Compartir
Datos principales
Desarrollo
Cuéntase cómo de dos grandes aguaceros se cogió cantidad de agua; y cómo doblada la equinoccial se descubrió una isla, y la junta y último acuerdo, y lo demás de derrotas y alturas hasta cierto punto Con el viento Sueste, que ya había quebrado su furia, se fue navegando hasta víspera de San Juan Bautista. Este día fue Dios servido darnos un grande aguacero, del cual, con veinte y ocho sábanas tendidas por toda la nao, se cogieron esta y otra vez trescientas botijas de agua; remedio puro de nuestra necesidad y gran consuelo de toda la gente. Con algunos pocos contrastes y algunas calmas, la proa al Norte, llegamos a la equinoccial a dos de julio. Esta noche fue marcada a la aguja, y se halló que tenía de variación cuarta y media a la parte del Nordeste; cosa notable teniendo en la bahía siete grados y siendo casi un mismo meridiano, y la distancia tan corta. Con el viento Sur y Sudeste el más del tiempo Leste fuimos navegando hasta ocho de julio. Este día se vio una isla de hasta seis leguas de boj; y porque hasta aquí no se había encontrado tierra alguna ni bajo, ni otra cosa que impidiese nuestro camino, se le puso por nombre Buen Viaje: su altura son tres grados y medio parte del Norte. Acordóse de no ir a ella por no ser ya a propósito y por el riesgo de ser baja. Deste paraje para más altura tuvimos algunos aguaceros, en especial uno de que hinchieron de agua todas las vasijas que en la nao había vacías, y toda ella se bebió sin hacer el menor daño, ni se corrompió jamás.
En suma, los aguaceros, después de Dios, nos dieron las vidas. A veinte y tres de julio ordenó el capitán a los pilotos que dijesen la altura en que se hallaban, y las leguas que a su parecer estaban de Filipinas y de la costa de la Nueva España, y que determinadamente declarasen a cuál de las dos partes se había de poner la proa de aquella nao. Cuanto a la altura dijeron ser de tres grados y un tercio: que estaban a Leste de Manila setecientas y ochenta leguas; de la costa de la Nueva España novecientas leguas al Sudueste della, y que a Manila no se podía ir por ser los vientos vendavales en aquel tiempo muchos y muy contrarios, por lo que eran de parecer se fuese en demanda de la costa de la Nueva España y puerto de Acapulco. Pareciendo al capitán que el mayor servicio que al presente podía hacer a Su Majestad era la salvación de aquella nao, ganar tiempo, excusarle los gastos que se le podrían hacer en Manila, y los sueldos de un año de toda la gente, y que por estar tan a barlovento del meridiano del Japón no había viento que le pudiese impedir el subir a más altura o allegarse a la costa; que la nao y toda la gente sana, y dos indios de aquellas tierras que podrían declarar; y que si él muriese en aquel golfo, la gente ya empeñada procuraría llevar la nao y ser Su Majestad informando de lo descubierto y prometido, y estaba obligado a escoger el menor de los dos inconvenientes presentes; y así ordenó a los pilotos que fuesen en demanda de la costa de la Nueva España y puerto de Acapulco, y que cada día le diesen cuenta de la derrota que seguía y la altura en que se hallasen; y les dijo que el que más sufriese y más útil fuese, sería digno de premio.
Mirando, pues, el estado de este caso, desde su tardo despacho en las Cortes y en el Callao, digo que por la grandeza e importancia de todo él y la facilidad con que el capitán podía mostrar en obras todos sus pensamientos y deseos, tantas veces pregonados, que ha sido el mayor de los agravios que se ha hecho a un hombre que lo había comprado por tan continuos trabajos y miserias, y otros muy subidos precios, peregrinando y hallando en tan largo discurso muy grandes dificultades. Por todas estas y otras mil razones no sabía el capitán si diese la culpa a la ignorancia o a la malicia, y concluyó con que la daba a sus muchos grandes pecados; con que confiesa que no merece ver el remate de una obra en la cual estuvieran bien empleados cuantos viven justamente, y tienen todas las partes y artes que pide tan santa empresa.
En suma, los aguaceros, después de Dios, nos dieron las vidas. A veinte y tres de julio ordenó el capitán a los pilotos que dijesen la altura en que se hallaban, y las leguas que a su parecer estaban de Filipinas y de la costa de la Nueva España, y que determinadamente declarasen a cuál de las dos partes se había de poner la proa de aquella nao. Cuanto a la altura dijeron ser de tres grados y un tercio: que estaban a Leste de Manila setecientas y ochenta leguas; de la costa de la Nueva España novecientas leguas al Sudueste della, y que a Manila no se podía ir por ser los vientos vendavales en aquel tiempo muchos y muy contrarios, por lo que eran de parecer se fuese en demanda de la costa de la Nueva España y puerto de Acapulco. Pareciendo al capitán que el mayor servicio que al presente podía hacer a Su Majestad era la salvación de aquella nao, ganar tiempo, excusarle los gastos que se le podrían hacer en Manila, y los sueldos de un año de toda la gente, y que por estar tan a barlovento del meridiano del Japón no había viento que le pudiese impedir el subir a más altura o allegarse a la costa; que la nao y toda la gente sana, y dos indios de aquellas tierras que podrían declarar; y que si él muriese en aquel golfo, la gente ya empeñada procuraría llevar la nao y ser Su Majestad informando de lo descubierto y prometido, y estaba obligado a escoger el menor de los dos inconvenientes presentes; y así ordenó a los pilotos que fuesen en demanda de la costa de la Nueva España y puerto de Acapulco, y que cada día le diesen cuenta de la derrota que seguía y la altura en que se hallasen; y les dijo que el que más sufriese y más útil fuese, sería digno de premio.
Mirando, pues, el estado de este caso, desde su tardo despacho en las Cortes y en el Callao, digo que por la grandeza e importancia de todo él y la facilidad con que el capitán podía mostrar en obras todos sus pensamientos y deseos, tantas veces pregonados, que ha sido el mayor de los agravios que se ha hecho a un hombre que lo había comprado por tan continuos trabajos y miserias, y otros muy subidos precios, peregrinando y hallando en tan largo discurso muy grandes dificultades. Por todas estas y otras mil razones no sabía el capitán si diese la culpa a la ignorancia o a la malicia, y concluyó con que la daba a sus muchos grandes pecados; con que confiesa que no merece ver el remate de una obra en la cual estuvieran bien empleados cuantos viven justamente, y tienen todas las partes y artes que pide tan santa empresa.