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Datos principales
Desarrollo
CAPITULO XVII Funda la segunda Misión de San Diego, y lo que sucedió en ella. Aquel fervoroso celo en que continuamente ardía y se abrasaba el corazón de nuestro V. P. Fr. Junípero, no le permitía olvidar el principal objeto de su venida; y él fue quien le obligó (a los dos días de salida la Expedición) a dar principio a la Misión de San Diego en el Puerto de este nombre, con que se conocía desde el año de 1603, y lo había señalado el General Don Sebastián Vizcaíno. Hizo la función del establecimiento con la Misa cantada y demás ceremonias de costumbre que quedan expresadas en el capítulo de la fundación de la de San Fernando, el día 16 de Julio, en que los Españoles celebramos el Triunfo de la Santísima Cruz, esperanzado, en que así como en virtud de esta sagrada Señal lograron los Españoles en el propio día, el año de 1212, aquella célebre Victoria de los Bárbaros Mahometanos, lograrían también, levantando el Estandarte de la Santa Cruz, ahuyentar a todo el infernal Ejército, y sujetar al suave yugo de nuestra Santa Fe la barbaridad de los Gentiles que habitaban esta nueva California; y más implorando el Patrocinio de María Santísima, a quien en el mismo día celebra la universal Iglesia, bajo el título del Monte Carmelo. Con esta fe y celo de la salvación de las almas, levantó el V. P. Junípero el Estandarte de la Santa Cruz, fijándola en el sitio que le pareció más propio para la formación del Pueblo, y a la vista de aquel Puerto.
Quedaron de Ministros, nuestro V. Padre y Fr. Fernando Parrón; y con la poca gente que existía sana, en los ratos que no era preciso asistir a los enfermos, se fueron construyendo unas humildes Barracas; y habiéndose dedicado una para Iglesia interina, se procuraron atraer allí con dádivas y afectuosas expresiones, a los Gentiles que se dejaban ver; pero como quiera que éstos no entendían nuestro idioma, no atendían a otra cosa que a recibir lo que se les daba, como no fuese comida, porque esta de manera alguna quisieron probarla, de suerte, que si a algún muchacho se le ponía un pedazo de dulce en la boca, lo arrojaba luego como si fuese vene-no. Desde luego atribuyeron la enfermedad de los nuestros a las comidas que ellos jamás habían visto: Esta fue, sin duda, singular providencia del altísimo; porque si como apreciaban la ropa, se hubieran aficionado de los comestibles, hubieran acabado, por hambre, con aquellos Españoles. Siendo tan grande su aversión a nuestras comidas, no era menor el deseo con que ansiaban por la ropa, hasta pasar al hurto de cuantas cosas podían de esta clase; llegando a tanto extremo, que ni en el Barco estaban seguras sus velas; pues habiéndose arrimado una noche a él, con sus balsas de tule, los hallaron cortando un pedazo de una, y en otra ocasión un calabrote, para llevárselo. Esto dió motivo a poner a bordo la Centinela de dos Soldados (de los ocho de Cuera que habían quedado) y con este temor hubieron de contenerse; pero a la Misión se minoró la Escolta, y más en los días festivos, que era menester fuesen con el Padre que iba a celebrar Misa en el Barco, otros dos Soldados de resguardo, por si se verificaba algún insulto de los Gentiles.
Todo esto observaron ellos atentamente, ignorando la fuerza de las armas de fuego, y confiando en la multitud de gente que tenían, y en sus flechas y macanas de madera, en forma de sables, que cortan como el acero, y otras como porras o mazos, con que hacen mucho estrago, empezaron a robar sin temor alguno; y viendo que no se les permitía, quisieron probar fortuna, quitando la vida a todos los nuestros, y quedando ellos con los expolios. Así lo intentaron hacer en los días 12 y 13 de Agosto; pero habiendo hallado resistencia, hubieron de retirarse. El día 15 del mismo mes, en que se celebra la gran festividad de la gloriosa Asunción de nuestra Reina y Señora a los Cielos luego que salieron con el P. Fr. Fernando, que iba a decir misa a bordo, dos de los Soldados, quedando solos cuatro en la Misión, y habiendo acabado de celebrar el santo Sacrificio el V. P. Presidente, y el Padre Vizcaíno, en que comulgaron algunos, cayó un gran número de Gentiles, armados todos a guerra, y empezaron a robar cuanto encontraban, quitando a los pobres enfermos hasta las sábanas con que se cubrían. Gritó luego al arma el Cabo; y viendo los contrarios la acción de vestirse los Soldados las cueros y adargas (armas defensivas con que se burlan de las flechas) y que al mismo tiempo tomaban los fusiles, se apartaron, empezando a disparar sus flechas, y los cuatro Soldados, Carpintero y Herrero a hacer fuego con valor; pero principalmente el Herrero, que sin duda la Sagrada Comu-nión, que acababa de recibir, le infundió extraordinario aliento; y no obstante de no tener cuera para resguardo, iba por entremedio de las casas o Barracas, gritando: "Viva la Fe de Jesucristo, y mueran esos perros enemigos de ella;" y haciendo fuego al mismo tiempo contra los Gentiles.
El V. P. Presidente con su Compañero se hallaba dentro de la Barraca, encomendando a Dios a todos, para que no resultase alguna muerte, así de los Gentiles, para que no se perdiesen aquellas almas sin Bautismo, como de los nuestros. Quiso el Padre Vizcaíno mirar si se retiraban los Indios, y con este fin alzó un poco la manta de ixtle o pita, que servía de puerta a aquella habitación; pero no bien lo hubo hecho, cuando una flecha le hirió la mano (que aunque después sanó, le quedó siempre malo un dedo) y con esto, dejando caer la cortina, no trató más que de encomendarse a Dios, como lo hacía su Siervo Fr. Junípero. Continuando la guerra, y los funestos alaridos de los Gentiles, se entró a toda prisa en la Barraca de los Padres el Mozo que los cuidaba, llamado José María, y postrándose a los pies de nuestro Venerable, le dijo: "Padre, absuélvame, que me han muerto los Indios." Absolviólo el Padre e inmediatamente quedó muerto, pues le habían traspasado la garganta; y ocultando los Ministros esta muerte, la ignoraron los Gentiles. De estos cayeron varios; y viendo los otros la fuerza de las armas de fuego, y el valor de los Cristianos, se retiraron luego con sus heridos, sin dejar alguno tirado, para precaver que los nuestros supiesen (como no lo consiguieron) si había muerto alguno en el combate. De los Cristianos quedaron heridos, a más del Padre Vizcaíno, un Soldado de Cuera, un Indio Californio, y el valeroso Herrero; pero ninguno de cuidado, pues en breve tiempo sanaron todos, y la muerte del citado Mozo quedó en silencio De los Gentiles, aunque ocultaron los difuntos, se supo los que quedaron heridos; pues a pocos días vinieron de paz, pidiendo los curasen, como lo hizo de caridad el buen Cirujano, y los puso buenos.
Esta caridad que observaron en los nuestros, obligó a los Indios a cobrarles algún afecto; y la triste experiencia de su desgraciada empresa, les infundió temor y respeto, con que se portaron ya de distinto modo que antes, frecuentando visitar la Misión; pero sin ningún aparato de armas. Entre los que más se acercaban, había un Indio de edad de quince años, que raro día dejaba de ocurrir, y ya comía sin el menor recelo, cuanto le daban los Padres. Procuró nuestro Fr. Junípero regalarlo, y que aprendiese algo de nuestro idioma, para ver si por este medio conseguía algún Bautismo de los Párvulos. Pasados algunos días, y entendiendo ya algo el Indio, le dijo el V. Padre, que viese si le traía algún chiquito, con consentimiento de sus Padres, que lo haría Cristiano como nosotros, echándole una poca de agua en la cabeza, con que quedaría hijo de Dios, y del Padre, y pariente de los Soldados (que ellos llamaban Cuerés) y le regalaría ropa para que anduviese vestido como los Españoles. Con estas expresiones, y otras que su fervoroso celo le hacía idear, parece que el Indio lo entendió, y comunicándolo a los demás, vino dentro de pocos días con un Gentil (y otros muchos que lo acompañaban) que traía en brazos un niño, y daba a entender por las señas que hacía, que era su voluntad se lo bautizasen. Llenándose de gozo nuestro V. Padre, dió luego una poca de ropa para cubrir al niño, convidó al Cabo para Padrino, y a los Soldados para que solemnizasen el primer Bautismo, que presenciaron también los Indios.
Luego que el V. Padre concluyó las ceremonias, y estando para echarle el agua, arrebataron los Gentiles al niño, y se marcharon con él a la Ranchería, dejando al V. Padre con la concha en la mano. Aquí fue menester toda su prudencia para no inmutarse con tan grosera acción, y su respeto para contener a los Soldados no vengasen el desacato; pues considerando la barbaridad e ignorancia de aquellos miserables, fue preciso el disimular. Fue tanto el sentimiento de nuestro V. Padre por habérsele frustrado bautizar a aquel niño, que por muchos días le duró, y se miraba en su semblante el dolor y pena que padecía, atribuyendo S. R. a sus pecados el hecho de los Gentiles; y aún después de pasados años, cuando contaba este caso, necesitaba enjugarse los ojos de las lágrimas que vertía, concluyendo con estas palabras: "Demos gracias a Dios que ya tantos se han logrado sin la menor repugnancia." Así fue, pues logró ver en aquella Misión de San Diego el número de 1046 bautizados, entre párvulos y adultos, que todos deben esta dicha al apostólico afán de nuestro Venerable Presidente; y entre ellos fueron muchos de los mismos que intentaron quitarle la vida a los principios. Muy contraria fue la suerte que tuvo un infeliz de los principales motores de este alboroto, que lejos de imitar a los demás en el arrepentimiento, permaneció obstinado en sus gentílicos errores, y fue tambien de los primeros que se sublevaron el año de 75, de que hablaré en su lugar y de los que ocurrieron a la cruel muerte y martirio del V.
P. Fr. Luis Jayme. Estando por este último hecho preso con otros muchos en el Cuartel del Presidio, bajó por el mes de Agosto de 1776 el V. P. Fr. Junípero, llegó allí el Siervo de Dios, y quiso visitar a los encarcelados, así para darles algún consuelo, como para exhortarlos a que se convirtiesen a nuestra Santa Fe. El Sargento enseñó a nuestro V. Presidente el miserable Gentil (que con los demás estaba en cepo) y era el mismo que intentó en el año de 1769 quitarle la vida a S. R. y demás al principio de la fundación. Aquí desahogó el ardor de su celo nuestro V. Padre en continuas exhortaciones, y amorosas pláticas, a aquel infeliz, persuadiéndole a que se hiciese Cristiano, seguro de que en tal caso, Dios nuestro Señor y el Rey le perdonarían sus delitos; pero no pudo sacarle palabra, cuando compungidos los demás pidieron al Siervo de Dios intercediese por ellos, que querían ser Cristianos, como se logró después. Este desventurado Gentil, siendo homicida de sí mismo, amaneció muerto el día 15 de Agosto de 1776, (que hacía siete años puntualmente de la primera invasión) siendo de admirar que al lado de los Compañeros se echó una soga al cuello, con que se quitó la vida, y no hubo quien lo advirtiese, ni la Centinela, ni los presos que estaban inmediatos. Quedaron todos confundidos, así con aquel desastrado fin del infeliz, como por haber sucedido en el mismo día de la Asunción de nuestra Señora, en que se cumplían los siete años que había intentado matar al V. P. Fr. Junípero y demás que lo acompañaban; con lo que se hubieran frustrado las espirituales Conquistas, como después veremos.
Quedaron de Ministros, nuestro V. Padre y Fr. Fernando Parrón; y con la poca gente que existía sana, en los ratos que no era preciso asistir a los enfermos, se fueron construyendo unas humildes Barracas; y habiéndose dedicado una para Iglesia interina, se procuraron atraer allí con dádivas y afectuosas expresiones, a los Gentiles que se dejaban ver; pero como quiera que éstos no entendían nuestro idioma, no atendían a otra cosa que a recibir lo que se les daba, como no fuese comida, porque esta de manera alguna quisieron probarla, de suerte, que si a algún muchacho se le ponía un pedazo de dulce en la boca, lo arrojaba luego como si fuese vene-no. Desde luego atribuyeron la enfermedad de los nuestros a las comidas que ellos jamás habían visto: Esta fue, sin duda, singular providencia del altísimo; porque si como apreciaban la ropa, se hubieran aficionado de los comestibles, hubieran acabado, por hambre, con aquellos Españoles. Siendo tan grande su aversión a nuestras comidas, no era menor el deseo con que ansiaban por la ropa, hasta pasar al hurto de cuantas cosas podían de esta clase; llegando a tanto extremo, que ni en el Barco estaban seguras sus velas; pues habiéndose arrimado una noche a él, con sus balsas de tule, los hallaron cortando un pedazo de una, y en otra ocasión un calabrote, para llevárselo. Esto dió motivo a poner a bordo la Centinela de dos Soldados (de los ocho de Cuera que habían quedado) y con este temor hubieron de contenerse; pero a la Misión se minoró la Escolta, y más en los días festivos, que era menester fuesen con el Padre que iba a celebrar Misa en el Barco, otros dos Soldados de resguardo, por si se verificaba algún insulto de los Gentiles.
Todo esto observaron ellos atentamente, ignorando la fuerza de las armas de fuego, y confiando en la multitud de gente que tenían, y en sus flechas y macanas de madera, en forma de sables, que cortan como el acero, y otras como porras o mazos, con que hacen mucho estrago, empezaron a robar sin temor alguno; y viendo que no se les permitía, quisieron probar fortuna, quitando la vida a todos los nuestros, y quedando ellos con los expolios. Así lo intentaron hacer en los días 12 y 13 de Agosto; pero habiendo hallado resistencia, hubieron de retirarse. El día 15 del mismo mes, en que se celebra la gran festividad de la gloriosa Asunción de nuestra Reina y Señora a los Cielos luego que salieron con el P. Fr. Fernando, que iba a decir misa a bordo, dos de los Soldados, quedando solos cuatro en la Misión, y habiendo acabado de celebrar el santo Sacrificio el V. P. Presidente, y el Padre Vizcaíno, en que comulgaron algunos, cayó un gran número de Gentiles, armados todos a guerra, y empezaron a robar cuanto encontraban, quitando a los pobres enfermos hasta las sábanas con que se cubrían. Gritó luego al arma el Cabo; y viendo los contrarios la acción de vestirse los Soldados las cueros y adargas (armas defensivas con que se burlan de las flechas) y que al mismo tiempo tomaban los fusiles, se apartaron, empezando a disparar sus flechas, y los cuatro Soldados, Carpintero y Herrero a hacer fuego con valor; pero principalmente el Herrero, que sin duda la Sagrada Comu-nión, que acababa de recibir, le infundió extraordinario aliento; y no obstante de no tener cuera para resguardo, iba por entremedio de las casas o Barracas, gritando: "Viva la Fe de Jesucristo, y mueran esos perros enemigos de ella;" y haciendo fuego al mismo tiempo contra los Gentiles.
El V. P. Presidente con su Compañero se hallaba dentro de la Barraca, encomendando a Dios a todos, para que no resultase alguna muerte, así de los Gentiles, para que no se perdiesen aquellas almas sin Bautismo, como de los nuestros. Quiso el Padre Vizcaíno mirar si se retiraban los Indios, y con este fin alzó un poco la manta de ixtle o pita, que servía de puerta a aquella habitación; pero no bien lo hubo hecho, cuando una flecha le hirió la mano (que aunque después sanó, le quedó siempre malo un dedo) y con esto, dejando caer la cortina, no trató más que de encomendarse a Dios, como lo hacía su Siervo Fr. Junípero. Continuando la guerra, y los funestos alaridos de los Gentiles, se entró a toda prisa en la Barraca de los Padres el Mozo que los cuidaba, llamado José María, y postrándose a los pies de nuestro Venerable, le dijo: "Padre, absuélvame, que me han muerto los Indios." Absolviólo el Padre e inmediatamente quedó muerto, pues le habían traspasado la garganta; y ocultando los Ministros esta muerte, la ignoraron los Gentiles. De estos cayeron varios; y viendo los otros la fuerza de las armas de fuego, y el valor de los Cristianos, se retiraron luego con sus heridos, sin dejar alguno tirado, para precaver que los nuestros supiesen (como no lo consiguieron) si había muerto alguno en el combate. De los Cristianos quedaron heridos, a más del Padre Vizcaíno, un Soldado de Cuera, un Indio Californio, y el valeroso Herrero; pero ninguno de cuidado, pues en breve tiempo sanaron todos, y la muerte del citado Mozo quedó en silencio De los Gentiles, aunque ocultaron los difuntos, se supo los que quedaron heridos; pues a pocos días vinieron de paz, pidiendo los curasen, como lo hizo de caridad el buen Cirujano, y los puso buenos.
Esta caridad que observaron en los nuestros, obligó a los Indios a cobrarles algún afecto; y la triste experiencia de su desgraciada empresa, les infundió temor y respeto, con que se portaron ya de distinto modo que antes, frecuentando visitar la Misión; pero sin ningún aparato de armas. Entre los que más se acercaban, había un Indio de edad de quince años, que raro día dejaba de ocurrir, y ya comía sin el menor recelo, cuanto le daban los Padres. Procuró nuestro Fr. Junípero regalarlo, y que aprendiese algo de nuestro idioma, para ver si por este medio conseguía algún Bautismo de los Párvulos. Pasados algunos días, y entendiendo ya algo el Indio, le dijo el V. Padre, que viese si le traía algún chiquito, con consentimiento de sus Padres, que lo haría Cristiano como nosotros, echándole una poca de agua en la cabeza, con que quedaría hijo de Dios, y del Padre, y pariente de los Soldados (que ellos llamaban Cuerés) y le regalaría ropa para que anduviese vestido como los Españoles. Con estas expresiones, y otras que su fervoroso celo le hacía idear, parece que el Indio lo entendió, y comunicándolo a los demás, vino dentro de pocos días con un Gentil (y otros muchos que lo acompañaban) que traía en brazos un niño, y daba a entender por las señas que hacía, que era su voluntad se lo bautizasen. Llenándose de gozo nuestro V. Padre, dió luego una poca de ropa para cubrir al niño, convidó al Cabo para Padrino, y a los Soldados para que solemnizasen el primer Bautismo, que presenciaron también los Indios.
Luego que el V. Padre concluyó las ceremonias, y estando para echarle el agua, arrebataron los Gentiles al niño, y se marcharon con él a la Ranchería, dejando al V. Padre con la concha en la mano. Aquí fue menester toda su prudencia para no inmutarse con tan grosera acción, y su respeto para contener a los Soldados no vengasen el desacato; pues considerando la barbaridad e ignorancia de aquellos miserables, fue preciso el disimular. Fue tanto el sentimiento de nuestro V. Padre por habérsele frustrado bautizar a aquel niño, que por muchos días le duró, y se miraba en su semblante el dolor y pena que padecía, atribuyendo S. R. a sus pecados el hecho de los Gentiles; y aún después de pasados años, cuando contaba este caso, necesitaba enjugarse los ojos de las lágrimas que vertía, concluyendo con estas palabras: "Demos gracias a Dios que ya tantos se han logrado sin la menor repugnancia." Así fue, pues logró ver en aquella Misión de San Diego el número de 1046 bautizados, entre párvulos y adultos, que todos deben esta dicha al apostólico afán de nuestro Venerable Presidente; y entre ellos fueron muchos de los mismos que intentaron quitarle la vida a los principios. Muy contraria fue la suerte que tuvo un infeliz de los principales motores de este alboroto, que lejos de imitar a los demás en el arrepentimiento, permaneció obstinado en sus gentílicos errores, y fue tambien de los primeros que se sublevaron el año de 75, de que hablaré en su lugar y de los que ocurrieron a la cruel muerte y martirio del V.
P. Fr. Luis Jayme. Estando por este último hecho preso con otros muchos en el Cuartel del Presidio, bajó por el mes de Agosto de 1776 el V. P. Fr. Junípero, llegó allí el Siervo de Dios, y quiso visitar a los encarcelados, así para darles algún consuelo, como para exhortarlos a que se convirtiesen a nuestra Santa Fe. El Sargento enseñó a nuestro V. Presidente el miserable Gentil (que con los demás estaba en cepo) y era el mismo que intentó en el año de 1769 quitarle la vida a S. R. y demás al principio de la fundación. Aquí desahogó el ardor de su celo nuestro V. Padre en continuas exhortaciones, y amorosas pláticas, a aquel infeliz, persuadiéndole a que se hiciese Cristiano, seguro de que en tal caso, Dios nuestro Señor y el Rey le perdonarían sus delitos; pero no pudo sacarle palabra, cuando compungidos los demás pidieron al Siervo de Dios intercediese por ellos, que querían ser Cristianos, como se logró después. Este desventurado Gentil, siendo homicida de sí mismo, amaneció muerto el día 15 de Agosto de 1776, (que hacía siete años puntualmente de la primera invasión) siendo de admirar que al lado de los Compañeros se echó una soga al cuello, con que se quitó la vida, y no hubo quien lo advirtiese, ni la Centinela, ni los presos que estaban inmediatos. Quedaron todos confundidos, así con aquel desastrado fin del infeliz, como por haber sucedido en el mismo día de la Asunción de nuestra Señora, en que se cumplían los siete años que había intentado matar al V. P. Fr. Junípero y demás que lo acompañaban; con lo que se hubieran frustrado las espirituales Conquistas, como después veremos.