Escultura de la IV Dinastía
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Datos principales
Rango
Pirámides
Desarrollo
La secuencia que se observa en el desarrollo de las mastabas de la IV Dinastía , a saber: primero, lujo; después, austeridad extremada; finalmente, tímido retomo a la riqueza suntuaria, se manifiesta con idéntico ritmo en las artes plásticas e industriales de la misma. De Snefru en persona apenas se conservan unos fragmentos insignificantes de las estatuas que un tiempo hubo en su templo de Dahsur . Por eso hemos de acudir a las de sus cortesanos para ilustrar la fase inicial de la escultura. Antes de tratar de ellas en particular, debemos adelantar algo general: todas las estatuas de tiempos de Snefru y de Keops conservan vivo el espíritu de la de Zoser : son muy expresivas, muy impresionantes, pero tienen un cierto espíritu salvaje. Ya dijimos que la estatua de Zoser sugiere un león sentado. En las dos o tres generaciones siguientes, prácticamente antes de Kefrén , no será fácil que encontremos un hombre humano del todo, siempre habrá en él un algo de fiera a medio domesticar. Tanto por su intensa expresividad como por su impecable estado de conservación, las estatuas de un matrimonio -Rahotep , el marido, y Nofret, la esposa- halladas en la mastaba de la familia en Meidum sirven de magníficos exponentes de cómo fue la fase inicial de la dinastía. Las dos están labradas en sendos bloques de caliza, fina y compacta, formando un cuerpo con sus correspondientes pedestales y asientos.
Estos son sillas de respaldo alto, de las que las figuras sobresalen como altorrelieves. La perfecta conservación de la pintura realza la vitalidad de la obra escultórica, donde la figura del marido, pintada de castaño, contrasta vivamente con la de la mujer, que enfunda su cuerpo amarillo en un ceñido manto blanco. En esta gama fría de la estatua femenina dan sus notas vibrantes los colorines del collar y de la diadema, los ojos de cristal de roca, la intensa masa negra del pelo y los fuertes trazos del maquillaje. Los cuerpos son volúmenes plásticos de formas amplias -angulosas en Rahotep, redondeadas en Nofret- y no apuradas en pos del detalle, como para no restar interés a las cabezas, donde el afán de vida se concentra y expresa. Rasgos arcaicos, algo desmañados y que el escultor no había de superar hasta la V dinastía , son los anchos tobillos y las orejas demasiado conspicuas; pero estos rasgos convienen al lenguaje formal de las figuras y contribuyen a caracterizar su estilo. Por el peculiar conservadurismo del arte egipcio, no es raro encontrar en esculturas de épocas más recientes el mismo tipo de pantorrillas. Una tónica semejante, tanto por el material como por el estilo, informa la estatua del visir Hemiun, ya citado como superintendente de las obras de Keops . Sus padres, Nefermaat y Atet, estaban enterrados en Meidum, junto a la Pirámide Incompleta, de donde resulta lógico que encontremos en él a un defensor de aquella escuela de escultores a que se deben las estatuas de Rahotep y Nofret.
La suya nos pone ante los ojos al funcionario egipcio ideal y ejemplar, emparentado con el rey, fiel cumplidor de sus deberes y algo entrado ya en años y en carnes, carnes que el escultor ha sabido sugerir con las oportunas redondeces y pliegues. Toda la efigie, aun la condición anecdótica de su gordura, está llevada por el tratamiento somero de las masas y el rígido esquema de la composición, de que es parte fundamental el cubo del asiento, a un plano semiabstracto, de intenso carácter hierático. Su cabeza ofrece un retrato ideal, tocado de una apretada gorra, porque la representación del pelo sería incompatible con la tersura de toda esta plástica. Las mismas tendencias se manifiestan en la obra escultórica habitual en las mastabas de Giza: las cabezas de caliza que reemplazan a las estatuas cuando la cámara de éstas -el serdab- es prohibida por el faraón. En tales cabezas llega la escultura a su máxima aproximación al retrato sin entregarse a él de lleno. La cabeza tenía que cumplir el requisito de señalar al Ra el lugar de reposo del cuerpo, y por tanto, las facciones habían de reflejar la individualidad del muerto. Pero los resultados no nos llevan a la conclusión de tales premisas, puesto que nunca vemos personalidades muy definidas, sino unos rostros risueños, de facciones estilizadas, en las que a lo sumo se adivinan un par de rasgos personales. El pelo, conforme a lo dicho, se encuentra siempre ceñido por una gorra apretada, como la de un nadador.
Por el número de sitios en que han quedado señales de sus peanas, se calcula que en torno a las pirámides de Keops, Kefrén y Mykerinos hubo en tiempos quinientas estatuas por lo menos. Así, los grandes faraones de la IV Dinastía patrocinaron, sin pretenderlo, una magnífica escuela de escultores que la dinastía siguiente, menos austera que la IV, había de aprovechar para llenar de esculturas y relieves las tumbas y los santuarios del país. De Keops no queda ninguna estatua de primera fila, aunque sí una interesante figurilla de marfil. En cambio, de Kefrén tenemos varias, por lo menos en fragmentos, amén de la ya citada del Museo de El Cairo. Estas estatuas de diorita, de pizarra, de basalto, incorporan a su oscuro y lustroso material todas las virtudes implícitas en el concepto de faraón: poder ilimitado, inquebrantable; sabiduría y astucia para el gobierno; majestad; divinidad y contacto directo con los demás dioses, a los que él transmitía su carácter de tales. La estatua sedente de Kefrén es, sin duda de ningún género, la obra cumbre llegada a nosotros. Forma cuerpo con un trono cuyo respaldo le llega a los hombros; encima de éste, Horus , en forma de halcón, abraza con sus alas la cabeza del rey. Hállase éste semidesnudo, con sólo el shenti plisado, en postura de rígida simetría, apenas aliviada por la distinta colocación de las manos, apoyadas en los muslos: la izquierda extendida, con la palma hacia abajo; la derecha cerrada, como empuñando el cetro.
El trono tiene patas de león, y cabezas de la misma fiera sobresalen en los dos extremos del asiento. A ambos lados del bloque en que el trono está esculpido como relieve, se ven las flores del Alto y Bajo Egipto, enlazadas por el nudo de la Unificación. Las notas de solemnidad que la estatua comienza a dar desde abajo, desde sus mismos pies paralelos, culminan en la cabeza, cubierta por el nenes y adornada de la barba postiza. Pero si se prescinde de estos atributos de realeza divinizada, queda al desnudo el rostro de un personaje sagaz, buen conocedor de los hombres, dotado de un fino sentido del humor, un hombre que sabe desempeñar su cometido y al mismo tiempo saborear los placeres de la vida.
Estos son sillas de respaldo alto, de las que las figuras sobresalen como altorrelieves. La perfecta conservación de la pintura realza la vitalidad de la obra escultórica, donde la figura del marido, pintada de castaño, contrasta vivamente con la de la mujer, que enfunda su cuerpo amarillo en un ceñido manto blanco. En esta gama fría de la estatua femenina dan sus notas vibrantes los colorines del collar y de la diadema, los ojos de cristal de roca, la intensa masa negra del pelo y los fuertes trazos del maquillaje. Los cuerpos son volúmenes plásticos de formas amplias -angulosas en Rahotep, redondeadas en Nofret- y no apuradas en pos del detalle, como para no restar interés a las cabezas, donde el afán de vida se concentra y expresa. Rasgos arcaicos, algo desmañados y que el escultor no había de superar hasta la V dinastía , son los anchos tobillos y las orejas demasiado conspicuas; pero estos rasgos convienen al lenguaje formal de las figuras y contribuyen a caracterizar su estilo. Por el peculiar conservadurismo del arte egipcio, no es raro encontrar en esculturas de épocas más recientes el mismo tipo de pantorrillas. Una tónica semejante, tanto por el material como por el estilo, informa la estatua del visir Hemiun, ya citado como superintendente de las obras de Keops . Sus padres, Nefermaat y Atet, estaban enterrados en Meidum, junto a la Pirámide Incompleta, de donde resulta lógico que encontremos en él a un defensor de aquella escuela de escultores a que se deben las estatuas de Rahotep y Nofret.
La suya nos pone ante los ojos al funcionario egipcio ideal y ejemplar, emparentado con el rey, fiel cumplidor de sus deberes y algo entrado ya en años y en carnes, carnes que el escultor ha sabido sugerir con las oportunas redondeces y pliegues. Toda la efigie, aun la condición anecdótica de su gordura, está llevada por el tratamiento somero de las masas y el rígido esquema de la composición, de que es parte fundamental el cubo del asiento, a un plano semiabstracto, de intenso carácter hierático. Su cabeza ofrece un retrato ideal, tocado de una apretada gorra, porque la representación del pelo sería incompatible con la tersura de toda esta plástica. Las mismas tendencias se manifiestan en la obra escultórica habitual en las mastabas de Giza: las cabezas de caliza que reemplazan a las estatuas cuando la cámara de éstas -el serdab- es prohibida por el faraón. En tales cabezas llega la escultura a su máxima aproximación al retrato sin entregarse a él de lleno. La cabeza tenía que cumplir el requisito de señalar al Ra el lugar de reposo del cuerpo, y por tanto, las facciones habían de reflejar la individualidad del muerto. Pero los resultados no nos llevan a la conclusión de tales premisas, puesto que nunca vemos personalidades muy definidas, sino unos rostros risueños, de facciones estilizadas, en las que a lo sumo se adivinan un par de rasgos personales. El pelo, conforme a lo dicho, se encuentra siempre ceñido por una gorra apretada, como la de un nadador.
Por el número de sitios en que han quedado señales de sus peanas, se calcula que en torno a las pirámides de Keops, Kefrén y Mykerinos hubo en tiempos quinientas estatuas por lo menos. Así, los grandes faraones de la IV Dinastía patrocinaron, sin pretenderlo, una magnífica escuela de escultores que la dinastía siguiente, menos austera que la IV, había de aprovechar para llenar de esculturas y relieves las tumbas y los santuarios del país. De Keops no queda ninguna estatua de primera fila, aunque sí una interesante figurilla de marfil. En cambio, de Kefrén tenemos varias, por lo menos en fragmentos, amén de la ya citada del Museo de El Cairo. Estas estatuas de diorita, de pizarra, de basalto, incorporan a su oscuro y lustroso material todas las virtudes implícitas en el concepto de faraón: poder ilimitado, inquebrantable; sabiduría y astucia para el gobierno; majestad; divinidad y contacto directo con los demás dioses, a los que él transmitía su carácter de tales. La estatua sedente de Kefrén es, sin duda de ningún género, la obra cumbre llegada a nosotros. Forma cuerpo con un trono cuyo respaldo le llega a los hombros; encima de éste, Horus , en forma de halcón, abraza con sus alas la cabeza del rey. Hállase éste semidesnudo, con sólo el shenti plisado, en postura de rígida simetría, apenas aliviada por la distinta colocación de las manos, apoyadas en los muslos: la izquierda extendida, con la palma hacia abajo; la derecha cerrada, como empuñando el cetro.
El trono tiene patas de león, y cabezas de la misma fiera sobresalen en los dos extremos del asiento. A ambos lados del bloque en que el trono está esculpido como relieve, se ven las flores del Alto y Bajo Egipto, enlazadas por el nudo de la Unificación. Las notas de solemnidad que la estatua comienza a dar desde abajo, desde sus mismos pies paralelos, culminan en la cabeza, cubierta por el nenes y adornada de la barba postiza. Pero si se prescinde de estos atributos de realeza divinizada, queda al desnudo el rostro de un personaje sagaz, buen conocedor de los hombres, dotado de un fino sentido del humor, un hombre que sabe desempeñar su cometido y al mismo tiempo saborear los placeres de la vida.