Cómo huyó Cortés de México
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Desarrollo
Cómo huyó Cortés de México Cortés, viendo el negocio perdido, habló a los españoles para irse, y todos ellos se alegraron mucho de oírlo, pues no había casi ninguno que no estuviese herido. Tenían miedo de morir, aunque ánimo para morir; porque eran tantos indios, que aunque no hicieran sino degollarlos como a carneros, no bastaban. No tenían tanto pan como para atreverse a hartarse; no tenían pólvora, ni Pelotas, ni almacén ninguno; estaba medio destruida la casa, que no pocos se ocupaban en guardarla. Todas estas causas eran suficientes para desamparar a México y amparar sus vidas; aunque, por otra parte, les parecía mal caso volver la cara al enemigo, que las piedras se levantan contra el que huye. Especialmente temían el pasar los ojos de la calzada por donde entraron, pues tenían quitados los puentes; así que por un lado los cercaban duelos, y por otro, quebrantos. Acordóse, pues, entre todos, el marcharse, y además, aquella noche, que era la de Botello; el cual presumía de astrólogo, o como lo llamaban, de nigromántico, y que había dicho muchos días antes que si se marcharan de México a cierta hora señalada de la noche, que era ésta, se salvarían, y si no, que no. Ora lo creyesen, ora no, todos, en fin, acordaron de irse aquella noche; y para pasar los ojos de la calzada hicieron un puente de madera, para ponerle y quitarle. Es muy de creer que todos se concertasen, y no lo que algunos dicen, que Cortés partió a cencerros tapados, y que se quedaron más de doscientos españoles en el mismo patio y real, sin saber de la partida; a quien después mataron, sacrificaron y comieron los de México; pues de la ciudad no se pudiera salir, cuanto más de una misma casa.
Cortés dice que se lo requirieron. Llamó Cortés a Juan de Guzmán, su camarero, para que abriese una sala donde tenía el oro, plata, joyas, piedras, plumas y mantas ricas, para que delante de los alcaldes y regidores tomasen el quinto del rey sus tesoreros y oficiales, y les dio una yegua suya y hombres que lo llevasen y guardasen; dijo asimismo que cada uno cogiese lo que quisiese o pudiese del tesoro, que él se lo daba. Los de Narváez, hambrientos de aquello, cargaron de cuanto pudieron; mas caro les costó, porque a la salida, con la carga, no podían pelear ni andar, y así los indios mataron a muchos de ellos, los arrastraron y comieron. También los de a caballo llevaron de ello a las ancas; y en fin, todos llevaron algo, pues había más de setecientos mil ducados, sino que, como estaban en joyas y piezas grandes, hacían gran volumen. El que menos tomó libró mejor, pues fue sin embarazo y se salvó; y aunque algunos digan que se quedó allí mucha cantidad de oro y cosas, creo que no, porque los tlaxcaltecas y los otros indios dieron saco y lo cogieron todo. Encargó Cortés a algunos españoles que llevasen a recaudo a un hijo y dos hijas de Moctezuma, a Cacama, y a otro hermano suyo y otros muchos grandes señores que tenían presos. Mandó a otros cuarenta que llevasen el pontón y a los indios amigos la artillería y un poco de centli que había; puso delante a Gonzalo de Sandoval y a Antonio de Quiñones; dio la retaguardia a Pedro de Albarado, y él acudía a todas partes con cien españoles.
Y así, en este orden, salieron de casa a medianoche en punto, y con gran niebla y muy callandito para no ser sentidos, y encomendándose a Dios para que los sacase con vida de aquel peligro y de la ciudad. Echó Cortés por la calzada de Tlacopan, por la que habían entrado, y todos le siguieron; pasaron el primer ojo con el puente artificial que llevaban. Los centinelas de los enemigos y los guardas del templo y ciudad sonaron entonces sus caracolas y dieron voces que se iban los cristianos; y en un salto, como no tienen armas ni vestidos que echar encima y los impidan, salió toda la gente tras ellos con los mayores gritos del mundo, diciendo: "¡Mueran los malos, muera quien tanto mal nos ha hecho!". Y así, cuando Cortés llegó a echar el pontón sobre el segundo ojo de la calzada, llegaron muchos indios que se lo impedían peleando; pero, al fin, hizo tanto que lo echó y pasó con cinco de a caballo y cien peones españoles, y con ellos aguijó hasta la tierra, pasando a nado los canales y quebradas de la calzada, pues su puente de madera ya estaba perdido. Dejó los peones en tierra con Juan Jaramillo, y volvió con los cinco de a caballo a por los demás y a meterles prisa para que caminasen; pero cuando llegó a ellos, aunque algunos peleaban intensamente, halló muchos muertos. Perdió el oro, el fardaje, los tiros y los prisioneros; y en fin, no halló hombre con hombre ni cosa con cosa de como lo dejó y sacó del real. Recogió a los que pudo, los echó delante, siguió tras ellos y dejó a Pedro de Albarado para animar y recoger a los que quedaban; mas Albarado, no pudiendo resistir ni sufrir la carga que los enemigos daban, y mirando la mortandad de sus compañeros, vio que no podía él escapar si atendía, y siguió tras Cortés con la lanza en la mano, pasando sobre españoles muertos y caídos, y oyendo muchas lástimas.
Llegó al último puente y saltó al otro lado sobre la lanza. De este salto quedaron los indios espantados, y hasta los españoles, pues era grandísimo, y otros no pudieron hacerlo, aunque lo probaron, y se ahogaron. Cortés, entonces, se paró, y hasta se sentó, y no a descansar, sino a hacer duelo sobre los muertos y los que quedaban vivos, y pensar y decir el golpe que la fortuna le daba con perder tantos amigos, tanto tesoro, tanto mando, tan grande ciudad y reino; y no solamente lloraba la desventura presente, sino que temía la venidera, por estar todos heridos, por no saber adónde ir, y por no tener segura la guarida y amistad en Tlaxcallan; y ¿quién no llorara viendo la muerte y estrago de aquellos que con tanto triunfo, pompa y regocijo habían entrado? Empero, para que no acabasen de perecer allí los que quedaban, caminando y peleando llegó a Tlacopan, que está en la tierra, fuera ya de la calzada. Murieron en el desconcierto de esta triste noche, que fue el 10 de julio del año 20 sobre 1500, cuatrocientos cincuenta españoles, cuatro mil indios amigos, cuarenta y seis caballos, y creo que todos los prisioneros. Quién dice más, quién menos; pero esto es lo más cierto. Si esto hubiese sido de día, quizá no murieran tantos ni hubiera tanto ruido; mas como pasó en noche oscura y con niebla, fue de muchos gritos, llantos, alaridos y espanto; pues los indios, como vencedores, voceaban victoria, invocaban sus dioses, ultrajaban a los caídos y mataban a los que en pie se defendían.
Los nuestros, como vencidos, maldecían su desastrada suerte, la hora y quien allí los llevó. Unos clamaban a Dios, otros a Santa Maria, otros decían: "Ayuda, ayuda, que me ahogo". No se sabría decir si murieron tantos en agua como en tierra, por querer echarse a nado o saltar las quebradas y ojos de la calzada, y porque los arrojaban a ella los indios, no pudiendo vencerlos de otra manera. Y dicen que al caer el español en el agua, era con él el indio, y como nadan bien, los llevaban a las barcas y a donde querían, o los desbarrigaban. También andaban muchas calles a raíz de la calzada, peleando, y, como tiraban a bulto, daban a todos, aunque algo divisaban el vestido de los suyos, que parecían encamisados, y eran tantos los de la calzada, que se derribaban unos a otros al agua y a la tierra; y así, ellos se hicieron a sí mismos más daño que los nuestros, y si no se hubiesen detenido en despojar a los españoles caídos, pocos o ninguno dejaran vivos. De los nuestros tanto más morían cuanto más cargados iban de ropa, oro y joyas, pues no se salvaron más que los que menos oro llevaban y los que fueron delante o sin miedo; de manera que los mató el oro y murieron ricos. Cuando acabaron de pasar la calzada no siguieron los indios a nuestros españoles, o porque se contentaron con lo hecho, o porque no se atrevieron a pelear en lugar anchuroso, por ponerse a llorar a los hijos de Moctezuma, que hasta entonces nunca los habían conocido ni sabido que fuesen muertos. Grandes llantos y lamentaciones hicieron sobre ellos, mesándose la cabellera por haberlos matado ellos.
Cortés dice que se lo requirieron. Llamó Cortés a Juan de Guzmán, su camarero, para que abriese una sala donde tenía el oro, plata, joyas, piedras, plumas y mantas ricas, para que delante de los alcaldes y regidores tomasen el quinto del rey sus tesoreros y oficiales, y les dio una yegua suya y hombres que lo llevasen y guardasen; dijo asimismo que cada uno cogiese lo que quisiese o pudiese del tesoro, que él se lo daba. Los de Narváez, hambrientos de aquello, cargaron de cuanto pudieron; mas caro les costó, porque a la salida, con la carga, no podían pelear ni andar, y así los indios mataron a muchos de ellos, los arrastraron y comieron. También los de a caballo llevaron de ello a las ancas; y en fin, todos llevaron algo, pues había más de setecientos mil ducados, sino que, como estaban en joyas y piezas grandes, hacían gran volumen. El que menos tomó libró mejor, pues fue sin embarazo y se salvó; y aunque algunos digan que se quedó allí mucha cantidad de oro y cosas, creo que no, porque los tlaxcaltecas y los otros indios dieron saco y lo cogieron todo. Encargó Cortés a algunos españoles que llevasen a recaudo a un hijo y dos hijas de Moctezuma, a Cacama, y a otro hermano suyo y otros muchos grandes señores que tenían presos. Mandó a otros cuarenta que llevasen el pontón y a los indios amigos la artillería y un poco de centli que había; puso delante a Gonzalo de Sandoval y a Antonio de Quiñones; dio la retaguardia a Pedro de Albarado, y él acudía a todas partes con cien españoles.
Y así, en este orden, salieron de casa a medianoche en punto, y con gran niebla y muy callandito para no ser sentidos, y encomendándose a Dios para que los sacase con vida de aquel peligro y de la ciudad. Echó Cortés por la calzada de Tlacopan, por la que habían entrado, y todos le siguieron; pasaron el primer ojo con el puente artificial que llevaban. Los centinelas de los enemigos y los guardas del templo y ciudad sonaron entonces sus caracolas y dieron voces que se iban los cristianos; y en un salto, como no tienen armas ni vestidos que echar encima y los impidan, salió toda la gente tras ellos con los mayores gritos del mundo, diciendo: "¡Mueran los malos, muera quien tanto mal nos ha hecho!". Y así, cuando Cortés llegó a echar el pontón sobre el segundo ojo de la calzada, llegaron muchos indios que se lo impedían peleando; pero, al fin, hizo tanto que lo echó y pasó con cinco de a caballo y cien peones españoles, y con ellos aguijó hasta la tierra, pasando a nado los canales y quebradas de la calzada, pues su puente de madera ya estaba perdido. Dejó los peones en tierra con Juan Jaramillo, y volvió con los cinco de a caballo a por los demás y a meterles prisa para que caminasen; pero cuando llegó a ellos, aunque algunos peleaban intensamente, halló muchos muertos. Perdió el oro, el fardaje, los tiros y los prisioneros; y en fin, no halló hombre con hombre ni cosa con cosa de como lo dejó y sacó del real. Recogió a los que pudo, los echó delante, siguió tras ellos y dejó a Pedro de Albarado para animar y recoger a los que quedaban; mas Albarado, no pudiendo resistir ni sufrir la carga que los enemigos daban, y mirando la mortandad de sus compañeros, vio que no podía él escapar si atendía, y siguió tras Cortés con la lanza en la mano, pasando sobre españoles muertos y caídos, y oyendo muchas lástimas.
Llegó al último puente y saltó al otro lado sobre la lanza. De este salto quedaron los indios espantados, y hasta los españoles, pues era grandísimo, y otros no pudieron hacerlo, aunque lo probaron, y se ahogaron. Cortés, entonces, se paró, y hasta se sentó, y no a descansar, sino a hacer duelo sobre los muertos y los que quedaban vivos, y pensar y decir el golpe que la fortuna le daba con perder tantos amigos, tanto tesoro, tanto mando, tan grande ciudad y reino; y no solamente lloraba la desventura presente, sino que temía la venidera, por estar todos heridos, por no saber adónde ir, y por no tener segura la guarida y amistad en Tlaxcallan; y ¿quién no llorara viendo la muerte y estrago de aquellos que con tanto triunfo, pompa y regocijo habían entrado? Empero, para que no acabasen de perecer allí los que quedaban, caminando y peleando llegó a Tlacopan, que está en la tierra, fuera ya de la calzada. Murieron en el desconcierto de esta triste noche, que fue el 10 de julio del año 20 sobre 1500, cuatrocientos cincuenta españoles, cuatro mil indios amigos, cuarenta y seis caballos, y creo que todos los prisioneros. Quién dice más, quién menos; pero esto es lo más cierto. Si esto hubiese sido de día, quizá no murieran tantos ni hubiera tanto ruido; mas como pasó en noche oscura y con niebla, fue de muchos gritos, llantos, alaridos y espanto; pues los indios, como vencedores, voceaban victoria, invocaban sus dioses, ultrajaban a los caídos y mataban a los que en pie se defendían.
Los nuestros, como vencidos, maldecían su desastrada suerte, la hora y quien allí los llevó. Unos clamaban a Dios, otros a Santa Maria, otros decían: "Ayuda, ayuda, que me ahogo". No se sabría decir si murieron tantos en agua como en tierra, por querer echarse a nado o saltar las quebradas y ojos de la calzada, y porque los arrojaban a ella los indios, no pudiendo vencerlos de otra manera. Y dicen que al caer el español en el agua, era con él el indio, y como nadan bien, los llevaban a las barcas y a donde querían, o los desbarrigaban. También andaban muchas calles a raíz de la calzada, peleando, y, como tiraban a bulto, daban a todos, aunque algo divisaban el vestido de los suyos, que parecían encamisados, y eran tantos los de la calzada, que se derribaban unos a otros al agua y a la tierra; y así, ellos se hicieron a sí mismos más daño que los nuestros, y si no se hubiesen detenido en despojar a los españoles caídos, pocos o ninguno dejaran vivos. De los nuestros tanto más morían cuanto más cargados iban de ropa, oro y joyas, pues no se salvaron más que los que menos oro llevaban y los que fueron delante o sin miedo; de manera que los mató el oro y murieron ricos. Cuando acabaron de pasar la calzada no siguieron los indios a nuestros españoles, o porque se contentaron con lo hecho, o porque no se atrevieron a pelear en lugar anchuroso, por ponerse a llorar a los hijos de Moctezuma, que hasta entonces nunca los habían conocido ni sabido que fuesen muertos. Grandes llantos y lamentaciones hicieron sobre ellos, mesándose la cabellera por haberlos matado ellos.