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Reyes Católicos

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La víspera del descubrimiento del nuevo mundo, el jueves 11 de octubre de 1492, los navegantes hispanos, "Tuvieron mucha mar y más que en todo el viaje habían tenido. Vieron pardelas y un junco verde junto a la nao. Vieron los de la carabela Pinta una caña y un palo, y tomaron otro palillo labrado a lo que parecía con hierro, y un pedazo de caña y otra hierba que nace en tierra, y una tablilla. Los de la carabela Niña también vieron otras señales de tierra y un palillo cargado de escaramojos. Con estas señales respiraron y alegráronse todos. Anduvieron en este día, hasta puesto el sol, veintisiete leguas. Después del sol puesto, navegó a su primer camino al Oueste: andarían doce millas cada hora; y hasta dos horas después de media noche andarían noventa millas, que son veintidos leguas y media. Y porque la carabela Pinta era más velera e iba delante del Almirante, halló tierra y hizo las señas que el Almirante había mandado. Esta tierra vido primero un marinero que se decía Rodrigo de Triana; puesto que el Almirante, a las diez de la noche, estando en el castillo de popa, vido lumbre, aunque fue cosa tan cerrada que no quiso afirmar que fuese tierra (...)". Esta descripción compediada por fray Bartolomé de las Casas, que da cuenta del acontecimiento del descubrimiento de las islas próximas al continente americano, es sólo el resultado de un proceso en el que se interrelacionan numerosos factores, con todos los cuales puede explicarse el hecho general de una expansión de los europeos que, si bien comenzó mucho tiempo antes, alcanzó su mayor apogeo durante el transcurso de todo el siglo XV y buena parte del siglo XVI.

El punto de partida es necesario buscarlo en Portugal; desde 1415 en adelante, año de la conquista de Ceuta, Portugal fue la única de las naciones europeas capaz de impulsar un nuevo tiempo de expansión. Además de las razones geográficas de su vecindad con el Atlántico, de ser la encrucijada de rutas marítimas cruzadas entre el Mediterráneo y el mar del Norte, y de la bondad de los vientos que se desarrollan en el entorno oceánico de la línea costera que va de Lisboa a Gibraltar, los portugueses habían acumulado una gran experiencia comercial, científica y marítima. Un conjunto complejo de necesidades, cereales, esclavos para mantener los ingenios azucareros de las Azores, oro, especias y diversas materias primas, ayudan a comprender la adquisición de una experiencia que se obtuvo, en primer lugar, de las relaciones comerciales y de los conocimientos técnicos adquiridos en el Mediterráneo y en el mar del Norte, desde el siglo anterior; en segundo lugar, por las expediciones dirigidas hacia las costas africanas e islas atlánticas, que se desarrollaron entre 1415 y 1498, que se interrumpieron durante algunos períodos de tiempo, pero que permitieron el establecimiento de pesquerías y factorías, tanto en la costa como en las islas atlánticas y en el interior continental africano. La cronología de las expediciones fue muy llamativa: durante los dos primeros decenios que parten de 1415, los portugueses construyen asentamientos estables en Madeira y las Azores, en 1434 llegaban al Cabo Bojador, y hacia 1460 contaban con establecimientos en Guinea, Sierra Leona, Cabo Verde; en la década de 1480 llegaban a Angola y al extremo sur de Africa, y en 1498 la expedición de Vasco de Gama llegaba a la India por el sur.

Sin entrar en los beneficios económicos que produjo la serie de exploraciones portuguesas, el intercambio de conocimientos científicos y de técnicas revelaba que podía sobrepasarse el límite del mundo conocido hasta entonces y que, además del hallazgo de nuevas fuentes de riqueza, el europeo entraba en contacto con nuevas y desconocidas sociedades. A finales de la década de 1470 y en la primera mitad de la de 1480, la cultura especializada de los europeos conoció una recopilación de los saberes antiguos que sintetizaba el pensamiento geográfico y astronómico de Ptolomeo y Aristóteles. Las teorías sobre la esfericidad de la tierra, sus dimensiones y el tamaño del océano y su proporcionalidad respecto de la zona continental, se concretaron en tres obras que formaron parte de la biblioteca de Cristóbal Colón: la Historia rerum, de Eneas Silvio Piccolomini, la Imago mundi, de Pierre d'Ailly y la de Marco Polo, Il Millione. Treinta años antes, Portugal había comenzado a comerciar con esclavos negros en la costa atlántica africana, y por las mismas fechas realizaba expediciones militares a las islas Canarias donde obtenía cautivos guanches. En la década de 1470 el interés de los castellanos comenzaba a sustituir a franceses y portugueses en el control de las Canarias y, hacia 1483, sólo Tenerife y La Palma permanecían dominadas por los nativos, y continuaban siendo territorio abierto para las expediciones portuguesas y castellanas.

Hasta años después de la conquista de Granada y del descubrimiento del nuevo mundo los castellanos no lograrían el pleno dominio sobre las Canarias. Estas islas, situadas a seis días de viaje del puerto de Cádiz, se convertirían en un punto de referencia fundamental para las exploraciones atlánticas. Colón las utilizó como base de partida de algunos de sus cálculos; y probablemente lo hizo teniendo en cuenta la experiencia acumulada desde hacía mucho tiempo con las islas mediterráneas: si Creta, Chipre y Rodas habían sido referencias obligadas en la navegación antigua y medieval del Mediterráneo, bases necesarias de las diferentes expansiones y laboratorios donde se ensayaron cálculos, formas y técnicas de navegación, Madeira, Porto Santo y el archipiélago de las Azores, primero, y las Islas Canarias, después, desempeñaron un papel similar en la navegación atlántica. Pero no sólo fueron laboratorios de experiencias náuticas y colonizadoras; tanto las islas mediterráneas como las atlánticas sirvieron también como laboratorios de la violencia y de la evangelización: primero había que conquistar, y luego vendría el cumplimiento de un compromiso que también se hallaba presente en los ideales de los expedicionarios. Turcos, guanches, guineos, fueron siempre desde la perspectiva occidental pueblos que había que reducir, y más adelante convertir. En Le Canarien, fray Pedro Bontier, religioso de Saint Jouin-de-Marnes, y Juan Le Verrier, presbítero, ambos al servicio de Juan de Béthencourt, exponen el ideal de cruzada que les llevó a las Islas Canarias a comienzos del siglo XV: "Porque es cosa cierta que muchos caballeros, al oir la relación de las grandes aventuras, de las hazañas y de las hermosas acciones de aquéllos que en tiempos pasados han emprendido hacer viajes y conquistas sobre los infieles, con la esperanza de volverlos y convertirlos a la religión cristiana, han cobrado valor, valentía y voluntad de parecérseles en sus buenas acciones, y con el fin de evitar todos los vicios y de ser virtuosos, y que al terminar sus días puedan adquirir vida perdurable".

Las Canarias, además de "provistas de gentes y de víveres", estaban "pobladas por gentes infieles". Esta perspectiva no abandonó nunca las razones de ninguno de los expedicionarios que se atrevieron a adentrarse en lo desconocido durante los siglos XV y XVI, y también estuvo presente en el proyecto de Cristóbal Colón. En los primeros años de la década de 1480 Portugal era ya la gran potencia marítima de Occidente y el mejor país receptor de los proyectos científicos y expedicionarios del momento. Colón permaneció en Portugal desde 1476 hasta 1485, donde ofreció al rey portugués su proyecto de navegar y explorar el Atlántico por el oeste para llegar a tierras asiáticas y al centro productor de especias. El rechazo del proyecto por parte de Portugal, los intentos de negociación en las cortes francesa e inglesa de 1488, y el largo peregrinaje del descubridor por tierras castellanas hasta que en 1492 fue aceptada su idea por los Reyes Católicos, no revelan más que dos tipos de oposición inicial que nos señalan la incomprensión de las tesis colombinas por parte de las autoridades castellanas, y las dificultades de financiar un proyecto de cuya viabilidad se dudaba. Hasta 1491 Cristóbal Colón no logró sensibilizar convenientemente a la comunidad franciscana de La Rábida que le puso de nuevo en contacto con la corte; ya había explicado su proyecto a una junta de expertos, y hubo de someterse a otra nueva reunión que terminó como la primera en un rotundo fracaso.

La intervención última del tesorero Luis de Santángel hizo posible el entendimiento capitulado en Santa Fe de la Vega de Granada el 17 de abril de 1492 y la concesión de poderes diplomáticos concedidos a Cristóbal Colón el 30 de abril del mismo año para una hipotética entrevista con un príncipe que hoy se supone arrancado de los relatos de Marco Polo, y que se identifica con el Gran Khan. En las Capitulaciones de Santa Fe, Colón obtenía el título de "almirante en todas aquellas islas y tierras firmes que por su mano o industria se descubrirán o ganarán en las dichas mares Océanas", durante su vida y con la facultad de transmitirlo a sus herederos; también, el título de "visorey e governador general" con la facultad de presentar ternas a los reyes para proveer los cargos de gobierno. Los aspectos económicos se contemplaban en forma de "mercadurías, siquiere sean las piedras preciosas, oro, plata, speciería", de lo que el almirante obtendría la "dezena parte". Por último, se estipuló que el descubridor podría participar en la financiación de futuras expediciones con "la ochena parte de todo lo que se gastare en el armazón, e que tanbién haya e lleve del provecho la ochena parte de lo que resultare de la tal armada". Trece días más tarde de la firma de estas capitulaciones, los Reyes Católicos autorizaron con cuatro ordenanzas la organización de una armada cuyo alistamiento y preparación comenzó a realizarse a finales de junio de 1492.

Hasta la madrugada del 3 de agosto no se inició desde Palos el viaje del descubrimiento. Una escala forzosa de algo más de un mes de duración en las islas Canarias, obligó a la flota a retrasar hasta el 6 de septiembre su camino definitivo hacia el oeste. El 12 de octubre del mismo año se produjo el descubrimiento de una isla del archipiélago de las Bahamas, que el almirante llamó San Salvador. Hasta su regreso a la Península en marzo de 1493, Colón nombró otras islas: Santa María, Fernandina, Isabela, Juana, Santo Domingo. Había recorrido algo más de 6.500 kms y no había llegado a Cipango, que él había calculado a una distancia de 4.450 kms desde las islas Canarias. Antes de cumplirse los dos meses del regreso de Cristóbal Colón, sucedieron de manera muy rápida una serie de acontecimientos que prueban la eficacia de la diplomacia romana de Fernando el Católico; en los días 3 y 4 de mayo de 1493, el Papa Alejandro VI extendió un breve y una bula Inter cetera divinae Maiestati, documentos por los que el Papa concedía a los Reyes Católicos las tierras que se descubrieran y, en el segundo de ellos, señalando una línea de demarcación que permitiese a los reinos de Portugal y de Castilla orientar sus respectivas expediciones sin entrar en fricciones. En la bula, el Papa reconoce el "retraso castellano" en la expansión: "Sabemos ciertamente, que vosotros, desde hace tiempo, en vuestra intención os habíais propuesto buscar y descubrir algunas tierras firmes e islas lejanas y desconocidas y no descubiertas hasta ahora por otros, para reducir a los residentes y habitantes de ellas al culto de nuestro Redentor y a la profesión de la Fe católica, y que hasta ahora, muy ocupados en la conquista y recuperación de este Reino de Granada, no pudísteis conducir vuestro santo y laudable propósito al fin deseado".

Tras animar a los Reyes Católicos a proseguir los descubrimientos y trabajar por la evangelización, el Papa les concedía, "todas las islas y tierras firmes, descubiertas y por descubrir, halladas y por hallar hacia el occidente y mediodía, haciendo y constituyendo una línea desde el polo ártico, es decir el septentrión, hasta el polo antártico, o sea el mediodía, que estén tanto en tierra firme como en islas descubiertas y por descubrir hacia la India o hacia otra cualquier parte, la cual línea diste de cualquiera de las islas que se llaman vulgarmente de los Azores y Cabo Verde cien leguas hacia occidente y el mediodía (...)". Y es que a la vuelta del viaje del descubrimiento, Cristóbal Colón se detuvo en Lisboa e informó al rey Juan II de que había descubierto las islas. Desde ese instante la diplomacia portuguesa comenzó a plantear una serie de reclamaciones que llevaron sus embajadores incluso hasta Barcelona, donde se encontraban los Reyes Católicos; la protesta portuguesa se basaba en una bula otorgada por el papa Nicolás V, la Romanus Pontifex, por la que se reconocía a Portugal la exclusividad de la navegación atlántica en la ruta guineana, y en los Tratados de Alcaçobas y de Toledo de 1479 y 1480, por los que se reiteraba a Portugal el monopolio de la navegación atlántica. Hasta el 7 de junio de 1494 no se resolvió el problema; la firma del Tratado de Tordesillas señalaba las demarcaciones portuguesa y castellana mediante una línea situada a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde, que establecería una expedición conjunta de portugueses y castellanos que partiría de Gran Canaria en un plazo de diez meses desde la firma del acuerdo.

Éste era el final de una rápida lucha diplomática cerca del Papado, en la que los portugueses reclamaron los derechos otorgados por las bulas de Martín V en 1454 y de Calixto III en 1456, y los castellanos obtuvieron en septiembre de 1493 la bula Dudum siquidem que concedía a los Reyes Católicos todas las tierras que no hubiesen sido descubiertas por otros príncipes cristianos. Un día antes de publicarse esta bula, el 25 de septiembre de 1493, emprendía Colón su segundo viaje desde el puerto de Cádiz. Su objetivo era establecer una factoría; llevaba 17 barcos y alrededor de mil quinientos hombres con los que llegó a La Española el 22 de noviembre del mismo año. Allí organizó la colonia y continuó con expediciones en busca de tierra firme, que creyó haber descubierto en junio de 1494. Diversos problemas surgidos en la administración de la colonia, su división interna, y las quejas que hicieran llegar a la corte los partidarios de Juan Rodríguez de Fonseca, que había sido nombrado por los Reyes Católicos su representante en los temas indianos, junto con el permiso concedido a otros navegantes por los Reyes en 1495 para viajar hasta las Indias, decisión que fue derogada más adelante pues contravenía las Capitulaciones de Santa Fe, precipitó la vuelta de Colón a la Península, donde desembarcó en junio de 1496. Aunque tardó varios meses en ser recibido por los Reyes Católicos, Colón obtuvo en este segundo regreso nuevos favores y privilegios; junto a la ratificación de las Capitulaciones, Colón obtiene de los Reyes la facultad de fundar mayorazgo y el que se nombre Adelantado a su hermano Bartolomé.

El tercer y último viaje que realizó en régimen de monopolio partió de las islas de Cabo Verde el 4 de julio de 1498 con el objetivo de verificar la línea de demarcación. Tras haber navegado por el golfo de Paria tiene la certeza de haber llegado a tierra firme; fue el viaje más complejo y más duro para el Almirante, por sus consecuencias. En mayo de 1499 los Reyes autorizaban una expedición sin el permiso del Almirante. Éste, tras solicitar de los Reyes el envío de un juez pesquisidor que resolviese los graves enfrentamientos en La Española, fue apresado en unión de sus hermanos Diego y Bartolomé, y trasladado a la Península en octubre de 1500. Los Reyes sustituyeron al juez Bobadilla por Nicolás de Ovando y restituyeron la libertad y privilegios concedidos al Almirante. Hasta la fecha de su muerte en Valladolid el 21 de mayo de 1506, Colón pudo realizar un cuarto viaje desde Cádiz el 11 de mayo de 1502, con cuatro naos y casi 150 hombres, con los que exploró las costas de Centroamérica, acabando el viaje en Jamaica. Cristóbal Colón, probablemente sin ser consciente de ello, acababa de descubrir e introducía en la sociedad castellana otra contradicción. El año que finalizaba entre la tolerancia y la intolerancia, con las capitulaciones de Granada y con la expulsión de los judíos, entraba en Castilla, y también en Aragón y en Portugal, y en Europa entera, por derecho concedido por el Papado, una sociedad desconocida que era más plural y más primitiva que la europea: el conjunto de grupos humanos que vivían "contentándose con lo que les daba la naturaleza", por lo menos hasta la llegada de los castellanos.

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