para ello tengan que abandonar físicamente la ciudad, lo que puede significar también un alivio en la tensión social al desaparecer una buena parte de los thetes, no siempre ocupados en la acción naval. Ahora, ambas vías se complementan en el momento optimista subsiguiente a la guerra contra los bárbaros. Sin embargo, a pesar de todas las justificaciones reales, Cimón halló también una causa patriótica, asentada en las tradiciones heroicas. Trataba de vengar la muerte de Teseo y de hallar sus restos para trasladarlos a la ciudad. El heroísmo del hoplita adquiere así un tono aristocrático consecuente con la vía individual iniciada por los que están capitalizando los triunfos de la guerra. Tanto en Eón como en Esciro la población fue esclavizada, sobre la base de que se trataba de poblaciones no griegas. De hecho, aparece otra faceta característica de la nueva situación, donde se afirma la libertad de los thetes paralelamente al control externo de territorios y poblaciones. Sin embargo, en la misma época se suceden las intervenciones violentas en centros de población griega, como en Caristo, en la isla de Eubea, en donde se llega a un acuerdo, después de la guerra. De Naxos dice Tucídides que fue la primera ciudad griega esclavizada después de un intento de salirse de la alianza. Tal vez haya habido una revuelta vinculada a algún cambio político, en el que los oligarcas hayan intentado desprenderse del control del demos ateniense. Sería el primer caso en que relaciones imperialistas y vicisitudes políticas internas aparecen vinculadas entre sí. Tucídides, sin embargo, lo atribuye más bien a las relaciones que se establecen dentro de la alianza, donde las ciudades quedan en situación de inferioridad por limitarse a participar con dinero y no con naves ni contingentes militares. Cimón continúa las acciones de control de los mares frente a Persia en Caria y Licia, hasta la batalla del río Eurimedonte, en Panfilia, datada, según los autores, en 469 y en 466, frente a tropas persas y naves fenicias, que significó de hecho la anulación de la capacidad de éstas para mantener su presencia en el Egeo.
contexto
Las transformaciones provocadas por la economía capitalista acarrearon también cambios sociales en los que se pusieron de manifiesto grandes desigualdades en el disfrute de las nuevas riquezas. La constatación de esa realidad produjo un aumento de las reflexiones teóricas en torno a la manera de resolver esas desigualdades (teoría socialista), a la vez que se dieron los primeros pasos para la defensa efectiva de los intereses de las clases trabajadoras (movimiento obrero). Ambos fenómenos se originan por separado, aunque terminarían por complementarse en los años finales de siglo.
contexto
El mosaico de grupos, culturas y civilizaciones de Europa central y septentrional viene definido tradicionalmente por la arqueología cerámica, pues, es esta parte del equipamiento material la que marca sus características específicas y su distribución geográfica; pero el estudio y la comprensión del proceso de neolitización es una tarea más compleja que la búsqueda reiterada de los fósiles-directores, y abraza una complicada trama de aspectos sociales y económicos que, sin duda, nos lo definen de forma más histórica; y además, la aparición misma de la cerámica puede preceder, suceder y hasta permanecer independiente de las innovaciones económicas. En todo caso, siempre habrá que tener en cuenta los cambios en el modo de fabricación, forma y decoración que caracterizan estos elementos a lo largo del Neolítico, en estas áreas europeas. Para el conjunto de estos territorios, diversos autores hacen hincapié en el hecho que se produjeron contactos claros entre la población indígena y los inmigrantes neolíticos, con consecuencias históricas de relevancia, mientras que otros dan una mayor importancia a la diversificación precedente de los grupos culturales, antes del mismo inicio del proceso neolitizador, por lo que las nuevas formas socioeconómicas serán complejas y tendrán multitud de comportamientos según las regiones. En definitiva, pues, se trata de observar cómo tampoco para la parte centro-norte de Europa y a diferentes escalas espacio-temporales podemos pensar en una dinámica única y homogénea de la aparición y el desarrollo de las primeras comunidades campesinas; el fenómeno, no obstante, compartirá una serie de variables comunes que parecen bien establecidas. La visión tradicional que prevalecía hasta los años sesenta-setenta nos hablaba de una neolitización lineal y en dos fases principales: eran el Danubiano I y II de Childe. La agricultura y la ganadería, los grandes asentamientos con economía de producción, se establecieron en las zonas más fértiles a lo largo de los principales ríos europeos; éstos, a su vez, sirvieron de ejes de la colonización a los nuevos pueblos agrícolas. Aunque de manera un poco simplificada, ésta es la idea que aún prevalece implícita en algunas interpretaciones, ya que incluso hoy día se sigue destacando dos momentos clave en el proceso de consolidación de las primeras sociedades campesinas de la Europa continental. Con este modelo general como marco de referencia, se desarrolló posteriormente una teoría de explicación más amplia que seguía esquemas difusionistas. En la aparición de las primeras sociedades campesinas de Europa había que contemplar dos grandes tradiciones o corrientes: la que se desarrollaba por la Europa mediterránea, la más antigua (cerámicas cardiales), y la que abrazará la Europa continental, más reciente (cerámica de bandas). En la actualidad se han elaborado nuevas interpretaciones al respecto que, aunque se mantienen en el marco general del difusionismo, intentan precisar y rehuir el simplismo y el mecanicismo de los postulados anteriores. Durante el Postglaciar la economía sufre un cambio importante y muy significativo: la aparición del cultivo de los cereales y la ganadería. Se explotan nuevos recursos y se recurre a diferentes soluciones tecnológicas para esta nueva diversidad productiva. De esta manera se modifican los tipos de habitación y de subsistencia: los asentamientos se fijan durante más tiempo en el territorio explotado y la alimentación resulta más segura y productiva. Fruto -o motor, según se analice- de este cambio económico será el crecimiento demográfico y el desarrollo social. Toda esta dinámica no puede explicarse sólo por el origen exógeno de un proceso ya plenamente formado, aunque como hemos visto, estos autores consideran evidente, basándose en las dataciones radiocarbónicas, el flujo Próximo Oriente-Europa (son más antiguas en el primer foco): al contrario, se debe contemplar el conjunto de la interrelación entre los aspectos que generarían las colonizaciones intrusivas, las soluciones escogidas ante los problemas indígenas y, por último, los mismos frutos de la experimentación autóctona. Diversos factores ambientales condicionaron estos procesos socioeconómicos: un clima cálido y más húmedo de la fase Atlántica, el clímax de la cobertura boscosa y el enriquecimiento de los suelos (clima, erosión de vertientes, aluviones, aportaciones eólicas). Precisamente en estos momentos empieza a documentarse, al margen de los efectos del clima, la intervención humana, que ya afecta considerablemente a los terrenos naturales (desmontes, cultivos...). Pero también serán importantes otros elementos quizá más regionales: en las zonas litorales se llega a la cota máxima del nivel marino y se compensan los movimientos isostáticos, las tierras del Báltico interior se recuperan y se produce el avance de las aguas de la cuenca meridional del mar del Norte. Las nuevas estrategias económicas de este periodo, en conjunción con las tradicionales actividades de subsistencia (caza, recolección de vegetales silvestres), marcarán unos patrones de asentamiento específicos, que principalmente vendrán determinados por las necesidades del trabajo agrícola y ganadero.