Combate y toma de Potonchan
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Datos principales
Desarrollo
Combate y toma de Potonchan No se detuvo allí la flota; antes bien partió en seguida, y muy alegres todos en haber hallado a los que tenían por Perdidos, y sin parar, fueron hasta el río de Grijalva, que en aquella lengua se llama Tabasco. No entraron dentro, porque pareció ser la barra muy baja para los navíos mayores; y así, echaron anclas en la desembocadura. Acudieron entonces a mirar a los navíos y gente muchos indios, y algunos con armas y plumajes, que a lo que desde el mar parecía, eran hombres lucidos y de buen parecer, y apenas se asombraban de ver nuestra gente y velas, por haberlas visto en el tiempo que Juan de Grijalva entró por aquel mismo río. A Cortés le pareció bien el aspecto de aquella gente y el asiento de la tierra, y dejando buena guarda en los navíos grandes, metió el resto de la gente española en los bergantines que venían a la popa de las naos, y algunas piezas de artillería, y entró con ello río arriba contra la corriente, que era muy grande. A poco más de media legua de subir por él, vieron un gran pueblo con las casas de adobes y los tejados de paja, el cual estaba cercado de madera con una pared bien gruesa y almenas y troneras para flechar y tirar piedras y varas. Un poco antes de que los nuestros llegasen al lugar, salieron a ellos muchos barquillos, que allí llaman tahucup, llenos de hombres armados, mostrándose muy feroces y deseosos de pelear. Cortés se adelantó haciendo señas de paz, les habló por medio de Jerónimo de Aguilar, rogándoles los recibiesen bien, pues no venían a hacerles mal, sino a tomar agua dulce y a comprar de comer, como hombres que andando por el mar, tenían necesidad de ello; por tanto, que se lo diesen, que ellos se lo pagarían muy cortésmente.
Los de las barquillas dijeron que irían con aquel mensaje al pueblo y les traerían respuesta y comida. Fueron, volvieron luego y trajeron en cinco o seis barquillos pan, fruta y ocho gallipavos, y se lo dieron todo. Cortés les mandó decir que aquélla era muy poca provisión para la necesidad grande que traían y para tantas personas como venían en aquellos grandes bajeles, que ellos aún no habían visto, por estar cerrados, y que les rogaba mucho le trajesen muchísimo más, o le consintiesen entrar en el pueblo a abastecerse. Los indios pidieron aquella noche de término para hacer lo uno o lo otro de aquello que les rogaban, y, con esto se fueron al lugar, y Cortés a una islita que el río hace, a esperar la respuesta al día siguiente de mañana. Cada uno de ellos pensó en engañar al otro; porque los indios tomaron aquel plazo para tener tiempo de alzar aquella noche su ropilla, y poner a seguro sus hijos y mujeres por los montes y espesuras, y llamar gente a la defensa del pueblo; y Cortés mandó salir entonces a la isleta todos los escopeteros y ballesteros, y otros muchos españoles que todavía estaban en los navíos, e hizo ir el río arriba a buscar vado. Entrambas cosas se hicieron aquella noche, sin que los contrarios, ocupados sólo en sus cosas, las sintiesen; porque todos los de las naos se vinieron adonde estaba Cortés, y los que fueron a buscar vado anduvieron tanto la ribera tanteando las corrientes, que a menos de media legua hallaron por donde pasar, aunque hasta la cintura, y aun también hallaron tanta espesura y tan cubiertos los montes por una y otra ribera, que pudieron llegar hasta el lugar sin ser sentidos ni vistos.
Con estas nuevas señaló Cortés dos capitanes, cada uno con ciento cincuenta españoles, que fueron Alonso de Ávila y Pedro de Albarado, y envió esa misma noche con guía a meterse en aquellos bosques que estaban entre el río y el lugar, por dos causas: una, para que los: indios viesen que no había más gente en la isleta que el día antes; y otra, para que al oír la señal que concertó, diesen en el lugar por la otra parte de tierra. En cuanto fue de día vinieron con el sol hasta ocho barcas de indios armados más que la vez primera, a donde estaban los nuestros. Trajeron un poco de comida, y dijeron que no podían conseguir más, porque los vecinos del pueblo habían echado a huir, de miedo de ellos y a sus disformes navíos; por tanto, que les rogaban mucho cogiesen aquello y se volviesen al mar, y no intentasen intranquilizar a la gente de la tierra ni alborotarla más. A esto respondió el lengua, diciendo que era inhumanidad dejarlos perecer de hambre, y que si le escuchasen las razones por las que habían venido allí, verían cuánto bien y provecho les reportaría. Replicaron los indios que no querían consejos de gente que no conocían, ni menos acogerlos en sus casas, porque les parecían hombres terribles y mandones, y que si querían agua, que la cogiesen del río o hiciesen pozos en la tierra, que así hacían ellos cuando la necesitaban. Entonces Cortés, viendo que las palabras estaban de más, les dijo que de ninguna manera podía dejar de entrar en el lugar y ver aquella tierra, para tomar y dar relación de ella al mayor señor del mundo, que allí le enviaba; por eso, que lo tuviesen por bueno, pues él lo deseaba hacer por las buenas, y si no, que se encomendaría a su Dios, a sus manos y a las de sus compañeros.
Los indios no decían más que se fuesen, y no intentasen echar bravatas en tierra ajena, porque de ninguna manera le consentirían salir a ella ni entrar en su pueblo; antes bien le avisaban que si en seguida no se marchaban de allí, le matarían a él y a cuantos con él iban. No quiso Cortés dejar de hacer con aquellos bárbaros toda clase de cumplimientos, según razón y conforme a lo que los reyes de Castilla mandan en sus instrucciones, que es requerir una, dos y muchas veces, con la paz a los indios antes de hacerles la guerra ni entrar por la fuerza en sus tierras y lugares; y así, les tomó a requerir con la paz y buena amistad, prometiéndoles buen tratamiento y libertad, y ofreciéndoles la noticia de cosas tan provechosas para sus cuerpos y almas, que se tendrían por bienaventurados después de sabidas; y que si todavía porfiaban en ni acogerle ni admitirle, los apercibía y emplazaba para la tarde antes de ponerse el Sol, porque pensaba, con ayuda de su Dios, dormir en el pueblo aquella noche, a pesar y daño de los moradores, que rehusaban su buena amistad y conversación y la paz. De esto se rieron mucho, y mofándose se fueron al lugar a contar las soberbias y locuras que les parecía haber oído. Al marcharse los indios, comieron los españoles, y poco después se armaron y se metieron en las barcas y bergantines, y aguardaron así a ver si los indios volvían con alguna buena respuesta; pero como declinaba ya el Sol y no venían, avisó Cortés a los españoles, que estaban puestos en celada, y él embrazó su rodela, y apelando a Dios, a Santiago y a San Pedro, su abogado, arremetió al lugar con los españoles que allí estaban, que serían unos doscientos, y en llegando a la cerca que tocaba en agua, y los bergantines en tierra, soltaron los tiros y saltaron al agua hasta el muslo todos, y comenzaron a atacar la cerca de los baluartes, y a pelear con los enemigos, que hacía rato que les tiraban saetas, varas y piedras con hondas y con la mano, y que entonces, viendo junto a sí a los enemigos, peleaban fuertemente desde las almenas a lanzadas, y flechando muy a menudo por las saeteras y traviesas del muro, en donde hirieron a casi veinte españoles; y aunque el humo y el fuego y el trueno de los tiros los espantó, embarazó y derribó al suelo, de temor de oír y ver cosas tan temerosas y por ellos jamás vistas, no desampararon la cerca ni la defensa más que los muertos; antes bien resistían valientemente la fuerza y golpes de sus contrarios, y no les hubieran dejado entrar por allí si no hubiesen sido asaltados por detrás.
Mas cuando los trescientos españoles oyeron la artillería allí donde estaban emboscados, que era la señal para acometer ellos también, arremetieron al pueblo; y como toda la gente de él estaba suspensa y embebida peleando con los que tenían delante y les querían entrar por el río, lo hallaron solo y sin resistencia por aquella parte que ellos habían de entrar, y entraron con gran gritería, hiriendo al que topaban. Entonces los del lugar comprendieron su descuido, y quisieron remediar aquel peligro; y así, aflojaron por donde Cortés estaba peleando. Con esto pudo entrar por allí él y los que a su lado combatían, sin otro peligro ni contradicción. Y así, unos por una parte y los otros por la otra, llegaron a un tiempo a la plaza, yendo siempre peleando, con los vecinos, de los cuales no quedó ninguno en el pueblo, sino los muertos y los presos, pues los demás lo abandonaron, y se fueron a meter al monte que estaba cerca, con las mujeres, que ya estaban allí. Los españoles escudriñaron las casas, y no hallaron más que maíz y gallipavos, y algunas cosas de algodón, y poco rastro de oro, pues no había dentro más que cuatrocientos hombres de guerra defendiendo el lugar. Se derramó mucha sangre de indios en la toma de este lugar, por pelear desnudos; los heridos fueron muchos y cautivos quedaron pocos; los muertos no se contaron. Cortés se aposentó en el templo de los ídolos con todos los españoles, y cupieron muy a placer, porque tiene un patio y unas salas muy buenas y grandes. Durmieron allí aquella noche con buena guarda, como en casa de enemigos; mas los indios no se atrevieron a nada. De esta manera se tomó Potonchan, que fue la primera ciudad que Hernán Cortés ganó por la fuerza en lo que descubrió y conquistó.
Los de las barquillas dijeron que irían con aquel mensaje al pueblo y les traerían respuesta y comida. Fueron, volvieron luego y trajeron en cinco o seis barquillos pan, fruta y ocho gallipavos, y se lo dieron todo. Cortés les mandó decir que aquélla era muy poca provisión para la necesidad grande que traían y para tantas personas como venían en aquellos grandes bajeles, que ellos aún no habían visto, por estar cerrados, y que les rogaba mucho le trajesen muchísimo más, o le consintiesen entrar en el pueblo a abastecerse. Los indios pidieron aquella noche de término para hacer lo uno o lo otro de aquello que les rogaban, y, con esto se fueron al lugar, y Cortés a una islita que el río hace, a esperar la respuesta al día siguiente de mañana. Cada uno de ellos pensó en engañar al otro; porque los indios tomaron aquel plazo para tener tiempo de alzar aquella noche su ropilla, y poner a seguro sus hijos y mujeres por los montes y espesuras, y llamar gente a la defensa del pueblo; y Cortés mandó salir entonces a la isleta todos los escopeteros y ballesteros, y otros muchos españoles que todavía estaban en los navíos, e hizo ir el río arriba a buscar vado. Entrambas cosas se hicieron aquella noche, sin que los contrarios, ocupados sólo en sus cosas, las sintiesen; porque todos los de las naos se vinieron adonde estaba Cortés, y los que fueron a buscar vado anduvieron tanto la ribera tanteando las corrientes, que a menos de media legua hallaron por donde pasar, aunque hasta la cintura, y aun también hallaron tanta espesura y tan cubiertos los montes por una y otra ribera, que pudieron llegar hasta el lugar sin ser sentidos ni vistos.
Con estas nuevas señaló Cortés dos capitanes, cada uno con ciento cincuenta españoles, que fueron Alonso de Ávila y Pedro de Albarado, y envió esa misma noche con guía a meterse en aquellos bosques que estaban entre el río y el lugar, por dos causas: una, para que los: indios viesen que no había más gente en la isleta que el día antes; y otra, para que al oír la señal que concertó, diesen en el lugar por la otra parte de tierra. En cuanto fue de día vinieron con el sol hasta ocho barcas de indios armados más que la vez primera, a donde estaban los nuestros. Trajeron un poco de comida, y dijeron que no podían conseguir más, porque los vecinos del pueblo habían echado a huir, de miedo de ellos y a sus disformes navíos; por tanto, que les rogaban mucho cogiesen aquello y se volviesen al mar, y no intentasen intranquilizar a la gente de la tierra ni alborotarla más. A esto respondió el lengua, diciendo que era inhumanidad dejarlos perecer de hambre, y que si le escuchasen las razones por las que habían venido allí, verían cuánto bien y provecho les reportaría. Replicaron los indios que no querían consejos de gente que no conocían, ni menos acogerlos en sus casas, porque les parecían hombres terribles y mandones, y que si querían agua, que la cogiesen del río o hiciesen pozos en la tierra, que así hacían ellos cuando la necesitaban. Entonces Cortés, viendo que las palabras estaban de más, les dijo que de ninguna manera podía dejar de entrar en el lugar y ver aquella tierra, para tomar y dar relación de ella al mayor señor del mundo, que allí le enviaba; por eso, que lo tuviesen por bueno, pues él lo deseaba hacer por las buenas, y si no, que se encomendaría a su Dios, a sus manos y a las de sus compañeros.
Los indios no decían más que se fuesen, y no intentasen echar bravatas en tierra ajena, porque de ninguna manera le consentirían salir a ella ni entrar en su pueblo; antes bien le avisaban que si en seguida no se marchaban de allí, le matarían a él y a cuantos con él iban. No quiso Cortés dejar de hacer con aquellos bárbaros toda clase de cumplimientos, según razón y conforme a lo que los reyes de Castilla mandan en sus instrucciones, que es requerir una, dos y muchas veces, con la paz a los indios antes de hacerles la guerra ni entrar por la fuerza en sus tierras y lugares; y así, les tomó a requerir con la paz y buena amistad, prometiéndoles buen tratamiento y libertad, y ofreciéndoles la noticia de cosas tan provechosas para sus cuerpos y almas, que se tendrían por bienaventurados después de sabidas; y que si todavía porfiaban en ni acogerle ni admitirle, los apercibía y emplazaba para la tarde antes de ponerse el Sol, porque pensaba, con ayuda de su Dios, dormir en el pueblo aquella noche, a pesar y daño de los moradores, que rehusaban su buena amistad y conversación y la paz. De esto se rieron mucho, y mofándose se fueron al lugar a contar las soberbias y locuras que les parecía haber oído. Al marcharse los indios, comieron los españoles, y poco después se armaron y se metieron en las barcas y bergantines, y aguardaron así a ver si los indios volvían con alguna buena respuesta; pero como declinaba ya el Sol y no venían, avisó Cortés a los españoles, que estaban puestos en celada, y él embrazó su rodela, y apelando a Dios, a Santiago y a San Pedro, su abogado, arremetió al lugar con los españoles que allí estaban, que serían unos doscientos, y en llegando a la cerca que tocaba en agua, y los bergantines en tierra, soltaron los tiros y saltaron al agua hasta el muslo todos, y comenzaron a atacar la cerca de los baluartes, y a pelear con los enemigos, que hacía rato que les tiraban saetas, varas y piedras con hondas y con la mano, y que entonces, viendo junto a sí a los enemigos, peleaban fuertemente desde las almenas a lanzadas, y flechando muy a menudo por las saeteras y traviesas del muro, en donde hirieron a casi veinte españoles; y aunque el humo y el fuego y el trueno de los tiros los espantó, embarazó y derribó al suelo, de temor de oír y ver cosas tan temerosas y por ellos jamás vistas, no desampararon la cerca ni la defensa más que los muertos; antes bien resistían valientemente la fuerza y golpes de sus contrarios, y no les hubieran dejado entrar por allí si no hubiesen sido asaltados por detrás.
Mas cuando los trescientos españoles oyeron la artillería allí donde estaban emboscados, que era la señal para acometer ellos también, arremetieron al pueblo; y como toda la gente de él estaba suspensa y embebida peleando con los que tenían delante y les querían entrar por el río, lo hallaron solo y sin resistencia por aquella parte que ellos habían de entrar, y entraron con gran gritería, hiriendo al que topaban. Entonces los del lugar comprendieron su descuido, y quisieron remediar aquel peligro; y así, aflojaron por donde Cortés estaba peleando. Con esto pudo entrar por allí él y los que a su lado combatían, sin otro peligro ni contradicción. Y así, unos por una parte y los otros por la otra, llegaron a un tiempo a la plaza, yendo siempre peleando, con los vecinos, de los cuales no quedó ninguno en el pueblo, sino los muertos y los presos, pues los demás lo abandonaron, y se fueron a meter al monte que estaba cerca, con las mujeres, que ya estaban allí. Los españoles escudriñaron las casas, y no hallaron más que maíz y gallipavos, y algunas cosas de algodón, y poco rastro de oro, pues no había dentro más que cuatrocientos hombres de guerra defendiendo el lugar. Se derramó mucha sangre de indios en la toma de este lugar, por pelear desnudos; los heridos fueron muchos y cautivos quedaron pocos; los muertos no se contaron. Cortés se aposentó en el templo de los ídolos con todos los españoles, y cupieron muy a placer, porque tiene un patio y unas salas muy buenas y grandes. Durmieron allí aquella noche con buena guarda, como en casa de enemigos; mas los indios no se atrevieron a nada. De esta manera se tomó Potonchan, que fue la primera ciudad que Hernán Cortés ganó por la fuerza en lo que descubrió y conquistó.