Rehúsan los de México las treguas que Cortés pidió
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Datos principales
Desarrollo
Rehúsan los de México las treguas que Cortés pidió Cortés, considerando la multitud de los enemigos, el ánimo, la porfía, y que ya los suyos estaban hartos de pelear, y hasta deseosos de irse, si los indios los dejaran, volvió a requerir con la paz y a rogar a los mexicanos por treguas, diciéndoles que morían muchos y no mataban ninguno, y que les demandaba para que reconociesen su daño y mal consejo. Ellos, más endurecidos que nunca, le respondieron que no querían paz con quien tanto mal les había hecho, matándoles sus hombres y quemándoles sus dioses, ni menos querían treguas, pues no tenían agua, ni pan, ni salud; y que si morían, que también mataban y herían, pues no eran dioses ni hombres inmortales para no morir como ellos; y que mirase cuánta gente aparecía por las azoteas, torres y calles, sin contar tres veces más que había en las casas, y hallaría que más pronto se acabarían sus españoles muriendo de uno en uno, que los vecinos de mil en mil, ni de diez mil en diez mil; porque, acabados aquellos que veía, vendrían luego otros tantos, y tras aquéllos, otros y otros; mas, acabados él y los suyos, no vendrían más españoles, y ya que ellos no los matasen con armas, se morirían de heridas, de sed y de hambre, y aunque ya quisiesen irse, no podrían, por estar deshechos los puentes, rotas las calzadas, no teniendo barcas para ir por agua. En estas razones, que le dieron mucho que pensar y temer, les cogió la noche; y es cierto que el hambre sólo, el trabajo y cuidado, los consumía, y consumiera sin otra guerra.
Aquella noche se armaron la mitad de los españoles, y salieron muy tarde, y como los contrarios no peleaban a tales horas, quemaron fácilmente trescientas casas en una calle. Entraron en algunas, y mataron a los que hallaron dentro: quemáronse entre ellas tres azoteas cerca del fuerte, que les hacían daño. La otra mitad de españoles adobaban los ingenios y reparaban la casa. Como les fue bien en la salida, volvieron al amanecer a la calle y puente donde les desbarataran los ingenios; y aunque hallaron muchísima resistencia, como les iba en ello la vida, que de la honra ya no hacían tanto caudal, ganaron muchas casas con azoteas y torres, que quemaron; ganaron asimismo, de ocho puentes que tiene, cuatro de ellos, aunque estaban tan fuertes con barricadas de lodo y adobes, que apenas podían derribarlos los tiros. Las cegaron con los mismos adobes y con la tierra, piedras y madera de lo derrocado; quedó guarda en lo ganado, y se volvieron al real con muchas heridas, cansancio y tristeza, porque más sangre y ánimo perdían que tierra ganaban. Después, al otro día, por tener paso a tierra, salieron, ganaron y cegaron los otros cuatro puentes hasta tierra firme, tras los enemigos que huían; y estando Cortés cegando y allanando los puentes y malos pasos para los caballos, llegaron a decirle que estaban esperándole muchos señores y capitanes que querían la paz; por eso que fuese allá, y llevase un tlamacazque, que era de los sacerdotes principales y estaba preso, para tratar en los conciertos de ella.
Cortés fue y lo llevó; se trató la paz, y el tlamacazque fue a que dejasen las armas y el cerco del real; empero, no regresó. Todo era fingido y por ver qué ánimo tenían los nuestros, o por recobrar el religioso, o por descuidarlos. Con tanto, se fueron todos a comer, que ya era hora; mas no bien se hubo sentado Cortés a la mesa cuando entraron algunos de Tlaxcallan dando voces que los enemigos andaban con armas por la calle y habían recobrado los puentes perdidos y matado a la mayoría de los españoles que los guardaban. Salió entonces a la hora con los de a caballo que más a punto estaban, y algunos de a pie; rompió el cuerpo de los adversarios, que eran muchos, y los siguió hasta tierra. A la vuelta, como los españoles de a pie estaban heridos y cansados de pelear y guardar la calle, no pudieron sostener el ímpetu y golpe de los muchos contrarios que sobre ellos cargaron, y que llenaron tanto la calle, que además no podían volver a su aposento. Y no sólo estaba llena la calle de gente, sino que hasta había por agua muchas canoas, y unos y otros apedrearon y agarrocharon a los nuestros bravísimamente, e hirieron a Cortés muy mal en la rodilla de dos pedradas, y luego corrió la voz por toda la ciudad que le habían matado, lo que no poco entristeció a los nuestros y alegró a los indios; mas él, aunque herido, animaba a los suyos y daba en los enemigos. En el último puente cayeron dos caballos, y uno de ellos se soltó e impidieron el paso a los que venían detrás. Revolvió Cortés sobre los indios e hizo al tanto de lugar; y allí pasaron todos los de a caballo, y él, que iba el último, hubo de saltar con su caballo con muy gran trabajo y peligro, y fue maravilla que no le prendieran; le dieron, con todo, de pedradas; con lo que se recogió al real ya bien tarde. Después de cenar envió a algunos españoles a guardar la calle y algunos puentes de ella, para que no los recobrasen los indios ni le fatigasen en casa por la noche, pues habían quedado muy ufanos con el buen suceso del día; aunque no acostumbraban ellos, según he dicho otras veces, pelear por la noche.
Aquella noche se armaron la mitad de los españoles, y salieron muy tarde, y como los contrarios no peleaban a tales horas, quemaron fácilmente trescientas casas en una calle. Entraron en algunas, y mataron a los que hallaron dentro: quemáronse entre ellas tres azoteas cerca del fuerte, que les hacían daño. La otra mitad de españoles adobaban los ingenios y reparaban la casa. Como les fue bien en la salida, volvieron al amanecer a la calle y puente donde les desbarataran los ingenios; y aunque hallaron muchísima resistencia, como les iba en ello la vida, que de la honra ya no hacían tanto caudal, ganaron muchas casas con azoteas y torres, que quemaron; ganaron asimismo, de ocho puentes que tiene, cuatro de ellos, aunque estaban tan fuertes con barricadas de lodo y adobes, que apenas podían derribarlos los tiros. Las cegaron con los mismos adobes y con la tierra, piedras y madera de lo derrocado; quedó guarda en lo ganado, y se volvieron al real con muchas heridas, cansancio y tristeza, porque más sangre y ánimo perdían que tierra ganaban. Después, al otro día, por tener paso a tierra, salieron, ganaron y cegaron los otros cuatro puentes hasta tierra firme, tras los enemigos que huían; y estando Cortés cegando y allanando los puentes y malos pasos para los caballos, llegaron a decirle que estaban esperándole muchos señores y capitanes que querían la paz; por eso que fuese allá, y llevase un tlamacazque, que era de los sacerdotes principales y estaba preso, para tratar en los conciertos de ella.
Cortés fue y lo llevó; se trató la paz, y el tlamacazque fue a que dejasen las armas y el cerco del real; empero, no regresó. Todo era fingido y por ver qué ánimo tenían los nuestros, o por recobrar el religioso, o por descuidarlos. Con tanto, se fueron todos a comer, que ya era hora; mas no bien se hubo sentado Cortés a la mesa cuando entraron algunos de Tlaxcallan dando voces que los enemigos andaban con armas por la calle y habían recobrado los puentes perdidos y matado a la mayoría de los españoles que los guardaban. Salió entonces a la hora con los de a caballo que más a punto estaban, y algunos de a pie; rompió el cuerpo de los adversarios, que eran muchos, y los siguió hasta tierra. A la vuelta, como los españoles de a pie estaban heridos y cansados de pelear y guardar la calle, no pudieron sostener el ímpetu y golpe de los muchos contrarios que sobre ellos cargaron, y que llenaron tanto la calle, que además no podían volver a su aposento. Y no sólo estaba llena la calle de gente, sino que hasta había por agua muchas canoas, y unos y otros apedrearon y agarrocharon a los nuestros bravísimamente, e hirieron a Cortés muy mal en la rodilla de dos pedradas, y luego corrió la voz por toda la ciudad que le habían matado, lo que no poco entristeció a los nuestros y alegró a los indios; mas él, aunque herido, animaba a los suyos y daba en los enemigos. En el último puente cayeron dos caballos, y uno de ellos se soltó e impidieron el paso a los que venían detrás. Revolvió Cortés sobre los indios e hizo al tanto de lugar; y allí pasaron todos los de a caballo, y él, que iba el último, hubo de saltar con su caballo con muy gran trabajo y peligro, y fue maravilla que no le prendieran; le dieron, con todo, de pedradas; con lo que se recogió al real ya bien tarde. Después de cenar envió a algunos españoles a guardar la calle y algunos puentes de ella, para que no los recobrasen los indios ni le fatigasen en casa por la noche, pues habían quedado muy ufanos con el buen suceso del día; aunque no acostumbraban ellos, según he dicho otras veces, pelear por la noche.