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Aragón Baja Edad Media

Desarrollo


En la culminación del desarrollo mercantil de la Corona, los mercaderes, y las autoridades que les respaldaban, crearon corporaciones, normas reguladoras de la actividad comercial e instituciones encargadas de velar por su aplicación. Los orígenes se remontan a la época de Jaime I, cuando este monarca, en 1258, dio existencia legal al gremio de hombres de mar de Barcelona (Universidad de los Prohombres de la Ribera) y a sus normas reguladoras de la navegación comercial (Ordenaciones de la Ribera Marítima de Barcelona). Acto seguido hubo que crear un tribunal (Consulado de Mar), formado por magistrados (cónsules de mar), con jurisdicción sobre causas marítimas y mercantiles. El ejemplo de Barcelona fue contagioso, y pronto aparecieron consulados de mar en Valencia (1283) y Mallorca (1326), y también en villas y ciudades como Tortosa (1363), Gerona (1385), Perpiñán (1388) y Sant Feliu de Guíxols (1443). En estos momentos la jurisdicción de estos tribunales ya desbordaba el ámbito del comercio marítimo para extenderse también al terrestre. El órgano embrionario de este desarrollo jurídico, el tribunal de mar de Barcelona, en sus orígenes, administró justicia con la ayuda de una compilación de usos y costumbres de derecho marítimo y fuentes jurídicas muy diversas y conocidas con el nombre de Costumes de la Mar. Durante el siglo XIV, los cónsules de mar se sirvieron de este texto, pero también crearon jurisprudencia, aplicaron ordenaciones y pragmáticas reales y adoptaron normas procedentes de otros tribunales de mar de ciudades mediterráneas (Pisa, Génova, Venecia, Marsella), con todo lo cual se elaboró en Barcelona una nueva y más definitiva compilación, el Llibre del Consolat de Mar, que sirvió de código legislativo básico para muchos tribunales mercantiles del Mediterráneo.

Las corporaciones de mercaderes, formadas por comerciantes matriculados, maduraron su organización y alcanzaron enorme fuerza política en los siglos XIV y XV. Se dotaron entonces de órganos propios de gobierno, los consejos de la mercadería (Consejo de Veinte o Consejo de la Lonja, en Barcelona), formados por consejeros, defensores de la mercadería y cónsules, generalmente elegidos por los asociados. Estos consejos celebraban reuniones en las lonjas de mar, donde los tribunales de mar (o consulados de mar) tenían también sus sesiones. Correspondía a estos consejos velar por el mantenimiento de los privilegios de la corporación, defender y fomentar el comercio, otorgar licencia para ejercerlo y recaudar determinadas imposiciones, como el derecho del pariage en Cataluña. Este derecho tomó su nombre de una institución (llamada pariage), dependiente del consejo de la mercadería de Barcelona, que tenía por misión limpiar de corsarios los mares de la Corona y las líneas de navegación frecuentadas por los marineros y mercaderes catalanoaragoneses. Los ingresos procedentes del derecho del pariage (que gravaba las mercancías propias y extranjeras que entraban y salían por mar, las embarcaciones y su personal) servían para sufragar los gastos del consejo de la mercadería, en especial el sostenimiento de aquella institución militar de defensa marítima. Distintos de los cónsules de mar eran los cónsules de ultramar, representantes (en sentido global) de los intereses de los mercaderes catalanoaragoneses en las ciudades mediterráneas con las que éstos traficaban.

Jaime I, en 1266, concedió el privilegio de su nombramiento al gobierno barcelonés. Las funciones de los cónsules de ultramar eran muy diversas: juzgar a sus connacionales en materia civil y criminal, mediar entre los mercaderes de la Corona y las autoridades del país extranjero donde se hallaran, acoger a los recién llegados y facilitarles la estancia y realización de sus negocios, llevar a cabo misiones diplomáticas en nombre del monarca catalanoaragonés, etc. Esta especie de representación consular se ejercía en el alfondaco, que era un conjunto de construcciones diversas (casas, almacenes, baños, horno, taberna, tiendas, capilla) en torno de un patio central. Había alfondacos, percibidos globalmente como barrios o distritos urbanos habitados por extranjeros, básicamente catalanes en este caso, en las principales ciudades portuarias del Mediterráneo. Su administración proporcionaba grandes beneficios a los cónsules de ultramar, generalmente mercaderes barceloneses: derechos de justicia, derechos de almacenaje, consolatge (una tasa sobre las mercancías desembarcadas y vendidas en el alfondaco) y arrendamiento de tiendas, horno y taberna. Para la eficaz realización de sus negocios, es decir, garantizar las ganancias con el mínimo riesgo, mercaderes y armadores acudieron al fraccionamiento y la asociación. Esta regla empezaba por el financiamiento de la construcción y explotación de las embarcaciones, que eran siempre un condominio o copropiedad.

Los armadores copropietarios formaban sociedades dedicadas al transporte naval: nombraban a los patrones que gobernaban las embarcaciones en su nombre y negociaban los fletes con los mercaderes. Los beneficios y pérdidas de la explotación naval eran repartidos en proporción a la parte alícuota que cada copropietario poseía en la embarcación. Los mercaderes practicaban también el asociacionismo. La forma más típica fue la comanda: en esta modalidad, un socio capitalista entregaba a un mercader (socio gestor) una suma de dinero o unas mercancías. Acto seguido, el mercader emprendía un viaje de negocios durante el cual vendía los productos recibidos en comanda, y con el dinero así obtenido (o con el dinero recibido en comanda) compraba otras mercancías con las que realizaba el viaje de retorno. Terminado el viaje, los socios liquidaban su negocio sobre la base de que el capitalista recuperara el capital invertido más 3/4 de los beneficios (diferencia entre el valor de partida y el de llegada) y el gestor obtuviera 1/4 de los beneficios. En este tipo de asociación las pérdidas iban a cargo del capitalista, y el negocio se limitaba a la duración de una viaje de ida y vuelta. En una ciudad como Barcelona la fragmentación de capitales y riesgos, que el método de la comanda permitía, facilitaron la participación de muy distintos sectores sociales en los negocios del comercio marítimo, como inversores. Un mercader nunca se embarcaba con una sola comanda sino que procuraba obtener comandas de muchos socios a fin de aumentar las ganancias sin incrementar el riesgo, y en algunos de los pactos asociativos, además de trabajo, se comprometía a aportar también una pequeña parte de capital con lo que pretendía incrementar sus ganancias.

La comanda se transformaba entonces en societas maris. De mayor envergadura y distinta composición y función eran las compañías. A diferencia de las comandas, que establecían vínculos efímeros, dividían capital y trabajo y eran idóneas para el comercio a la menuda, las compañías eran más duraderas (unos 4 o 5 años), sus socios aportaban a la vez capital y fuerza de trabajo y concentraban mayor volumen de capital, con lo que servían mejor para los grandes negocios. Pero incluso las grandes compañías no renunciaron a servirse de las comandas, muy al contrario: constituido el capital social con las aportaciones de los socios, aceptaron ampliaciones de capital en forma de comandas (comanda missa in societate) en dinero de personas ajenas a la compañía. Se crearon así grandes compañías, dedicadas al comercio de tejidos y especias, que tenían factores en los principales puertos de ultramar. Por último, para disminuir el riesgo o hacerlo más llevadero, se desarrollaron desde el siglo XIV los seguros marítimos, actividad a la que inicialmente se dedicaron en Barcelona mercaderes italianos. El asegurado era generalmente una sola persona, que debía satisfacer la prima en el acto de formalizar el contrato de seguro. La función de asegurador, en cambio, la ejercían en cada caso una pluralidad de socios capitalistas, que así, también ellos, disminuían su riesgo. Durante el siglo XIV se aseguraban capitales prestados a riesgo de mar y mercancías embarcadas; en la primera mitad del siglo XV se introdujo la práctica de asegurar las embarcaciones, y en la segunda mitad de siglo ya se aseguraba toda clase de mercancías. En los contratos de seguro debía figurar la suma total asegurada, que nunca podía sobrepasar las tres cuartas partes del valor total de la cosa asegurada.

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