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Desarrollo


La experiencia de los últimos treinta años había demostrado no sólo que la plebe tenía una capacidad de presión que era necesario liberar y al mismo tiempo controlar, sino que cualquier iniciativa tendente a estabilizar a ésta no podía llevarse a efecto al margen o en contra de la autoridad del Senado. Los enfrentamientos duales con el orden ecuestre, unas veces situado en un frente y otras en el contrario, no habían servido sino para alimentar las tensiones y debilitar a la nobilitas. M. Livio Druso, que pertenecía al igual que los Gracos (a los que su padre se había enfrentado) a una de las más ilustres familias romanas, intentó utilizar esta fuerza popular para devolver al Senado su lugar y su papel tradicional en la política romana. La figura de Druso ha sido y sigue siendo controvertida. Para muchos historiadores se trata de un demagogo cuyas reformas no hicieron sino precipitar una crisis en la que poco faltó para que se quebrase la propia Roma. Para otros, por el contrario, fue un político de amplia visión, conocedor tanto de los problemas como de las medidas que debían adoptarse para superarlos. En cualquier caso, Druso desplegó toda su energía y decisión en el intento de lograr los compromisos necesarios entre el Senado y los caballeros y las inaplazables exigencias de los itálicos. Con el apoyo de una parte de la oligarquía senatorial -entre ellos L. Licinio Craso que, al menos durante algún tiempo, le aseguró el consenso senatorial- Druso inició su tribunado.

El fin último de todas sus reformas era la admisión de los itálicos en la ciudadanía romana que él debía contemplar como el principal problema y ciertamente -como los hechos demostraron- con razón. Druso intentó según el esquema de los últimos años, granjearse el favor popular. Para ello, propició una ley frumentaria que preveía distribuciones de trigo entre la plebe a precios muy bajos. Pero para que esta medida no perjudicara al Tesoro del Estado, procedió a una devaluación de la moneda, introduciendo en el sestercio de plata una octava parte de su peso en cobre. A fin de afianzar su apoyo dentro del Senado, presentó una Lex iudiciaria que atribuía de nuevo a los senadores la competencia de elegir los tribunales, pero en compensación, propició la entrada en el Senado de trescientos caballeros. La medida si no agradó a todos los caballeros -puesto que introducía un factor de discriminación entre los que pasaban al Senado y los que se quedaban fuera y con menos competencias- sirvió al menos para romper coyunturalmente la cohesión del grupo de los caballeros y debilitar, por ende, el peligro de una oposición. Entre los senadores también debió de producirse cierta reacción de escándalo -al menos entre el sector más reaccionario- ante tal medida, que suponía una profunda modificación de su estructura tradicional. Pero la propuesta fue aprobada. Finalmente, Druso procedió a elaborar una nueva ley agraria en interés de la plebe rural.

Su proyecto de ley suponía reclamar a los possesores itálicos los territorios del ager publicus que ocupaban desde la época de los Gracos y que afectaban principalmente a las legiones de Etruria y Umbría. La compensación que Druso contemplaba -y que parece era el objetivo de su programa- era la concesión de la ciudadanía romana a los itálicos como un factor clave para conseguir la estabilidad. Se trataba de introducir elementos interesados en reforzar la política de Roma y, en consecuencia, el estamento senatorial. Pero la admisión de los itálicos en la ciudadanía -muy superiores en número a los romanos- hubiera significado una reestructuración del Estado y una serie de problemas administrativos y políticos que la oligarquía romana no tenía la seguridad de poder afrontar con éxito. Su posición mayoritaria fue de rechazo. A partir de este momento la tensión se disparó. Parece que el propio Druso había concertado con su amigo Pompedio Silón, un jefe marso, el apoyo armado de los marsos en caso de que fuera necesario. También tenía un carácter de agitación la medida adoptada por el cónsul L. Marcio Filipo de convocar en Roma a gran número de etruscos y umbros que podían verse afectados por las medidas agrarias de Druso. La rogatio de sociis o ampliación de la ciudadanía, fue anulada por el Senado y poco después Livio Druso fue asesinado siendo aún tribuno. La muerte de Druso desencadenó la llamada guerra mársica, itálica o más comúnmente guerra social.

Una serie de cuestiones son aún tema de discusión entre los historiadores. Así, por ejemplo, el objetivo que los insurgentes itálicos pretendían es, para algunos estudiosos, no tanto el deseo de obtener la ciudadanía romana, sino el ansia de obtener la propia independencia de Roma. Otros suponen que se trataba únicamente de la obtención de la ciudadanía y su decisión de perseguirla por la vía de la insurrección se justifica en el trágico asesinato de Druso, con el que se desvanecieron las esperanzas de obtenerla de modo pacífico. Ambas teorías tienen su fundamento: el odio desencadenado contra Roma justificaría la primera, en tanto que el hecho de que la mayor parte de los rebeldes replegaran las armas a finales del 90, cuando se promulgó la Lex Iulia de civitate que contemplaba la extensión de la ciudadanía, parece confirmar la segunda. Sólo en el caso de los samnitas, cuya violenta oposición se prolongó durante varios años más (lo que explica la dura represión de Sila en esta región), puede mantenerse sin error este desesperado anhelo de libertad. Las comunidades itálicas sublevadas fueron los marsos, picenos, vestinos, pelignos y marrucinos en el frente septentrional, y samnitas, lucanos, hirpinos, frentanos, pompeyanos y campanos, en el meridional, además de gran parte de los galos transpadanos y, por poco tiempo, etruscos y umbros. Todos ellos se constituyeron en un Estado federal, dotándose de una organización calcada de la romana que contemplaba un Senado, dos cónsules y doce pretores, lo cual ha llevado a algunos historiadores a suponer la existencia de un sentimiento nacional itálico.

Esta tesis señala, además, el hecho de que la capital provisional de los insurgentes fuera llamada Itálica (designación que recayó en la ciudad peligna de Corfinium). Pero no creemos que tal sentimiento de unidad itálica existiese. La unión era forzada en razón de la guerra y dentro de las propias comunidades subsistían posiciones distintas a favor o en contra de la guerra. Si los sublevados creyeron o no poder aniquilar el poder romano, es otra de las incógnitas difíciles de resolver. El hecho de que iniciaran negociaciones con Mitrídates, rey del Ponto, recabando su apoyo, parece reforzar la primera teoría, pero resulta difícil de mantener teniendo en cuenta las dimensiones que el Imperio de Roma había alcanzado, no sólo contando la provincias -que enviaron contingentes militares- sino a los numerosos aliados de Roma fuera de Italia. En cualquier caso, no hay duda de que en todas las guerras hay unos componentes de ferocidad y de desesperación difíciles de racionalizar, tanto en las habidas en el mundo antiguo como en las de nuestros días. Los conflictos comenzaron en Asculum cuando a finales del 91, reciente aún el asesinato de Druso, la multitud enardecida dio muerte a una embajada de Roma presidida por el pretor Q. Servilio y a todos los habitantes romanos de la ciudad. La rebelión se extendió rápidamente, alentada más si cabe, por la contumaz insolencia del Senado romano que, a poco de iniciado el conflicto, promulgó en el ano 90 una Lex Varia por la que creaba un tribunal o comisión de alta traición para investigar las responsabilidades de los que habían inducido a los itálicos a la guerra y que, lógicamente, fueron localizados entre los que habían sido partidarios de Druso.

Sólo las colonias latinas -a excepción de Venusia- permanecieron fieles a Roma. La guerra, aunque breve (91-89), fue devastadora por el descomunal tamaño de los ejércitos que se enfrentaban (unos 100.000 por cada bando) y la dureza de las operaciones. Roma hizo llamar a Mario, al que situó al frente de los ejércitos del Norte. Pompeyo Estrabón (padre de Pompeyo el Grande), actuó en el Piceno. Especialmente duras pero decisivas fueron las victorias de este último y las de L. Cornelio Sila en el Samnio. El número de muertos fue elevadísimo y muchas ciudades fueron destruidas. La razón principal que detuvo el avance de la guerra y rompió la unidad de los aliados itálicos fue la iniciativa senatorial (que finalmente se mostró dispuesto a ceder) de promover la Lex Iulia de civitate, presentada por L. Julio César, en virtud de la cual se concedía la ciudadanía romana a los itálicos que habían permanecido fieles (las colonias latinas) y a los que habían depuesto las armas o las depusieran en un breve plazo de tiempo. Los nuevos ciudadanos serien inscritos en ocho tribus, tal vez de nueva creación, o en ocho de las treinta y cinco que ya existían, que fue la fórmula que se adoptó. No obstante, a fin de limitar su influencia en la política, se decidía que serían los últimos en votar en los comicios. En el año 89, meses después de promulgarse la Lex Iulia, la ley Plautia Papiria, perfeccionaba la inserción de los nuevos aliados, incorporando soluciones de carácter técnico-político y ampliando el derecho de admisión a la ciudadanía a prácticamente la totalidad de los itálicos, salvo los samnitas y lucanos, que aún seguían luchando.

Una cláusula, conocida por un texto de Cicerón, permitía que determinados ciudadanos honorables de las comunidades aliadas pudieran también acceder a la ciudadanía romana. En virtud del desarrollo de la Lex Iulia, se concedía la ciudadanía latina a los galos transpadanos; a su vez, los generales podían conceder la ciudadanía romana a determinados aliados: la turma salluitana, que eran jinetes hispánicos que se habían distinguido durante la contienda, recibió la ciudadanía de Pompeyo Estrabón. Ciertamente, la solución de todos los problemas que la nueva situación implicaba y el proceso de organización de nuevos cargos, adecuación de las instituciones locales a las romanas, etc., fue largo y sólo quedó resuelto en toda Italia en el 49 a.C. con César. Pero finalmente, se había cerrado un capítulo de la historia de Roma y se había iniciado un nuevo y trascendental proceso. Aunque los aliados no hubieran ganado las batallas, puede decirse que habrían ganado la guerra, puesto que -a excepción del Samnio- habían alcanzado el objetivo que les impulsó a levantarse en armas. Entre las consecuencias más directas de las guerras sociales cabe destacar, además de la posibilidad de que cualquier ciudadano libre de Italia (incluidos los provinciales domiciliados) pudiera convertirse en ciudadano romano, una serie de factores que repercutirán, en mayor o menor grado, en la posterior historia de Roma. Así, por ejemplo, la nueva estructuración del territorio romano que consistió en la aplicación y extensión de la institución del municipium a las ciudades latinas e itálicas.

Los municipia civium romanorum, suponían la homologación de estas ciudades con Roma y sus instituciones, además de la descentralización administrativa respecto a la propia Roma. Estos municipios contaban con sus propios magistrados (quatuorviri), su Senado o Curia municipal y su asamblea popular; a los magistrados municipales se les otorgaron poderes y funciones jurisdiccionales importantes. La ciudad se convirtió en el centro donde se desarrollaban los derechos de los nuevos ciudadanos y donde se ejercían las funciones de orden social y económico. La contraposición campo-ciudad se hace más evidente a partir de entonces. La aplicación del sistema municipal implicó una serie de creaciones, ampliaciones y reconstrucciones urbanísticas impresionantes a lo largo del siglo I. Los patronos municipales -personajes destacados de la vida romana y vinculados por razón de nacimiento, desarrollo de sus funciones administrativas o lazos de tipo clientelar con los nuevos municipios- contribuyeron en gran medida al desarrollo urbanístico de las ciudades. Estas nuevas comunidades ciudadanas participaron en la vida política romana, frecuentemente mediatizadas por vínculos clientelares con sus patronos o protectores. El Samnio apoyó firmemente a Mario en contra de Sila, Catilina reclutó su ejército en Lucania y Etruria, Pompeyo en el Piceno, César entre los galos cisalpinos, etc. De hecho, en la Italia de estos años, pese a la tendencia a la uniformidad de las instituciones municipales, no se desarrolló un sentimiento nacional o de unidad estatal sólido, ya que las relaciones políticas de las élites municipales con el centro eran escasas y, generalmente, estas relaciones se expresaban en términos personales o clientelares.

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