H.V.N.E. I Hasta el capítulo 20
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BERNAL DíAZ DEL CASTILLO:
LA HISTORIA DE SU HISTORIA
PRÓLOGO
Yo, Bernal Díaz del Castillo, regidor de esta ciudad de Santiago de Guatemala, autor de esta muy verdadera y clara historia, la acabé de sacar a la luz, que es desde el descubrimiento, y todas las conquistas de la Nueva España, y como se tomó la gran ciudad de México, y otras muchas ciudades, hasta las haber traído de paz y pobladas de españoles muchas villas, las enviamos a dar y entregar, como estamos obligados, a nuestro rey y señor; en la cual historia hallarán cosas muy notables y dignas de saber: y también van declarados los borrones, y escritos viciosos en un libro de Francisco López de Gómara, que no solamente va errado en lo que escribió de la Nueva España, sino también hizo errar a dos famosos historiadores que siguieron su historia, que se dicen Doctor Illescas y el Obispo Paulo Iobio; y a esta causa, digo y afirmo que lo que en este libro se contiene es muy verdadero, que como testigo de vista me hallé en todas las batallas y reencuentros de guerra; y no son cuentos viejos, ni Historias de Romanos de más de setecientos años, porque a manera de decir, ayer pasó lo que verán en mi historia, y cómo y cuándo, y de qué manera; y de ello era buen testigo el muy esforzado y valeroso capitán don Hernando Cortés, marqués del Valle, que hizo relación en una carta que escribió de México al serenísimo emperador don Carlos V, de gloriosa memoria, y otra del virrey don Antonio de Mendoza, y por probanzas bastantes.
Y además de esto cuando mi historia se vea, dará fe y claridad de ello; la cual se acabó de sacar en limpio de mis memorias y borradores en esta muy leal ciudad de Santiago de Guatemala, donde reside la real audiencia, en veinte y seis días del mes de febrero de mil quinientos sesenta y ocho años. Tengo que acabar de escribir ciertas cosas que faltan, que aún no se han acabado: va en muchas partes testado, lo cual no se ha de leer. Pido por merced a los señores impresores, que no quiten, ni añadan más letras de las que aquí van y suplan, etc. ...
Y además de esto cuando mi historia se vea, dará fe y claridad de ello; la cual se acabó de sacar en limpio de mis memorias y borradores en esta muy leal ciudad de Santiago de Guatemala, donde reside la real audiencia, en veinte y seis días del mes de febrero de mil quinientos sesenta y ocho años. Tengo que acabar de escribir ciertas cosas que faltan, que aún no se han acabado: va en muchas partes testado, lo cual no se ha de leer. Pido por merced a los señores impresores, que no quiten, ni añadan más letras de las que aquí van y suplan, etc. ...
CapÍtulo Primero
En qué tiempo salí de Castilla, y lo que me acaeció
En el año de 1514 salí de Castilla en compañía del gobernador Pedro Arias de Ávila, que en aquella sazón le dieron la gobernación de Tierra-Firme; y viniendo por la mar con buen tiempo, y otras veces con contrario, llegamos al Nombre de Dios; y en aquel tiempo hubo pestilencia, de que se nos murieron muchos soldados, y demás desto, todos los más adolecimos, y se nos hacían unas malas llagas en las piernas; y también en aquel tiempo tuvo diferencias el mismo gobernador con un hidalgo que en aquella sazón estaba por capitán y había conquistado aquella provincia, que se decía Vasco Núñez de Balboa; hombre rico, con quien Pedro Arias de Ávila casó en aquel tiempo una su hija doncella con el mismo Balboa; y después que la hubo desposado, según pareció, y sobre sospechas que tuvo que el yerno se le quería alzar con copia de soldados por la mar del Sur, por sentencia le mandó degollar.
Y después que vimos lo que dicho tengo y otras revueltas entre capitanes y soldados, y alcanzamos a saber que era nuevamente ganada la isla de Cuba, y que estaba en ella por gobernador un hidalgo que se decía Diego Velázquez, natural de Cuéllar; acordamos ciertos hidalgos y soldados, personas de calidad de los que habíamos venido con el Pedro Arias de Ávila, de demandarle licencia para nos ir a la isla de Cuba, y él nos la dio de buena voluntad, porque no tenía necesidad de tantos soldados como los que trajo de Castilla, para hacer guerra, porque no había qué conquistar; que todo estaba de paz, porque el Vasco Núñez de Balboa, yerno del Pedro Arias de Ávila, lo había conquistado, y la tierra de suyo es muy corta y de poca gente. Y desque tuvimos la licencia, nos embarcamos en buen navío; y con buen tiempo, llegamos a la isla de Cuba, y fuimos a besar las manos al gobernador della, y nos mostró mucho amor y prometió que nos daría indios de los primeros que vacasen; y como se habían pasado ya tres años, así en lo que estuvimos en Tierra-Firme como lo que estuvimos en la isla de Cuba aguardando a que nos depositase algunos indios, como nos habían prometido, y no habíamos hecho cosa ninguna que de contar sea, acordamos de nos juntar ciento y diez compañeros de los que habíamos venido de Tierra-Firme y de otros que en la isla de Cuba no tenían indios, y concertamos con un hidalgo que se decía Francisco Hernández de Córdoba, que era hombre rico y.
tenía pueblos de indios en aquella isla, para que fuese nuestro capitán, y a nuestra ventura buscar y descubrir tierras nuevas, para en ellas emplear nuestras personas; y compramos tres navíos, los dos de buen porte, y el otro era un barco que hubimos del mismo gobernador Diego Velázquez, fiado, con condición que, primero nos le diese, nos habíamos de obligar, todos los soldados, que con aquellos tres navíos habíamos de ir a unas isletas que están entre la isla de Cuba y Honduras, que ahora se llaman las islas de las Guanajas y que habíamos de ir de guerra y cargar los navíos de indios de aquellas islas para pagar con ellos el barco, para servirse dellos por esclavos. Y desque vimos los soldados que aquello que pedía el Diego Velázquez no era justo, le respondimos que lo que decía no lo mandaba Dios ni el rey, que hiciésemos a los libres esclavos. Y desque vio nuestro intento, dijo que era bueno el propósito que llevábamos en querer descubrir tierras nuevas, mejor que no el suyo; y entonces nos ayudó con cosas de bastimento para nuestro viaje. Y desque nos vimos con tres navíos y matalotaje de pan cazabe, que se hace de unas raíces que llaman yucas, y compramos puercos, que nos costaban en aquel tiempo a tres pesos, porque en aquella sazón no había en la isla de Cuba vacas ni carneros, y con otros pobres mantenimientos, y con rescate de unas cuentas que entre todos los soldados compramos; y buscamos tres pilotos, que el más principal dellos y el que regia nuestra armada se llamaba Antón de Alaminos, natural de Palos, y el otro piloto se decía Camacho, de Triana, y el otro Juan álvarez, el Manquillo, de Huelva; y así mismo recogimos los marineros que hubimos menester, y el mejor aparejo que pudimos de cables y maromas y anclas, y pipas de agua, y todas otras cosas convenientes para seguir nuestro viaje, y todo esto a nuestra costa y minsión.
Y después que nos hubimos juntado los soldados, que fueron ciento y diez, nos fuimos a un puerto que se dice en la lengua de Cuba, Ajaruco, y es en la banda del norte, y estaba ocho leguas de una villa que entonces tenían poblada, que se decía, San Cristóbal, que desde a dos años la pasaron adonde ahora está poblada la dicha Habana. Y para que con buen fundamento fuese encaminada nuestra armada, hubimos de llevar un clérigo que estaba en la misma villa de San Cristóbal, que se decía Alonso González, que con buenas palabras y prometimientos que le hicimos se fue con nosotros; y demás desto elegimos por veedor, en nombre de su majestad, a un soldado que se decía Bernardino Iñiguez, natural de Santo Domingo de la Calzada, para que si Dios fuese servido que topásemos tierras que tuviesen oro o perlas o plata, hubiese persona suficiente que guardase el real quinto. Y después de todo concertado y oído misa, encomendándonos a Dios nuestro señor y a la virgen santa María, su bendita madre, nuestra señora, comenzamos nuestro viaje de la manera que adelante diré.
Y después que vimos lo que dicho tengo y otras revueltas entre capitanes y soldados, y alcanzamos a saber que era nuevamente ganada la isla de Cuba, y que estaba en ella por gobernador un hidalgo que se decía Diego Velázquez, natural de Cuéllar; acordamos ciertos hidalgos y soldados, personas de calidad de los que habíamos venido con el Pedro Arias de Ávila, de demandarle licencia para nos ir a la isla de Cuba, y él nos la dio de buena voluntad, porque no tenía necesidad de tantos soldados como los que trajo de Castilla, para hacer guerra, porque no había qué conquistar; que todo estaba de paz, porque el Vasco Núñez de Balboa, yerno del Pedro Arias de Ávila, lo había conquistado, y la tierra de suyo es muy corta y de poca gente. Y desque tuvimos la licencia, nos embarcamos en buen navío; y con buen tiempo, llegamos a la isla de Cuba, y fuimos a besar las manos al gobernador della, y nos mostró mucho amor y prometió que nos daría indios de los primeros que vacasen; y como se habían pasado ya tres años, así en lo que estuvimos en Tierra-Firme como lo que estuvimos en la isla de Cuba aguardando a que nos depositase algunos indios, como nos habían prometido, y no habíamos hecho cosa ninguna que de contar sea, acordamos de nos juntar ciento y diez compañeros de los que habíamos venido de Tierra-Firme y de otros que en la isla de Cuba no tenían indios, y concertamos con un hidalgo que se decía Francisco Hernández de Córdoba, que era hombre rico y.
tenía pueblos de indios en aquella isla, para que fuese nuestro capitán, y a nuestra ventura buscar y descubrir tierras nuevas, para en ellas emplear nuestras personas; y compramos tres navíos, los dos de buen porte, y el otro era un barco que hubimos del mismo gobernador Diego Velázquez, fiado, con condición que, primero nos le diese, nos habíamos de obligar, todos los soldados, que con aquellos tres navíos habíamos de ir a unas isletas que están entre la isla de Cuba y Honduras, que ahora se llaman las islas de las Guanajas y que habíamos de ir de guerra y cargar los navíos de indios de aquellas islas para pagar con ellos el barco, para servirse dellos por esclavos. Y desque vimos los soldados que aquello que pedía el Diego Velázquez no era justo, le respondimos que lo que decía no lo mandaba Dios ni el rey, que hiciésemos a los libres esclavos. Y desque vio nuestro intento, dijo que era bueno el propósito que llevábamos en querer descubrir tierras nuevas, mejor que no el suyo; y entonces nos ayudó con cosas de bastimento para nuestro viaje. Y desque nos vimos con tres navíos y matalotaje de pan cazabe, que se hace de unas raíces que llaman yucas, y compramos puercos, que nos costaban en aquel tiempo a tres pesos, porque en aquella sazón no había en la isla de Cuba vacas ni carneros, y con otros pobres mantenimientos, y con rescate de unas cuentas que entre todos los soldados compramos; y buscamos tres pilotos, que el más principal dellos y el que regia nuestra armada se llamaba Antón de Alaminos, natural de Palos, y el otro piloto se decía Camacho, de Triana, y el otro Juan álvarez, el Manquillo, de Huelva; y así mismo recogimos los marineros que hubimos menester, y el mejor aparejo que pudimos de cables y maromas y anclas, y pipas de agua, y todas otras cosas convenientes para seguir nuestro viaje, y todo esto a nuestra costa y minsión.
Y después que nos hubimos juntado los soldados, que fueron ciento y diez, nos fuimos a un puerto que se dice en la lengua de Cuba, Ajaruco, y es en la banda del norte, y estaba ocho leguas de una villa que entonces tenían poblada, que se decía, San Cristóbal, que desde a dos años la pasaron adonde ahora está poblada la dicha Habana. Y para que con buen fundamento fuese encaminada nuestra armada, hubimos de llevar un clérigo que estaba en la misma villa de San Cristóbal, que se decía Alonso González, que con buenas palabras y prometimientos que le hicimos se fue con nosotros; y demás desto elegimos por veedor, en nombre de su majestad, a un soldado que se decía Bernardino Iñiguez, natural de Santo Domingo de la Calzada, para que si Dios fuese servido que topásemos tierras que tuviesen oro o perlas o plata, hubiese persona suficiente que guardase el real quinto. Y después de todo concertado y oído misa, encomendándonos a Dios nuestro señor y a la virgen santa María, su bendita madre, nuestra señora, comenzamos nuestro viaje de la manera que adelante diré.
CapÍtulo II
Del descubrimiento de Yucatán y de un rencuentro de guerra que tuvimos con los naturales
En 8 días del mes de febrero del año de 1517 años salirnos de la Habana, y nos hicimos a la vela en el puerto de Jaruco, que así se llama entre los indios, y es la banda del norte, y en doce días doblamos la de San Antón, que por otro nombre en la isla de Cuba se llama la tierra de los Guanataveis, que son unos indios como salvajes.
Y doblada aquella punta y puestos en alta mar, navegamos a nuestra ventura hacia donde se pone el sol, sin saber bajos ni corrientes, ni qué vientos suelen señorear en aquella altura, con grandes riesgos de nuestras personas; porque en aquel instante nos vino una tormenta que duró dos días con sus noches, y fue tal, que estuvimos para nos perder; y desque abonanzó, yendo por otra navegación, pasado veinte y un días que salimos de la isla de Cuba, vimos tierra, de que nos alegramos mucho, y dimos muchas gracias a Dios por ello; la cual tierra jamás se había descubierto, ni había noticia della hasta entonces; y desde los navíos vimos un gran pueblo, que al parecer estaría de la costa obra de dos leguas, y viendo que era gran población y no habíamos visto en la isla de Cuba pueblo tan grande, le pusimos por nombre el Gran-Cairo. Y acordamos que con el un navío de menos porte se acercasen lo que más pudiesen a la costa, a ver que tierra era, y a ver si había fondo para que pudiésemos anclear junto a la costa; y una mañana, que fueron 4 de marzo, vimos venir cinco canoas grandes llenas de indios naturales de aquella población, y venían a remo y vela. Son canoas hechas a manera de artesas, y son grandes, de maderos gruesos y cavadas por de dentro y está hueco, y todas son de un madero macizo, y hay muchas dellas en que caben en pie cuarenta y cincuenta indios. Quiero volver a mi materia. Llegados los indios con las cinco canoas cerca de nuestro navío, con señas de paz que les hicimos, llamándoles con las manos y capeándoles con las capas para que nos viniesen a hablar, porque no teníamos en aquel tiempo lenguas que entendiesen la del Yucatán y mexicana, sin temor ninguno vinieron, y entraron en la nao capitana sobre treinta dellos, a los cuales dimos de comer cazabe y tocino, y a cada uno un sartalejo de cuentas verdes, y estuvieron mirando un buen rato los navíos; y el más principal dellos, que era cacique, dijo por señas que se quería tornar a embarcar en sus canoas y volver a su pueblo, y que otro día volverían y traerían más canoas en que saltásemos en tierra; y venían estos indios vestidos con unas jaquetas de algodón y cubiertas sus vergüenzas con unas mantas angostas, que entre ellos llaman mastates, y tuvimos los por hombres más de razón que a los indios de Cuba, porque andaban los de Cuba con sus vergüenzas defuera, excepto las mujeres, que traían hasta que les llegaban a los muslos unas ropas de algodón que llaman naguas.
Volvamos a nuestro cuento: que otro día por la mañana volvió el mismo cacique a los navíos, y trajo doce canoas grandes con muchos indios remeros, y dijo por señas al capitán, con muestras de paz, que fuésemos a su pueblo y que nos darían comida y lo que hubiésemos menester, y que en aquellas doce canoas podíamos saltar en tierra. Y cuando lo estaba diciendo en su lengua, acuérdeme decía: «Con escotoch, con escotoch»; y quiere decir, andad acá a mis casas; y por esta causa pusimos desde entonces por nombre a aquella tierra Punta de Cotoche, y así está en las cartas del marear. Pues viendo nuestro capitán y todos los soldados los muchos halagos que nos hacía el cacique para que fuésemos a su pueblo, tomó consejo con nosotros, y fue acordado que sacásemos nuestros bateles de los navíos, y en el navío de los más pequeños y en las doce canoas saliésemos a tierra todos juntos de una vez, porque vimos la costa llena de indios que habían venido de aquella población, y salimos todos en la primera barcada. Y cuando el cacique nos vio en tierra y que no íbamos a su pueblo, dijo otra vez al capitán por señas que fuésemos con él a sus casas; y tantas muestras de paz hacía, que tomando el capitán nuestro parecer para si iríamos o no, acordóse por todos los más soldados que con el mejor recaudo de armas que pudiésemos llevar y con buen concierto fuésemos. Y llevamos quince ballestas y diez escopetas (que así se llamaban, escopetas y espingardas, en aquel tiempo), y comenzamos a caminar por un camino por donde el cacique iba por guía, con otros muchos indios que le acompañaban.
E yendo de la manera que he dicho, cerca de unos montes breñosos comenzó a dar voces y apellidar el cacique para que saliesen a nosotros escuadrones de gente de guerra, que tenían en celada para nos matar; y a las voces que dio el cacique, los escuadrones vinieron con gran furia, y comenzaron a nos flechar de arte, que a la primera rociada de flechas nos hirieron quince soldados, y traían armas de algodón, y lanzas y rodelas, arcos y flechas, y hondas y mucha piedra, y sus penachos puestos, y luego tras las flechas vinieron a se juntar con nosotros pie con pie, y con las lanzas a manteniente nos hacían mucho mal. Mas luego les hicimos huir, como conocieron el buen cortar de nuestras espadas, y de las ballestas y escopetas el daño que les hacían; por manera que quedaron muertos quince dellos. Un poco más adelante, donde nos dieron aquella refriega que dicho tengo, estaba una placeta y tres casas de cal y canto, que eran adoratorios, donde tenían muchos ídolos de barro, unos como caras de demonios y otros como de mujeres, altos de cuerpo, y otros de otras malas figuras; de manera que al parecer estaban haciendo sodomías unos bultos de indios con otros; y en las casas tenían unas arquillas hechizas de madera, y en ellas otros ídolos de gestos diabólicos, y unas patenillas de medio oro, y unos pinjantes y tres diademas, y otras piecezuelas a manera de pescados y otras a manera de ánades, de oro bajo. Y después que lo hubimos visto, así el oro como las casas de cal y canto, estábamos muy contentos porque habíamos descubierto tal tierra, porque en aquel tiempo no era descubierto el Perú, ni aun se descubrió dende ahí a diez y seis años.
En aquel instante que estábamos batallando con los indios, como dicho tengo, el clérigo. González que iba con nosotros, y con dos indios de Cuba se cargó de las arquillas y el oro y los ídolos, y lo llevó al navío; y en aquella escaramuza prendimos dos indios, que después se bautizaron y volvieron cristianos, y se llamó el uno Melchor y el otro Julián, y entrambos eran trastabados de los ojos. Y acabado aquel rebato acordamos de nos volver a embarcar, y seguir las costas adelante descubriendo hacia donde se pone el sol; y después de curados los heridos, comenzamos a dar velas.
Y doblada aquella punta y puestos en alta mar, navegamos a nuestra ventura hacia donde se pone el sol, sin saber bajos ni corrientes, ni qué vientos suelen señorear en aquella altura, con grandes riesgos de nuestras personas; porque en aquel instante nos vino una tormenta que duró dos días con sus noches, y fue tal, que estuvimos para nos perder; y desque abonanzó, yendo por otra navegación, pasado veinte y un días que salimos de la isla de Cuba, vimos tierra, de que nos alegramos mucho, y dimos muchas gracias a Dios por ello; la cual tierra jamás se había descubierto, ni había noticia della hasta entonces; y desde los navíos vimos un gran pueblo, que al parecer estaría de la costa obra de dos leguas, y viendo que era gran población y no habíamos visto en la isla de Cuba pueblo tan grande, le pusimos por nombre el Gran-Cairo. Y acordamos que con el un navío de menos porte se acercasen lo que más pudiesen a la costa, a ver que tierra era, y a ver si había fondo para que pudiésemos anclear junto a la costa; y una mañana, que fueron 4 de marzo, vimos venir cinco canoas grandes llenas de indios naturales de aquella población, y venían a remo y vela. Son canoas hechas a manera de artesas, y son grandes, de maderos gruesos y cavadas por de dentro y está hueco, y todas son de un madero macizo, y hay muchas dellas en que caben en pie cuarenta y cincuenta indios. Quiero volver a mi materia. Llegados los indios con las cinco canoas cerca de nuestro navío, con señas de paz que les hicimos, llamándoles con las manos y capeándoles con las capas para que nos viniesen a hablar, porque no teníamos en aquel tiempo lenguas que entendiesen la del Yucatán y mexicana, sin temor ninguno vinieron, y entraron en la nao capitana sobre treinta dellos, a los cuales dimos de comer cazabe y tocino, y a cada uno un sartalejo de cuentas verdes, y estuvieron mirando un buen rato los navíos; y el más principal dellos, que era cacique, dijo por señas que se quería tornar a embarcar en sus canoas y volver a su pueblo, y que otro día volverían y traerían más canoas en que saltásemos en tierra; y venían estos indios vestidos con unas jaquetas de algodón y cubiertas sus vergüenzas con unas mantas angostas, que entre ellos llaman mastates, y tuvimos los por hombres más de razón que a los indios de Cuba, porque andaban los de Cuba con sus vergüenzas defuera, excepto las mujeres, que traían hasta que les llegaban a los muslos unas ropas de algodón que llaman naguas.
Volvamos a nuestro cuento: que otro día por la mañana volvió el mismo cacique a los navíos, y trajo doce canoas grandes con muchos indios remeros, y dijo por señas al capitán, con muestras de paz, que fuésemos a su pueblo y que nos darían comida y lo que hubiésemos menester, y que en aquellas doce canoas podíamos saltar en tierra. Y cuando lo estaba diciendo en su lengua, acuérdeme decía: «Con escotoch, con escotoch»; y quiere decir, andad acá a mis casas; y por esta causa pusimos desde entonces por nombre a aquella tierra Punta de Cotoche, y así está en las cartas del marear. Pues viendo nuestro capitán y todos los soldados los muchos halagos que nos hacía el cacique para que fuésemos a su pueblo, tomó consejo con nosotros, y fue acordado que sacásemos nuestros bateles de los navíos, y en el navío de los más pequeños y en las doce canoas saliésemos a tierra todos juntos de una vez, porque vimos la costa llena de indios que habían venido de aquella población, y salimos todos en la primera barcada. Y cuando el cacique nos vio en tierra y que no íbamos a su pueblo, dijo otra vez al capitán por señas que fuésemos con él a sus casas; y tantas muestras de paz hacía, que tomando el capitán nuestro parecer para si iríamos o no, acordóse por todos los más soldados que con el mejor recaudo de armas que pudiésemos llevar y con buen concierto fuésemos. Y llevamos quince ballestas y diez escopetas (que así se llamaban, escopetas y espingardas, en aquel tiempo), y comenzamos a caminar por un camino por donde el cacique iba por guía, con otros muchos indios que le acompañaban.
E yendo de la manera que he dicho, cerca de unos montes breñosos comenzó a dar voces y apellidar el cacique para que saliesen a nosotros escuadrones de gente de guerra, que tenían en celada para nos matar; y a las voces que dio el cacique, los escuadrones vinieron con gran furia, y comenzaron a nos flechar de arte, que a la primera rociada de flechas nos hirieron quince soldados, y traían armas de algodón, y lanzas y rodelas, arcos y flechas, y hondas y mucha piedra, y sus penachos puestos, y luego tras las flechas vinieron a se juntar con nosotros pie con pie, y con las lanzas a manteniente nos hacían mucho mal. Mas luego les hicimos huir, como conocieron el buen cortar de nuestras espadas, y de las ballestas y escopetas el daño que les hacían; por manera que quedaron muertos quince dellos. Un poco más adelante, donde nos dieron aquella refriega que dicho tengo, estaba una placeta y tres casas de cal y canto, que eran adoratorios, donde tenían muchos ídolos de barro, unos como caras de demonios y otros como de mujeres, altos de cuerpo, y otros de otras malas figuras; de manera que al parecer estaban haciendo sodomías unos bultos de indios con otros; y en las casas tenían unas arquillas hechizas de madera, y en ellas otros ídolos de gestos diabólicos, y unas patenillas de medio oro, y unos pinjantes y tres diademas, y otras piecezuelas a manera de pescados y otras a manera de ánades, de oro bajo. Y después que lo hubimos visto, así el oro como las casas de cal y canto, estábamos muy contentos porque habíamos descubierto tal tierra, porque en aquel tiempo no era descubierto el Perú, ni aun se descubrió dende ahí a diez y seis años.
En aquel instante que estábamos batallando con los indios, como dicho tengo, el clérigo. González que iba con nosotros, y con dos indios de Cuba se cargó de las arquillas y el oro y los ídolos, y lo llevó al navío; y en aquella escaramuza prendimos dos indios, que después se bautizaron y volvieron cristianos, y se llamó el uno Melchor y el otro Julián, y entrambos eran trastabados de los ojos. Y acabado aquel rebato acordamos de nos volver a embarcar, y seguir las costas adelante descubriendo hacia donde se pone el sol; y después de curados los heridos, comenzamos a dar velas.
CapÍtulo III
Del descubrimiento de Campeche
Como acordamos de ir a la costa adelante hacia el poniente, descubriendo puntas y bajos y ancones y arrecifes, creyendo que era isla, como nos lo certificaba el piloto Antón de Alaminos, íbamos con gran tiento, de día navegando y de noche al reparo y pairando; y en quince días que fuimos desta manera, vimos desde los navíos un pueblo, y al parecer algo grande, y había cerca de él gran ensenada y bahía; creímos que había río o arroyo donde pudiésemos tomar agua, porque teníamos gran falta della; acabábase la de las pipas y vasijas que traíamos, que no venían bien reparadas; que, como nuestra armada era de hombres pobres, no teníamos dinero cuanto convenía para comprar buenas pipas; faltó el agua y hubimos de saltar en tierra junto al pueblo, y fue un domingo de Lázaro, y a esta causa le pusimos este nombre, aunque supimos que por otro nombre propio de indios se dice Campeche; pues para salir todos de una barcada, acordamos de ir en el navío más chico y en los tres bateles, bien apercibidos de nuestras armas, no nos acaeciese como en la Punta de Cotoche.
Y porque en aquellos ancones y bahías mengua mucho la mar, y por esta causa dejamos los navíos ancleados más de una legua de tierra, y fuimos a desembarcar cerca del pueblo, que estaba allí un buen pozo de buena agua, donde los naturales de aquella población bebían y se servían de él, porque en aquellas tierras, según hemos visto, no hay ríos; y sacamos las pipas para las henchir de agua y volvernos a los navíos. Ya que estaban llenas y nos queríamos embarcar, vinieron del pueblo obra de cincuenta indios con buenas mantas de algodón, y de paz, y a lo que parecía debían ser caciques, y nos decían por señas que qué buscábamos, y les dimos a entender que tomar agua e irnos luego a los navíos, y señalaron con la mano que si veníamos de hacia donde sale el sol, y decían «Castilan, Castilan», y no mirábamos bien en la plática de «Castilan, Castilan». Y después de estas pláticas que dicho tengo, nos dijeron por señas que fuésemos con ellos a su pueblo, y estuvimos tomando consejo si iríamos. Acordamos con buen concierto de ir muy sobre aviso, y lleváronnos a unas casas muy grandes, que eran adoratorios de sus ídolos y estaban muy bien labradas de cal y canto, y tenían figurados en unas paredes muchos bultos de serpientes y culebras y otras pinturas de ídolos, y alrededor de uno como altar, lleno de gotas de sangre muy fresca; y a otra parte de los ídolos tenían unas señales como a manera de cruces, pintados de otros bultos de indios; de todo lo cual nos admiramos, como cosa nunca vista ni oída.
Y, según pareció, en aquella sazón habían sacrificado a sus ídolos ciertos indios para que les diesen victoria contra nosotros, y andaban muchos indios e indias riéndose y al parecer muy de paz, como que nos venían a ver; y como se juntaban tantos, temimos no hubiese alguna zalagarda como la pasada de Cotoche; y estando desta manera vinieron otros muchos indios, que traían muy ruines mantas, cargados de carrizos secos, y los pusieron en un llano, y tras estos vinieron dos escuadrones de indios flecheros con lanzas y rodelas, y hondas y piedras, y con sus armas de algodón, y puestos en concierto en cada escuadrón su capitán, los cuales se apartaron en poco trecho de nosotros; y luego en aquel instante salieron de otra casa, que era su adoratorio, diez indios, que traían las ropas de mantas de algodón largas y blancas, y los cabellos muy grandes, llenos de sangre y muy revueltos los unos con los otros, que no se les pueden esparcir ni peinar si no se cortan; los cuales eran sacerdotes de los ídolos que en la Nueva España se llaman papas, y así los nombraré de aquí adelante; y aquellos papas nos trajeron zahumerios, como a manera de resina, que entre ellos llaman copal, y con braseros de barro llenos de lumbre nos comenzaron a zahumar, y por señas nos dicen que nos vayamos de sus tierras antes que aquella leña que tienen llegada se ponga fuego y se acabe de arder, si no que nos darán guerra y nos matarán. Y luego mandaron poner fuego a los carrizos y comenzó de arder, y se fueron los papas callando sin más nos hablar, y los que estaban apercibidos en los escuadrones empezaron a silbar y a tañer sus bocinas y atabalejos.
Y desque los vimos de aquel arte y muy bravosos, y de lo de la punta de Cotoche aun no teníamos sanas las heridas, y se habían muerto dos soldados, que echamos al mar, y vimos grandes escuadrones de indios sobre nosotros, tuvimos temor, y acordamos con buen concierto de irnos a la costa; y así, comenzamos a caminar por la playa adelante hasta llegar enfrente de un peñol que está en la mar, y los bateles y el navío pequeño fueron por la costa tierra a tierra con las pipas de agua y no nos osamos embarcar junto al pueblo donde nos habíamos desembarcado, por el gran número de indios que ya se habían juntado, porque tuvimos por cierto que al embarcar nos darían guerra. Pues ya metida nuestra agua en los navíos, y embarcados en una bahía como portezuelo que allí estaba, comenzamos a navegar seis días con sus noches con buen tiempo, y volvió un norte, que es travesía en aquella costa, el cual duró cuatro días con sus noches, que estuvimos para dar al través: tan recio temporal hacía, que nos hizo anclar la costa por no ir al través; que se nos quebraron dos cables, e iba garrando a tierra el navío. ¡Oh en qué trabajo nos vimos! Que si se quebrara el cable, íbamos a la costa perdidos, y quiso Dios que se ayudaron con otras maromas viejas y guindaletas. Pues ya reposado el tiempo seguimos nuestra costa adelante, llegándonos a tierra cuanto podíamos para tornar a tomar agua, que (como ya he dicho) las pipas que traíamos vinieron muy abiertas; y asimismo no había regla en ello, como íbamos costeando, creíamos que doquiera que saltásemos en tierra la tomaríamos de jagüeyes y pozos que cavaríamos.
Pues yendo nuestra derrota adelante vimos desde los navíos un pueblo, y antes de obra de una legua de él se hacía una ensenada, que parecía que habría río o arroyo: acordamos de surgir junto a él; y como en aquella costa (como otras veces he dicho) mengua mucho la mar y quedan en seco los navíos, por temor dello surgimos más de una legua de tierra; en el navío menor y en todos los bateles, fue acordado que saltásemos en aquella ensenada, sacando nuestras vasijas con muy buen concierto, y armas y ballestas y escopetas. Salimos en tierra poco más de mediodía, y habría una legua desde el pueblo hasta donde desembarcamos, y estaban unos pozos y maizales, y caserías de cal y canto. Llámase este pueblo Potonchan, y henchimos nuestras pipas de agua; mas no las pudimos llevar ni meter en los bateles, con la mucha gente de guerra que cargó sobre nosotros; y quedarse ha aquí, y adelante diré las guerras que nos dieron.
Y porque en aquellos ancones y bahías mengua mucho la mar, y por esta causa dejamos los navíos ancleados más de una legua de tierra, y fuimos a desembarcar cerca del pueblo, que estaba allí un buen pozo de buena agua, donde los naturales de aquella población bebían y se servían de él, porque en aquellas tierras, según hemos visto, no hay ríos; y sacamos las pipas para las henchir de agua y volvernos a los navíos. Ya que estaban llenas y nos queríamos embarcar, vinieron del pueblo obra de cincuenta indios con buenas mantas de algodón, y de paz, y a lo que parecía debían ser caciques, y nos decían por señas que qué buscábamos, y les dimos a entender que tomar agua e irnos luego a los navíos, y señalaron con la mano que si veníamos de hacia donde sale el sol, y decían «Castilan, Castilan», y no mirábamos bien en la plática de «Castilan, Castilan». Y después de estas pláticas que dicho tengo, nos dijeron por señas que fuésemos con ellos a su pueblo, y estuvimos tomando consejo si iríamos. Acordamos con buen concierto de ir muy sobre aviso, y lleváronnos a unas casas muy grandes, que eran adoratorios de sus ídolos y estaban muy bien labradas de cal y canto, y tenían figurados en unas paredes muchos bultos de serpientes y culebras y otras pinturas de ídolos, y alrededor de uno como altar, lleno de gotas de sangre muy fresca; y a otra parte de los ídolos tenían unas señales como a manera de cruces, pintados de otros bultos de indios; de todo lo cual nos admiramos, como cosa nunca vista ni oída.
Y, según pareció, en aquella sazón habían sacrificado a sus ídolos ciertos indios para que les diesen victoria contra nosotros, y andaban muchos indios e indias riéndose y al parecer muy de paz, como que nos venían a ver; y como se juntaban tantos, temimos no hubiese alguna zalagarda como la pasada de Cotoche; y estando desta manera vinieron otros muchos indios, que traían muy ruines mantas, cargados de carrizos secos, y los pusieron en un llano, y tras estos vinieron dos escuadrones de indios flecheros con lanzas y rodelas, y hondas y piedras, y con sus armas de algodón, y puestos en concierto en cada escuadrón su capitán, los cuales se apartaron en poco trecho de nosotros; y luego en aquel instante salieron de otra casa, que era su adoratorio, diez indios, que traían las ropas de mantas de algodón largas y blancas, y los cabellos muy grandes, llenos de sangre y muy revueltos los unos con los otros, que no se les pueden esparcir ni peinar si no se cortan; los cuales eran sacerdotes de los ídolos que en la Nueva España se llaman papas, y así los nombraré de aquí adelante; y aquellos papas nos trajeron zahumerios, como a manera de resina, que entre ellos llaman copal, y con braseros de barro llenos de lumbre nos comenzaron a zahumar, y por señas nos dicen que nos vayamos de sus tierras antes que aquella leña que tienen llegada se ponga fuego y se acabe de arder, si no que nos darán guerra y nos matarán. Y luego mandaron poner fuego a los carrizos y comenzó de arder, y se fueron los papas callando sin más nos hablar, y los que estaban apercibidos en los escuadrones empezaron a silbar y a tañer sus bocinas y atabalejos.
Y desque los vimos de aquel arte y muy bravosos, y de lo de la punta de Cotoche aun no teníamos sanas las heridas, y se habían muerto dos soldados, que echamos al mar, y vimos grandes escuadrones de indios sobre nosotros, tuvimos temor, y acordamos con buen concierto de irnos a la costa; y así, comenzamos a caminar por la playa adelante hasta llegar enfrente de un peñol que está en la mar, y los bateles y el navío pequeño fueron por la costa tierra a tierra con las pipas de agua y no nos osamos embarcar junto al pueblo donde nos habíamos desembarcado, por el gran número de indios que ya se habían juntado, porque tuvimos por cierto que al embarcar nos darían guerra. Pues ya metida nuestra agua en los navíos, y embarcados en una bahía como portezuelo que allí estaba, comenzamos a navegar seis días con sus noches con buen tiempo, y volvió un norte, que es travesía en aquella costa, el cual duró cuatro días con sus noches, que estuvimos para dar al través: tan recio temporal hacía, que nos hizo anclar la costa por no ir al través; que se nos quebraron dos cables, e iba garrando a tierra el navío. ¡Oh en qué trabajo nos vimos! Que si se quebrara el cable, íbamos a la costa perdidos, y quiso Dios que se ayudaron con otras maromas viejas y guindaletas. Pues ya reposado el tiempo seguimos nuestra costa adelante, llegándonos a tierra cuanto podíamos para tornar a tomar agua, que (como ya he dicho) las pipas que traíamos vinieron muy abiertas; y asimismo no había regla en ello, como íbamos costeando, creíamos que doquiera que saltásemos en tierra la tomaríamos de jagüeyes y pozos que cavaríamos.
Pues yendo nuestra derrota adelante vimos desde los navíos un pueblo, y antes de obra de una legua de él se hacía una ensenada, que parecía que habría río o arroyo: acordamos de surgir junto a él; y como en aquella costa (como otras veces he dicho) mengua mucho la mar y quedan en seco los navíos, por temor dello surgimos más de una legua de tierra; en el navío menor y en todos los bateles, fue acordado que saltásemos en aquella ensenada, sacando nuestras vasijas con muy buen concierto, y armas y ballestas y escopetas. Salimos en tierra poco más de mediodía, y habría una legua desde el pueblo hasta donde desembarcamos, y estaban unos pozos y maizales, y caserías de cal y canto. Llámase este pueblo Potonchan, y henchimos nuestras pipas de agua; mas no las pudimos llevar ni meter en los bateles, con la mucha gente de guerra que cargó sobre nosotros; y quedarse ha aquí, y adelante diré las guerras que nos dieron.
CapÍtulo IV
Cómo desembarcamos en una bahía donde había maizales, cerca del puerto de Potonchan, y de las guerras que nos dieron
Y estando en las estancias y maizales por mí ya dichas, tomando nuestra agua, vinieron por la costa muchos escuadrones de indios del pueblo de Potonchan (que así se dice), con sus armas de algodón que les daba a la rodilla, y con arcos y flechas, y lanzas y rodelas, y espadas hechas a manera de montantes de a dos manos, y hondas y piedras, y con sus penachos de los que ellos suelen usar, y las caras pintadas de blanco y prieto enalmagrados; y venían callando, y se vienen derechos a nosotros, como que nos venían a ver de paz, y por señas nos dijeron que si veníamos de donde sale el sol, y las palabras formales según nos hubieron dicho los de Lázaro, «Castilan, Castilan», y respondimos por señas que de donde sale el sol veníamos.
Y entonces paramos en las mientes y en pensar qué podía ser aquella plática, porque los de San Lázaro nos dijeron lo mismo; mas nunca entendimos al fin que lo decían. Sería cuando esto pasó y los indios se juntaban, a la hora de las Ave-Marías, y fuéronse a unas caserías, y nosotros pusimos velas y escuchas y buen recaudo, porque no nos pareció bien aquella junta de aquella manera. Pues estando velando todos juntos, oímos venir con el gran ruido y estruendo que traían por el camino, muchos indios de otras sus estancias y del pueblo, y todos de guerra, y desque aquello sentimos, bien entendido teníamos que no se juntaban para hacernos ningún bien, y entramos en acuerdo con el capitán que es lo que haríamos; y unos soldados daban por consejo que nos fuésemos luego a embarcar; y como en tales casos suele acaecer, unos dicen uno y otros dicen otro, eran muchos indios, darían en nosotros y habría mucho riesgo de nuestras vidas; y otros éramos de acuerdo que diésemos en ellos esa noche; que, como dice el refrán, quien acomete, vence; y por otra parte veíamos que para cada uno de nosotros había trescientos indios. Y estando en estos conciertos amaneció, y dijimos unos soldados a otros que tuviésemos confianza en Dios, y corazones muy fuertes para pelear, y después de nos encomendar a Dios, cada uno hiciese lo que pudiese para salvar las vidas. Ya que era de día claro vimos venir por la costa muchos más escuadrones guerreros con sus banderas tendidas, y penachos y atambores, y con arcos y flechas, y lanzas y rodelas, y se juntaron con los primeros que habían venido la noche antes; y luego, hechos sus escuadrones, nos cercan por todas partes, y nos dan tal rociada de flechas y varas, y piedras con sus hondas, que hirieron sobre ochenta de nuestros soldados, y se juntaron con nosotros pie con pie, unos con lanzas, y otros flechando, y otros con espadas de navajas, de arte, que nos traían a mal andar, puesto que les dábamos buena prisa de estocadas y cuchilladas, y las escopetas y ballestas que no paraban, unas armando y otras tirando; y ya que se apartaban algo de nosotros, desque sentían las grandes estocadas y cuchilladas que les dábamos, no era lejos, y esto fue para mejor flechar y tirar al terrero a su salvo; y cuando estábamos en esta batalla, y los indios se apellidaban, decían en su lengua «al Calachoni, al Calachoni», que quiere decir que matasen al capitán; y le dieron doce flechazos, y a mí me dieron tres, y uno de los que me dieron, bien peligroso, en el costado izquierdo, que me pasó a lo hueco, y a otros de nuestros soldados dieron grandes lanzadas, y a dos llevaron vivos, que se decía el uno Alonso Bote y el otro era un portugués viejo.
Pues viendo nuestro capitán que no bastaba nuestro buen pelear, y que nos cercaban muchos escuadrones, y venían más de refresco del pueblo, y les traían de comer y beber y muchas flechas, y nosotros todos heridos, y otros soldados atravesados los gaznates, y nos habían muerto ya sobre cincuenta soldados; y viendo que no teníamos fuerzas, acordamos con corazones muy fuertes romper por medio de sus batallones, y acogernos a los bateles que teníamos en la costa, que fueron socorro, y hechos todos nosotros un escuadrón rompimos por ellos; pues oír la grita y silbos y vocería y priesa que nos daban de flecha y a manteniente con sus lanzas, hiriendo siempre en nosotros. Pues otro daño tuvimos, que, como nos acogimos de golpe a los bateles y éramos muchos, íbanse a fondo, y como mejor pudimos, asidos a los bordes, medio nadando entre dos aguas, llegamos al navío de menos porte, que estaba cerca, que ya venía a gran priesa a nos socorrer, y al embarcar hirieron muchos de nuestros soldados, en especial a los que iban asidos en las popas de los bateles, y les tiraban al terreno, y entraron en la mar con las lanzas y daban a manteniente a nuestros soldados, y con mucho trabajo quiso Dios que escapamos con las vidas de poder de aquella gente. Pues ya embarcados en los navíos, hallamos que faltaban cincuenta y siete compañeros, con los dos que llevaron vivos, y con cinco que echamos en la mar, que murieron de las heridas y de la gran sed que pasaron. Estuvimos peleando en aquella bataca poco más de media hora.
Llámase este pueblo Potonchan, y en las cartas de marear le pusieron nombre los pilotos y marineros bahía de Mala Pelea Y desque nos vimos salvos de aquellas refriegas, dimos muchas gracias a Dios; y cuando se curaban las heridas los soldados, se quejaban mucho del dolor dellas, que como estaban resfriadas con el agua salada, y estaban muy hinchadas y dañadas, algunos de nuestros soldados maldecían al piloto Antón Alaminos y a su descubrimiento y viaje, porque siempre porfiaba que no era tierra firme, sino isla; donde los dejaré ahora, y diré lo que más nos acaeció.
Y entonces paramos en las mientes y en pensar qué podía ser aquella plática, porque los de San Lázaro nos dijeron lo mismo; mas nunca entendimos al fin que lo decían. Sería cuando esto pasó y los indios se juntaban, a la hora de las Ave-Marías, y fuéronse a unas caserías, y nosotros pusimos velas y escuchas y buen recaudo, porque no nos pareció bien aquella junta de aquella manera. Pues estando velando todos juntos, oímos venir con el gran ruido y estruendo que traían por el camino, muchos indios de otras sus estancias y del pueblo, y todos de guerra, y desque aquello sentimos, bien entendido teníamos que no se juntaban para hacernos ningún bien, y entramos en acuerdo con el capitán que es lo que haríamos; y unos soldados daban por consejo que nos fuésemos luego a embarcar; y como en tales casos suele acaecer, unos dicen uno y otros dicen otro, eran muchos indios, darían en nosotros y habría mucho riesgo de nuestras vidas; y otros éramos de acuerdo que diésemos en ellos esa noche; que, como dice el refrán, quien acomete, vence; y por otra parte veíamos que para cada uno de nosotros había trescientos indios. Y estando en estos conciertos amaneció, y dijimos unos soldados a otros que tuviésemos confianza en Dios, y corazones muy fuertes para pelear, y después de nos encomendar a Dios, cada uno hiciese lo que pudiese para salvar las vidas. Ya que era de día claro vimos venir por la costa muchos más escuadrones guerreros con sus banderas tendidas, y penachos y atambores, y con arcos y flechas, y lanzas y rodelas, y se juntaron con los primeros que habían venido la noche antes; y luego, hechos sus escuadrones, nos cercan por todas partes, y nos dan tal rociada de flechas y varas, y piedras con sus hondas, que hirieron sobre ochenta de nuestros soldados, y se juntaron con nosotros pie con pie, unos con lanzas, y otros flechando, y otros con espadas de navajas, de arte, que nos traían a mal andar, puesto que les dábamos buena prisa de estocadas y cuchilladas, y las escopetas y ballestas que no paraban, unas armando y otras tirando; y ya que se apartaban algo de nosotros, desque sentían las grandes estocadas y cuchilladas que les dábamos, no era lejos, y esto fue para mejor flechar y tirar al terrero a su salvo; y cuando estábamos en esta batalla, y los indios se apellidaban, decían en su lengua «al Calachoni, al Calachoni», que quiere decir que matasen al capitán; y le dieron doce flechazos, y a mí me dieron tres, y uno de los que me dieron, bien peligroso, en el costado izquierdo, que me pasó a lo hueco, y a otros de nuestros soldados dieron grandes lanzadas, y a dos llevaron vivos, que se decía el uno Alonso Bote y el otro era un portugués viejo.
Pues viendo nuestro capitán que no bastaba nuestro buen pelear, y que nos cercaban muchos escuadrones, y venían más de refresco del pueblo, y les traían de comer y beber y muchas flechas, y nosotros todos heridos, y otros soldados atravesados los gaznates, y nos habían muerto ya sobre cincuenta soldados; y viendo que no teníamos fuerzas, acordamos con corazones muy fuertes romper por medio de sus batallones, y acogernos a los bateles que teníamos en la costa, que fueron socorro, y hechos todos nosotros un escuadrón rompimos por ellos; pues oír la grita y silbos y vocería y priesa que nos daban de flecha y a manteniente con sus lanzas, hiriendo siempre en nosotros. Pues otro daño tuvimos, que, como nos acogimos de golpe a los bateles y éramos muchos, íbanse a fondo, y como mejor pudimos, asidos a los bordes, medio nadando entre dos aguas, llegamos al navío de menos porte, que estaba cerca, que ya venía a gran priesa a nos socorrer, y al embarcar hirieron muchos de nuestros soldados, en especial a los que iban asidos en las popas de los bateles, y les tiraban al terreno, y entraron en la mar con las lanzas y daban a manteniente a nuestros soldados, y con mucho trabajo quiso Dios que escapamos con las vidas de poder de aquella gente. Pues ya embarcados en los navíos, hallamos que faltaban cincuenta y siete compañeros, con los dos que llevaron vivos, y con cinco que echamos en la mar, que murieron de las heridas y de la gran sed que pasaron. Estuvimos peleando en aquella bataca poco más de media hora.
Llámase este pueblo Potonchan, y en las cartas de marear le pusieron nombre los pilotos y marineros bahía de Mala Pelea Y desque nos vimos salvos de aquellas refriegas, dimos muchas gracias a Dios; y cuando se curaban las heridas los soldados, se quejaban mucho del dolor dellas, que como estaban resfriadas con el agua salada, y estaban muy hinchadas y dañadas, algunos de nuestros soldados maldecían al piloto Antón Alaminos y a su descubrimiento y viaje, porque siempre porfiaba que no era tierra firme, sino isla; donde los dejaré ahora, y diré lo que más nos acaeció.
CapÍtulo V
Cómo acordamos de nos volver a la isla de Cuba, y de la gran sed y trabajos que tuvimos hasta llegar al puerto de la Habana
Desque nos vimos embarcados en los navíos de la manera que dicha tengo, dimos muchas gracias a Dios, y después de curados los heridos (que no quedó hombre ninguno de cuantos allí nos hallamos que no tuviesen a dos y a tres y a cuatro heridas, y el capitán con doce flechazos; sólo un soldado quedó sin herir), acordamos de nos volver a la isla de Cuba; y como estaban también heridos todos los más de los marineros que saltaron en tierra con nosotros, que se hallaron en las peleas, no teníamos quien marease las velas, y acordamos que dejásemos el un navío, el de menos porte, en la mar, puesto fuego, después de sacadas de él las velas y anclas y cables, y repartir los marineros que estaban sin heridas en los dos navíos de mayor porte; pues otro mayor daño teníamos, que fue la gran falta de agua; porque las pipas y vasijas que teníamos llenas en Champoton, con la grande guerra que nos dieron y prisa de nos acoger a los bateles no se pudieron llevar, que allí se quedaron, y no sacamos ninguna agua.
Digo que tanta sed pasamos, que en las lenguas y bocas teníamos grietas de la secura, pues otra cosa ninguna para refrigerio no había. ¡Oh qué cosa tan trabajosa es ir a descubrir tierras nuevas, y de la manera que nosotros nos aventuramos! No se puede ponderar sino los que han pasado por aquestos excesivos trabajos en que nosotros nos vimos. Por manera que con todo esto íbamos navegando muy allegados a tierra, para hallarnos en paraje de algún río o bahía para tomar agua, y al cabo de tres días vimos uno como ancón, que parecía río o estero, que creíamos tener agua dulce, y saltaron en tierra quince marineros de los que habían quedado en los navíos, y tres soldados que estaban más sin peligro de los flechazos, y llevaron azadones y tres barriles para traer agua; y el estero era salado, e hicieron pozos en la costa, y era tan amargosa y salada agua como la del estero; por manera que, mala como era, trajeron las vasijas llenas, Y no había hombre que la pudiese beber del amargor y sal, y a dos soldados que la bebieron dañó los cuerpos y las bocas. Había en aquel estero muchos y grandes lagartos, y desde entonces se puso nombre el estero de los Lagartos, y así está en las cartas del marear. Dejemos esta plática, y diré que entre tanto que fueron los bateles por el agua y se levantó un viento nordeste tan deshecho, que íbamos garrando a tierra con los navíos; y como en aquella costa es travesía y reina siempre norte y nordeste, estuvimos en muy gran peligro por falta de cable; y como lo vieron los marineros que habían ido a tierra por el agua, vinieron muy más que de paso con los bateles, y tuvieron tiempo de echar otras anclas y maromas, y estuvieron los navíos seguros dos días y dos noches; y luego alzamos anclas y dimos vela, siguiendo nuestro viaje para nos volver a la isla de Cuba.
Parece ser el piloto Alaminos se concertó y aconsejó con los otros dos pilotos que desde aquel paraje donde estábamos atravesásemos a la Florida, porque hallaban por sus cartas y grados y alturas que estaría de allí obra de setenta leguas, y que después, puestos en la Florida, dijeron que era mejor viaje y más cercana navegación para ir a la Habana que no la derrota por donde habíamos primero venido a descubrir; y así fue como el piloto dijo; porque, según yo entendí, había venido con Juan Ponce de León a descubrir la Florida había diez o doce años ya pasados. Volvamos a nuestra materia: que atravesando aquel golfo, en cuatro días que navegamos vimos la tierra de la misma Florida; y lo que en ella nos acaeció diré adelante.
Digo que tanta sed pasamos, que en las lenguas y bocas teníamos grietas de la secura, pues otra cosa ninguna para refrigerio no había. ¡Oh qué cosa tan trabajosa es ir a descubrir tierras nuevas, y de la manera que nosotros nos aventuramos! No se puede ponderar sino los que han pasado por aquestos excesivos trabajos en que nosotros nos vimos. Por manera que con todo esto íbamos navegando muy allegados a tierra, para hallarnos en paraje de algún río o bahía para tomar agua, y al cabo de tres días vimos uno como ancón, que parecía río o estero, que creíamos tener agua dulce, y saltaron en tierra quince marineros de los que habían quedado en los navíos, y tres soldados que estaban más sin peligro de los flechazos, y llevaron azadones y tres barriles para traer agua; y el estero era salado, e hicieron pozos en la costa, y era tan amargosa y salada agua como la del estero; por manera que, mala como era, trajeron las vasijas llenas, Y no había hombre que la pudiese beber del amargor y sal, y a dos soldados que la bebieron dañó los cuerpos y las bocas. Había en aquel estero muchos y grandes lagartos, y desde entonces se puso nombre el estero de los Lagartos, y así está en las cartas del marear. Dejemos esta plática, y diré que entre tanto que fueron los bateles por el agua y se levantó un viento nordeste tan deshecho, que íbamos garrando a tierra con los navíos; y como en aquella costa es travesía y reina siempre norte y nordeste, estuvimos en muy gran peligro por falta de cable; y como lo vieron los marineros que habían ido a tierra por el agua, vinieron muy más que de paso con los bateles, y tuvieron tiempo de echar otras anclas y maromas, y estuvieron los navíos seguros dos días y dos noches; y luego alzamos anclas y dimos vela, siguiendo nuestro viaje para nos volver a la isla de Cuba.
Parece ser el piloto Alaminos se concertó y aconsejó con los otros dos pilotos que desde aquel paraje donde estábamos atravesásemos a la Florida, porque hallaban por sus cartas y grados y alturas que estaría de allí obra de setenta leguas, y que después, puestos en la Florida, dijeron que era mejor viaje y más cercana navegación para ir a la Habana que no la derrota por donde habíamos primero venido a descubrir; y así fue como el piloto dijo; porque, según yo entendí, había venido con Juan Ponce de León a descubrir la Florida había diez o doce años ya pasados. Volvamos a nuestra materia: que atravesando aquel golfo, en cuatro días que navegamos vimos la tierra de la misma Florida; y lo que en ella nos acaeció diré adelante.
CapÍtulo VI
Cómo desembarcaron en la bahía de la Florida veinte soldados, con nosotros el piloto Alaminos, para buscar agua, y de la guerra que allí nos dieron los naturales de aquella tierra, y lo que más pasó hasta volver a la Habana
Llegados a la Habana acordamos que saliesen en tierra veinte soldados de los que teníamos más sanos de las heridas: yo fui con ellos y también el Piloto Antón de Alaminos, y sacamos las vasijas que había, y azadones, y nuestras ballestas y escopetas; y como el capitán estaba muy mal herido, y con la gran sed que pasaba muy debilitado, nos rogó que por amor de Dios que en todo caso le trajésemos agua dulce, que se secaba y moría de sed; porque el agua que había era muy salada y no se podía beber, como otra vez ya dicho tengo.
Llegados que fuimos a tierra, cerca de un estero que entraba en el mar, el piloto reconoció la costa, y dijo que había diez o doce años que había estado en aquel paraje, cuando vino con Juan Ponce de León a descubrir aquellas tierras, y allí le habían dado guerra los indios de aquella tierra, y que les habían muerto muchos soldados, y que a esta causa estuviésemos muy sobre aviso apercibidos, porque vinieron, en aquel tiempo que dicho tiene, muy de repente los indios cuando. le desbarataron; y luego pusimos por espías dos soldados en una playa que se hacía muy ancha, e hicimos pozos muy hondos donde nos pareció haber agua dulce, porque en aquella sazón era menguante la marca; y quiso Dios que topásemos muy buena agua, y con el alegría, y por hartarnos della y lavar paños para curar las heridas, estuvimos espacio de una hora; y ya que queríamos venir a embarcar con nuestra agua, muy gozosos, vimos venir al un soldado de los que habíamos puesto en la playa dando muchas voces diciendo: «Al arma, al arma; que vienen muchos indios de guerra por tierra y otros en canoas por el estero»; y el soldado dando voces, venía corriendo, y los indios llegaron casi a la par con el soldado contra nosotros, y traían arcos muy grandes y buenas flechas y lanzas, y unas a manera de espadas, y vestidos de cueros de venados, y eran de grandes cuerpos, y se vinieron derechos a nos flechar, e hirieron luego a seis de nuestros compañeros, y a mí me dieron un flechazo en el brazo derecho de poca herida; y dímosles tanta prisa de estocadas y cuchilladas y con las escopetas y ballestas, que nos dejan a nosotros los que estábamos tomando agua de los pozos, y van a la mar y estero a ayudar a sus compañeros los que venían en las canoas donde estaba nuestro batel con los marineros, que también andaban peleando pie con pie con los indios de las canoas, y aun les tenían ya tomado el batel y le llevaban por el estero arriba con sus canoas, y habían herido a cuatro marineros, y al piloto Alaminos le dieron una mala herida en la garganta; y arremetimos a ellos, el agua más que a la cinta, y a estocadas les hicimos saltar el batel, y quedaron tendidos y muertos en la costa y en agua veinte y dos dellos, y tres prendimos, que estaban heridos poca cosa, que se murieron en los navíos.
Después desta refriega pasada, preguntamos al soldado que pusimos por vela qué se hizo su compañero Berrio (que así se llamaba); dijo que lo vio apartar con una hacha en las manos para cortar un palmito, y que fue hacia el estero por donde habían venido los indios de guerra, y que oyó voces de español, y que por aquellas voces vino de presto a dar mandado a la mar, y que entonces le debieron de matar; el cual soldado solamente él había quedado sin ninguna herida en lo de Potonchan, y quiso su ventura que vino allí a fenecer; y luego fuimos en busca de nuestro soldado por el rastro que habían traído aquellos indios que nos dieron guerra, y hallamos una palma que había comenzado a cortar, y cerca della mucha huella en el suelo, más que en otras partes; por donde tuvimos por cierto que le llevaron vivo, por que no habla rastro de sangre, y anduvimos buscándole a una parte y otra más de una hora, y dimos voces, y sin más saber de él nos volvimos a embarcar en el batel y llevamos a los navíos el agua dulce, con que se alegraron todos los soldados, como si entonces les diéramos las vidas; y un soldado se arrojó desde el navío en el batel con la gran sed que tenía, tomó una botija a pechos, y bebió tanta agua, que della se hinchó y murió. Pues ya embarcados con nuestra agua y metidos nuestros bateles en los navíos, dimos vela para la Habana, y pasamos aquel día y la noche, que hizo buen tiempo, junto de unas isletas que llaman los Mártires, que son unos bajos que así los llaman, «los bajos de los Mártires».
E íbamos en cuatro brazas lo más hondo, y tocó la nao capitana entre unas como isletas e hizo mucha agua; que con dar todos los soldados que íbamos a la bomba no podíamos estancar, e íbamos con temor no nos anegásemos. Acuérdome que traímos allí con nosotros a unos marineros levantiscos, y les decíamos: «Hermanos, ayudad a sacar la bomba, pues véis que estamos muy mal heridos y cansados de la noche y el día, porque nos vamos a fondo»; y respondían los levantiscos: «Facételo vos, pues no ganamos sueldo, sino hambre y sed y trabajos y heridos, como vosotros»; por manera que les hacíamos dar a la bomba aunque no querían, y malos y heridos como íbamos, mareábamos las velas y dábamos a la bomba, hasta que nuestro señor Jesucristo nos llevó a puerto de Carenas, donde ahora está poblada la villa de la Habana, que en otro tiempo puerto de Carenas se solía llamar, y no Habana; y cuando nos vimos en tierra dimos muchas gracias a Dios, y luego se tomó el agua de la capitana un buzano portugués que estaba en otro navío en aquel puerto, y escribimos a Diego Velázquez, gobernador de aquella isla, muy en posta, haciéndole saber que habíamos descubierto tierras de grandes poblaciones y casas de cal y canto, y las gentes naturales dellas andaban vestidos de ropa de algodón y cubiertas sus vergüenzas, y tenían oro y labranzas de maizales; y desde la Habana se fue nuestro capitán Francisco Hernández por tierra a la villa de Santispíritus, que así se dice, donde tenía su encomienda de indios; y como iba mal herido, murió dende allí a diez días que había llegado a su casa; y todos los demás soldados nos desparcimos, y nos fuimos unos por una parte y otros por otra de la isla adelante; y en la Habana se murieron tres soldados de las heridas, y los navíos fueron a Santiago de Cuba, donde estaba el gobernador, y desque hubieron desembarcado los dos indios que hubimos en la punta de Catoche, que ya he dicho que se decían Melchorcillo y Julianillo, y el arquilla con las diademas y ánades y pescadillos, y con los ídolos de oro que aunque era bajo y poca cosa, sublimábanlo de arte que en todas las islas de Santo Domingo y en Cuba y aun en Castilla llegó la fama dello, y decían que otras tierras en el mundo no se habían descubierto mejores, ni casas de cal y canto; y como vio los ídolos de barro y de tantas maneras de figuras, decían que eran del tiempo de los gentiles; otros decían que eran de los judíos que desterró Tito y Vespasiano de Jerusalén, y que habían aportado con los navíos rotos en que les echaron en aquella tierra; y como en aquel tiempo no era descubierto el Perú, teníase en mucha estima aquella tierra.
Pues otra cosa preguntaba el Diego Velázquez a aquellos indios, que si había minas de oro en su tierra; y a todos les respondían que sí, y les mostraban oro en polvo de lo que sacaban en la isla de Cuba, y decían que había mucho en su tierra, y no le decían verdad, porque claro está que en la punta de Cotoche ni en todo Yucatán no es donde hay minas de oro; y asimismo les mostraban los indios los montones que hacen de tierra, donde ponen y siembran las plantas de cuyas raíces hacen el pan cazabe, y llámanse en la isla de Cuba yuca, y los indios decían que las había en su tierra, y decían tlati por la tierra, que así se llama la en que las plantaban; de manera que yuca con tale quiere decir Yucatan. Decían los españoles que estaban hablando con el Diego Velázquez y con los indios: «Señor, estos indios dicen que su tierra se llama Yucatán»; y así se quedó con este nombre, que en propria lengua no se dice así. Por manera que todos los soldados que fuimos a aquel viaje a descubrir gastamos los bienes que teníamos, y heridos y pobres volvimos a Cuba, y aun lo tuvimos a buena dicha haber vuelto, y no quedar muertos con los demás mis compañeros; y cada soldado tiró por su parte, y el capitán (como tengo dicho) luego murió, y estuvimos muchos días en curarnos los heridos, y por nuestra cuenta hallamos que se murieron al pie de sesenta soldados, y esta ganancia trajimos de aquella entrada y descubrimiento. Y Diego Velázquez escribió a Castilla a los señores que en aquel tiempo mandaban en las cosas de Indias, que él lo había descubierto, y gastado en descubrirlo mucha cantidad de pesos de oro, y así lo decía don Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos y arzobispo de Rosano, que así se nombraba, que era como presidente de Indias, y lo escribió a su majestad a Flandes, dando mucho favor y loor del Diego Velázquez, y no hizo mención de ninguno de nosotros los soldados que lo descubrimos a nuestra costa.
Y quedarse ha aquí, y diré adelante los trabajos que me acaecieron a mí y a tres soldados.
Llegados que fuimos a tierra, cerca de un estero que entraba en el mar, el piloto reconoció la costa, y dijo que había diez o doce años que había estado en aquel paraje, cuando vino con Juan Ponce de León a descubrir aquellas tierras, y allí le habían dado guerra los indios de aquella tierra, y que les habían muerto muchos soldados, y que a esta causa estuviésemos muy sobre aviso apercibidos, porque vinieron, en aquel tiempo que dicho tiene, muy de repente los indios cuando. le desbarataron; y luego pusimos por espías dos soldados en una playa que se hacía muy ancha, e hicimos pozos muy hondos donde nos pareció haber agua dulce, porque en aquella sazón era menguante la marca; y quiso Dios que topásemos muy buena agua, y con el alegría, y por hartarnos della y lavar paños para curar las heridas, estuvimos espacio de una hora; y ya que queríamos venir a embarcar con nuestra agua, muy gozosos, vimos venir al un soldado de los que habíamos puesto en la playa dando muchas voces diciendo: «Al arma, al arma; que vienen muchos indios de guerra por tierra y otros en canoas por el estero»; y el soldado dando voces, venía corriendo, y los indios llegaron casi a la par con el soldado contra nosotros, y traían arcos muy grandes y buenas flechas y lanzas, y unas a manera de espadas, y vestidos de cueros de venados, y eran de grandes cuerpos, y se vinieron derechos a nos flechar, e hirieron luego a seis de nuestros compañeros, y a mí me dieron un flechazo en el brazo derecho de poca herida; y dímosles tanta prisa de estocadas y cuchilladas y con las escopetas y ballestas, que nos dejan a nosotros los que estábamos tomando agua de los pozos, y van a la mar y estero a ayudar a sus compañeros los que venían en las canoas donde estaba nuestro batel con los marineros, que también andaban peleando pie con pie con los indios de las canoas, y aun les tenían ya tomado el batel y le llevaban por el estero arriba con sus canoas, y habían herido a cuatro marineros, y al piloto Alaminos le dieron una mala herida en la garganta; y arremetimos a ellos, el agua más que a la cinta, y a estocadas les hicimos saltar el batel, y quedaron tendidos y muertos en la costa y en agua veinte y dos dellos, y tres prendimos, que estaban heridos poca cosa, que se murieron en los navíos.
Después desta refriega pasada, preguntamos al soldado que pusimos por vela qué se hizo su compañero Berrio (que así se llamaba); dijo que lo vio apartar con una hacha en las manos para cortar un palmito, y que fue hacia el estero por donde habían venido los indios de guerra, y que oyó voces de español, y que por aquellas voces vino de presto a dar mandado a la mar, y que entonces le debieron de matar; el cual soldado solamente él había quedado sin ninguna herida en lo de Potonchan, y quiso su ventura que vino allí a fenecer; y luego fuimos en busca de nuestro soldado por el rastro que habían traído aquellos indios que nos dieron guerra, y hallamos una palma que había comenzado a cortar, y cerca della mucha huella en el suelo, más que en otras partes; por donde tuvimos por cierto que le llevaron vivo, por que no habla rastro de sangre, y anduvimos buscándole a una parte y otra más de una hora, y dimos voces, y sin más saber de él nos volvimos a embarcar en el batel y llevamos a los navíos el agua dulce, con que se alegraron todos los soldados, como si entonces les diéramos las vidas; y un soldado se arrojó desde el navío en el batel con la gran sed que tenía, tomó una botija a pechos, y bebió tanta agua, que della se hinchó y murió. Pues ya embarcados con nuestra agua y metidos nuestros bateles en los navíos, dimos vela para la Habana, y pasamos aquel día y la noche, que hizo buen tiempo, junto de unas isletas que llaman los Mártires, que son unos bajos que así los llaman, «los bajos de los Mártires».
E íbamos en cuatro brazas lo más hondo, y tocó la nao capitana entre unas como isletas e hizo mucha agua; que con dar todos los soldados que íbamos a la bomba no podíamos estancar, e íbamos con temor no nos anegásemos. Acuérdome que traímos allí con nosotros a unos marineros levantiscos, y les decíamos: «Hermanos, ayudad a sacar la bomba, pues véis que estamos muy mal heridos y cansados de la noche y el día, porque nos vamos a fondo»; y respondían los levantiscos: «Facételo vos, pues no ganamos sueldo, sino hambre y sed y trabajos y heridos, como vosotros»; por manera que les hacíamos dar a la bomba aunque no querían, y malos y heridos como íbamos, mareábamos las velas y dábamos a la bomba, hasta que nuestro señor Jesucristo nos llevó a puerto de Carenas, donde ahora está poblada la villa de la Habana, que en otro tiempo puerto de Carenas se solía llamar, y no Habana; y cuando nos vimos en tierra dimos muchas gracias a Dios, y luego se tomó el agua de la capitana un buzano portugués que estaba en otro navío en aquel puerto, y escribimos a Diego Velázquez, gobernador de aquella isla, muy en posta, haciéndole saber que habíamos descubierto tierras de grandes poblaciones y casas de cal y canto, y las gentes naturales dellas andaban vestidos de ropa de algodón y cubiertas sus vergüenzas, y tenían oro y labranzas de maizales; y desde la Habana se fue nuestro capitán Francisco Hernández por tierra a la villa de Santispíritus, que así se dice, donde tenía su encomienda de indios; y como iba mal herido, murió dende allí a diez días que había llegado a su casa; y todos los demás soldados nos desparcimos, y nos fuimos unos por una parte y otros por otra de la isla adelante; y en la Habana se murieron tres soldados de las heridas, y los navíos fueron a Santiago de Cuba, donde estaba el gobernador, y desque hubieron desembarcado los dos indios que hubimos en la punta de Catoche, que ya he dicho que se decían Melchorcillo y Julianillo, y el arquilla con las diademas y ánades y pescadillos, y con los ídolos de oro que aunque era bajo y poca cosa, sublimábanlo de arte que en todas las islas de Santo Domingo y en Cuba y aun en Castilla llegó la fama dello, y decían que otras tierras en el mundo no se habían descubierto mejores, ni casas de cal y canto; y como vio los ídolos de barro y de tantas maneras de figuras, decían que eran del tiempo de los gentiles; otros decían que eran de los judíos que desterró Tito y Vespasiano de Jerusalén, y que habían aportado con los navíos rotos en que les echaron en aquella tierra; y como en aquel tiempo no era descubierto el Perú, teníase en mucha estima aquella tierra.
Pues otra cosa preguntaba el Diego Velázquez a aquellos indios, que si había minas de oro en su tierra; y a todos les respondían que sí, y les mostraban oro en polvo de lo que sacaban en la isla de Cuba, y decían que había mucho en su tierra, y no le decían verdad, porque claro está que en la punta de Cotoche ni en todo Yucatán no es donde hay minas de oro; y asimismo les mostraban los indios los montones que hacen de tierra, donde ponen y siembran las plantas de cuyas raíces hacen el pan cazabe, y llámanse en la isla de Cuba yuca, y los indios decían que las había en su tierra, y decían tlati por la tierra, que así se llama la en que las plantaban; de manera que yuca con tale quiere decir Yucatan. Decían los españoles que estaban hablando con el Diego Velázquez y con los indios: «Señor, estos indios dicen que su tierra se llama Yucatán»; y así se quedó con este nombre, que en propria lengua no se dice así. Por manera que todos los soldados que fuimos a aquel viaje a descubrir gastamos los bienes que teníamos, y heridos y pobres volvimos a Cuba, y aun lo tuvimos a buena dicha haber vuelto, y no quedar muertos con los demás mis compañeros; y cada soldado tiró por su parte, y el capitán (como tengo dicho) luego murió, y estuvimos muchos días en curarnos los heridos, y por nuestra cuenta hallamos que se murieron al pie de sesenta soldados, y esta ganancia trajimos de aquella entrada y descubrimiento. Y Diego Velázquez escribió a Castilla a los señores que en aquel tiempo mandaban en las cosas de Indias, que él lo había descubierto, y gastado en descubrirlo mucha cantidad de pesos de oro, y así lo decía don Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos y arzobispo de Rosano, que así se nombraba, que era como presidente de Indias, y lo escribió a su majestad a Flandes, dando mucho favor y loor del Diego Velázquez, y no hizo mención de ninguno de nosotros los soldados que lo descubrimos a nuestra costa.
Y quedarse ha aquí, y diré adelante los trabajos que me acaecieron a mí y a tres soldados.
CapÍtulo VII
De los trabajos que tuve llegar a una villa que se dice la Trinidad
Ya he dicho que nos quedamos en la Habana ciertos soldados que no estábamos sanos de los flechazos, y para ir a la villa de la Trinidad, ya que estábamos mejores, acordamos de nos concertar tres soldados con un vecino de la misma Habana, que se decía Pedro de Ávila, que iba asimismo aquel viaje en una canoa por la mar por la banda del sur, y llevaba la canoa cargada de camisetas de algodón, que iba a vender a la villa de la Trinidad. Ya he dicho otras veces que canoas son de hechura de artesas grandes, cavadas y huecas, y en aquellas tierras con ellas navegan costa a costa; y el concierto que hicimos con Pedro de Ávila fue que daríamos diez pesos de oro porque fuésemos en su canoa. Pues yendo por la costa adelante, a veces remando y a ratos a la vela, ya que habíamos navegado once días en paraje de un pueblo de indios de paz que se dice Canarreon, que era términos de la villa de la Trinidad, se levantó un tan recio viento de noche, que no nos pudimos sustentar en la mar con la canoa, por bien que remábamos todos nosotros; y el Pedro de Ávila y unos indios de la Habana y unos remeros muy buenos que traíamos, hubimos de dar al través entre unos ceborucos, que los hay muy grandes en aquella costa; por manera que se nos quebró la canoa y el Ávila perdió su hacienda, y todos salimos descalabrados de los golpes de los ceborucos y desnudos en carnes; porque para ayudarnos que no se quebrase la canoa y poder mejor nadar, nos apercibimos de estar sin ropa ninguna, sino desnudos.
Pues ya escapados con las vidas de entre aquellos ceborucos, para nuestra villa de la Trinidad no había camino por la costa, sino malos países y ceberucos, que así se dicen, que son las piedras con unas puntas que salen dellas que pasan las plantas de los pies, y sin tener que comer. Pues como las olas que reventaban de aquellos grandes ceborucos nos embestían, y con el gran viento que hacía llevábamos hechas grietas en las partes ocultas que corría sangre dellas, annque nos habíamos puesto delante muchas hojas de árboles y otras yerbas que buscamos para nos tapar. Pues como por aquella costa no podíamos caminar por causa que se nos hincaban por las plantas de los pies aquellas puntas y piedras de los ceborucos, con mucho trabajo nos metimos en un monte, y con otras piedras que había en el monte cortamos corteza de árboles, que pusimos por suelas, atadas a los pies con unas que parecen cuerdas delgadas, que llaman bejucos, que hacen entre los árboles; que espadas no sacamos ninguna, y atamos los pies y cortezas de los árboles con ello lo mejor que pudimos, y con gran trabajo salimos a una playa de arena, y de ahí a dos días que caminamos llegamos a un pueblo de indios que se decía Yaguarama, el cual era en aquella sazón del padre fray Bartolomé de las Casas, que era clérigo presbítero, y después le conocí fraile dominico, y llegó a ser obispo de Chiapa; y los indios de aquel pueblo nos dieron de comer. Y otro día fuimos hasta otro pueblo que se decía Chipiona, que era de un Alonso de Ávila e de un Sandoval (no digo del capitán Sandoval el de la Nueva España), y desde allí a la Trinidad; y un amigo mío, que se decía Antonio de Medina, me remedió de vestidos, según que en la villa se usaban, y así hicieron a mis compañeros otros vecinos de aquella villa; y desde allí con mi pobreza y trabajos me fui a Santiago de Cuba, adonde estaba el gobernador Diego Velázquez, el cual andaba dando mucha prisa en enviar otra armada; y cuando le fui a besar las manos, que éramos algo deudos, él se holgó conmigo, y de unas pláticas en otras me dijo que si estaba bueno de las heridas, para volver a Yucatán.
E yo riendo le respondí que quién le puso nombre Yucatán; que allí no le llaman así. E dijo: «Melchorejo, el que trajistes, lo dice.» E yo dije: «Mejor nombre sería la tierra donde nos mataron la mitad de los soldados que fuimos, y todos los demás salimos heridos.» E dijo: «Bien sé que pasasteis muchos trabajos, y así es a los que suelen descubrir tierras nuevas y ganar honra, e su majestad os lo gratificará, e yo así se lo escribiré; e ahora, hijo, id otra vez en la armada que hago, que yo haré que os hagan mucha honra.» Y diré lo que pasó.
Pues ya escapados con las vidas de entre aquellos ceborucos, para nuestra villa de la Trinidad no había camino por la costa, sino malos países y ceberucos, que así se dicen, que son las piedras con unas puntas que salen dellas que pasan las plantas de los pies, y sin tener que comer. Pues como las olas que reventaban de aquellos grandes ceborucos nos embestían, y con el gran viento que hacía llevábamos hechas grietas en las partes ocultas que corría sangre dellas, annque nos habíamos puesto delante muchas hojas de árboles y otras yerbas que buscamos para nos tapar. Pues como por aquella costa no podíamos caminar por causa que se nos hincaban por las plantas de los pies aquellas puntas y piedras de los ceborucos, con mucho trabajo nos metimos en un monte, y con otras piedras que había en el monte cortamos corteza de árboles, que pusimos por suelas, atadas a los pies con unas que parecen cuerdas delgadas, que llaman bejucos, que hacen entre los árboles; que espadas no sacamos ninguna, y atamos los pies y cortezas de los árboles con ello lo mejor que pudimos, y con gran trabajo salimos a una playa de arena, y de ahí a dos días que caminamos llegamos a un pueblo de indios que se decía Yaguarama, el cual era en aquella sazón del padre fray Bartolomé de las Casas, que era clérigo presbítero, y después le conocí fraile dominico, y llegó a ser obispo de Chiapa; y los indios de aquel pueblo nos dieron de comer. Y otro día fuimos hasta otro pueblo que se decía Chipiona, que era de un Alonso de Ávila e de un Sandoval (no digo del capitán Sandoval el de la Nueva España), y desde allí a la Trinidad; y un amigo mío, que se decía Antonio de Medina, me remedió de vestidos, según que en la villa se usaban, y así hicieron a mis compañeros otros vecinos de aquella villa; y desde allí con mi pobreza y trabajos me fui a Santiago de Cuba, adonde estaba el gobernador Diego Velázquez, el cual andaba dando mucha prisa en enviar otra armada; y cuando le fui a besar las manos, que éramos algo deudos, él se holgó conmigo, y de unas pláticas en otras me dijo que si estaba bueno de las heridas, para volver a Yucatán.
E yo riendo le respondí que quién le puso nombre Yucatán; que allí no le llaman así. E dijo: «Melchorejo, el que trajistes, lo dice.» E yo dije: «Mejor nombre sería la tierra donde nos mataron la mitad de los soldados que fuimos, y todos los demás salimos heridos.» E dijo: «Bien sé que pasasteis muchos trabajos, y así es a los que suelen descubrir tierras nuevas y ganar honra, e su majestad os lo gratificará, e yo así se lo escribiré; e ahora, hijo, id otra vez en la armada que hago, que yo haré que os hagan mucha honra.» Y diré lo que pasó.
CapÍtulo VIII
Cómo Diego Velázquez, gobernador de Cuba, envió otra armada a la tierra que descubrimos
En el año de 1518, viendo Diego Velázquez, gobernador de Cuba, la buena relación de las tierras que descubrimos, que se dice Yucatán, ordenó enviar una armada, y para ella se buscaron cuatro navíos; los dos fueron los que hubimos comprado los soldados que fuimos en compañía del capitán Francisco Hernández de Córdoba a descubrir a Yucatán (según más largamente lo tengo escrito en el descubrimiento), y los otros dos navíos compré el Diego Velázquez de sus dineros. Y en aquella sazón que ordenaba el armada, se hallaron presentes en Santiago de Cuba, donde residía el Velázquez, Juan de Grijalva y Pedro de Alvarado y Francisco de Montejo e Alonso de Ávila, que habían ido con negocios al gobernador; porque todos tenían encomiendas de indios en las mismas islas; y como eran personas valerosas, concertóse con ellos que el Juan de Grijalva, que era deudo del Diego Velázquez, viniese por capitán general, e que Pedro de Alvarado viniese por capitán de un navío, y Francisco de Montejo de otro, y el Alonso de Ávila de otro; por manera que cada uno destos capitanes procuró de poner bastimentos y matalotaje de pan cazabe y tocinos; y el Diego Velázquez puso ballestas y escopetas, y cierto rescate, y otras menudencias, y más los navíos.
Y como había fama destas tierras que eran muy ricas y había en ellas casas de cal y canto, y el indio Melchorejo decía por señas que había oro, tenían mucha codicia los vecinos y soldados que no tenían indios en la isla, de ir a esta tierra; por manera que de presto nos juntamos doscientos y cuarenta compañeros, y también pusimos cada soldado, de la hacienda que teníamos, para matalotaje y armas y cosas que convenían; y en este viaje volví yo con estos capitanes otra vez, y parece ser la instrucción que para ello dio el gobernador Diego Velázquez fue, según entendí, que rescatasen todo el oro y plata que pudiesen, y si viesen que convenía poblar que poblasen, o si no, que se volviesen a Cuba. E vino por veedor de la armada uno que se decía Peñalosa, natural de Segovia, e trajimos un clérigo que se decía Juan Díaz, y los tres pilotos que antes habíamos traído cuando el primero viaje, que ya he dicho sus nombres y de dónde eran, Antón de Alaminos, de Palos, y Camacho, de Triana, y Juan álvarez, el Manquillo, de Huelva; y el Alaminos venía por piloto mayor, y otro piloto que entonces vino no me acuerdo el nombre. Pues antes que más pase adelante, porque nombraré algunas veces a estos hidalgos que he dicho que venían por capitanes, y parecerá cosa descomedida nombrarles secamente, Pedro de Alvarado, Francisco de Montejo, Alonso de Ávila, y no decirles sus ditados y blasones, sepan que el Pedro de Alvarado fue un hidalgo muy valeroso, que después que se hubo ganado Nueva España fue gobernador y adelantado de las provincias de Guatemala, Honduras y Chiapa, y comendador de Santiago.
E asimismo el Francisco de Montejo, hidalgo de mucho valor, que fue gobernador y adelantado de Yucatán; hasta que su majestad les hizo aquestas mercedes y tuvieron señoríos no les nombraré sino sus nombres, y no adelantados; y volvamos a nuestra plática: que fueron los cuatro navíos por la parte y banda del norte a un puerto que se llama Matanzas, que era cerca de la Habana vieja, que en aquella sazón no estaba poblada donde ahora está, y en aquel puerto o cerca dél tenían todos los más vecinos de la Habana sus estancias de cazabe y puercos, y desde allí se proveyeron nuestros navíos lo que faltaba, y nos juntamos así capitanes como soldados para dar vela y hacer nuestro viaje. Y antes que más pase adelante, aunque vaya fuera de orden, quiero decir por qué llamaban aquel puerto que he dicho de Matanzas, y esto traigo aquí a la memoria, porque ciertas personas me lo han preguntado la causa de ponerle aquel nombre, y es por esto que diré. Antes que aquella isla de Cuba estuviese de paz dio al través por la costa del norte un navío que había ido desde la isla de Santo Domingo a buscar indios, que llamaban los lucayos, a unas islas que están entre Cuba y el canal de Bahama, que se llaman las islas de los Lucayos, y con mal tiempo dio al través en aquella costa, cerca del río y puerto que he dicho que se llama Matanzas, y venían en el navío sobre treinta personas españolas y dos mujeres; y para pasarlos aquel río vinieron muchos indios de la Habana y de otros pueblos, como que los venían a ver de paz, y les dijeron que les querían pasar en canoas y llevarlos a sus pueblos para darles de comer.
E ya que iban con ellos, en medio del río les trastornaron las canoas y los mataron; que no quedaron sino tres hombres y una mujer, que era hermosa, la cual llevó un cacique de los más principales que hicieron aquella traición, y los tres españoles repartieron entre los demás caciques. Y a esta causa se puso a este puerto nombre de puerto de Matanzas; y conocí a la mujer que he dicho, que después de ganada la isla de Cuba se le quitó al cacique en cuyo poder estaba, y la vi casada en la villa de la Trinidad con un vecino della, que se decía Pedro Sánchez Farfán; y también conocí a los tres españoles, que se decía el uno Gonzalo Mejía, hombre anciano, natural de Jerez, y el otro se decía Juan de Santisteban, y era natural de Madrigal, y el otro se decía Cascorro, hombre de la mar, y era pescador, natural de Huelva, y le había ya casado el cacique con quien solía estar, con una su hija, e ya tenía horadadas las orejas y las narices como los indios. Mucho me he detenido en contar cuentos viejos; volvamos a nuestra relación. E ya que estábamos recogidos, así capitanes como soldados, y dadas las instrucciones que los pilotos habían de llevar y las señas de los faroles, y después de haber oído misa con gran devoción, en 5 días del mes de abril de 1518 años dimos vela, y en diez días doblamos la punta de Guaniguanico, que los pilotos llaman de San Antón, y en otros ocho días que navegamos vimos la isla de Cozumel, que entonces la descubrimos, día de Santa Cruz, porque descayeron los navíos con las corrientes más bajo que cuando venimos con Francisco Hernández de Córdoba, y bojamos la isla por la banda del sur; vimos un pueblo, y allí cerca buen surgidero v bien limpio de arrecifes; e saltamos en tierra con el capitán Juan de Grijalva buena copia de soldados, y los naturales de aquel pueblo se fueron huyendo desque vieron venir los navíos a la vela, porque jamás habían visto tal, y los soldados que salimos a tierra no hallamos en el pueblo persona ninguna, y en unas mieses de maizales se hallaron dos viejos que no podían andar y los trajimos al capitán, y con Julianillo y Melchorejo, los que trajimos de la punta de Cotoche, que entendían muy bien a los indios, y les habló; porque su tierra dellos y aquella isla de Cozumel no hay de travesía en la mar sino obra de cuatro leguas, y así hablan una misma lengua; y el capitán halagó aquellos viejos y les dio cuentezuelas verdes, y les envió a llamar al calachioni de aquel pueblo, que así se dicen los caciques de aquella tierra, y fueron y nunca volvieron; y estándoles aguardando, vino una india moza, de buen parecer, e comenzó a hablar la lengua de la isla de Jamaica, y dijo que todos los indios e indias de aquella isla y pueblo se habían ido a los montes, de miedo; y como muchos de nuestros soldados e yo entendíamos muy bien aquella lengua, que es la de Cuba, nos admiramos, y la preguntamos que cómo estaba allí, y dijo que había dos años que dio al través con una canoa grande en que iban a pescar diez indios de Jamaica a unas isletas, y que las corrientes la echaron en aquella tierra, mataron a su marido y a todos los demás indios jamaicanos sus compañeros, y los sacrificaron a los ídolos; y desque la entendió el capitán, como vio que aquella india sería buena mensajera, envióla a llamar los indios y caciques de aquel pueblo, y dióla de plazo dos días para que volviese; porque los indios Melchorejo y Julianillo, que llevamos de la punta de Cotoche, tuvimos temor que, apartados de nosotros, se huirían a su tierra, y por esta causa no los enviamos a llamar con ellos; y la india volvió otro día, y dijo que ningún indio ni india quería venir, por más palabras que les decía.
A este pueblo pusimos por nombre Santa Cruz, porque cuatro o cinco días antes de Santa Cruz le vimos; había en él buenos colmenares de miel y muchos boniatos y batatas y manadas de puercos de la tierra, que tienen sobre el espinazo el ombligo; había en él tres pueblezuelos, y este donde desembarcamos era mayor, y los otros dos eran más chicos, que estaba cada uno en una punta de la isla; tendrá de bojo como obra de dos leguas. Pues como el capitán Juan de Grijalva vio que era perder tiempo estar más allí aguardando, mandó que nos embarcásemos luego, y la india de Jamaica se fue con nosotros, y seguimos nuestro viaje.
Y como había fama destas tierras que eran muy ricas y había en ellas casas de cal y canto, y el indio Melchorejo decía por señas que había oro, tenían mucha codicia los vecinos y soldados que no tenían indios en la isla, de ir a esta tierra; por manera que de presto nos juntamos doscientos y cuarenta compañeros, y también pusimos cada soldado, de la hacienda que teníamos, para matalotaje y armas y cosas que convenían; y en este viaje volví yo con estos capitanes otra vez, y parece ser la instrucción que para ello dio el gobernador Diego Velázquez fue, según entendí, que rescatasen todo el oro y plata que pudiesen, y si viesen que convenía poblar que poblasen, o si no, que se volviesen a Cuba. E vino por veedor de la armada uno que se decía Peñalosa, natural de Segovia, e trajimos un clérigo que se decía Juan Díaz, y los tres pilotos que antes habíamos traído cuando el primero viaje, que ya he dicho sus nombres y de dónde eran, Antón de Alaminos, de Palos, y Camacho, de Triana, y Juan álvarez, el Manquillo, de Huelva; y el Alaminos venía por piloto mayor, y otro piloto que entonces vino no me acuerdo el nombre. Pues antes que más pase adelante, porque nombraré algunas veces a estos hidalgos que he dicho que venían por capitanes, y parecerá cosa descomedida nombrarles secamente, Pedro de Alvarado, Francisco de Montejo, Alonso de Ávila, y no decirles sus ditados y blasones, sepan que el Pedro de Alvarado fue un hidalgo muy valeroso, que después que se hubo ganado Nueva España fue gobernador y adelantado de las provincias de Guatemala, Honduras y Chiapa, y comendador de Santiago.
E asimismo el Francisco de Montejo, hidalgo de mucho valor, que fue gobernador y adelantado de Yucatán; hasta que su majestad les hizo aquestas mercedes y tuvieron señoríos no les nombraré sino sus nombres, y no adelantados; y volvamos a nuestra plática: que fueron los cuatro navíos por la parte y banda del norte a un puerto que se llama Matanzas, que era cerca de la Habana vieja, que en aquella sazón no estaba poblada donde ahora está, y en aquel puerto o cerca dél tenían todos los más vecinos de la Habana sus estancias de cazabe y puercos, y desde allí se proveyeron nuestros navíos lo que faltaba, y nos juntamos así capitanes como soldados para dar vela y hacer nuestro viaje. Y antes que más pase adelante, aunque vaya fuera de orden, quiero decir por qué llamaban aquel puerto que he dicho de Matanzas, y esto traigo aquí a la memoria, porque ciertas personas me lo han preguntado la causa de ponerle aquel nombre, y es por esto que diré. Antes que aquella isla de Cuba estuviese de paz dio al través por la costa del norte un navío que había ido desde la isla de Santo Domingo a buscar indios, que llamaban los lucayos, a unas islas que están entre Cuba y el canal de Bahama, que se llaman las islas de los Lucayos, y con mal tiempo dio al través en aquella costa, cerca del río y puerto que he dicho que se llama Matanzas, y venían en el navío sobre treinta personas españolas y dos mujeres; y para pasarlos aquel río vinieron muchos indios de la Habana y de otros pueblos, como que los venían a ver de paz, y les dijeron que les querían pasar en canoas y llevarlos a sus pueblos para darles de comer.
E ya que iban con ellos, en medio del río les trastornaron las canoas y los mataron; que no quedaron sino tres hombres y una mujer, que era hermosa, la cual llevó un cacique de los más principales que hicieron aquella traición, y los tres españoles repartieron entre los demás caciques. Y a esta causa se puso a este puerto nombre de puerto de Matanzas; y conocí a la mujer que he dicho, que después de ganada la isla de Cuba se le quitó al cacique en cuyo poder estaba, y la vi casada en la villa de la Trinidad con un vecino della, que se decía Pedro Sánchez Farfán; y también conocí a los tres españoles, que se decía el uno Gonzalo Mejía, hombre anciano, natural de Jerez, y el otro se decía Juan de Santisteban, y era natural de Madrigal, y el otro se decía Cascorro, hombre de la mar, y era pescador, natural de Huelva, y le había ya casado el cacique con quien solía estar, con una su hija, e ya tenía horadadas las orejas y las narices como los indios. Mucho me he detenido en contar cuentos viejos; volvamos a nuestra relación. E ya que estábamos recogidos, así capitanes como soldados, y dadas las instrucciones que los pilotos habían de llevar y las señas de los faroles, y después de haber oído misa con gran devoción, en 5 días del mes de abril de 1518 años dimos vela, y en diez días doblamos la punta de Guaniguanico, que los pilotos llaman de San Antón, y en otros ocho días que navegamos vimos la isla de Cozumel, que entonces la descubrimos, día de Santa Cruz, porque descayeron los navíos con las corrientes más bajo que cuando venimos con Francisco Hernández de Córdoba, y bojamos la isla por la banda del sur; vimos un pueblo, y allí cerca buen surgidero v bien limpio de arrecifes; e saltamos en tierra con el capitán Juan de Grijalva buena copia de soldados, y los naturales de aquel pueblo se fueron huyendo desque vieron venir los navíos a la vela, porque jamás habían visto tal, y los soldados que salimos a tierra no hallamos en el pueblo persona ninguna, y en unas mieses de maizales se hallaron dos viejos que no podían andar y los trajimos al capitán, y con Julianillo y Melchorejo, los que trajimos de la punta de Cotoche, que entendían muy bien a los indios, y les habló; porque su tierra dellos y aquella isla de Cozumel no hay de travesía en la mar sino obra de cuatro leguas, y así hablan una misma lengua; y el capitán halagó aquellos viejos y les dio cuentezuelas verdes, y les envió a llamar al calachioni de aquel pueblo, que así se dicen los caciques de aquella tierra, y fueron y nunca volvieron; y estándoles aguardando, vino una india moza, de buen parecer, e comenzó a hablar la lengua de la isla de Jamaica, y dijo que todos los indios e indias de aquella isla y pueblo se habían ido a los montes, de miedo; y como muchos de nuestros soldados e yo entendíamos muy bien aquella lengua, que es la de Cuba, nos admiramos, y la preguntamos que cómo estaba allí, y dijo que había dos años que dio al través con una canoa grande en que iban a pescar diez indios de Jamaica a unas isletas, y que las corrientes la echaron en aquella tierra, mataron a su marido y a todos los demás indios jamaicanos sus compañeros, y los sacrificaron a los ídolos; y desque la entendió el capitán, como vio que aquella india sería buena mensajera, envióla a llamar los indios y caciques de aquel pueblo, y dióla de plazo dos días para que volviese; porque los indios Melchorejo y Julianillo, que llevamos de la punta de Cotoche, tuvimos temor que, apartados de nosotros, se huirían a su tierra, y por esta causa no los enviamos a llamar con ellos; y la india volvió otro día, y dijo que ningún indio ni india quería venir, por más palabras que les decía.
A este pueblo pusimos por nombre Santa Cruz, porque cuatro o cinco días antes de Santa Cruz le vimos; había en él buenos colmenares de miel y muchos boniatos y batatas y manadas de puercos de la tierra, que tienen sobre el espinazo el ombligo; había en él tres pueblezuelos, y este donde desembarcamos era mayor, y los otros dos eran más chicos, que estaba cada uno en una punta de la isla; tendrá de bojo como obra de dos leguas. Pues como el capitán Juan de Grijalva vio que era perder tiempo estar más allí aguardando, mandó que nos embarcásemos luego, y la india de Jamaica se fue con nosotros, y seguimos nuestro viaje.
CapÍtulo IX
De cómo vinimos a desembarcar a Champoton
Pues vuelto a embarcar, e yendo por las derrotas pasadas (cuando lo de Francisco Hernández de Córdoba), en ocho días llegamos en el paraje del pueblo de Champoton, que fue donde nos desbarataron los indios de aquella provincia, como ya dicho tengo en el capítulo que dello habla; y como en aquella ensenada mengua mucho la mar, ancleamos los navíos una legua de tierra, y con todos los bateles desembarcamos la mitad de los soldados que allí íbamos, junto a las casas del pueblo, e los indios naturales dél y otros sus comarcanos se juntaron todos, como la otra vez cuando nos mataron sobre cincuenta y seis soldados y todos los más nos hirieron, según dicho tengo en el capítulo que dello habla; y a esta causa estaban muy ufanos y orgullosos, y bien armados a su usanza, que son: arcos, flechas, lanzas, rodelas, macanas y espadas de dos manos, y piedras con hondas, y armas de algodón, y trompetillas y atambores, y los más dellos pintadas las caras de negro, colorado y blanco; y puestos en concierto, esperando en la costa, para en llegando que llegásemos dar en nosotros; y como teníamos experiencia de la otra vez, llevábamos en los bateles unos falconetes, e íbamos apercibidos de ballestas y escopetas; y llegados a tierra, nos comenzaron a flechar y con las lanzas a dar a manteniente; y tal rociada nos dieron antes que llegásemos a tierra, que hirieron la mitad de nosotros, y desque hubimos saltado de los bateles les hicimos perder la furia a buenas estocadas y cuchilladas; porque, aunque nos flechaban a terreno, todos llevábamos armas de algodón; y todavía se sostuvieron buen rato peleando con nosotros, hasta que vino otra barcada de nuestros soldados, y les hicimos retraer a unas ciénagas junto al pueblo.
En esta guerra mataron a Juan de Quiteria y a otros dos soldados, y al capitán Juan de Grijalva le dieron tres flechazos y aun le quebraron con un cobaco (que hay muchos en aquella costa) dos dientes, e hirieron sobre sesenta de los nuestros. Y desque vimos que todos los contrarios se habían huido, nos fuimos al pueblo, y se curaron los heridos y enterramos los muertos, y en todo el pueblo no hallamos persona ninguna, ni los que se habían retraído en las ciénagas, que ya se habían desgarrado; por manera que tenían alzadas sus haciendas. En aquellas escaramuzas prendimos tres indios, y el uno dellos parecía principal. Mandóles el capitán que fuesen a llamar al cacique de aquel pueblo, y les dio cuentas verdes y cascabeles para que los diesen, para que viniesen de paz; y asimismo a aquellos tres prisioneros se les hicieron muchos halagos y se les dieron cuentas porque fuesen sin miedo; y fueron y nunca volvieron; e creímos que el indio Julianillo e Melchorejo no les hubieran de decir lo que les fue mandado, sino al revés. Estuvimos en aquel pueblo cuatro días. Acuérdome que cuanto estábamos peleando en aquella escaramuza, que había allí unos prados algo pedregosos, e había langostas que cuando peleábamos saltaban y venían volando y nos daban en la cara, y como eran tantos flecheros y tiraban tanta flecha como granizos, que parecían eran langostas que volaban, y no nos rodelábamos, y la flecha que venía nos hería, y otras veces creíamos que era flecha, y eran langostas que venían volando: fue harto estorbo.
En esta guerra mataron a Juan de Quiteria y a otros dos soldados, y al capitán Juan de Grijalva le dieron tres flechazos y aun le quebraron con un cobaco (que hay muchos en aquella costa) dos dientes, e hirieron sobre sesenta de los nuestros. Y desque vimos que todos los contrarios se habían huido, nos fuimos al pueblo, y se curaron los heridos y enterramos los muertos, y en todo el pueblo no hallamos persona ninguna, ni los que se habían retraído en las ciénagas, que ya se habían desgarrado; por manera que tenían alzadas sus haciendas. En aquellas escaramuzas prendimos tres indios, y el uno dellos parecía principal. Mandóles el capitán que fuesen a llamar al cacique de aquel pueblo, y les dio cuentas verdes y cascabeles para que los diesen, para que viniesen de paz; y asimismo a aquellos tres prisioneros se les hicieron muchos halagos y se les dieron cuentas porque fuesen sin miedo; y fueron y nunca volvieron; e creímos que el indio Julianillo e Melchorejo no les hubieran de decir lo que les fue mandado, sino al revés. Estuvimos en aquel pueblo cuatro días. Acuérdome que cuanto estábamos peleando en aquella escaramuza, que había allí unos prados algo pedregosos, e había langostas que cuando peleábamos saltaban y venían volando y nos daban en la cara, y como eran tantos flecheros y tiraban tanta flecha como granizos, que parecían eran langostas que volaban, y no nos rodelábamos, y la flecha que venía nos hería, y otras veces creíamos que era flecha, y eran langostas que venían volando: fue harto estorbo.
CapÍtulo X
Cómo seguimos nuestro viaje y entramos en Boca de Términos que entonces le pusimos este nombre
Yendo por nuestra navegación adelante, llegamos a una boca, como un río, muy grande y ancha, y no era río como pensamos, sino muy buen puerto, e porque está entre unas tierras e otras, e parecía como estrecho (tan gran boca tenía, que decía el piloto Antón de Alaminos que era isla) y partían términos con la tierra, y a esta causa le pusimos nombre Boca de Términos, y así está en las cartas del marear; y allí saltó el capitán Juan de Grijalva en tierra, con todos los más capitanes por mí nombrados, y muchos soldados estuvimos tres días sondando la boca de aquella entrada, y mirando bien arriba y abajo del ancón donde creíamos que iba e venía a parar, y hallamos no ser isla sino ancón, y era muy buen puerto; y hallamos unos adoratorios de cal y canto y muchos ídolos de barro y de palo, que eran dellos como figuras de sus dioses, y dellos de figuras de mujeres, y muchos como sierpes, y muchos cuernos de venados; e creímos que por allí cerca habría alguna población, e con el buen puerto, que sería bueno para poblar: lo cual no fue así, que estaba muy despoblado; porque aquellos adoratorios eran de mercaderes y cazadores que de pasada entraban en aquel puerto con canoas y allí sacrificaban, y había mucha caza de venados y conejos: matamos diez venados con una lebrela, y muchos conejos.
Y luego, desque todo fue visto e sondado, nos tornamos a embarcar, y se nos quedó allí la lebrela, y cuando volvimos con Cortés la tornamos a hallar, y estaba muy gorda y lucida. Llaman los marineros a éste, puerto de Términos. E vueltos a embarcar, navegamos costa a costa junto a tierra, hasta que llegamos al río de Tabasco, que por descubrirle el Juan de Grijalva, se nombra ahora el río de Grijalva.
Y luego, desque todo fue visto e sondado, nos tornamos a embarcar, y se nos quedó allí la lebrela, y cuando volvimos con Cortés la tornamos a hallar, y estaba muy gorda y lucida. Llaman los marineros a éste, puerto de Términos. E vueltos a embarcar, navegamos costa a costa junto a tierra, hasta que llegamos al río de Tabasco, que por descubrirle el Juan de Grijalva, se nombra ahora el río de Grijalva.
CapÍtulo XI
Cómo llegamos al río de Tabasco, que llaman de Grijalva, y lo que allá nos acaeció
Navegando costa a costa la vía del poniente de día, porque de noche no osábamos por temor de bajos e arrecifes, a cabo de tres días vimos una boca de río muy ancha, y llegamos a tierra con los navíos, y parecía buen puerto; y como fuimos más cerca de la boca, vimos reventar los bajos antes de entrar en el río, y allí sacamos los bateles, y con la sonda en la mano hallamos que no podían entrar en el puerto los dos navíos de mayor porte: fue acordado que anclasen fuera en la mar, y con los otros dos navíos que demandaban menos agua, que con ellos e con los bateles fuésemos todos los soldados el río arriba, porque vimos muchos indios estar en canoas en las riberas, y tenían arcos y flechas y todas sus armas, según y de la manera de Champoton; por donde entendimos que había por allí algún pueblo grande, y también porque viniendo, como veníamos, navegando costa a costa, habíamos visto echadas nasas en la mar, con que pescaban, y aun a dos dellas se les tomó el pescado con un batel que traíamos a jorro de la capitana.
Aqueste río se llama de Tabasco porque el cacique de aquel pueblo se llamaba Tabasco; y como le descubrimos deste viaje, y el Juan de Grijalva fue el descubridor, se nombra río de Grijalva, y así está en las cartas del marear. E ya que llegamos obra de media legua del pueblo, bien oímos el rumor de cortar de madera, de que hacían grandes mamparos e fuerzas, y aderezarse para nos dar guerra, porque habían sabido de lo que pasó en Pontonchan y tenían la guerra por muy cierta. Y desque aquello sentirnos, desembarcamos de una punta de aquella tierra donde había unos palmares, que será del pueblo media legua; y desque nos vieron allí, vinieron obra de cincuenta canoas con gente de guerra, y traían arcos y flechas y armas de algodón, rodelas y lanzas y sus atambores y penachos, y estaban entre los esteros otras muchas canoas llenas de guerreros, y estuvieron algo apartados de nosotros, que no osaron llegar como los primeros. Y desque los vimos de aquel arte, estábamos para tirarles con los tiros y con las escopetas y ballestas; y quiso nuestro señor que acordamos de los llamar, e con Julianillo y Melchorejo, los de la punta de Cotoche, que sabían muy bien aquella lengua; y dijo a los principales que no hubiesen miedo, que les queríamos hablar cosas que desque las entendiesen, hubiesen por buena nuestra llegada allí e a sus casas, e que les queríamos dar de lo que traíamos. E como entendieron la plática, vinieron obra de cuatro canoas, y en ellas hasta treinta indios, y luego se les mostraron sartalejos de cuentas verdes y espejuelos y diamantes azules, y desque los vieron parecía que estaban de mejor semblante, creyendo que eran chalchihuites, que ellos tienen en mucho.
Entonces el capitán les dijo con las lenguas Julianillo o Melchorejo, que veníamos de lejas tierras y éramos vasallos de un gran emperador que se dice don Carlos, el cual tiene por vasallos a muchos grandes señores y calachioníes, y que ellos le deben tener por señor y les irá muy bien en ello, e que a trueco de aquellas cuentas nos den comida y gallinas. Y nos respondieron dos dellos, que el uno era principal y el otro papa, que son como sacerdotes que tienen cargo de los ídolos, que ya he dicho otra vez que papas les llaman en la Nueva España, y dijeron que darían el bastimento que decíamos e trocarían de sus cosas a las nuestras; y en lo demás, que señor tienen, e que ahora veníamos, e sin conocerlos, e ya les queríamos dar señor, e que mirásemos no les diésemos guerra como en Potoncha, porque tenían aparejados dos jiquipiles de gentes de guerra de todas aquellas provincias contra nosotros: cada jiquipil son ocho mil hombres; e dijeron que bien sabían que pocos días había que habíamos muerto y herido sobre más de doscientos hombres en Potonchan, e que ellos no son hombres de tan poca fuerza como los otros, e que por eso habían venido a hablar, por saber nuestra voluntad; e aquello que les decíamos, que se lo irían a decir a los caciques de muchos pueblos, que están juntos para tratar paces o guerra. Y luego el capitán les abrazó en señal de paz, y les dio unos sartalejos de cuentas, y les mandó que volviesen con la respuesta con brevedad, e que si no venían, que por fuerza habíamos de ir a su pueblo, y no para los enojar.
Y aquellos mensajeros que enviamos hablaron con los caciques y papas, que también tienen voto entre ellos, y dijeron que eran buenas las paces y traer bastimento, e que entre todos ellos y los pueblos comarcanos se buscara luego un presente de oro para nos dar y hacer amistades; no les acaezca como a los de Potonchan. Y lo que yo vi y entendí después acá, en aquellas provincias se usaba enviar presentes cuando se trataba paces, y en aquella punta de los Palmares, donde estábamos, vinieron sobre treinta indios e trajeron pescados asados y gallinas e fruta y pan de maíz, e unos braseros con ascuas y con zahumerios, y nos zahumaron a todos y luego pusieron en el suelo unas esteras, que acá llaman petates, y encima una manta, y presentaron ciertas joyas de oro, que fueron ciertas ánades como las de Castilla, y otras joyas como lagartijas, y tres collares de cuentas vaciadizas, y otras cosas de oro de poco valor, que no valía doscientos pesos; y más trajeron unas mantas e camisetas de las que ellos usan, e dijeron que recibiésemos aquello de buena voluntad, e que no tienen más oro que nos dar; que adelante, hacia donde se pone el sol, hay mucho; y decía: «Culúa, Culúa, México, México»; y nosotros no sabíamos qué cosa era Culúa, ni aun México tampoco. Puesto que no valía mucho aquel presente que trajeron, tuvímoslo por bueno por saber cierto que tenían oro, y desque lo hubieron presentado, dijeron que nos fuésemos luego adelante, y el capitán les dio las gracias por ello e cuentas verdes; y fue acordado de irnos luego a embarcar, porque estaban en mucho peligro los dos navíos por temor del norte, que es travesía, y también por acercarnos hacia donde decían que había oro.
Aqueste río se llama de Tabasco porque el cacique de aquel pueblo se llamaba Tabasco; y como le descubrimos deste viaje, y el Juan de Grijalva fue el descubridor, se nombra río de Grijalva, y así está en las cartas del marear. E ya que llegamos obra de media legua del pueblo, bien oímos el rumor de cortar de madera, de que hacían grandes mamparos e fuerzas, y aderezarse para nos dar guerra, porque habían sabido de lo que pasó en Pontonchan y tenían la guerra por muy cierta. Y desque aquello sentirnos, desembarcamos de una punta de aquella tierra donde había unos palmares, que será del pueblo media legua; y desque nos vieron allí, vinieron obra de cincuenta canoas con gente de guerra, y traían arcos y flechas y armas de algodón, rodelas y lanzas y sus atambores y penachos, y estaban entre los esteros otras muchas canoas llenas de guerreros, y estuvieron algo apartados de nosotros, que no osaron llegar como los primeros. Y desque los vimos de aquel arte, estábamos para tirarles con los tiros y con las escopetas y ballestas; y quiso nuestro señor que acordamos de los llamar, e con Julianillo y Melchorejo, los de la punta de Cotoche, que sabían muy bien aquella lengua; y dijo a los principales que no hubiesen miedo, que les queríamos hablar cosas que desque las entendiesen, hubiesen por buena nuestra llegada allí e a sus casas, e que les queríamos dar de lo que traíamos. E como entendieron la plática, vinieron obra de cuatro canoas, y en ellas hasta treinta indios, y luego se les mostraron sartalejos de cuentas verdes y espejuelos y diamantes azules, y desque los vieron parecía que estaban de mejor semblante, creyendo que eran chalchihuites, que ellos tienen en mucho.
Entonces el capitán les dijo con las lenguas Julianillo o Melchorejo, que veníamos de lejas tierras y éramos vasallos de un gran emperador que se dice don Carlos, el cual tiene por vasallos a muchos grandes señores y calachioníes, y que ellos le deben tener por señor y les irá muy bien en ello, e que a trueco de aquellas cuentas nos den comida y gallinas. Y nos respondieron dos dellos, que el uno era principal y el otro papa, que son como sacerdotes que tienen cargo de los ídolos, que ya he dicho otra vez que papas les llaman en la Nueva España, y dijeron que darían el bastimento que decíamos e trocarían de sus cosas a las nuestras; y en lo demás, que señor tienen, e que ahora veníamos, e sin conocerlos, e ya les queríamos dar señor, e que mirásemos no les diésemos guerra como en Potoncha, porque tenían aparejados dos jiquipiles de gentes de guerra de todas aquellas provincias contra nosotros: cada jiquipil son ocho mil hombres; e dijeron que bien sabían que pocos días había que habíamos muerto y herido sobre más de doscientos hombres en Potonchan, e que ellos no son hombres de tan poca fuerza como los otros, e que por eso habían venido a hablar, por saber nuestra voluntad; e aquello que les decíamos, que se lo irían a decir a los caciques de muchos pueblos, que están juntos para tratar paces o guerra. Y luego el capitán les abrazó en señal de paz, y les dio unos sartalejos de cuentas, y les mandó que volviesen con la respuesta con brevedad, e que si no venían, que por fuerza habíamos de ir a su pueblo, y no para los enojar.
Y aquellos mensajeros que enviamos hablaron con los caciques y papas, que también tienen voto entre ellos, y dijeron que eran buenas las paces y traer bastimento, e que entre todos ellos y los pueblos comarcanos se buscara luego un presente de oro para nos dar y hacer amistades; no les acaezca como a los de Potonchan. Y lo que yo vi y entendí después acá, en aquellas provincias se usaba enviar presentes cuando se trataba paces, y en aquella punta de los Palmares, donde estábamos, vinieron sobre treinta indios e trajeron pescados asados y gallinas e fruta y pan de maíz, e unos braseros con ascuas y con zahumerios, y nos zahumaron a todos y luego pusieron en el suelo unas esteras, que acá llaman petates, y encima una manta, y presentaron ciertas joyas de oro, que fueron ciertas ánades como las de Castilla, y otras joyas como lagartijas, y tres collares de cuentas vaciadizas, y otras cosas de oro de poco valor, que no valía doscientos pesos; y más trajeron unas mantas e camisetas de las que ellos usan, e dijeron que recibiésemos aquello de buena voluntad, e que no tienen más oro que nos dar; que adelante, hacia donde se pone el sol, hay mucho; y decía: «Culúa, Culúa, México, México»; y nosotros no sabíamos qué cosa era Culúa, ni aun México tampoco. Puesto que no valía mucho aquel presente que trajeron, tuvímoslo por bueno por saber cierto que tenían oro, y desque lo hubieron presentado, dijeron que nos fuésemos luego adelante, y el capitán les dio las gracias por ello e cuentas verdes; y fue acordado de irnos luego a embarcar, porque estaban en mucho peligro los dos navíos por temor del norte, que es travesía, y también por acercarnos hacia donde decían que había oro.
CapÍtulo XII
Cómo vimos el pueblo del Aguayaluco, que pusimos por nombre La Rambla
Vueltos a embarcar, siguiendo la costa adelante, desde a dos días vimos un pueblo junto a tierra, que se dice el Aguayaluco, y andaban muchos indios de aquel pueblo por la costa con unas rodelas hechas de conchas de tortugas, que relumbraban con el sol que daba en ellas, y algunos de nuestros soldados porfiaban que eran de oro bajo, y los indios que las traían iban haciendo pernetas, como burlando de los navíos, como ellos estaban en salvo, por los arenales y costa adelante; y pusimos a este pueblo por nombre La Rambla, y así está en las cartas de marear. E yendo más adelante costeando, vimos una ensenada, donde se quedó el río de Tonalá, que a la vuelta que volvimos entramos en él, y le pusimos nombre río de San Antonio, y así está en las cartas del mar. E yendo más adelante navegando, vimos adonde quedaba el paraje del gran río de Guazacualco, y quisiéramos entrar en el ensenada que está, por ver qué cosa era, sino por ser el tiempo contrario; e luego se parecieron las grandes sierras nevadas, que en todo el año están cargadas de nieve; y también vimos otras sierras que están más junto al mar, que se llaman ahora de San Martín: y pusímoslas por nombre San Martín, porque el primero que las vio fue un soldado que se llamaba San Martín, vecino de la Habana. Y navegando nuestra costa adelante, el capitán Pedro de Alvarado se adelantó con su navío, y entró en un río que en nombre de indios, se llama Papaloata, y entonces pusimos por nombre río de Alvarado, porque lo descubrió el mesmo Alvarado.
Allí le dieron pescado unos indios pescadores, que eran naturales de un pueblo que se dice Tlacotalpa; estuvírnosle aguardando en el paraje del río donde entró con todos tres navíos, hasta que salió de él; y a causa de haber entrado en el río sin licencia del general, se enojó mucho con él, y le mandó que otra vez no se adelantase del armada, porque no le aviniese algún contraste en parte donde no le pudiésemos ayudar. E luego navegamos con todos cuatro navíos en conserva, hasta que llegamos en paraje de otro río, que le pusimos por nombre río de Banderas, porque estaban en él muchos indios con lanzas grandes, y en cada lanza una bandera hecha de manta blanca, revolándolas y llamándonos. Lo cual diré adelante cómo pasó.
Allí le dieron pescado unos indios pescadores, que eran naturales de un pueblo que se dice Tlacotalpa; estuvírnosle aguardando en el paraje del río donde entró con todos tres navíos, hasta que salió de él; y a causa de haber entrado en el río sin licencia del general, se enojó mucho con él, y le mandó que otra vez no se adelantase del armada, porque no le aviniese algún contraste en parte donde no le pudiésemos ayudar. E luego navegamos con todos cuatro navíos en conserva, hasta que llegamos en paraje de otro río, que le pusimos por nombre río de Banderas, porque estaban en él muchos indios con lanzas grandes, y en cada lanza una bandera hecha de manta blanca, revolándolas y llamándonos. Lo cual diré adelante cómo pasó.
CapÍtulo XIII
Cómo llegamos a un río que pusimos por nombre río de Banderas, e rescatamos catorce mil pesos
Ya habrán oído decir en España y en toda la más parte della y de la cristiandad, cómo México es tan gran ciudad, y poblada en el agua como Venecia; y había en ella un gran señor que era rey de muchas provincias y señoreaba todas aquellas tierras, que son mayores que cuatro veces nuestra Castilla; el cual señor se decía Montezuma, e como era tan poderoso, quería señorear y saber hasta lo que no podía ni le era posible, e tuvo noticia de la primera vez que venimos con Francisco Hernández de Córdoba, lo que nos acaesció en la batalla de Cotoche y en la de Champotón, y ahora deste viaje la batalla del mismo Champotón, y supo que éramos nosotros pocos soldados y los de aquel pueblo muchos, e al fin entendió que nuestra demanda era buscar oro a trueque del rescate que traíamos, e todo se lo habían llevado pintado en unos paños que hacen de henequén, que es como el lino; y como supo que íbamos costa a costa hacia sus provincias, mandó a sus gobernadores que si por allí aportásemos que procurasen de trocar oro a nuestras cuentas, en especial a las verdes, que parecían a sus chalchihuites; y también lo mandó para saber e inquirir más por entero de nuestra persona de qué era nuestro intento.
Y lo más cierto era, según entendimos, que dicen que sus antepasados les habían dicho que habían de venir gentes de hacia donde sale el sol, que los habían de señorear. Ahora sea por lo uno o por lo otro, estaban a posta en vela indios del grande Montezuma en aquel río que dicho tengo, con lanzas largas y en cada lanza una bandera, enarbolándola y llamándonos que fuésemos allí donde estaban. Y desque vimos de los navíos cosas tan nuevas, para saber qué podía ser, fue acordado por el general, con todos los demás soldados y capitanes, que echásemos dos bateles en el agua e que saltásemos en ellos todos los ballesteros y escopeteros y veinte soldados, y Francisco de Montejo fuese con nosotros, e que si viésemos que eran de guerra los que estaban con las banderas, que de presto se lo hiciésemos saber, o otra cualquiera cosa que fuese. Y en aquella sazón quiso Dios que hacía bonanza en aquella costa, lo cual pocas veces suele acaecer; y como llegamos en tierra hallamos tres caciques, que el uno dellos era gobernador de Montezuma e con muchos indios de proprio, y tenían muchas gallinas de la tierra y pan de maíz de lo que ellos suelen comer, e frutas que eran pifias y zapotes, que en otras partes llaman mameyes; y estaban debajo de una sombra de árboles, puestas esteras en el suelo, que ya he dicho otra vez que en estas partes se llaman petates, y allí nos mandaron asentar, y todo por señas, porque Julianillo, el de la punta de Cotoche, no entendía aquella lengua; y luego trajeron braseros de barro con ascuas, y nos zahumaron con una como resina que huele a incienso.
Y luego el capitán Montejo lo hizo saber al general, y como lo supo, acordó de surgir allí en aquel paraje con todos los navíos, y saltó en tierra con todos los capitanes y soldados. Y desque aquellos caciques y gobernadores le vieron en tierra y conocieron que era el capitán de todos, a su usanza le hicieron grande acatamiento y le zahumaron, y él les dio las gracias por ello y les hizo muchas caricias, y les mandó dar diamantes y cuentas verdes, y por señas les dijo que trajesen oro a trocar a nuestros rescates. Lo cual luego el gobernador mandó a sus indios, j que todos los pueblos comarcanos trajesen de las joyas que tenían a rescatar; y en seis días que estuvimos allí trajeron más de quince mil pesos en joyezuelas de oro bajo y de muchas hechuras; y aquesto debe ser lo que dicen los cronistas Francisco López de Gómara y Gonzalo Hernández de Oviedo en sus crónicas, que dicen que dieron los de Tabasco; y como se lo dijeron por relación, así lo escriben como si fuese verdad; porque vista cosa es que en la provincia del río de Grijalva no hay oro, sino muy pocas joyas. Dejemos esto y pasemos adelante, y es que tomamos posesión en aquella tierra por su majestad, y en su nombre real el gobernador de Cuba Diego Velázquez. Y después desto hecho, habló el general a los indios que allí estaban, diciendo que se querían embarcar, y les dio camisas de Castilla. Y de allí tomamos un indio, que llevamos en los navíos, el cual, después que entendió nuestra lengua, se volvió cristiano y se llamó Francisco, y después de ganado México, le vi casado en un pueblo que se llama Santa Fe.
Pues como vio el general que no traían más oro a rescatar, e había seis días que estábamos allí y los navíos corrían riesgo, por ser travesía el norte, nos mandó embarcar. E corriendo la costa adelante, vimos una isleta que bañaba la mar y tenía la arena blanca, y estaría, al parecer, obra de tres leguas de tierra, y pusímosle por nombre isla Blanca, y así está en las cartas del marear. Y no muy lejos desta isleta Blanca vimos otra isla que tenía muchos árboles verdes, y estará de la costa cuatro leguas: y pusímosle por nombre Isla Verde. E yendo más adelante, vimos otra isla mayor, al parecer, que las demás, y estaría de tierra obra de legua y media, y allí enfrente della había buen surgidero, y mandó el general que surgiésemos. Echados los bateles en el agua, fue el capitán Juan de Grijalva con muchos de nosotros los soldados a ver la isleta, y hallamos dos casas hechas de cal y canto y bien labradas, y cada casa con unas gradas por donde subían a unos como altares, y en aquellos altares tenían unos ídolos de malas figuras, que eran sus dioses, y allí estaban sacrificados de aquella noche cinco indios, y estaban abiertos por los pechos y cortados los brazos y los muslos, y las paredes llenas de sangre. De todo lo cual nos admiramos, y pusimos por nombre a esta isleta isla de Sacrificios. Y allí enfrente de aquella isla saltamos todos en tierra, y en unos arenales grandes que allí hay, adonde hicimos ranchos y chozas con ramas y con las velas de los navíos.
Habíanse allegado en aquella costa muchos indios que traían a rescatar oro hecho piecezuelas, como en el río de Banderas, y según después supimos, mandó el gran Montezuma que viniesen con ello, y los indios que lo traían, al parecer estaban temerosos; y era muy poco. Por manera que luego el capitán Juan de Grijalva mandó que los navíos alzasen las anclas y pusiesen velas, y fuésemos delante a surgir enfrente de otra isleta que estaba obra de media legua de tierra, y esta isla es donde ahora está el puerto. Y diré lo que allí nos avino.
Y lo más cierto era, según entendimos, que dicen que sus antepasados les habían dicho que habían de venir gentes de hacia donde sale el sol, que los habían de señorear. Ahora sea por lo uno o por lo otro, estaban a posta en vela indios del grande Montezuma en aquel río que dicho tengo, con lanzas largas y en cada lanza una bandera, enarbolándola y llamándonos que fuésemos allí donde estaban. Y desque vimos de los navíos cosas tan nuevas, para saber qué podía ser, fue acordado por el general, con todos los demás soldados y capitanes, que echásemos dos bateles en el agua e que saltásemos en ellos todos los ballesteros y escopeteros y veinte soldados, y Francisco de Montejo fuese con nosotros, e que si viésemos que eran de guerra los que estaban con las banderas, que de presto se lo hiciésemos saber, o otra cualquiera cosa que fuese. Y en aquella sazón quiso Dios que hacía bonanza en aquella costa, lo cual pocas veces suele acaecer; y como llegamos en tierra hallamos tres caciques, que el uno dellos era gobernador de Montezuma e con muchos indios de proprio, y tenían muchas gallinas de la tierra y pan de maíz de lo que ellos suelen comer, e frutas que eran pifias y zapotes, que en otras partes llaman mameyes; y estaban debajo de una sombra de árboles, puestas esteras en el suelo, que ya he dicho otra vez que en estas partes se llaman petates, y allí nos mandaron asentar, y todo por señas, porque Julianillo, el de la punta de Cotoche, no entendía aquella lengua; y luego trajeron braseros de barro con ascuas, y nos zahumaron con una como resina que huele a incienso.
Y luego el capitán Montejo lo hizo saber al general, y como lo supo, acordó de surgir allí en aquel paraje con todos los navíos, y saltó en tierra con todos los capitanes y soldados. Y desque aquellos caciques y gobernadores le vieron en tierra y conocieron que era el capitán de todos, a su usanza le hicieron grande acatamiento y le zahumaron, y él les dio las gracias por ello y les hizo muchas caricias, y les mandó dar diamantes y cuentas verdes, y por señas les dijo que trajesen oro a trocar a nuestros rescates. Lo cual luego el gobernador mandó a sus indios, j que todos los pueblos comarcanos trajesen de las joyas que tenían a rescatar; y en seis días que estuvimos allí trajeron más de quince mil pesos en joyezuelas de oro bajo y de muchas hechuras; y aquesto debe ser lo que dicen los cronistas Francisco López de Gómara y Gonzalo Hernández de Oviedo en sus crónicas, que dicen que dieron los de Tabasco; y como se lo dijeron por relación, así lo escriben como si fuese verdad; porque vista cosa es que en la provincia del río de Grijalva no hay oro, sino muy pocas joyas. Dejemos esto y pasemos adelante, y es que tomamos posesión en aquella tierra por su majestad, y en su nombre real el gobernador de Cuba Diego Velázquez. Y después desto hecho, habló el general a los indios que allí estaban, diciendo que se querían embarcar, y les dio camisas de Castilla. Y de allí tomamos un indio, que llevamos en los navíos, el cual, después que entendió nuestra lengua, se volvió cristiano y se llamó Francisco, y después de ganado México, le vi casado en un pueblo que se llama Santa Fe.
Pues como vio el general que no traían más oro a rescatar, e había seis días que estábamos allí y los navíos corrían riesgo, por ser travesía el norte, nos mandó embarcar. E corriendo la costa adelante, vimos una isleta que bañaba la mar y tenía la arena blanca, y estaría, al parecer, obra de tres leguas de tierra, y pusímosle por nombre isla Blanca, y así está en las cartas del marear. Y no muy lejos desta isleta Blanca vimos otra isla que tenía muchos árboles verdes, y estará de la costa cuatro leguas: y pusímosle por nombre Isla Verde. E yendo más adelante, vimos otra isla mayor, al parecer, que las demás, y estaría de tierra obra de legua y media, y allí enfrente della había buen surgidero, y mandó el general que surgiésemos. Echados los bateles en el agua, fue el capitán Juan de Grijalva con muchos de nosotros los soldados a ver la isleta, y hallamos dos casas hechas de cal y canto y bien labradas, y cada casa con unas gradas por donde subían a unos como altares, y en aquellos altares tenían unos ídolos de malas figuras, que eran sus dioses, y allí estaban sacrificados de aquella noche cinco indios, y estaban abiertos por los pechos y cortados los brazos y los muslos, y las paredes llenas de sangre. De todo lo cual nos admiramos, y pusimos por nombre a esta isleta isla de Sacrificios. Y allí enfrente de aquella isla saltamos todos en tierra, y en unos arenales grandes que allí hay, adonde hicimos ranchos y chozas con ramas y con las velas de los navíos.
Habíanse allegado en aquella costa muchos indios que traían a rescatar oro hecho piecezuelas, como en el río de Banderas, y según después supimos, mandó el gran Montezuma que viniesen con ello, y los indios que lo traían, al parecer estaban temerosos; y era muy poco. Por manera que luego el capitán Juan de Grijalva mandó que los navíos alzasen las anclas y pusiesen velas, y fuésemos delante a surgir enfrente de otra isleta que estaba obra de media legua de tierra, y esta isla es donde ahora está el puerto. Y diré lo que allí nos avino.
CapÍtulo XIV
Cómo llegamos al puerto de San Juan de Ulúa
Desembarcados en unos arenales, hicimos chozas encima de los más altos médanos de arena, que los hay por allí grandes, por causa de los mosquitos, que había muchos, y con bateles sondearon el puerto y hallaron que con el abrigo de aquella isleta estarían seguros los navíos del norte, y había buen fondo; y hecho esto, fuimos a la isleta con el general treinta soldados bien apercibidos en los bateles, y hallamos una casa de adoratorio donde estaba un ídolo muy grande y feo, el cual se llamaba Tezcatepuca, y estaban allí cuatro indios con mantas prietas y muy largas con capillas, como traen los dominicos o canónigos, o querían parecer a ellos, y aquellos eran sacerdotes del aquel ídolo, y tenían sacrificados de aquel día dos muchachos, y abiertos por los pechos, y los corazones y sangre ofrecidos a aquel maldito ídolo, y los sacerdotes, que ya he dicho que se dicen papas, nos venían a zahumar con lo que zahumaban aquel su ídolo, y en aquella sazón que llegamos le estaban zahumando con uno que huele a incienso, y no consentimos que tal zahumerio nos diesen; antes tuvimos muy gran lástima y mancilla de aquellos dos muchachos e verlos recién muertos e ver tan grandísima crueldad.
Y el general preguntó al indio Francisco, que traíamos del río de Banderas, que pareció algo entendido, que por qué hacían aquello, y esto le decían medio por señas, porque entonces no teníamos lengua ninguna, como ya otras veces he dicho. Y respondió que los de Culúa lo mandaban sacrificar; y como era torpe de lengua, decía: «Ulúa, Ulúa.» Y como nuestro capitán estaba presente y se llamaba Juan, y asimismo era día de San Juan, pusimos por nombre a aquella isleta San Juan de Ulúa, y este puerto es ahora muy nombrado, y están hechos en él grandes reparos para los navíos, y allí vienen a desembarcar las mercaderías para México e Nueva-España. Volvamos a nuestro cuento: que como estábamos en aquellos arenales, vinieron luego indios de pueblos allí comarcanos a trocar su oro en joyezuelas a nuestros rescates; mas eran tan pocos y de tan poco valor, que no hacíamos cuenta dello; y estuvimos siete días de la manera que he dicho y con los muchos mosquitos no nos podíamos valer, viendo que el tiempo se nos pasaba, y teniendo ya por cierto que aquellas tierras no eran islas, sino tierra firme, y que había grandes pueblos; y el pan de cazabe muy mohoso e sucio de las fátulas, y amargaba; y los que allí veníamos no éramos bastantes para poblar, cuanto más que faltaban diez de nuestros soldados, que se habían muerto de las heridas, y estaban otros cuatro dolientes. E viendo todo esto, fue acordado que lo enviásemos a hacer saber al gobernador Diego Velázquez para que nos enviase socorro; porque el Juan de Grijalva muy gran voluntad tenía de poblar con aquellos pocos soldados que con él estábamos, y siempre mostró un grande ánimo de un muy valeroso capitán; y no como lo escribe el cronista Gómara.
Pues para hacer esta embajada acordamos que fuese el capitán Pedro de Alvarado en un navío que se decía San Sebastián, porque hacía agua, aunque no mucho, porque en la isla de Cuba se diese carena y pudiesen en él traer socorro e bastimento. Y también se concertó que llevase todo el oro que se había rescatado y ropa de mantas, y los dolientes; y los capitanes escribieron al Diego Velázquez cada uno lo que le pareció, y luego se hizo a la vela e iba la vuelta de la isla de Cuba, adonde los dejaré ahora, así al Pedro de Alvarado como al Grijalva, y diré cómo el Diego Velázquez había enviado en nuestra busca.
Y el general preguntó al indio Francisco, que traíamos del río de Banderas, que pareció algo entendido, que por qué hacían aquello, y esto le decían medio por señas, porque entonces no teníamos lengua ninguna, como ya otras veces he dicho. Y respondió que los de Culúa lo mandaban sacrificar; y como era torpe de lengua, decía: «Ulúa, Ulúa.» Y como nuestro capitán estaba presente y se llamaba Juan, y asimismo era día de San Juan, pusimos por nombre a aquella isleta San Juan de Ulúa, y este puerto es ahora muy nombrado, y están hechos en él grandes reparos para los navíos, y allí vienen a desembarcar las mercaderías para México e Nueva-España. Volvamos a nuestro cuento: que como estábamos en aquellos arenales, vinieron luego indios de pueblos allí comarcanos a trocar su oro en joyezuelas a nuestros rescates; mas eran tan pocos y de tan poco valor, que no hacíamos cuenta dello; y estuvimos siete días de la manera que he dicho y con los muchos mosquitos no nos podíamos valer, viendo que el tiempo se nos pasaba, y teniendo ya por cierto que aquellas tierras no eran islas, sino tierra firme, y que había grandes pueblos; y el pan de cazabe muy mohoso e sucio de las fátulas, y amargaba; y los que allí veníamos no éramos bastantes para poblar, cuanto más que faltaban diez de nuestros soldados, que se habían muerto de las heridas, y estaban otros cuatro dolientes. E viendo todo esto, fue acordado que lo enviásemos a hacer saber al gobernador Diego Velázquez para que nos enviase socorro; porque el Juan de Grijalva muy gran voluntad tenía de poblar con aquellos pocos soldados que con él estábamos, y siempre mostró un grande ánimo de un muy valeroso capitán; y no como lo escribe el cronista Gómara.
Pues para hacer esta embajada acordamos que fuese el capitán Pedro de Alvarado en un navío que se decía San Sebastián, porque hacía agua, aunque no mucho, porque en la isla de Cuba se diese carena y pudiesen en él traer socorro e bastimento. Y también se concertó que llevase todo el oro que se había rescatado y ropa de mantas, y los dolientes; y los capitanes escribieron al Diego Velázquez cada uno lo que le pareció, y luego se hizo a la vela e iba la vuelta de la isla de Cuba, adonde los dejaré ahora, así al Pedro de Alvarado como al Grijalva, y diré cómo el Diego Velázquez había enviado en nuestra busca.
CapÍtulo XV
Cómo Diego Velázquez, gobernador de la isla de Cuba, envió un navío pequeño en nuestra busca
Después que salimos con el capitán Juan de Grijalva de la isla de Cuba para hacer nuestro viaje, siempre Diego Velázquez estaba triste y pensativo no nos hubiese acaecido algún desastre, y deseaba saber de nosotros, y a esta causa envió un navío pequeño en nuestra busca con siete soldados, y por capitán dellos a un Cristóbal de Olí, persona de valía, muy esforzado; y le mandó que siguiese la derrota de Francisco Hernández de Córdoba hasta toparse con nosotros. Y según parece, el Cristóbal de Olí, yendo en nuestra busca, estando surto cerca de tierra, le dio un recio temporal, y por no anegarse sobre las amarras, el piloto que traían mandó cortar los cables, e perdió las anclas, e volvióse a Santiago de Cuba, de donde había salido, adonde estaba el Diego Velázquez, y cuando vio que no tenía nuevas de nosotros, si triste estaba antes que enviase al Cristóbal de Olí, muy más pensativo estuvo después.
Y en esta sazón llegó el capitán Pedro de Alvarado con el oro y ropa y dolientes, y con entera relación de lo que habíamos descubierto. Y cuando el gobernador vio que estaba en joyas, parecía mucho más de lo que era, y estaban allí con el Diego Velázquez muchos vecinos de aquella isla, que venían a negocios. Y cuando los oficiales del rey tomaron el real quinto que venía a su majestad estaban espantados de cuán ricas tierras habíamos descubierto; y como el Pedro de Alvarado se lo sabía muy bien platicar, dice que no hacía el Diego Velázquez sino abrazarlo, y en ocho días tener gran regocijo y jugar canas; y si mucha fama tenían de antes de ricas tierras, ahora con este oro se sublimó en todas las islas y en Castilla, como adelante diré; y dejaré al Diego Velázquez haciendo fiestas, y volveré a nuestros navíos, que estábamos en San Juan de Ulúa.
Y en esta sazón llegó el capitán Pedro de Alvarado con el oro y ropa y dolientes, y con entera relación de lo que habíamos descubierto. Y cuando el gobernador vio que estaba en joyas, parecía mucho más de lo que era, y estaban allí con el Diego Velázquez muchos vecinos de aquella isla, que venían a negocios. Y cuando los oficiales del rey tomaron el real quinto que venía a su majestad estaban espantados de cuán ricas tierras habíamos descubierto; y como el Pedro de Alvarado se lo sabía muy bien platicar, dice que no hacía el Diego Velázquez sino abrazarlo, y en ocho días tener gran regocijo y jugar canas; y si mucha fama tenían de antes de ricas tierras, ahora con este oro se sublimó en todas las islas y en Castilla, como adelante diré; y dejaré al Diego Velázquez haciendo fiestas, y volveré a nuestros navíos, que estábamos en San Juan de Ulúa.
CapÍtulo XVI
De lo que nos sucedió costeando las sierras de Tuxtla y de Tuspa
Después que de nosotros se partió el capitán Pedro de Alvarado para ir a la isla de Cuba, acordó nuestro general con los demás capitanes y pilotos que fuésemos costeando y descubriendo todo lo que pudiésemos; e yendo por nuestra navegación, vimos las sierras de Tustla, y más adelante de ahí a otros dos días vimos otras sierras muy altas, que ahora se llaman las sierras de Tuspa; por manera que unas sierras se dicen Tustla porque están cabe un pueblo que se dice así, y las otras sierras se dicen Tuspa porque se nombra el pueblo, junto adonde aquellas están, Tuspa; e caminando más adelante vimos muchas poblaciones, y estarían la tierra adentro dos o tres leguas, y esto es ya en la provincia de Pánuco; e yendo por nuestra navegación, llegamos a un río grande, que le pusimos por nombre río de Canoas, e allí enfrente de la boca dél surgimos.
Y estando surtos todos tres navíos, y estando algo descuidados, vinieron por el río diez y seis canoas muy grandes llenas de indios de guerra, con arcos y flechas y lanzas, y vanse derechos al navío más pequeño, del cual era capitán Alonso de Ávila, y estaba más llegado a tierra, y dándole una rociada de flechas, que hirieron a dos soldados, echaron mano al navío como que lo querían llevar, y aun cortaron una amarra; y puesto que el capitán y los soldados peleaban bien, y trastornaron tres canoas, nosotros con gran presteza les ayudamos con nuestros bateles y escopetas y ballestas, y herimos más de la tercia parte de aquellas gentes; por manera que volvieron con la mala ventura por donde habían venido. Y luego alzamos áncoras e dimos vela, e seguimos costa a costa hasta que llegamos a una punta muy grande; y era tan mala de doblar, y las corrientes muchas, que no podíamos ir adelante; y el piloto Antón de Alaminos dijo al general que no era bien navegar más aquella derrota, e para ello se dieron muchas causas, y juego se tomó consejo de lo que se había de hacer, y fue acordado que diésemos la vuelta de la isla de Cuba, lo uno porque ya entraba el invierno e no había bastimentos, e un navío hacía mucha agua, y los capitanes disconformes, porque el Juan Grijalva decía que quería poblar, y el Francisco Montejo e Alonso de Ávila decían que no se podían sustentar por causa de los muchos guerreros que en la tierra había; e también todos nosotros los soldados estábamos hartos e muy trabajados de andar por la mar Así que dimos vuelta a todas velas, y las corrientes que nos ayudaban, en pocos días llegamos en el paraje del gran río de Guazacualco, e no pudimos estar por ser el tiempo contrario, y muy abrazados con la tierra entramos en el río de Tonalá, que se puso nombre entonces San Antón, e allí se dio carena al un navío que hacía mucha agua, puesto que tocó tres veces al estar en la barra, que es muy baja; y estando aderezando nuestro navío vinieron muchos indios del puerto de Tonalá, que estaba una legua de allí, e trajeron pan de maíz y pescado e fruta, y con buena voluntad nos lo dieron; y el capitán les hizo muchos halagos e les mandó dar cuentas verdes y diamantes, e les dijo por señas que trajesen oro a rescatar, e que les daríamos de nuestro rescate; e traían joyas de oro bajo, e se les daban cuentas por ello.
Y desque lo supieron los de Guazacualco e de otros pueblos comarcanos que rescatábamos, también vinieron ellos con sus piecezuelas, e llevaron cuentas verdes, que aquellos tenían en mucho. Pues demás de aqueste rescate, traían comúnmente todos los indios de aquella provincia unas hachas de cobre muy lucidas, como por gentileza e a manera de armas, con unos cabos de palo muy pintados, y nosotros creímos que eran de oro bajo, e comenzamos a rescatar dellas; digo que en tres días se hubieron más de seiscientas dellas, y estábamos muy contentos con ellas, creyendo que eran de oro bajo, e los indios mucho más con las cuentas; mas todo salió vano que las hachas eran de cobre e las cuentas un poco de nada. E un marinero había rescatado secretamente siete hachas y estaba muy alegre con ellas, y parece ser que otro marinero lo dijo al capitán, e mandole que las diese; y porque rogamos por él, se las dejó, creyendo que eran de oro. También me acuerdo que un soldado que se decía Bartolomé Pardo fue a una casa de ídolos, que ya he dicho que se decía cues, que es como quien dice casa de sus dioses, que estaba en un cerro alto, y en aquella casa halló muchos ídolos, e copal, que es como incienso, que es con que zahuman, y cuchillos de pedernal, con que sacrificaban e retajaban, e unas arcas de madera, y en ellas muchas piezas de oro, que eran diademas e collares, e dos ídolos, y otros como cuentas; y aquel oro tomó el soldado para sí, y los ídolos del sacrificio trajo al capitán.
Y no faltó quien le vio e dijo al Grijalva, y se lo quería tomar; e rogámosle que se lo dejase; y como era de buena condición, que sacado el quinto de su majestad, que lo demás fuese para el pobre soldado; y no valía ochenta pesos. También quiero decir cómo Yo sembré unas pepitas de naranjas junto a otras casas de ídolos, y fue desta manera: que como había muchos mosquitos en aquel río, fuime a dormir a una casa alta de ídolos, e allí junto a aquella casa sembré siete u ocho pepitas de naranjas que había traído de Cuba, e nacieron muy bien; parece ser que los papas de aquellos ídolos les pusieron defensa para que no las comiesen hormigas, e las regaban e limpiaban desque vieron que eran plantas diferentes de las suyas. He traído aquí esto a la memoria para que se sepa que estos fueron los primeros naranjos que se plantaron en la Nueva-España, porque después de ganado México e pacíficos los pueblos sujetos de Guazacualo, túvose por la mejor provincia, por causa de estar en la mejor comodación de toda la Nueva-España, así por las minas, que las había, como por el buen puerto, y la tierra de suyo rica de oro y de pastos para ganados; a este efecto se pobló de los más principales conquistadores de México, e yo fui uno, e fui por mis naranjos y traspúselos, e salieron muy buenos. Bien se que dirán que no hace al propósito de mi relación estos cuentos viejos, y dejarlos he: e diré cómo quedaron todos los indios de aquellas provincias muy contentos, e luego nos embarcamos y vamos la vuelta de Cuba, y en cuarenta y cinco días, unas veces con buen tiempo y otras veces con contrario, llegamos a Santiago de Cuba, donde estaba el gobernador Diego Velázquez, y él nos hizo buen recibimiento; y desque vio el oro que traíamos, que sería cuatro mil pesos, e con el que trajo primero el capitán Pedro de Alvarado sería por todo unos veinte mil pesos, unos decían más e otros decían menos, e los oficiales de su majestad sacaron el real quinto; e también trajeron las seiscientas hachas que parecían de oro, e cuando las trajeron para quintar estaban tan mohosas, en fin como cobre que era, y allí hubo bien que reír y decir de la burla y del rescate.
Y el Diego Velázquez con todo esto estaba muy contento, puesto que parecía estar mal con el pariente Grijalva; e no tenía razón sino que el Alfonso de Ávila era mal acondicionado: y decía que el Grijalva era para poco, e no faltó el capitán Montejo, que le ayudó mal. Y cuando esto pasé, ya había otras pláticas para enviar otra armada, e a quién elegirían por capitán.
Y estando surtos todos tres navíos, y estando algo descuidados, vinieron por el río diez y seis canoas muy grandes llenas de indios de guerra, con arcos y flechas y lanzas, y vanse derechos al navío más pequeño, del cual era capitán Alonso de Ávila, y estaba más llegado a tierra, y dándole una rociada de flechas, que hirieron a dos soldados, echaron mano al navío como que lo querían llevar, y aun cortaron una amarra; y puesto que el capitán y los soldados peleaban bien, y trastornaron tres canoas, nosotros con gran presteza les ayudamos con nuestros bateles y escopetas y ballestas, y herimos más de la tercia parte de aquellas gentes; por manera que volvieron con la mala ventura por donde habían venido. Y luego alzamos áncoras e dimos vela, e seguimos costa a costa hasta que llegamos a una punta muy grande; y era tan mala de doblar, y las corrientes muchas, que no podíamos ir adelante; y el piloto Antón de Alaminos dijo al general que no era bien navegar más aquella derrota, e para ello se dieron muchas causas, y juego se tomó consejo de lo que se había de hacer, y fue acordado que diésemos la vuelta de la isla de Cuba, lo uno porque ya entraba el invierno e no había bastimentos, e un navío hacía mucha agua, y los capitanes disconformes, porque el Juan Grijalva decía que quería poblar, y el Francisco Montejo e Alonso de Ávila decían que no se podían sustentar por causa de los muchos guerreros que en la tierra había; e también todos nosotros los soldados estábamos hartos e muy trabajados de andar por la mar Así que dimos vuelta a todas velas, y las corrientes que nos ayudaban, en pocos días llegamos en el paraje del gran río de Guazacualco, e no pudimos estar por ser el tiempo contrario, y muy abrazados con la tierra entramos en el río de Tonalá, que se puso nombre entonces San Antón, e allí se dio carena al un navío que hacía mucha agua, puesto que tocó tres veces al estar en la barra, que es muy baja; y estando aderezando nuestro navío vinieron muchos indios del puerto de Tonalá, que estaba una legua de allí, e trajeron pan de maíz y pescado e fruta, y con buena voluntad nos lo dieron; y el capitán les hizo muchos halagos e les mandó dar cuentas verdes y diamantes, e les dijo por señas que trajesen oro a rescatar, e que les daríamos de nuestro rescate; e traían joyas de oro bajo, e se les daban cuentas por ello.
Y desque lo supieron los de Guazacualco e de otros pueblos comarcanos que rescatábamos, también vinieron ellos con sus piecezuelas, e llevaron cuentas verdes, que aquellos tenían en mucho. Pues demás de aqueste rescate, traían comúnmente todos los indios de aquella provincia unas hachas de cobre muy lucidas, como por gentileza e a manera de armas, con unos cabos de palo muy pintados, y nosotros creímos que eran de oro bajo, e comenzamos a rescatar dellas; digo que en tres días se hubieron más de seiscientas dellas, y estábamos muy contentos con ellas, creyendo que eran de oro bajo, e los indios mucho más con las cuentas; mas todo salió vano que las hachas eran de cobre e las cuentas un poco de nada. E un marinero había rescatado secretamente siete hachas y estaba muy alegre con ellas, y parece ser que otro marinero lo dijo al capitán, e mandole que las diese; y porque rogamos por él, se las dejó, creyendo que eran de oro. También me acuerdo que un soldado que se decía Bartolomé Pardo fue a una casa de ídolos, que ya he dicho que se decía cues, que es como quien dice casa de sus dioses, que estaba en un cerro alto, y en aquella casa halló muchos ídolos, e copal, que es como incienso, que es con que zahuman, y cuchillos de pedernal, con que sacrificaban e retajaban, e unas arcas de madera, y en ellas muchas piezas de oro, que eran diademas e collares, e dos ídolos, y otros como cuentas; y aquel oro tomó el soldado para sí, y los ídolos del sacrificio trajo al capitán.
Y no faltó quien le vio e dijo al Grijalva, y se lo quería tomar; e rogámosle que se lo dejase; y como era de buena condición, que sacado el quinto de su majestad, que lo demás fuese para el pobre soldado; y no valía ochenta pesos. También quiero decir cómo Yo sembré unas pepitas de naranjas junto a otras casas de ídolos, y fue desta manera: que como había muchos mosquitos en aquel río, fuime a dormir a una casa alta de ídolos, e allí junto a aquella casa sembré siete u ocho pepitas de naranjas que había traído de Cuba, e nacieron muy bien; parece ser que los papas de aquellos ídolos les pusieron defensa para que no las comiesen hormigas, e las regaban e limpiaban desque vieron que eran plantas diferentes de las suyas. He traído aquí esto a la memoria para que se sepa que estos fueron los primeros naranjos que se plantaron en la Nueva-España, porque después de ganado México e pacíficos los pueblos sujetos de Guazacualo, túvose por la mejor provincia, por causa de estar en la mejor comodación de toda la Nueva-España, así por las minas, que las había, como por el buen puerto, y la tierra de suyo rica de oro y de pastos para ganados; a este efecto se pobló de los más principales conquistadores de México, e yo fui uno, e fui por mis naranjos y traspúselos, e salieron muy buenos. Bien se que dirán que no hace al propósito de mi relación estos cuentos viejos, y dejarlos he: e diré cómo quedaron todos los indios de aquellas provincias muy contentos, e luego nos embarcamos y vamos la vuelta de Cuba, y en cuarenta y cinco días, unas veces con buen tiempo y otras veces con contrario, llegamos a Santiago de Cuba, donde estaba el gobernador Diego Velázquez, y él nos hizo buen recibimiento; y desque vio el oro que traíamos, que sería cuatro mil pesos, e con el que trajo primero el capitán Pedro de Alvarado sería por todo unos veinte mil pesos, unos decían más e otros decían menos, e los oficiales de su majestad sacaron el real quinto; e también trajeron las seiscientas hachas que parecían de oro, e cuando las trajeron para quintar estaban tan mohosas, en fin como cobre que era, y allí hubo bien que reír y decir de la burla y del rescate.
Y el Diego Velázquez con todo esto estaba muy contento, puesto que parecía estar mal con el pariente Grijalva; e no tenía razón sino que el Alfonso de Ávila era mal acondicionado: y decía que el Grijalva era para poco, e no faltó el capitán Montejo, que le ayudó mal. Y cuando esto pasé, ya había otras pláticas para enviar otra armada, e a quién elegirían por capitán.
CapÍtulo XVII
Cómo Diego Veláquez envió a Castilla a su procurador
Y aunque parezca a los lectores que va fuera de nuestra relación esto que yo traigo aquí a la memoria antes que entre en lo del capitán Hernando Cortés, conviene que se diga por las causas que adelante se verán, e también porque en un tiempo acaecen dos o tres cosas, y por fuerza hemos de hablar de una, la que más viene al propósito. Y el caso es que, como ya he dicho, cuando llegó el capitán de Alvarado a Santiago de Cuba con el oro que hubimos de las tierras que descubrimos, y el Diego Velázquez temió que primero que él hiciese relación a su majestad, que algún caballero privado en corte tenía relación dello y le hurtaba la bendición, a esta causa envió el Diego Velázquez a un su capellán, que se decía Benito Martín, hombre que entendía muy bien de negocios, a Castilla con probanzas, e cartas para don Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos, e se nombraba arzobispo de Rosano, y para el licenciado Luis Zapata e para el secretario Lope Conchillos, que en aquella sazón entendían en las cosas de las Indias, y Diego Velázquez era muy servidor del obispo y de los demás oidores, y como tal les dio pueblos de indios en la isla de Cuba, que les sacaban oro de las minas, e a esta causa hacía mucho por el Diego Velázquez, especialmente el obispo de Burgos, e no dio ningún pueblo de indios a su majestad, porque en aquella sazón estaba en Flandes; y demás de les haber dado los indios que dicho tengo, nuevamente envió a estos oidores muchas joyas de oro de lo que habíamos enviado con el capitán Alvarado, que eran veinte mil pesos, según dicho tengo, e no se hacía otra cosa en el real consejo de Indias sino lo que aquellos señores mandaban; e lo que enviaba a negociar Diego Velázquez era que le diesen licencia para rescatar e conquistar e poblar en todo lo que había descubierto y en lo que más descubriese, y decía en sus relaciones e cartas que había gastado muchos millares de pesos de oro en el descubrimiento.
Por manera que el capellán Benito Martín fue a Castilla y negoció todo lo que pidió, e aun más cumplidamente: que trajo provisión para el Diego Velázquez para ser adelantado de la isla de Cuba. Pues ya negociado lo que aquí por mí dicho, no dieron tan presto los despachos, que primero no saliese Cortés con otra armada. Quedarse ha aquí, así los despachos del Diego Veláquez como la armada de Cortés, e diré cómo estando escribiendo esta relación vi una crónica del cronista Francisco López de Gómara, y habla en lo de las conquistas de la Nueva-España e México; e lo que sobre ello me parece declarar, adonde hubiere contradicción sobre lo que dice Gómara, lo diré según y de la manera que pasó en las conquistas, y va muy diferente de lo que escribe, porque todo es contrario de la verdad.
Por manera que el capellán Benito Martín fue a Castilla y negoció todo lo que pidió, e aun más cumplidamente: que trajo provisión para el Diego Velázquez para ser adelantado de la isla de Cuba. Pues ya negociado lo que aquí por mí dicho, no dieron tan presto los despachos, que primero no saliese Cortés con otra armada. Quedarse ha aquí, así los despachos del Diego Veláquez como la armada de Cortés, e diré cómo estando escribiendo esta relación vi una crónica del cronista Francisco López de Gómara, y habla en lo de las conquistas de la Nueva-España e México; e lo que sobre ello me parece declarar, adonde hubiere contradicción sobre lo que dice Gómara, lo diré según y de la manera que pasó en las conquistas, y va muy diferente de lo que escribe, porque todo es contrario de la verdad.
CapÍtulo XVIII
De algunas advertencias acerca de lo que escribe Francisco López de Gómara, mal informado, en su historia
Estando escribiendo esta relación, acaso vi una historia de buen estilo, la cual se nombra de un Francisco López de Gómara, que había de las conquistas de México y Nueva-España, y cuando leí su gran retórica, y como mi obra es tan grosera, dejé de escribir en ella, y aun tuve vergüenza que pareciese entre personas notables; y estando tan perplejo como digo, torné a leer y a mirar las razones y pláticas que el Gómara en sus libros escribió, e vi desde el principio y medio hasta el cabo no llevaba buena relación, y va muy contrario de lo que fue e pasó en la Nueva-España; y cuando entró a decir de las grandes ciudades, y tantos números que dice que había de vecinos en ellas, que tanto se le dio poner ocho como ocho mil.
Pues de aquellas grandes matanzas que dice que hacíamos, siendo nosotros obra de cuatrocientos soldados los que andábamos en la guerra, que harto teníamos de defendernos que no nos matasen o llevasen de vencida; que aunque entuvieran los indios atados, no hiciéramos tantas muertes y crueldades como dice que hicimos; que juro ¡amén!, que cada día estábamos rogando a Dios y a nuestra señora no nos desbaratasen. Volviendo a nuestro cuento, Atalarico, muy bravísimo rey, e Atila, muy soberbio guerrero, en los campos catalanes no hicieron tantas muertes de hombres como dice que hacíamos. También dice que derrotamos y abrasamos muchas ciudades y templos, que son sus cues, donde tienen sus ídolos, y en aquello le parece a Gómara que place mucho a los oyentes que leen su historia, y no quiso ver ni entender cuando lo escribía que los verdaderos conquistadores y curiosos lectores que saben lo que pasó, claramente le dirán que en su historia en todo lo que escribe se engañó, y si en las demás historias que escribe de otras cosas va del arte del de la Nueva-España, también irá todo errado. Y es lo bueno que ensalza a unos capitanes y abaja a otros; y los que no se hallaron en las conquistas dice que fueron capitanes, y que un Pedro Dircio fue por capitán cuando el desbarate que hubo en un pueblo que le pusieron nombre Almería; porque el que fue por capitán en aquella entrada fue un Juan de Escalante, que murió en el desbarate con otros siete soldados; e dice que un Juan Velázquez de León fue a poblar a Guazacualeo; mas la verdad es así: que un Gonzalo de Sandoval, natural de Ávila, lo fue a poblar.
También dice cómo Cortés mandó quemar un indio que se decía Quezalpopoca, capitán de Montezuma, sobre la población que se quemó. El Gómara no acierta también lo que dice de la entrada que fuimos a un pueblo e fortaleza: Anga Panga escríbelo, mas no como pasó. Y de cuando en los arenales alzamos a Cortés por capitán general y justicia mayor, en todo le engañaron. Pues en la toma de un pueblo que se dice Chamula, en la provincia de Chiapa, tampoco acierta en lo que escribe. Pues otra cosa peor dice, que Cortés mandó secretamente barrenar los once navíos en que habíamos venido; antes fue público, porque claramente por consejo de todos los demás soldados mandó dar con ellos a través a ojos vistas, porque nos ayudase la gente de la mar que en ellos estaba, a velar y guerrear. Pues en lo de Juan de Grijalba, siendo buen capitán, te deshace e disminuye. Pues en lo de Francisco Fernández de Córdoba, habiendo él descubierto lo de Yucatán, lo pasa por alto. Y en lo de Francisco de Garay dice que vino él primero con cuatro navíos de lo de Pánuco antes que viniese con la armada postrera; en lo cual no acierta, como en lo demás. Pues en todo lo que escribe de cuando vino el capitán Narváez y de cómo le desbaratamos, escribe según e como las relaciones. Pues en las batallas de Taxcala hasta que hicimos las paces, en todo escribe muy lejos de lo que pasó. Pues las guerras de México de cuando nos desbarataron y echaron de la ciudad, e nos mataron e sacrificaron sobre ochocientos y sesenta soldados; digo otra vez sobre ochocientos y sesenta soldados, porque de mil trescientos que entramos al socorro de Pedro de Alvarado, e íbamos en aquel socorro los de Narváez e los de Cortés, que eran los mil y trescientos que he dicho, no escapamos sino cuatrocientos y cuarenta, e todos heridos, y dícelo de manera como si no fuera nada.
Pues desque tornamos a conquistar la gran ciudad de México e la ganamos, tampoco dice los soldados que nos mataron e hirieron en las conquistas, sino que todo lo hallábamos como quien va a bodas y regocijos. ¿Para qué meto yo aquí tanto la pluma en contar cada cosa por sí, que es gastar papel y tinta? Porque si en todo lo que escribe va de aquesta arte, es gran lástima; y puesto que él lleve buen estilo, había de ver que para que diese fe a lo que dice, que en esto se había de esmerar. Dejemos esta plática, e volveré a mi materia; que después de bien mirado todo lo que he dicho que escribe el Gómara, que por ser tan lejos de lo que pasó es en perjuicio de tantos, torno a proseguir en mi relación e historia; porque dicen sabios varones que la buena política y agraciado componer es decir verdad en lo que escribieren, y la mera verdad resiste a mi rudeza; y mirando en esto que he dicho, acordé, de seguir mi intento con el ornato y pláticas que adelante se verán, para que salga a luz y se vean las conquistas de la Nueva-España claramente y como se han de ver, y su majestad sea servido conocer los grandes e notables servicios que le hicimos los verdaderos conquistadores, pues tan pocos soldados como vinimos a estas tierras con el venturoso y buen capitán Hernando Cortés, nos pusimos a tan grandes peligros y le ganamos ésta tierra, que es una buena parte de las del Nuevo-Mundo, puesto que su majestad, como cristianísimo rey y señor nuestro, nos lo ha mandado muchas veces gratificar; y dejaré de hablar acerca desto, porque hay mucho que decir.
Pues de aquellas grandes matanzas que dice que hacíamos, siendo nosotros obra de cuatrocientos soldados los que andábamos en la guerra, que harto teníamos de defendernos que no nos matasen o llevasen de vencida; que aunque entuvieran los indios atados, no hiciéramos tantas muertes y crueldades como dice que hicimos; que juro ¡amén!, que cada día estábamos rogando a Dios y a nuestra señora no nos desbaratasen. Volviendo a nuestro cuento, Atalarico, muy bravísimo rey, e Atila, muy soberbio guerrero, en los campos catalanes no hicieron tantas muertes de hombres como dice que hacíamos. También dice que derrotamos y abrasamos muchas ciudades y templos, que son sus cues, donde tienen sus ídolos, y en aquello le parece a Gómara que place mucho a los oyentes que leen su historia, y no quiso ver ni entender cuando lo escribía que los verdaderos conquistadores y curiosos lectores que saben lo que pasó, claramente le dirán que en su historia en todo lo que escribe se engañó, y si en las demás historias que escribe de otras cosas va del arte del de la Nueva-España, también irá todo errado. Y es lo bueno que ensalza a unos capitanes y abaja a otros; y los que no se hallaron en las conquistas dice que fueron capitanes, y que un Pedro Dircio fue por capitán cuando el desbarate que hubo en un pueblo que le pusieron nombre Almería; porque el que fue por capitán en aquella entrada fue un Juan de Escalante, que murió en el desbarate con otros siete soldados; e dice que un Juan Velázquez de León fue a poblar a Guazacualeo; mas la verdad es así: que un Gonzalo de Sandoval, natural de Ávila, lo fue a poblar.
También dice cómo Cortés mandó quemar un indio que se decía Quezalpopoca, capitán de Montezuma, sobre la población que se quemó. El Gómara no acierta también lo que dice de la entrada que fuimos a un pueblo e fortaleza: Anga Panga escríbelo, mas no como pasó. Y de cuando en los arenales alzamos a Cortés por capitán general y justicia mayor, en todo le engañaron. Pues en la toma de un pueblo que se dice Chamula, en la provincia de Chiapa, tampoco acierta en lo que escribe. Pues otra cosa peor dice, que Cortés mandó secretamente barrenar los once navíos en que habíamos venido; antes fue público, porque claramente por consejo de todos los demás soldados mandó dar con ellos a través a ojos vistas, porque nos ayudase la gente de la mar que en ellos estaba, a velar y guerrear. Pues en lo de Juan de Grijalba, siendo buen capitán, te deshace e disminuye. Pues en lo de Francisco Fernández de Córdoba, habiendo él descubierto lo de Yucatán, lo pasa por alto. Y en lo de Francisco de Garay dice que vino él primero con cuatro navíos de lo de Pánuco antes que viniese con la armada postrera; en lo cual no acierta, como en lo demás. Pues en todo lo que escribe de cuando vino el capitán Narváez y de cómo le desbaratamos, escribe según e como las relaciones. Pues en las batallas de Taxcala hasta que hicimos las paces, en todo escribe muy lejos de lo que pasó. Pues las guerras de México de cuando nos desbarataron y echaron de la ciudad, e nos mataron e sacrificaron sobre ochocientos y sesenta soldados; digo otra vez sobre ochocientos y sesenta soldados, porque de mil trescientos que entramos al socorro de Pedro de Alvarado, e íbamos en aquel socorro los de Narváez e los de Cortés, que eran los mil y trescientos que he dicho, no escapamos sino cuatrocientos y cuarenta, e todos heridos, y dícelo de manera como si no fuera nada.
Pues desque tornamos a conquistar la gran ciudad de México e la ganamos, tampoco dice los soldados que nos mataron e hirieron en las conquistas, sino que todo lo hallábamos como quien va a bodas y regocijos. ¿Para qué meto yo aquí tanto la pluma en contar cada cosa por sí, que es gastar papel y tinta? Porque si en todo lo que escribe va de aquesta arte, es gran lástima; y puesto que él lleve buen estilo, había de ver que para que diese fe a lo que dice, que en esto se había de esmerar. Dejemos esta plática, e volveré a mi materia; que después de bien mirado todo lo que he dicho que escribe el Gómara, que por ser tan lejos de lo que pasó es en perjuicio de tantos, torno a proseguir en mi relación e historia; porque dicen sabios varones que la buena política y agraciado componer es decir verdad en lo que escribieren, y la mera verdad resiste a mi rudeza; y mirando en esto que he dicho, acordé, de seguir mi intento con el ornato y pláticas que adelante se verán, para que salga a luz y se vean las conquistas de la Nueva-España claramente y como se han de ver, y su majestad sea servido conocer los grandes e notables servicios que le hicimos los verdaderos conquistadores, pues tan pocos soldados como vinimos a estas tierras con el venturoso y buen capitán Hernando Cortés, nos pusimos a tan grandes peligros y le ganamos ésta tierra, que es una buena parte de las del Nuevo-Mundo, puesto que su majestad, como cristianísimo rey y señor nuestro, nos lo ha mandado muchas veces gratificar; y dejaré de hablar acerca desto, porque hay mucho que decir.
Y quiero volver con la pluma en la mano, como el buen piloto lleva la sonda por la mar, descubriendo los bajos cuando siente que los hay, así haré yo en caminar, a la verdad de lo que pasó, la historia del cronista Gómara, y no será todo en lo que escribe; porque si parte por parte se hubiese de escribir, sería más la costa en coger la rebusca que en las verdaderas vendimias. Digo que sobre esta mi relación pueden los cronistas sublimar e dar loas cuantas quisieren, así al capitán Cortés como a los fuertes conquistadores, pues tan grande y santa empresa salió de nuestras manos, pues ello mismo da fe muy verdadera; y no son cuentos de naciones extrañas, ni sueños ni porfías, que ayer pasó a manera de decir, si no vean toda la Nueva-España qué cosa es. Y lo que sobre ello escriben, diremos lo que en aquellos tiempos nos hallamos ser verdad, como testigos de vista, e no estaremos hablando las contrariedades y falsas relaciones (como decimos) de los que escribieron de oídas, pues sabemos que la verdad es cosa sagrada; y quiero dejar de más hablar en esta materia; y aunque había bien que decir della e lo que se sospechó del cronista que le dieron falsas relaciones cuando hacía aquella historia; porque toda la honra y prez della la dio solo al marqués don Hernando Cortés, e no hizo memoria de ninguno de nuestros valerosos capitanes y fuertes soldados; y bien se parece en todo lo que el Gómara escribe en su historia serle muy aficionado, pues a su hijo, el marqués que ahora es, le eligió su crónica e obra, e la dejó de elegir a nuestro rey y señor; y no solamente el Francisco López de Gómara escribió tantos borrones e cosas que no son verdaderas, de que ha hecho mucho daño a muchos escritores e cronistas que después del Gómara han escrito en Las cosas de la Nueva-España, como es el doctor Illescas y Pablo Iovio, que se van por sus mismas palabras y escriben ni más ni menos que el Gómara: Por manera que lo que sobre esta materia escribieron es porque les ha hecho errar el Gómara.
CapÍtulo XIX
Cómo vinimos otra vez con otra armada a las tierras nuevamente descubiertas, y por capitán de la armada Hernando Cortés, que después fue marqués del Valle y tuvo otros ditados, y de las contrariedades que hubo para le estorbar que no fuese capitán
En 15 días del mes de noviembre de 1518 años, vuelto el capitán Juan de Grijalva de descubrir las tierras nuevas (como dicho habemos), el gobernador Diego Velázquez ordenaba de enviar otra armada muy mayor que las de antes, y para ello tenía ya diez navíos en el puerto de Santiago de Cuba; los cuatro dellos eran en los que volvimos cuando lo de Juan de Grijalva, porque luego les hizo dar carena y adobar, y los otros seis recogieron de toda la isla, y los hizo proveer de bastimento, que era pan cazabe y tocino, porque en aquella sazón no había en la isla de Cuba ganado vacuno ni carneros, y este bastimento no era para más de hasta llegar a la Habana, porque allí habíamos de hacer todo el matalotaje, como se hizo. Y dejemos de hablar en esto, y volvamos a decir las diferencias que se hubo en elegir capitán para aquel viaje. Había muchos debates y contrariedades, porque ciertos caballeros decían que viniese un capitán de calidad, que se decía Vasco Porcallo, pariente cercano del conde de Feria, y temióse el Diego Velázquez que se alzaría con la armada, porque era atrevido; otros decían que viniese Agustín Bermúdez o un Antonio Velázquez Borrego o un Bernardino Velázquez, parientes del gobernador Diego Velázquez; y todos los más soldados que allí nos hallamos decíamos que volviese el Juan de Grijalva, pues era buen capitán y no había falta en su persona y en saber mandar.
Andando las cosas y conciertos desta manera que aquí he dicho, dos grandes privados del Diego Velázquez, que se decían Andrés de Duero, secretario del mismo gobernador, y un Amador de Lares, contador de su majestad, hicieron secretamente compañía con un buen hidalgo, que se decía Hernando Cortés, natural de Medellín, el cual fue hijo de Martín Cortés de Monroy y de Catalina Pizarro Altamirano, e ambos hijosdalgo, aunque pobres; e así era por la parte de su padre Cortés y Monroy, y la de su madre Pizarro e Altamirano: fue de los buenos linajes de Extremadura, e tenía indios de encomienda en aquella isla, e poco tiempo había que se había casado por amores con una señora que se decía doña Catalina Xuárez Pacheco, y esta señora era hija de Diego Xuárez Pacheco, ya difunto, natural de la ciudad de Ávila, y de María de Marcaida, vizcaína y hermana de Juan Xuárez Pacheco, y éste, después que se ganó la Nueva-España, fue vecino y encomendado en México; y sobre este casamiento de Cortés le sucedieron muchas pesadumbres y prisiones; porque Diego Velázquez favoreció las partes della, como más largo contarán otros; y así pasaré adelante y diré acerca de la compañía, y fue desta manera: que concertaron estos dos grandes privados del Diego Velázquez que le hiciesen dar a Hernando Cortés la capitanía general de toda la armada, y que partirían entre todos tres la ganancia del oro y plata y joyas de la parte que lo cupiese a Cortés; porque secretamente el Diego Velázquez enviaba a rescatar, y no a poblar.
Pues hecho este concierto, tienen tales modos el Duero y el contador con el Diego Velázquez, y le dicen tan buenas y melosas palabras, loando mucho a Cortés, que es persona en quien cabe aquel cargo, y para capitán muy esforzado, y que le sería muy fiel, pues era su ahijado, porque fue su padrino cuando Cortés se veló con doña Catalina Xuárez Pacheco: por manera que le persuadieron a ello y luego se eligió por capitán general; y el Andrés de Duero, como era secretario del gobernador, no tardó de hacer las provisiones, como dice en el refrán, de muy buena tinta, y como Cortés las quiso bastantes, y se las trajo firmadas. Ya publicada su elección, a unas personas les placía y a otras les pesaba. Y un domingo, yendo a misa el Diego Velázquez, como era gobernador, íbanle acompañando las más nobles personas y vecinos que había en aquella villa, y llevaba a Hernando Cortés a su lado derecho por le honrar; e iba delante del Diego Velázquez un truhán que se decía Cervantes «el loco», haciendo gestos y chocarrerías: «A la gala de mi amo; Diego, Diego, ¿qué capitán has elegido? Que es de Medellín de Extremadura, capitán de gran ventura. Mas temo, Diego, no se te alce con el armada; que le juzgo por muy gran varón en sus cosas.» Y decía otras locuras, que todas iban inclinadas a malicia. Y porque lo iba diciendo de aquella manera le dio de pescotazos el Andrés de Duero, que iba allí junto con Cortés, y le dijo: «Calla, borracho, loco, no seas más bellaco; que bien entendido tenemos que esas malicias, so color de gracias, no salen de ti»; y todavía el loco iba diciendo: «Viva, viva la gala de mi amo Diego y del su venturoso capitán Cortés.
E juro a tal, mi amo Diego, que por no te ver llorar tu mal recaudo que ahora has hecho, yo me quiero ir con Cortés a aquellas ricas tierras.» Túvose por cierto que dieron los Velázquez parientes del gobernador ciertos pesos de oro a aquel chocarrero porque dijese aquellas malicias, so color de gracias. Y todo salió verdad como lo dijo. Dicen que los locos muchas veces aciertan en lo que hablan; y fue elegido Hernando Cortés, por la gracia de Dios, para ensalzar nuestra santa fe y servir a su majestad, como adelante se dirá.
Andando las cosas y conciertos desta manera que aquí he dicho, dos grandes privados del Diego Velázquez, que se decían Andrés de Duero, secretario del mismo gobernador, y un Amador de Lares, contador de su majestad, hicieron secretamente compañía con un buen hidalgo, que se decía Hernando Cortés, natural de Medellín, el cual fue hijo de Martín Cortés de Monroy y de Catalina Pizarro Altamirano, e ambos hijosdalgo, aunque pobres; e así era por la parte de su padre Cortés y Monroy, y la de su madre Pizarro e Altamirano: fue de los buenos linajes de Extremadura, e tenía indios de encomienda en aquella isla, e poco tiempo había que se había casado por amores con una señora que se decía doña Catalina Xuárez Pacheco, y esta señora era hija de Diego Xuárez Pacheco, ya difunto, natural de la ciudad de Ávila, y de María de Marcaida, vizcaína y hermana de Juan Xuárez Pacheco, y éste, después que se ganó la Nueva-España, fue vecino y encomendado en México; y sobre este casamiento de Cortés le sucedieron muchas pesadumbres y prisiones; porque Diego Velázquez favoreció las partes della, como más largo contarán otros; y así pasaré adelante y diré acerca de la compañía, y fue desta manera: que concertaron estos dos grandes privados del Diego Velázquez que le hiciesen dar a Hernando Cortés la capitanía general de toda la armada, y que partirían entre todos tres la ganancia del oro y plata y joyas de la parte que lo cupiese a Cortés; porque secretamente el Diego Velázquez enviaba a rescatar, y no a poblar.
Pues hecho este concierto, tienen tales modos el Duero y el contador con el Diego Velázquez, y le dicen tan buenas y melosas palabras, loando mucho a Cortés, que es persona en quien cabe aquel cargo, y para capitán muy esforzado, y que le sería muy fiel, pues era su ahijado, porque fue su padrino cuando Cortés se veló con doña Catalina Xuárez Pacheco: por manera que le persuadieron a ello y luego se eligió por capitán general; y el Andrés de Duero, como era secretario del gobernador, no tardó de hacer las provisiones, como dice en el refrán, de muy buena tinta, y como Cortés las quiso bastantes, y se las trajo firmadas. Ya publicada su elección, a unas personas les placía y a otras les pesaba. Y un domingo, yendo a misa el Diego Velázquez, como era gobernador, íbanle acompañando las más nobles personas y vecinos que había en aquella villa, y llevaba a Hernando Cortés a su lado derecho por le honrar; e iba delante del Diego Velázquez un truhán que se decía Cervantes «el loco», haciendo gestos y chocarrerías: «A la gala de mi amo; Diego, Diego, ¿qué capitán has elegido? Que es de Medellín de Extremadura, capitán de gran ventura. Mas temo, Diego, no se te alce con el armada; que le juzgo por muy gran varón en sus cosas.» Y decía otras locuras, que todas iban inclinadas a malicia. Y porque lo iba diciendo de aquella manera le dio de pescotazos el Andrés de Duero, que iba allí junto con Cortés, y le dijo: «Calla, borracho, loco, no seas más bellaco; que bien entendido tenemos que esas malicias, so color de gracias, no salen de ti»; y todavía el loco iba diciendo: «Viva, viva la gala de mi amo Diego y del su venturoso capitán Cortés.
E juro a tal, mi amo Diego, que por no te ver llorar tu mal recaudo que ahora has hecho, yo me quiero ir con Cortés a aquellas ricas tierras.» Túvose por cierto que dieron los Velázquez parientes del gobernador ciertos pesos de oro a aquel chocarrero porque dijese aquellas malicias, so color de gracias. Y todo salió verdad como lo dijo. Dicen que los locos muchas veces aciertan en lo que hablan; y fue elegido Hernando Cortés, por la gracia de Dios, para ensalzar nuestra santa fe y servir a su majestad, como adelante se dirá.
CapÍtulo XX
De las cosas que hizo y entendió el capitán Hernando Cortés después que fue elegido por capitán, como dicho es
Pues como ya fue elegido Hernando Cortés por general de la armada que dicho tengo, comenzó a buscar todo género de armas, así escopetas como pólvora y ballestas, e todos cuantos pertrechos de guerra pudo haber, y buscar todas cuantas maneras de rescate, y también otras cosas pertenecientes para aquel viaje. E demás desto, se comenzó de pulir e abellidar en su persona mucho más que de antes, e se puso un penacho de plumas con su medalla de oro, que le parecía muy bien. Pues para hacer aquestos gastos que he dicho no tenía de qué, porque en aquella sazón estaba muy adeudado y pobre, puesto que tenía buenos indios de encomienda y le daban buena renta de las minas de oro; mas todo lo gastaba en su persona y en atavíos de su mujer, que era recién casado.
Era apacible en su persona y bienquisto y de buena conversación, y había sido dos veces alcalde en la villa de Santiago de Baracoa, adonde era vecino, porque en aquestas tierras se tiene por mucha honra. Y como ciertos mercaderes amigos suyos, que se decían Jaime Tría o Jerónimo Tría y un Pedro de Jerez, le vieron con la capitanía y prosperado, le prestaron cuatro mil pesos de oro y le dieron otras mercaderías sobre la renta de sus indios, y luego hizo hacer unas lazadas de oro, que puso en una ropa de terciopelo, y mandó hacer estandartes y banderas labradas de oro con las armas reales, y una cruz de cada parte juntamente con las armas de nuestro rey y señor, con un letrero en latín, que decía: «Hermanos, sigamos la señal de la santa cruz con fe verdadera, que con ella venceremos»; y luego mandó dar pregones y tocar sus atambores y trompetas en nombre de su majestad, y en su real nombre por Diego Velázquez: para que cualesquier personas que quisiesen ir en su compañía a las tierras nuevamente descubiertas a las conquistas y poblar, les darían sus partes del oro, plata y joyas que se hubiese, y encomiendas de indios después de pacificadas, y que para ella tenía licencia el Diego Velázquez de su majestad. E puesto que se pregonó de la licencia del rey nuestro señor, aun no había venido con ella de Castilla el capellán Benito Martín, que fue el que Diego Velázquez hubo despachado a Castilla para que lo trajese, como dicho tengo en el capítulo que dello habla.
Pues como se supo esta nueva en toda la isla de Cuba, y también Cortés escribió a todas las villas a sus amigos que se aparejasen para ir con él aquel viaje, unos vendían sus haciendas para buscar armas y caballos, otros comenzaban a hacer cazabe y salar tocinos para matalotaje, y se colchaban armas y se apercibían de lo que habían de menester lo mejor que podían. De manera que nos juntamos en Santiago de Cuba, donde salimos con el armada, más de trescientos soldados; y de la casa del mismo Diego Velázquez vinieron los más principales que tenía a su servicio, que era un Diego de Ordás, su mayordomo mayor, y a este el mismo Velázquez lo envió para que mirase y entendiese no hubiese alguna mala traza en la armada; que siempre se temió de Cortés, aunque lo disimulaba; y vino un Francisco de Morla y un Escobar y un Heredia, y Juan Ruano y Pedro Escudero, y un Martín Ramos de Lares, vizcaíno, y ¿tros muchos que eran amigos y paniaguados del Diego Velázquez. E yo me pongo a la postre, ya que estos soldados pongo aquí por memoria, y no a otros, porque en su tiempo y sazón los nombraré a todos los que se me acordare. Y como Cortés andaba muy solícito en aviar su armada, y en todo se daba mucha prisa, como ya la malicia y envidia reinaba siempre en ––aquellos deudos del Diego Velázquez, estaban afrentados como no se fiaba el pariente dellos, y dio aquel cargo y capitanía a Cortés, sabiendo que le había tenido por su grande enemigo pocos días había sobre el casamiento de la mujer de Cortés, que se decía Catalina Xuárez la Marcaida (como dicho tengo); y a esta causa andaban murmurando del pariente Diego de Velázquez y aun de Cortés, y por todas las vías que podían le revolvían con el Diego Velázquez para que en todas maneras le revocasen el poder; de lo cual tenía dello aviso el Cortés, y a esta causa no se quitaba de la compañía de estar con el gobernador y siempre mostrándose muy gran su servidor.
El decía que le había de hacer muy ilustre señor e rico en poco tiempo. Y demás desto, el Andrés de Duero avisaba siempre a Cortés que se diese prisa en embarcar, porque ya tenían trastrocado al Diego Velázquez con importunidades de aquellos sus parientes los Velázquez. Y desque aquello vio Cortés, mandó a su mujer doña Catalina Xuárez la Marcaida que todo lo que hubiese de llevar de bastimento y otros regalos que suelen hacer para sus maridos, en especial para tal jornada, se llevase luego a embarcar a los navíos. E ya tenía mandado apregonar e apregonado, e apercibido a los maestres y pilotos y a todos los soldados, que para tal día y noche no quedase ninguno en tierra. Y desque aquello tuvo mandado y los vio todos embarcados, se fue a despedir del Diego Velázquez, acompañado de aquellos sus grandes amigos y compañeros, Andrés de Duero y el contador Amador de Lares, y todos los más nobles vecinos de aquella villa; y después de muchos ofrecimientos y abrazos de Cortés al gobernador y del gobernador a Cortés, se despidió de él; y al otro día muy de mañana, después de haber oído misa, nos fuimos a los navíos, y el mismo Diego Velázquez le tornó a acompañar, y otros muchos hidalgos, hasta hacernos a la vela, y con próspero tiempo en pocos días llegamos a la villa de la Trinidad; y tomado puerto y saltados en tierra, lo que allí le avino a Cortés adelante se dirá. Aquí en esta relación verán lo que a Cortés le acaeció y las contrariedades que tuvo hasta elegir por capitán y todo lo demás ya por mí dicho; y sobre ello miren lo que dice Gómara en su historia, y hallarán ser muy contrario lo uno de lo otro, y cómo a Andrés de Duero, siendo secretario que mandaba la isla de Cuba, le hace mercader, y al Diego dc Ordás, que vino ahora con Cortés, dijo que había venido con Grijalva. Dejemos al Gómara y a su mala relación, y digamos cómo desembarcamos con Cortés en la villa de La Trinidad.
Era apacible en su persona y bienquisto y de buena conversación, y había sido dos veces alcalde en la villa de Santiago de Baracoa, adonde era vecino, porque en aquestas tierras se tiene por mucha honra. Y como ciertos mercaderes amigos suyos, que se decían Jaime Tría o Jerónimo Tría y un Pedro de Jerez, le vieron con la capitanía y prosperado, le prestaron cuatro mil pesos de oro y le dieron otras mercaderías sobre la renta de sus indios, y luego hizo hacer unas lazadas de oro, que puso en una ropa de terciopelo, y mandó hacer estandartes y banderas labradas de oro con las armas reales, y una cruz de cada parte juntamente con las armas de nuestro rey y señor, con un letrero en latín, que decía: «Hermanos, sigamos la señal de la santa cruz con fe verdadera, que con ella venceremos»; y luego mandó dar pregones y tocar sus atambores y trompetas en nombre de su majestad, y en su real nombre por Diego Velázquez: para que cualesquier personas que quisiesen ir en su compañía a las tierras nuevamente descubiertas a las conquistas y poblar, les darían sus partes del oro, plata y joyas que se hubiese, y encomiendas de indios después de pacificadas, y que para ella tenía licencia el Diego Velázquez de su majestad. E puesto que se pregonó de la licencia del rey nuestro señor, aun no había venido con ella de Castilla el capellán Benito Martín, que fue el que Diego Velázquez hubo despachado a Castilla para que lo trajese, como dicho tengo en el capítulo que dello habla.
Pues como se supo esta nueva en toda la isla de Cuba, y también Cortés escribió a todas las villas a sus amigos que se aparejasen para ir con él aquel viaje, unos vendían sus haciendas para buscar armas y caballos, otros comenzaban a hacer cazabe y salar tocinos para matalotaje, y se colchaban armas y se apercibían de lo que habían de menester lo mejor que podían. De manera que nos juntamos en Santiago de Cuba, donde salimos con el armada, más de trescientos soldados; y de la casa del mismo Diego Velázquez vinieron los más principales que tenía a su servicio, que era un Diego de Ordás, su mayordomo mayor, y a este el mismo Velázquez lo envió para que mirase y entendiese no hubiese alguna mala traza en la armada; que siempre se temió de Cortés, aunque lo disimulaba; y vino un Francisco de Morla y un Escobar y un Heredia, y Juan Ruano y Pedro Escudero, y un Martín Ramos de Lares, vizcaíno, y ¿tros muchos que eran amigos y paniaguados del Diego Velázquez. E yo me pongo a la postre, ya que estos soldados pongo aquí por memoria, y no a otros, porque en su tiempo y sazón los nombraré a todos los que se me acordare. Y como Cortés andaba muy solícito en aviar su armada, y en todo se daba mucha prisa, como ya la malicia y envidia reinaba siempre en ––aquellos deudos del Diego Velázquez, estaban afrentados como no se fiaba el pariente dellos, y dio aquel cargo y capitanía a Cortés, sabiendo que le había tenido por su grande enemigo pocos días había sobre el casamiento de la mujer de Cortés, que se decía Catalina Xuárez la Marcaida (como dicho tengo); y a esta causa andaban murmurando del pariente Diego de Velázquez y aun de Cortés, y por todas las vías que podían le revolvían con el Diego Velázquez para que en todas maneras le revocasen el poder; de lo cual tenía dello aviso el Cortés, y a esta causa no se quitaba de la compañía de estar con el gobernador y siempre mostrándose muy gran su servidor.
El decía que le había de hacer muy ilustre señor e rico en poco tiempo. Y demás desto, el Andrés de Duero avisaba siempre a Cortés que se diese prisa en embarcar, porque ya tenían trastrocado al Diego Velázquez con importunidades de aquellos sus parientes los Velázquez. Y desque aquello vio Cortés, mandó a su mujer doña Catalina Xuárez la Marcaida que todo lo que hubiese de llevar de bastimento y otros regalos que suelen hacer para sus maridos, en especial para tal jornada, se llevase luego a embarcar a los navíos. E ya tenía mandado apregonar e apregonado, e apercibido a los maestres y pilotos y a todos los soldados, que para tal día y noche no quedase ninguno en tierra. Y desque aquello tuvo mandado y los vio todos embarcados, se fue a despedir del Diego Velázquez, acompañado de aquellos sus grandes amigos y compañeros, Andrés de Duero y el contador Amador de Lares, y todos los más nobles vecinos de aquella villa; y después de muchos ofrecimientos y abrazos de Cortés al gobernador y del gobernador a Cortés, se despidió de él; y al otro día muy de mañana, después de haber oído misa, nos fuimos a los navíos, y el mismo Diego Velázquez le tornó a acompañar, y otros muchos hidalgos, hasta hacernos a la vela, y con próspero tiempo en pocos días llegamos a la villa de la Trinidad; y tomado puerto y saltados en tierra, lo que allí le avino a Cortés adelante se dirá. Aquí en esta relación verán lo que a Cortés le acaeció y las contrariedades que tuvo hasta elegir por capitán y todo lo demás ya por mí dicho; y sobre ello miren lo que dice Gómara en su historia, y hallarán ser muy contrario lo uno de lo otro, y cómo a Andrés de Duero, siendo secretario que mandaba la isla de Cuba, le hace mercader, y al Diego dc Ordás, que vino ahora con Cortés, dijo que había venido con Grijalva. Dejemos al Gómara y a su mala relación, y digamos cómo desembarcamos con Cortés en la villa de La Trinidad.