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Tokio: días vic

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La conquista de Francia por Hitler ayudó a hacerse con el gobierno al príncipe Konoye, que impulsó la acción en China y, el 27 de septiembre de 1940, firmó el pacto tripartito con Alemania e Italia. En julio, los japoneses, aprovechándose de la situación francesa, presionaron al gobierno de Vichy y en Indochina y ocuparon la colonia. La política antijaponesa de Roosevelt era evidente. Desde la guerra con China, estudiaba un posible bloqueo económico, y, en 1938, se iniciaron conversaciones con los ingleses; en abril de 1940 se concentró la flota americana del Pacífico en Hawai, porque la diplomacia británica lo recomendó como adecuada medida de presión sobre Tokio. Las intenciones de grupos capitalistas norteamericanos apuntaban a boicotear el comercio japonés y prohibir la exportación de petróleo americano a las islas. La ocupación de Indochina era una amenaza para las colonias inglesas de Birmania y Malaya, y para Filipinas, ocupada por los norteamericanos. Roosevelt tomó una decisión que, forzosamente, empujaría a los japoneses a la guerra: el 25 de julio congeló los bienes nipones en Estados Unidos y el 31 prohibió exportar a Japón herramientas y combustibles. Japón importaba normalmente el 88 por 100 del petróleo consumido, y el almacenado entonces representaba tres años de consumo en tiempo de paz o la mitad en guerra. El petróleo era vital para continuar la guerra de China, donde se había desencadenado una táctica de guerrillas, que obligaba a operaciones muy largas y laboriosas.

Aceptar el embargo americano suponía renunciar a la conquista y enfrentarse al Ejército, que daría un golpe contra el poder civil. Las condiciones eran tan difíciles que el Gobierno japonés pidió a los Estados Unidos que levantara el embargo y que cesara el envío de refuerzos militares a Filipinas. La negativa americana fue total y en octubre dimitió el Gobierno del príncipe Konoye. El emperador convocó el Consejo Imperial, donde se marcaban dos posturas antagónicas: la civilista y pacifista del barón Yoschimichi Hara, y la del partido militarista, encabezado por el general Tojo, que deseaba la guerra, en la convicción de que el único recurso era apoderarse del petróleo de Java y Sumatra, colonias holandesas. Invasión ampliable a Malaya, para conseguir también las cuatro quintas partes del estaño mundial y grandes recursos de caucho y arroz. El Ejército japonés, con efectivos de 750.000 hombres, era una fuerza entrenada, mandada despóticamente por los oficiales y capaz de cualquier sacrificio. Lejos de ser una antigualla, como el chino, no podía compararse técnicamente ni con el alemán ni con el británico; pero la disciplina, la sobriedad y el espíritu de fanático sacrificio lo convertían en una fuerza formidable, en el momento en que las mejores tropas asiáticas se habían desplazado a la campaña británica en Oriente Medio. Desde tiempos atrás, los japoneses habían dedicado una atención especial a la aviación embarcada, convencidos de su eficacia en la guerra del Pacífico.

En 1941, la Marina japonesa era más equilibrada, estaba mejor entrenada y mejor mandada que sus futuros rivales, los Estados Unidos y los británicos. La Aviación totalizaba unos 3.000 aparatos, de los que dos terceras partes pertenecían a la Marina y el resto al Ejército, ya que no existía fuerza aérea independiente. Frente a esta fuerza aérea, los Estado Unidos contaban con unos 400 aviones en Hawai, 180 en Filipinas y 200 en los portaaviones. Las británicas, con unos 400 aparatos, y los holandeses, con poco más de 100. Estas fuerzas aéreas no sólo eran inferiores en número, sino también en material y adiestramiento. Las flotas japonesas estaban bastante equilibradas, aunque Tokio partía con la ventaja de disponer de mayor número de portaaviones y la desventaja aliada de la enorme distancia entre sus bases principales: Pearl Harbor y Singapur. El plan de ataque japonés a las fuerzas americanas se montó sobre una idea de Clausewitz: destruir, con un solo golpe, lo esencial de las fuerzas enemigas. Desde el verano de 1940, los americanos conocían la clave secreta nipona y tenían capacidad para descifrar los mensajes diplomáticos y militares. Desde septiembre se cruzaron gran número de comunicados entre Tokio y su consulado en Honolulú acerca de la situación de Pearl Harbor, la isla de Oahu y la escuadra del Pacífico, que, sin duda, llegaron a conocimiento del alto mando estadounidense. Pero la política americana de presión a los japoneses no cedió, a pesar de la certeza de un ataque.

Entre el 2 y el 5 de noviembre de 1941, Tokio remitió mensajes a sus consulados ordenando la destrucción de las clases y documentos secretos, que ya era un síntoma de guerra inmediata. Ante ello no tomaron los americanos ninguna decisión, y en el mensaje enviado en el último momento por Tokio, como réplica a una propuesta americana, el presidente Roosevelt pudo adivinar que la guerra era inminente. En efecto, el domingo 7 de diciembre, los japoneses atacaron y pulverizaron la base norteamericana de Pearl Harbor, en la que sufrió graves pérdidas la escuadra norteamericana, que aún pudieron ser mayores si el almirante Nagumo hubiera perseverado en la acción. El ataque, de cualquier forma, dio a Japón la supremacía naval en el Pacífico durante algunos meses. Mientras, en los Estados Unidos una ola de indignación patriótica, perfectamente orquestada por los partidarios del intervencionismo en la guerra, proporcionó al presidente Roosevelt la ansiada ocasión de intervenir en el conflicto y alcanzar el cenit de su popularidad. Las críticas que surgieron de algunos sectores por la evidente improvisación fueron cuidadosamente acalladas. Casi a la vez que atacaba Pearl Harbor, la Aviación japonesa bombardeó Singapur, Filipinas, Guam y Wake. El 8 de diciembre, el Ejército japonés invadió Shanghai, lanzó paracaidistas en Luzón y desembarcó en Tailandia. Desde julio de 1941, las fuerzas americanas de Filipinas estaban al mando del general Mc Arthur.

La defensa periférica de las islas se encomendaba a destacamentos de soldados filipinos, mientras una reserva de 30.000 americanos y filipinos permanecía cerca de Manila. El 8 de diciembre, las fuerzas de Filipinas fueron avisadas del ataque contra Pearl Harbor y se dio la orden de que las fortalezas volantes B-17 estuvieran preparadas para un ataque de represalia contra Formosa. Como había niebla sobre la isla, el ataque se retrasó y los B-17 permanecieron en vuelo hasta media mañana, en que aterrizaron. Pero la niebla había impedido también el proyectado ataque japonés, que comenzó en aquel preciso momento. Una fuerza nipona destruyó la mayoría de las modernas fortalezas B-17 y cazas P-40 E, mientras la única estación de radar era también atacada y destruida. Después de ello, el único objetivo importante para la Aviación era la flota británica del almirante Phillips, formada por el acorazado Prince of Wales, el crucero de batalla Repulse y los destructores Express, Electra y Vampire, sin ningún portaaviones que asegurase su protección. Cuando el embargo de petróleo, el almirantazgo propuso enviar a Extremo Oriente algunos buques antiguos, con un crucero moderno y algunos portaaviones. Sin embargo, por decisión de Churchill se envió a los modernos Prince of Wales y Repulse, en unión del portaaviones Indomitable. Este embarrancó en Jamaica y los restantes barcos partieron solos y llegaron a Singapur el 2 de diciembre, con la necesidad de asegurar su protección aérea con los escasos cazas basados en tierra.

Cuando se recibieron noticias de que un gran convoy japonés avanzaba desde Indochina a Malaya, los barcos zarparon de Singapur. Los japoneses habían ocupado los aeródromos del norte, por lo que los barcos quedaron sin protección aérea; en cambio, los japoneses tenían sus aviones en campos al sur de Indochina. En la tarde del día 9, un submarino japonés avistó los barcos y los aviones salieron en su busca; los encontraron el día 10, tras una tentativa fallida. Los atacaron con torpedos y bombas, y hundieron el Prince of Wales y el Repulse al mediodía. La eficacia de la Aviación en los combates navales fue probada, una vez más, y los japoneses quedaron dueños del Pacífico, sin flotas aéreas o navales enemigas a la vista. Desde entonces, sus convoyes pudieron extenderse con libertad para conquistar cualquier territorio sin ser molestados.

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