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Aragón Baja Edad Media

Desarrollo


La diversidad de especies monetarias en circulación, el incremento de numerario, las necesidades crediticias en la época de expansión de los negocios y la complejidad del comercio internacional explican la creciente importancia del oficio de banquero o cambiador. Los cambiadores del siglo XIII se dedicaban fundamentalmente al cambio de moneda, aunque progresivamente aceptaron también dinero en depósito, y en el siglo XIV, sobre estos depósitos, comenzaron a efectuar pagos a los acreedores de sus clientes, por orden escrita de éstos y en los vencimientos establecidos. De esta práctica deriva el cheque bancario, cuyos testimonios más antiguos conservados en la Corona datan de finales del siglo XIV. Los depósitos, utilizados por los banqueros en sus negocios financieros (operaciones de crédito, sobre todo), tenían que ser devueltos a los clientes, a voluntad de éstos, con una parte de las ganancias obtenidas. El riesgo de operar con capitales de terceros era grande y, de hecho, las quiebras de algunos banqueros obligaron a las autoridades a reglamentar el oficio para evitar abusos: las Cortes (1299, 1301, 1333, 1359) y la monarquía (1349) tomaron disposiciones sobre garantías bancarias, penas contra banqueros insolventes, licencias municipales para la apertura de bancos, etc. A pesar de las quiebras bancarias, los bancos se hicieron indispensables y, cuando la monarquía, las Generalidades y los municipios, afectados por la crisis, no pudieron hacer frente a sus obligaciones con los ingresos ordinarios, tuvieron que dirigirse a los banqueros para solicitar créditos y organizar a través de ellos un sistema de empréstitos públicos.

La banca privada, en general, salió malparada de estos negocios con las finanzas públicas, y las autoridades recurrieron entonces a la creación de bancos públicos (la Taula de Canvi de Barcelona, por ejemplo). El crédito, aunque combatido por la Iglesia, era universalmente practicado. Laicos y clérigos, banqueros y particulares, se dedicaban al préstamo que muchas veces formaba parte de operaciones de cambio de moneda, traslado de capitales y pagos de plaza a plaza. Así, el crédito se insertaba plenamente en los negocios comerciales de la época, sobre todo el comercio internacional. El contrato de cambio era, en este sentido, la forma más simple: una persona (por ejemplo, un mercader) recibía de otra (por ejemplo, un banquero), en una ciudad determinada, una cantidad de dinero prestado que se obligaba a devolver en otra ciudad a quien se lo había prestado o a otra persona por él designada. Generalmente se prestaba el dinero en la moneda del país donde se efectuaba el crédito y se devolvía en moneda extranjera, y el lucro se disfrazaba en la relación de equivalencia entre las dos monedas: se infravaloraba la del pago respecto a la del préstamo, con lo que el prestatario se obligaba a devolver más dinero del recibido. Esta forma de crédito fue ampliamente practicada por banqueros y mercaderes de la Corona durante los siglos XIV y XV. Como derivación del contrato de cambio, surgió durante el mismo siglo XIV la letra de cambio, un documento mercantil de carácter privado que fue utilizado entre comerciantes como un instrumento de crédito, de pago, de cambio de moneda y de traslado de capitales de una plaza comercial a otra.

En esencia, la letra de cambio podría definirse como un instrumento mercantil por medio del cual una persona jurídica (llamada librador-autor de la letra), habiendo realizado con otra persona (llamada librador del valor), en una ciudad determinada, una operación de compra de mercancías valoradas en dinero de esta ciudad, ordenaba a una tercera persona (librado), generalmente un socio o deudor suyo o un banquero con el que trabajaba, que, en otra ciudad y con otra moneda, pagara a una cuarta persona (beneficiario o tenedor de la letra), generalmente un acreedor, socio o corresponsal del librador del valor, la cantidad convenida, con moneda de esta otra ciudad (infravalorada respecto de la primera para disfrazar el interés del crédito) y en el plazo acordado. Los ejemplos de letras de cambio libradas en plazas mercantiles de la Corona, Barcelona sobre todo, o sobre ellas abundan desde finales del siglo XIV, lo que da medida de la inserción económica de la Corona en los circuitos del comercio y las finanzas internacionales. Es obvio que las letras de cambio se utilizaban para efectuar compras en el extranjero, trasladar capitales de una ciudad a otra, obtener crédito, etc. Durante el siglo XV en las principales ciudades de la Corona se practicaba la domiciliación de las letras de cambio, el protesto y recambio (procedimiento contra el librador de una letra impagada), el aval de la letra y el endose (transmisión de la propiedad de una letra de un beneficiario a otro), que convertía la letra en algo parecido al papel moneda.

Como es lógico, las letras de cambio transitaban por las mismas rutas que las mercancías y los comerciantes, y las cotizaciones de las monedas que en ellas se expresan guardan relación con el superávit o el déficit de la balanza comercial en cada ruta. En las rutas donde la balanza comercial era más desfavorable (rutas de Oriente y de Flandes), también era donde los libradores del valor y sus corresponsales hacían más negocio puesto que en estas rutas la moneda del retorno era más infravalorada que en las otras rutas. Esta estructura monetaria y mercantil permitió que algunos mercaderes y banqueros se enriquecieran especulando con las cotizaciones monetarias, y obligó a las autoridades a legislar sobre derecho cambiario. Al margen de las operaciones de crédito mercantil, que implicaban cambios de moneda, y que eran utilizadas en las relaciones financieras y comerciales de carácter internacional, desde mediados del siglo XIV se desarrolló un mercado interior de crédito, basado en el censal o censo consignativo, que por su simplicidad y plasticidad se adaptó a las posibilidades de casi todos los grupos sociales, y desbordó el ámbito puramente urbano para extenderse a las villas-mercado y los pueblos rurales. El censal era un sistema de inversión que consistía en entregar un capital a cambio de recibir una pensión o canon anual, equivalente a un tanto por ciento del capital invertido. La operación revestía la forma jurídica de compra-venta de derecho: una persona, que disponía de capital (censalista), compraba por un precio el derecho a recibir una pensión anual (censal), derecho que le vendía una persona necesitada de capital (censatario).

Como garantía del pago de la pensión, el censatario obligaba un bien de su propiedad o presentaba avalistas. A diferencia de los préstamos tradicionales, que vencían a corto plazo y era obligado amortizar (pago de los intereses y devolución del crédito), y cuya tasa de interés rondaba el 20 por ciento, los censales, al ser ventas de derechos, eran de duración indefinida y sólo el censatario (que había efectuado una venta a carta de gracia) tenía derecho a redimirse de la obligación, recomprando el censal. Precisamente por su indefinida duración, la tasa del censal era más baja que la del interés de los préstamos: pasó del 7,14 por ciento a mediados del siglo XIV al 10 por ciento a finales de siglo y al 5 por ciento durante la recesión del siglo XV. La estructura del censal y su forma jurídica de venta, que lo protegía de las prohibiciones eclesiásticas, lo convirtió en la forma más usual de inversión y crédito de la Corona, desde el siglo XIV hasta el XVIII. Los censales servían a las viudas para convertir dotes y herencias en pensiones; a los mercaderes para situar una parte de sus ganancias en rentas fijas y seguras; a los señores (nobles y eclesiásticos) para colocar el dinero de sus rentas agrarias monetarizadas; a los campesinos acomodados para consolidarse y prosperar a expensas de las necesidades de sus vecinos; a los testadores para garantizarse decenas, centenares o miles de misas aniversario pagadas perpetuamente por las pensiones de los censales cuya compra disponían en testamento, y a los burgueses y otros grupos sociales para obtener pensiones de los organismos públicos necesitados de capital. En efecto, desde mediados del siglo XIV, las villas y ciudades, puncionadas por la fiscalidad real o señorial, y obligadas a efectuar elevados gastos de aprovisionamiento e infraestructura (construcción de murallas, puertos), se encontraron inmersas en un déficit crónico al que no pudieron hacer frente con el incremento de los impuestos, y tuvieron que recurrir a la venta de censales, origen de una deuda pública creciente que obligó a crear bancos municipales para contenerla.

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