Antes de realizar en Roma en los primeros años del siglo XVI las obras en las que se define un nuevo Clasicismo, Bramante desarrolló una importante labor en Milán en la que plantea una superación de los principios quattrocentistas orientándose a unos planteamientos tendentes a configurar un Clasicismo normativo radical y universal. Para ello, es casi seguro que Bramante conoció la obra de Alberti en Mantua. Aunque con elementos decorativos que desaparecerán en su etapa romana, las iglesias de Santa Maria presso San Satiro (1482) y Santa Maria de las Gracias (1492), ambas en Milán, muestran una valoración esencial del espacio, con una reducción de los volúmenes y elementos compositivos que preludian el nuevo clasicismo que desarrollará Bramante en los principios del siglo XVI. Milán, bajo Ludovico el Moro, se convirtió en el centro en el que se gesta el Clasicismo que determinará la arquitectura del siglo XVI. Junto a Bramante en Milán coincide Leonardo da Vinci que establece los fundamentos de la concepción clasicista de la pintura. Formado en Florencia en el taller de Verrocchio, Leonardo encarna el paradigma de hombre del Renacimiento, tanto por sus conocimientos, la amplitud de los mismos y su inquietud por saber. En 1496 llegaba, llamado por Ludovico Sforza para enseñar matemáticas, Luca Pacioli, autor de la obra "De Divina proportione", que termina en 1497 y que muy pronto entrará en contacto con Leonardo. Leonardo, junto con Bramante, es uno de los definidores del nuevo lenguaje. Obras como La Virgen de las Rocas (París, Louvre), pintada entre 1483 y 1486, o La Cena, realizada entre 1495 y 1497 para el refectorio de Santa María de las Gracias, constituyen los manifiestos de un nuevo sistema clásico regular que, superando las investigaciones especializadas anteriores, se plantea todos los elementos del lenguaje como parte de una unidad susceptible de ser convertida en norma. En 1499, Leonardo, tras la invasión de Lombardía por los franceses y la huida de Ludovico Sforza a Insbruck, abandona con Luca Pacioli y al igual que Bramante, Milán; Bramante se traslada a Roma donde desarrolla su arquitectura clasicista más radical. Leonardo, en cambio, cuando, tras estar en varias ciudades, llega a Florencia en 1503, se encuentra que el panorama artístico ha cambiado radicalmente desde que abandonara esta ciudad en 1482 para trasladarse a Milán. Dos jóvenes artistas, Miguel Angel y Rafael que, por esos años, se encuentran allí, plantean la superación del estilo científico y experimental del Quattrocento del que Leonardo puede ser considerado su culminación. Pronto estos dos jóvenes artistas marcharán a Roma, donde trabajan en los programas artísticos del Papa Julio II y en los que también interviene Bramante. Con estas empresas: Basílica de San Pedro, Belvedere, decoración de la Capilla Sixtina y Estancias vaticanas el mapa de los centros artísticos italianos que hemos estudiado cambia definitivamente.
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Dentro del espíritu peculiar, muy tradicionalista, del Imperio y la Iglesia bizantinos hay que entender la nueva edad de oro cultural que se desarrolla desde el siglo IX. Se ha señalado el apoyo que prestaron algunas novedades relativas a la escritura y a la materia escriptoria que tienen su paralelo en el mundo occidental, aunque parecen más precoces en Bizancio: la principal es el uso de la letra minúscula, que se generaliza en los siglos IX y X sustituyendo a la uncial: era más leíble, rápida de hacer y económica, de modo que causó una revolución comparable, guardando las distancias, a la de la imprenta siglos después, por cuanto facilitó la difusión cultural. Al mismo tiempo, dejó de utilizarse el papiro, en favor del pergamino y, desde el siglo XI, del papel, aunque se conocía éste desde el IX gracias a su introducción en el mundo mediterráneo por los musulmanes: así fue más sencilla la sustitución definitiva de los antiguos rollos o volumina por la nueva forma de presentación del escrito en forma de libro o codex, más fácil tanto para la copia como para el posterior manejo. Los talleres de copia o scriptoria de los monasterios que seguían la reforma y el modelo introducidos por Teodoro en el de San Juan Stoudios de Constantinopla, produjeron numerosas copias y formaron a muchos de los intelectuales que participarían en el renacimiento cultural. La primera gran figura es la de León el Filósofo o el Matemático (m. 869), que vivió en Constantinopla aunque fue metropolitano de Tesalónica unos años, entre el 840 y el 843. Su fama se debe, también, a aplicaciones prácticas como el telégrafo óptico que instaló entre la frontera con el califato abbasí, en Tarso, y Constantinopla, que permitía tener noticia en una hora de cualquier invasión o movimiento enemigo. Fue el primer director de la nueva escuela superior instalada por el César Bardas en el palacio de la Magnaura, donde se enseñaba filosofía, gramática y retórica, aritmética, geometría y astronomía. El mismo León compiló obras principales de matemáticos, geómetras y astrónomos de la época clásica: él, como muchos de sus sucesores, tuvo mayor capacidad enciclopédica que creadora, por lo que parece. La figura de Focio, patriarca de Constantinopla entre 858 y 867 y de nuevo entre 878 y 886 ha de ser considerada aquí en su aspecto intelectual, iniciado desde su juventud hasta alcanzar el rango funcionarial máximo de canciller imperial o protoasekretis, antes de ser elevado al patriarcado. A él se debe un "Léxico" de carácter más práctico que erudito, hecho para uso didáctico, y una "Biblioteca" o noticia de 269 obras, fruto de largas lecturas que Focio hizo en sus años de juventud y que muestran la continuidad de la tradición cultural griega. En la siguiente generación, Aréthas de Patras (m. 932), obispo de Cesarea, realizaría la copia y el comentario de todas las obras conocidas de Platón y Aristóteles, de Dión Chrisóstomo y otros autores. En el siglo X, la enseñanza de gramática y retórica, para uso de funcionarios imperiales y de clérigos, era ya mucho más frecuente, así como los estudios jurídico-prácticos en un nivel superior en escuelas privadas. Se daban así las condiciones para el desarrollo de una cultura enciclopédica destinada sólo a la formación y el reclutamiento de la clase dirigente. Su mejor expresión son las obras debidas o inspiradas por el emperador Constantino VII a mediados de siglo: su vida del emperador Basilio, fundador de la dinastía macedónica, los "Eklogai" o fragmentos seleccionados de diversos autores, divididos en 53 secciones que abarcaban numerosos aspectos éticos y políticos, hoy perdidos casi todos, y su descripción del Imperio en tres aspectos o libros: Sobre las ceremonias, sobre la manera de administrar el Imperio, sobre los themas. Constantino muestra cómo el orden ceremonial del Imperio pretende mostrar su armonía y correspondencia con el orden divino del cosmos. En otra enciclopedia dedicada a este emperador, las "Geoponika", donde se trata de todo lo relativo al mundo rural, se le atribuye la idea de que el orden político comprende tres partes: "strateian te kai ierosynen kai georgian"; conviene señalar que esta visión tripartita o trifuncional es bastante anterior a la que se expresará en el mundo occidental. Acaso las "Geoponika" eran parte de una trilogía de enciclopedias y se proyectaron otras dos para la religión y la milicia. El enciclopedismo alcanza bajo la inspiración de Constantino a la medicina (Iatrika), a la veterinaria (Hippiatrica), y a la depuración y mejora del gran corpus jurídico de León VI, las "Basílicas", que fueron concebidas también con el mismo espíritu acumulativo. La culminación del enciclopedismo vulgarizado fueron los léxicos alfabéticos breves. Los más conocidos, el "Etymologikon mega" y la "Souda", que llegó a ser, en frase de Lemerle, "el diccionario bizantino por excelencia", muestra de un enciclopedismo que despieza y vacía de su alma a las obras originales, en un afán recopilador ajeno al contacto con la realidad viva y a toda idea de cambio: "en un régimen y una civilización teocráticas, el cambio es, más que un peligro, una falta; innovar es turbar el orden providencial". Pero, al menos, aquel ingente esfuerzo, al no condenar el pasado helénico, lo salvó del olvido, contribuyó a conservar y transmitir un patrimonio cultural tan eficazmente como las traducciones del griego al árabe lo habían conseguido algo antes, en el siglo IX. Durante la primera mitad del XI continuó aquel impulso. Juan Mavropus estableció hacia 1028 una escuela superior privada en Constantinopla, donde enseñaron algunos de sus discípulos como Nicetas el gramático o Miguel Psellós. Psellós, cronista imperial y, a la vez, filósofo conocedor de Platón, fue una figura intelectual de gran categoría pero no tuvo continuadores, como tampoco se consolidó la iniciativa de Constantino IX que creó en el año 1045 un nuevo centro de estudios superiores filosóficos y jurídicos en palacio -el de la Magnaura había desaparecido a fines del siglo X- y dotó plazas fijas de profesorado, bolsas de estudio y bibliotecas.
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A principios del siglo XI Occidente no presentaba en apariencia signos que pudieran hacer previsible la gran eclosión cultural de las dos siguientes centurias. Los únicos centros descollantes, producto de la ya agotada renovación otónida, eran una serie de monasterios y escuelas episcopales situadas casi siempre en el núcleo central europeo. En el Imperio, abadías como Corvey, Saint Gall y Gandershein y obispados como Metz, Verdún, Colonia, Worms y, sobre todo, Bamberg, eran sin excepción el resultado del patrocinio de las dinastías sajona y sálica. En Italia destacaban los cenobios de Montecassino y Bobbio y las escuelas urbanas de Pavía, Ravena, Novara, Parma y Roma. Aunque tímidamente, en otros centros situados más al sur -Nápoles, Salerno, Amalfi-, comenzaban también a circular ciertas traducciones árabes y griegas. Dato éste que se repetía en algunos puntos de la Península Ibérica, como los monasterios de Ripoll y Vich, centros de recepción de obras matemáticas y astronómicas orientales. Respecto a Francia, merecen la pena destacarse los monasterios de Fleury, San Marcial de Limoges y Bec, así como la sede episcopal de Reims, a cuya escuela estuvieron ligados Gerberto de Aurillac -Silvestre II (muerto en 1003)-, una de las principales figuras del renacimiento otoniano, y su discípulo Fulberto, sin duda el principal intelectual de su tiempo. Fulberto, que llegaría a ser obispo de Chartres entre 1006 y 1028, es considerado con razón el creador de la prestigiosa escuela catedralicia de dicha ciudad. La reforma monástica, lejos de modificar este mediocre panorama, no hizo sino reforzarlo. Los nuevos cenobios, así como los de antigua fundación ganados al espíritu reformista, se inclinaron abiertamente por el retorno a las ocupaciones estrictamente religiosas. Este comportamiento, ejemplificado en Cluny, fue incluso superado por el Cister, que excluyó de manera explícita las labores de enseñanza de sus monasterios. De este modo, aunque mantenidas con relativa vitalidad a lo largo del siglo XI, las funciones docentes desaparecieron de los monasterios desde principios de la siguiente centuria, en lo que fue también un verdadero traspaso de las actividades culturales desde el campo a la ciudad. El llamado Renacimiento del siglo XII no fue en la práctica sino la expresión, en el plano de la cultura, de un cambio mucho más profundo acontecido en Occidente. La maduración del orden feudal, unida a un crecimiento sostenido de la economía y de la población, permitió en efecto no ya solo consolidar el ámbito geográfico europeo, sino ampliarlo incluso en un creciente contacto con las civilizaciones islámica y bizantina. Más en concreto, esta pujanza se manifestó en el despertar de las ciudades, focos de desarrollo de una nueva clase social -la burguesía- ligada a formas también novedosas en los campos artístico, intelectual, religioso y de las mentalidades. Junto a las ciudades, la reforma gregoriana será otro de los elementos de referencia básicos para entender el apogeo del siglo XII. Un resultado más de estos cambios fue el de la aparición del intelectual. Con este término los hombres de la Edad Media no aludían tanto a una categoría profesional, que se designaba con multitud de vocablos (litteratus, magister, professor, etc.), cuanto a una cualidad de tipo inmaterial. El intelectual era, en efecto, un individuo que cultivaba y, al tiempo, vendía el producto de su saber. Aunque comúnmente al servicio de la Iglesia y los poderes laicos, los intelectuales constituían una nueva categoría sociológica y no eran por ello fácilmente clasificables en la condición tradicional de los "oratores", por más que la mayoría de ellos fuesen jurídicamente clérigos. A diferencia de éstos el intelectual no consideraba el oficio de pensar -ligado a otras actividades como la docencia y la escritura- como un simple medio de llegar a Dios, sino como un fin en sí mismo. De hecho, el estudio de las diversas "auctoritates", a menudo imitadas servilmente, perseguía un solo ideal: llegar más lejos que las anteriores generaciones. Por eso, en palabras de Bernardo de Chartres (muerto en 1130), los intelectuales se consideraban "enanos subidos sobre hombros de gigantes". Su ámbito natural era, por supuesto, la ciudad, centro de todas las inquietudes de renovación de la época, e incluso lugar físico de asentamiento de las nuevas instituciones culturales. De ahí que haya podido afirmarse, con razón, que "el intelectual de la Edad Media nace con las ciudades" (Le Goff).
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<p>El inicio del Renacimiento en España se liga íntimamente al devenir histórico-político de la monarquía de los Reyes Católicos. Sus figuras son las primeras en salir de los planteamientos medievales que fijaban un esquema feudal de monarca débil sobre nobleza poderosa y levantisca. Los Reyes Católicos aúnan las fuerzas del incipiente estado y se alían con las principales familias de la nobleza para mantener su poder. Una de estas familias, los Mendoza, utiliza el nuevo estilo como distinción de su clan y, por extensión, de la protección de la monarquía. Poco a poco, la estética novedosa se introduce en el resto de la corte y el clero, mezclándose con estilos puramente ibéricos, como el arte nazarí del agónico reino de Granada, el Gótico exaltado y personal de la reina castellana, y las tendencias flamencas en la pintura oficial de la corte y la Iglesia. La asimilación de elementos dio lugar a una personal interpretación del Renacimiento ortodoxo, que se dio en llamar Plateresco. Asimismo, se importan artistas secundarios de Italia, se envían aprendices a los talleres italianos, se traen diseños, plantas arquitectónicas, libros y grabados, cuadros, etc., de los cuales se copian personajes, temas y composición. Carlos I es el rey que mejor se relaciona con el arte nuevo, paradójicamente llamado la manera antigua, puesto remite a la Antigüedad clásica. Su patrocinio directo logró algunas de las más bellas obras de nuestro especial y único estilo renacentista: el palacio de Carlos V en Granada, el mecenazgo sobre Covarrubias, sus encargos a Tiziano, que nunca accedió a trasladarse a España... Pintores de gran calidad fueron, lejos del núcleo cortesano, Pedro de Berruguete, Juan de Juanes, Paolo de San Leocadio, del que destacamos la delicada Virgen del Caballero de Montesa, Yáñez de la Almedina y Fernando de los Llanos. La pintura del Renacimiento español se lleva a cabo normalmente al óleo. Realiza interiores perfectamente sujetos a las reglas de la perspectiva, sin agolpamiento de los personajes. Las figuras son todas del mismo tamaño y anatómicamente correctas. Los colores y los sombreados se administran en gamas tonales, según las enseñanzas italianas. Para acentuar el estilo italiano es frecuente además añadir elementos directamente copiados de allí, como son los adornos a candelieri (cenefas de vegetales y cupiditos que rodean los marcos), o ruinas romanas en los paisajes, incluso en escenas de la vida de Cristo.</p>
estilo
La península italiana nunca se había visto implicada íntimamente con la corriente internacional del Gótico. Sus manifestaciones góticas tienen un carácter muy particular, siempre más ligado a su propia tradición románica y clásica que a las evoluciones estilísticas de Francia, el gran eje rector del estilo gótico. Durante el Trecento la inquietud diferenciadora había ido planteando las bases de una renovación del arte que conmocionó sus cimientos hasta llegar a preguntarse por la esencia misma de este arte y de sus artífices, en especial por el papel de los pintores como agentes intelectuales que deseaban ser incluidos en la élite de la cultura y la alta sociedad. La ruptura, pues, no llega de la nada, sino que hunde sus raíces en la elaboración teórica de personajes como Francisco de Asís, los frescos de Giotto y las esculturas de los Pisano. Los grandes pilares de la ruptura, o de la renovación si se quiere, son varios. El eje más llamativo es el Humanismo como nuevo enfoque de la visión teocrática de la sociedad y el cosmos hacia el papel central del hombre y sus actos. La anatomía del hombre fue objeto de cuidadoso estudio por parte de científicos, que dibujan uno a uno sus descubrimientos. La maestría necesaria para estos dibujos confundió con frecuencia el papel del científico con el del pintor, que adquiere por eso una relevancia inusitada hasta ese momento. Un pintor, además, debía de tener hondos conocimientos de mitología, historia y teología para estar capacitado en la representación decorosa de las historias que había de narrar. Este volver a centrarse en lo humano no significa en absoluto un abandono de lo divino; bien al contrario, lo divino es revisado desde la perspectiva humana para dotarlo de una mayor significación: Dios trata de hacerse inteligible a la razón humana, en vez de limitarlo a la emoción de la fe. El mecanismo de la recuperación de la Razón tuvo sus apoyos en la reintroducción de la sabiduría clásica: los textos de la Antigüedad que se conservaban se traducen. La caída de Constantinopla en manos sarracenas provocó un éxodo masivo de artistas e intelectuales bizantinos, que se instalan en Italia y llevan con ellos nuevos manuscritos clásicos, conservados por los árabes, la sabiduría helenística, los conocimientos de cábala y astrología oriental, etc. Del helenismo proviene la enorme influencia de las Escuelas neoplatónicas, filtradas por el Cristianismo, que proponen una adaptación del demiurgo y el orden cosmológico platónico y aristotélico, equiparándolo a la figura de Dios y Jesucristo. El peso de la tradición clásica indujo a denominar la pintura de este estilo como pintura alla antiqua, puesto que la modernidad, entendida como avance y desarrollo de los presupuestos góticos, se centra en la pintura flamenca, la pintura alla moderna. El patrocinio de la Iglesia sobre las artes sigue siendo mayoritario pero abandona el monopolio; así, las florecientes repúblicas mercantiles se llenan de familias de comerciantes que establecen auténticas dinastías, como los Médicis, que apoyan su poder en la Banca internacional, el control de las rutas marítimas y el prestigio que les otorga ser mecenas de artistas y científicos. Gracias a esta entrada en escena de un nuevo mecenazgo se produjo un aumento de los géneros, que hasta ese momento se habían limitado a la pintura religiosa. Se inicia con fuerza el esplendor del retrato, puesto que los mismos que pagan el arte desean contemplarse en él. Se introducen mitologías, frecuentemente con trasfondos religiosos, incluso mistéricos, de difícil interpretación excepto para círculos restringidos: es el caso de la sofisticada obra de Botticelli el Triunfo de la Primavera. El Renacimiento es además uno de los primeros movimientos en tener consciencia de época, es decir, sus integrantes se autodenominan como hombres del Renacimiento, como inauguradores de una nueva Edad, la Edad Moderna, por oposición a la que identifican ya como Edad Media, nexo de transición entre el esplendor de la Antigüedad clásica y el nuevo esplendor de su propia época. Es en este período cuando los artistas empiezan a firmar sus obras, sus datos biográficos son recogidos por los especialistas en arte, sus teorías pictóricas componen tratados de gran elaboración intelectual... el mito del genio moderno inicia su proceso en estos años, con destellos como Rafael o Leonardo. El Renacimiento se organiza tradicionalmente en dos hemisferios, el Quattrocento o siglo XV y el Cinquecento o siglo XVI. La delimitación no es exacta, de manera que los rasgos de uno pueden estar presentes en otro y viceversa. Sin embargo, sí es posible agrupar por semejanza de intenciones a los autores de uno y otro siglo. Aparte de su propio esplendor, Italia fecundó los Renacimientos de otros países, como fueron España o Francia.
obra
La Compañía de Artistas -integrada por los hermanos Gustav y Ernest Klimt y Franz Matsch- recibió el 28 de febrero de 1890 el encargo de decorar los intercolumnios y las enjutas de la escalera del Kunsthistorisches Museum de Viena. El director de la colección de Artes y oficios del Museo, Albert Ilg, fue el encargado del programa iconográfico, eligiendo la historia de las bellas artes y la artesanía como temática.Gustav Klimt realizó el Arte Egipcio, la Antigua Grecia y el Renacimiento Italiano. Para la ejecución de esta última pintura -que también incluía el Quattrocento- tomó como referencia a los pintores de la época que representaba, especialmente Botticelli y Giovanni Bellini. Las figuras se adecuan al marco y parecen apoyarse en el arco. En la izquierda podemos contemplar a un humanista, vestido de negro, mientras que en la derecha nos encontramos con una figura vinculada a la religión, coronada por un halo dorado y acompañada por un angelote. De esta manera, se presentan las dos fuentes del arte renacentista: el Humanismo y la Religión. Las figuras están dotadas de un excepcional volumetría y un acentuado realismo, relacionándose con el estilo historicista que Makart había puesto de moda en la Viena de la segunda mitad del siglo XIX.
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Al igual que en política, el mundo cultural de los emperadores de la casa de Sajonia reproduce a pequeña escala el de los más importantes gobernantes carolingios. Otón I, por ejemplo, no era más cultivado que Carlomagno pero, al igual que él, supo atraer a su lado a gentes de prestigio contrastado: Raterio de Lieja, Gunzo de Novara, Liutprando de Cremona... El hermano del emperador alemán, Bruno, elevado a obispo de Colonia, fue hombre instruido y dio a la corte sajona unos ciertos tintes intelectuales. Los sucesores de Otón I tuvieron un mayor nivel cultural. Otón II, por su matrimonio con la princesa bizantina Teófano, facilitó la entrada en la corte alemana de algunos personajes forjados en la cultura griega como el calabrés Juan Filagatos. Otón III tuvo incluso una educación que podría calificarse de refinada alcanzando buenos conocimientos no sólo de su lengua materna sino también del latín y el griego. La propia dignificación que pretendió dar a la estructura del Imperio fue resultado de ese mayor nivel intelectual en relación con sus predecesores. Siguiendo con los paralelismos: el Imperio otónida al igual que el carolingio, promovió su renacimiento mediante la convergencia de gentes de variado origen: teutones, italianos, francos del Occidente, lotaringios, etc., algunos de los cuales -caso de Gerberto de Aurillac- trataron de beber en las más alejadas fuentes. Hablar de resultados similares para renacimiento carolingio y renacimiento otoniano sería, sin embargo, llevar los paralelismos demasiado lejos. Tres aportaciones fundamentales encontramos en el Renacimiento otoniano: elementos italianos, germánicos y la figura de Gerberto de Aurillac. a) Los elementos italianos del renacimiento: ni en los peores momentos Italia padeció una absoluta sequía cultural. Nunca faltaron los retóricos o gramáticos que comentaran los textos de la Antigüedad clásica. Coincidiendo con los últimas figuras del Renacimiento carolingio en el Norte de Europa, vivió en Italia Anastasio el Bibliotecario (muerto en el 879) que gozó de un enorme crédito intelectual. Traductor de textos griegos, secretario de Nicolás I y agente de la diplomacia pontificia, compuso una "Chronographia tripartita", fundamento para la elaboración de una gran historia eclesiástica. Coincidiendo con la restauración imperial otoniana dos autores itálicos destacan de forma especial. Uno es el diácono Gunzo de Novara, buen conocedor de los clásicos. El otro -figura mucho más conocida- es Liutprando de Cremona. Natural de Pavía, en donde había recibido una notable formación en cultura profana, entró al servicio de Berenguer de Ivrea, en nombre del cual hizo un primer viaje a Constantinopla. No muy dotado de escrúpulos, Liutprando pasó luego al servicio de Otón I para quien redactó el texto de destronamiento del papa Juan XII. Sus conocimientos del griego le valieron ser nombrado por el emperador alemán para dirigir una nueva embajada a Constantinopla en donde fue tratado con cierto desprecio por el basileus Nicéforo Focas. Sus viajes y sus buenas relaciones, le permitieron a Liutprando redactar una historia de los reyes y emperadores de su época, que tituló "Antapódosis". Se trata de un texto escrito desde la mezquindad y que destila veneno contra todos aquellos personajes (Berenguer, el emperador de Oriente, algunos papas...) contra los que su autor había mantenido diferencias. b) Los aportes germánicos: la Alemania posterior al Tratado de Verdún disponía de una buena red monástica que sufrió daños pero no de la entidad, por ejemplo, de la anglosajona. De los monasterios germanos surgen, en efecto, algunas de las grandes figuras del renacimiento otoniano. Serán, siguiendo un orden cronológico, la monja Rosvita del monasterio de Gandersheim en Hannover regido en su tiempo por la abadesa Gerberga, sobrina de Otón I. Formada en los moldes de la cultura clásica adquirida en los fondos bibliográficos de su monasterio, Rosvita se convirtió en la primera poetisa alemana. Entre sus obras se encuentran algunos poemas históricos; poemas sagrados como los que tienen por protagonistas al monje Teófilo que vendió su alma al diablo o el niño mártir mozárabe Pelayo; y algunos dramas en prosa con los que trató de contrarrestar el éxito que las comedias de Terencio estaban teniendo en aquellos años. El monje de Corvey Widukindo (muerto en el 1004) fue miembro de una familia westfaliana que se decía descendiente del caudillo de la resistencia sajona contra Carlomagno. Su obra principal es el "Rerum gestarum Saxonicorum libri III", a mayor gloria de la dinastía otónida. Su principal tesis habría de tener un enorme predicamento: los sajones están en disposición de asumir las responsabilidades políticas que en otro tiempo tuvieron los francos, incluida la titularidad imperial. El Imperio, así, se había trasladado de los romanos a los francos y de éstos a los teutones. Widukindo narró las glorias del pueblo sajón en latín. Otros autores alemanes -bajo las mismas pautas que algunos ingleses- emprendieron una fértil labor de traducción. Fue el caso del monje Notker (950-1022) traductor del libro de los salmos, de los comentarios de Gregorio Magno al "Libro de Job" y de algunas obras de Boecio, Aristóteles, Virgilio y Terencio. c) Gerberto de Aucillac: el currículum de este personaje, la más grande figura intelectual del siglo X, es realmente impresionante. Su trayectoria puede ser reconstruida a través de su nutrida correspondencia y de las referencias recogidas por su discípulo Richer en la "Historia de Francia". Los primeros años de su educación se cubren en su Aurillac natal y en el monasterio de san Gerardo. Buena parte de su juventud y madurez los pasó recorriendo Europa. En la Cataluña condal tomó contacto con la ciencia árabe aunque no parece que viajase a Córdoba. En el 972 ejerció la enseñanza en la escuela de Reims. En el 982 es abad de Bobbio. En el 992 asciende a arzobispo de Reims. En el 998 lo era en Ravena, desde donde saltó al pontificado con el nombre de Silvestre II. Como Papa sabemos de su amistad con Otón III. Como intelectual su fama había de nutrir un mito que desborda ampliamente la realidad al presentarle con unos tintes cercanos a la magia y la hechicería. Ello no fue sino el resultado de la curiosidad de Gerberto por un conjunto de variadas disciplinas hacia las que sus contemporáneos sintieron escasa inclinación. Si su interés por las matemáticas parece indiscutible resulta más problemática la atribución de algunas obras como la "Geometría" o el "Liber de astrolabio" que revelan una fuerte influencia de la ciencia árabe. Como filósofo, Gerberto se nutrió tanto de fuentes paganas como de las Escrituras. El concepto de Dios que sus cartas revelan, ha indicado P. Riché, está muy cercano al de Boecio. Su moral se inspira en un estoicismo pasado por el tamiz cristiano. Como educador, Gerberto debió el éxito entre sus discípulos no sólo a su amplia formación sino también al uso de un estilo elegante y sobrio muy poco común en la época. Científico, humanista, pedagogo, incansable bibliófilo, Gerberto fue también un hombre de acción que tuvo gran interés en aplicar los principios intelectuales en los que se había formado a la gestión política. Distanciándose notablemente de las ínfulas teocráticas de un Nicolás I, Gerberto/Silvestre II consideró, como Cicerón, que política y moral formaban una unidad y que el bien público estaba por encima del de las personas particulares. La crisis política que sacudió al Imperio a su muerte y a la de su discípulo Otón III, es tanto la crisis de una difícil hegemonía de la casa de Sajonia como la crisis del pensamiento político de un papa -como ha sugerido Chelini- demasiado sabio para su época.
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Con el renacimiento saíta acaba el llamado Tercer Periodo Intermedio y comienza la Baja Época. Ya se ha hecho alusión a los orígenes de la hegemonía saíta como consecuencia de los favores otorgados por Assurbanipal a los príncipes de origen libio, Necao y su hijo Psamético I. Este había sido reconocido como rey único por los asirios, pero en realidad su poder era contestado por numerosos dinastas locales diseminados por todo Egipto. Es posible que el incremento de poder de Psamético fuera visto con ciertas reservas por Nínive, pero los asirios estaban ya enzarzados en otros frentes, por donde les habría de llegar su propio final. La favorable coyuntura internacional, pues, fue aprovechada por Psamético, que llegó hasta Tebas, donde la esposa divina aún defendía los intereses etíopes. Psamético obligó a la adopción de su propia hija Nitocris, como heredera del cargo de esposa divina de Amón (recordado en la Estela de la Adopción) y reagrupar así en torno a su persona los principales poderes fácticos del estado. La progresión militar de Psamético seguramente fue posible por la contratación de mercenarios griegos, que se convierten a partir de entonces en la tropa de elite del ejército egipcio. Sin embargo, el alcance mayor de la presencia griega vendrá por la actividad comercial que se incrementa hasta unos límites insospechados con el Egeo. En virtud de tales relaciones de intercambio vemos cómo desaparece la economía del don-contradón para dejar paso a la actividad comercial no aristocrática, con fines de lucro: es el tránsito de prexis a emporie definido en los poemas homéricos. La reforma militar inherente a la presencia de un ejército mercenario -a cuyos miembros se adjudican tierras- no es más que una de las empresas de Psamético; su éxito le permitirá afrontar otras, como el sistema tributario y aduanero, base del nuevo orden económico de un estado burocratizado para el que es necesario reorganizar un funcionariado real, opuesto a las centrífugas aristocracias locales. Sin duda, la reconstrucción del estado se basó en una mejora de la producción, sobre la que no tenemos información. Sin embargo, el incremento de la riqueza atrajo a un considerable volumen de extranjeros procedentes de territorios agostados por la inestabilidad bélica endémica en el Próximo Oriente. Muchos se ofrecieron como mano de obra productiva, pero en su mayor parte fueron contratados como mercenarios y se fueron distribuyendo por el valle. A esos acuartelamientos corresponde la erección de un santuario a Yahveh en la isla de Elefantina, último bastión egipcio hacia el sur. Ahora bien, la aceleración de los acontecimientos impedía trabar correctamente la obra y las tensiones se reflejan especialmente en las insurrecciones militares, quizá motivadas por la falta de medios para satisfacer tantas soldadas. El propio Heródoto, en el libro II de sus "Historias", recoge la noticia de defecciones y abandonos en beneficio del rey de Kush. Y a pesar de ello, Psamético pudo intervenir en los asuntos asiáticos combatiendo en favor de los asirios en la región de Palestina. No resulta extraño que Psamético contribuya a la seguridad asiria, en primer lugar porque a los asirios debía su privilegiada situación, pero también porque el poder asirio estaba terriblemente debilitado como consecuencia de la presión que sobre él ejercen los medos y los babilonios. De esta manera, la situación internacional obliga a cambiar la tradicional alianza egipcia antiasiria. Pero el propio equilibrio internacional, en el que se basaba la seguridad egipcia, requería el concurso de las tropas de Psamético junto a las de los intrigantes herederos de Assurbanipal. Aún tuvo la oportunidad Psamético de conocer la caída de Nínive en poder de los medos en el año 612. Dos años después moría, tras cincuenta y cuatro de reinado, el faraón que había logrado restaurar el poder central en Egipto. Necao II inaugura su mandato, que se prolonga durante quince años, en 610. La solidez interna permite al nuevo faraón acudir al frente mesopotámico, adonde hacía más de trescientos años que no llegaba un contingente egipcio. Assurubalit, el último monarca asirio, perdió su reino a pesar del apoyo egipcio. Entretanto, los judíos de Josías habían intentado cortar el paso a Necao, pero el triunfo de éste le permite intervenir en los asuntos internos hasta imponer como monarca a Joaquim. También logró imponer su autoridad en las ciudades fenicias, pero el heredero babilonio Nabucodonosor puso fin a las expectativas de Necao. Siendo ya monarca el caldeo llegó hasta las puertas de Egipto, pero hubo de retirarse tras un violento enfrentamiento de incierto resultado; de este modo se conculcaban los fundamentos de la presencia egipcia en Siria y Palestina. La atención a los asuntos de la política exterior no supuso para Necao el abandono de la administración del estado. Siguió, en general, las pautas establecidas por Psamético, con la consolidación de las relaciones con los griegos. Desde el punto de vista cultural hay dos noticias transmitidas por Heródoto de singular interés: por una parte, el primer ensayo de construcción de un canal que uniera el Mediterráneo con el mar Rojo y, por otra, la subvención de una expedición fenicia que circunnavegó África, por vez primera, al menos históricamente registrada. En 595 Psamético II sucedió a su padre. La hegemonía de Babilonia era indiscutible en Asia, por lo que el nuevo faraón hubo de conformase con realizar una excursión sin fines bélicos cuando quiso visitar la costa levantina. Tal vez la imposibilidad de rentabilizar su costoso ejército en Asia lo condujera por los caminos de Nubia. Esta razón, desde luego, resulta más satisfactoria que la pretensión de culpabilizar a los kushitas, que desde hacía setenta años mostraban un desinterés total por Egipto. Los expedicionarios llegaron casi hasta Napata, lo que obligó, presumiblemente, al traslado de la capital hasta Meroe. Los mercenarios griegos dejaron constancia epigráfica de su campaña en las piernas de Ramsés en Abu Simbel. El triunfo militar desató en Egipto una corriente de animadversión al período etíope que se tradujo en la damnatio memoriae de los faraones de la vigésimo quinta dinastía. Pero la victoria no logró restablecer la hegemonía política que en otros tiempos había servido para canalizar hacia Egipto la explotación económica de Nubia. Seguramente el fracaso económico de la campaña nubia hizo recapitular al heredero de Psamético II, su hijo Apries, la conveniencia de reabrir el frente asiático. Y así envió su flota contra las ciudades fenicias dependientes de Nabucodonosor, mientras él mismo se dirigía por tierra a Palestina para alzar los estados vasallos contra el poder babilonio. Fue entonces cuando Nabucodonosor tomó Jerusalén y desde allí se dirigió a Tiro que se vio obligado a capitular trece años más tarde, en 573. El triunfo de las armas caldeas puso fin a las aspiraciones de Apries que, además, se vio obligado a sofocar un levantamiento de soldados en Elefantina, quizá vinculado a la diáspora masiva de judíos ocasionada por la toma de Jerusalén. Sin embargo, lo más sorprendente del reinado tiene lugar en otro escenario y concluirá con la muerte del propio faraón. Los griegos de Tera habían establecido una colonia de poblamiento en Cirene hacia 630 y la prosperidad de la ciudad empezaba a incomodar a los libios que, en 570, solicitan la ayuda de Apries. Este no duda en enviar a sus tropas indígenas que son vencidas por los hoplitas de Cirene. El regreso de los escasos supervivientes despierta un movimiento helenófobo que Apries intenta sofocar enviando contra las tropas egipcias al general Amasis; pero los amotinados proclaman faraón al general dando lugar así a una nueva guerra civil, tras un siglo de paz interior. Amasis logra derrotar con tropas locales a Apries y sus mercenarios griegos. El país extenuado asume al nuevo faraón que, impotente, contempla cómo el ejército de Nabucodonosor realiza una campaña de prepotencia militar por Egipto. Corría el año 568. La diplomacia se abrió entonces camino frente a las armas. Amasis se reconcilió con los de Cirene aceptando como esposa a una griega de la colonia; aquel gesto le valió enormemente en el proceso de regeneración de la concordia y de la cohesión social en el interior, donde -para disminuir los conflictos interétnicos- eliminó los asentamientos militares griegos y estableció en Náucratis un espacio para que operaran todos los comerciantes griegos, independientemente de su origen (Hd. II, 178). Así, el filoheleno Amasis les aseguraba su protección, al tiempo que lograba un control fiscal más efectivo. Sin duda, las buenas cosechas favorecieron el relativo bienestar alcanzado por Egipto, una de cuyas formas de expresión fue la tranquilidad política. Nada parecía indicar que el final de la dinastía se encontrara tan próximo. Cuando en 526 muere Amasis la situación internacional ha variado considerablemente, pues la deposición de Astiages por Ciro en 550 había sido la primera demostración de que el joven persa no estaba dispuesto a admitir el status quo que lo relegaba a una posición mediocre; paulatinamente habían ido sucumbiendo todos los territorios que habían conformado el imperio babilonio. En el ano 529 había muerto Ciro y cuatro años después su sucesor Cambises derrotaba en las puertas del Delta a Psamético III, el último representante de la dinastía XXVI.
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Entre 1350 y 1550 la sociedad europea occidental conoció y vivió una auténtica revolución espiritual, una crisis de perfiles muy nítidos en todos los órdenes de la vida; una profunda transformación del conjunto de los valores económicos, políticos, sociales, filosóficos, religiosos y estéticos que habían constituido la vieja civilización medieval, aquella que había sido definida, con un cierto desprecio, como la edad de las tinieblas. La imagen que historiográficamente poseemos de aquel período que denominamos Renacimiento es, por consiguiente, la de una época cuyo común denominador fue la transformación, la renovación y la creación de nuevos códigos de conducta. Son precisamente éstos los términos más utilizados por Burckhardt para caracterizarla: el Renacimiento es una época de ruptura con el oscurantismo medieval, un período de renovación del arte y de las letras, de recuperación y de acercamiento a los clásicos, de restauración de la Antigüedad, de un uso novedoso de la razón en todos los campos del saber. Asimismo, el período se caracteriza por la aparición de un fuerte proceso de secularización de la vida política y por la presencia de una escuela de pensamiento nueva, el Humanismo. El término Renacimiento adquirió su sentido actual hacia 1860 cuando J. Burckhardt publicó "La civilización del Renacimiento en Italia". Es cierto que otros historiadores habían empleado la palabra más o menos en idéntico sentido, pero sólo gracias a Burckhardt el vocablo pasó a definir un período concreto, con sus propias y peculiares características y acabó convirtiéndose en un concepto histórico. Con todo, el término implica una noción comparativa. Por consiguiente, para conocer su contenido originario será necesario acudir a las obras de aquellos que crearon el término para denominar su propia época. De ese modo, el punto de partida en la búsqueda del concepto reside en los trabajos de los primeros humanistas. Villani, en su "Crónica Florentina" de la primera mitad del siglo XIV, presenta la novedad de entender el fin del Imperio Romano, no como el comienzo del fin sino como el prólogo de una nueva era. Fue Petrarca, sin embargo, quien ofreció la primera distinción neta entre Historia Antigua, anterior al Cristianismo, y Moderna, hasta sus días, caracterizando a esta última por la barbarie y oscuridad. Petrarca no acepta que el Imperio Romano pueda perpetuarse, ya que era el producto de la proyección de la "virtus" romana. Pero esta "virtus", aunque degenerada, ha permanecido en el pueblo italiano y existe así la posibilidad de un renacer. Las obras de Leonardo Bruni, Flavio Biondo y Maquiavelo siguen el mismo esquema. Igualmente encontramos el vocablo renacer en los escritos de Vasari. En su "Vida de grandes pintores, escultores y arquitectos" (1550), habla ya de progresos del Renacimiento de las artes desde el siglo XIII, cuando los artistas toscanos comenzaron a imitar obras de la Antigüedad clásica grecorromana. Por los mismos años, el humanista Giovio indicaba que, en tiempos de Boccaccio, las letras podían considerarse renacidas. Todos los autores citados utilizan el término renacer, pero ¿qué entendían realmente por renacimiento, renovación o resurrección? "Renovatio", en concreto, era un término en uso con sentido claramente religioso y cristiano. La Biblia habla en muchas ocasiones del hombre nuevo, renacido. Cristo, Juan el Evangelista y san Pablo emplearon estas expresiones, como ya lo había hecho Isaías. No es de extrañar, por tanto, que los teólogos medievales hiciesen constantemente uso de los mismos conceptos, de tal manera que su empleo por los humanistas, que se hallaban dentro de la tradición cristiana, no constituyera ninguna novedad. No obstante, es importante destacar que los humanistas y los artistas de los siglos XIV al XVI, cuando empleaban esa terminología, fueron conscientes de poseer por vez primera un moderno sentido de la periodicidad histórica, esto es, tomaron conciencia de que entre la Antigüedad clásica y su propio tiempo hubo una larga etapa de decadencia de la literatura y el arte. En su tiempo, sin embargo, las letras y las artes habían recuperado el brillo de la Antigüedad, es decir, se había producido un fenómeno de restauración, de refloración, de vuelta a la luz. Tenían la certeza de que, pese a imitar a los antiguos, eran los primeros en descubrir que se hallaban ante algo nuevo. En definitiva, estaban viviendo un Renacimiento. Posteriormente, en el siglo XVII, los escritores que admiraron o se ocuparon del estudio de los doscientos años precedentes, llegaron a pensar que se trataba de un período intermedio entre la Edad Media y lo moderno. Era una forma más de aludir a la recuperación cultural que había representado aquella época. Pierre Bayle en su "Diccionario histórico crítico" (1695) asociará la labor de los humanistas italianos con el renacimiento de las letras. Historiadores de aquel tiempo darán precisión al concepto de Edad Media al que harán corresponder cronológicamente con el período que se encuentra entre el Imperio de Constantino y la caída de Constantinopla en 1453. Es un concepto cuyo contenido es peyorativo: época oscura, tenebrosa y bárbara. De esa manera ya se podían contrastar con precisión una Edad Antigua brillante, una Edad Media oscura en la que las letras habían sido relegadas al silencio y una época nueva en la que renacían. Por el contrario, los escritores románticos del siglo XIX, defensores de un medievalismo idealista, prestaron escasa atención al Renacimiento, considerándolo además como una época pagana y materialista, aunque para algunos historiadores como Michelet no pasara inadvertido el carácter extravagante y original de aquel período de la cultura y de la historia de Italia, a la que él mismo concedió el nombre de Renacimiento en el volumen VII de su "Historia de Francia", antes que Jacobo Burckhardt, en la segunda mitad del siglo XIX, acuñara definitivamente el término y elaborara la primera gran síntesis acerca del Renacimiento. La obra de J. Burckhardt, "La Cultura del Renacimiento en Italia" (1860), viene a sostener que el Renacimiento fue una tumultuosa revuelta en la cultura de los siglos XIV y XV, provocada por el genio del espíritu nacional italiano. El Renacimiento se distinguía, según Burckhardt, por presentar las siguientes manifestaciones: por el nacimiento del Estado como una obra de arte, como una creación calculada y consciente que busca su propio interés; por el descubrimiento del arte, de la literatura, de la filosofía de la Antigüedad; por el descubrimiento del mundo y del hombre, por el hallazgo del individualismo, por la estética de la naturaleza; por el pleno desarrollo de la personalidad, de la libertad individual y de la autonomía moral basada en un alto concepto de la dignidad humana. La historiografía posterior, profundizando en lo dicho por Burckhardt, no hizo más que completar el concepto. Aceptadas sus tesis, las discusiones en torno a esa época se dirigieron hacia la fijación de sus límites cronológicos y del contenido mismo del período. El historiador alemán había mantenido las fronteras iniciales del Renacimiento en los siglos XIV y XV. Por el contrario, otros historiadores creyeron encontrar elementos reveladores de un renacimiento en el movimiento de san Francisco de Asís y en el arte emanado de su culto. Igualmente aparecieron teorías sobre otros renacimientos, como el de Carlomagno y el de Otón I. Por otra parte, los historiadores no italianos subrayaron las aportaciones de sus propios países a la formación del Renacimiento, atenuando de esa manera el carácter exclusivamente italiano que se le pudiera atribuir tras las tesis de Burckhardt. Justo en el marco particular de Italia, ciertos historiadores como Sapori habían estimado que el verdadero Renacimiento había comenzado hacia mediados del siglo XII, cuando en las ciudades italianas se colocan las bases del primer capitalismo, tan ligado al espíritu de lucro y al individualismo que caracterizan la moral renacentista. Pese a la disparidad de las interpretaciones, podría aceptarse, finalmente, la sugerida por R. Mousnier que sitúa los límites temporales del Renacimiento entre los inicios del siglo XIV y la segunda mitad del siglo XVI. Ahora bien, ¿qué fue el Renacimiento con respecto al tiempo que le precedió, a la Edad Media?, ¿una revolución o una mera quiebra? Edad Media y Renacimiento no pueden ser considerados como tiempos contrarios y estancos, pues sólo se oponen, tal como señala Mousnier, en tanto que constituyen equilibrios del mismo género resultantes de la composición de fuerzas complejas. Así pues, ciertos elementos son comunes a ambos períodos y el paso de un equilibrio a otro se hizo de forma continua. La Edad Media preparó su aparición, consistiendo el Renacimiento en una prodigiosa expansión de la vida en todas sus formas. Esta inmensa transformación se produjo inicialmente en Italia desde el siglo XIV y en Europa a partir de la primera mitad del siglo XV, y conoce su apogeo durante el siglo XVI. A finales de esta centuria dejará paso a la aparición de valores culturales nuevos.
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Renacimiento y Manierismo van a ser los dos parámetros de base, mediante los cuales calibraremos y definiremos -o trataremos de hacerlo- las manifestaciones artísticas en la Europa del siglo XVI; en muchos sentidos, como concluiremos, no son sino dos formas de entender, valorar o cuestionar el clasicismo, adecuándolo a unas determinadas funciones y con unas metas más o menos precisas. Ambos están íntimamente imbricados y no es posible su disociación; de modo simplista, pero válido, diríamos que el Manierismo es también Renacimiento. No podemos considerarlos, de modo claro, como fenómenos que se sucedan cronológicamente y tampoco que necesariamente se excluyan el uno al otro, o que adquieran una plasmación genuina y pura, sin contaminaciones de otra índole, más bien, en general, sucederá lo contrario. Dentro de la cultura occidental, entendemos por Renacimiento, de modo genérico, la adopción de la Antigüedad clásica -esto es, Grecia y Roma- como modelo cultural a seguir, y referido no sólo a las artes plásticas, sino a todas las manifestaciones del conocimiento humano. Esto, que se produce en las diferentes ciudades-estado italianas durante el siglo XV con Florencia como cabeza, no sucede, por el contrario, en el resto de Europa en la citada centuria, que sigue, en general, inmersa en el mundo gótico. El caso del sistema figurativo desarrollado por la pintura flamenca durante el cuatrocientos, de logros tanto o más importantes, a determinados niveles, que los conseguidos por el Quattrocento, es una alternativa desligada, en general, de la problemática del mito del modelo cultural clásico, que no adquiere un fundamento teórico coherente durante su desarrollo, como es el caso italiano, sino que se nutre de la experiencia empírica y se basa en las posibilidades que, por perfeccionamiento y puesta a punto, permite a sus pintores la técnica del óleo. Denominado a menudo Renacimiento Nórdico, este sistema de representación flamenco, cuyos artífices son también llamados Primitivos Flamencos, es una decisiva experiencia, paralela y coetánea al Quattrocento, sobre la que volveremos en su momento. Las experiencias quattrocentistas, fundamentalmente florentinas pero con alguna otra aportación importante, culminan a principios del siglo XVI en el denominado Renacimiento Clásico, fenómeno limitado, casi exclusivamente, a Roma y restringido prácticamente a las dos primeras décadas del Cinquecento. Este proceso queda vertebrado, de modo más o menos coherente, mediante un corpus teórico y avalado por más de un siglo de práctica continuada. Así las cosas, en los últimos años del siglo XV y primeros del XVI, los restantes Estados europeos, por diversas razones que comentaremos, van a ver el Renacimiento italiano como modelo a seguir, en principio sin cuestionamiento alguno, siendo tomado y aceptado como el modo a lo romano, en terminología de la época, que adquiere la consideración y el rango de mito. Ahora bien, el eje Florencia-Roma señalado en la evolución y configuración del Renacimiento italiano, es sólo una vía del mismo, acaso la más importante y coherente en relación con la Antigüedad, pero desde luego no la única. Respecto al Renacimiento Clásico, sólo de modo excepcional tendrá consecuencias fuera del ámbito romano aludido, y no ya en Europa, sino en la propia península italiana. Para el resto del continente europeo van a ser más importantes, al menos en un primer momento, otras alternativas quattrocentistas diversas de la florentina, como el repertorio decorativo de la arquitectura lombarda, determinados presupuestos de la escuela pictórica ferraresa o aspectos del arte de Andrea Mantegna. Es, pues, el modelo italiano, considerado de manera global, lo que es valorado, adoptándose aspectos y elementos de su código lingüístico sin un criterio selectivo y de un modo ecléctico; se trata, por tanto, de un proceso de difusión de ese modelo italiano por Europa, pero que no se reduce sólo a formas y modos, sino que se da un auténtico trasvase de ideas que, además, en ocasiones van a ser convenientemente elaboradas y recreadas, al amparo de reflexiones teóricas coherentes y mediante realizaciones prácticas de notoria congruencia. Como, por, otro lado, este fenómeno se incardina en el renacer a la Antigüedad clásica de otras parcelas del conocimiento humano, es por lo que el término Renacimiento, con los considerandos dichos, es perfectamente válido para toda Europa en el siglo XVI. Aun con las restricciones señaladas de espacio y tiempo, el Renacimiento Clásico va a revelarse como un intento imposible, y el sistema elaborado en su desarrollo y plasmación, en sus vertientes teórica y práctica, con pretensión de validez universal, regularizado y normativizado, hará crisis dando lugar al fenómeno del Manierismo, en general, a partir de la tercera década del siglo XVI. Fenómeno polivalente y versátil, que hace del experimentalismo, la licencia y la trasgresión -siempre respecto al citado Renacimiento Clásico- parte esencial de sí mismo. De modo estricto es, pues, un movimiento de oposición puntual al Renacimiento Clásico, con los propios medios y elementos de éste y, por tanto, con una fuerte componente anticlásica. Por consiguiente, como tal oposición sólo tendría sentido, en rigor, cuando se cuente previamente con el sistema del que se convierte en heterodoxia, es decir, como mucho, quedaría restringido a Italia. Pero la influencia de ésta es tan fuerte e intensa durante el quinientos para toda Europa que, además de algunas contestaciones y críticas no italianas elaboradas en el proceso de difusión y asimilación, podemos hablar de un Manierismo por influjo fuera de la península italiana. Se trata también ahora de un flujo de ideas, y no sólo de meras formas, fundamentalmente mediante toda una tratadística que avala el proceso. Deliberadamente hemos evitado en estos considerandos generales la palabra estilo, puesto que si en ocasiones puede tratarse de un mero proceso de difusión y asimilación estilísticos, por lo que hace al Renacimiento y al Manierismo en Europa, es, en general, bastante más que eso, a veces con importantes y coherentes reflexiones teóricas sobre la praxis artística, como veremos, y en la mayoría de los casos con raíces, paralelismos y consecuencias socioculturales de amplio alcance y significación.