Preguntas y respuestas entre Cortés y los potonchanos
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Datos principales
Desarrollo
Preguntas y respuestas entre Cortés y los potonchanos Al día siguiente por la mañana hizo Cortés venir ante sí a los indios heridos y presos, y les mandó por mediación de su faraute ir a donde estaba el señor con los demás vecinos del lugar, a decirles que del daño hecho, ellos tenían la culpa, y no los cristianos, que les habían rogado con la paz tantas veces; y que si querían volverse a sus casas y pueblo, que lo podían hacer seguramente; que él les prometía por su Dios que no les sería hecho el menor enojo de esta vida, sino todo placer y buen tratamiento; y al señor, que si no confiaba en la palabra y fe que le daba, que le daría rehenes, porque deseaba mucho hablarle y conocerle, e informarse por él de algunas cosas que le interesaba mucho saber, y hasta darle noticia de otras con las que mucho se alegrase y aprovechase; y que si no quería venir, que tuviese por cierto que él lo iría a buscar, y a proveerse de bastimentos por su dinero. Los despidió con esto y los mandó contentos y libres, cosa que ellos no pensaban. Los indios se fueron bien alegres, y dijeron a los otros vecinos lo que se les mandó. Pero no vino hombre alguno; antes bien, se juntaron para caer en los nuestros de sobresalto, creyendo tomarlos descuidados y encerrados, donde les pudieran pegar fuego, si de otra manera no pudiesen vengarse. Envió también, además de estos indios, a algunos españoles por tres caminos que se veían, y que todos iban a dar, según después se vio, a las labranzas y maizales del pueblo; y así, el camino los llevó a donde estaban muchos indios, con los cuales escaramuzaron, por llevar a alguno al capitán que lo examinase en el lugar, y ellos dijeron que todos los de aquella tierra y sus comarcas se andaban preparando para pelear con todo su poder y fuerzas, y dar batalla a aquellos pocos hombres forasteros y matarlos y comérselos, como a enemigos salteadores.
Dijeron más: que tenían concertado entre sí que si fuesen vencidos, para desdicha suya, servir en adelante como esclavos a señores. Cortés los envió libres como a los otros, y a decir a la junta y capitanes que no se preparasen a aquello, que era una locura, y por demás pensar vencer ni matar a aquellos pocos hombres que allí veían; y que si no peleaban y dejaban las armas, él les prometía tenerlos y tratarlos como a hermanos y buenos amigos; y si perseveraban en la enemistad y guerra, que él los castigaría de tal manera, que de allí en adelante jamás tomasen armas para semejante gente que él y los españoles suyos. Con lo que estos mensajeros dijeron allí, o por espiar algo, llegaron al día siguiente veinte personas de autoridad y principales entre los suyos, al pueblo. Tocaron la tierra con los dedos, y los alzaron al cielo, que es la salva y reverencia que acostumbran hacer; y dijeron al capitán Cortés que el señor de aquel pueblo y otros señores vecinos y amigos suyos le enviaban a rogar que no quemase el lugar, y que le traerían mantenimientos. Cortés les dijo que no eran hombres los suyos que se enojaban con las paredes, ni aun tampoco con los demás hombres, si no con muy grande y justa razón, ni habían llegado allí para hacer mal, sino para hacer bien; y que si su señor venía, conocería pronto cuánta verdad le decía en todo aquello, y cuán en breve él y todos los suyos sabrían grandes misterios y secretos de cosas jamás llegadas a sus oídos, de lo que mucho se alegrarían.
Con esto se volvieron aquellos veinte embajadores o espías, diciendo que volverían con la respuesta, y así lo hicieron, porque al día siguiente trajeron algunas vituallas, y se excusaron de no traer más a causa de estar la gente desparramada y emboscada de temor; por las cuales no quisieron la paga, sino algunos cascabeles y otras bujerías por el estilo. Dijeron asimismo que su señor de ninguna manera vendría, porque se había ido, de miedo y vergüenza, a un lugar fuerte y lejos de allí; mas que enviaría a personas de crédito y confianza con quien pudiera comunicar lo que quisiese; y que en cuanto a las cosas de comer, que él enviase enhorabuena a buscarlas y comprarlas. Cortés se alegró mucho con esta respuesta, por tener así ocasión y justa causa de entrar por la tierra y saber el secreto de ella. Los despidió, pues, y los avisó que al día siguiente iría con su gente por bastimentos para su ejército; por eso, que lo publicasen entre los naturales, para que tuviesen todo recaudo de comida, pues habían de ser bien pagados. Lo uno y lo otro era cautela; porque Cortés no lo hacía tanto por el comer cuanto por descubrir oro, que hasta entonces había visto poco; y los indios andaban contemporizando, hasta haberse juntado todos con muchas armas. Al día siguiente, pues, por la mañana, ordenó Cortés tres compañías, de ochenta españoles cada una, y les dio por capitanes a Pedro de Albarado, Alonso de Ávila y Gonzalo de Sandoval, y algunos indios de Cuba para servicio y carga, si hallasen maíz o aves que traer.
Los envió por diferentes caminos, y mandó que no tomasen nada sin pagar ni por fuerza, y que no pasasen más allá de legua y media, o cuando mucho, dos, para que con tiempo pudiesen regresar al pueblo a dormir; y él se quedó con los restantes españoles a guardar el lugar y la artillería. Uno de aquellos capitanes acertó a ir con su bandera a una aldea donde había muchos tabascanos en armas, guardando sus maizales. Les rogó que le diesen o cambiasen a cosas de rescate, de aquel maíz. Ellos dijeron que no querían, pues lo necesitaban para sí. Tras esto echaron mano a las armas los unos y los otros, y comenzaron una brava cuestión; pero como los indios eran muchos más que los españoles, y descargaban en ellos innumerables saetas, con las que malamente los herían, los atrajeron a una casa. Allí los nuestros se defendieron muy bien, aunque con manifiesto temor y peligro de fuego. Y ciertamente hubieran perecido allí todos o la mayoría, si los otros caminos por donde echaron las otras dos compañías, no respondieran allí a aquellas rozas y labranzas. Pero quiso Dios que llegaran casi al mismo tiempo los otros dos capitanes a la misma aldea, cuando mayor era el hervor y gritería que los indios tenían en combatir la casa donde estaban cercados los ochenta españoles, y con su llegada dejaron los indios el combate y se arremolinaron en un sitio; y así, los sitiados salieron, se juntaron con los demás españoles, y echaron hacia el lugar, escaramuzando todavía con los enemigos, que los venían flechando. Cortés iba ya con cien compañeros y con la artillería a socorrerlos, porque los indios de Cuba vinieron a decirle el peligro en que quedaban aquellos ochenta españoles. Los encontró a una milla del pueblo, y como aún venían los enemigos, dañando en los traseros, les hizo tirar dos falconetes, con lo que se quedaron y no pasaron de allí, y él se metió con todos los suyos en el pueblo. Murieron en este día algunos indios, y fueron heridos gravemente muchos españoles.
Dijeron más: que tenían concertado entre sí que si fuesen vencidos, para desdicha suya, servir en adelante como esclavos a señores. Cortés los envió libres como a los otros, y a decir a la junta y capitanes que no se preparasen a aquello, que era una locura, y por demás pensar vencer ni matar a aquellos pocos hombres que allí veían; y que si no peleaban y dejaban las armas, él les prometía tenerlos y tratarlos como a hermanos y buenos amigos; y si perseveraban en la enemistad y guerra, que él los castigaría de tal manera, que de allí en adelante jamás tomasen armas para semejante gente que él y los españoles suyos. Con lo que estos mensajeros dijeron allí, o por espiar algo, llegaron al día siguiente veinte personas de autoridad y principales entre los suyos, al pueblo. Tocaron la tierra con los dedos, y los alzaron al cielo, que es la salva y reverencia que acostumbran hacer; y dijeron al capitán Cortés que el señor de aquel pueblo y otros señores vecinos y amigos suyos le enviaban a rogar que no quemase el lugar, y que le traerían mantenimientos. Cortés les dijo que no eran hombres los suyos que se enojaban con las paredes, ni aun tampoco con los demás hombres, si no con muy grande y justa razón, ni habían llegado allí para hacer mal, sino para hacer bien; y que si su señor venía, conocería pronto cuánta verdad le decía en todo aquello, y cuán en breve él y todos los suyos sabrían grandes misterios y secretos de cosas jamás llegadas a sus oídos, de lo que mucho se alegrarían.
Con esto se volvieron aquellos veinte embajadores o espías, diciendo que volverían con la respuesta, y así lo hicieron, porque al día siguiente trajeron algunas vituallas, y se excusaron de no traer más a causa de estar la gente desparramada y emboscada de temor; por las cuales no quisieron la paga, sino algunos cascabeles y otras bujerías por el estilo. Dijeron asimismo que su señor de ninguna manera vendría, porque se había ido, de miedo y vergüenza, a un lugar fuerte y lejos de allí; mas que enviaría a personas de crédito y confianza con quien pudiera comunicar lo que quisiese; y que en cuanto a las cosas de comer, que él enviase enhorabuena a buscarlas y comprarlas. Cortés se alegró mucho con esta respuesta, por tener así ocasión y justa causa de entrar por la tierra y saber el secreto de ella. Los despidió, pues, y los avisó que al día siguiente iría con su gente por bastimentos para su ejército; por eso, que lo publicasen entre los naturales, para que tuviesen todo recaudo de comida, pues habían de ser bien pagados. Lo uno y lo otro era cautela; porque Cortés no lo hacía tanto por el comer cuanto por descubrir oro, que hasta entonces había visto poco; y los indios andaban contemporizando, hasta haberse juntado todos con muchas armas. Al día siguiente, pues, por la mañana, ordenó Cortés tres compañías, de ochenta españoles cada una, y les dio por capitanes a Pedro de Albarado, Alonso de Ávila y Gonzalo de Sandoval, y algunos indios de Cuba para servicio y carga, si hallasen maíz o aves que traer.
Los envió por diferentes caminos, y mandó que no tomasen nada sin pagar ni por fuerza, y que no pasasen más allá de legua y media, o cuando mucho, dos, para que con tiempo pudiesen regresar al pueblo a dormir; y él se quedó con los restantes españoles a guardar el lugar y la artillería. Uno de aquellos capitanes acertó a ir con su bandera a una aldea donde había muchos tabascanos en armas, guardando sus maizales. Les rogó que le diesen o cambiasen a cosas de rescate, de aquel maíz. Ellos dijeron que no querían, pues lo necesitaban para sí. Tras esto echaron mano a las armas los unos y los otros, y comenzaron una brava cuestión; pero como los indios eran muchos más que los españoles, y descargaban en ellos innumerables saetas, con las que malamente los herían, los atrajeron a una casa. Allí los nuestros se defendieron muy bien, aunque con manifiesto temor y peligro de fuego. Y ciertamente hubieran perecido allí todos o la mayoría, si los otros caminos por donde echaron las otras dos compañías, no respondieran allí a aquellas rozas y labranzas. Pero quiso Dios que llegaran casi al mismo tiempo los otros dos capitanes a la misma aldea, cuando mayor era el hervor y gritería que los indios tenían en combatir la casa donde estaban cercados los ochenta españoles, y con su llegada dejaron los indios el combate y se arremolinaron en un sitio; y así, los sitiados salieron, se juntaron con los demás españoles, y echaron hacia el lugar, escaramuzando todavía con los enemigos, que los venían flechando. Cortés iba ya con cien compañeros y con la artillería a socorrerlos, porque los indios de Cuba vinieron a decirle el peligro en que quedaban aquellos ochenta españoles. Los encontró a una milla del pueblo, y como aún venían los enemigos, dañando en los traseros, les hizo tirar dos falconetes, con lo que se quedaron y no pasaron de allí, y él se metió con todos los suyos en el pueblo. Murieron en este día algunos indios, y fueron heridos gravemente muchos españoles.