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Datos principales


Desarrollo



CapÍtulo XXI
 
De lo que Cortés hizo desque llegó a la villa de la Trinidad, y de los caballeros y soldados que allí nos juntamos para ir en su compañía, y de lo que más le avino
E así como desembarcamos en el puerto de la villa de la Trinidad, y salidos en tierra, y como los vecinos lo supieron, luego fueron a recibir a Cortés Y a todos nosotros los que veníamos en su compañía, y a darnos el parabién venido a su villa, y llevaron a Cortés a aposentar entre los vecinos, porque había en aquella villa poblados muy buenos hidalgos; y luego mandó Cortés poner su estandarte delante de su posada y dar pregones, como se había hecho en la villa de Santiago, y mandó buscar todas las ballestas y escopetas que había, y comprar otras cosas necesarias y aun bastimentos; y de aquesta villa salieron hidalgos para ir con nosotros, y todos hermanos; que fue el capitán Pedro de Alvarado y Gonzalo de Alvarado y Jorge de Alvarado y Gonzalo y Gómez e Juan de Alvarado el viejo, que era bastardo; el capitán Pedro, de Alvarado es el por mí muchas veces nombrado; e también salió de aquesta villa Alonso de Ávila, natural de Ávila, capitán que fue cuando lo de Grijalva, e salió Juan de Escalante e Pedro Sánchez Farfán, natural de Sevilla, y Gonzalo Mejía, que fue tesorero en lo de México, e un Baena y Juanes de Fuenterrabía, y Cristóbal de Olí, el muy esforzado, que fue maestre de campo en la toma de la ciudad de México y en todas las guerras de la Nueva-España, e Ortiz el músico, e un Gaspar Sánchez, sobrino del tesorero de Cuba, e un Diego de Pineda o Pinedo, y un Alonso Rodríguez, que tenía unas minas ricas de oro, y un Bartolomé García y otros hidalgos que no me acuerdo sus nombres, y todas personas de mucha valía.

Y desde la Trinidad escribió Cortés a la villa de Santispíritus, que estaba de allí diez y ocho leguas, haciendo saber a todos los vecinos como iba a aquel viaje a servir a su majestad, y con palabras sabrosas e ofrecimientos para atraer a sí muchas personas de calidad que estaban en aquella villa poblados, que se decían Alonso Hernández Puertocarrero, Primo del conde de Medellín, y Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor e gobernador que fue ocho meses, y capitán que después fue en la Nueva-España, y a Juan Velázquez de León, pariente del gobernador Velázquez, y Rodrigo Rangel y Gonzalo López de Jimena y su hermano Juan López, y Juan Sedeño. Este Juan Sedeño era vecino de aquella villa; y declárolo así porque había en nuestra armada otros dos Juan Sedeños; y todos estos que he nombrado, personas muy generosas, vinieron a la villa de la Trinidad, donde Cortés estaba; y como lo supo que venían, los salió a recibir con todos nosotros los soldados que estábamos en su compañía y se dispararon muchos tiros de artillería y les mostró mucho amor y ellos le tenían grande acato. Digamos ahora cómo todas las personas que he nombrado, vecinos de la Trinidad, tenían sus estancias, donde hacían el pan cazabe, y manadas de puercos, cerca de aquella villa, y cada uno procuró de poner el más bastimento que podía. Pues estando desta manera recogiendo soldados y comprando caballos, que en aquella sazón e tiempo no los había, sino muy pocos y caros; y como aquel hidalgo por mí ya nombrado, que se decía Alonso Hernández Puertocarrero, no tenía caballo ni aun de qué comprarlo, Cortés le compró una yegua rucia y dio por ella unas lazadas de oro que traía en la ropa de terciopelo que mandó hacer en Santiago de Cuba (como dicho tengo); y en aquel instante vino un navío de la Habana a aquel puerto de la Trinidad, que traía un Juan Sedeño, vecino de la misma Habana, cargado de pan cazabe y tocinos, que iba a vender a unas minas de oro cerca de Santiago de Cuba; y como saltó en tierra el Juan Sedeño, fue a besar las manos a Cortés, y después de muchas pláticas que tuvieron, le compré el navío y tocinos y cazabe fiado, y se fue el Juan Sedeño con nosotros.

Ya teníamos once navíos, y todo se nos hacía prósperamente, gracias a Dios por ello; y estando de la manera que dicho, envió Diego Velázquez cartas y mandamientos para que detengan la armada a Cortés, lo cual verán adelante lo que pasó.
 
 
CapÍtulo XXII
 
Cómo el gobernador Diego Velázquez envió dos criados suyos en posta a la villa de la Trinidad con poderes y mandamientos para revocar a Cortés el poder de ser capitán y tomarle la armada; y lo que pasó diré adelante
Quiero volver algo atrás de nuestra plática para decir que como salimos de Santiago de Cuba con todos los navíos de la manera que he dicho, dijeron a Diego Velázquez tales palabras contra Cortés, que le hicieron volver la hoja; porque le acusaban que ya iba alzado y que salió del puerto como a cencerros tapados, y que le habían oído decir que aunque pesase al Diego Velázquez había de ser capitán, y que por este efecto había embarcado todos sus soldados en los navíos de noche, para si le quitasen la capitanía por fuerza hacerse a la vela, y que le habían engañado al Velázquez su secretario Andrés de Duero y el contador Amador de Lares, y que por tratos que habla entre ellos y entre Cortés, que le habían hecho dar aquella capitanía. E quien más metió la mano en ello para convocar al Diego Velázquez que le revocase luego el poder eran sus parientes Velázquez, ––y un viejo que se decía Juan Millán, que le llamaban «el astrólogo»; otros decían que tenía ramos de locura e que era atronado, y este viejo decía muchas veces al Diego Velázquez: «Mirad, señor, que Cortés se vengará ahora de vos de cuando le tuvistes preso, y como es mañoso, os ha de echar a perder si no lo remediáis presto.

» A estas palabras y otras muchas que le decían dio oídos a ellas, y con mucha brevedad envió dos mozos de espuelas, de quien se fiaba, con mandamientos y provisiones para el alcalde mayor de la Trinidad, que se decía Francisco Verdugo, el cual era cuñado del mismo gobernador; en las cuales provisiones mandaba que en todo caso le detuviesen el armada a Cortés, porque ya no era capitán, y le habían revocado poder y dado a Vasco Porcallo. Y también traían cartas para Diego de Ordás y para Francisco de Morla y para todos los amigos y parientes del Diego Velázquez, para que en todo caso le quitasen la armada. Y como Cortés lo supo, habló secretamente al Ordás y a todos aquellos soldados y vecinos de la Trinidad que le pareció a Cortés que serían en favorecer las provisiones del gobernador Diego Velázquez, y tales palabras y ofertas les dijo, que los trajo a su servicio; y aun el mismo Diego de Ordás habló e convocó luego a Francisco Verdugo, que era alcalde mayor, que no hablasen en el negocio, sino que lo disimulasen; y púsole por delante que hasta allí no había visto ninguna novedad en Cortés, antes se mostraba muy servidor al gobernador; e ya que en algo se quisiesen poner por el Velázquez para quitarle la armada en aquel tiempo, que Cortés tenía muchos hidalgos por amigos, y enemigos de Diego Velázquez porque no les había dado buenos indios; y demás de los hidalgos sus amigos, tenía grande copia de soldados y estaba muy pujante, y que sería meter cizaña en la villa, e que por ventura los soldados le darían sacomano e le robarían e harían otro peor desconcierto; y así, se quedó sin hacer bullicio.

Y el un mozo de espuelas de los que traían las cartas y recaudos se fue con nosotros, el cual se decía Pedro Laso, y con el otro mensajero escribió Cortés muy mansa y amorosamente al Diego Velázquez que se maravillaba de su merced de haber tomado aquel acuerdo, y que su deseo es servir a Dios y a su majestad, y a él en su real nombre; y que le suplicaba que no oyese más a aquellos señores sus deudos los Velázquez, ni por un viejo loco, como era Juan Millán, se mudase. Y también escribió a todos sus amigos, en especial al Duero y al contador, sus compañeros; y después de haber escrito, mandó entender a todos los soldados en aderezar armas, y a los herreros que estaban en aquella villa, que siempre hiciesen casquillos, y a los ballesteros que desbastasen almacén para que tuviesen muchas saetas, y también atrajo y convocó a los herreros que se fuesen con nosotros, y así lo hicieron; y estuvimos en aquella villa doce días, donde lo dejaré, y diré cómo nos embarcamos para ir a la Habana. También quiero que vean los que esto leyeren la diferencia que hay de la relación de Francisco Gómara cuando dice que envió a mandar Diego Velázquez a Ordás que convidase a comer a Cortés en un navío y lo llevase preso a Santiago. Y pone otras cosas en su crónica, que por no me alargar lo dejo de decir: y al parecer de los curiosos lectores si lleva mejor camino lo que se vio por vista de ojos o lo que dice el Gómara, que no vio. Volvamos a nuestra materia.
 
 
CapÍtulo XXIII
 
Cómo el capitán Hernando Cortés se embarcó con todos los demás caballeros y soldados para ir por la banda del sur al puerto de la Habana; y envió otro navío por la banda del norte al mismo puerto, y lo que más le acaeció
Después que Cortés vió que en la villa de la Trinidad no teníamos en qué entender, apercibió a todos los caballeros y soldados que allí se habían juntado para ir en su compañía, que embarcasen juntamente con él en los navíos que estaban en el puerto de la banda del sur, y los que por tierra quisiesen ir, fuesen hasta la Habana con Pedro de Alvarado, para que fuese recogiendo más soldados, que estaban en unas estancias que era camino de la misma Habana; porque el Pedro de Alvarado era muy apacible, y tenía gracia en hacer gente de guerra.

Yo fui en su compañía por tierra, y más de otros cincuenta soldados. Dejemos esto, y diré que también mandó Cortés a un hidalgo que se decía Juan de Escalante, muy su amigo, que se fuese en un navío por la banda del norte. Y también mandó que todos los caballos fuesen por tierra. Pues ya despachado todo lo que dicho tengo, Cortés se embarcó en la nao capitana con todos los navíos para ir la derrota de la Habana. Parece ser que las naos que llevaba en conserva no vieron a la capitana, donde iba Cortés, porque era de noche, y fueron al puerto; y asimismo llegamos por tierra con Pedro de Alvarado a la villa de la Habana; y el navío en que venía Juan de Escalante por la banda del norte también había llegado, y todos los caballos que iban por tierra; y Cortés no vino, ni sabían dar razón de él ni dónde quedaba, y pasáronse cinco días, y no había nuevas ningunas de su navío, y teníamos sospecha no se hubiese perdido en los Jardines que es cerca de las islas de Pinos, donde hay muchos bajos, que son diez o doce leguas de la Habana; y fue acordado por todos nosotros que fuesen tres navíos de los de menos porte en busca de Cortés; y en aderezar los navíos y en debates, «vaya Fulano, vaya Zutano, o Pedro o Sancho», se pasaron otros dos días y Cortés no venía; y había entre nosotros bandos y medio chirinolas sobre quién sería capitán hasta saber de Cortés; y quien más en ello metió la mano fue Diego de Ordás, como mayordomo mayor del Velázquez, a quien enviaba para entender solamente en lo de la armada, no se le alzase con ella.

Dejemos esto, y volvamos a Cortés, que como venía en el navío de mayor porte (como antes tengo dicho), en el paraje de la isla de Pinos o cerca de los Jardines hay muchos bajos, parece ser tocó y quedó algo en seco el navío, e no pudo navegar, y con el batel mandó descargar toda la carga que se pudo sacar, porque allí cerca había tierra, donde lo descargaron; y desque vieron que el navío estuvo en flote y podía nadar, le metieron en más hondo, y tornaron a cargar lo que habían descargado en tierra, y dio vela; y fue su viaje hasta el puerto de la Habana; y cuando llegó, todos los más de los caballeros y soldados que le aguardábamos nos alegramos con su venida, salvo algunos que pretendían ser capitanes; y cesaron las chirinolas. Y después que le aposentamos en la casa de Pedro Barba, que era teniente de aquella villa por el Diego Velázquez, mandó sacar sus estandartes, y ponerlos delante de las casas donde posaba; y mandó dar pregones según y de la manera de los pasados, y allí en la Habana vino un hidalgo que se decía Francisco de Montejo, y éste es el por mí muchas veces nombrado, que, después de ganado México fue adelantado y gobernador de Yucatán y Honduras; y vino Diego de Soto el de Toro, que fue mayordomo de Cortés en lo de México; y vino un Angulo, y Garci Caro y Sebastián Rodríguez, y un Pacheco, y un fulano Gutiérrez, y un Rojas (no digo Rojas «el rico»), y un mancebo que se decía Santa Clara, y dos hermanos que se decían los Martínez, del Fregenal, y un Juan de Nájera (no lo digo por «el sordo», el del juego de la pelota de México), y todas personas de calidad, sin otros soldados que no me acuerdo sus nombres.

Y cuando Cortés los vio todos aquellos hidalgos y soldados juntos se holgó en grande manera, y luego envió un navío a la punta de Guaniguanico, a un pueblo que allí estaba de indios, adonde hacían cazabe y tenían muchos puercos, para que cargase el navío de tocinos, porque aquella estancia era del gobernador Diego Velázquez; y envió por capitán del navío al Diego de Ordás, como mayordomo mayor de las haciendas del Velázquez, y envióle por tenerle apartado de sí; porque Cortés supo que no se mostró mucho en su favor cuando hubo las contiendas sobre quién sería capitán cuando Cortés estaba en la isla de Pinos, que tocó su navío, y por no tener contraste en su persona le envió; y le mandó que después que estuviese cargado el navío de bastimentos, se estuviese aguardando en el mismo puerto de Guaniguanico hasta que se juntase con otro navío que había de ir por la banda del norte, y que irían ambos en conserva hasta lo de Cozumel, o le avisaría con indios en canoas lo que había que hacer. Volvamos a decir del Francisco de Montejo y de todos aquellos vecinos de la Habana, que metieron mucho matalotaje de cazabe y tocinos, que otra cosa no había; y luego Cortés mandó sacar toda la artillería de los navíos, que eran diez tiros de bronce y ciertos falconetes, y dio cargo dellos a un artillero que se decía Mesa y a un levantisco que se decía Arbenga y a un Juan Catalán, para que los limpiasen y probasen y para que las pelotas y pólvora todo lo tuviesen muy a punto; e dioles vino y vinagre con que lo refinasen, y dioles por compañero a uno que se decía Bartolomé de Usagre.

Asimismo mandó aderezar las ballestas y cuerdas, y nueces y almacén, e que tirasen a terrero, e que a cuántos pasos llegaba la fuga de cada una dellas. Y como en aquella tierra de la Habana había mucho algodón, hicimos armas muy bien colchadas, porque son buenas para entre indios, porque es mucha la vara y flecha y lanzadas que daban, pues piedra era como granizo; y allí en la Habana comenzó Cortés a poner casa y a tratarse como señor, y el primer maestresala que tuvo fue un Guzmán, que luego se murió o mataron indios; no digo por el mayordomo Cristóbal de Guzmán, que fue de Cortés, que prendió Guatemuz cuando la guerra de México. Y también tuvo Cortés por camarero a un Rodrigo Rangel, y por mayordomo a un Juan de Cáceres, que fue, después de ganado México, hombre rico. Y todo esto ordenado, nos mandó apercibir para embarcar, y que los caballos fuesen repartidos en todos los navíos: hicieron pesebrera, y metieron mucho maíz y yerba seca. Quiero aquí poner por memoria todos los caballos y yeguas que pasaron.
El capitán Cortés, un caballo castaño zaino, que luego se le murió en San Juan de Ulúa.
Pedro de Alvarado y Hernando López de Ávila, una yegua castaña muy buena, de juego y de carrera; y de que llegamos a la Nueva-España el Pedro de Alvarado le compró la mitad de la yegua, o se la tomó por fuerza.
Alonso Hernández Puertocarrero, una yegua rucia de buena carrera, que le compré Cortés por las lazadas de oro.
Juan Velázquez de León, otra yegua rucia muy poderosa, que llamábamos «la rabona», muy revuelta y de buena carrera.

Cristóbal de Olí, un caballo castaño oscuro, harto bueno.
Francisco de Montejo y Alonso de Ávila, un caballo alazán tostado: no fue para cosa de guerra.
Francisco de Morla, un caballo castaño oscuro, gran corredor y revuelto.
Juan de Escalante, un caballo castaño claro, tresalvo: no fue bueno.
Diego de Ordás, una yegua rucia, machorra, pasadera aunque corría poco.
Gonzalo Domínguez, muy extremado jinete, un caballo castaño oscuro muy bueno y grande corredor.
Pedro González de Trujillo, un buen caballo castaño, perfecto castaño, que corría muy bien.
Moron, vecino del Bayamo, un caballo overo, labrado de las manos, y era bien revuelto.
Baena, vecino de la Trinidad, un caballo overo algo sobre morcillo: no salió bueno.
Lares, el muy buen jinete, un caballo muy bueno, de color castaño algo claro y buen corredor.
Ortiz el músico, y un Bartolomé García, que solía tener minas de oro, un muy buen caballo oscuro que decían «el arriero»: este fue uno de los buenos caballos que pasamos en la armada.
Juan Sedeño, vecino de la Habana, una yegua castaña, y esta yegua parió en el navío. Este Juan Sedeño pasó el más rico soldado que hubo en toda la armada, porque trajo un navío suyo, y la yegua y un negro, e cazabe e tocinos; porque en aquella sazón no se podía hallar caballos ni negros si no era a peso de oro, y a esta causa no pasaron más caballos, porque no los había. Y dejarlos he aquí, y diré lo que allá nos avino, ya que estábamos a punto para nos embarcar.

 
 
CapÍtulo XXIV
 
Cómo Diego Velázquez envió a un su criado que se decía Gaspar de Garnica, con mandamiento y provisiones para que en todo caso se prendiese a Cortés y se le tomase el armada, y lo que sobre ello se hizo
Hay necesidad que algunas cosas desta relación vuelvan muy atrás a se relatar, para que se entienda bien lo que se escribe; y esto digo que parece ser que, como el Diego Velázquez vio y supo de cierto que Francisco Verdugo, su teniente e cuñado, que estaba en la villa de la Trinidad, no quiso apremiar a Cortés que dejase el armada, antes le favoreció, juntamente con Diego de Ordás, para que saliese; diz que estaba tan enojado el Diego Velázquez, que hacía bramuras, y decía al secretario Andrés de Duero y al contador Amador de Lares que ellos le habían engañado por el trato que hicieron, y que Cortés iba alzado: y acordó de enviar a un criado con cartas y mandamientos para la Habana a su teniente, que se decía Pedro Barba, y escribió a todos sus parientes que estaban por vecinos en aquella villa, y al Diego de Ordás y a Juan Velázquez de León, que eran sus deudos e amigos, rogándoles muy afectuosamente que en bueno ni en malo no dejasen pasar aquella armada, y que luego prendiesen a Cortés, y se lo enviasen preso e a buen recaudo a Santiago de Cuba. Llegado que llegó Garnica (que así se decía el que envió con las cartas y mandamientos a la Habana), se supo lo que traía, y con este mismo mensajero tuvo aviso Cortés de lo que enviaba el Velázquez, y fue desta manera: que parece ser que un fraile de la Merced que se daba por servidor de Velázquez, que estaba en su compañía del mismo gobernador, escribía a otro fraile de su orden, que se decía fray Bartolomé de Olmedo, que iba con Cortés, y en aquella carta del fraile le avisaban a Cortés sus dos compañeros Andrés de Duero y el contador de lo que pasaba: volvamos a nuestro cuento.

Pues como al Ordás lo había enviado Cortés a lo de los bastimentos con el navío (como dicho tengo), no tenía Cortés contradictor sino a Juan Velázquez de León; luego que le habló lo trajo a su mandado, y especialmente que el Juan Velázquez no estaba bien con el pariente, porque no le había dado buenos indios. Pues a todos los más que había escrito el Diego Velázquez, ninguno le acudía a su propósito; antes todos a una se mostraron por Cortés, y el teniente Pedro Barba muy mejor; y demás desto, aquellos hidalgos Alvarados, y el Alonso Hernández Puertocarrero, y Francisco de Montejo, y Cristóbal de Olí, y Juan de Escalante, e Andrés de Monjaraz, y su hermano Gregorio de Monjaraz; y todos nosotros pusiéramos la vida por el Cortés. Por manera que si en la villa de la Trinidad se disimularon los mandamientos, muy mejor se callaron en la Habana entonces; y con el mismo Garnica escribió el teniente Pedro Barba al Diego Velázquez, que no osé prender a Cortés porque estaba muy pujante de soldados, e que hubo temor no metiese a sacomano la villa y la robase, y embarcase todos los vecinos y se los llevase consigo. E que, a lo que ha entendido, que Cortés era su servidor, e que no se atrevió a hacer otra cosa. Y Cortés escribió al Velázquez con palabras tan buenas y de ofrecimientos, que los sabía muy bien decir, e que otro día se haría a la vela, y que le sería muy servidor.
 
 
CapÍtulo XXV
 
Cómo Cortés se hizo a la vela con toda su compañía de caballeros y soldados para la isla de Cozumel, y lo que allí le avino
No hicimos alarde hasta la isla de Cozumel, más de mandar Cortés que los caballos se embarcasen; y mandó Cortés a Pedro de Alvarado que fuese por la banda del norte en un buen navío que se decía San Sebastián, y mandó al piloto que llevaba el navío que le aguardase en la punta de San Antón, para que allí se juntase con todos los navíos para ir en conserva hasta Cozumel, y envió mensajero a Diego de Ordás, que había ido por el bastimento, que aguardase, que hiciese lo mismo, porque estaba en la banda del norte; y en 10 días del mes de febrero, año de 1519, después de haber oído misa, nos hicimos a la vela con nueve navíos por la banda del sur con la copia de los caballeros y soldados que dicho tengo, y con dos navíos de la banda del norte (como he dicho), que fueron once; con el en que fue Pedro de Alvarado con sesenta soldados, e yo fui en su compañía; y el piloto que llevábamos, que se decía Camacho, no tuvo cuenta de lo que le fue mandado por Cortés, y siguió su derrota, y llegamos dos días antes que Cortés a Cozumel, y surgimos en el puerto, ya por mí otras veces dicho cuando lo de Grijalva; y Cortés aún no había llegado con su flota, por causa que un navío en que venía por capitán Francisco de Morla, con tiempo se le saltó el gobernalle, y fue socorrido con otro gobernalle de los navíos que venían con Cortés, y vinieron todos en conserva.

Volvamos a Pedro de Alvarado, que así como llegamos al puerto saltamos en tierra en el pueblo de Cozumel con todos los soldados, y no hallamos indios ningunos, que se habían ido huyendo; y mandó que luego fuésemos a otro pueblo que estaba de allí una legua, y también se amontaron e huyeron los naturales, y no pudieron llevar su hacienda, y dejaron gallinas e otras cosas; y de las gallinas mandó Pedro de Alvarado que tomasen hasta cuarenta dellas, y también en una casa de adoratorios de ídolos tenían unos paramentos de mantas viejas, e unas arquillas donde estaban unas como diademas e ídolos, cuenta se pinjantillos de oro bajo, e también se les tomó dos indios e una india; y volvimos al pueblo donde desembarcamos. Estando en esto llegó Cortés con todos los navíos, y después de aposentado, la primera cosa que hizo fue mandar echar preso en grillos al piloto Camacho porque no aguardó en la mar, como le fue mandado. Y desque vio el pueblo sin gente, y supo cómo Pedro de Alvarado había ido al otro pueblo, e que les había tomado gallinas e paramentos y otras cosillas de poco valor de los ídolos, y el oro medio cobre, mostró tener mucho enojo dello y de cómo no aguardó el piloto; y reprendióle gravemente al Pedro de Alvarado, y le dijo que no se habían de apaciguar las tierras de aquella manera, tomando a los naturales su hacienda; y luego mandó traer a los dos indios y a la india que habíamos tomado, y con Melchorejo, que llevábamos de la punta de Cotoche, que entendía bien aquella lengua, les habló, porque Julianillo su compañero se había muerto, que fuesen a llamar los caciques e indios de aquel pueblo, y que no hubiesen miedo, y les mandó volver el oro e paramentos y todo lo demás; e por las gallinas, que ya se habían comido, les mandó dar cuentas e cascabeles, e más dio a cada indio una casima de Castilla.

Por manera que fueron a llamar al señor de aquel pueblo, e otro día vino el cacique con toda su gente, hijos y mujeres de todos los del pueblo, y andaban entre nosotros como si toda su vida nos hubieran tratado; e mandó Cortés que no se les hiciese enojo ninguno. Aquí en esta isla comenzó Cortés a mandar muy de hecho, y nuestro señor le daba gracia que doquiera que ponía la mano se le hacía bien, especial en pacificar los pueblos y naturales de aquellas partes, como adelante verán.
 
 
CapÍtulo XXVI
 
Cómo Cortés mandó hacer alarde todo su ejército, y de lo que más nos avino
De allí a tres días que estábamos en Cozumel mandó Cortés hacer alarde para ver qué tantos soldados llevaba, e halló por su cuenta que éramos quinientos y ocho, sin maestres y pilotos e marineros, que serían ciento nueve, y diez y seis caballos e yeguas (las yeguas todas eran de juego y de carrera), e once navíos grandes y pequeños, con uno que era como bergantín, que traía a cargo un Ginés Nortes, y eran treinta y dos ballesteros y trece escopeteros, que así se llamaban en aquel tiempo, e tiros de bronce e cuatro falconetes e mucha pólvora e pelotas, y esto desta cuenta de los ballesteros no se me acuerda bien, no hace al caso de la relación; y hecho el alarde, mandó a Mesa el artillero, que así se llamaba, e un Bartolomé de Usagre, e Arbenga e a un Catalán, que todos eran artilleros, que lo tuviesen muy limpio e aderezado, e los tiros y pelotas muy a punto, juntamente con la pólvora.

Puso por capitán de la artillería a un Francisco de Orozco, que había sido buen soldado en Italia; asimismo mandó a dos ballesteros, maestros de aderezar ballestas, que se decían Juan Benítez y Pedro de Guzmán «el ballestero», que mirasen que todas las ballestas tuviesen a dos y a tres nueces e otras tantas cuerdas, y que siempre tuviesen cepillo e ingijuela, y tirasen a terreno, y que los caballos estuviesen a punto. No sé yo en qué gasto ahora tanta tinta en meter la mano en cosas de apercibimiento de armas y de lo demás; porque Cortés verdaderamente tenía grande vigilancia en todo.
 
 
CapÍtulo XXVII
 
Cómo Cortés supo de dos españoles que estaban en poder de indios en la punta de Cotoche, y lo que sobre ello se hizo
Como Cortés en todo ponía gran diligencia, me mandó llamar a mí e a un vizcaíno que se llamaba Martín Ramos, e nos preguntó que qué sentíamos de aquellas palabras que nos hubieron dicho los indios de Campeche cuando venimos con Francisco Hernández de Córdoba, que decían «Castilan, Castilan», según lo he dicho en el capítulo que dello habla; y nosotros se lo tornamos a contar según de la manera que lo habíamos visto e oído, e dijo que ha pensado en ello muchas veces, e que por ventura estarían algunos españoles en aquellas tierras, e dijo: «Paréceme que será bien preguntar a estos caciques de Cozumel si sabían alguna nueva dellos»; e con Melchorejo, el de la punta de Cotoche, que entendía ya poca cosa la lengua de Castilla, e sabía muy bien la de Cozumel, se lo preguntó a todos los principales, e todos a una dijeron que habían conocido ciertos españoles, e daban señas dellos, y que en la tierra adentro, andadura de dos soles, estaban, y los tenían por esclavos unos caciques, y que allí en Cozumel había indios mercaderes que les hablaron pocos días había; de lo cual todos nos alegramos con aquellas nuevas.

E díjoles Cortés que luego les fuesen a llamar con carta, que en su lengua llaman amales, e dio a los caciques y a los indios que fueron con las carios, camisas, y los halagó, y los dijo que cuando volviesen les darían más cuentas; y el cacique dijo a Cortés que enviase rescate para los amos con quien estaban, que los tenían por esclavos, porque los dejasen venir; y así se hizo, que se les dio a los mensajeros de todo género de cuentas, y luego mandó apercibir dos navíos, los de menos porte, que el uno era poco mayor que el bergantín, y con veinte ballesteros y escopeteros, y por capitán dellos a Diego de Ordás; y mandó que estuviesen en la costa de la punta de Cotoche, aguardando ocho días en el navío mayor; y entre tanto que iban y venían con la respuesta de las cartas, con el navío pequeño volviesen a dar la respuesta a Cortés de lo que hacían, porque estaba aquella tierra de la punta de Cotoche obra de cuatro leguas, y se parece la una tierra desde la otra; y escrita la carta, decía en ella: «Señores y hermanos: Aquí en Cozumel he sabido que estáis en poder de un cacique detenidos, y os pido por merced que luego os vengáis aquí en Cozumel, que para ello envío un navío con soldados, si los hubiereis menester, y rescate para dar a esos indios con quien estáis, y lleva el navío de plazo ocho días para os aguardar. Veníos con toda brevedad; de mí seréis bien mirados y aprovechados. Yo quedo aquí en esta isla con quinientos soldados y once navíos; en ellos voy, mediante Dios, la vía de un pueblo que se dice Tabasco o Potonchan, etc.

» Luego se embarcaron en los navíos con las cartas y los dos indios mercaderes de Cozumel que las llevaban, y en tres horas atravesaron el golfete, y echaron en tierra los mensajeros con las cartas y el rescate, y en dos días las dieron a un español que se decía Jerónimo de Aguilar, que entonces supimos que así se llamaba, y de aquí adelante así le nombraré. Y desque las hubo leído, y recibido el rescate de las cuentas que le enviamos, él se holgó con ello y lo llevó a su amo el cacique para que le diese licencia; la cual luego la dio para que se fuese adonde quisiese. Caminó el Aguilar adonde estaba su compañero, que se decía Gonzalo Guerrero, que le respondió: «Hermano Aguilar, yo soy casado, tengo tres hijos, y tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras; íos vos con Dios; que yo tengo labrada la cara e horadadas las orejas; ¿qué dirán de mí desque me vean esos españoles ir desta manera? E ya veis estos mis tres hijitos cuán bonicos son. Por vida vuestra que me deis desas cuentas verdes que traéis, para ellos, y diré que mis hermanos me las envían de mi tierra»; e asimismo la india mujer del Gonzalo habló al Aguilar en su lengua muy enojada, y le dijo: «Mirá con que viene este esclavo a llamar a mi marido: íos vos, y no curéis de más pláticas»; y el Aguilar tornó a hablar al Gonzalo que mirase que era cristiano, que por una india no se perdiese el ánima; y si por mujer e hijos lo hacía, que la llevase consigo si no los quería dejar; y por más que dijo e amonestó, no quiso venir.

Y parece ser que aquel Gonzalo Guerrero era hombre de la mar, natural de Palos. Y desque el Jerónimo de Aguilar vio que no quería venir, se vino luego con los dos indios mensajeros adonde había estado el navío aguardándole, y desque llegó no le halló; que ya se había ido, porque ya se habían pasado los ocho días, e aun uno más que llevó de plazo el Ordás para que aguardase; y porque desque vio el Aguilar no venía, se volvió a Cozumel, sin llevar recaudo a lo que había venido; y después el Aguilar vio que no estaba allí el navío, quedó muy triste, y se volvió a su amo al pueblo donde antes solía vivir. Y dejaré esto e diré cuando Cortés vio venir al Ordás sin recaudo ni nueva de los españoles ni de los indios mensajeros, estaba tan enojado, que dijo con palabras soberbias al Ordás que había creído que otro mejor recaudo trajera que no venirse así sin los españoles ni nueva dellos; porque ciertamente estaban en aquella tierra. Pues en aquel instante aconteció que unos marineros que se decían los Peñates, naturales de Gibraleón, habían hurtado a un soldado que se decía Berrio ciertos tocinos , y no se los querían dar, y quejóse el Berrio a Cortés; y tomando juramento a los marineros, se perjuraron, y en la pesquisa pareció el hurto; los cuales tocinos estaban repartidos en siete marineros, e a todos siete los mandó luego azotar; que no aprovecharon ruegos de ningún capitán. Donde lo dejaré, así esto de los marineros como esto del Aguilar, e nos iremos sin él nuestro viaje hasta su tiempo y sazón.

Y diré cómo venían muchos indios en romería a aquella isla de Cozumel, los cuales eran naturales de los pueblos comarcanos de la punta de Cotoche y de otras partes de tierras de Yucatán; porque, según pareció, había allí en Cozumel ídolos de muy disformes figuras, y estaban en un adoratorio, en que ellos tenían por costumbre en aquella tierra por aquel tiempo sacrificar, y una mañana estaba lleno el patio donde estaban los ídolos, de muchos indios e indias quemando resina, que es como nuestro incienso; y como era cosa nueva para nosotros, paramos a mirar en ello con atención, y luego se subió encima de un adoratorio un individuo viejo con mantas largas, el cual era sacerdote de aquellos ídolos (que ya he dicho otras veces que papas los llaman en la Nueva-España) e comenzó a predicarles un rato, e Cortés y todos nosotros mirando en qué paraba aquel negro sermón; e Cortés preguntó a Melchorejo, que entendía muy bien aquella lengua, que qué era aquello que decía aquel indio viejo; e supo que les predicaba cosas malas; e luego mandó llamar al cacique e a todos los principales e al mismo papa, e como mejor se pudo dárselo a entender con aquella nuestra lengua, y les dijo que si habían de ser nuestros hermanos, que quitasen de aquella casa aquellos sus ídolos, que eran muy malos e les harían errar, y que no eran dioses, sino cosas malas, y que les llevarían al infierno sus almas; y se les dio a entender otras cosas santas e buenas, e que pusiesen una imagen de nuestra señora que les dió e una cruz, y que siempre serían ayudados e tendrían buenas sementeras, e se salvarían sus ánimas, y se les dijo otras cosas acerca de nuestra santa fe, bien dichas.

Y el papa con los caciques respondieron que sus antepasados adoraban en aquellos dioses porque eran buenos, e que no se atrevían ellos de hacer otra cosa, e que se los quitásemos nosotros, y que veríamos cuánto mal nos iba dello, porque nos iríamos a perder en la mar; e luego Cortés mandó que los despedazásemos y echásemos a rodar unas gradas abajo, e así se hizo; y luego mandó traer mucha cal, que había harta en aquel pueblo, e indios albañiles, y se hizo un altar muy limpio, donde pusiésemos la imagen de nuestra señora; e mandó a dos de nuestros carpinteros de lo blanco, que se decían Alonso Yáñez. e álvaro López, que hiciesen una cruz de unos maderos nuevos que allí estaban; la cual se puso en uno como humilladero que estaba hecho cerca del altar, e dijo misa el padre que se decía Juan Díaz, y el papa e cacique y todos los indios estaban mirando con atención. Llaman en esta isla de Cozumel a los caciques calachionis, como otra vez he dicho en lo de Potonchan. Y dejarlos he aquí, y pasaré adelante, e diré cómo nos embarcamos.
 
 
CapÍtulo XXVIII
 
Cómo Cortés repartió los navíos y señaló capitanes para ir en ellos, y asimismo se dio la instrucción de lo que habían de hacer a los pilotos, y las señales de los faroles de noche, y otras cosas que nos avino
Cortés, que llevaba la capitana; Pedro de Alvarado y sus hermanos, un buen navío que se decía San Sebastián; Alonso Hernández Puertocarrero, otro; Francisco de Montejo, otro buen navío; Cristóbal de Olí, otro; Diego de Ordás, otro; Juan Velázquez de León, otro; Juan de Escalante, otro; Francisco de Morla, otro; otro de Escobar, «el paje»; y el más pequeño, como bergantín, Ginés Nortes; y en cada navío su piloto, y el piloto mayor Antón de Alaminos, y las instrucciones por donde se habían de regir e lo que habían de hacer, y de noche las señales de los faroles; y Cortés se despidió de los caciques e papas, y les encomendó aquella imagen de nuestra señora, e a la cruz que la reverenciasen, e tuviesen limpio y enramado, y verían cuánto provecho dello les venía; e dijéronle que así lo harían, e trajéronle cuatro gallinas y dos jarros de miel, y se abrazaron; y embarcados que fuimos en ciertos días del mes de marzo de 1519 años, dimos velas, e con muy buen tiempo íbamos nuestra derrota; e aquel mismo día a hora de las diez dan desde una nao grandes voces, e capean e tiran un tiro para que todos los navíos que veníamos en conserva lo oyesen; y como Cortés lo oyó e vio se puso luego en el bordo de la capitana, e vido ir arribando el navío en que venía Juan de Escalante, que se volvía hacia Cozumel; e dijo Cortés a otras naos que venían allí cerca: «¿Qué es aquello, qué es aquello?» Y un soldado que se decía Zaragoza le respondió que se anegaba el navío de Escalante, que era adonde iba el cazabe.

Y Cortés dijo: «Plegue a Dios no tengamos algún desmán». Y mandó al piloto Alaminos que hiciese señas a todos los navíos que aribasen a Cozumel. Ese mismo día volvimos al puerto donde salimos, y descargamos el cazabe, y hallamos la imagen de nuestra señora y la cruz muy limpio e puesto incienso, y dello nos alegramos; e luego vino el cacique y papas a hablar a Cortés, y le preguntaron que a qué volvíamos; e dijo que porque hacía agua un navío, que lo quería adobar, y que les rogaba que con todas sus canoas ayudasen a los bateles a sacar el pan cazabe, y así lo hicieron; y estuvimos en adobar el navío cuatro días. Y dejemos de más hablar en ello, e diré cómo lo supo el español que estaba en poder de los indios, que se decía Aguilar, y lo que más hicimos.
 
 
CapÍtulo XXIX
 
Cómo el español que estaba en poder de indios, que se llamaba Jerónimo de Aguilar, supo cómo habíamos arribado a Cozumel, y se vino a nosotros, y lo que más pasó
Cuando tuvo noticia cierta el español que estaba en poder de indios que habíamos vuelto a Cozumel con los navíos, se alegró en grande manera y dio gracias a Dios, y mucha priesa en se venir él, y los indios que llevaron las cartas y rescate, a se embarcar en una canoa; y como le pagó bien en cuentas verdes del rescate que le enviamos, luego la halló alquilada con seis indios remeros con ella; y dan tal priesa en remar, que en espacio de poco tiempo pasaron el golfete que hay de una tierra a la otra, que serían cuatro leguas, sin tener contraste de la mar; y llegados a la costa de Cozumel, ya que estaban desembarcando, dijeron a Cortés unos soldados que iban a montería (porque había en aquella isla puercos de la tierra) que había venido una canoa grande allí junto al pueblo, y que venía de la punta de Cotoche; e mandó Cortés a Andrés de Tapia y a otros dos soldados que fuesen a ver qué cosa nueva era venir allí junto a nosotros indios sin temor ninguno con canoas grandes, e luego fueron; y desque los indios que venían en la canoa, que traía alquilados el Aguilar, vieron los españoles, tuvieron temor y se querían tornar a embarcar e hacer a lo largo con la canoa; e Aguilar les dijo en su lengua que no tuviesen miedo, que eran sus hermanos; y el Andrés de Tapia, como los vio que eran indios (porque el Aguilar ni más ni menos era que indio), luego envió a decir a Cortés con un español que siete indios de Cozumel eran los que allí llegaron en la canoa; y después que hubieron saltado en tierra, en español, mal mascado y peor pronunciado, dijo: «Dios y Santa María y Sevilla»; e luego le fue a abrazar el Tapia; e otro soldado de los que habían ido con el Tapia a ver que cosa era, fue a mucha prisa a demandar albricias a Cortés, cómo era español el que venía en la canoa: de que todos nos alegramos; y luego se vino el Tapia con el español donde estaba Cortés; e antes que llegasen donde Cortés estaba, ciertos españoles preguntaban al Tapia que es del español, aunque iba allí junto con él, porque le tenían por indio propio, porque de suyo era moreno e tresquilado a manera de indio esclavo, e traía un remo al hombro e una cotara vieja calzada y la otra en la cinta, e una manta vieja muy ruin e un braguero peor, con que cubría sus vergüenzas, e traía atado en la manta un bulto, que eran Horas muy viejas.

Pues desque Cortés lo vio de aquella manera, también pico como los demás soldados y preguntó al Tapia que qué era del español. Y el español como lo entendió se puso de cuclillas, como hacen los indios, e dijo: «Yo soy». Y luego le mandó dar de vestir camisa e jubón, e zaragüelles, e caperuza, e alpargatas, que otros vestidos no había, y le preguntó de su vida e cómo se llamaba y cuándo vino a aquella tierra. Y él dijo, aunque no bien pronunciado, que se decía Jerónimo de Aguilar y que era natural de Écija, y que tenía órdenes de evangelio; que había ocho años que se había perdido él y otros quince hombres y dos mujeres que iban desde el Darién a la isla de Santo Domingo, cuando hubo unas diferencias y pleitos de un Enciso y Valdivia, e dijo que llevaban diez mil pesos de oro y los procesos de unos contra los otros, y que el navío en que iban dio en Los Alacranes, que no pudo navegar, y que en el batel del mismo navío se metieron él y sus compañeros e dos mujeres, creyendo tomar la isla de Cuba o Jamaica, y que las corrientes eran muy grandes, que les echaron en aquella tierra, y que los calachionis de aquella comarca los repartieron entre sí, y que habían sacrificado a los ídolos muchos de sus compañeros, y dellos se habían muerto de dolencia; e las mujeres, que Poco tiempo pasado había que de trabajo también se murieron, porque las hacían moler, y que a él que le tenían para sacrificar, e una noche se huyó y se fue a aquel cacique, con quien estaba (ya no se me acuerda el nombre que allí le nombró), y que no habían quedado de todos sino él e un Gonzalo Guerrero, e dijo que le fue a llamar e no quiso venir.

Y desque Cortés le oyó, dio muchas gracias a Dios por todo, y le dijo que, mediante Dios, que de él sería bien mirado y gratificado. Y le preguntó por la tierra e pueblos, y el Aguilar dijo que, como le tenían por esclavo, que no sabía sino traer leña e agua y cavar en los maíces; que no había salido sino hasta cuatro leguas que le llevaron con una carga, y que no la pudo llevar e cayó malo dello, y que ha entendido que hay muchos pueblos. Y luego le preguntó por el Gonzalo Guerrero, e dijo que estaba casado y tenía tres hijos, y que tenía labrada la cara e horadadas las orejas y el bezo de abajo, y que era hombre de la mar, natural de Palos, y que los indios le tienen por esforzado; y que había poco más de un año que cuando vinieron a la punta de Cotoche una capitanía con tres navíos (parece ser que fueron cuando vinimos los de Francisco Hernández de Córdoba), que él fue inventor que nos diesen la guerra que nos dieron, y que vino él allí por capitán, juntamente con un cacique de un gran pueblo, según ya he dicho en lo de Francisco Hernández de Córdoba. E cuando Cortés lo oyó, dijo: «En verdad que le querría haber a las manos, porque jamás será bueno». ¡Dejarlo he!, y diré cómo los caciques de Cozumel cuando vieron al Aguilar que hablaba su lengua, le daban muy bien de comer, y el Aguilar los aconsejaba que siempre tuviesen devoción y revencia a la santa imagen de nuestra señora y a la cruz, que conocieran que por allí les vendría mucho bien; e los caciques, por consejo de Aguilar, demandaron una carta de favor a Cortés, para que si viniesen a aquel puerto otros españoles, que fuesen bien tratados e no les hiciesen agravios; la cual carta luego se la dio; y después de despedidos con muchos halagos e ofrecimientos, nos hicimos a la vela para el río de Grijalva, y desta manera que he dicho se hubo Aguilar, y no de otra, como lo escribe el cronista Gómara; e no me maravillo, pues lo que dice es por nuevas.

Y volvamos a nuestra relación.
 
 
CapÍtulo XXX
 
Cómo nos tornamos a embarcar y nos hicimos a la vela para el río de Grijalva, y lo que nos avino en el viaje
En 4 días del mes de marzo de 1519 años, habiendo tan buen suceso en llevar tan buena lengua y fiel, mandó Cortés que nos embarcásemos según y de la manera que habíamos venido antes que arribásemos a Cozumel, e con las mismas instrucciones y señas de los faroles para de noche. Yendo navegando con buen tiempo, revuelve un viento, ya que quería anochecer, tan recio y contrario, que echó cada navío por su parte, con harto riesgo de dar en tierra; y quiso Dios que a media noche aflojó, y desque amaneció luego se volvieron a juntar todos los navíos, excepto uno en que iba Juan Velázquez de León; e íbamos nuestro viaje sin saber de él hasta mediodía, de lo cual llevábamos pena, creyendo fuese perdido en unos bajos, y desque se pasaba el día e no parecía, dijo Cortés al piloto Alaminos que no era bien ir más adelante sin saber de él, y el piloto hizo señas a todos los navíos que estuviesen al reparo, aguardando si por ventura le echó el tiempo en alguna ensenada, donde no podía salir por ser el viento contrario; e como vio que no venía, dijo el piloto a Cortés: «Señor, tengo por cierto que se metió en uno como un puerto o bahía que queda atrás, y que el viento no le deja salir, porque el piloto que lleva es el que vino con Francisco Hernández de Córdoba e volvió con Grijalva, que se decía Juan álvarez «el manquillo», e sabe aquel puerto; y luego fue acordado de volver a buscarle con toda la armada, y en aquella bahía donde había dicho el piloto lo hallamos anclado, de que todos hubimos placer; y estuvimos allí un día, y echamos dos bateles en el agua, e saltó en tierra el piloto e un capitán que se decía Francisco de Lugo; e había por allí unas estancias donde había maizales e hacían sal, y tenían cuatro cues, que son casas de ídolos, y en ellos muchas figuras, e todas las más de mujeres, y eran altas de cuerpo, y se puso nombre a aquella tierra la punta de las Mujeres.

Acuérdome que decía el Aguilar que cerca de aquellas estancias estaba el pueblo donde era esclavo, y que allí vino cargado, que le trajo su amo, e cayó malo de traer la carga; y que también estaba no muy lejos el pueblo donde estaba Gonzalo Guerrero, y que todos tenían oro, aunque era poco, y que si quería, que él guiaría, y que fuésemos allá; e Cortés le dijo riendo que no venía para tan pocas cosas, sino para servir a Dios e al rey. E luego mandó Cortés a un capitán que se decía Escobar que fuese en el navío de que era capitán, que era muy velero y demandaba poca agua, hasta Boca de Términos, e mirase muy bien qué tierra era, e si era buen puerto para poblar, e si había mucha caza, como le habían informado; y esto que le mandó fue por consejo del piloto, porque cuando por allí pasásemos con todos los navíos no nos detener en entrar en él; y que después de visto, que pusiese una señal y quebrase árboles en la boca del puerto, o escribiese una carta e la pusiese donde la viésemos de una parte y de otra del puerto para que conociésemos que había entrado dentro, o que aguardase en la mar a la armada barloventeando después que lo hubiese visto. Y luego el Escobar partió e fue a puerto de Términos (que así se llama), e hizo todo lo que le fué mandado, e halló la lebrela que se hubo quedado cuando lo de Grijalva, y estaba gorda e lucía; e dijo el Escobar que cuando la lebrela vio el navío que estaba en el puerto, que estaba halagando con la cola e haciendo otras señas de halagos, y se vino luego a los soldados, y se metió con ellos en la nao; y esto hecho, se salió luego el Escobar del puerto a la mar, y estaba esperando el armada, e parece ser, con viento sur que le dio, no pudo esperar al reparo y metióse mucho en la mar.

Volvamos a nuestra armada, que quedábamos en la punta de las Mujeres, que otro día de mañana salimos con buen tiempo terral y llegamos en Boca de Términos, y no hallamos a Escobar. Mandó Cortés que sacasen el batel y con diez ballesteros le fuesen a buscar en la Boca de Términos o a ver si había señal o carta; y luego se halló árboles cortados e una carta que en ella decía cómo era muy buen puerto y buena tierra y de mucha caza, e lo de la lebrela; e dijo el piloto Alaminos a Cortés que fuésemos nuestra derrota, porque con el viento sur se debía haber metido en la mar, y que no podría ir muy lejos, porque había de navegar a orza. Y puesto que Cortés sintió pena no le hubiese acaecido algún desmán, mandó meter velas, y luego le alcanzamos y dio el Escobar sus descargos a Cortés y la causa por que no pudo aguardar. Estando en esto llegamos en el paraje de Potonchan, y Cortés mandó al piloto que surgiésemos en aquella ensenada; y el piloto respondió que era mal puerto, porque habían de estar los navíos surtos más de dos leguas lejos de tierra, que mengua mucho la mar; porque tenía pensamiento Cortés de darles una buena mano por el desbarate de lo de Francisco Hernández de Córdoba e Grijalva, y muchos de los soldados que nos habíamos hallado en aquellas batallas se lo suplicamos que entrase dentro, e no quedasen sin buen castigo, aunque se detuviesen allí dos o tres días. El piloto Alaminos con otros pilotos porfiaron que si allí entrábamos que en ocho días no podríamos salir, por el tiempo contrario, y que ahora llevábamos buen viento y que en dos días llegaríamos a Tabasco; e así, pasamos de largo, y en tres días que navegamos llegamos al río de Grijalva; e lo que allí nos acaeció y las guerras que nos dieron diré adelante.

 
 
CapÍtulo XXXI
 
Cómo llegamos al río de Grijalva, que en lengua de indios llaman Tabasco, y de lo que más con ello pasamos
En 12 días del mes de marzo de 1519 años llegamos con toda la armada al río de Grijalva, que se dice Tabasco; y como sabíamos ya de cuando lo de Grijalva que en aquel puerto e río no podían entrar navíos de mucho porte, surgieron en la mar los mayores, y con los pequeños e los bateles fuimos todos los soldados a desembarcar a la punta de los Palmares (como cuando con Grijalva), que estaba el pueblo de Tabasco, obra de media legua, y andaban por el río, y en la ribera, y entre unos manglares, todo lleno de indios guerreros; de lo cual nos maravillamos los que habíamos venido con Grijalva; y demás desto, estaban juntos en el pueblo más de doce mil guerreros aparejados para darnos guerra, porque en aquella sazón aquel pueblo era de mucho trato y estaban sujetos a él otros grandes pueblos, y todos los tenían apercibidos con todo género de armas, según las usaban. Y la causa dello fue porque los de Potonchan e los de Lázaro y otros pueblos comarcanos los tuvieron por cobardes, y se lo dieron en rostro, por causa que dieron a Grijalva las joyas de oro que antes he dicho en el capítulo que dello habla, y que de medrosos no nos osaron dar guerra, pues eran más pueblos y tenían más guerreros que no ellos; y esto les decían por afrentarlos, y que en sus pueblos nos. habían dado guerra y muerto cincuenta y seis hombres.

Por manera que con aquellas palabras que les habían dicho se determinaron de tomar armas; y cuando Cortés los vio puestos de aquella manera dijo a Aguilar, la lengua, que entendía bien la de Tabasco, que dijese a unos indios que parecían principales, que pasaban en una gran canoa cerca de nosotros, que para qué andaban tan alborotados; que no les veníamos a hacer ningún mal, sino a decirles que les queremos dar de lo que traemos, como a hermanos; y que les rogaba que mirasen no comenzasen la guerra, porque les pesaría dello, y les dijo otras muchas cosas acerca de la paz; e mientras más les decía el Aguilar, más bravos se mostraban, y decían que nos matarían a todos si entrábamos en su pueblo, porque le tenían muy fortalecido todo a la redonda de árboles muy gruesos, de cercas e albarradas. Aguilar les tornó a hablar y requerir con la paz, y que nos dejasen tomar agua e comprar de comer a trueco de nuestro rescate, e también decir a los calachionis cosas que sean de su provecho y servicio de Dios nuestro señor; y todavía ellos a porfiar que no pasásemos de aquellos palmares adelante; si no, que nos matarían. Y cuando aquello vio Cortés mandó apercibir los bateles e navíos menores, e mandó poner en cada un batel tres tiros, y repartió en ellos los ballesteros y escopeteros; y teníamos memoria cuando lo de Grijalva, que iba un camino angosto desde los palmares al pueblo por unos arroyos e ciénegas. Cortés mandó a tres soldados que aquella noche mirasen bien si iba a las casas, y que no se detuviesen mucho en traer la respuesta; y los que fueron vieron que sí iba; e visto todo esto, y después de bien mirado, se nos pasó aquel día dando orden en cómo y de qué manera habíamos de ir en los bateles; e otro día por la mañana, después de haber oído misa, y todas nuestras armas muy a punto, mandó Cortés a Alonso de Ávila, que era capitán, que con cien soldados, y entre ellos diez ballesteros, fuese por el caminillo, el que he dicho que iba al pueblo; y que de que oyese los tiros, él por una parte e nosotros por otra diésemos en el pueblo; e Cortés y todos los más soldados e capitanes fuimos en los bateles y navíos de menos porte por el río arriba; y cuando los indios guerreros que estaban en la costa y entre los manglares vieron que de hecho íbamos, vienen sobre nosotros con tantas canoas al puerto adonde habíamos de desembarcar, para defendernos que no saltásemos en tierra, que en toda la costa no había sino indios de guerra con todo género de armas que entre ellos se usan, tañendo trompetillas y caracoles e atabalejos; e como Cortés así vio la cosa, mandó que nos detuviésemos un poco y que no soltásemos tiros ni escopetas ni ballestas; e como todas las cosas quería llevar muy justificadamente, les hizo otro requerimiento delante de un escribano del rey, que allí con nostros iba, que se decía Diego de Godoy, e por la lengua de Aguilar, para que nos dejasen saltar en tierra, e tomar agua y hablarles cosas de Dios nuestro señor y de su majestad; y que si guerra nos daban, que si por defendernos algunas muertes hubiese o otros cualesquier daños, fuesen a su culpa y cargo, e no a la nuestra; y ellos todavía haciendo muchos fieros y que no saltásemos en tierra; si no, que nos matarían.

Luego comenzaron muy valientemente a nos flechar e hacer sus señas con sus atambores para que todos sus escuadrones apechugasen con nosotros, e como esforzados hombres vinieron e nos cercaron con las canoas con tan grandes rociadas de flechas, que nos hirieron e hicieron detener en el agua hasta la cinta y en otras partes más arriba; y como había allí en aquel desembarcadero mucha lama y ciénega, no podíamos tan presto salir della; e cargaron sobre nosotros tantos indios, que, con las lanzas a manteniente y otros a flecharnos, hacían que no tomásemos tierra tan presto como quisiéramos, e también porque en aquella lama estaba Cortés peleando y se le quedó un alpargate en el cieno, que no lo pudo sacar, y descalzo el un pie salió a tierra; y luego le sacaron el alpargate y se lo calzó. Y desque le hubimos sacado de aquella lama y tomado tierra, llamando y nombrando a señor Santiago e arremetiendo a ellos, les hicimos retraer, y aunque no muy lejos, por causa de las grandes albarradas y cercas que tenían hechas de maderos gruesos, adonde se amparaban, hasta que se las deshicimos, e tuvimos lugar por unos portillos de entrar en el pueblo y pelear con ellos, y los llevamos por una calle adelante adonde tenían hechas otras albarradas y fuerzas, e allí tornaron a reparar y hacer cara, y pelearon muy valientemente, con grande esfuerzo y dando voces e silbos, diciendo: «Ala, lala, al calachoni, al calachoni»; que en su lengua quiere decir que matasen a nuestro capitán.

Estando desta manera envueltos con ellos, vino Alonso de Ávila con sus soldados, que había ido por tierra desde los Palmares, como dicho tengo, que pareció ser no acertó a venir más presto por causa de unas ciénagas y esteros que pasó; y su tardanza fue bien menester, según habíamos estado detenidos en los requerimientos y deshacer portillos en las albarradas para pelear; así que todos juntos los tornamos a echar de las fuerzas donde estaban, y los llevamos retrayendo; y ciertamente que como buenos guerreros iban tirando grandes rociadas de flechas y varas tostadas, y nunca volvieron de hecho las espaldas hasta un gran patio donde estaban unos aposentos y salas grandes, y tenían tres casas de ídolos, e ya habían llevado todo cuanto hato había. En aquel patio, mandó Cortés que reparásemos y que no fuésemos más en su seguimiento del alcance, pues iban huyendo; e allí tomó Cortés posesión de aquella tierra por su majestad, y él en su real nombre. Y fue desta manera: que desenvainada su espada, dio tres cuchilladas, en señal de posesión, en un árbol grande, que se dice ceiba, que estaba en la plaza de aquel gran patio, e dijo que si había alguna persona que se lo contradijese que él se lo defenderá con su espada y una rodela que tenía embrazada; y todos los soldados que presentes nos hallamos cuando aquello pasó dijimos que era bien tomar aquella real posesión en nombre de su majestad, y que nosotros seríamos en ayudarle si alguna persona otra cosa dijere; e por ante un escribano del rey se hizo aquel auto.

Sobre esta posesión, la parte de Diego Velázquez tuvo que remurmurar della. Acuérdome que en aquellas reñidas gueras que nos dieron de aquella vez hirieron a catorce soldados, e a mí me dieron un flechazo en el muslo, mas poca la herida, y quedaron tendidos y muertos dieciocho indios en el agua y en tierra donde desembarcamos; e allí dormimos aquella noche con grandes velas y escuchas. Y dejarlo he, por contar lo que más pasamos.
 
 
CapÍtulo XXXII
 
Cómo mandó Cortés a todos los capitanes que fuesen con cada cien soldados a ver la tierra adentro, y lo que sobre ello nos acaeció
Otro día de mañana mandó Cortés a Pedro de Alvarado que saliese por capitán con cien soldados, y entre ellos quince ballesteros y escopeteros, y que fuese a ver la tierra adentro hasta andadura de dos leguas, y que llevase en su compañía a Melchorejo, la lengua de la punta de Cotoche; y cuando le fueron a llamar al Melchorejo, no le hallaron, que se había huido con los de aquel pueblo de Tabasco; porque, según parecía, el día antes en las puntas de los Palmares dejó colgados sus vestidos que tenía de Castilla, y se fue de noche en una canoa; y Cortés sintió enojo con su ida, porque no dijese a los indios, sus naturales, algunas cosas que no trajesen provecho. Dejémosle ido con la mala ventura, y volvamos a nuestro cuento: que asimismo mandó Cortés que fuese otro capitán que se decía Francisco de Lugo por otra parte con otros cien soldados y doce ballesteros y escopeteros, y que no pasase de otras dos leguas, y que volviese en la noche a dormir en el real.

Y yendo que iba el Francisco de Lugo con su compañía obra de una legua de nuestro real, se encontró con grandes capitanías y escuadrones de indios, todos flecheros, y con lanzas y rodelas, y atambores y penachos, y se vienen derechos a la capitanía de nuestros soldados, y les cercan por todas partes, y les comienzan a flechar de arte, que no se podían sustentar con tanta multitud de indios, y les tiraban muchas varas tostadas y piedras con hondas, que como granizo caían sobre ellos, y con espadas de navajas de a dos manos; y por bien que peleaba el Francisco de Lugo y sus soldados, no los podía apartar de sí; y cuando aquesto vio, con gran concierto se venía ya retrayendo al real, e habían enviado adelante un indio de Cuba gran corredor e suelto, a dar mandado a Cortés para que le fuésemos a ayudar; e todavía el Francisco de Lugo, con gran concierto de sus ballesteros y escopeteros, unos armando e otros tirando, y algunas arremetidas que hacían, se sostenían con todos los escuadrones que sobre él estaban. Dejémosle de la manera que he dicho, e con gran peligro, e volvamos al capitán Pedro de Alvarado, que pareció ser había andado más de una legua, y topó con un estero muy malo de pasar, e quiso Dios nuestro señor encaminarlo que volviese por otro camino hacia donde estaba el Francisco de Lugo peleando, como dicho tengo; y como oyó las escopetas que tiraban y el gran ruido de atambores y trompetillas, y voces e silbos de los indios, bien entendió que estaban revueltos en guerra y con mucha presteza e con gran concierto acudió a las voces e tiros, e halló al capitán Francisco de Lugo con su gente haciendo rostro y peleando con los contrarios, e cinco indios muertos; y luego que se juntaron con el Lugo, dan tras los indios, que los hicieron apartar, y no de manera que los pudiesen poner en huida, que todavía los fueron siguiendo los indios a los nuestros hasta el real; e asimismo nos habían acometido y venido a dar guerra otras capitanías de guerreros adonde estaba Cortés con los heridos; mas muy presto los hicimos retraer con los tiros, que llevaban muchos dellos, y a buenas cuchilladas y estocadas.

Volvamos a decir algo atrás, que cuando Cortés oyó al indio de Cuba que venía a demandar socorro, y del arte que quedaba Francisco de Lugo, de presto les íbamos a ayudar, y nosotros que íbamos y los dos capitanes por mí nombrados, que llegaban con sus gentes obra de media legua del real; y murieron dos soldados de la capitanía de Francisco de Lugo, y ocho heridos, y de la de Pedro de Alvarado le hirieron tres, y cuando llegaron al real se curaron, y enterramos los muertos, e hubo buena vela y escuchas; y en aquellas escaramuzas matamos quince indios y se prendieron tres, y el uno parecía algo principal; y Aguilar, en nuestra lengua, les preguntaba que por qué eran locos e salían a dar guerra y que mirasen que les mataríamos si otra vez volviesen. Luego se envió un indio dellos con cuentas verdes para dar a los caciques porque viniesen de paz; e aquel mensajero dijo que el indio Melchorejo, que traíamos con nosotros de la punta de Cotoche, se fue a ellos la noche antes, les aconsejó que nos diesen guerra de día y de noche, que nos vencerían, porque éramos muy pocos; de manera que traíamos con nosotros muy mala ayuda y nuestro contrario. Aquel indio que enviamos por mensajero fue, y nunca volvió con la respuesta; y de los otros dos indios que estaban presos supo Aguilar, la lengua, por muy cierto, que para otro día estaban juntos cuantos caciques habían en aquella provincia, con todas sus armas, según las suelen usar, aparejados para nos dar guerra, y que nos habían de venir otro día a cercar en el real, y que el Melchorejo se lo aconsejó.

Y dejarlos he aquí, e diré lo que sobre ello hicimos.
CapÍtulo XXXIII
 
Cómo Cortés mandó que para otro día nos aparejásemos todos para ir en busca de los escuadrones guerreros, y mandó sacar los caballos de los navíos, y lo que más nos avino en la batalla que con ellos tuvimos
Luego Cortés supo que muy ciertamente nos venían a dar guerra, y mandó que con brevedad sacasen todos los caballos de los navíos en tierra, y que escopeteros y ballesteros e todos los soldados estuviésemos muy a punto con nuestras armas, e aunque estuviésemos heridos; y cuando hubieron sacados los caballos en tierra, estaban muy torpes y temerosos en el correr, como había muchos días que estaban en los navíos, y otro día estuvieron sueltos. Una cosa acaeció en aquella sazón a seis o siete soldados, mancebos y bien dispuestos, que les dio mal de lomos, que no se pudieron tener poco ni mucho en sus pies si no los llevaban a cuestas: no supimos de qué; decían que de ser regalados en Cuba, y que con el peso y calor de las armas que les dio aquel mal. Luego Cortés los mandó llevar a los navíos, no quedasen en tierra, y apercibió a los caballeros que habían de ir los mejores jinetes, y caballos y que fuesen con pretales de cascabeles, y les mandó que no se parasen a alancear hasta haberlos desbaratado, sino que las lanzas se les pasasen por los rostros; y señaló trece de a caballo, a Cristóbal de Olí, y Pedro de Alvarado, e Alonso Hernández Puertocarrero, e Juan de Escalante, e Francisco de Montejo; e a Alonso de Ávila le dieron un caballo que era de Ortiz el músico y de un Bartolomé García, que ninguno dellos era buen jinete; e Juan Velázquez de León, e Francisco de Morla, y Lares el buen jinete (nómbrole así porque había otro Lares), e Gonzalo Domínguez, extremado hombre de a caballo; Morón el del Bayamo y Pedro González de Trujillo; todos estos caballeros señaló Cortés, y él por capitán.

E mandó a Mesa el artillero que tuviese muy a punto su artillería, e mandó a Diego de Ordás que fuese por capitán de todos nosotros, y aun de los ballesteros y escopeteros, porque no era hombre de a caballo. Y otro día muy de mañana, que fue dia de nuestra señora de marzo, después de haber oído misa, puestos todos en ordenanza con nuestro alférez, que entonces era Antonio de Villarroel, marido que fue de una señora que se decía Isabel de Ojeda, que desde allí a tres años se mudó el nombre, el Villarroel, y se llamó Antonio Serrano de Cardona. Tornemos a nuestro propósito: que fuimos por unas sabanas grandes, donde habían dado guerra a Francisco de Lugo y a Pedro de Alvarado, y llamábase aquella sabana e pueblo Cintla, sujeta al mismo Tabasco, una legua del aposento donde salimos; e nuestro Cortés se apartó un poco espacio de trecho de nosotros por causa de unas ciénagas que no podían pasar los caballos; e yendo de la manera que he dicho con el Ordás, dimos con todo el poder de escuadrones de indios guerreros que nos venían ya a buscar a los aposentos, e fue donde los encontramos junto al mismo pueblo de Cintla en un buen llano. Por manera que si aquellos guerreros tenían deseos de nos dar guerra y nos iban a buscar, nosotros los encontramos con el mismo motivo. Y dejarlo he aquí, e diré lo que pasó en la batalla, y bien se puede nombrar ansí, como adelante verán.
 
 
CapÍtulo XXXIV
 
Cómo nos dieron guerra todos los caciques de Tabasco y sus provincias, y lo que sobre ello sucedió
Ya he dicho de la manera e concierto que íbamos, y cómo hallamos todas las capitanías y escuadrones de contrarios que nos iban a buscar, e traían todos grandes penachos, e atambores e trompetillas, e las caras enalmagradas e blancas e prietas, e con grandes arcos y flechas, e lanzas e rodelas, y espadas como montantes de a dos manos, e mucha onda e piedra, e varas tostadas, e cada uno sus armas colchadas de algodón; e así como llegaron a nosotros, como eran grandes escuadrones, que todas las sabanas cubrían, se vienen como Perros rabiosos e nos cercan por todas partes, e tiran tanta de flecha e vara y piedra, que de la primera arremetida hirieron más de setenta de los nuestros, e con las lanzas pie con pie nos hacían mucho daño, e un soldado murió luego de un flechazo que le dio por el oído, el cual se llamaba Saldaña; e no hacían sino flechar y herir en los nuestros; e nosotros con los tiros y escopetas, e ballestas e grandes estocadas nos perdíamos punto de buen pelear; y como conocieron las estocadas y el mal que les hacíamos, poco a poco se apartaban de nosotros, mas era para flechar más a su salvo, puesto que Mesa, nuestro artillero, con los tiros mataba muchos dellos, porque eran grandes escuadrones y no se apartaban lejos, y daba en ellos a su placer, y con todos los males y heridos que les hacíamos, no los podíamos apartar.

Yo dije al capitán Diego de Ordás: Paréceme que debemos cerrar y apechugar con ellos; porque verdaderamente sienten bien el cortar de las espadas, y por esta causa se desvían algo de nosotros por temor dellas, y por mejor tirarnos sus flechas y varas tostadas, y tanta piedra como granizo. Respondió el Ordás que no era buen acuerdo, porque había para cada uno de nosotros trescientos indios, y que no nos podíamos sostener con tanta multitud, e así estuvimos con ellos sosteniéndonos. Todavía acordamos de nos llegar cuanto pudiésemos a ellos, como se lo había dicho al Ordás, por darles mal año de estocadas; y bien lo sintieron, y se pasaron luego de la parte de una ciénaga; y en todo este tiempo Cortés con los de a caballo no venía, aunque deseábamos en gran manera su ayuda, y temíamos que por ventura no le hubiese acaecido algún desastre. Acuérdome que cuando soltábamos los tiros, que daban los indios grandes silbos e gritos, y echaban tierra y pajas en alto porque no viésemos el daño que les hacíamos, e tañían entonces trompetas e trompetillas, silbos y voces, y decían Ala lala. Estando en esto, vimos asomar los de a caballo, e como aquellos grandes escuadrones estaban embebecidos dándonos guerra, no miraron tan de presto en los de a caballo, como venían por las espaldas; y como el campo era llano e los caballeros buenos jinetes, e algunos de los caballos muy revueltos y corredores, dánles tan buena mano, e alancean a su placer, como convenía en aquel tiempo; pues los que estábamos peleando, como los vimos, dimos tanta prisa en ellos, los de a caballo por una parte e nosotros por otra, que de presto volvieron las espaldas.

E aquí creyeron los indios que el caballo e caballero era todo un cuerpo, como jamás habían visto caballos hasta entonces; iban aquellas sabanas e campos llenos dellos, y se acogieron a unos montes que allí había. Y después que los hubimos desbaratado, Cortés nos contó cómo no había podido venir más presto por causa de una ciénaga, y que estuvo peleando con otros escuadrones de guerreros antes que a nosotros llegasen, y traía heridos cinco caballeros y ocho caballos. Y después de apeados debajo de unos árboles que allí estaban, dimos muchas gracias y loores a Dios y a nuestra señora su bendita Madre, alzando todos las manos al cielo, porque nos había dado aquella victoria tan cumplida; y como era día de nuestra señora de marzo, llamóse una villa que se pobló el tiempo andando, Santa María de la Victoria, así por ser día de nuestra señora como por la gran victoria que tuvimos. Aquesta fue pues la primera guerra que tuvimos en compañía de Cortés en la Nueva España. Y esto pasado, apretamos as heridas a los heridos con paños, que otra cosa no había, y se curaron los caballos con quemarles las heridas con unto de un indio de los muertos, que abrimos para sacarle el unto, e fuimos a ver los muertos que había por el campo, y eran más de ochocientos, e todos los más de estocadas, y otros de los tiros y escopetas y ballestas, e muchos estaban medio muertos y tendidos. Pues donde anduvieron los de a caballo había buen recaudo, dellos muertos e otros quejándose de las heridas.

Estuvimos en esta batalla sobre una hora, que no les pudimos hacer perder punto de buenos guerreros, hasta que vinieron los de a caballo, como he dicho; y prendimos cinco indios, e los dos dellos capitanes; y como era tarde y hartos de pelear, e no habíamos comido, nos volvimos al real, y luego enterramos dos soldados que iban heridos por las gargantas e por el oído, y quemamos las heridas a los demás e a los caballos con el unto del indio, y pusimos buenas velas y escuchas, y cenamos y reposamos. Aquí es donde dice Francisco López de Gómara que salió Francisco de Morla en un caballo rucio picado antes que llegase Cortés con los de a caballo, y que eran los santos apóstoles señor Santiago o señor san Pedro. Digo que todas nuestras obras y victorias son por mano de nuestro señor Jesucristo, y que en aquella batalla había para cada uno de nosotros tantos indios, que a puñados de tierra nos cegaran, salvo que la gran misericordia de Dios en todo nos ayudaba; y pudiera ser que los que dice el Gómara fueran los gloriosos apóstoles señor Santiago o señor san Pedro, e yo, como pecador, no fuese digno de verles; lo que yo entonces vi y conocí fue a Francisco de Morla en un caballo castaño, que venía juntamente con Cortés, que me parece que ahora que lo estoy escribiendo, se me representa por estos ojos pecadores toda la guerra, según y de la manera que allí pasamos. Y ya que yo, como indigno pecador, no fuera merecedor de ver a cualquiera de aquellos gloriosos apóstoles, allí en nuestra compañía había sobre cuatrocientos soldados, y Cortés y otros muchos caballeros; y platicárase dello y tomárase por testimonio, y se hubiera hecho una iglesia cuando se pobló la villa, y se nombrara la villa de Santiago de la Victoria u de san Pedro de la Victoria, como se nombró Santa María de la Victoria; y si fuera así como lo dice el Gómara, harto malos cristianos fuéramos, enviándonos nuestro señor Dios sus santos apóstoles, no reconocer la gran merced que nos hacía, y reverenciar cada día aquella iglesia; y pluguiere a Dios que así fuera como el cronista dice, y hasta que leí su crónica, nunca entre conquistadores que allí se hallaron tal se oyó.

Y dejémoslo aquí, e diré lo que más pasamos.
  
CapÍtulo XXXV
 
Cómo envió Cortés a llamar a todos los caciques de aquellas provincias, y lo que sobre ello se hizo
Ya he dicho cómo prendimos en aquella batalla cinco indios, e los dos dellos capitanes; con los cuales estuvo Aguilar, la lengua, a pláticas, e conoció en lo que le dijeron que serían hombres para enviar por mensajeros; e díjole al capitán Cortés que les soltasen, y que fuesen a hablar con los caciques de aquel pueblo e otros cualesquier; y a aquellos dos indios mensajeros se les dio cuentas verdes e diamantes azules, y les dijo Aguilar muchas palabras bien sabrosas y de halagos, y que les queremos tener por hermanos y que no hubiesen miedo, y que lo pasado de aquella guerra que ellos tenían la culpa, y que llamasen a todos los caciques de todos los pueblos, que les queríamos hablar, y se les amonestó otras muchas cosas bien mansamente para atraerlos de paz; y fueron de buena voluntad, e hablaron con los principales e caciques, y les dijeron todo lo que les enviamos a hacer saber sobre la paz. E oída nuestra embajada, fue entre ellos acordado de enviar luego quince indios de los esclavos que entre ellos tenían, y todos tiznadas las caras e las mantas y bragueros que traían muy ruines, y con ellos enviaron gallinas y pescado asado e pan de maíz; y llegados delante de Cortés, los recibió de buena voluntad, e Aguilar, la lengua, les dijo medio enojado que cómo venían de aquella manera prietas las caras; que más venían de guerra que para tratar paces, y que luego fuesen a los caciques y les dijesen que si querían paz, como se la ofrecimos, que viniesen señores a tratar della, como se usa, e no enviasen esclavos.

A aquellos mismos tiznados se les hizo ciertos halagos, y se envió con ellos cuentas azules en señal de paz y para ablandarles los pensamientos. Y luego otro día vinieron treinta indios principales e con buenas mantas, y trajeron gallinas y pescado, e fruta y pan de maíz, y demandaron licencia a Cortés para quemar y enterrar los cuerpos de los muertos en las batallas pasadas, porque no oliesen mal o los comiesen tigres o leones; la cual licencia les dio luego, y ellos se dieron prisa en traer mucha gente para los enterrar y quemar los cuerpos, según su usanza; y según Cortés supo dellos, dijeron que les faltaba sobre ochocientos hombres, sin los que estaban heridos; e dijeron que no se podían tener con nosotros en palabras ni paces, porque otro día habían de venir todos los principales y señores de todos aquellos pueblos, e concertarían las paces. Y como Cortés en todo era muy avisado, nos dijo riendo a los soldados que nos hallamos teniéndole compañía: «¿Sabéis, señores, que me parece que estos indios temerán mucho a los caballos, y deben de pensar que ellos solos hacen la guerra e asimismo las bombardas? He pensado una cosa para que mejor lo crean, que traigan la yegua de Juan Sedeño, que parió el otro día en el navío, e atarla han aquí adonde yo estoy, e traigan el caballo de Ortiz «el músico», que es muy rijoso, y tomará olor de la yegua; e cuando haya tomado olor della, llevarán la yegua y el caballo, cada uno de por sí, en parte que desque vengan los caciques que han de venir, no los oigan relinchar ni los vean hasta que estén delante de mí y estemos hablando»; e así se hizo, según Y de la manera que lo mandó; que trajeron la yegua y el caballo, e tomó olor della en el aposento de Cortés; y demás desto, mandó que cebasen un tiro, el mayor de los que teníamos, con una buena pelota y bien cargada de pólvora.

Y estando en esto que ya era mediodía, vinieron cuarenta indios, todos caciques, con buena manera y mantas ricas a la usanza dellos; saludaron a Cortés y todos nosotros, y traían de sus inciensos, zahumándonos cuantos allí estábamos, y demandaron perdón de lo pasado, y que allí adelante serían buenos. Cortés les respondió con Aguilar, nuestra lengua, algo con gravedad, como haciendo del enojado, que ya ellos habían visto cuantas veces les habían requerido con la paz, y que ellos tenían la culpa, y que ahora eran merecedores que a ellos e a cuantos quedan en todos sus pueblos matásemos; y. porque somos vasallos de un gran rey y señor que nos envió a estas partes, el cual se dice el emperador don Carlos, que manda que a los que estuvieren en su real servicio que les ayudemos e favorezcamos; y que si ellos fueren buenos, como dicen, que así lo haremos, e si no, que soltará de aquellos tepustles que los maten (al hierro llaman en su lengua tepustle), que aun por lo pasado que han hecho en darnos guerra están enojados algunos dellos. Entonces secretamente mandó poner fuego a la bombarda que estaba cebada, e dio tan buen trueno y recio como era menester; iba la pelota zumbando por los montes, que, como en aquel instante era mediodía e hacía calma, llevaba gran ruido, y los caciques se espantaron de la oír; y como no habían visto cosa como aquella, creyeron que era verdad lo que Cortés les dijo, y para asegurarles del miedo, les tornó a decir con Aguilar que ya no hubiesen miedo, que él mandó que no hiciese daño, y en aquel instante trajeron el caballo que había tomado olor de la yegua, y átanlo no muy lejos de donde estaba Cortés hablando con los caciques; y como a la yegua la habían tenido en el mismo aposento adonde Cortés y los indios estaban hablando, pateaba el caballo, y relinchaba y hacía bramuras, y siempre los ojos mirando a los indios y al aposento donde había tomado olor de la yegua, e los caciques creyeron que por ellos hacía aquellas bramuras del relinchar y el patear, y estaban espantados.

Y cuando Cortés los vio de aquel arte, se levantó de la silla, y se fue para el caballo y le tomó del freno, e dijo a Aguilar que hiciese creer a los indios que allí estaban que había mandado al caballo que no les hiciese mal ninguno; y luego dijo a dos mozos de espuelas que lo llevasen de allí lejos, que no lo tornasen a ver los caciques. Y estando en esto, vinieron sobre treinta indios de carga, que entre ellos llaman tamemes, que traían la comida de gallinas y pescado asado y otras cosas de frutas, que parece ser se quedaron atrás o no pudieron venir juntamente con los caciques. Allí hubo muchas pláticas Cortes con aquellos principales, y dijeron que otro día vendrían todos, e traerían un presente e hablarían en otras cosas; y así, se fueron muy contentos. Donde los dejaré ahora hasta otro día.
 
CapÍtulo XXXVI
 
Cómo vinieron todos los caciques e calachionis del río de Grijalva y trajeron un presente, y lo que sobre ello pasó
Otro día de mañana, que fue a los postreros del mes de marzo de 1519 años, vinieron muchos caciques y principales de aquel pueblo de Tabasco y otros comarcanos, haciendo mucho acato a todos nosotros, e trajeron un presente de oro, que fueron cuatro diademas, y unas lagartijas, y dos como perrillos, y orejeras, e cinco ánades, y dos figuras de caras de indios, y dos suelas de oro, como de sus cotaras, y otras cosillas de poco valor, que yo no me acuerdo que tanto valía, y trajeron mantas de las que ellos traían e hacían, que son muy bastas; porque ya habrán oído decir los que tienen noticia de aquella provincia que no las hay en aquella tierra sino de poco valor; y no fue nada este presente en comparación de veinte mujeres, y entre ellas una muy excelente mujer, que se dijo doña Marina, que así se llamó después de vuelta cristiana.

Y dejaré esta plática, y de hablar della y de las demás mujeres que trajeron, y diré que Cortés recibió aquel presente con alegría, y se apartó con todos los caciques y con Aguilar el intérprete a hablar, y les dijo que por aquello que traían se lo tenía en gracia; mas que una cosa les rogaba, que luego mandasen poblar aquel pueblo con toda su gente, mujeres e hijos, y que dentro de dos días le quería ver poblado, y que en esto conocerá tener verdadera paz. Y luego los caciques mandaron llamar todos los vecinos, e con sus hijos e mujeres en dos días se pobló. Y a lo otro que les mandó, que dejasen sus ídolos e sacrificios, respondieron que así lo harían; y les declaramos con Aguilar, lo mejor que Cortés pudo, las cosas tocantes a nuestra santa fe, y cómo éramos cristianos e adorábamos a un solo Dios verdadero, y se les mostró una imagen muy devota de nuestra señora con su hijo precioso en los brazos, y se les declaró que aquella santa imagen reverenciábamos porque así está en el cielo y es madre de nuestro señor Dios. Y los caciques dijeron que les parece muy bien aquella gran tecleciguata, y que se la diesen para tener en su pueblo, porque a las grandes señoras en su lengua llaman tecleciguatas. Y dijo Cortés que sí daría, y les mandó hacer un buen altar bien labrado; el cual luego le hicieron. Y otro día de mañana mandó Cortés a dos de nuestros carpinteros de lo blanco, que se decían Alonso Yáñez e álvaro López (ya otra vez por mí memorados), que luego labrasen una cruz bien alta; y después de haber mandado todo esto, dijo a los caciques qué fue la causa que nos dieran guerra tres veces, requiriéndoles con la paz.

Y respondieron que ya habían demandado perdón dello y estaban perdonados, y que el cacique de Champoton, su hermano, se lo aconsejó, y porque no le tuviesen por cobarde, porque se lo reñían y deshonraban, porque no nos dio guerra cuando la otra vez vino otro capitán con cuatro navíos; y según pareció, decíalo por Juan de Grijalva. Y también dijo que el indio que traíamos por lengua, que se nos huyó una noche, se lo aconsejó, que de día y de noche nos diesen guerra, porque éramos muy pocos. Y luego Cortés les mandó que en todo caso se lo trajesen; e dijeron que como les vio que en la batalla no les fue bien, que se les fue huyendo, y que no sabían de él aunque le han buscado; e supimos que le sacrificaron, pues tan caro les costó sus consejos. Y más les preguntó, que de qué parte traían oro y aquellas joyezuelas. Respondieron que de hacia donde se pone el sol, y decían Culhúa y México, y como no sabíamos qué cosa era México ni Culhúa, dejábamoslo pasar por alto; y allí traíamos otra lengua que se decía Francisco, que hubimos cuando lo de Grijalva, ya otra vez por mí nombrado, mas no entendía poco ni mucho la de Tabasco, sino la de Culhúa, que es la mexicana; y medio por señas dijo a Cortés que Culhúa era muy adelante, y nombraba México, México, y no le entendimos. Y en esto cesó la plática hasta otro día, que se puso en el altar la santa imagen de nuestra señora y la cruz, la cual todos adoramos; y dijo misa el padre fray Bartolomé de Olmedo, y estaban todos los caciques y principales delante, y púsose nombre a aquel pueblo Santa María de la Victoria, e así se llama ahora la villa de Tabasco; y el mismo fraile con nuestra lengua Aguilar predicó a las veinte indias que nos presentaron, muchas buenas cosas de nuestra santa fe, y que no creyesen en los ídolos de que antes creían que eran malos y no eran dioses, ni más les sacrificasen, que los traían engañados, e adorasen a nuestro señor Jesucristo; e luego se bautizaron, y se puso por nombre doña Marina aquella india y señora que allí nos dieron y verdaderamente era gran cacica e hija de grandes caciques y señora de vasallos, y bien se le parecía en su persona; lo cual diré adelante cómo y de qué manera fue allí traída; e de las otras mujeres no me acuerdo bien de todos sus nombres, e no hace al caso nombrar algunas, mas estas fueron las primeras cristianas que hubo en la Nueva-España.

Y Cortés las repartió a cada capitán la suya, e a esta doña Marina, como era de buen parecer y entremetida e desenvuelta, dio a Alonso Hernández Puertocarrero, que ya he dicho otra vez que era muy buen caballero, primo del conde de Medellín; y desque fue a Castilla el Puertocarrero, estuvo la doña Marina con Cortés, e della hubo un hijo, que se dijo don Martín Cortés, que el tiempo andando fue comendador de Santiago. En aquel pueblo estuvimos cinco días, así porque se curaban las heridas como por los que estaban con dolor de lomos, que allí se les quitó; y demás desto, porque Cortés siempre atraía con buenas palabras a los caciques, y les dijo cómo el emperador nuestro señor, cuyos vasallos somos, tiene a su mandado muchos grandes señores, y que es bien que ellos le den la obediencia; e que en lo que hubieren menester, así favor de nosotros como otra cualquiera cosa, que se lo hagan saber dondequiera que estuviésemos, que él les vendrá a ayudar. Y todos los caciques le dieron muchas gracias por ello, y allí se otorgaron por vasallos de nuestro gran emperador. Estos fueron los primeros vasallos que en la Nueva-España dieron la obediencia a su majestad. Y luego Cortés les mandó que para otro día, que era domingo de Ramos, muy de mañana viniesen al altar que hicimos, con sus hijos y mujeres, para que adorasen la santa imagen de nuestra señora y la cruz; y asimismo les mandó que viniesen seis indios carpinteros, y que fuesen con nuestros carpinteros, y que en el pueblo de Cintia, adonde Dios nuestro señor fue servido de darnos aquella victoria de la batalla pasada, por mí referida, que hiciesen una cruz en un árbol grande que allí estaba, que llaman ceiba, e hiciéronla en aquel árbol a efecto que durase mucho, que con la corteza, que suele reverdecer, está siempre la cruz señalada.

Hecho esto mandó que aparejasen todas las canoas que traían, para nos ayudar a embarcar, porque aquel santo día nos queríamos hacer a la vela, porque en aquella sazón vinieron dos pilotos a decir a Cortés que estaban en gran riesgo los navíos por amor del norte, que es travesía. Y otro día muy de mañana vinieron todos los caciques y principales con todas sus mujeres e hijos, y estaban ya en el patio donde teníamos la iglesia y cruz, y muchos ramos cortados para andar en procesión; y desque los caciques vimos juntos, Cortés y todos los capitanes a una, con gran devoción anduvimos una muy devota procesión, y el padre de la Merced y Juan Díaz el clérigo revestidos, y se dijo misa, y adoramos y besamos la santa cruz, y los caciques e indios mirándonos. Y hecha nuestra solemne fiesta según el tiempo, vinieron los principales e trajeron a Cortés diez gallinas y pescado asado e otras legumbres, e nos despedimos dellos y siempre Cortés encomendándoles la santa imagen de nuestra señora y las santas cruces, y que las tuviesen muy limpias, y barrida la casa e la iglesia y enramado, y que las reverenciasen, e hallarían salud y buenas sementeras; y después que era ya tarde nos embarcamos, y a otro día lunes por la mañana nos hicimos a la vela, y con buen viaje navegamos e fuimos la vía de San Juan de Ulúa, y siempre muy juntos a tierra; e yendo navegando con buen tiempo, decíamos a Cortés los soldados que veníamos con Grijalva, como sabíamos aquella derrota: «Señor, allí queda La Rambla, que en lengua de indios se dice Ayagualulco.

» Y luego llegamos al paraje de Tonala, que se dice San Antón, y se lo señalábamos; más adelante le mostramos el gran río de Guazacualco, e vio las muy altas sierras nevadas, e luego las sierras de San Martín; y más adelante le mostramos la roca partida, que es unos grandes peñascos que entran en la mar, e tiene una señal arriba como a manera de silla; e más adelante le mostramos el río de Alvarado, que es adonde entró Pedro de Alvarado cuando lo de Grijalva; y luego vimos el río de Banderas, que fue donde rescatamos los dieciséis mil pesos, y luego le mostramos la isla Verde; y junto a tierra vio la isla de Sacrificios, donde hallamos los altares cuando lo de Grijalva, y los indios sacrificados, y luego en buena hora llegamos a San Juan de Ulúa jueves de la Cena después de mediodía. Acuérdome que llegó un caballero que se decía Alonso Hernández Puertocarrero, e dijo a Cortés: «Paréceme, señor, que os han venido diciendo estos caballeros que han venido otras dos veces a esta tierra:
Cata Francia, Montesinos
Cata París la ciudad,
Cata las aguas del Duero,
Do van a dar a la mar.
Yo digo que miréis las tierras ricas y sabeos bien gobernar.» Luego Cortés bien entendió a qué fin fueron aquellas palabras dichas, y respondió: «Dénos Dios ventura en armas como al paladín Roldán; que en lo demás, teniendo a vuestra merced y a otros caballeros por señores, bien me sabré entender.» Y dejémoslo, y no pasemos de aquí: esto es lo que pasó; y Cortés no entró en el río de Alvarado, como dice Gómara.

 
 
CapÍtulo XXXVII
 
Cómo doña Marina era cacica e hija de grandes señores, y señora de pueblos y vasallos, y de la manera que fue traída a Tabasco
Antes que más meta la mano en lo del gran Moctezuma y su gran México y mexicanos, quiero decir lo de doña Marina, cómo desde su niñez fue gran señora de pueblos y vasallos, y es desta manera: que su padre y su madre eran señores y caciques de un pueblo que se dice Painala, y tenía otros pueblos sujetos a él, obra de ocho leguas de la villa de Guazacualco, y murió el padre quedando muy niña, y la madre se casó con otro cacique mancebo y hubieron un hijo, y según pareció, querían bien al hijo que habían habido; acordaron entre el padre y la madre de darle el cargo después de sus días, y porque en ello no hubiese estorbo, dieron de noche la niña a unos indios de Xicalango, porque no fuese vista, y echaron fama que se había muerto, y en aquella sazón mu rió una hija de una india esclava suya, y publicaron que era la heredera, por manera que los de Xicalango la dieron a los de Tabasco, y los de Tabasco a Cortés, y conocí a su madre y a su hermano de madre, hijo de la vieja, que era ya hombre y mandaba juntamente con la madre a su pueblo, porque el marido postrero de la vieja ya era fallecido; y después de vueltos cristianos, se llamó la vieja Marta y el hijo Lázaro; y esto sélo muy bien, porque en el año de 1523, después de ganado México y otras provincias, y se había alzado Cristóbal de Olí en las Higüeras, fue Cortés allá y pasó por Guazacualco, fuimos con él a aquel viaje toda la mayor parte de los vecinos de aquella villa, como diré en su tiempo y lugar; y como doña Marina en todas las guerras de Nueva-España, Tlascal y México fue tan excelente mujer y buena lengua, como adelante diré, a esta causa la traía siempre Cortés consigo.

Y en aquella sazón y viaje se casó con ella un hidalgo que se decía Juan Jaramillo, en un pueblo que se decía Orizava, delante de ciertos testigos, que uno dellos se decía Aranda, vecino que fue de Tabasco, y aquel contaba el casamiento, y no como lo dice el cronista Gómara; y la doña Marina tenía mucho ser y mandaba absolutamente entre los indios en toda la Nueva-España. Y estando Cortés en la villa de Guazacualco, envió a llamar a todos los caciques de aquella provincia para hacerles un parlamento acerca de la santa doctrina y sobre su buen tratamiento, y entonces vino la madre de doña Marina, y su hermano de madre Lázaro, con otros caciques. Días había que me había dicho la doña Marina que era de aquella provincia y señora de vasallos, y bien lo sabía el capitán Cortés, y Aguilar, la lengua; por manera que vino la madre y su hijo, el hermano, y conocieron que claramente era su hija, porque se le parecía mucho. Tuvieron miedo della, que creyeron que los enviaba a llamar para matarlos, y lloraban; y como así los vio llorar la doña Marina, los consoló, y dijo que no hubiesen miedo, que cuando la traspusieron con los de Xicalango que no supieron lo que se hacían, y se lo perdonaba, y les dio muchas joyas de oro y de ropa y que se volviesen a su pueblo, y que Dios le había hecho mucha merced en quitarla de adorar ídolos ahora y ser cristiana, y tener un hijo de su amo y señor Cortés, y ser casada con un caballero como era su marido Juan Jaramillo; que aunque la hiciesen cacica de todas cuantas provincias había en la Nueva-España, no lo sería; que en más tenía servir a su marido e a Cortés que cuanto en el mundo hay; y todo esto que digo se lo oí muy certificadamente, y así lo juro, amén.

Y esto me parece que quiere remedar a lo que le acaeció con sus hermanos en Egipto a Josef, que vinieron a su poder cuando lo del trigo. Esto es lo que pasó, y no la relación que dieron al Gómara, Y también dice otras cosas que dejo por alto. E volviendo a nuestra materia, doña Marina sabía la lengua de Guazacualco, que es la propia de México, y sabía la de Tabasco; como Jerónimo de Aguilar, sabía la de Yucatán y Tabasco, que es toda una, entendíanse bien; y el Aguilar lo declaraba en castellano a Cortés: fue gran principio para nuestra conquista; y así se nos hacían las cosas, loado sea Dios, muy prósperamente. He querido declarar esto, porque sin doña Marina no podíamos entender la lengua de Nueva-España y México. Donde lo dejaré, e volveré a decir cómo nos desembarcamos en el puerto de San Juan de Ulúa.
  
CapÍtulo XXXVIII
 
Cómo llegamos con todos los navíos a San Juan de Ulúa, y lo que allí pasamos
En jueves santo de la Cena del Señor de 1519 años llegamos con toda la armada al puerto de San Juan de Ulúa; y como el piloto Alaminos lo sabía muy bien desde cuando venimos con Juan de Grijalva, luego mandó surgir en parte que los navíos estubiesen seguros del norte, y pusieron en la nao capitana sus estandartes reales y veletas, y desde obra de media hora que surgimos, vinieron dos canoas muy grandes (que en aquellas partes a las canoas grandes llaman piraguas), y en ellas vinieron muchos indios mexicanos, y como vieron los estandartes y navío grande, conocieron que allí habían de ir a hablar al capitán, y fuéronse derechos al navío, y entran dentro y preguntan quién era el tlatoan, que en su lengua dicen el señor.

Y doña Marina, que bien lo entendió, porque sabía muy bien la lengua, se lo mostró. Y los indios hicieron mucho acato a Cortés a su usanza, y le dijeron que fuese bien venido, e que un criado del gran Moctezuma, su señor, les enviaba a saber qué hombres éramos e qué buscábamos, e que si algo hubiésemos menester para nosotros y los navíos, que se lo dijésemos, que traerían recaudo para ello. Y nuestro Cortés respondió con las dos lenguas, Aguilar y doña Marina, que se lo tenía en merced; y luego les mandó dar de comer y beber vino, y unas cuentas azules, y cuando hubieron bebido, les dijo que veníamos para verlos y contratar, y que no se les haría enojo ninguno, e que hubiesen por buena nuestra llegada a aquella tierra. Y los mensajeros se volvieron muy contentos a su tierra; y otro día, que fue viernes santo de la Cruz, desembarcamos, así caballos como artillería, en unos montones de arena, que no había tierra llana, sino todos arenales, y asentaron los tiros como mejor le pareció al artillero, que se decía Mesa, e hicimos un altar, adonde se dijo luego misa, e hicieron chozas y enramadas para Cortés y para los capitanes, y entre tres soldados acarreábamos madera e hicimos nuestras chozas, y los caballos se pusieron adonde estuviesen seguros; y en esto se pasó aquel viernes santo. Y otro día sábado, víspera de pascua, vinieron muchos indios que envió un principal que era gobernador de Moctezuma, que se decía Pitalpitoque, que después le llamamos Ovandillo, y trajeron hachas y adobaron las chozas del capitán Cortés y los ranchos que más cerca hallaron, y les pusieron mantas grandes encima, por amor del sol, que era cuaresma e hacía muy gran calor, trajeron gallinas y pan de maíz y ciruelas, que era tiempo dellas, y paréceme que entonces trajeron unas joyas de oro, y todo lo presentaron a Cortés, e dijeron que otro día había de venir un gobernador a traer más bastimento.

Cortés se lo agradeció mucho y les mandó dar ciertas cosas de rescate, con que fueron muy contentos. Y otro día, pascua santa de resurrección, vino el gobernador que habían dicho, que se decía Tendile, hombre de negocios, e trajo con él a Pitalpitoque, que también era persona entre ellos principal, y traían detrás de sí muchos indios con presentes y gallinas y otras legumbres, y a estos que los traían mandó Tendile que se apartasen un poco a un cabo, y con mucha humildad hizo tres reverencias a Cortés a su usanza, y después a todos los soldados que más cercanos nos hallamos. Y Cortés les dijo con nuestras lenguas que fuesen bien venidos, y los abrazó, y les mandó que esperasen y que luego les hablaría, y entre tanto mandó hacer un altar lo mejor que en aquel tiempo se pudo hacer, y dijo misa cantada fray Bartolomé de Olmedo, y la beneficiaba el padre Juan Díaz, y estuvieron a la misa los dos gobernadores y otros principales de los que traían en su compañía; y oído misa, comió Cortés y ciertos capitanes de los nuestros y los dos indios criados del gran Montezuma. Y alzadas las mesas, se apartó Cortés con las dos nuestras lenguas doña Marina y Jerónimo de Aguilar y con aquellos caciques, y les dijimos cómo éramos cristianos y vasallos del mayor señor que hay en el mundo, que se dice el emperador don Carlos, y que tiene por vasallos y criados a muchos grandes señores, y que por su mandado veníamos a aquestas tierras, porque ha muchos años que tienen noticias dellas y del gran señor que las manda, y que lo quiere tener por amigo, y decirle muchas cosas en su real nombre, y cuando las sepa e haya entendido se holgará dello, y para contratar con él y sus indios y vasallos de buena amistad, y quería saber dónde manda que se vean y se hablen.

Y el Tendile le respondió algo soberbio, y le dijo: «Aun ahora has llegado y ya le quieres hablar; recibe ahora este presente que te damos en su nombre, y después me dirás lo que te cumpliere»; y luego sacó de una petaca, que es como caja, muchas piezas de oro y de buenas labores y ricas, y más de diez cargas de ropa blanca de algodón y de pluma, cosas muy de ver, y otras joyas que ya no me acuerdo, como ha muchos años, y tras esto mucha comida, que eran gallinas de la tierra, fruta y pescado asado. Cortés las recibió riendo y con buena gracia, y les dio cuentas de diamantes torcidas y otras cosas de Castilla; y les rogó que mandasen en sus pueblos que viniesen a contratar con nosotros, porque él traía muchas cuentas a trocar a oro, y le dijeron que así lo mandarían. Y según después supimos, estos Tendile y Pitalpitoque eran gobernadores de unas provincias que se dicen Cotastlan, Tustepeque, Guazpaltepeque, Tlatalteteclo, y de otros pueblos que nuevamente tenían sojuzgados; y luego Cortés mandó traer una silla de caderas con entalladuras muy pintadas y unas piedras margajitas que tienen dentro en sí muchas labores, y envueltas en unos algodones que tenían almizcle porque oliesen bien, y un sartal de diamantes torcido y una gorra de carmesí con una medalla de oro, y en ella figurado a san Jorge, que estaba a caballo con una lanza y parecía que mataba a un dragón; y dijo a Tendile que luego enviase aquella silla en que se asiente el señor Montezuma para cuando le vaya a ver y hablar Cortés, y que aquella gorra que la ponga en la cabeza, y que aquellas piedras y todo lo demás le mandó dar el rey nuestro señor, y que mande señalar para qué día y en qué parte quiere que le vaya a ver.

Y el Tendile le recibió y dijo que su señor Montezuma es tan gran señor, que se holgará de conocer a nuestro gran rey, y que le llevará presto aquel presente y traerá respuesta. Y parece ser que el Tendile traía consigo grandes pintores, que los hay tales en México, y mandó pintar al natural rostro, cuerpo y facciones de Cortés y de todos los capitanes y soldados, y navíos y velas e caballos, y a doña Marina e Aguilar, hasta dos lebreles, e tiros e pelotas, e todo el ejército que traíamos, e lo llevó a su señor. Y luego mandó Cortés a nuestros artilleros que tuviesen muy bien cebadas las bombardas con buen golpe de pólvora para que hiciesen gran trueno cuando las soltasen, y mandó a Pedro de Alvarado que él y todos los de a caballo y se aparejasen para que aquellos criados de Montezuma los viesen correr, y que llevasen pretales de cascabeles; y también Cortés cabalgó y dijo: «Si en estos médanos de arena pudiéramos correr, bueno fuera; mas ya veran que a pie atollamos en la arena: salgamos a la playa desque sea menguante, y correremos de dos en dos»; e al Pedro de Alvarado, que era su yegua alazana, de gran carrera y revuelta, le dio el cargo de todos los de a caballo. Todo lo cual se hizo delante de aquellos dos embajadores, y para que viesen salir los tiros dijo Cortés que les quería tornar a hablar con otros muchos principales, y ponen fuego a las bombardas, y en aquella sazón hacía calma; iban las piedras por los montes retumbando con gran ruido, y los gobernadores y todos los indios se espantaron de cosas tan nuevas para ellos, y lo mandaron pintar a sus pintores para que Montezuma lo viese.

Y parece ser que un soldado tenía un casco medio dorado, viole Tendile, que era más entremetido indio que el otro, y dijo que parecía a unos que ellos tienen que les habían dejado sus antepasados del linaje donde venían, el cual tenían puesto en la cabeza a sus dioses Huichilobos, que es su ídolo de la guerra, y que su señor Montezuma se holgará de lo ver, y luego se lo dieron; y les dijo Cortés que porque quería saber si el oro desta tierra es como el que sacan de la nuestra de los ríos, que le envíen aquel casco lleno de granos para enviarlo a nuestro gran emperador, Y después de todo esto, el Tendile se despidió de Cortés y de todos nosotros, y después de muchos ofrecimientos que les hizo el mismo Cortés, le abrazó y se despidió de él, y dijo el Tendile que él volvería con la respuesta con toda brevedad; e ido, alcanzamos a saber que, después de ser indio de grandes negocios, fue el más suelto peón que su amo Montezuma tenía; el cual fue en posta y dio relación de todo a su señor, y le mostró el dibujo que llevaba pintado y el presente que le envió Cortés; y cuando el gran Montezuma le vio quedó admirado, y recibió por otra parte mucho contento, y desque vio el casco y el que tenía su Huichilobos, tuvo por cierto que éramos del linaje de los que les habían dicho sus antepasados que vendrían a señorear aquesta tierra. Aquí es donde dice el cronista Gómara muchas cosas que no le dieron buena relación. Dejarlos he aquí, y diré lo que más nos acaeció.

CapÍtulo XXXIX
Cómo fue Tendile a hablar a su señor Montezuma y llevar el presente, y lo que hicimos en nuestro real
Desque fue Tendile con el presente que el capitán Cortés le dio para su señor Montezuma, e había quedado en nuestro real el otro gobernador que se decía Pitalpitoque, quedó en unas chozas apartadas de nosotros, y allí trajeron indios para que hiciesen pan de maíz, y gallinas, frutas y pescado, y de aquella proveían a Cortés y a los capitanes que comían con él (que a nosotros los soldados, si no lo mariscábamos o íbamos a pescar, no lo teníamos); y en aquella sazón vinieron muchos indios de los pueblos por mí nombrados, donde eran gobernadores aquellos criados del gran Montezuma, y traían algunos dellos oro y joyas de poco valor y gallinas a trocar por nuestros rescates, que eran cuentas verdes, diamantes y otras cosas, y con aquello nos sustentábamos, porque comúnmente todos los soldados traíamos rescate: como teníamos aviso cuando lo de Grijalva que era bueno traer cuentas, y en esto pasaron seis o siete días; y estando en esto vino el Tendile una mañana con más de cien indios cargados, y venía con ellos un gran cacique mexicano, y en el rostro, facciones y cuerpo se parecía al capitán Cortés, y adrede lo envió el gran Montezuma; porque, según dijeron, cuando a Cortés le llevó Tendile dibujada su misma figura, todos los principales que estaban con Montezuma dijeron que un principal que se decía Quintalbor se le parecía a lo propio a Cortés, que así se llamaba aquel gran cacique que venía con Tendile; y como parecía a Cortés, así le llamábamos en el real Cortés allá, Cortés acullá.

Volvamos a su venida y lo que hicieron en llegando donde nuestro capitán estaba, y fue que besó la tierra con la mano, y con braseros que traían de barro, y en ellos de su incienso le zahumaron, y a todos los demás soldados que allí cerca nos hallamos; y Cortés les mostró mucho amor y asentólos cabe sí; e aquel principal que venía con aquel presente traía cargo de hablar juntamente con el Tendile (ya he dicho que se decía Quintalbor); y después de haberle dado el parabién venido a aquella tierra, y otras muchas pláticas que pasaron, mandó sacar el presente que traían encima de unas esteras que llaman petates, y tendidas otras mantas de algodón encima dellas, lo primero que dio fue una rueda de hechura de sol, tan grande como de una carreta, con muchas labores, todo de oro muy fino, gran obra de mirar, que valía, a lo que después dijeron que le había pesado, sobre veinte mil pesos de oro, y otra mayor rueda de plata, figurada la luna con muchos resplandores, y otras figuras en ella, y esta era de gran peso, que valía mucho, y trajo el casco lleno de oro en granos crespos como lo sacan de las minas, que valía tres mil pesos. Aquel oro del casco tuvimos en más, por saber cierto que había buenas minas, que si trajeran treinta mil pesos. Mas trajo veinte ánades de oro, de muy prima labor y muy al natural, e unos como perros de los que entre ellos tienen, y muchas piezas de oro figuradas, de hechura de tigres y leones y monos, y diez collares hechos de una hechura muy prima, e otros pinjantes, e doce flechas y arco con su cuerda, y dos varas como de justicia, de largo de cinco palmos, y todo esto de oro muy fino de obra vaciadiza; y luego mandó traer penachos de oro y de ricas plumas verdes y otras de plata, y aventadores de lo mismo, pues venados de oro sacados de vaciadizo; e fueron tantas cosas, que, como ha ya tantos años que pasó, no me acuerdo de todo; y luego mandó traer allí sobre treinta cargas de ropa de algodón tan prima y de muchos géneros de labores, y de pluma de muchos colores, que por ser tantos no quiero en ello más meter la pluma, porque no lo sabré escribir.

Y después de haberlo dado, dijo aquel gran cacique Quintalbor y el Tendile a Cortés que reciba aquello con la gran voluntad que su señor se lo envía, e que lo reparta con los teules que consigo trae; y Cortés con alegría los recibió; y dijeron a Cortés aquellos embajadores que le querían hablar lo que su señor Montezuma le envía a decir. Y lo primero que le dijeron, que se ha holgado que hombres tan esforzados vengan a su tierra, como le han dicho que somos, porque sabía lo de Tabasco; y que deseaba mucho ver a nuestro gran emperador, pues tan gran señor es, pues de tan lejanas tierras como venimos tiene noticias de él, e que le enviará un presente de piedras ricas, e que entre tanto que allí en aquel puerto estuviéremos, si en algo nos puede servir que lo hará de buena voluntad; e cuanto a las vistas, que no curasen dellas, que no había para qué; poniendo muchos inconvenientes. Cortés les tornó a dar las gracias con buen semblante por ello, y con muchos halagos dio a cada gobernador dos camisas de holanda y diamantes azules y otras cosillas, y les rogó que volviesen por su embajador a México a decir a su señor el gran Montezuma que, pues habíamos pasado tantas mares y veníamos de tan lejanas tierras solamente por le ver y hablar de su persona a la suya, que si así se volviese, que no lo recibiría de buena manera nuestro gran rey y señor, y que adonde quiera que estuviese le quiere ir a ver y hacer lo que mandare. Y los embajadores dijeron que irían y se lo dirían; mas que las vistas que dice, que entienden que son por demás.

Y envió Cortés con aquellos mensajeros a Montezuma de la pobreza que traíamos, que era una copa de vidrio de Florencia, labrada y dorada, con muchas arboledas y monterías que estaban en la copa, y tres camisas de holanda, y otras cosas, y les encomendó la respuesta. Fuéronse estos dos gobernadores, y quedó en el real Pitalpitoque, que parece ser le dieron cargo los demás criados de Montezuma para que trajese la comida de los pueblos más cercanos. Dejarlo he aquí, y diré lo que en nuestro real pasó.
 
 
CapÍtulo XL
 
Cómo Cortés envió a buscar otro puerto y asiento para poblar y lo que sobre ello se hizo
Despachados los mensajeros para México, luego Cortés mandó ir dos navíos a descubrir la costa adelante, y por capitán dellos a Francisco de Montejo, y le mandó que siguiese el viaje que habíamos llevado con Juan de Grijalva, porque el mismo Montejo había venido en nuestra compañía y del Grijalva, y que procurase buscar puerto seguro y mirase por tierras en que pudiésemos estar, porque bien veía que en aquellos arenales no nos podíamos valer de mosquitos y estar tan lejos de poblaciones; y mandó al piloto Alaminos y Juan álvarez «el manquillo», fuesen por pilotos, porque sabían aquella derrota, y que diez días navegase costa a costa todo lo que pudiesen; y fueron de la manera que les fue dicho e mandado, y llegaron al paraje del río Grande, que es cerca de Pánuco, adonde otra vez llegamos cuando lo del capitán Juan de Grijalva, y desde allí adelante no pudieron pasar, por las grandes corrientes.

Y viendo aquella mala navegación, dio la vuelta a San Juan de Ulúa, sin más pasar adelante, ni otra relación, excepto que doce leguas de allí habían visto un pueblo como fortaleza, el cual pueblo se llamaba Quiahuistlan, y que cerca de aquel pueblo estaba un puerto que le parecía al piloto Alaminos que podrían estar seguros los navíos, del norte; púsosele un nombre feo, que es el tal de Bernal, que parecía a otro puerto que hay en España que tenía aquel propio nombre feo; y en estas idas y venidas se pasaron al Montejo diez o doce días. Y volveré a decir que el indio Pitalpitoque, que quedaba para traer la comida, aflojó de tal manera, que nunca más trajo cosa ninguna; y teníamos entonces gran falta de mantenimientos, porque ya el cazabe amargaba de mohoso, podrido y sucio de fátulas, y si no íbamos a mariscar no comíamos, y los indios que solían traer oro y gallinas a rescatar, ya no venían tantos como al principio, y estos que acudían, muy recatados y medrosos; y estábamos aguardando a los indios mensajeros que fueron a México, por horas. Y estando desta manera, vuelve Tendile con muchos indios, y después de haber hecho el acato que suelen entre ellos de zahumar a Cortés y a todos nosotros, dio diez cargas de mantas de plumas muy finas y ricas, y cuatro chalchiuites, que son unas piedras verdes de muy gran valor, y tenidas en más estima entre ellos, más que nosotros las esmeraldas, y es color verde, y ciertas piezas de oro, que dijeron que valía el oro, sin los chalchiuites, tres mil pesos; y entonces vinieron el Tendile y Pitalpitoque, porque el otro gran cacique, que se decía Quintalbor, no volvió más, porque había adolecido en el camino; y aquellos dos gobernadores se apartaron con Cortés y doña Marina y Aguilar, y le dijeron que su señor Montezuma recibió el presente, y que se holgó con él, e que en cuanto a la vista, que no le hablen más sobre ello, y que aquellas ricas piedras de chalchiuites que las envía para el gran emperador, porque son tan ricas, que vale cada una dellas una gran carga de oro, y que en más estima las tenía, y que ya no cure de enviar más mensajeros a México.

Y Cortés les dio las gracias con ofrecimientos; y ciertamente que le pesó a Cortés que tan claramente le decían que no podríamos ver al Montezuma, y dijo a ciertos soldados que allí nos hallamos: «Verdaderamente debe de ser gran señor y rico, y si Dios quisiere, algún día le hemos de ir a ver.» Y respondimos los soldados: «Ya querríamos estar envueltos con él.» Dejemos por ahora las vistas, y digamos que en aquella sazón era hora del Ave-María, y en el real teníamos una campana, y todos nos arrodillamos delante de una cruz que teníamos puesta en un médano de arena, el más alto, y delante de aquella cruz decíamos la oración del Ave-María; y como Tendile y Pitalpitoque nos vieron así arrodillar, como eran indios muy entremetidos, preguntaron que a qué fin nos humillábamos delante de aquel palo hecho de aquella manera. Y como Cortés lo oyó, y el fraile de la Merced estaba presente, le dijo Cortés al fraile: «Bien es ahora, padre, que has, buena materia para ello, que les demos a entender con nuestras lenguas las cosas tocantes a nuestra santa fe»; y entonces se les hizo un tan buen razonamiento para en tal tiempo, que unos buenos teólogos no lo dijeran mejor; y después de declarado cómo somos cristianos e todas las cosas tocantes a nuestra santa fe que se convenían decir, les dijeron que sus ídolos son malos y que no son buenos; que huyen de donde está aquella señal de la cruz, porque en otra de aquella hechura padeció muerte y pasión el señor del cielo y de la tierra y de todo lo criado, que es el en que nosotros adoramos y creemos, que es nuestro Dios verdadero, que se dice Jesucristo, y que quiso sufrir y pasar aquella muerte por salvar todo el género humano, y que resucitó al tercer día y está en los cielos, y que habemos de ser juzgados por él; y se les dijo otras muchas cosas muy perfectamente dichas, y las entendían bien, y respondían cómo ellos lo dirían a su señor Montezuma; y también se les declaró que una de las cosas por que nos envió a estas partes nuestro gran emperador fue para quitar que no sacrificasen ningunos indios ni otra manera de sacrificios malos que hacen, ni se robasen unos a otros, ni adorasen aquellas malditas figuras; y que les ruega que pongan en su ciudad, en los adoratorios donde están los ídolos que ellos tienen por dioses, una cruz como aquella, y pongan una imagen de nuestra señora, que allí les dio, con su hijo precioso en los brazos, y verán cuánto bien les va y lo que nuestro Dios por ellos hace. Y porque pasaron otros muchos razonamientos, e yo no los sabré escribir tan por extenso, lo dejaré, y traeré a la memoria que como vinieron con Tendile muchos indios esta postrera vez a rescatar piezas de oro, y no de mucho valor, todos los soldados lo rescatábamos; y aquel oro que rescatábamos dábamos a los hombres, que traíamos, de la mar, que iban a pescar, a trueco de su pescado, para tener de comer; porque de otra manera pasábamos mucha necesidad de hambre, y Cortés se holgaba dello y lo disimulaba, aunque lo veía, y se lo decían muchos criados y amigos de Diego Velázquez que para qué nos dejaba rescatar. Y lo que sobre ello pasó diré adelante.
 

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