El atractivo de las cumbres
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Blechen fue el paisajista alemán de mayor talento en la generación inmediatamente posterior a la de Friedrich . Frente a los cuadros de éste, la voluntad naturalista es más evidente en Blechen , cuyos lienzos tampoco tienen la elocución mayestática de su compatriota. En cualquier caso, como veremos, en los años treinta ya habían cambiado las preferencias y las metas que se marcaban los paisajistas. Perviven, no obstante, acentos románticos primigenios como los que comentamos. No olvidemos que Blechen es autor de paisajes con ruinas, castillos, tormentas y escenificaciones que no se despiden de los inicios de la tradición romántica . Un cuadro suyo de 1833, Construcción del puente del Demonio, nos lleva a otro de esos asuntos típicos que veíamos en la imagen romántica de Daguerre . Es el tema de la montaña, en este caso la montaña alpina, y con la vista concreta del nuevo puente que se encontró cuando estaba en construcción, en 1829. Este mismo rincón también fue pintado por Turner en 1819.Tal paisaje de penumbras, inhóspito, hace honor al nombre del puente, las montañas son moles de piedra que ocultan la luz que promete estar al fondo, y parecen imponerse apesadumbradamente sobre la siesta de los obreros que han hecho un alto en el trabajo. Estos elementos hostiles nos ubican en los valores del placer negativo que surge de aquello que espanta, como se nos explica en las investigaciones dieciochescas sobre la poética de lo sublime.
El tema majestuoso de la montaña produce sentimientos encontrados de atracción y repulsión, y para este efecto requiere que exista una dualidad previa, un distanciamiento entre objeto y sujeto como el que propicia el pintor al contrastar fuertemente el poder informe de las colosales montañas con la precaria condición del trabajo del hombre, sobre el que se ciernen estas formaciones como un salvaje reto.El tema de la montaña lo encontramos en numerosos paisajes de fines del XVIII y del primer tercio del siglo XIX. Friedrich pintó la montaña alpina, las Montañas de los Gigantes, los Montes Metálicos y otras formaciones. Es frecuente encontrar en sus composiciones perspectivas enfáticas que acentúan su realidad imponente. El Watzmann (1824-25) se dispone en el lienzo con un punto de vista que obedece a lo que en cinematografía se denomina un contrapicado. La alta montaña era objeto de representación también en el paisajismo británico de fines del XVIII, como ocurre en los cuadros de Francis Towne (1740-1816), John Robert Cozens (1752-1797), en los del pintor y panoramista de corta vida Thomas Girtin (1775-1802) y, por supuesto, en Turner.Joseph Mallord William Turner (1775-1851) realizó a partir de 1802 viajes a las más diversas regiones del continente (Renania, Venecia, la Italia meridional), cuyos paisajes llenaron buena parte de su obra. También frecuentó diferentes zonas de los Alpes, y la alta montaña adquiere un especial papel en el conjunto de su pintura.
Ya desde antes aparece la montaña en los paisajes de Turner, siempre imbuidos de un dramatismo perturbador, pero las formaciones alpinas pudieron colmar sus ansias de una naturaleza cruda, fuerte y violentamente expresiva, como la que impregnó muchos de sus paisajes.El paisajismo de Turner se aplicó, por un lado, a asimilar la naturaleza idílica de Lorena y Poussin y a medirse con los coloristas venecianos, y, por otra parte, a desatar su propensión innata al registro de fenómenos fieros en los que la naturaleza parece condensar su energía, y cuya imagen real se encuentra en los mares picados, en el cielo acechante, en la destrucción que provoca el fuego y en el espectáculo adverso de la alta montaña. La tensa celebración de la naturaleza que procede de esos asuntos incide igualmente en los temas de Turner que podrían haber sido objeto de una interpretación idílica, como sus vistas de la campiña italiana o del Rhin.Hay que añadir que su obra busca la trabazón entre dos labores complementarias. En primer lugar, su empeño en la observación y en los apuntes del natural, sobre el que gravita felizmente, como sabemos, una memoria visual extraordinaria. Y en segundo término hay que considerar que Turner fue pintor de tema, recreador de pasajes poéticos y autor de paisaje de historia. Sus equivalentes no se hallaban en la sencillez e intranscendencia que conquistaron para el paisaje los pintores holandeses del XVII, sino en los paisajes ideales de un Claudio Lorena, por mucho que difieran de éste los suyos.
En su paisajismo se realiza grande peinture, pintura de tema, cuyos primeros móviles se hallan, no lo olvidemos, en la fidelidad al espectáculo empírico de la naturaleza, que es probablemente el elemento de sus creaciones que hoy en día más nos llena de admiración. En una impresionante tormenta como la de Aníbal atravesando los Alpes (1812) Turner se inspira en una tormenta real que vio en Inglaterra y en su memoria de las vistas alpinas, pero el cuadro final es una visión heroica de lo que podría acontecer en ese evento natural, de una sugerencia imperiosa de lo que se percibe. El fenómeno observado se transforma en ocasión del mito, o en manifestación visible de una leyenda de la historia humana.El motivo de la alta montaña, habitualmente alpina, satisface un deseo de naturaleza no dominada, no sometida, salvaje y, por lo tanto, absolutamente ajena a toda decadencia humana y a toda corrupción. La atracción por este tema surge con la civilización moderna. Fue cultivado en el siglo XVIII especialmente por Joseph Vernet y Caspar Wolf , que tendrán un gran influjo en la generación romántica. La alta montaña, las cumbres peladas, los fenómenos poderosos de la naturaleza como las tempestades y las extensiones marinas inabarcables eran asuntos que trasladaban a un paraíso salvaje, embellecido por sus mismos peligros, y en oposición a la escenografía de la vida urbana y de la seguridad burguesa. Arrastra, por consiguiente, el impulso crítico de la civilización propio del pesimismo cultural del filósofo ginebrino Jean-Jacques Rousseau .
Rousseau, como es sabido, dedica páginas inolvidables a las experiencias en la alta montaña en "La Nueva Heloísa". Encontramos después descripciones imponentes entre los poetas ingleses, en Goethe , Alexander von Humboldt y en otros autores eminentes.Insistimos en la importancia de los Alpes no porque fueran un tema único, sino porque los pintores se fijaron en ellos como en la cadena montañosa por antonomasia, la que inspiraba las representaciones más exaltadas. Joseph Anton Koch (1768-1839), pintor de historia inclinado a composiciones muy ampulosas, dedicó algunos de sus lienzos a paisajes alpinos en los que podía liberar su gusto por las imaginerías hiperbólicas. Los Alpes, sus espectaculares formaciones, fenómenos meteorológicos y otros eventos naturales llamativos habían sido cantados en forma de poema didáctico por Albrecht von Haller en un famoso libro titulado "Los Alpes", de 1729, que fue muy leído. Tengamos en cuenta que la primera culminación del Mont Blanc fue una hazaña dieciochesca: fueron Pascart y Balmat los que alcanzaron la cumbre de este portento geográfico en 1786. Y en 1787 Horace-Bénedict Saussure llevó a cabo una expedición científica que se plasmó en las sugestivas descripciones de su libro "Viaje a los Alpes".La pintura de Joseph Vernet (1714-1789), un pintor muy admirado por Diderot , asimiló repetidamente este interés declarado por las agrestes formaciones de alta montaña en sus cuadros.
Pero el pintor del XVIII realmente especializado en el tema de la montaña, incluso con algún rasgo de topógrafo, fue el suizo Caspar Wolf (1735-1798). Muy pocos pintores se habían atrevido hasta entonces con estos asuntos imponentes y asilvestrados. Pero existe una larga tradición literaria y mítico-religiosa que exalta cualidades extraordinarias en las formaciones montañosas. Pensamos en los mitos del Sinaí, el Parnaso, y en diversas geogonías neoplatónicas y teosóficas. La montaña se presenta incluso en diversas tradiciones como monumento de la creación, como reflejo o encarnación de la magnificencia divina. Hay testimonios notables en este sentido de importantes autores que ya apenas consultamos como Nicolás de Cusa, Jakob Böhme y Shaftesbury, que transcienden a cierta lectura entusiasta de los paisajes de montaña. Por supuesto, la teoría estética del XVIII que se ocupa de las categorías de lo sublime y de lo pintoresco, así como de las cualidades del sentimiento, interpreta con nuevos parámetros -bien psicologistas, bien de cuño idealista- las inquietudes de esta tradición.Los paisajes de Caspar Wolf juegan con la imaginación y con la psicología del espectador presentándole lugares del temor. Pintó, por ejemplo, más de medio siglo antes que Blechen, una vista de El puente del Demonio (1777), que sólo podía tener el atractivo de lo inhóspito. Sus paisajes, con todo, no son composiciones de fantasía, sino que responden a vistas que él ha disfrutado como excursionista, y que trastoca al ejecutar el cuadro de taller para conseguir los efectos adecuados.
Este fue el modo de hacer común entre los paisajistas del primer Romanticismo. Decimos que los paisajes de montaña de Wolf son objeto de entusiasmo, pero también lugar del temor, lugar de placeres negativos, como se diría a propósito del sentimiento de lo sublime. La montaña se ofrecía como el elemento más informe y fuera de medida de la naturaleza. Mucho antes el cosmólogo visionario, Thomas Burnet, escribió en "Contemplación bíblica de la Tierra" una curiosa teoría de la creación, según la cual el globo terrestre fue plano y homogéneo en un principio, y el castigo del Diluvio Universal lo convirtió en lo que es, un planeta afeado y destruido. Las montañas son ruinas de aquella primera configuración terrestre. Efectivamente, según esto, parece inevitable que sean motivo de inseguridad e inquietud.
El tema majestuoso de la montaña produce sentimientos encontrados de atracción y repulsión, y para este efecto requiere que exista una dualidad previa, un distanciamiento entre objeto y sujeto como el que propicia el pintor al contrastar fuertemente el poder informe de las colosales montañas con la precaria condición del trabajo del hombre, sobre el que se ciernen estas formaciones como un salvaje reto.El tema de la montaña lo encontramos en numerosos paisajes de fines del XVIII y del primer tercio del siglo XIX. Friedrich pintó la montaña alpina, las Montañas de los Gigantes, los Montes Metálicos y otras formaciones. Es frecuente encontrar en sus composiciones perspectivas enfáticas que acentúan su realidad imponente. El Watzmann (1824-25) se dispone en el lienzo con un punto de vista que obedece a lo que en cinematografía se denomina un contrapicado. La alta montaña era objeto de representación también en el paisajismo británico de fines del XVIII, como ocurre en los cuadros de Francis Towne (1740-1816), John Robert Cozens (1752-1797), en los del pintor y panoramista de corta vida Thomas Girtin (1775-1802) y, por supuesto, en Turner.Joseph Mallord William Turner (1775-1851) realizó a partir de 1802 viajes a las más diversas regiones del continente (Renania, Venecia, la Italia meridional), cuyos paisajes llenaron buena parte de su obra. También frecuentó diferentes zonas de los Alpes, y la alta montaña adquiere un especial papel en el conjunto de su pintura.
Ya desde antes aparece la montaña en los paisajes de Turner, siempre imbuidos de un dramatismo perturbador, pero las formaciones alpinas pudieron colmar sus ansias de una naturaleza cruda, fuerte y violentamente expresiva, como la que impregnó muchos de sus paisajes.El paisajismo de Turner se aplicó, por un lado, a asimilar la naturaleza idílica de Lorena y Poussin y a medirse con los coloristas venecianos, y, por otra parte, a desatar su propensión innata al registro de fenómenos fieros en los que la naturaleza parece condensar su energía, y cuya imagen real se encuentra en los mares picados, en el cielo acechante, en la destrucción que provoca el fuego y en el espectáculo adverso de la alta montaña. La tensa celebración de la naturaleza que procede de esos asuntos incide igualmente en los temas de Turner que podrían haber sido objeto de una interpretación idílica, como sus vistas de la campiña italiana o del Rhin.Hay que añadir que su obra busca la trabazón entre dos labores complementarias. En primer lugar, su empeño en la observación y en los apuntes del natural, sobre el que gravita felizmente, como sabemos, una memoria visual extraordinaria. Y en segundo término hay que considerar que Turner fue pintor de tema, recreador de pasajes poéticos y autor de paisaje de historia. Sus equivalentes no se hallaban en la sencillez e intranscendencia que conquistaron para el paisaje los pintores holandeses del XVII, sino en los paisajes ideales de un Claudio Lorena, por mucho que difieran de éste los suyos.
En su paisajismo se realiza grande peinture, pintura de tema, cuyos primeros móviles se hallan, no lo olvidemos, en la fidelidad al espectáculo empírico de la naturaleza, que es probablemente el elemento de sus creaciones que hoy en día más nos llena de admiración. En una impresionante tormenta como la de Aníbal atravesando los Alpes (1812) Turner se inspira en una tormenta real que vio en Inglaterra y en su memoria de las vistas alpinas, pero el cuadro final es una visión heroica de lo que podría acontecer en ese evento natural, de una sugerencia imperiosa de lo que se percibe. El fenómeno observado se transforma en ocasión del mito, o en manifestación visible de una leyenda de la historia humana.El motivo de la alta montaña, habitualmente alpina, satisface un deseo de naturaleza no dominada, no sometida, salvaje y, por lo tanto, absolutamente ajena a toda decadencia humana y a toda corrupción. La atracción por este tema surge con la civilización moderna. Fue cultivado en el siglo XVIII especialmente por Joseph Vernet y Caspar Wolf , que tendrán un gran influjo en la generación romántica. La alta montaña, las cumbres peladas, los fenómenos poderosos de la naturaleza como las tempestades y las extensiones marinas inabarcables eran asuntos que trasladaban a un paraíso salvaje, embellecido por sus mismos peligros, y en oposición a la escenografía de la vida urbana y de la seguridad burguesa. Arrastra, por consiguiente, el impulso crítico de la civilización propio del pesimismo cultural del filósofo ginebrino Jean-Jacques Rousseau .
Rousseau, como es sabido, dedica páginas inolvidables a las experiencias en la alta montaña en "La Nueva Heloísa". Encontramos después descripciones imponentes entre los poetas ingleses, en Goethe , Alexander von Humboldt y en otros autores eminentes.Insistimos en la importancia de los Alpes no porque fueran un tema único, sino porque los pintores se fijaron en ellos como en la cadena montañosa por antonomasia, la que inspiraba las representaciones más exaltadas. Joseph Anton Koch (1768-1839), pintor de historia inclinado a composiciones muy ampulosas, dedicó algunos de sus lienzos a paisajes alpinos en los que podía liberar su gusto por las imaginerías hiperbólicas. Los Alpes, sus espectaculares formaciones, fenómenos meteorológicos y otros eventos naturales llamativos habían sido cantados en forma de poema didáctico por Albrecht von Haller en un famoso libro titulado "Los Alpes", de 1729, que fue muy leído. Tengamos en cuenta que la primera culminación del Mont Blanc fue una hazaña dieciochesca: fueron Pascart y Balmat los que alcanzaron la cumbre de este portento geográfico en 1786. Y en 1787 Horace-Bénedict Saussure llevó a cabo una expedición científica que se plasmó en las sugestivas descripciones de su libro "Viaje a los Alpes".La pintura de Joseph Vernet (1714-1789), un pintor muy admirado por Diderot , asimiló repetidamente este interés declarado por las agrestes formaciones de alta montaña en sus cuadros.
Pero el pintor del XVIII realmente especializado en el tema de la montaña, incluso con algún rasgo de topógrafo, fue el suizo Caspar Wolf (1735-1798). Muy pocos pintores se habían atrevido hasta entonces con estos asuntos imponentes y asilvestrados. Pero existe una larga tradición literaria y mítico-religiosa que exalta cualidades extraordinarias en las formaciones montañosas. Pensamos en los mitos del Sinaí, el Parnaso, y en diversas geogonías neoplatónicas y teosóficas. La montaña se presenta incluso en diversas tradiciones como monumento de la creación, como reflejo o encarnación de la magnificencia divina. Hay testimonios notables en este sentido de importantes autores que ya apenas consultamos como Nicolás de Cusa, Jakob Böhme y Shaftesbury, que transcienden a cierta lectura entusiasta de los paisajes de montaña. Por supuesto, la teoría estética del XVIII que se ocupa de las categorías de lo sublime y de lo pintoresco, así como de las cualidades del sentimiento, interpreta con nuevos parámetros -bien psicologistas, bien de cuño idealista- las inquietudes de esta tradición.Los paisajes de Caspar Wolf juegan con la imaginación y con la psicología del espectador presentándole lugares del temor. Pintó, por ejemplo, más de medio siglo antes que Blechen, una vista de El puente del Demonio (1777), que sólo podía tener el atractivo de lo inhóspito. Sus paisajes, con todo, no son composiciones de fantasía, sino que responden a vistas que él ha disfrutado como excursionista, y que trastoca al ejecutar el cuadro de taller para conseguir los efectos adecuados.
Este fue el modo de hacer común entre los paisajistas del primer Romanticismo. Decimos que los paisajes de montaña de Wolf son objeto de entusiasmo, pero también lugar del temor, lugar de placeres negativos, como se diría a propósito del sentimiento de lo sublime. La montaña se ofrecía como el elemento más informe y fuera de medida de la naturaleza. Mucho antes el cosmólogo visionario, Thomas Burnet, escribió en "Contemplación bíblica de la Tierra" una curiosa teoría de la creación, según la cual el globo terrestre fue plano y homogéneo en un principio, y el castigo del Diluvio Universal lo convirtió en lo que es, un planeta afeado y destruido. Las montañas son ruinas de aquella primera configuración terrestre. Efectivamente, según esto, parece inevitable que sean motivo de inseguridad e inquietud.