Busqueda de contenidos

contexto
<p>En esta sección pretendemos llevarles en un recorrido por las más bellas ciudades de Europa, mostrándoles sus tesoros artísticos. Las ciudades que vamos a recorrer son:&nbsp;</p><p>La Florencia de los Médicis</p><p>La Venecia de Tiziano&nbsp;</p><p>La Atenas de Pericles&nbsp;</p><p>La Roma de Miguel Ángel y Rafael</p><p>La Córdoba Califal</p><p>La Granada Nazarita&nbsp;</p><p>El Toledo de El Greco&nbsp;</p><p>El Madrid de Velázquez</p><p>La Sevilla Barroca</p><p>El París de los Impresionistas&nbsp;</p><p>La Viena de la Secesión</p><p>La Barcelona de Gaudí</p>
contexto
Hay algunas buenas ciudades como Barcelona, Zaragoza, Valencia, Granada y Sevilla, pero son pocas en un reino tan grande y con tan gran territorio; y fuera de algunas principales, las restantes son, en su mayoría, poblaciones pequeñas, tienen edificios muy malos y en su mayor parte de tierra, estando otras muchas llenas de fango y porquería". Con estas duras palabras se refería el embajador florentino Francesco Guicciardini al aspecto de las ciudades que había conocido en España de camino hacia la Corte en 1512. Y, sin embargo, un tanto de razón tenía, a pesar de lo exagerado de la afirmación y de su conocimiento parcial de las tierras y lugares de estos reinos. Mucho más generoso se mostró, treinta años más tarde, el erudito portugués Gaspar Barreiros en su "Corografía" al evocar el panorama de las ciudades por las que pasó de camino hacia Roma. Las diferencias de criterio manifestadas por ambos no responden tanto al carácter, formación y cometidos de estos personajes, como a los cambios experimentados en ese tiempo en la mayoría de las ciudades españolas, gráficamente reflejados en las vistas que por encargo de Felipe II realizara Anton Van den Wyngaerde a partir de 1561. Por esos años, coincidiendo con un gran auge constructivo, las ciudades de la Península estaban adoptando algunas de las nuevas concepciones humanistas referidas a la arquitectura y al planeamiento. La mayoría de las grandes ciudades, e incluso otras de mediano formato, habían emprendido ambiciosos proyectos para reformar su trazado urbano: ensanche y rectificación de calles y viales, construcción de amplias plazas -espacios públicos de carácter plurifuncional-, y otra serie de mejoras relacionadas con la policía y ornato de la ciudad, su saneamiento y el adelanto de las obras públicas imprescindibles para su desarrollo. La primera mitad del siglo XVI significó para la mayoría de estos núcleos urbanos un prolongado período de prosperidad caracterizado, en primer término, por un notable crecimiento de su población. Valgan como ejemplos el caso de Toledo, que en menos de cincuenta años -de 1528 a 1571- duplicó su población, o el de Sevilla que llegó a contar a finales de siglo una población que superaba los 120.000 habitantes. A pesar de las diferencias entre unos y otros centros, el aumento demográfico fue la tendencia general del período, lo que explica el desbordamiento de muchos de los recintos amurallados y la consiguiente aparición de ensanches espontáneos en la mayoría de las grandes ciudades. Este incremento de la población contribuyó al desarrollo urbano al generar nuevas demandas de bienes y servicios y mayores expectativas de trabajo, en una industria todavía incipiente, para los sectores sociales excedentes de la población del medio rural. Las industrias textiles localizadas en Segovia, Toledo y Cuenca, o las manufacturas sederas andaluzas y levantinas contribuyeron notablemente al desarrollo de estos centros como al de otras ciudades relacionadas comercialmente con los mismos. El intercambio de materias primas y productos manufacturados impulsaron seriamente el comercio interior, obligando a articular una política de obras públicas para facilitar la adaptación de los caminos, canales y puertos a las más urgentes necesidades y contribuyeron, en ciudades como Sevilla, Cádiz y Jerez de la Frontera, a desarrollar un comercio trasatlántico orientado a satisfacer el consumo de las poblaciones del Nuevo Mundo, de Inglaterra y del Norte de Europa. En otros casos, como Burgos, Medina del Campo o Bilbao, el comercio internacional de la lana había estimulado sus economías urbanas y perfeccionado sus estructuras financieras, convirtiéndolas en ciudades ricas y prósperas. Aunque fueron estos los hechos generales más aparentes a los que debemos atribuir la prosperidad de nuestras grandes ciudades, el crecimiento de las mismas tuvo mucho que ver con la demanda de otro tipo de servicios y con el consiguiente desarrollo de lo que hoy denominamos sector terciario. Si el interés por la educación fue una de las causas que más contribuyeron al desarrollo de las ciudades universitarias como Valladolid o Salamanca, en el caso de Alcalá de Henares constituyó el factor determinante de la transformación de la ciudad medieval en un moderno conjunto universitario. A mediados de siglo su universidad matriculaba a unos 3.000 estudiantes, cifra sólo superada por las dos grandes universidades castellanas, y en sólo veinte años duplicó su población y transformó notablemente su topografía con la construcción de viviendas, colegios, iglesias y hospitales con una función no exclusivamente docente. Sin llegar a este grado de transformación, en Oñate, Osuna o Baeza la construcción de edificios universitarios y sus correspondientes programas iconográficos contribuyeron a afianzar una imagen más moderna y renovadora de estas ciudades. Otra de las causas que motivaron este desarrollo fue la relación de estos centros con la institución monárquica y con la atención de las necesidades administrativas, burocráticas y funcionales que demandaba la organización de un Estado moderno. En unos casos, como en Málaga, la construcción del arsenal convirtió a la ciudad en lugar de abastecimiento de la flota del Mediterráneo, estableciendo nuevas funciones urbanas no menos importantes que las que se instauraron en Granada o Valladolid con la instalación de las chancillerías reales que, dando empleo a cientos de abogados, notarios y funcionarios, contribuyeron significativamente a las respectivas economías locales. Otras, como Zaragoza, aprovecharon su carácter de sede virreinal para promocionar determinados cambios en la ciudad. Pero, sin duda, fue en la Corte del monarca donde se experimentaron mayores cambios, como así lo demuestra el desarrollo urbano y el auge constructivo de Valladolid -capital desde 1542-, solamente interrumpido con el traslado de la corte a Madrid en 1561. Sin embargo, no todo fue positivo en este proceso, produciéndose un desarrollo espontáneo e incontrolado de estas ciudades que, en el caso de Madrid, por la falta de planificación y el aumento desmesurado de la especulación inmobiliaria, dieron origen a las denominadas casas a la malicia, tan denostadas por los mismos cortesanos. Estas fueron sólo algunas de las múltiples funciones que podían asumir muchas de las ciudades españolas del siglo XVI. La utilización únicamente de este criterio funcionalista ha llevado a algunos historiadores del urbanismo español a establecer una clasificación tipológica de las ciudades españolas del Renacimiento: corte y sitios reales, ciudades administrativas, centros manufactureros y comerciales, conjuntos universitarios, y villas ducales, episcopales y de patronazgo, sin que ninguno de estos tipos renunciaran, generalmente, a sus funciones primarias -agricultura y ganadería- y a su valor defensivo dentro de los planes estratégicos del Estado. Esta clasificación, operativa sólo en casos muy concretos cuando nos enfrentamos inicialmente a los problemas urbanos, ha sido cuestionada recientemente al relacionar la dependencia de las tipologías urbanas más con el tamaño y formato de estos centros que con criterios funcionales como los aludidos, aunque sectorialmente no podamos descartarlos. Sin embargo, podemos afirmar sin temor a equivocamos que para la mayoría de los centros urbanos españoles el siglo XVI fue, en conjunto, un período de bonanza y desarrollo. El saneamiento de las economías municipales permitió a los ayuntamientos invertir en nuevos proyectos relacionados con la policía y ornato de la ciudad, y con la atención de la demanda de los servicios más urgentes. Construcciones monumentales de acceso a la ciudad, como la Puerta de Santa María en Burgos o la Puerta del Arenal en Sevilla, o interesantes espacios comunales como las plazas de Málaga o del Popolo de Baeza, configuraron unos nuevos espacios urbanos que se beneficiaron como en el caso de Teruel u Oviedo con sus respectivos acueductos, de una serie de obras públicas imprescindibles para su comunicación y abastecimiento. En este contexto, la riqueza de nobles y mercaderes contribuyó con largueza a las reformas emprendidas por las autoridades municipales, mediante la construcción de villas y palacios y la dotación de equipamientos sociales que, como los hospitales, venían a completar el importante mecenazgo de la Iglesia.
contexto
Las ciudades, que habían constituido la gran novedad en la época de la plenitud medieval, es decir, en el periodo comprendido entre los siglos XI y XIII, continuaron su desarrollo en las dos últimas centurias de la Edad Media. En contraste con lo que aconteció en el medio rural, en donde se multiplicaron los despoblados, en el ámbito urbano continuó el proceso expansivo que venia de siglos anteriores, si bien el mismo se desarrolló a un ritmo mucho más suave. Ciertamente, el auge de los núcleos urbanos del periodo 1000-1300 era prácticamente inalcanzable. Pero hay que tener en cuenta que aquél casi partía de cero, lo que explica que se hable sin más de renacimiento de la vida urbana pare referirse al proceso que conoció Europa después del año 1000. Por de pronto encontramos en la época que nos ocupa la creación de nuevas ciudades, aun admitiendo que esta práctica no fue muy frecuente. En ocasiones se trataba simplemente del paso de una antigua aglomeración de carácter rural a otra de indudable porte urbano, en función de factores específicos. Así sucedió, por ejemplo, con la localidad alemana de Buxtehude, próxima a Hamburgo, que prosperó debido a su excepcional localización, pues se encontraba en la ruta mercantil que unía dos gigantes de la economía europea bajomedieval, Brujas y Lübeck. En otros casos se fundaban nuevos núcleos urbanos por razones de índole militar, como aconteció en la región francesa de Gascuña, en función de la guerra sostenida contra los ingleses. Pero también pudo ser el punto de partida de la fundación de nuevas villas, simplemente la puesta en práctica de una reordenación del poblamiento. Es lo que ocurrió en las tierras hispanas del País Vasco, testigo en el siglo XIV de la fundación de diversas villas, entre ellas la de Bilbao, creada en el año 1300 por iniciativa del señor de Vizcaya. De todos modos fueron muy pocas las nuevas ciudades que surgieron en el final de la Edad Media. Más significativo fue, por el contrario, el desarrollo urbano de las viejas ciudades. El mejor testimonio de ese crecimiento lo constituye, sin duda, el hecho de que, en pleno siglo XIV, es decir, en una época de crisis, se erigieran nuevas murallas en numerosas ciudades europeas, tanto de Francia, como de Italia o del Imperio germánico. Mencionemos algunos de los casos más destacados: Hamburgo y Orleans, en 1300; Ratisbona, en 1320; Metz, en 1324; París, en 1360; Augsburgo, en 1380. También data del siglo XIV la tercera muralla que se levantó en Florencia. Asimismo, el crecimiento urbano en la décimo cuarta centuria está atestiguado en ciudades como Colonia, Génova o Milán. El núcleo urbano de París, por descender a un caso concreto, había pasado de unas 275 hectáreas, con las que contaba al finalizar el siglo XII, a las casi 450 que tenía en la segunda mitad de la decimocuarta centuria, en tiempos del rey Carlos V, monarca que ordenó construir una nueva cerca. Es cierto que a veces se levantaba una muralla pensando en una posible expansión futura, que a lo mejor no llegaba, caso de la ciudad de Gante a fines del siglo XIV. Pero esto era excepcional. Lo habitual era que la construcción de nuevas cercas fuera la consecuencia de una expansión del tejido urbano, cuando no el puro y simple deseo de amparar, física y jurídicamente, a los arrabales que habían crecido fuera del antiguo muro. El desarrollo urbano de los siglos XIV y XV está estrechamente ligado con el crecimiento de la población de las ciudades. Sin duda las pestes causaron graves daños en los núcleos urbanos. Pero ello no impidió que las ciudades fueran, por lo general, lugares de acogida de gentes del campo, que, tras huir despavoridas de los terrores de la época, pensaban encontrar un refugio, físico y sobre todo psicológico, detrás de los muros urbanos. Por lo demás, la crisis que afectó al medio rural en el siglo XIV alentó la emigración desde el campo hacia la ciudad. Numerosos labriegos abandonaban el terruño, pues estaban convencidos de que iban a encontrar mejores oportunidades de trabajo en las urbes. Un dato suficientemente revelador, a este respecto, nos lo proporciona Génova: el 90 por 100 de todos los que trabajaban en dicha ciudad en la industria de la seda, a finales de la decimocuarta centuria, eran originarios de los campos colindantes. Pero los ejemplos podrían multiplicarse por doquier. A. Rucquoi ha demostrado cómo Valladolid fue, en el transcurso de los siglos XIV y XV, un centro de acogida de emigrantes que procedían, en su mayor parte, de las zonas rurales del entorno. Claro que, junto a los movimientos migratorios masivos, por supuesto los más frecuentes, hubo también migraciones selectivas. Tales fueron los casos de los hombres de negocios genoveses que se asentaron en ciudades de la Andalucía Bética, de los artesanos flamencos que acudieron a Inglaterra para enseñar las sutilezas de su oficio o de los mercaderes de diversos países que establecieron colonias en Brujas. Quizá la diferencia más sustantiva entre las ciudades y el campo se hallaba en las funciones que aquellas desempeñaban. La ciudad era, por encima de todo, un centro de localización de las actividades artesanales y del comercio. Núcleos como Brujas o Venecia, Hamburgo o Génova, Lübeck o Florencia, ejemplifican, en su grado máximo, el significado de la ciudad bajomedieval como foco de actividad económica ligada a la transformación de materias primas y al intercambio. Pero también participaban de esa misma sustancia las modestas villas que funcionaban como centros del comercio regional de su entorno. Ahora bien, un rasgo sobresaliente de las ciudades medievales de fines del Medievo fue la asunción creciente de otras funciones. En primer lugar nos encontramos con el papel de la ciudad como centro de la vida política y administrativa, fenómeno que corre parejo con la gestación de los Estados modernos. En ese capitulo cabria incluir, como ejemplos de indudable relieve, a París, Londres, Roma, Nápoles, Barcelona o Valladolid, todos ellos en cierto modo capitales de sus respectivos núcleos político-territoriales, sin olvidar a Aviñón, que durante algo más de un siglo fue la sede del Pontificado. En otro orden de cosas se situarían los núcleos urbanos que prosperaron gracias a la presencia de una universidad, lo que permitiría hablar, si la expresión no resultara demasiado forzada, de una función intelectual. Es lo que sucedió, en tierras hispanas, con Salamanca, o con Oxford y Cambridge en Inglaterra. Por eso se puede afirmar que la ciudad europea bajomedieval tenía, como rasgo más sobresaliente, la polifuncionalidad. Si fijamos nuestra atención en la estructura social de las ciudades de los siglos XIV y XV observaremos, dentro de la diversidad de situaciones existentes, una tendencia común: la polarización en torno a dos grupos fundamentales, por lo demás ubicados en posiciones no solo alejadas entre si sino incluso antagónicas. J. Heers habló, para referirse a los mencionados grupos, de aristocracia y proletariado. La aristocracia tenía el poder económico y político, el proletariado simplemente suministraba la fuerza de trabajo. La aristocracia urbana equivalía a lo que en muchos lugares se denominaba patriciado. Es cierto que también se utiliza con frecuencia en el ámbito historiográfico la expresión oligarquía urbana, pero este término tiene que ver, ante todo, con la forma concreta de ejercer el gobierno. La expresión proletariado, por otra parte, no nos parece tampoco muy adecuada para referirnos a los siglos XIV y XV. Quizá sea mejor hablar del común, la gente menuda, la plebe o simplemente el pueblo. En cualquier caso la contraposición entre ambos grupos era palmaria. La dicotomía "popolo grosso-popolo minuto", característica de las ciudades italianas en la época que nos ocupa, expresa a las mil maravillas la estructura social de las ciudades bajomedievales. Por otra parte, en textos castellanos del siglo XV encontramos con frecuencia alusiones a la pugna entre caballeros y pueblo o entre principales y pueblo. Se nos dirá, no obstante, que también hay textos de fines de la Edad Media que señalan, a propósito de las sociedades urbanas, la existencia de una estructura tripartita, integrada por grandes, medianos y pequeños. ¿No fueron esas, por ejemplo, las categorías utilizadas por el franciscano F. Eiximenis en su conocido estudio sobre la ciudad de Valencia a finales de la decimocuarta centuria? De todos modos, y al margen de la diversidad de categorías de análisis que puedan aplicarse para analizar las sociedades urbanas de finales de la Edad Media, todo indica que la distancia que separaba al patriciado del común, lejos de remitir, se ensanchó considerablemente en el transcurso de los siglos XIV y XV. Ciertamente, el poder de la aristocracia tenía sus fundamentos en el control de la actividad económica de sus respectivas ciudades. El patriciado lo integraban, ante todo, grandes hombres de negocios, es decir, gentes dedicadas básicamente al comercio de larga distancia pero también personas relacionadas con el mundo de las finanzas, en particular de la banca. Asimismo podían pertenecer al patriciado los maestros de las principales corporaciones de oficios. Los Médicis florentinos o el francés Jacques Coeur pueden ponerse como ejemplos paradigmáticos del patriciado europeo bajomedieval. Pero junto al poder económico la aristocracia urbana controlaba también el poder político. El proceso de monopolización, o si se quiere oligarquizáción, del poder municipal por la aristocracia urbana venía de atrás. En cualquier caso puede decirse que estaba consumado en los albores del siglo XIV. A través de sistemas de cooptación las grandes familias lograron acaparar el gobierno de sus ciudades. Sin duda hay significativos matices de unos países a otros. En la Corona de Castilla, en donde desempeñaron un papel muy importante los linajes, se produjo una fusión entre la nobleza local, en principio grupo dominante, y los hombres de negocios, habitualmente por la vía de los enlaces matrimoniales, dando lugar a lo que C. Carlé ha denominado, muy expresivamente, caballeros-patricios. En el otro extremo del abanico social se hallaba el común. Sin duda no era éste un grupo homogéneo, pero, aun admitiendo la estratificación que se observaba en su seno, no dejaba de poseer también algunos rasgos que lo singularizaban. Recordemos los más significativos: en el plano económico, su dependencia de los patricios; en el terreno político, la práctica imposibilidad de la gente menuda de acceder al gobierno municipal. Por lo demás, también separaban al común de la aristocracia el estilo de vida de unos y otros, la ropa que utilizaban, el tipo de alimentación, los hábitos de comportamiento e incluso el lenguaje que utilizaban.
contexto
Desde la originaria colina del Palatino, Roma se amplía en la época de los reyes y Servio Tulio rodeó con una muralla las siete colinas que constituían la ciudad, quedando en el centro el Foro Romano. La invasión de los galos del año 391 a.C. provocó el incendio de la ciudad por lo que se procedió a la reconstrucción, conservando su irregular trazado y su perímetro amurallado. Ahora ocupa 426 hectáreas pero presenta por primera vez problemas de vivienda por lo que se distribuyó entre los indigentes la colina del Aventino. En el año 174 a.C. se considera que Roma "es una ciudad fea, con edificios públicos y privados de mezquino aspecto" según los cortesanos de Filipo de Macedonia. Las casas estaban construidas al azar mientras que las irregularidades del terreno habían motivado que las calles fueran serpenteantes y empinadas, con vías estrechas y tortuosas. La mayoría de ellas carecían de aceras y su anchura no pasaba de los cinco metros. También se encontraban pasadizos de dos o tres metros de anchura casi intransitables que formaban la red viaria de los barrios populosos como el Argilentum -morada de libreros o zapateros-. Las casas estaban construidas en madera y adobe, siendo de diversas alturas, existiendo en el siglo II a.C. casas de más de tres pisos. No había agua corriente en los domicilios, excepto algunos privilegiados. Los acueductos llevaban el agua a las fuentes públicas y los baños. Ningún ciudadano o extranjero podía moverse a caballo o en carro en la ciudad, excepto para el transporte de materiales o mercancías. Las ventanas de las casas no tenían cristales, cerrándose con postigos de madera o rejas de piedra o terracota. Las estufas escaseaban pero había braseros o chimeneas encendidas para calentarse puntualmente. Los muebles no eran muchos en las casas: lechos para dormir o comer, mesas, armarios o aparadores forman el escaso mobiliario. Las letrinas privadas no existían utilizando las colectivas siendo las de los hombres más grandes que las de las mujeres. Lo habitual era hacer las necesidades en recipientes portátiles y arrojar su contenido por las ventanas En tiempos de César vivían en Roma unos 800.000 habitantes, produciéndose una afluencia masiva de extranjeros, especialmente esclavos, a la ciudad. Los barrios centrales presentan síntomas de especulación ya que los terrenos en la almendra central son escasos y muy caros. Las viviendas -llamadas insulae- se elevan hasta los seis u ocho pisos, produciéndose continuos derrumbamientos e incendios debido a la mala calidad de la construcción y de los materiales. La llegada de Augusto al poder supuso un embellecimiento de Roma y una nueva administración al distribuir el territorio en 14 regiones con sus respectivos puestos de guardia que debían apagar los incendios. Pero los edificios serán construidos aún en materiales pobres lo que favoreció el increíble incendio que se vivió en el año 64, en tiempos de Nerón. Tres barrios fueron destruidos y siete resultaron dañados durante los ocho días que duró. Para evitar nuevos incendios, Nerón dispuso una serie de ordenanzas que aludían a la construcción de casas alineadas, formando calles anchas, limitando la altura de las casas que no podrían ser construidas en madera y debían utilizar piedra ignífuga. Depósitos antiincendios fueron colocados estratégicamente. Plinio comenta la existencia de unos 90 kilómetros de calles anchas y alineadas que no dejaron de ser criticadas por algunos, caso de Tácito que comenta: "las calles estrechas y los edificios altos no dejaban penetrar los rayos del sol, mientras que ahora, y a causa de los grandes espacios y la falta de sombra, se arde de calor". A pesar de las normas de seguridad impuestas, los incendios continuaron . A mediados del siglo II la población de Roma se acercaba al millón y medio de habitantes, concentrándose la mayoría en los barrios centrales. Existían unas 46.000 insulas -una densidad media de 102 insulas por hectárea- algunas de ellas bastante altas debido al incremento de los precios que estaba alcanzando el suelo. Augusto tuvo que limitar las construcciones a 70 pies, unos 21 metros, mientras que Tácito menciona casas de 30 metros. A pesar de las limitaciones, los edificios seguían creciendo. Roma tomaba el aspecto de una Nueva York antigua. La introducción del ladrillo cocido que daba mayor solidez al edificio y era menos combustible fue lo que permitió la edificación de estos colosos. La Subura, el Argilentum y el Velabrum eran los barrios más populosos y los más poblados. Allí vivían zapateros, libreros, vendedores ambulantes, magos, maleantes, aventureros, charlatanes, etc. Como es lógico, las casas estaban levantadas de manera anárquica y sus calles eran estrechas, distribuyéndose las tiendas y los talleres artesanales por oficios. La mayoría de las casas estaban arrendadas y subarrendadas a su vez, elevando las precios de manera desorbitada. La vida pública y oficial se desarrollaba en los Foros, el Capitolio, el Campo de Marte y el Palatino. Los barrios aristocráticos estaban constituidos por domus, residencias de gran amplitud con uno o dos pisos estructurados alrededor del atrio y del peristilo, patio de influencia griega. El Collis Hortorum era el barrio residencial y aristocrático por excelencia. La domus contaba con una elegante entrada, comedor, habitaciones para esclavos y miembros de la familia. No había ventanas que daban a la calle ya que toda la luz necesaria procedía de los patios interiores. En Roma no existía servicio de limpieza ni iluminación nocturna. Salir por la noche era toda una aventura y quien lo hacía se exponía a jugarse la vida. Pero durante el día las calles eran bulliciosas y estaban llenas de gente. Según un edicto de César las calles debían ser limpiadas por los propietarios, prohibiéndose la circulación de carros desde el crepúsculo al amanecer. De las montañas próximas llegaban trece acueductos que inundaban la ciudad de agua, aflorando en las numerosas fuentes públicas que manaban continuamente. Quizá para evitar esta anarquía urbanística característica de Roma, las ciudades de nueva planta se construían siguiendo los planos de los campamentos romanos. El cardo y el decumanus se cruzaban en el centro, estableciendo un sistema en cuadrícula que dejaba la zona central para foros.
contexto
La disposición de las ciudades griegas está determinada por la orografía del lugar donde se asentaban si bien en la mayoría de ellas encontramos determinados elementos significativos como son la acrópolis, el ágora y las murallas. La acrópolis era el lugar sagrado, situado generalmente sobre una colina, sirviendo como espacio de reunión de la población en caso de ataque o asedio enemigo. El ágora era el centro de la vida ciudadana y allí se desarrollaban las actividades políticas y económicas. Las casas estaban situadas sin un plan urbanístico preconcebido, con calles estrechas y sinuosas, sin ningún tipo de pavimento, presentando, por regla general, un aspecto descuidado, llenas de suciedad. Era frecuente que los niños fueran abandonados por sus padres en las calles; también existía un amplio número de vagabundos que vivían donde les era posible. A pesar de la existencia de un grupo de funcionarios que debían vigilar las vías públicas, el aspecto general de las urbes griegas debía ser bastante deplorable. La ciudad estaba dividida en barrios diferenciados según las clases sociales o la ocupación artesanal de sus habitantes. La excepción a este caos urbanístico debió ser la ciudad de Mileto donde el arquitecto Hipodamo desarrolló una traza cuadriculada, que en su memoria se llama también red hipodámica. Teniendo como ejemplo la ciudad de Mileto se construyeron un buen número de urbes en las colonias y en Asia cuando se produjo la expansión helenística con Alejandro. La mayoría de la población helénica habitaba en unas casas bastante modestas, construidas con materiales absolutamente perecederos por lo que apenas conservamos testimonios arqueológicos. Estas casas estaban organizadas alrededor de un pequeño patio donde solía estar el pozo en el que se recogía el agua de la lluvia, patio que servía de punto de partida para el acceso a las diferentes habitaciones que apenas tenían ventanas. Los techos eran planos y en numerosas ocasiones sirvieron para levantar sobre ellos una segunda planta que sobresalía sobre el eje de la calle, lo que era castigado por la administración pública con tributos. Los suelos de las viviendas eran de barro. Para evitar incendios el fuego era encendido en la calle, aunque no era muy frecuente la existencia de braseros ni chimeneas debido a la carestía de la leña y la práctica inexistencia de conductos de ventilación en los hogares. Cuando el agua del pozo no era suficiente debía acudirse a la fuente pública, trabajo casi siempre reservado a las mujeres. Las casas de los potentados disponían de mucho más lujo aunque también tenían como eje un patio central con columnas llamado peristilo. Al fondo de este patio encontramos la sala principal, denominada androceo, y en un lugar más alejado se halla el gineceo, habitación matrimonial. Los primitivos suelos de barro fueron posteriormente cubiertos con mosaicos. Parece ser que el mobiliario utilizado por los griegos no era muy abundante, independientemente del grado de riqueza de los habitantes de las casas. Quizá el elemento más importante fuera la cama, utilizada en variadas funciones, acompañada de mesas, sillas, cofres y almohadones.
video
Las ciudades egipcias se construían en las cercanías del Nilo y se levantaban en alto para evitar las crecidas del río. Las casas estaban construidas en adobe, blanqueadas y dispuestas de manera irregular, sin orden aparente. Su tamaño variaba en función de la clase social del propietario, pudiendo tener hasta dos pisos. No en vano, las casas de los ricos se construían de una manera especial para diferenciarlas de las de los pobres. Las calles eran estrechas para proporcionar la mayor cantidad de sombra a los viandantes. Tenían el piso de arena y en ellas se podían encontrar animales sueltos y diferentes puestos ambulantes, creando un bullicioso ambiente. Entramos en la casa de un escriba, miembro de la elite administrativa. Está formada por varias estancias dispuestas de forma longitudinal y decoradas por muebles pequeños. La primera habitación es el vestíbulo de entrada; a continuación pasamos a la sala de estar, cuya cubierta está sustentada por una columna policromada con forma papiriforme. Desde aquí podemos acceder al dormitorio donde hay una confortable cama y muebles accesorios. A continuación pasamos al almacén que comunica la sala de estar con la cocina, verdadero corazón de la casa egipcia. En la cocina encontramos el horno y los utensilios propios de esta estancia. Por una escalera se sube a la azotea que se empleaba para trabajar, jugar, almacenar grano en silos e incluso dormir en las noches calurosas.
video
La ciudad de Atenas era una urbe populosa, en cuyas calles angostas convivían casas pequeñas y pobres con edificios grandes y lujosos. Un conjunto de casas descubierto cerca de la Acrópolis nos sirve para realizar una reconstrucción hipotética de una de ellas, de finales de la Época Clásica. Sobre el plano vemos que la disposición de las casas tiene una forma irregular, siendo la del medio mucho más grande, con 10 habitaciones en la planta baja y un amplio patio. El acceso a la vivienda se realizaba a través de un pequeño pasillo que desembocaba en el gran patio central, verdadero corazón de la casa, donde se situaba el altar para los sacrificios a los dioses familiares. Alrededor del patio se disponían las diferentes estancias. Al otro lado del patio hay una sala con pavimento de mosaico, probablemente para realizar recepciones. Esta estancia da acceso a una dependencia trasera, de uso desconocido. Atravesando de nuevo el patio llegamos al comedor de los hombres, el andrón o sala de banquetes. En esta sala los varones celebraban el simposio, un banquete privado muy popular en Atenas. Los invitados se recostaban sobre unos lechos llamados kliné, situándose ante ellos unas pequeñas mesas para tener a su alcance alimentos y bebidas. La planta superior del edificio alberga las habitaciones. En este edificio, el gineceo, la parte de la casa reservada para la esposa, las hijas y las siervas, debía situarse en la parte superior. Las ventanas son escasa y pequeñas. El dormitorio principal, al igual que el resto de las habitaciones, tenía muy pocos muebles: una cama y algunos taburetes y baúles. Los muros de la casa fueron hechos de adobe, apoyados en un zócalo de piedra. Los tejados, cubiertos de tejas de terracota, eran sustentados por viguería de madera. Desconocemos cuál fue el aspecto de las paredes, aunque muchas casas tenían sus muros enlucidos y pintados, generalmente en color rojo, el más popular, con un zócalo blanco.
contexto
El aumento de la población europea se tradujo en un fuerte aumento de la población urbana. Desde que el ferrocarril hizo posible el suministro a gran escala de todo tipo de abastecimientos -alimentos y carbón, principalmente-, y facilitó tanto la concentración fabril como el transporte de la población procedente de las zonas rurales, Europa fue testigo de un crecimiento verdaderamente excepcional del número y extensión de sus ciudades. En 1850, había en todo el continente 45 ciudades de más de 100.000 habitantes; en 1913, la cifra era ya de 184. De éstas, 50 estaban en Gran Bretaña, donde casi el 80 por 100 de la población, vivía, hacia 1910-14, en ciudades de más de 20.000 habitantes; 42 en Alemania, 20 en Rusia, 15 en Francia, 13 en Italia, 9 en el Imperio austro-húngaro. Hacia 1910, Londres tenía unos 7,2 millones de habitantes; París, 2,8 millones; Berlín, 2 millones; Viena, Glasgow, Moscú y San Petersburgo superaban el millón de habitantes; Hamburgo, Varsovia, Budapest y Birmingham se acercaban a esa cifra; y Manchester, Munich, Marsella, Barcelona, Amsterdam, Madrid, Praga, Liverpool, Milán, Colonia, Lyon, Rotterdam, Estocolmo, Odessa, Kiev, Leizpig, Bruselas, Copenhage, Dresde, Nápoles, Roma y Breslau oscilaban entre 500.000 y 800.000 habitantes. En vísperas de la I Guerra Mundial, unos 60 millones de europeos vivían en grandes ciudades de más de 100.000 habitantes. Con razón pudo escribir en 1899 Adna Ferrin Weber -en su libro El crecimiento de las ciudades en el siglo XIX- que la urbanización era uno de los rasgos distintivos del siglo que entonces concluía. París era, tras las reformas del barón Haussmann (1852-70), la ciudad más monumental. Pero Londres venía a ser de alguna forma la encarnación de la nueva gran metrópolis. Era el centro financiero del mundo, un puerto fluvial de actividad trepidante e intensa (como bien reflejaron en algunos de sus lienzos Tissot y Whistler) y el principal núcleo industrial del país, con industrias textiles, fábricas de muebles, grandes centrales eléctricas y de gas, talleres ferroviarios, destilerías de cerveza y metalurgia ligera. Centralizaba la red nacional de carreteras y ferrocarriles, como revelaban sus grandes estaciones (Victoria, Paddington, Euston, Waterloo). Estaba dotada de transporte subterráneo desde 1863, transformado desde 1900-10 en una completa red de metro electrificada. Tenía autobuses urbanos desde 1904 y taxis desde 1907. Era el centro del Gobierno y del Imperio, administrados desde Whitehall; estaba bien dotada de grandes hoteles, restaurantes y cafés de lujo, como el Royal, el local favorito de Oscar Wilde, y de museos y centros de arte (el Museo Británico, la Galería Nacional, el Museo de Historia Natural, la Galería Tate, abierta en 1897, el Museo Victoria y Alberto, de 1909). Londres era, también, la capital del comercio de consumo con grandes almacenes como Harrod's (abierto en 1905), Marks & Spencer (1907), Selfridges (1909), W.H. Smith -especializado en libros-, Boot´s y otros; ciudad muy extensa y verde, con parques magníficos y numerosas plazas ajardinadas pequeñas y silenciosas, y zonas suburbanas idílicas (Norwood, Highgate, Hampstead Heath...) como captó Camille Pissarro, el impresionista francés que vivió y pintó en Londres en distintas ocasiones y a quien, como a Monet y a Derain, siempre fascinó aquella gran ciudad. Londres era ciertamente tal como la describió H. G. Wells en su novela Tono-Bungay (1909): "la ciudad más rica del mundo, el mayor puerto, la ciudad imperial, el centro de la civilización, el corazón del mundo". Charles Booth sacudió la conciencia de ese centro "de la civilización" cuando demostró, en el trabajo ya citado, que una tercera parte de la población londinense vivía en la pobreza. En realidad, había varios Londres. El East End, los muelles y grandes zonas del sur -como Lambeth, el barrio donde en 1889 nació Charles Chaplin- constituían barriadas degradadas y hacinadas, de calles y casas sórdidas e insalubres, marcadas por la miseria, la suciedad, la prostitución y el crimen (los de Jack "el destripador", de agosto de 1888, por ejemplo, tuvieron por escenario Whitechapel, zona de inmigración judía, en el East End). Era el Londres que Jack London describió en su novela Gente del abismo (1903). El West End, por el contrario, incorporaba los barrios elegantes de los magníficos edificios de estilo clásico de las clases acomodadas y de las grandes mansiones de la aristocracia (Belgravia, Mayfair), y los grandes edificios administrativos y de servicios. Los barrios del Norte y Nordeste fueron acomodando -en casas individuales con un modesto jardín- a las clases medias, y a obreros y artesanos cualificados (aunque Londres conoció pronto el fenómeno de los "commuters", gente que, trabajando en la capital, vivía en localidades residenciales próximas y se desplazaba a la ciudad diariamente en trenes de cercanías: a principios de siglo, se aproximaban ya al medio millón). Lo que ocurrió en Londres fue un fenómeno común a casi todas las grandes ciudades europeas. En todas se produjeron cambios profundos en la función misma de la ciudad, y una fuerte segregación social entre sus barrios. Las grandes ciudades se convirtieron, en mayor o menor proporción, en grandes centros fabriles, comerciales, administrativos, bancarios y de servicios. Todas generaron economías locales dinámicas y diversificadas. Las facilidades de comunicación con los centros urbanos que proporcionaron ferrocarriles, tranvías, autobuses y bicicletas, permitieron la instalación de factorías y fábricas en las periferias, apareciendo así "cinturones" industriales y barriadas obreras (como Billancourt, al sudeste, y Saint-Denis, al norte, en el caso de París). La antigua convivencia de clases sociales en los viejos cascos urbanos dio paso a una diferenciación por barrios: zonas residenciales para la alta burguesía, barrios obreros, barrios de clase media. En París, por ejemplo, las clases acomodadas fueron desde 1880 abandonando el centro, donde habían vivido tradicionalmente -como atestiguaban los espléndidos "hôtels" del Marais-, desplazándose hacia las proximidades de la plaza de La Estrella, nuevo y muy lujoso barrio para la "alta sociedad" (Proust, por ejemplo, se instaló en 1919 en el número 44 de la calle Hamelin). Los centros urbanos se especializaron en los servicios y en el comercio -a veces de lujo, como las calles Rívoli en París y Bond, en Londres-, acogieron los edificios oficiales, los bancos, los hoteles, los teatros (la Opera de París, el mayor teatro del mundo, se inauguró en 1875), los grandes almacenes. Enfrentados con problemas demográficos formidables y crecientes, los ayuntamientos de las grandes metrópolis tuvieron que acometer importantes empresas colectivas: construcción de ensanches, adoquinado y, luego, asfaltado de calles, trazado de parques y plazas, instalación de transportes colectivos -el metro de París, con sus entradas modernistas diseñadas por Guimard se inauguró en 1900; el de Berlín, en 1902-,suministros de servicios como agua, alcantarillado, gas y luz eléctrica, mercados, hospitales, mataderos, escuelas, cementerios, iluminación pública, limpieza y mantenimiento...; tuvieron también que asumir nuevas responsabilidades en el control del orden público y en la garantía de la seguridad ciudadana. El crecimiento y nuevas funciones de la gran ciudad no escaparon a la preocupación de los contemporáneos. Ya ha quedado dicho que A. F. Weber escribió un primer libro sistemático sobre ello en 1899. Desde la década de 1890, se comenzó a hablar de la necesidad de construir "ciudades jardín", una idea de Ebenezer Howard, un hombre que, inspirado en las ideas de Ruskin y William Morris, quería reintroducir el campo en la ciudad; el español Arturo Soria y Mata ideó, con parecidos planteamientos, y en la misma época, la Ciudad Lineal, una ciudad de viviendas unifamiliares alineadas en torno a un gran eje central de comunicaciones. La idea era en todos los casos la misma: hacer frente, mediante la descentralización y la planificación urbana, al alarmante desarrollo que habían alcanzado ya grandes ciudades y conurbaciones, como argumentó en 1915 el escocés Patrick Geddes, otro entusiasta de la ciudad-jardín, en su obra Ciudades en evolución. En esas grandes ciudades se modificó radicalmente la vida colectiva. Esta adquirió en ellas un carácter impersonal y anónimo, donde la ascendencia tradicional de las familias y personalidades notables se circunscribía cada vez más a sus propios círculos y ámbitos -clubs, salones, hipódromos, ópera, casinos, parques o avenidas distinguidas de la ciudad, lugares de veraneo-, y donde la influencia de la vida religiosa y de las iglesias y sus ministros se desvanecía, lo que hizo que, en 1904, el diario londinense Daily Telegraph abriese una encuesta entre sus lectores para determinar si Inglaterra era o no un país creyente. La presencia en las calles de grandes masas, que irían constituyendo una opinión pública más o menos articulada, y la aparición de nuevas formas de cultura colectiva (como el "music-hall", la prensa, los espectáculos deportivos -el campeonato británico de fútbol comenzó en 1888; la vuelta ciclista a Francia en 1903-, el cinematógrafo) testimoniaban el cambio. El desarrollo industrial y urbano multiplicó las oportunidades de empleo y de movilidad social. Las clases medias médicos, abogados, arquitectos, ingenieros, funcionarios, profesores, comerciantes, propietarios modestos, empleados de oficina, servicios y comercio, administradores, técnicos, rentistas, intermediarios, viajantes, almacenistas, etcétera- fueron las principales beneficiarias de ello. Por supuesto, la aristocracia mantuvo todavía en toda Europa -la republicana Francia incluida, como evocó Proust- su identidad, su presencia formal, parte de sus riquezas y de su poder (en el ejército y los cuerpos diplomáticos, por ejemplo) hasta la guerra de 1914 y aun después, tal vez hasta la II Guerra Mundial, tal como quiso testificar Evelyn Waugh en su novela Retorno a Brideshead, escrita precisamente en 1944. Incluso aumentó su número debido a las numerosas concesiones de títulos nuevos a los que todas las monarquías europeas recurrieron entre 1890 y 1914 para recompensar los servicios a la comunidad de personalidades distinguidas de la política, de los negocios, de las bellas artes, de la investigación científica, de la guerra y de otras actividades. Cristalizó, además, también en toda Europa, una nueva clase acomodada, una verdadera aristocracia del dinero -unida muchas veces a la aristocracia de la sangre a través de vínculos matrimoniales y económicos-, integrada por las grandes fortunas de la industria, del comercio y de la banca, por profesionales liberales de gran éxito, directivos y técnicos de las grandes empresas y grupos financieros, y por la alta burocracia del Estado. Por supuesto, también la clase obrera industrial, vinculada a la minería, a las industrias siderometalúrgica y química y a los ferrocarriles, adquirió por entonces, sobre todo desde la década de 1880, estabilidad y conciencia de su identidad como clase: no por casualidad los primeros hitos de la literatura de la clase obrera, Germinal de Emile Zola y Los tejedores de Gerhart Hauptmann, se escribieron en 1885 y 1892, respectivamente. A principios de siglo, la clase obrera industrial estaba integrada por unos 13, 8 millones de trabajadores en Inglaterra (de ellos, 5 millones de mineros), unos 11 millones en Alemania (1 millón de mineros), cerca de 6 millones en Francia y en torno a los 3 millones en Rusia y a los 2,5 en Italia; todos los países europeos experimentaron, como se verá, la aparición de grandes sindicatos y la generalización de huelgas y conflictos laborales. Gran parte de Europa, como el 50 por 100 en Occidente y tal vez el 90 por 100 en el Este era, además, rural. Pero con todo, fue aquel fuerte crecimiento de las clases medias bajas, de la clase media asalariada, en la que la presencia de la mujer fue, además, creciendo, el hecho social de mayor significación para la estructura social europea en las dos o tres décadas anteriores a la I Guerra Mundial. Tal vez ningún otro sector laboral europeo creció más en volumen desde 1870 que los empleados de oficinas, comercio y administraciones públicas. En cualquier caso, el sector servicios ocupaba en Gran Bretaña, en 1911, al 45,3 por 100 de la población laboral. La población activa definida como de clase media y alta pasó, en ese país, de 3.210.000 en 1891 a 4.990.000 en 1911, y la que se definía sólo como clase media suponía ya el 30 por 100 de la población. El número de personas empleadas en servicios en Alemania pasó de 1.500.000 hombres y 745.000 mujeres en 1895 a casi dos millones de hombres y un millón, de mujeres en 1907. En Francia, las clases medias, clave de la III República, podían sumar unos 5 millones.
contexto
En la sociedad contemporánea todos estamos habituados a contraponer el campo y la ciudad, el mundo rural y el urbano. Tan lógica nos parece esa dicotomía que, con la mayor naturalidad, la proyectamos sobre cualquier periodo del pasado que contemplemos. Ni que decir tiene que la Edad Media no podía escapar a esa visión. Es más, la vieja historiografía del Medievo puso asimismo el acento en la radical diferencia que separaba al campo de la ciudad. Frente al mundo rural, expresión de una sociedad de base agraria y de corte eminentemente feudal, los núcleos urbanos representaban, según esa óptica, el alumbramiento de un mundo nuevo, caracterizado por la libertad y protagonizado por una nueva clase social, la burguesía. Sin duda, estos puntos de vista están fuertemente asentados en nuestra mente. Pero no es menos cierto que, desde hace ya bastantes años, se ha rectificado esa panorámica. La ciudad, lejos de ser considerada como la antitesis del feudalismo, tiende a contemplarse, por el contrario, como un elemento más de aquel sistema, al decir de la más reciente historiografía sobre el tema. El campo y la ciudad serian, por lo tanto, algo así como las dos caras de una misma moneda. Lo señalado no es óbice, sin embargo, pare marcar diferencias sustantivas entre el mundo rural y el urbano. Ciertamente había en el Medievo numerosos núcleos de población que estaban a mitad de camino entre lo específicamente rural y lo que podemos presentar como rasgos peculiares urbanos. Pero la distancia que separaba a las grandes ciudades (pensemos, a nivel europeo, en núcleos como París, Londres, Florencia, Milán, Venecia, Brujas, Sevilla, Barcelona, etc.) de las modestas aldeas era sin duda abismal. Las ciudades, aunque fueran una parte más del sistema feudal, tenían rasgos singulares que las diferenciaba del ámbito rural: su propia configuración urbanística; un entramado institucional más desarrollado; unas funciones distintas a las habituales del medio rural; un tejido social notablemente más complejo; un mayor dinamismo económico; y, como remate, mayores posibilidades, al menos en teoría, para el desarrollo del mundo del espíritu. Las ciudades europeas de los siglos XIV y XV no escaparon al impacto de la gran depresión. Padecieron, con frecuencia de forma brutal, los azotes de las mortandades. Fueron asimismo víctimas de las continuas guerras de aquel tiempo. Dependientes para su abastecimiento del campo, sufrieron las consecuencias de los malos años y, en general, de la crisis rural. Mas con todo, parece evidente que las ciudades pudieron hacer frente a las dificultades de la época mejor que el campo. Algunos autores, incluso, niegan que pueda hablarse de crisis del siglo XIV a propósito de las ciudades. Sin duda el debate es arduo, mas como mínimo hay que reconocer que los núcleos urbanos fueron los abanderados de la recuperación que experimentó Europa después de que remitiera la crisis.