El influjo de Giaquinto y su proyección

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Arte Español del Siglo XVIII

Desarrollo


La fuerte personalidad artística de Corrado Giaquinto hizo que sus modos de pintar tuvieran desde su llegada a España bastantes seguidores, fundamentalmente entre los jóvenes pintores y alumnos de la Academia de San Fernando en la década de 1750 y primeros años de la de 1760. Una ola de giaquintismo inundó la pintura española que se hacía en el entorno de la Corte y de la Academia, y repercutió también, aunque con menor intensidad, en algunos focos pictóricos provinciales. La marcha de Giaquinto de España en 1762 y la llegada de Mengs el año anterior supondría un giro en la orientación estética, primero hacia un mayor eclecticismo y, a partir de la década de 1770, hacia un decidido clasicismo que abocaría a un neoclasicismo pictórico a finales de la centuria. De todos modos, durante el reinado de Carlos III la sensibilidad rococó todavía se mantuvo con cierta fuerza, si bien en muchos de esos jóvenes pintores, que comenzaron a destacar por entonces, unos modos más clasícistas fueron controlando la espontánea fogosidad de pincelada y el alegre y chispeante cromatismo de su formación rococó. Mengs acabó por vencer a Giaquinto, pero sin eliminarlo del todo. Los dos discípulos españoles que se habían formado con él en Roma, Antonio González Velázquez y José del Castillo, fueron dos de sus más directos seguidores y difusores de su estilo pictórico. A ellos se agregarían, por línea directa o indirecta, Luis y Alejandro González Velázquez, Juan Ramírez de Arellano, y, durante su etapa juvenil, Francisco Bayeu o Mariano Salvador Maella; hasta los más jóvenes Ramón Bayeu o Goya recibieron sugestiones de Giaquinto.

El madrileño Antonio González Velázquez (1723-1794) fue el primer gran decorador español que incorporó las formas del rococó romano-napolitano, adaptándolas al ambiente español. A su formación con Giaquinto en Roma y su regreso en 1752 a España para pintar en El Pilar de Zaragoza ya nos referimos con anterioridad. A comienzos de 1754, tras haber resuelto con brillantez el encargo zaragozano, llega a Madrid, donde su maestro Giaquinto pronto le introducirá en el ambiente de la corte. El maestro de Molfetta resalta la habilidad de González Velázquez en un informe solicitado por don Baltasar de Elgueta, pero también señala que sería sin comparación mayor, si se detiene en los trabajos y pierde la viveza y prontitud con que los ejecuta. Desde 1755 trabaja para encargos de Palacio, alcanzando el puesto de Pintor de Cámara en 1757, y en 1765 los honores de Director de Pintura de la Academia de San Fernando, plaza que no se haría efectiva hasta 1785 por no haber vacante. Ciertamente, un artista que prometía llegar muy lejos se quedó estéticamente anclado y, muy posiblemente, subestimado y marginado por Mengs. Su principal labor fue la de fresquista. Con la ayuda de sus hermanos Luis y Alejandro, pintó al fresco en varias iglesias de Madrid: la bóveda de la iglesia de las Descalzas Reales; la cúpula de la iglesia de las Salesas (hacia 1757-58), ésta según modelos de Giaquinto; la cúpula de Santa Isabel y una bóveda en la iglesia de Santa Ana.

En general, estos conjuntos resultan más efectistas que brillantes, con desigual calidad debido a las otras manos, las de sus hermanos, que colaboraron. De su intervención decorativa en el Palacio Real destaca el fresco del antiguo Cuarto de la Reina (hoy Comedor de Gala), donde representó a Cristóbal Colón ante los Reyes Católicos después del Descubrimiento de América (hacia 1763-65); en este techo se aprecia cómo el giaquintismo se ha contenido, con un dibujo más acusado y unas formas más acabadas. De entre su producción de caballete merecen destacarse el lienzo de Aristóteles y Alejandro (hacia 1754-55), de colección particular madrileña, en el que no se aparta de Giaquinto, ni en formas ni en frialdad tornasolada de sus colores, y los cuadros alegóricos gemelos: Alegoría de la Orden de Carlos III y Alegoría de ta Orden de Toisón de Oro del Museo Cerralbo de Madrid, ambas de la década de 1770, en las que queda de manifiesto que no se olvidó de sus referentes estéticos giaquintescos. En los últimos años de su vida apenas debió pintar. Su hermano mayor, Luis González Velázquez (1715-1763), se formó en Madrid en el ambiente de los decoradores italianos de quadraturas como Bonavia y Rusca, que decoraban los palacios de La Granja y Aranjuez. Desde muy joven, Luis, junto con su hermano Alejandro, realizó decoraciones religiosas, dentro de un ilusionismo tardobarroco de impronta hispano-italiana, en iglesias de Madrid (Santa Teresa, San Marcos) y Toledo.

También se dedicó a la pintura efímera, siendo uno de los pintores encargados de las decoraciones del teatro del Buen Retiro, y cultivó con soltura el retrato, como se advierte en los retratos de miembros de la familia Gonzalo recientemente localizados en Valgañón (La Rioja). A la llegada de Giaquinto y de su hermano Antonio a España colaboró estrechamente con ambos, adscribiéndose a la nueva estética rococó. En 1752 se le hizo académico de mérito de San Fernando, con un cuadro que conserva la Academia, Mercurio y Argos, en el que sobre unas formas de corrección académica aparece una ligereza de toques en la investigación que anuncian su apertura a la nueva estética, y en 1754 fue nombrado Teniente-director de Pintura de la misma. En 1758 Fernando VI le nombraría Pintor de Cámara. Bajo la dirección de Giaquinto y siguiendo modelos suyos pintó los frescos del techo de la nave de iglesia de las Salesas Reales (hacia 1757-8), ayudando a su hermano Antonio en la cúpula; también en el techo de la antecámara del entonces Cuarto de la Reina, en el Palacio de Oriente. Poco antes de su muerte, hacia 1762, pintaría uno de sus mejores conjuntos, los frescos de la iglesia del convento de San Hermenegildo de Madrid (actual parroquia de San José). Su estilo, de figuras y gestos gradilocuentes y paleta brillante, deudor de Giaquinto y de su hermano Antonio, hacen de Luis González Velázquez uno de los destacados decoradores españoles de mediados de siglo.

Su pintura religiosa de altar y de caballete de esos años sigue fielmente el dictado de Giaquinto, como se aprecia en su Santa María Magdalena de Pazzi (1757), del antiguo convento de San Hermenegildo. Alejandro González Velázquez (1719-1772), hermano de los anteriores, arquitecto y pintor, colaboró con su hermano Luis en sus encargos murales y después con Antonio, especializándose en los trabajos de perspectiva y decoraciones ornamentales. También trabajó como pintor de escenografías para las óperas que se representaban en el Palacio del Buen Retiro. Fue Teniente-director de Arquitectura (1752), de Pintura (1761) y director de Perspectiva (1766) de la Academia de San Fernando. Entre su producción en solitario destacan los frescos de la iglesia de las Bernardas de Madrid. El otro gran discípulo de Giaquinto fue el madrileño, de ascendencia aragonesa, José del Castillo (1737-1793), artista que merece un mayor reconocimiento del que hasta el presente ha tenido. Alumno del pintor aragonés José Romeo en la Preparatoria, pasó en 1751 a Roma, becado por el ministro Carvajal, para formarse con Giaquinto. Con él regresó a España en 1753 y, tras ganar el primer premio de primera clase en pintura en 1756, ganó en 1758 una pensión real para volver a Roma a continuar su perfeccionamiento en la Academia del Campidoglio y en la Romana. Para entonces su estilo de pintar ya estaba transido de giaquintismo y de gracia rococó, que el estudio de los clasicistas barrocos no suplantaría.

A su regreso a España en 1764, su maestro Giaquinto ya había regresado a Nápoles y el ambiente artístico de la Corte comenzaba a cambiar con la presencia de Mengs. Este le colocó en la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara como cartonista, donde ejecutó más de un centenar. No llegó a alcanzar los honores artísticos que se merecía, pues sólo en 1785 sería elegido Académico de Mérito de San Fernando, y en 1788 recibiría los honores de Teniente-director de Pintura, pero sin el cargo, que se le adjudicó a Gregorio Ferro, por ser más antiguo. Por más que lo solicitó no se le nombró Pintor de Cámara, a pesar de la ingente y brillante labor que había realizado como cartonista. Como pintor religioso hay que destacar su excelente lienzo San Agustín y los menesterosos (hacia 1770) del Real Convento de la Encarnación de Madrid, de barroca composición y bellos cromatismos; y el Abrazo de san Francisco y santo Domingo (1781) para el concurso de San Francisco El Grande, en el que Castillo se mueve en un evidente eclecticismo, percibiéndose el ideal mengsiano en el rompimento celestial y en las bellas tipologías angélicas, sin que por ello quede ahogada la emotividad y gracia rococó que subyace en el cuadro. En el ambiente de giaquintismo de la década de 1750 se mueve el aragonés Juan Ramírez de Arellano (1725-1782), discípulo primero de José Luzán en Zaragoza y después seguidor de Giaquinto en Madrid.

En 1753, su versión de la Elección de don Pelayo por Rey de España, a la que no se le pudo conceder el primer premio de primera clase de pintura por haber llegado fuera de plazo desde Zaragoza, mereció los elogios de la Junta de la Academia, que deseosa de recompensarle, tras los ejercicios correspondientes, le nombraría en enero de 1754 Académico Supernumerario. A raíz de este éxito se quedó en Madrid, pintando bajo la dirección de Giaquinto, cuyas maneras de pintar imitó con soltura. Así lo comprobamos en su Santa Ana, la Virgen y el Niño (hacia 1755) del Museo Romántico de Madrid, cuyo boceto, conservado en el Prado, tiene toda la esponjosa factura, de trazos cortos y empastados, y dulzura de colorido aprendidos del maestro. Lamentablemente, la brillante carrera-profesional que prometía no cuajó, porque en vez de dedicarse a pintar se dedicó a la música. Pintores más jóvenes, que luego entrarían en la órbita de Mengs, también se movieron dentro del giaquintismo durante su formación, e incluso durante su madurez su clasicismo no dejaría de mostrar destellos nunca olvidados de la savia nutricia de Giaquinto. Es el caso del valenciano Mariano Salvador Maella (1739-1817), que casaría con una hija de Antonio González Velázquez. Sus Inmaculadas aún presentan algo de gracia y de colorido rococó. También en los primeros frescos de La diosa Palas como vencedora de los vicios (1769), en el despacho de Ayudantes de El Pardo, o la Justicia y la Paz del hall (1769) de dicho palacio, la huella de Giaquinto está presente.

Lo mismo se aprecia en el fresco de la Adoración del Nombre de Dios (1781) en la capilla Palafox de la catedral de El Burgo de Osma (Soria). Algo semejante se podría decir del joven Francisco Bayeu, o del joven Goya. Al margen del ambiente creado por Giaquinto, pero también dentro de una estética rococó, se mueven dos pintores franceses, llegados en momentos distintos. El primero, Charles-Joseph Flipart (1721-1797), pintor y grabador que había llegado a España en 1748 acompañando a su maestro Jacopo Amigoni. Fue pintor de cámara en 1753 y encargado del taller de piedras duras de la Real Fábrica del Buen Retiro. Entre su corta producción pictórica hay que destacar algunas de las sobrepuertas con alegorías (1752) de la Sala de la Conversación (hoy Comedor de Gala) del Palacio Real de Aranjuez, y el lienzo de altar representando La rendición de Sevilla a san Fernando (hacia 1756) en la iglesia de las Salesas Reales de Madrid, y en ellas se muestra como un seguidor de Amigoni. El otro pintor francés fue Charles-François de la Traverse (hacia 1726/30-1787), que llegó a Madrid acompañando al embajador de Francia, marqués de Ossun. Al parecer había sido discípulo de Boucher y había residido en Roma como pensionado. Ocupado en asuntos diplomáticos, no pudo conseguir encargos en Palacio, pero hizo pequeños cuadros de gabinete, especialmente paisajes, para sus amigos. Fue maestro de Luis Paret y Alcázar.

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