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A lo largo del más de un millón de años que podemos considerar que ocupó cronológicamente el Paleolítico Inferior, observamos la aparición de las primeras culturas humanas entendiendo como tales las pruebas objetivas de la transformación del medio. En él se construyen los primeros abrigos y cabañas, desde la de Olduvai DK a las de Terra Amata, Lazaret o Bilzingsleben. En ellas vemos soluciones que son simples pero efectivas, y que en muchos casos reflejan formas que perduran hasta la actualidad. Durante mucho tiempo se consideró que durante el Paleolítico Inferior los grupos humanos no tuvieron una tecnología desarrollada y su capacidad de sobrevivir era baja. Sin embargo, la propia evidencia nos demuestra lo contrario, durante más de un millón de años los grupos humanos sobrevivieron y se enfrentaron a medios ambientes diferentes, desde las selvas tropicales a los países templados. Su dispersión hacia el norte no pasa generalmente del paralelo 55. Sin embargo, no debemos olvidar que éste es también el límite aproximado de los máximos avances glaciares, por lo que toda evidencia de presencia humana más hacia el norte, anterior al último episodio glaciar, ha sido destruida por la propia acción de la erosión glaciar. Su tecnología, si bien simple, resultó efectiva. Los primeros homínidos entraron en la cadena de la tecnología. Mientras que los cantos trabajados son fáciles de fabricar, los bifaces necesitan una materia prima de mejor calidad, por lo que se hace necesario recorrer mayores distancias para encontrar las materias primas necesarias. El propio desarrollo de las técnicas de talla se vuelve más complejo y en algunos aspectos más antieconómico. Mientras que en los cantos trabajados se aprovecha casi el 100 por 100 de la materia prima, las técnicas de talla del Paleolítico Superior sólo aprovechan el 25 por 100 o menos de la misma, con lo que se hace necesaria una mayor movilidad de los grupos humanos. Antes del reconocimiento de las industrias sobre lasca del Paleolítico Inferior se consideraba que las técnicas de talla sólo podían conseguir unos pocos centímetros de filo activo, mientras que las técnicas de producción de hojas obtenían hasta dos metros. Sin embargo, el reconocimiento del temprano uso de lascas ha hecho cambiar este presupuesto. Los primeros artesanos no sólo usan los cantos trabajados, sino que en muchos casos éstos podrían ser núcleos para obtener lascas. En los avances técnicos se ha visto el reflejo de la denominada Ley de la Reina Roja. Este personaje, procedente de las obras de Lewis Carrol, expresa el principio de "correr mucho para poder estar siempre en el mismo lugar", de la misma manera los distintos procesos técnicos tienden a obtener mejores resultados, pero a costa de aportes energéticos progresivamente mayores. De esta manera vemos también cómo la cultura humana se rige por el segundo principio de la Termodinámica: es cada vez mayor el aumento de la entropía o del desorden, considerando como tal la imposibilidad de volver atrás, y que cada avance cultural implicará la creación de contrapartidas de mayor gasto de energía para mantenerlo. Las pautas de ocupación del territorio cambian con el tiempo, aumentando el número de yacimientos conocidos. Sin embargo, es éste un dato que debemos tomar con precaución. Durante el Pleistoceno Inferior, como hemos visto, encontramos yacimientos por todo el sur de Europa, desde España a Grecia y desde el Mediterráneo hasta la gran llanura. El número de yacimientos es escaso, lo que se ha utilizado como prueba de una baja densidad de población. Sin embargo, el esquema es también para nosotros erróneo. Si durante más de un millón de años encontramos restos humanos por el continente, esto demuestra que los grupos tenían suficiente capacidad reproductora, y ésta sólo se alcanza con grupos humanos que pueden intercambiar elementos reproductores, por lo que deben establecer contactos constantes. Éstos no son viables si existen cientos o miles de kilómetros de separación entre los grupos. Los yacimientos que se conservan son sólo una mínima parte de los que ocuparon los grupos humanos, por lo que su conocimiento y protección deben ser una meta de los investigadores y de la propia sociedad. La incapacidad de los grupos humanos del Pleistoceno Inferior y Medio para sobrevivir parte de la tautología expresada por muchos autores, que nos dice que sólo los seres humanos modernos tienen actitudes modernas. El principal problema es definir lo moderno. Si consideramos las diferentes adaptaciones de las poblaciones predadoras actuales para sobrevivir en los diferentes medios ambientes, vemos cómo las soluciones no son uniformes, sino que cada grupo obtiene sus recursos de la mejor forma según cada región. Un caso paradigmático es la profunda discusión que sacude a los investigadores en la interpretación de la capacidad de cazar de los grupos humanos. Mientras que los primeros investigadores veían en ellos a potentes cazadores de grandes mamíferos, interpretando como cazados los elefantes de Olduvai o Torralba y Ambrona, en la actualidad se les suele considerar como meros carroñeros. Los chimpancés son capaces no sólo de comer carne cuando pueden, sino que también sabemos que son capaces de organizar auténticas batidas para cazar animales que van desde otros monos a pequeñas gacelas. La evidencia arqueológica nos demuestra que ya desde hace más de 2,5 millones de años los grupos humanos utilizan la carne como alimento. Incluso tenemos la evidencia de alteraciones fisiológicas. Un resto de Homo erectus procedente de Koobi Fora, conocido como KNM ER 1808, tiene deformaciones producidas por una hipervitaminosis A provocada por la ingestión de carne, especialmente hígado, en cantidades excesivas. Sin embargo, esto no resuelve el problema de si eran cazadores o carroñeros. La obtención del alimento procedente de la carroña implica también la existencia de competencia con otros carroñeros o predadores como las hienas. No resulta complicado pensar que pronto los grupos humanos prefirieron la caza directa a la competición con estos animales, por otro lado, también peligrosos. Los estudios realizados en las reservas africanas demuestran que las hienas pueden llegar a cazar y los leones carroñear presas muertas. Con todo esto queremos situar el problema en una justa medida. Los grupos humanos durante el Paleolítico Inferior tendieron a considerar la carne como un recurso fundamental, sobre todo cuando se extendieron fuera de Africa. Los estudios etnográficos actuales nos indican que las sociedades utilizan recursos vegetales cuanto más se sitúan cerca del Ecuador y que la caza es la fuente de alimentos principal según se encuentran hacia el norte, llegando al extremo de algunos grupos esquimales, que sólo se alimentan de productos animales. La presencia de restos animales junto a restos industriales humanos es la norma en los yacimientos arqueológicos. Sin embargo, la habilidad se fue mejorando con el tiempo, de forma que ya durante el Pleistoceno Medio no parece que se pueda dudar de una actividad cazadora como base de la economía en las zonas templadas. Incluso en algunos yacimientos como Lebenstedt, los restos de reno alcanzan el 63 por 100 de la fauna, una cantidad semejante a la de los yacimientos del Paleolítico Superior local. Todo esto nos indica que los datos que poseemos sobre este período tan fundamental de la historia humana son aún escasos y su interpretación puede llevar a discusiones. Sin embargo, no debemos olvidar que muchos de los descubrimientos e invenciones que veremos servirán a los grupos humanos de otros momentos como el Paleolítico Superior para alcanzar sus metas. Se descubrieron durante este momento el fuego, la construcción de abrigos o cabañas, las técnicas de talla (incluyendo la de hojas), etc. También fueron capaces de conquistar por vez primera otros continentes, de forma que solo América y Australia-Nueva Guinea quedaron fuera de la colonización humana hasta el Pleistoceno Superior.
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La restauración imperial de la Navidad del 800 se convirtió en el gran mito político de la Europa Medieval. Un mito que contrastaba brutalmente con las limitaciones entre las que se desenvolvieron Carlomagno y sus sucesores. Limitaciones que alcanzaban no solo al aparato institucional carolingio sino también -y esto es lo más importante- a sus recursos humanos y económicos. Se seguirá discutiendo si la época de Carlomagno supuso una ruptura económica con el mundo antiguo, tal y como pensó H. Pirenne hace ya setenta años o si, por el contrario, la sociedad franca -como recientemente ha insistido G. Bos- fue una sociedad esclavista perfectamente ubicable en el marco de las sociedades antiguas. ¿Ruptura en torno al 700? ¿Mutación en torno al año Mil? En cualquiera de los dos casos, la Europa de los carolingios y de sus epígonos otónidas se nos presenta dotada de una cierta unidad.
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En términos generales, puede afirmarse que el conjunto de la población europea aumentó sus efectivos poblacionales entre 1500 y 1600 de 80 a 100 millones de habitantes, es decir, en torno a un 25 por 100. Las causas fueron diversas: mejora de la coyuntura económica, menor impacto de las epidemias, decrecimiento de los conflictos bélicos, etc. El aumento poblacional propició también una abundancia de mano de obra, que repercutió en la roturación de nuevos terrenos y en un incremento de la producción agraria. La industria también se vio favorecida con este aumento de la población activa. El comercio, descubiertos nuevos territorios y mercados, sufre una expansión hasta entonces desconocida. Los intercambios comerciales se intensifican y hacen de la actividad mercantil una de las más pujantes, en especial en zonas como los Países Bajos e Italia. A Europa acceden productos y bienes hasta entonces inalcanzables, mientras que se exportan manufacturas a los nuevos territorios colonizados. La sociedad estamental tradicional observa la pujanza de un grupo económico privilegiado, enriquecido con las nuevas actividades mercantiles. La burguesía, esencialmente urbana, mirará con resquemor su alejamiento del poder político y centrará en las ciudades el eje de su actividad, imponiendo nuevos modos y estilos de pensamiento. Nobleza y clero conservarán sus privilegios, mientras que una amplia categoría de desheredados inundará los campos y ciudades y serán caldo de cultivo para la marginación y la rebelión social.
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Desde los pasados años cincuenta resulta bastante general referirse al XVII como a un siglo de crisis. Dos trabajos simultáneos, sin aparente conexión entre sí, ambos publicados en 1954, vinieron a abrir un amplio debate historiográfico cuyo efecto inmediato fue la acuñación de un concepto desde entonces consagrado como rasgo central definitorio de aquella centuria. Los autores de dichos trabajos fueron Roland Mousnier y Eric Hobsbawm. El primero de ellos publicó, como parte de una "Historia general de las civilizaciones", dirigida por Maurice Crouzet, el volumen titulado "Los siglos XVI y XVII. El progreso de la civilización europea y la decadencia de Oriente (1492-1715)", el cual, a decir de A. Lublinskaya, contiene "una de las concepciones más tempranas y, a la vez, polifacéticas, además de completa, de la crisis general en el desarrollo de los países eurooccidentales". El otro trabajo, el de Hobsbawm, planteaba la tesis de una crisis general de la economía europea en el siglo XVII, vinculándose conceptualmente al debate abierto en los años cuarenta en el seno de la escuela marxista sobre la transición del feudalismo al capitalismo. Tan sólo unos años más tarde, en 1959, Hugh Trevor Roper publicaba otro trabajo sobre la crisis general del siglo XVII, que, en palabras de P. Fernández Albaladejo, venía a completar la trilogía fundacional de la crisis. El conjunto de estos trabajos contribuyó a definir el siglo XVII como un período afectado por una crisis universal que se extendió a lo económico, lo social, lo político e, incluso, lo espiritual. Desde la perspectiva de este capítulo, sin embargo, los trabajos más interesantes son los dos primeros, dado que el tercero, el de Trevor Roper, se orienta preferentemente en la dirección de explicar las causas de las crisis políticas y las revoluciones que tuvieron lugar en aquel período. En la obra de Mousnier, a la imagen expansiva de la Europa del Renacimiento ponía el contrapunto un siglo XVII dibujado en su conjunto con perfiles críticos. Para este autor, la crisis fue, principalmente, el resultado de la agudización de las tensiones estructurales del Antiguo Régimen como consecuencia del impacto de una coyuntura negativa. Ello resulta visible, en primer lugar, en el terreno de la economía. Los desequilibrios entre población y recursos, propios de la estructura económica de la sociedad preindustrial, se agravaron como efecto de las malas cosechas y de las periódicas crisis famélicas. Por lo demás, el desarrollo capitalista de Europa sufrió una ralentización al descender las remesas de metal precioso importado de América, que habían alimentado la expansión del XVI. La disminución de las importaciones de plata condicionaron, a su vez, una bajada de los precios. Si la inflación del siglo anterior había estimulado la acumulación de capitales y el desarrollo económico general, las tendencias deflacionistas del XVII, encubiertas a menudo tras violentas oscilaciones de los precios, habrían conducido irremediablemente a una caída de los beneficios, agravada por la contracción de la demanda que, junto a las malas condiciones económicas generales reinantes, produciría la menor circulación monetaria. La disminución de los beneficios desincentivó a su vez las inversiones en actividades productivas y, a la postre, arruinó a la industria. La aparente caída del volumen de intercambios de mercancías y el consecuente estancamiento comercial constituyeron el lógico correlato y una evidencia más de la situación de crisis. El análisis de Eric Hobsbawm se instala, a diferencia del de Mousnier, en un marco de mayor amplitud, al inscribir este fenómeno dentro de una etapa general de desarrollo de la economía capitalista que se extendería entre los siglos XV y XVIII. Durante esta etapa la economía europea, según Hobsbawm, atravesó una crisis general que desembocaría en el arranque del capitalismo industrial durante el siglo XVIII. Las principales evidencias de la crisis del XVII fueron: a) la decadencia o estancamiento de la población, excepto en Holanda, Noruega, Suecia y Suiza; b) la caída de la producción industrial; c) la crisis del comercio exterior e interior. En esta última línea, Hobsbawm constata cómo en las zonas clásicas del comercio medieval se operaron grandes cambios, pero tanto el comercio báltico como el mediterráneo decayeron sin paliativos después de 1650. Para Hobsbawm, la causa de la crisis no radicó en la guerra, sino en la persistencia de ciertos factores que entorpecieron el desarrollo capitalista en Europa, tales como la estructura feudal-agraria de la sociedad, las dificultades en la conquista y aprovechamiento de los mercados coloniales de ultramar y lo estrecho del mercado interior. En cualquier caso, Hobsbawm sostiene que la crisis del XVII, a la que hay que contemplar como un momento clave en la evolución del feudalismo al capitalismo, no presentó idénticas características que la crisis del XIV. Si ésta tuvo como consecuencia un reforzamiento de la pequeña producción local, en cambio aquélla indujo una concentración del potencial económico. Tal proceso se verificó en el ámbito agrario en la forma de concentración de tierras en manos de terratenientes, y en el ámbito industrial al consolidarse la manufactura dispersa (putting- out system) a expensas de la artesanía gremial. Ambos fenómenos contribuyeron a acelerar el proceso de acumulación capitalista previo a la revolución industrial. Sin embargo, el proceso no se verificó en toda Europa de forma general. La crisis del XVII estableció con claridad una división del Continente según el grado de desarrollo económico de las diferentes zonas. Fue sufrida de forma más aguda por los países mediterráneos, Alemania, Polonia, Dinamarca, ciudades hanseáticas y Austria. Francia se mantuvo en una posición intermedia. Mientras tanto, Holanda, Suecia, Rusia y Suiza tendieron más bien al progreso que al estancamiento. Pero la beneficiaria indiscutible fue Inglaterra, país que salió extraordinariamente reforzado de la crisis debido a que allí primaron los intereses manufactureros respecto a los comerciales y financieros. La crisis del siglo XVII contribuye a explicar, por tanto, el protagonismo inglés en el desarrollo de la primera revolución industrial durante el siglo XVIII y, en general, la precocidad de Inglaterra en la formación del capitalismo manufacturero. El efecto dinamizador sobre la historiografía de los primeros planteamientos sistemáticos de la crisis económica del XVII se dejó sentir en la aparición de un conjunto de estudios posteriores en el tiempo a los trabajos pioneros de Mousnier y Hobsbawm. Entre ellos deben citarse los de Ruggiero Romano, que se centraron en la Europa del sur y, más específicamente, en el caso italiano, aunque sin renunciar a conclusiones de carácter general. Para Romano, los años 1619-1622 marcaron un profundo cambio en la economía europea, que desde entonces se vio envuelta en un proceso de decadencia. Esta ruptura, visible en los terrenos industrial y comercial, constituyó la consecuencia directa de otra ruptura anterior de carácter agrícola que se produjo en la última década del XVI. El resultado en el ámbito social consistió en un proceso de refeudalización, sobre lo que insistió, aportando precisiones conceptuales, Rosario Vilari. La aportación del danés Niels Steensgard al debate teórico sobre la crisis del siglo XVII resultó también enriquecedora. Para este autor, el elemento central no fue una crisis de producción y/o de mercado, rasgo explicativo predominante en las anteriores versiones, sino una crisis en la distribución de la renta. El papel del Estado, a través de las detracciones fiscales, resulta determinante en esta interpretación, dado que contribuyó a agravar el endeudamiento privado, desequilibró la distribución y forzó la polarización social. La ruina del pequeño campesinado alimentó un proceso de concentración de la propiedad, mientras que la nobleza, también afectada por la crisis, incrementó la presión señorial y se adueñó de tierras de explotación comunal. La dimensión de la crisis del XVII como crisis feudal o capitalista ha centrado una parte del debate posterior, sobre todo en el seno de la escuela marxista. En la primera postura se situó, por ejemplo, David Parker, quien sostiene que las estructuras europeas seguían siendo típicamente feudales y que la crisis fue una crisis del feudalismo y no una crisis en el ascenso del capitalismo. En el extremo contrario se sitúa la tesis de Immanuel Wallerstein, para quien el siglo XVII no sólo no fue feudal sino que ni tan siquiera constituyó un momento de transición. Por el contrario, el sistema económico era ya capitalista desde el siglo XVI, y la crisis, la manifestación de una fase de estabilización que consolidaría la economía-mundo con centro en el occidente europeo activada a comienzos de la Edad Moderna. En este contexto polémico, del que se han señalado a título de muestra sólo algunos de sus hitos, no han faltado quienes han cuestionado la propia realidad de la crisis. Ya Ivo Schoffer advirtió en 1963 (en fecha, por tanto, temprana) que la importancia adquirida por la crisis del XVII radicaba en la capacidad operativa de la idea para organizar un discurso narrativo carente hasta el momento de un rasgo definitorio por excelencia, contrariamente a lo que sucedía con el XVI (el Siglo del Renacimiento) o con el XVIII (el Siglo de la Ilustración). La propia Lublinskaya se hace eco de este planteamiento. Schoffer sostuvo que las dificultades económicas del XVII resultaron las propias de las deficiencias estructurales del sistema y que, por lo tanto, no representaron nada cualitativamente diferente. Michel Morineau, por su parte, cuestionó también abiertamente la crisis, realizando una crítica minuciosa de los síntomas expuestos en trabajos anteriores, especialmente el derrumbe del comercio atlántico y báltico. Este último tipo de trabajos plantea la necesidad de reflexionar acerca del concepto de crisis como rasgo globalizador definitorio de la realidad económica del siglo XVII. Dicho concepto puede resultar en exceso simplificador, dado que encubre evoluciones desiguales, desarrollos diferenciales entre diversas áreas geo-políticas que condujeron a un cambio de equilibrios y a una alteración del sistema de hegemonía económica. No quiere ello decir que Europa no atravesara por dificultades. Éstas fueron, por cierto, muy profundas para diversos países. De lo que se trata es de replantear la idea de una crisis general y de analizar sus resultados divergentes, tanto desde la perspectiva regional como desde el punto de vista social. Lo cierto es que, mientras que para algunas áreas la crisis representó un freno en la marcha del desarrollo capitalista, para otras, mucho más restringidas pero también mucho más dinámicas, significó un período de cristalización de cambios profundos en las estructuras económicas. El concepto de crisis sigue siendo útil, aunque a condición de revisar sus exclusivas connotaciones peyorativas y de otorgarle el sentido de transformación que, en realidad, encierra.
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No cabe duda de que es en el plano de las estructuras socioeconómicas, y de sus fundamentales mutaciones, en el que se ha situado uno de los debates esenciales de la moderna historiografía; y ello tanto en una perspectiva de matiz marxista como weberiana. Sustituida para la época que nos ocupa la vieja concepción decadentista por otra que acentúa el carácter propio del periodo, concretado en la particular estructuración de elementos de la Antigüedad clásica con otros de los tiempos plenamente medievales, es evidente que el análisis de las realidades socioeconómicas deberá centrarse en las transformaciones sufridas por el campo y la ciudad, con el telón de fondo de los diversos factores demográficos. Especial interés tiene el estudio del medio rural, dada la supremacía indiscutible de lo agrario en las sociedades occidentales de estos siglos. Si partimos del predominio significativo de la gran propiedad senatorial durante el llamado Bajo Imperio, tendrá particular importancia el análisis de los posibles cambios introducidos en tal statu quo por el asentamiento de grupos de invasores germánicos y el establecimiento de las nuevas formaciones estatales romano-germánicas; máxime si se tiene en cuenta que ambos fenómenos se produjeron bajo modalidades y tiempos muy diversos, y sobre zonas del antiguo Imperio romano dotadas de particularidades específicas por la geografía y la densidad demográfica y por su misma tradición histórica anterior. Tampoco puede olvidarse que el punto final de la evolución socioeconómica de estos siglos sería la plena afirmación de dos grandes clases sociales bien definidas horizontalmente: la aristocracia feudal latifundista, con una funcionalidad en su mayor parte militar, y un amplio campesinado dependiente (servidumbre de la gleba). Polarización social, realizada en base a criterios económicos y político-ideológicos, que se vería unida a la generalización, aunque con variedades y excepciones regionales, del denominado régimen señorial en la explotación de la gran propiedad. En el ámbito urbano, el análisis también debería centrarse en torno a la problemática planteada por las continuidades y discontinuidades con respecto a la Antigüedad clásica. Una tal problemática abarca tanto a la ciudad en su mero aspecto físico -en sí mismo o en relación a todo un territorio centrado en ella- como en su contenido social y a su función económica.
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En España, el último cuarto del siglo XIX no fue un período de grandes transformaciones globales en los ámbitos de la economía, la sociedad y la cultura. Las persistencias en todos estos campos fueron más importantes que los cambios. El desarrollo de la España contemporánea, por decirlo con el título del libro de Gabriel Tortella, ha seguido un curso lento, aunque con fases de aceleración, ninguna de las cuales tuvo lugar entre 1875 y 1900. El fenómeno de mayor trascendencia ocurrido en aquellos años, en el terreno económico, quizás sea un hecho negativo: la repercusión que en la Península tuvo la crisis agraria que afectó a toda Europa occidental y que impulsó a los gobernantes a tomar una medida que hizo más lento todavía el desarrollo económico, la intensificación del proteccionismo arancelario. La novedad más importante, en relación con la composición y organización social, de la conocida en historia universal como época del imperialismo, fue el surgimiento de la sociedad de masas -caracterizada, como ha señalado Juan Pablo Fusi, por "el crecimiento explosivo y desbordante de la población y por el carácter inorgánico y fragmentado de la estructura social-; este hecho tuvo un reflejo limitado en una España con la tasa de mortalidad más alta de Europa, a excepción de Rusia, y que todavía era abrumadoramente rural y tradicional. Por otra parte, los grandes fenómenos culturales de estos años -la extensión de la alfabetización y de la educación a la gran mayoría de la población, el avance de la secularización, y la creación y difusión de nuevas identidades nacionales tampoco fueron experimentados intensamente por un país con altas tasas de analfabetismo, en plena recuperación de la Iglesia católica, y con arraigadas costumbres y sentimientos locales. No quiere decir esto que no ocurrieran algunas cosas importantes en todos estos campos. Algunas ciudades, y la cultura urbana, en general, experimentaron un notable desarrollo. Más de un millón de personas emigraron, en su gran mayoría a América. La segunda revolución industrial tuvo sus manifestaciones más destacadas en el desarrollo de la minería, en diversos puntos de la geografía española, y en la creación de una moderna siderurgia en Vizcaya, que supuso el origen del actual País Vasco. En alguna medida, se extendió una mayor conciencia de los problemas sociales y de la pobreza que afectaba a grandes masas de población. Se configuraron algunos de los elementos esenciales de la identidad española. Surgió una iniciativa educativa que habría de ejercer una gran trascendencia: la Institución Libre de Enseñanza. Y los escritores realistas y naturalistas produjeron algunas de las obras más destacadas de la literatura castellana. Todo ello constituye, sin duda, una parte importante del proceso de modernización de España -entendiendo por tal la adquisición de las características fundamentales de la sociedad actual, a través de desarrollos sectoriales relacionados entre sí, aunque no de una forma determinista y mecánica-. En la mayoría de los casos, estos progresos -según la mentalidad positivista de la época- sentaron las bases para cambios más generalizados e intensos, que habrían de experimentarse en el nuevo siglo.
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El Régimen de Franco empezó aplicando una política económica que se puede llamar fascista; es decir, fuerte control del Gobierno, regulación y estimulación de una economía basada en la propiedad privada. La economía estatal definía perfectamente el temperamento y las ideas de Franco. Era un ignorante del funcionamiento de la economía -como casi todos los dictadores- y creía que se podía lidiar con ella como lo hacía un general con su ejército: dando órdenes y directrices desde arriba sobre cómo debía comportarse. Al mismo tiempo, Franco aborrecía cualquier forma de socialismo, que él identificaba con el ateísmo, el mundo soviético y un estilo de vida asiático. Había que respetar la propiedad privada, mantener bajos los impuestos -igual que durante la época de la monarquía y la República-, lo que dejaba al Estado falto de dinero con el que alcanzar sus metas económicas. Las diferencias entre la economía subdesarrollada de España y los objetivos de un país moderno y poderoso que se había marcado el Régimen desaparecerían gracias a la estimulación y regulación del Gobierno y a las inversiones estatales que se harían a través del Instituto Nacional de Industria (INI). En 1939 España se enfrentaba a la gigantesca tarea de lograr la recuperación del país tras la Guerra Civil. El conflicto no había sido tan destructivo en términos económicos como otras guerras del siglo XX. Se había acabado con una parte relativamente pequeña de la capacidad productiva de España. Los problemas más graves procedían del caos general y la desorganización que había dejado la guerra. En aquel momento la autarquía -una política basada en el nacionalismo y la autosuficiencia, bastante cerrada al mundo exterior- era el sistema que mantenían las otras tres dictaduras destacadas de Europa: Alemania, la Unión Soviética e Italia. Se pensaba que, por extensión, tenía que ser el mejor sistema para España también. Pero España no tenía los recursos de Alemania o de la Unión Soviética, necesitaba ayuda y comercio exterior mucho más que estos dos países. Su programa autárquico era arbitrario e improvisado y cambiaba enormemente de un sector a otro. Desaconsejaba la existencia de un mercado internacional y la exportación, mientras que fomentaba la importación de industrias de sustitución. El control y las regulaciones estatales fijaban precios y salarios en casi todos los ámbitos y reforzaban la estructura económica basada en pequeñas empresas a base de otorgar créditos, sin importar lo ruinoso que fuera el negocio. Era imposible instaurar las economías de escala necesarias para un funcionamiento óptimo y cuando se construían nuevas plantas en zonas no industriales -loable desde el punto de vista de la lucha contra los desequilibrios regionales- se disparaban los costes. Para un desarrollo rápido y eficaz era necesaria la inversión de capital y nuevas tecnologías, dos cosas muy escasas en España. En general, los años de la Segunda Guerra Mundial fueron desastrosos para España, hasta el punto de que en algunos aspectos había más miseria social que durante la propia guerra civil. Esto no era por los efectos directos de la guerra, ya que durante el primer conflicto europeo y como país neutral, la economía española había avanzado rápidamente y a otros países neutrales como Portugal, Turquía, Suecia y Suiza les fue bastante mejor que a España. El motivo de la pobreza económica fue la política económica y diplomática del Régimen, empeñado en mantener una rígida autarquía y prestar más atención a las economías en decadencia de Alemania e Italia, en vez de dirigir sus intereses hacia el creciente poder económico de los Aliados occidentales. En 1945 estaba claro para los líderes del Régimen que la autarquía tendría que modificarse. Entre 1945 y 1946 se hicieron algunos cambios para asociarse con el mercado internacional, aunque se seguiría practicando una política nacionalista y restrictiva durante otros 14 años, hasta 1959. La rigidez de la autarquía se aplicaba sobre todo al comercio exterior. España no recuperó su nivel de exportaciones de antes de la Guerra Civil hasta 1950. El rigor financiero y una balanza de pagos negativa mantuvieron las importaciones por debajo de los niveles de 1936. La política estatal se concentró en la producción de carbón y acero, y más adelante en el desarrollo hidroeléctrico, que era donde se habían obtenido mayores beneficios a finales de los años 40. El INI jugó un papel destacado en los sectores del carbón, el combustible y la electricidad. Entre 1942 y 1948 puso en marcha nuevas empresas de gran relevancia como Iberia -1943- y ENASA en 1946, que fue la impulsora de Pegaso -principal productor de camiones y autobuses del país- y participó en la reestructuración y ampliación de muchas más. El ferrocarril y el teléfono también se nacionalizaron y en 1946 se empezó a prestar atención a las líneas férreas y a las autopistas, que se habían deteriorado enormemente. En 1946 la producción industrial, en general, sobrepasó los niveles de 1935 en un 2 por ciento. Sin embargo, la agricultura se dejó de lado, lo que trajo como consecuencia la mala alimentación de parte de la población. El sector más favorecido probablemente fue la metalurgia vasca, que se fomentó enormemente, ya que era una pieza clave para el Ejército. La industria textil decayó tanto que sólo logró alcanzar un 60 por ciento de la producción de preguerra; el sector químico no volvió a sus niveles de 1935 hasta 1950; sin embargo, el carbón sobrepasó las cifras de la época de preguerra en un 30 por ciento y en 1945 hasta en un 60 por ciento. El crecimiento más espectacular se dio en la producción eléctrica, que en 1948 era casi el doble de lo que había sido una década antes, aunque la sequía todavía producía cortes intermitentes. En 1948 se empezaron a acelerar las inversiones y a partir de entonces la expansión industrial se generalizó. En 1949 se construyó el primer avión de transporte completamente español. La agricultura y el sector textil siguieron siendo los más deprimidos de la economía; sus niveles se mantuvieron muy por debajo de los que se habían alcanzado en los años anteriores a la guerra. En 1940 se promulgó la Ley de Intensificación de Cultivos para obligar a los terratenientes a que pusieran más tierras en cultivo, pero el Estado no siempre hacía cumplir la ley y no tuvo tanto éxito como la Unión Soviética. En 1939 sólo el 77 por ciento de las áreas dedicadas al trigo antes de la guerra eran productivas. Este porcentaje aumentó de forma muy lenta, llegando a un 90 por ciento 10 años después. La cosecha de trigo de 1941 fue oficialmente de 2,4 millones de toneladas, cuando lo que se necesitaba eran 4 millones. Las condiciones climáticas a menudo fueron muy malas durante la década. La sequía de 1944-45 provocó la cosecha de trigo más pobre de todo el siglo, peor todavía que el calamitoso 1904. Esta producción de trigo en 1945 sólo llegaba al 53 por ciento de la media de la preguerra, y en 1946 la producción de alimentos se había elevado sólo hasta el 79 por ciento del nivel de 1929 y volvió a caer a 64 por ciento en 1948. A los efectos de la sequía prolongada había que sumar la falta de gestión, de inversiones y de mejoras tecnológicas, de todo lo cual era en parte responsable el Estado con su política y sus regulaciones. Apenas prestaba atención a la base agrícola de su economía a la hora de distribuir recursos. Las inversiones en agricultura apenas llegaban a un 4 por ciento del total de la inversión pública y privada anual durante los años 40. Por tanto, durante una década de racionamiento y condiciones muy duras, fue necesario que este país esencialmente agrícola utilizara sus escasas divisas para importar alimentos de primera necesidad. No es sorprendente que los alimentos fueran el producto de mayor importancia en el mercado negro de los años 40. Debido a los bajos precios que se fijaban y a otros rigores, el Servicio Nacional del Trigo no podía controlar toda la producción de grano, de modo que casi un tercio de todo el grano que se produjo durante la década de los 40 terminó en el mercado negro. Como se vendía a precios mucho más altos que los que fijaba el Gobierno, los productores de grano obtenían un 60 por ciento de sus ingresos del estraperlo. Una ley del 30 de septiembre de 1940 fijaba multas muy altas y sentencias de prisión para los vendedores y compradores del mercado negro, y al poco tiempo se instituyó la pena de muerte para crímenes especialmente graves. Durante el primer año en que las nuevas sanciones estuvieron en vigor, se detuvo a unos 5.000 traficantes y se pusieron multas por valor de más de 100 millones de pesetas, pero tuvo poco efecto, debido a la escasez, la mala administración y la corrupción desmedida del sistema. A pesar de la reducción del área dedicada al cultivo, la población agrícola siguió creciendo, en parte por las restricciones que había en la industria urbana y en parte por el crecimiento demográfico natural. La mano de obra agrícola pasó de 4,1 millones en 1932 a 4,8 millones en 1940, y a 5,3 millones en 1950, antes de que empezara a decrecer. El Gobierno había anulado casi por completo el programa radical de colectivización y redistribución de la tierra de la Zona Republicana, pero reconoció que era necesaria una política de reforma agraria, que sustituyera a su propio programa de reformas técnicas dirigidas a obtener mayores ingresos y mayor producción. Esto se inspiró en la política hidráulica y cuyos antecedentes estaban en los primeros años de Franco, Joaquín Costa y otros regeneracionistas, y que habían iniciado parcialmente Primo de Rivera y la República. También se pretendía poner en marcha un modesto programa para que un número mayor de campesinos pudiera ser dueño de sus tierras, una especie de "colonización interna limitada" -como en 1907-, no como en tiempos de la República. Para ello el Servicio Nacional de Reforma Económico-Social de la Tierra, creado con el primer Gobierno de Franco en 1938, se sustituyó en octubre de 1939 por el Instituto Nacional de Colonización. Como éste no tenía fondos, se promulgó una nueva ley en diciembre de 1939 para fomentar que el capital privado ayudara a los campesinos que tuvieran tierras sin cultivar, pero con pocos resultados. Una ley de abril de 1946 para la colonización de interés local otorgó tierras a aquellos que no tenían, pero los logros de semejantes programas eran poco significativos. A finales de los 40 en algunas zonas hubo verdaderas mejoras en cuanto a la expansión de la irrigación y otras instalaciones. De pronto las inversiones en agricultura se multiplicaron por dos, hasta alcanzar un 9,33 por ciento del total nacional en 1953 y crecieron más al final de la década de los 50, pero casi la mitad procedía de los fondos públicos. En los últimos años de la década los cambios empezaron a afectar realmente a la agricultura española. Estaba comenzando la transformación que tendría lugar a lo largo de los 25 años finales del Régimen. Una de las limitaciones que tenía el Estado para llevar a cabo un desarrollo más rápido era su política fiscal. No había ningún interés en redistribuir la renta mediante los impuestos. En 1948 el Estado sólo recaudaba un 14,76 por ciento de la renta nacional contabilizada, en comparación con casi un 21 por ciento que se recaudaba en Francia y un 33 por ciento en Gran Bretaña. Los grandes ganadores de estas condiciones restrictivas fueron los grandes bancos. Los cinco más importantes (Central, Español de Crédito, Hispano Americano, Bilbao y Vizcaya) crecieron a un ritmo sin precedentes y sus beneficios anuales aumentaron en un 700 por ciento. Según las estimaciones, dominaban casi un 65 por ciento de los recursos financieros movilizados en España en 1950; una ironía si se recuerda el programa falangista original que se oponía al control de los bancos por medio de la nacionalización de los créditos. Para España, los años 40 fueron de una dureza terrible. Las condiciones variaban ligeramente de una región a otra y en algunas, los gobernadores civiles a veces lograban obtener más alimentos. Con el mercado negro, que era realmente necesario para la supervivencia, se creó una nueva clase media; el gobernador civil de Valencia señaló en 1947 que el consumo diario de comida que garantizaba el racionamiento en su provincia era de 953 calorías. El racionamiento era algo común en casi toda Europa durante esta década y el sufrimiento económico fue más o menos el mismo en todos los países, pero el sistema español no podía garantizar las mismas cantidades mínimas de alimentos que los demás. El crecimiento sostenido no comenzó hasta 1948-49, igual que en el resto del continente. Los niveles de renta per capita de los años anteriores a la Guerra Civil no se recuperaron hasta 1951. Comparada con 1935, la renta per capita ajustada (en dólares) estaba en 79 en 1940, llegó a 87 en 1942 y se hundió hasta 71 en 1945, fecha en que empezó a subir de nuevo. El desempleo descendió rápidamente de 477.808 parados en 1940 a 147.946 en 1945. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que estas cifras escondían el paro masivo que había en la agricultura. La situación era peor de lo que parecía, porque era una población activa relativamente escasa que apenas incluía mujeres. Además, no se podía paliar este desempleo por medio de la emigración o del trabajo en el extranjero. Sólo volvió a haber emigración después de 1945 y fue sobre todo a Venezuela; 135.487 españoles se marcharon entre 1945 y 1950. En los años 40 se dio la mayor inflación de la Historia de España. Esto se había evitado en gran medida en la zona nacional durante la Guerra Civil, pero en el bando republicano se había perdido absolutamente el control y durante la posguerra empezó a afectar a todo el país. A finales de 1940 los precios habían aumentado en un 150 por ciento respecto a los años de preguerra y se estabilizaron parcialmente durante 1942-45. Pero en 1946 volvieron a subir en casi un tercio y otro tanto al año siguiente. En 1948 empezaron a bajar un poco, pero estaban casi seis veces más altos que en 1936. En los alimentos fue donde más efecto tuvo la inflación, que perjudicaba sobre todo a las clases más bajas. Los salarios no crecían al mismo ritmo que los precios, aunque a menudo la diferencia se paliaba por medio del doble empleo, el mercado negro y el principio del sistema de seguridad social. Hasta 1952 el nivel medio de vida no alcanzó el que había en 1936. Los logros más impresionantes de estos años se dieron en la atención médica y el sistema sanitario. Era imposible que un país con el nivel de desarrollo que tenía España en aquellos años pudiera ofrecer servicios médicos avanzados y de calidad para todos, pero se hicieron grandes avances en aspectos como la maternidad y la infancia. La mortalidad infantil, por ejemplo, disminuyó de un 109 por mil en 1935 a 88 una década después y se redujo a la mitad en 1955. El índice de muertes por parto también sufrió un descenso de 2.196 por cada 100.000 partos en 1935 a 1.183 en 1945 y a menos de la mitad 10 años más tarde. El sistema de bienestar se desarrolló por etapas. Las primeras subvenciones a familias numerosas o necesitadas se anunció el 18 de julio de 1938 y en 1942 alrededor de un 10 por ciento de la población recibía una renta complementaria del Estado. Se puso en marcha un nuevo programa de seguros estatales que empezó el 1 de septiembre de 1939 con el Seguro de vejez, pero éste no se hizo extensivo a los trabajadores agrícolas hasta febrero de 1943, seguido del Seguro Obligatorio de Enfermedad que comenzó el 14 de diciembre de 1942. El Régimen anuló prácticamente todas las transferencias de propiedad que se habían llevado a cabo durante la República y la revolución, pero su política social no podía decirse que fuera reaccionaria sin más, ya que mantuvo o adaptó parte de la legislación precedente y en algunos aspectos la amplió. Una innovación fue el Ministerio de la Vivienda, instaurado como tal en 1957 para financiar la construcción de nuevas residencias a escala nacional para grupos sin recursos. En 1950 había 42.000 nuevas unidades subvencionadas. En los escasos discursos que hizo Franco ante grupos de trabajadores, como el que dio en la inauguración de la nueva fábrica de SEAT en Barcelona en junio de 1949, le gustaba dar seguridad afirmando que el Régimen estaba en contra del capitalismo tanto como del marxismo. Lo que quería decir con su rechazo del capitalismo, sin embargo, era que no quería una economía liberal sino una regulación estatal y el arbitrio de la Organización Sindical. La estructura sindical del país se terminó de planificar durante los años 40 aunque quedaron fuera muchos trabajadores, especialmente en pueblos pequeños y en el campo. En 1945 se habían creado 16 sindicatos nacionales para cada una de las ramas básicas de la economía, pero los que se encargaban del sector agrícola no estaban organizados del todo. Intentaron proteger ciertos intereses de los trabajadores, pero en general no fueron más que instrumentos de control del Gobierno. Los únicos elementos representativos eran los enlaces sindicales, que eran los delegados de los grupos locales más pequeños. Las primeras elecciones en las que los trabajadores eligieron a un total de 210.000 enlaces tuvieron lugar el 22 de octubre de 1944. El proceso, como era obvio, no se realizó libremente y muchos trabajadores ni siquiera tomaron parte o votaron en blanco, pero el fraude no era completo; no importaban los resultados, ya que los enlaces sindicales podían hacer muy poco, estaban en el último escalafón del sistema. Tres años más tarde, en agosto de 1947, se anunció la formación de nuevos consejos jurados de empresa. Se permitió una mayor libertad en las elecciones que se celebraron en 1950 para enlaces sindicales y la izquierda aprovechó para elegir a personas de la oposición. En general, los sindicatos pudieron dominar a los trabajadores pero no pudieron dar verdadero apoyo. La influencia del sistema sindical fue especialmente débil en zonas como Barcelona, Vizcaya y Asturias, donde el trabajo organizado tenía una larga tradición histórica. El gobernador civil de Barcelona entre 1945 y 1947 escribió una carta un año después, en la que con absoluta franqueza diría: "Que las masas obreras no siempre se encuentran representadas en sus sindicatos es cosa evidente. Muchas veces los obreros no reconocen autoridad moral a sus propios delegados, diciendo que son servidores del patrono tal o cual. Otras llegan a afirmar que los mandos están previstos, al amparo de influencias de orden político, en personas que los ocupan no en beneficio de los productores, sino en pro de sus iniciativas personales o de partido y para hacer posibles particulares apetencias" (citado por B. Barba Hernández). El primo de Franco, el General Franco Salgado-Araújo, en privado, escribiría años después: "Lo que es triste es que la masa obrera vive de espaldas a la organización sindical; pues los mandamás no son líderes populares que están en contacto con los obreros, son señores que explotan su enchufe" (Franco Salgado-Araújo, Conversaciones privadas, 142). La atmósfera gris y deprimente de la vida española de los años 40 cambió un poco en la década siguiente. El contacto económico con el mercado internacional se había expandido un poco en 1945 y después de 1951 algunas de las restricciones internas más extremas se redujeron. El objetivo del Régimen de dar un impulso a la economía con inversiones anuales de un 15 por ciento o más se logró en gran medida en los 50. La inversión había crecido en 1948; dio cada vez más apoyo al desarrollo eléctrico y a ciertas industrias clave en 1950, para la estructura comercial en 1951 y para obras públicas en 1953. Se seguían ofreciendo ventajas impositivas e incluso se garantizaban beneficios a algunas empresas que gozaban del favor del Estado con una sola exigencia: que consumieran productos nacionales en la medida de lo posible sin tener en cuenta el precio. Se mantuvieron las restricciones sobre la importación, continuó el control sobre el cambio de divisas, el comercio exterior siguió sometido a regulación y se practicaba la intervención directa otorgando incentivos para licencias tanto de exportación como de importación, junto con inversiones cada vez mayores del INI. Mientras que en los 40 el INI había prestado mayor atención al combustible, la energía hidroeléctrica y los fertilizantes, en los 50 se concentró en la metalurgia y en el sector del automóvil a través de nuevas empresas como ENSIDESA en Asturias y SEAT en Barcelona.
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Como ha señalado E. J. Hobsbawm, economistas e historiadores han debatido la esquizofrenia del capitalismo mundial de la época: el núcleo fundamental del capitalismo lo constituían las economías nacionales. El único equilibrio que reconocía la teoría económica liberal era el equilibrio a escala mundial. Pero, en la práctica, la economía mundial de los países capitalistas era un conjunto de bloques sólidos (cada economía definida por la frontera de un Estado). No sólo competían las empresas sino también las naciones, cuyo paroxismo se manifestó, entre otras razones por ésta, durante la Gran Guerra. Incluso las empresas cosmopolitas, como las grandes instituciones financieras, procuraron vincularse a una economía nacional conveniente, aunque siguieran operando en todo el mundo. Estas observaciones se refieren fundamentalmente a las economías de los países industrializados o en fase avanzada de desarrollo, economías-Estado capaces de defenderse de la competencia de otras economías fuertes. El resto de los países tenían economías dependientes, en mayor o menor grado, del núcleo desarrollado y una potencia decidía su rumbo por una acción indirecta o, sencillamente, mediante la colonización. En los países occidentales, el proteccionismo, a través de la legislación del Estado y como una interferencia del mercado, fue una característica de la época, sobre todo durante la depresión agrícola. El gobierno de cada país, en mayor o menor medida, dependía de unos votantes que formaban grupos de intereses. Son estos intereses -en ocasiones contrapuestos- los que presionaron para que se protegieran sus respectivos beneficios de la competencia extranjera. Fundamentalmente en artículos de consumo, las tarifas proteccionistas comenzaron a aplicarse a finales de los años setenta. Sólo Gran Bretaña defendía la libertad de comercio sin restricciones. Además de la falta de un campesinado numeroso, y por tanto de un voto proteccionista importante, el Reino Unido, en los años setenta, aún era el mayor exportador de productos industriales, de capital y de servicios (comerciales, transporte y financieros) y el más importante reexportador de bienes primarios, pues dominaba el mercado de productos como el azúcar, el trigo o, por supuesto, el té. A cambio, el librecambismo supuso el relativo hundimiento de la agricultura británica. La libertad de comercio no sólo interesaba a Gran Bretaña, sino a otros países que vivían del sistema económico inglés. Los productores de ganado en los países americanos del Plata y Australia o los agricultores daneses no tenían interés en cerrar las fronteras económicas. En todo caso, otros intereses hicieron que aun en estas naciones, como en Dinamarca, se diera un considerable grado de proteccionismo de algunos productos. Países como Estados Unidos, Francia, Suecia, Italia, España, el Imperio Austro-Húngaro, Rusia, Alemania, etc., aplicaron el recargo de las tarifas aduaneras de una buena parte de los productos agrarios o industriales de consumo, como los textiles. En algunos casos, el proteccionismo resultó un éxito, como el que acompañó a la agricultura francesa, en otros, como en Italia y España, fracasó al no impulsar una decidida modernización. En conjunto, parece que el proteccionismo industrial impulsó a las industrias nacionales a abastecer los mercados nacionales, que crecían rápidamente, como hemos visto. Según P. Bairoch, el incremento global de la producción industrial y el comercio fue mucho más elevado entre 1880 y 1900 que en períodos precedentes. En 1913, la producción global se había multiplicado por cinco respecto a la de 1870 y los países industriales habían aumentado considerablemente. La economía británica, en lo que respecta a la industria y la minería, había pasado a ocupar un tercer lugar después de Estados Unidos y Alemania. Sin embargo, la economía capitalista mundial era también un fluido. El proteccionismo no fue general ni excesivamente riguroso, salvo excepciones. Además, no afectó a la mano de obra ni a las transacciones financieras.
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El período tardío o de Integración ecuatoriano se caracteriza por la autoridad ejercida por ciertos jefes, incluso sobre grupos lejanos, y sobre todo por la formación de una especie de liga o confederación por parte de los mercaderes navegantes de la costa para el intercambio a larga distancia. Los españoles encontraron flotas de canoas y balsas, que, por medio de un juego de quillas, podían navegar largas distancias. Los asentamientos son más densos y complejos, con concentraciones de hasta 30.000 individuos. Se encuentran grandes movimientos de tierra, para la construcción de campos agrícolas elevados, montículos, canales de drenaje, grandes plataformas de tierra y terrazas de cultivo. En los valles costeros hay probables centros ceremoniales y grandes cementerios con tumbas de pozo con cámara. En la cuenca del Guayas, al sur, y en la planicie esmeraldeña, al norte y debido probablemente al tipo de suelo, muy arenoso y a la cercanía del nivel freático, los entierros se hacían en una colina artificial, construyéndose el pozo con grandes cilindros de cerámica o con urnas desfondadas, colocadas unas encima de otras, y la cámara con una urna de gran tamaño. La cultura y el arte mejor conocidos del período corresponden a Manteño-Huancavilca, en las provincias de Manabí y Guayas, con asentamientos característicos en forma de grandes poblados, incluso con construcciones de piedra con barro como argamasa. La piedra, además de usarse como material constructivo, en forma de columnas y pilastras, se utilizó para las famosas sillas de Manabí. Son banquetas con un asiento característico en forma de U, colocadas encima de una figura antropomorfa agazapada. Debieron ser tronos para personajes de importancia y en cerámica aparecen figuras masculinas sentadas sobre banquetas semejantes. En piedra se esculpieron también unas a modo de estelas, losas talladas con una figura de mujer estilizada, sentada, con los brazos y las piernas doblados lateralmente. Es frecuente también el trabajo de piedras finas, siendo notables los grandes espejos de obsidiana circulares o rectangulares. La cerámica tradicional es negruzca, de carácter escultórico, y son frecuentes las vasijas con un estrangulamiento central en cuya parte superior aparece una cabeza modelada, generalmente de una zarigüeya. Hay pequeñas figurillas macizas, hombres y mujeres desnudos, con una especie de gran gorro liso, siempre hechas con molde y que suelen llevar un silbato. Resultan en general poco expresivas y bastante estereotipadas. Más llamativas son unas grandes figuras huecas y cuidadosamente modeladas que son en realidad un incensario antropomorfizado. Son hombres de pie, o sentados en el característico trono, desnudos, con los órganos sexuales cuidadosamente representados o con objetos en las manos de difícil identificación. Suelen llevar un anillo en la nariz de cobre u oro, grandes pendientes redondos y un tocado muy ancho que constituye el incensario propiamente. El trabajo es delicado, aunque resultan un tanto estereotipadas, y son tan semejantes entre sí que producen la impresión de estar hechas en serie. Es evidente la relación de las manifestaciones artísticas que hemos visto con elementos de rango que contribuirían a subrayar el prestigio de los señores. El hecho se evidencia aún más en la fuerte incidencia en el trabajo de los metales, destacando el oro, la plata y el cobre y todo tipo de técnicas conocidas. Los metales nobles se reservaron para objetos de carácter suntuario, mientras que en cobre se hacían utensilios tales como anzuelos, cinceles, hachas, mazas y azadones. Pero el trabajo del metal alcanzó aún un desarrollo mucho más espectacular en la cultura Milagro-Quevedo, que ocupó las cuencas de los ríos Guayas, Naranjal y Jubones, controlando las tierras agrícolas de tal vez mayor fertilidad de toda la costa pacífica suramericana, aumentada por el uso de gran cantidad de mano de obra de carácter servil y un sofisticado programa de obras hidráulicas. Se encuentran gran cantidad de restos de población en forma de conjuntos de tolas o montículos artificiales, habitacionales y ceremoniales, templarios y funerarios. Los enterramientos se hacían directamente en el suelo o en urnas en forma de huevo compuestas por dos secciones adaptables, con el cadáver en postura fetal y ricamente adornado. La explotación minera fue considerable y se usó el metal tanto para adornos como para todo tipo de instrumentos variados. El cobre, fundido, forjado o laminado, se destinó a herramientas, siendo típicas unas hachas grandes y pesadas, consideradas más bien como distintivos de rango, y otras, formadas por una lámina delgada, las hachas moneda que se utilizaban como una especie de medida de cambio en los intercambios comerciales. Las joyas de oro y plata se conformaban básicamente a partir de un alambre y espirales con diferentes y complicadas variantes. Solían llevar engastadas turquesas y resaltarse con una sucesión de bolillas soldadas. Muchos adornos llevan colgados elementos móviles de formas diversas, lo que les confiere gran viveza y vistosidad. El tejido fue otra de las grandes realizaciones de Milagro-Quevedo, siendo común la técnica del icat o teñido mediante el anudado de la urdimbre. Aunque la cerámica es pobre de formas y decorada a base de incisiones, hay que destacar en ella las llamadas cocinas de brujos, pequeños recipientes de formas variadas y profusa decoración modelada y con pastillaje. Miden entre 5 y 25 cm de altura y 8 y 25 de diámetro, y hay escudillas de base redonda y plana, con motivos en relieve de serpientes, monos y aves estilizadas, y otras más complejas, con base acampanada y paredes convexas, y una decoración que alterna los motivos antropo y zoomorfos. Y se encuentran cuencos trípodes, con las patas en forma de lazo y decoradas con una serpiente en espiral. Desconocemos la función de esas curiosas vasijas, pero debieron tener un uso restringido, tal vez relacionado con prácticas de carácter shamánico, tal como lo indica su nombre vulgar. En la sierra ecuatoriana el panorama cultural, menos conocido, parece presentar una mayor fragmentación regional, pero destaca la norteña región del Carchi, cuya cultura tardía toma el mismo nombre asimismo conocida como Capulí. Su área de dispersión comprende también parte de Imbabura e incluso el departamento de Nariño, en Colombia. La agricultura debió de constituir una base económica de importancia, aunque la caza debió de ser también destacable ya que, en algunas tumbas, entierros de venados forman parte de los ajuares funerarios. Y fue también significativa la domesticación de la llama y del cuy o conejillo de Indias. Existió un comercio importante con la costa, manifiesto sobre todo en la gran cantidad de adornos hechos con conchas marinas. Rasgo distintivo es la enorme cantidad de tolas o montículos para diferentes funciones, y multitud de formas y dimensiones. Algunas son funerarias, habiéndose excavado primero la tumba en el suelo, en forma de pozo con cámara lateral, y levantándose encima el montículo. El arte de Carchi destaca sobre todo por su cerámica, herencia del período anterior, cuya forma básica es la compotera o cuenco con una gran base acampanada. La decoración típica, a veces en negativo es de color negro sobre rojo con diseños geométricos. En los ejemplares más llamativos el pedestal se substituye por personajes, a modo de atlantes o un felino agazapado. Dichas figuras se decoran del mismo modo que el vaso. Son muy conocidas las figurillas de los llamados coqueros, u hombres sentados en un banquillo con el acuyico, o bolo de coca en la boca, revelado por la hinchazón de la mejilla. Son representaciones estilizadas, con tronco largo, cabeza pequeña y redonda y brazos y piernas concebidos como cordones. La conocida decoración en rojo y negro aparece también en los coqueros en forma de pintura facial y corporal. Y hay también mujeres, vestidas con una larga falda y muchas con un niño en brazos. La postura de los coqueros, su actitud, parece indicar que el consumo de la coca era algo restringido, tal vez parte de algún ceremonial o destinado únicamente a personajes significados, hecho que por otra parte es común a todas las culturas prehispánicas que consumían algún tipo de droga o narcótico.
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El proceso de difusión de la técnica metalúrgica desde Perú hasta Colombia no resulta claro todavía, pero es llamativo el hecho de que la más importante cultura con orfebrería en Ecuador, la Tolita, se encuentra estrechamente relacionada con Colombia. Es probable que la vía de difusión haya sido principalmente serrana, y es la sierra la región todavía peor conocida en el país ecuatoriano. En las culturas costeras, mucho mejor conocidas en este período, las diferencias perceptibles, culturales y por ende artísticas, tienen tanto que ver con diferencias medioambientales como con las diversas influencias recibidas. El norte presenta una costa baja y húmeda, en la que desembocan anchos ríos, a trechos cubierta de manglares. La vegetación es densa y semitropical. Sus culturas, Tumaco-Tolita y Jama-Coaque, parecen haber recibido influencias mesoamericanas. En la zona central, en la provincia de Manabí, la vegetación se aclara y un clima más seco reemplaza paulatinamente al húmedo tropical bajo la influencia de la corriente fría de Humboldt. En el sur predominan unas condiciones semidesérticas, y sus culturas, entre las que destaca Guangala, tienen muchas relaciones con la sierra, continuando la tradición iniciada ya en tiempos formativos.