La violencia en los "mass media"
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Datos principales
Rango
Vida cot fin XX
Desarrollo
Una de las preocupaciones más importantes, presente cada vez que un hecho extraordinario se hace real ante la opinión pública -acto terrorista , violencia juvenil, abusos sexuales u otros comportamientos anímicos-, es la del impacto que la descripción o presentación de estos actos y situaciones violentos en los "media" genera en la conducta de los públicos que la reciben. Este interés por comprender, identificar o explicar cómo son afectados los públicos comenzó a manifestarse en los años sesenta, particularmente por la información y programación televisiva que hacía presentes y terminaba insistiendo en las manifestaciones violentas en la vida real: motines urbanos; asesinatos de figuras políticas como los Kennedy , líderes como Luther King , la guerra del Vietnam , las agresiones racistas, el terrorismo nacional o internacional, el narcotráfico y sus secuelas varias de muerte, etc. Pero fue, sobre todo, la preocupación política por la presentación televisiva de estos sucesos, y por el clima social de inseguridad y violencia que parecía generar, potenciar o reproducir, la que alertó y obligó a dilucidar las alternativas a seguir o las preferencias a apoyar. ¿Se deja de informar, con objeto de que este clima violento no prospere; o se mantiene la información al tiempo que se persuade de los efectos negativos o perniciosos de estos eventos? La violencia, por otra parte, atrae, tiene público; y, en los años ochenta, en Estados Unidos, pudo observarse cómo llegó a ocupar el 70 por 100 de la programación en horas preferenciales, y el 92 por 100 de la programación infantil en los fines de semana.
La consideración estadística del proceso fue tan penetrante, por no decir traumática, que inmediatamente se proveyó del oportuno estudio científico. Según la síntesis de Melvin L. De Fleur, son seis las teorías que resumen la influencia que la violencia ejerce en los medios de comunicación, y primordialmente en la televisión, el medio por excelencia accesible a personas de toda edad y educación, y el que menos exige, si se le compara con la lectura, la audición u otros. De estas teorías sólo una, la teoría de la catarsis, presenta como plenamente positiva esta información y programación de hechos y sucesos de violencia; mientras que para las otras cinco -la de los indicios agresivos, el aprendizaje por la observación, el refuerzo y el cultivo- estas informaciones pueden provocar, aunque no sea lo normal ni más frecuente, una relación estímulo-respuesta positiva, si se está sufriendo o se acaba de pasar en esos momentos una frustración fuerte. La presentación de estos actos o sucesos puede generar un aprendizaje si el personaje violento se convierte en modelo de conducta para el espectador; o puede convertirse en un refuerzo de las pautas de conducta violenta que el espectador lleva en sí. Por último, esa visión puede terminar cultivando la consideración del mundo real como si fuera el mundo televisivo. La influencia, por tanto, de los "media" no resulta tan decisiva como la visión sociológica tradicional infería. Si se exceptúa la teoría de la catarsis, para la que la visión de un contenido violento disminuye la probabilidad de una conducta violenta, las otras matizan, aunque sin definición neta, cualquiera de sus conclusiones.
El peso de los individuos y de las diferencias individuales en la captación, interpretación y aplicación de los mensajes rompe con la abusiva conclusión de considerar a los hombres atados a categorías, asociaciones e interacciones simbólicas a la hora de determinar los efectos o resultados de unos programas violentos de televisión. Como concluye De Fleur, el sostenido y considerable nivel de violencia en la televisión y en otras presentaciones de los "media" es, sobre todo, resultado de la lucratividad que supone tal tipo de programación. Por ello, y a la vista de la preocupación pública por la violencia en los medios, resulta más útil y rentable el estudio de casos que la afirmación y decisión globales, y no probadas. Estudios de laboratorio, centrados en el análisis de efectos a corto plazo, han venido a indicar que los espectadores de programas violentos se muestran más agresivos que los de otros grupos de control; pero las condiciones de laboratorio distan mucho de ser las de la vida real; y mucho menos cuando se trata de captar los efectos o resultados a largo plazo. No hay, en fin, prueba definitiva o incontrovertible sobre ninguna de las teorías indicadas; aunque sí se constata una influencia, en cuanto socialmente se observa y mantiene una crítica a los media que dan cuenta de la proximidad entre determinadas informaciones y sucesos violentos inmediatos. Por supuesto que queda una laguna muy grande y profunda entre el poder de los media y el poder político, social o religioso que experimentan, desde esta perspectiva, su impotencia -o su menor eficacia- para utilizarlos como instrumentos de control social.
En los últimos años setenta, con motivo de los sucesos del IRA y del secuestro y asesinato de Aldo Moro , en Gran Bretaña e Italia se discutió abundante y prolijamente sobre el terrorismo y los medios de comunicación. Los debates sobre la cobertura informativa de esta violencia política pusieron de manifiesto el conflicto general sobre la imposición de una llamada ortodoxia interpretativa. El discurso oficial, el de los políticos, las fuerzas de seguridad del Estado y algunos intelectuales insistía en la obligación de los medios de comunicación como instrumentos de propaganda en la lucha contra el desorden y la sinrazón, y esperaba su apoyo al orden establecido. Como discurso alternativo, periodistas críticos, académicos y teóricos volvían a insistir, en cuanto partidarios de las libertades civiles, en que el terrorismo no podía ser silenciado, y su explicación supone entender el contexto adecuado en que se inserta. Los debates condicionados por factores múltiples, como la importancia que cada sociedad da a los "media", las relaciones entre éstos y el Estado, la articulación de ideas sobre la independencia de la prensa, el papel social de los intelectuales o el lugar que ocupa la violencia política en la trayectoria y cultura de la sociedad, fueron muy distintos a partir de la recepción e influencia de los factores indicados en las sociedades respectivas. Los intentos de los políticos británicos de coartar la información tuvieron como respuesta inmediata la división entre los media por razones igualmente políticas; y como justificación, la decisión de informar, o la expresión de repulsa por haberlo hecho sobrepasando la mera información en favor de la opinión.
En el caso italiano, no se impuso ninguna censura estatal, pero los críticos de los medios de comunicación denunciaron que se estaba aplicando una extensa autocensura, bajo capa de responsabilidad, impuesta a la prensa por la Democracia Cristiana. Los periódicos mostraron, no obstante, una gran variedad de posturas a la hora de presentar las artimañas propagandísticas de las Brigadas Rojas; y se concedió entonces una gran importancia a la autoridad de McLuhan , que recomendó tirar de la cadena, esto es, considerar todo como basura y guardar silencio. Aquí, pues, se generó una tormenta mucho más fuerte e intrincada, en la que se vieron inmersos jueces, políticos, periodistas, novelistas, cineastas, dramaturgos, etc., para insistir y juzgar tanto la violencia terrorista como la del propio Estado. Por debajo de esta complejidad, en la que se cruzaban defensas y ataques a la libertad de información y a la independencia de la prensa de las interferencias estatales -puesto que la televisión actuaba más en conexión con los partidos políticos-, se encontraba la convicción de que los periodistas no debían abandonar su papel de investigadores, especialmente porque la corrupción en los círculos oficiales hacía impensable e imposible la delegación de dichas tareas en el Parlamento o en el Gobierno, que, por cierto, contaban con un escepticismo o una desconfianza generalizados. El cierre informativo, esto es, el silencio, conforme a las tesis mcluhanianas, se consideraba atentatorio contra los principios liberales, y facilitaba además el uso de tendencias autoritarias y represivas, con la consideración de los lectores y oyentes como menores de edad necesitados de protección.
La publicación de los documentos de las Brigadas Rojas vino luego a demostrar la imposibilidad de mantener el cierre, facilitando o dando paso a algo mucho peor: el tumor, la intoxicación, la desinformación. La lección, no obstante, es de extraordinario interés. En Gran Bretaña, destacó la gran importancia del Parlamento como foro reconocido para dilucidar qué deben hacer los medios de comunicación, cuando es claro que el terrorismo no se discute como fenómeno político, sino como manifestación de criminalidad. En Italia, por el contrario, con gran variedad de definiciones políticas aun fuera del foro establecido, el lugar de la violencia en los debates políticos es una variable más de la acción política; y esto da a los medios de comunicación y al propio debate intelectual unos puntos de vista y unos enfrentamientos a partir de los mismos, o en su inicio, impensables en el Reino Unido.
La consideración estadística del proceso fue tan penetrante, por no decir traumática, que inmediatamente se proveyó del oportuno estudio científico. Según la síntesis de Melvin L. De Fleur, son seis las teorías que resumen la influencia que la violencia ejerce en los medios de comunicación, y primordialmente en la televisión, el medio por excelencia accesible a personas de toda edad y educación, y el que menos exige, si se le compara con la lectura, la audición u otros. De estas teorías sólo una, la teoría de la catarsis, presenta como plenamente positiva esta información y programación de hechos y sucesos de violencia; mientras que para las otras cinco -la de los indicios agresivos, el aprendizaje por la observación, el refuerzo y el cultivo- estas informaciones pueden provocar, aunque no sea lo normal ni más frecuente, una relación estímulo-respuesta positiva, si se está sufriendo o se acaba de pasar en esos momentos una frustración fuerte. La presentación de estos actos o sucesos puede generar un aprendizaje si el personaje violento se convierte en modelo de conducta para el espectador; o puede convertirse en un refuerzo de las pautas de conducta violenta que el espectador lleva en sí. Por último, esa visión puede terminar cultivando la consideración del mundo real como si fuera el mundo televisivo. La influencia, por tanto, de los "media" no resulta tan decisiva como la visión sociológica tradicional infería. Si se exceptúa la teoría de la catarsis, para la que la visión de un contenido violento disminuye la probabilidad de una conducta violenta, las otras matizan, aunque sin definición neta, cualquiera de sus conclusiones.
El peso de los individuos y de las diferencias individuales en la captación, interpretación y aplicación de los mensajes rompe con la abusiva conclusión de considerar a los hombres atados a categorías, asociaciones e interacciones simbólicas a la hora de determinar los efectos o resultados de unos programas violentos de televisión. Como concluye De Fleur, el sostenido y considerable nivel de violencia en la televisión y en otras presentaciones de los "media" es, sobre todo, resultado de la lucratividad que supone tal tipo de programación. Por ello, y a la vista de la preocupación pública por la violencia en los medios, resulta más útil y rentable el estudio de casos que la afirmación y decisión globales, y no probadas. Estudios de laboratorio, centrados en el análisis de efectos a corto plazo, han venido a indicar que los espectadores de programas violentos se muestran más agresivos que los de otros grupos de control; pero las condiciones de laboratorio distan mucho de ser las de la vida real; y mucho menos cuando se trata de captar los efectos o resultados a largo plazo. No hay, en fin, prueba definitiva o incontrovertible sobre ninguna de las teorías indicadas; aunque sí se constata una influencia, en cuanto socialmente se observa y mantiene una crítica a los media que dan cuenta de la proximidad entre determinadas informaciones y sucesos violentos inmediatos. Por supuesto que queda una laguna muy grande y profunda entre el poder de los media y el poder político, social o religioso que experimentan, desde esta perspectiva, su impotencia -o su menor eficacia- para utilizarlos como instrumentos de control social.
En los últimos años setenta, con motivo de los sucesos del IRA y del secuestro y asesinato de Aldo Moro , en Gran Bretaña e Italia se discutió abundante y prolijamente sobre el terrorismo y los medios de comunicación. Los debates sobre la cobertura informativa de esta violencia política pusieron de manifiesto el conflicto general sobre la imposición de una llamada ortodoxia interpretativa. El discurso oficial, el de los políticos, las fuerzas de seguridad del Estado y algunos intelectuales insistía en la obligación de los medios de comunicación como instrumentos de propaganda en la lucha contra el desorden y la sinrazón, y esperaba su apoyo al orden establecido. Como discurso alternativo, periodistas críticos, académicos y teóricos volvían a insistir, en cuanto partidarios de las libertades civiles, en que el terrorismo no podía ser silenciado, y su explicación supone entender el contexto adecuado en que se inserta. Los debates condicionados por factores múltiples, como la importancia que cada sociedad da a los "media", las relaciones entre éstos y el Estado, la articulación de ideas sobre la independencia de la prensa, el papel social de los intelectuales o el lugar que ocupa la violencia política en la trayectoria y cultura de la sociedad, fueron muy distintos a partir de la recepción e influencia de los factores indicados en las sociedades respectivas. Los intentos de los políticos británicos de coartar la información tuvieron como respuesta inmediata la división entre los media por razones igualmente políticas; y como justificación, la decisión de informar, o la expresión de repulsa por haberlo hecho sobrepasando la mera información en favor de la opinión.
En el caso italiano, no se impuso ninguna censura estatal, pero los críticos de los medios de comunicación denunciaron que se estaba aplicando una extensa autocensura, bajo capa de responsabilidad, impuesta a la prensa por la Democracia Cristiana. Los periódicos mostraron, no obstante, una gran variedad de posturas a la hora de presentar las artimañas propagandísticas de las Brigadas Rojas; y se concedió entonces una gran importancia a la autoridad de McLuhan , que recomendó tirar de la cadena, esto es, considerar todo como basura y guardar silencio. Aquí, pues, se generó una tormenta mucho más fuerte e intrincada, en la que se vieron inmersos jueces, políticos, periodistas, novelistas, cineastas, dramaturgos, etc., para insistir y juzgar tanto la violencia terrorista como la del propio Estado. Por debajo de esta complejidad, en la que se cruzaban defensas y ataques a la libertad de información y a la independencia de la prensa de las interferencias estatales -puesto que la televisión actuaba más en conexión con los partidos políticos-, se encontraba la convicción de que los periodistas no debían abandonar su papel de investigadores, especialmente porque la corrupción en los círculos oficiales hacía impensable e imposible la delegación de dichas tareas en el Parlamento o en el Gobierno, que, por cierto, contaban con un escepticismo o una desconfianza generalizados. El cierre informativo, esto es, el silencio, conforme a las tesis mcluhanianas, se consideraba atentatorio contra los principios liberales, y facilitaba además el uso de tendencias autoritarias y represivas, con la consideración de los lectores y oyentes como menores de edad necesitados de protección.
La publicación de los documentos de las Brigadas Rojas vino luego a demostrar la imposibilidad de mantener el cierre, facilitando o dando paso a algo mucho peor: el tumor, la intoxicación, la desinformación. La lección, no obstante, es de extraordinario interés. En Gran Bretaña, destacó la gran importancia del Parlamento como foro reconocido para dilucidar qué deben hacer los medios de comunicación, cuando es claro que el terrorismo no se discute como fenómeno político, sino como manifestación de criminalidad. En Italia, por el contrario, con gran variedad de definiciones políticas aun fuera del foro establecido, el lugar de la violencia en los debates políticos es una variable más de la acción política; y esto da a los medios de comunicación y al propio debate intelectual unos puntos de vista y unos enfrentamientos a partir de los mismos, o en su inicio, impensables en el Reino Unido.