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La investigación sobre las ciudades y el campo ha sido una preocupación constante en la tradición historiográfica, pero en lo que a la Hispania de los siglos V al VIII respecta, los estudios son escasos. En los últimos años este interés ha ido creciendo y se intenta comprender el comportamiento que tienen los núcleos urbanos, cómo se modifica, evoluciona o se transforma su tejido urbano y, lo que es primordial, cómo se interrelaciona con el territorio que lo circunda. Las modificaciones, que se inician ya con el impacto propiciado por el cristianismo y se verán acrecentadas con la presencia de nuevos grupos poblacionales, serán lentas y acabarán perpetuándose definitivamente, aunque no en todos los casos, en la Edad Media. Estas transformaciones se harán perceptibles a todos los niveles, desde los aspectos políticos, económicos, administrativos y sociales, hasta los derivados de la religión.
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Alrededor de los imperios Malí y Kanem-Bornu, en la zona que bordea al Sáhara entre el río Níger y el lago Chad, aparecieron también en esta época una civilización y unas unidades políticas nuevas, siempre en relación con el comercio entre el Ártica sub y suprasahariana. Esta civilización, de la etnia hausa, apareció en el siglo XIV y se prolongó más allá del siglo XVI. La base social fueron poblaciones agrícolas, sin estructuras estatales, que vivían en comunidades aldeanas independientes y practicaban cultos animistas. A lo largo del siglo XIV, coincidiendo con la aparición de los mercados y el desarrollo de ejércitos profesionales, fueron cristalizando una serie de entidades políticas cuyo núcleo era una ciudad fortificada gobernada por un rey-sacerdote con funciones fundamentalmente religiosas. Alrededor de estos reyes se fueron formando unas aristocracias de oficio que dominaban totalmente a los campesinos libres (talakawa), sobre los que recaían todos los tributos. Los hausa, con su peculiar forma de organización política, se habrían ido extendiendo desde su ciudad-madre de Daura, llegando a formar una serie de ciudades-Estado, de entre las que destacan las llamadas siete ciudades legitimas formadas por Daura, Kano, Zarja, Katsina, Rano, Gobir y Wangara. El Islam fue introducido en estas ciudades, a finales del siglo XIV, por comerciantes malinkés, y en algunas de ellas, como en Kano, se implantó con mayor profundidad en el siglo XV, llegando el rey a mandar construir mezquitas e introducir el derecho coránico. Pero esta apariencia oficial no nos debe deslumbrar ya que la gran masa de la población continuó con sus ritos ancestrales, e incluso el propio rey ejercía su autoridad como jefe supremo de la religión tradicional.
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Según las fuentes árabes los siglos más prósperos de estas ciudades -Mogadiscio, Malindi, Mombasa, Pemba, Zanzíbar, Kilwa, Mozambique y Sofala- fueron el XIII y el XIV, en que llegaron a acuñar monedas de oro en Kilwa y en dos cecas más, si bien el principal objeto que servía como moneda en los intercambios fueron las conchas del molusco llamado caurí. Estas culturas costeras controlaron una serie de islas como las Comores, e incluso llegaron a asentarse en el norte de la gran isla de Madagascar, si bien en ésta la principal influencia recibida desde la Edad del Hierro Temprana fue de procedencia indonesio. En el siglo XIV la mayor parte de Madagascar estaba poblada por pueblos de procedencia indonesia, destacando entre ellos las hova.
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En la costa accidental de la actual Nigeria, hacia el siglo XI, se formaron una serie de ciudades-Estado yoruba, cuyo elemento más notable de unión fue su homogeneidad cultural. Nunca tuvieron unidad política, y su único vínculo, un sentamiento de unidad étnica, se traducía en el reconocimiento de la supremacía de las ciudades de Ife, en materia religiosa, y de Ovo, en el aspecto político El territorio de cada ciudad-Estado se organizó alrededor de una ciudad amurallada, en la que se hallaba el palacio del rey de origen divino, el "oba", y un mercado, pero que esencialmente era residencia de una población de agricultores. En la ciudad de Ife destacará un arte escultórico muy peculiar hecho a base de una aleación de cobre, que no se encuentra en la región y presupone un comercio a gran distancia. Será un arte naturalista de gran perfección, que hizo a los primeros que los descubrieron a principios del siglo XX hablar de un arte de origen europeo. El siglo XIV será el de apogeo de este arte en que las cabezas más antiguas de terracota y más tarde de latón responderán siempre a las necesidades del culto.
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"Suma de conocimientos prácticos para vivir en sociedad y que no se aprenden en la escuela", la civilidad puede decirse que nace como vínculo social y medio de asumir funciones que luego corresponderían al Estado y a la escuela respecto al adiestramiento de los individuos. Su objetivo, crear las condiciones de un trato agradable, licito y conforme a las exigencias religiosas entre los miembros de una comunidad. Hasta el siglo XVI la literatura de este tipo incluye tres géneros -tratados de cortesía, reglas de moral común y artes del placer o de amar- reducidos a dos a lo largo de él: manuales de civilidad, según el modelo creado por Erasmo en 1530, y libros sobre las artes del cortesano, tipificados por Castiglione. Los primeros se paran en las reglas de urbanidad, en los buenos comportamientos, definidos según el rango, prestigio, autoridad de cada persona y considerados susceptibles de enseñarse y aprenderse. Por ello, la civilidad se hizo modelo pedagógico y valor seguro, difundido a través de la escuela y los libros,que se traducen a varios idiomas y se venden a precio módico para favorecer su difusión. En cuanto a los escritos cortesanos, fruto de los valores de una elite reconocida, ponen su acento en la ambición, sinónimo del deseo de mejora social, y la reputación, medio para conseguirla. En ellos aparecerá el concepto de honnéteté para definir una sociabilidad restringida, opuesta a la de la corte y expresión de una virtud individual que no puede enseñarse ni aprenderse. Entre ambos modelos surge a comienzos del siglo XVIII la obra de Juan Bautista de La Salle, Reglas del decoro y de la civilidad cristiana, que obtuvo gran éxito. Pero si el cortesano había entrado en crisis ya en la centuria del Seiscientos, las normas de civilidad lo hacen en el Setecientos al aparecer como formalismos anticuados que sólo usan los patanes. Su exaltación de los modales aprendidos, la doma de los gestos que propugna estaban en total contradicción con el triunfo del individualismo, lo natural y lo espontáneo a que se asiste y apenas pueden resistir el ataque de estos últimos. En su lugar surge un nuevo código social: la cortesía, defensora de la libertad y la intimidad personal o familiar frente a la invasión de la sociedad. El vivir en común y en representación se troca por el respeto y la disciplina; la urbanidad deja de ser considerada una virtud social. Los libros dedican mayor atención a los consejos pedagógicos y aparecen tratados de educación dedicados a los padres. Además, y según pone de relieve Sebastián Mercier, el tono secular viene marcado por la existencia de un gran compendio de ceremonias que abarcan prácticamente todos los aspectos de la vida cotidiana y que muestran un cierto contraste, cuando no reacción, respecto a las inmediatas precedentes. Sírvanos de ejemplo en esta ocasión lo que acontece con el aseo y las comidas.
termino
acepcion
Desde el punto de vista del evolucionismo cultural, civilización es el estadio máximo de la cultura, superior al salvajismo y la barbarie. Dichas etapas fueron postuladas en el siglo XIX por L.H. Morgan en su libro Ancient Society, recogiendo los esquemas evolucionistas del siglo XVI, fases que procedió a subdividir y completar con referencias etnográficas. Para Morgan, civilización se corresponde con el inicio de la escritura, el surgimiento del gobierno civil y la aparición de la familia monógama. Otros autores completan la relación con el surgimiento de la vida urbana.
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La economía española durante el período de los Austrias Mayores respondió plenamente al tipo económico preindustrial. La mayor parte de la población se dedicaba a las labores agrarias y la demanda de alimentos constituía el primero de los gastos para la mayoría. Se ha hablado de una civilización del pan, que animó a dedicar las tierras preferentemente al cultivo de cereales panificables ("tierras de pan llevar", trigo, centeno, cebada, avena, panizo) y en la cual el abasto de pan fue una preocupación constante. Aunque también el viñedo es un cultivo en expansión, el proceso de nuevas roturaciones que resulta característico del XVI hispánico se hizo bajo el signo del cerealismo y logró dar respuesta a la demanda creciente de una población en expansión, la cual, a su vez, pudo incrementarse gracias a que había nuevas tierras que se ponían en cultivo en las comunidades de villazgo. Se roturaron tierras que habían sido abandonadas tiempo atrás, pero también otras que nunca habían sido puestas en cultivo. De esta manera, se produjeron muchos rompimientos de montes y dehesas, sobre todo de bienes de propios y comunes, así como de baldíos reales, lo que vino en detrimento del número y la calidad de los animales dedicados a la labranza. Se asistió así, por ejemplo, a una sustitución paulatina del tradicional trabajo con bueyes por el recurso a pares de bestias mulares, mucho menos exigentes en cuanto a su alimentación, pero, también, menos capaces de hacer los profundos surcos que permiten oxigenarse convenientemente a los suelos. Las tierras también se cansaron, como se decía, porque el ritmo de continuas cosechas hizo que se modificara la rotación de cultivos, bienal (año y vez, pan y barbecho) o trienal (pan, rastrojeras en las que pasta ganado y barbecho). De la conjunción de un utillaje rudimentario con tierras mal abonadas resultó una agricultura extensiva cuya productividad era muy baja, estaba sometida a rendimientos cada vez menores y por tanto, exigía una mano de obra numerosísima. Todo esto en un período caracterizado por una dependencia absoluta del medio, las plagas y el azote periódico (10, 15, 20 años) de las llamadas crisis agrarias de tipo antiguo, que provocaban un gran descenso en el producto o la entera pérdida de las cosechas y el incremento automático de los precios. La amenaza de las hambrunas era, por tanto, permanente, así como omnipresente la de las carestías. Ya en condiciones normales, el peligro de desabastecimiento era cierto. En consecuencia, tanto las autoridades concejiles como las reales recurrieron a una serie de expedientes que intentaban alejarlo o disminuir sus efectos. En mayo de 1589, Felipe II, alarmado por "lo que estos días he visto de los campos", escribía al Presidente del Consejo de Castilla sobre ciertas medidas para prevenir los efectos de las malas cosechas que se temían: "Mírese si sería bien escribir a todos los partidos que miren cómo va lo del año en ellos y qué trigo, cebada y paja hay de los del año pasado y cómo está lo de los pósitos, así en grano como en dinero, y qué ganados hay, para que entendiendo bien todo lo que hubiere se trate de ordenar cómo se ayuden las unas partes a las otras y del modo de proveer de fuera lo que se pueda y pareciendo bien se escriba luego encargando esta diligencia a los corregidores para sus distritos y a los señores de vasallos para los suyos y poder más decir de consejo, que previniendo a esto ha días que mandé escribir a Sicilia con un correo yente y viniente para saber lo que allí hay y lo que se podría proveer por aquella vía". En su carta al Conde de Barajas, donde se reserva a los corregidores y a los señores de vasallos un importante papel, Felipe II menciona dos de los medios a que se recurrió para evitar la escasez y la carestía del pan. De un lado, cita los pósítos locales, en los que se almacenaba grano de un año a otro y que también disponían de rentas para su compra. De otro, señala la posibilidad de importar cereal, aludiendo a que ya ha escrito a Sicilia, verdadero granero del Mediterráneo que suministró el llamado "pan del mar" a muchos puntos de la Monarquía. También se importaba el grano que, procedente de las llanuras al este del Elba, salía al Atlántico por los pasos del Sund. Otro medio con el que se pretendía garantizar el abasto y prevenir la carestía era la tasa del pan. La tasa era el precio máximo al que, por real pragmática, se podía vender un producto y se imponía para garantizar el abastecimiento de las ciudades, donde los motines de subsistencias no tardaban en estallar. Dado que el pan era el alimento más demandado, siempre estaba sujeto a venta tasada, lo que repercutía enormemente sobre las haciendas agrarias, que, además, ya soportaban el peso de los diezmos. La venta a la tasa constituía un grave inconveniente para la producción cerealística, y su imposición fue protestada por los agricultores. Por ejemplo, en 1567, hubo que rectificar al alza el precio en el que se había tasado la fanega de cebada nueve años atrás, porque se había dejado de sembrarla "por ser el precio tan bajo que no se allega al gasto que los labradores hacen". El respeto a la tasa era obligatorio y las ventas a un precio superior al estipulado eran perseguidas judicialmente. Sin embargo, de hecho, se vendía pan por encima de la tasa, aunque sólo lo hacen aquéllos que podían esperar para sacar sus productos al mercado cuando todos los demás habían vendido y el grano empezaba a escasear. Ese tipo de rentable agricultura especulativa sólo se lo podían permitir los grandes productores o los grandes arrendatarios, pero no los pequeños propietarios que tenían que vender pronto y debían hacerlo a la tasa. Las grandes propiedades rurales corresponden a los señores de vasallos, civiles o eclesiásticos, que cultivan directamente la parte dominical de sus estados, dejando el resto en manos de colonos y arrendatarios. También la nobleza urbana (caballeros, por ejemplo) fue propietaria de algunas tierras en los términos locales. Con el nombre de labradores se conocía a los pequeños propietarios rurales que cultivaban algunas parcelas de su propiedad (los labradores villanos ricos), pero que, por lo general, tenían que tomar otras en arriendo, pudiendo ser, incluso, todas. Los jornaleros, por último, no disponían de animales y utillaje como los labradores y se contrataban para realizar distintas labores agrarias (segar, vendimiar, etc.). En la economía del campesino ocupan un lugar central los bienes de propios y comunes, así como las tierras baldías, que están abiertos, con ciertas condiciones, a su aprovechamiento. Sobre aquéllos pesó el abuso de las oligarquías locales, sobre éstas la necesidad de la Hacienda Real, que obligó a vender una buena parte de ellas durante el reinado de Felipe II. El pastoreo y la ganadería (crianza) constituían un necesario complemento de la labranza en las explotaciones agrarias.