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Fotografía cedida por la Sociedade Anónima de Xestión do Plan Xacobeo
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El enfrentamiento franco-inglés y la alianza anglo-borgoñona creaban una situación causante de fuertes tensiones en la Europa del momento. El problema había de tener un amplio tratamiento en el Concilio por lo que, en sí mismo, suponía de obstáculo a los objetivos del mismo, pero, también, porque Segismundo estaba muy interesado en impedir la cristalización de una Monarquía borgoñona. Carlos VII quería aproximarse a Borgoña, a pesar de los obstáculos que se oponían a ello, porque, al separarla de la alianza con Inglaterra, los proyectos de esta Monarquía quedarían seriamente afectados. Ese ambicioso proyecto no podría lograrse sin la convocatoria de una conferencia de paz, objetivo en cuyo logro trabajará denodadamente el Concilio, cuyos fines se vetan muy dificultados por aquella situación. También Borgoña deseaba un entendimiento con Francia porque la "doble Monarquía", pretendida por Inglaterra, no resultaba ya una buena perspectiva; el problema es que había que abandonar la alianza con Inglaterra de modo honorable. Lograr la paz era también un motivo de prestigio, tanto para el Concilio como para Eugenio IV; así, la búsqueda de la paz será un nuevo motivo de enfrentamiento entre Papa y Concilio. Tal es el sentido de la conferencia de Arrás, en la que tanto el Papa como el Concilio se hallan junto a las partes implicadas. Inglaterra abandona muy pronto la negociación, pero Francia y Borgoña prosiguen hasta alcanzar un acuerdo, el tratado de Arrás, cuyo contenido es puntualmente recogido en las actas del Concilio. Se hizo, además, un gran esfuerzo por parte conciliar para lograr que Inglaterra se sumase al acuerdo; no logró éxito alguno, porque el monarca inglés, Enrique VI, no sólo no firmó la paz sino que realizó una ofensiva diplomática, sin resultados, tratando de lograr apoyos a su negativa a la paz. Como consecuencia de la actuación conciliar, Inglaterra, desde finales de 1435, se distancia totalmente de aquél; completa ese distanciamiento el fallo conciliar, también contrario a los intereses ingleses, en la cuestión de la prelación de asiento, que les había enfrentado con los castellanos. Lógicamente, Inglaterra será de las primeras en hacerse representar en el Concilio de Ferrara, convocado por Eugenio IV. Francia, atenta a sus intereses, mantiene una postura poco definida entre el Papa y el Concilio; sólo cuando la ruptura es inminente, de acuerdo con Castilla, se pone de parte de Eugenio IV. Antes de abandonar el Concilio tratará de salvar la obra reformadora, adaptándola, desde luego, a los propios intereses. Según el clero francés, los defectos que era preciso corregir no eran los habitualmente señalados -falta de formación, inmoralidad-, sino el intervencionismo pontificio en los nombramientos eclesiásticos; la multiplicación de las reservas de beneficios y la provisión de tales beneficios en favor de extranjeros fueron las cuestiones que les preocupaban esencialmente. Una asamblea del clero francés, celebrada en Bourges, redactaba un memorial de cuestiones a resolver y proponía las medidas que consideraba necesarias. La reforma esbozada en Francia atendía únicamente a cuestiones beneficiales, abogando por una mayor autonomía de la Iglesia francesa en esa materia; en cuanto a los decretos del Concilio que limitaban el poder económico del Pontificado, se introdujeron tales limitaciones que, en la práctica, fueron rechazados. Francia estaba a favor de cierta limitación de los poderes pontificios, pero rechazaba el objetivo conciliar de reducirle a la indigencia; esa sustancial modificación de la reforma diseñada en Basilea hace que Francia fracase en su intento de lograr que el Concilio ratifique el documento de Bourges, pero también impide que la rebelión conciliar desemboque en un nuevo Cisma.
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Como es natural, la grave crisis existente en el terreno económico complicóla construcción de una Europa cuyo contenido esencial seguía siendo precisamente éste. En 1983 en el conjunto de Europa había más de 12 millones de parados, cifra que superaba el 10% del total, un volumen que resultaba inimaginable en las tres décadas anteriores. Al mismo tiempo, una de las derivaciones de la Revolución de 1968 fue el terrorismo, que jugó un papel político de primera importancia en Alemania e Italia, aunque de forma más o menos directa estuvo presente en todo el mundo. Contra él apenas hubo una acción coordinada a pesar de que hay pocas dudas de que fue gestado con parcial colaboración de países del Este. La Europa de los Nueve había tenido su origen a comienzos de 1973 pocos meses antes de que estallara la crisis económica. Era, con 252 millones de habitantes, la segunda potencia económica del mundo tras los Estados Unidos; además, tenía previsto concluir su unión aduanera cinco años después y llegar en un plazo cercano a la unión económica y monetaria. Pero ante la crisis, los países comunitarios reaccionaron de una forma dispersa tanto en lo que hacía referencia a la política monetaria como en lo relativo al ahorro de energía. La actitud de determinados Estados fue particularmente poco solidaria. Italia y Dinamarca pusieron en marcha medidas proteccionistas que rompían con el espíritu unitario de la CEE, mientras que Gran Bretaña, en donde los laboristas llegaron al poder en 1974, intentó renegociar su tratado de adhesión en lo que hacía referencia a su contribución financiera y a la política agrícola. En esta situación de crisis se produjo una detención temporal en el proceso de unión económica y monetaria intentando que, por el contrario, avanzara la unión aduanera. El mismo mantenimiento de una política agraria común se convirtió en materia de disputa obligando a la limitación de la producción o de las contribuciones financieras de los miembros de la Comunidad. Por otro lado, aunque había quedado prevista la creación de una "serpiente monetaria europea" en 1972 para limitar las variaciones entre las divisas europeas a una banda de fluctuación, en repetidas ocasiones se planteó el problema de revaluar el marco con respecto al resto de las monedas. Sólo en marzo de 1979 entró en funcionamiento un "sistema monetario europeo" propiamente dicho (SME) gracias a la creación de una moneda de referencia el ECU ("European Currency Unit") destinado a permitir la estabilización de los intercambios. El ECU venía a ser una especie de "cesta de monedas" cuya composición reflejaría el papel de cada una de ellas en el conjunto de la economía de la Comunidad. Pero en muchos otros aspectos, económicos o no, Europa permaneció estancada o en crisis durante estos años. Como ya se ha dicho, no hubo una política económica común ante la crisis o ante el ahorro de la energía. Por si fuera poco, una grave crisis interna estalló en 1984 con relación a la contribución financiera de Gran Bretaña a la Comunidad. Algunos políticos de la época, en especial Margaret Thatcher, que insistió especialmente en esta cuestión, no ocultaron, además, su profunda desconfianza respecto a una Comunidad que avanzara hacia la unidad en el terreno político. A pesar de ello, algunos avances importantes se produjeron en este campo. Entre los dirigentes europeos se había hablado de la posibilidad de que en torno a 1980 pudiera existir una Europa capaz de tener una política exterior común. A partir de diciembre de 1974 los jefes de Estado con poderes decisorios y los jefes de Gobierno europeos decidieron institucionalizar las reuniones periódicas creando un organismo nuevo, el Consejo Europeo, que tendría ya la obligación de reunirse tres veces por año. Fue el Consejo Europeo quien encargó al primer ministro belga, Tindemans, un informe sobre la Unión europea y quien, en julio de 1976, tomó la decisión de elegir un Parlamento europeo por sufragio universal. De momento, esta institución se haría mediante procedimientos electorales distintos según los países de acuerdo con su propia legislación. En junio de 1979 se celebró la primera elección europea. Aunque el Parlamento no tuvo por el momento un papel decisorio su mera existencia favoreció que se produjera una creciente voluntad de control de las instancias ejecutivas de la Comunidad, al mismo tiempo que se ocupaba de ampliar sus competencias. En el mismo momento que la Comunidad, pese a todas las dificultades, caminaba por la senda de la unificación política, se ocupaba también de ampliar sus fronteras. Los problemas que planteaba extenderla a la totalidad del Mediterráneo europeo nacían a la vez de la existencia de dictaduras y de una diferencia sustancial en el grado de evolución económica. Solventado el primer problema, en 1981 ingresó Grecia y en 1985 lo hicieron España y Portugal. En este último caso hubo serias dificultades derivadas de la oposición de los agricultores franceses que temían la concurrencia de los dos países citados. De esta manera, la Comunidad llegó a superar los 300 millones de habitantes. En diciembre de 1985 los diez miembros de Comunidad llegaron a un acuerdo para revisar el Tratado de Roma y establecer en 1992 un espacio económico sin fronteras eliminando todas las barreras que pudieran existir en materias como la circulación de personas, mercancías, servicios y capitales. Parte de los problemas europeos nacieron en este momento de la relación conflictiva que la Comunidad tuvo con el resto de las potencias democráticas industrializadas. Si los países europeos no coincidieron entre sí a la hora de establecer una misma política anticíclica, tampoco coincidieron en este aspecto con Japón y Estados Unidos. El primero consiguió cuadruplicar sus exportaciones durante este período, lo que provocó las previsibles tensiones con los países competidores. Estados Unidos y la Comunidad se reprocharon llevar a cabo políticas desleales y proteccionistas en determinadas industrias claves. La protesta norteamericana se centró a menudo en los contratos suscritos entre firmas europeas y la URSS sobre la construcción de un gasoducto desde Siberia que permitiría el acceso de los europeos a esta fuente energética a cambio de transferencias tecnológicas que se consideraban peligrosas. Otra queja norteamericana se refirió a las subvenciones agrícolas de la Comunidad. Por su parte, los países europeos se quejaron de que la política norteamericana era, muy a menudo, proteccionista y desestabilizaba el comercio internacional gracias a las continuas fluctuaciones del dólar. El deterioro de las relaciones entre los Estados Unidos y la Comunidad se refirió también durante estos años a las cuestiones de defensa. La OTAN se basó, desde sus inicios, en predominio efectivo de los norteamericanos en las tareas de mando, que se veía compensado por el papel que asumían en la financiación del gasto militar. Sin embargo, la crisis padecida como consecuencia de la Guerra de Vietnam hizo que los norteamericanos tomaran medidas unilaterales como la de Nixon en relación con el dólar en 1971, mientras que solicitaban un mayor grado de apoyo financiero por parte de una Europa ya muy distinta de la que vivió la Posguerra Mundial. Hubo incluso una creciente actitud aislacionista en parte del legislativo norteamericano. Para combatir estas tendencias Kissinger propuso en 1973 la idea de celebrar un "año de Europa" que hiciera revivir los principios y el espíritu que había llevado a la creación de la OTAN. En junio de 1974 se llegó a una declaración en este sentido, suscrita en Ottawa. Pero ni esto ni tampoco la sucesión de cumbres de los países más industrializados permitieron que se mantuviera una identidad absoluta entre los aliados de las dos orillas del Atlántico. Todos los países europeos, con la excepción de Gran Bretaña, fueron mucho más partidarios que los Estados Unidos de mantener una relación estrecha con la Unión Soviética, a pesar de la quiebra de la distensión, en parte porque tenían que atender a una opinión pública influida por el pacifismo. Los norteamericanos, por su parte, acostumbraron a ver en el aliado del otro lado del Atlántico una proclividad hacia el neutralismo en gran parte injustificada. Las memorias de los principales personajes de la política exterior norteamericana como, por ejemplo, Kissinger abundan en quejas en contra de Schmidt, calificado de taciturno y voluble. Pero si este último ya se había llevado mal con Kissinger, todavía se llevó peor con Carter a veces por problemas puramente personales. Siempre estuvo implícita entre los norteamericanos y la izquierda europea la queja de los primeros de que la "Ostpolitik" les fue comunicada y no consultada y la de los segundos sobre el escaso interés en los procesos democratizadores. La misma IDS creó una profunda desconfianza en los países democráticos europeos por la posibilidad de un desentendimiento norteamericano de su defensa del Viejo Continente que no pudo superar el ofrecimiento de que participaran en la previa labor de investigación que era necesaria. Europa tuvo su propio proyecto tecnológico sobre materias semejantes ("Eureka"). En muchas otras cuestiones la política norteamericana y la comunitaria se mostraron distintas e incluso conflictivas. En el conflicto árabe-israelí, al menos dos potencias europeas (Francia e Italia) mantuvieron una política más favorable a la causa palestina que la que defendieron los norteamericanos. También la política seguida por norteamericanos y europeos fue distinta cuando el cambio de régimen en Portugal pareció poner en peligro la estabilidad de la democracia recién conseguida. La política norteamericana fue más dura y mucho más matizada, por ejemplo, la alemana. La cuestión de Chipre había dividido -y así siguió sucediendo durante mucho tiempo- a dos países que formaban parte de la OTAN y cuyos intereses eran contrapuestos, Grecia y Turquía.
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La esperanza de la unificación pasaba por Prusia pero, en los años que siguieron a Olmütz, ni el rey Federico Guillermo IV ni sus ministros parecieron dispuestos a encabezar dicha política. Los junkers prusianos no parecían tener otro horizonte que el del engrandecimiento del propio reino y el primer ministro, von Manteuffel, representaba la postura de sumisión a la primacía austriaca.En esas condiciones, la caída de Federico Guillermo IV en la locura hizo que su hermano Guillermo accediera al poder en 1858, en calidad de príncipe regente. Guillermo, que era persona con gran sentido de la autoridad, aunque respetuosa con las instituciones constitucionales prusianas, facilitó la revitalización de las posturas liberales con el cambio de ministerio y su actitud respetuosa en las elecciones parlamentarias de ese mismo año. Fue el comienzo de lo que se denominó la Nueva Era. A los avances del liberalismo correspondió también una revitalización de las corrientes nacionalistas, en la medida en que las campañas napoleónicas en Italia acrecentaron el temor de que Napoleón III intentase también obtener ventajas territoriales en las orillas del Rin. La movilización decretada entonces por las autoridades prusianas reveló preocupantes signos de desorganización y el ministro del Ejército, general A. von Roon, fue encargado de la reforma del mismo. Dicha reforma, que consistió en un aumento del número de jóvenes llamados a filas y de los años de servicio, hasta hacer ascender en más del 50 por 100 el número de soldados inmediatamente disponibles (189.000), sería el origen de una grave crisis política, ya que los elevados gastos que implicaba llevaron a que los liberales se resistieran a la aprobación del presupuesto, a la vez que se oponían a la modificación de las funciones de la milicia territorial (Landwehr), organización análoga a la milicia nacional de otros países y que gozaba de gran popularidad entre los elementos liberales. Estos temían que la disminución de las funciones del Landwehr estuviese también encaminada a conseguir un Ejército completamente conservador, instrumento de las exigencias de un monarca autoritario. El Gobierno retiró inicialmente la propuesta aunque consiguió llevarla a efecto, en enero de 1861, a través de las facultades reglamentarias de que disponía el rey en su calidad de comandante supremo. A estas alturas, el conflicto era ya una prueba de la desconfianza de los sectores liberales, que pensaban que las reformas prometidas por el regente apenas se habían traducido en realidades, mientras que se sucedían las muestras de autoritarismo por parte del príncipe, convertido en rey Guillermo I desde enero de ese mismo año 1861. Los sectores de la izquierda liberal fundaron, en junio de 1861, el Partido Alemán de Progreso, con el fin de luchar por el Estado de Derecho, el avance en las libertades políticas, y una política decidida de unificación política. Sus líderes eran R Virchow y B. Waldeck y, en las elecciones del siguiente mes de diciembre, obtuvieron 110 diputados, lo que les convirtió en el grupo más numeroso de la asamblea (Landtag) prusiana, que contaba con unos 350 escaños. Estos sectores radicales decidieron que los proyectos de reforma militar brindaban la oportunidad de plantear la batalla sobre la reforma constitucional y la necesidad de recortar el poder de los sectores privilegiados. En concreto pedían la reducción del servicio militar a dos años, y no se mostraban dispuestos a aprobar los créditos solicitados. Guillermo I no encontró mejor salida que la disolución del Parlamento en marzo de 1862, pero las elecciones del mes de mayo siguiente confirmaron el predominio de los diputados del Partido de Progreso, que obtuvo 135 escaños y contaba con el apoyo de otros grupos de oposición. La negativa del nuevo Parlamento a votar nuevos subsidios para la reforma militar provocó una situación de bloqueo constitucional, en la que el rey Guillermo llegó a considerar la posibilidad de la abdicación hasta que, siguiendo el consejo de von Roon, optó por llamar a Otto von Bismarck para que presidiera el Consejo de ministros. Otto von Bismarck-Schönhausen era un junker, miembro de una familia noble de Mecklemburgo, en la Prusia oriental. Había realizado el bachillerato en Berlín, antes de acudir a las universidades de Göttingen y Berlín para cursar estudios de Derecho. Sus primeros trabajos fueron en los tribunales de Berlín y Aquisgrán, pero pronto se retiró a cultivar las tierras de la familia. En 1847 hace su aparición en el Parlamento prusiano, con una significación netamente conservadora (coincidencia con los hermanos Leopold y Ludwig Gerlach y con F. J. Stahl) y, desde comienzos de los años cincuenta, es representante prusiano ante la Dieta de la Confederación. Allí se destaca por sus puntos de vista antiaustriacos, que le llevaron a decir que "no hay nada más alemán que el crecimiento de los intereses particulares de Prusia". Su interés por los asuntos diplomáticos, en los que demostró una constante preocupación por la amenaza del Imperio napoleónico, le valió ser nombrado embajador en la Corte de San Petersburgo en 1859 y, desde abril de 1862, embajador en París. Al ser llamado a Berlín, en septiembre de ese mismo año, era ya un convencido de que Prusia debería ponerse al frente del proceso de la unificación alemana.
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El affaire Dreyfus sacó a la luz muchas de las contradicciones de la III República francesa, el régimen nacido en 1870 de la derrota militar de Sedán ante Alemania. El affaire fue, en origen, un error judicial. En septiembre de 1894, el Servicio de Inteligencia del Ejército francés descubrió un borrador destinado al agregado militar alemán en París en el que su autor le anunciaba el pronto envío de secretos militares franceses. El 15 de octubre, era detenido como presunto autor del borrador el capitán de Estado Mayor Alfred Dreyfus (1859-1935), miembro de una adinerada familia de industriales alsacianos judíos, que, con evidencia casi inexistente, fue juzgado y condenado a reclusión perpetua por alta traición, expulsado del Ejército y deportado a la Isla del Diablo (en la Guayana francesa) el 21 de febrero de 1895. Dreyfus era totalmente inocente; en marzo de 1896, lo supo ya el nuevo jefe del Servicio de Inteligencia, el teniente coronel Picquart, que había encontrado pruebas de que el espía y autor del borrador era el coronel Esterhazy. Fue a partir de ese momento cuando el asunto escaló de error judicial a una gravísima e ilegal manipulación de la justicia en la que se implicaron algunos de los principales responsables del Ejército francés (ministro de la Guerra, jefes de Estado Mayor, tribunales militares), que creyeron ver en peligro la propia seguridad del Estado. Y por eso mismo, el affaire se transformó en una verdadera crisis del sistema político francés (y para Péguy, pacifista y dreyfusard en esos años, en "un momento de la conciencia humana"). En efecto, en diciembre de 1896, Picquart fue trasladado por sus superiores a Túnez y su sucesor, el coronel Henry, forjó documentos falsos para incriminar definitivamente a Dreyfus; en enero de 1898, un tribunal militar exoneró a Esterhazy de las acusaciones que contra él habían formulado la familia y los abogados de Dreyfus. Pero, para ese momento, la pasión popular -bien alimentada por la prensa- había estallado. La opinión nacionalista y antisemita -recuérdese que el libro de Drumont, La Francia judía, apareció en 1888-, la derecha, la Liga de Patriotas, intelectuales nacionalistas como Barrès, Maurras y los hombres de Acción francesa (creada en 1899), la Francia católica -y sobre todo, el arzobispo de París, Veuillot, y el periódico La Croix- asumieron la defensa de los valores de la Francia eterna. Y a la inversa, los dreyfusards, esto es, la opinión republicana y de izquierda, los socialistas, la masonería, la Liga de los Derechos del Hombre, intelectuales como Lucien Herr, Emile Zola, O. Mirbeau, Péguy, Anatole France, André Gide, Marcel Proust, Albert Sorel, Jean Jaurès y muchos otros vieron detrás del affaire una conspiración contra la libertad y la justicia urdida por la Francia reaccionaria, clerical, militarista y antirrepublicana. El affaire adquirió dimensiones sensacionales cuando el novelista Emile Zola, tal vez el escritor más conocido del país, publicó el 13 de enero de 1898 en el periódico L'Aurore una resonante carta abierta al Presidente de la República titulada Yo acuso, en la que culpabilizaba al Ministerio de la Guerra -y a los que habían sido sus titulares, Mercier y Billot-, a algunos oficiales de Estado Mayor y a los tribunales militares que habían intervenido en el asunto de haber forjado las acusaciones contra Dreyfus. Zola fue llevado a juicio por el Ministerio de la Guerra, pero el proceso, sin embargo, cambió el curso de los acontecimientos: el juicio demostró la veracidad de las acusaciones que el escritor había formulado. El suicidio poco después, el 30 de agosto de 1898, del coronel Henry tras admitir que los documentos del 96 eran falsos, provocó la revisión del caso y, aunque Dreyfus tuvo que esperar varios años -hasta el 12 de julio de 1906- hasta verse exonerado, readmitido en el Ejército y condecorado (pues en el nuevo juicio que se le hizo, en 1899, todavía se le encontró culpable con atenuantes, y se quiso liquidar el asunto con el perdón presidencial que le fue otorgado el 19 de septiembre de ese año, que Dreyfus, en buena lógica, rechazó), el triunfo de la verdad y de la justicia quedaron asegurados. El affaire había puesto de relieve la profunda división de la opinión francesa -grandes manifestaciones callejeras pro y contra Dreyfus salpicaron el desarrollo de todo el proceso- y la debilidad de la República como régimen, algo que ya habían revelado episodios como el movimiento boulangista de 1888-89 y el escándalo Panamá de 1892-93, ya mencionados: ni la laicización de la enseñanza ni la expansión colonial, grandes apuestas de la III República a partir de 1880, habían consolidado el nuevo régimen. Éste, un régimen asambleario con una Presidencia desvaída y sin poder, en el que los partidos eran meras agrupaciones desideologizadas de notables caracterizados por el faccionalismo y el transfuguismo personales, quedó marcado por la inestabilidad gubernamental (73 gobiernos entre 1870 y 1914 por 12 en Gran Bretaña en el mismo tiempo), y el descrédito de la política, como expresó con amargura Péguy en Nuestra juventud (1907) y como Anatole France satirizó en La isla de los pingüinos (1908). La República francesa incluso sufría de una falta de legitimidad de origen -por haber nacido de una derrota militar- y no disponía de instituciones sólidas y enraizadas en la tradición y en la historia del país y en la estimación de la mayoría de los franceses (salvo por la idea misma de República y por la nacionalización definitiva de los símbolos de la tradición republicana: el 14 de julio, la Marsellesa y la bandera tricolor). El affaire Dreyfus fue, por eso mismo, providencial. Si bien propició la consolidación de un nacionalismo agresivo, antidemocrático, militarista, neomonárquico y católico: el nacionalismo de Acción Francesa, Maurras y los Camelots du Roi, el triunfo del dreyfusismo posibilitó el éxito del republicanismo radical y democrático y contribuyó así a estabilizar la República. Hubo, al menos, a continuación tres gobiernos largos: el presidido por René Waldeck-Rousseau entre junio de 1899 y junio de 1902, gobierno de coalición y defensa republicana formado tras el aparente intento de golpe de Estado de la Liga de Patriotas del 23 de febrero de 1899; el gobierno de Emile Combes de junio de 1902 a enero de 1905, y el gobierno de Georges Clemenceau, verdadera encarnación de la tradición radical francesa, de octubre de 1906 a julio de 1909. Waldeck-Rousseau, cuyo gobierno incluía al pseudo-socialista Millerand, quiso liquidar el affaire otorgando a Dreyfus el perdón presidencial, procesó a los implicados en el 23 de febrero del 99, hizo votar una Ley de Asociaciones (1 de julio de 1901) que ponía bajo control estatal a las órdenes religiosas y disolvía algunas no autorizadas, reformó la enseñanza secundaria reforzando su laicismo (31 de mayo de 1902) e inició la republicanización del Ejército, incluso con depuraciones de oficiales desafectos. Combes, reforzado por el triunfo electoral en 1902 del Bloque de izquierdas -socialistas, radicales y republicanos moderados-, siguió una política vigorosamente laicista, que supuso la disolución de las órdenes religiosas (18 de marzo de 1903), la expulsión de Francia de unos 18.000 religiosos, la prohibición de todo tipo de enseñanza a los miembros de, las congregaciones religiosas y la ruptura de relaciones diplomáticas con el Vaticano (30 de julio de 1904), a lo que siguió, ya en diciembre de 1905, la separación entre Iglesia y Estado. Clemenceau, que tuvo que hacer frente a la ofensiva huelguística desencadenada por la CGT desde mayo de 1906 y a una gran huelga de viticultores en 1907, gobernó con autoridad y energía extremas. Probó que el republicanismo radical era capaz de articular una política de orden; y con la creación del Ministerio de Trabajo, que encargó al ex-socialista Viviani, y la aprobación de la ley del descanso semanal (1906), probó que era también capaz de impulsar políticas de reformas. La III República, cuyo eje era el partido radical (200 diputados en 1902, 247 en 1906, 263 en 1910, 230 en 1914), una muy laxa asociación de notables y personalidades, apoyado en el voto de funcionarios, clases medias, empleados y artesanos, sin otro programa que una vaga filosofía individualista y laica, se había consolidado y en unos pocos años, había logrado incluso suscitar un cierto consenso nacional (aunque el confusionismo parlamentario y la inestabilidad gubernamental continuaran, sobre todo entre 1909 y 1914). Clemenceau había "centrado" la República. Luego, la amenaza del sindicalismo revolucionario, que sólo pareció remitir tras la derrota de los ferroviarios por el Gobierno Briand en octubre de 1910, y la agravación de la situación internacional por la actitud provocadora de Alemania impulsaron un deslizamiento del régimen hacia la derecha, que fue ya muy perceptible desde 1909. Las crisis provocadas por la visita del Kaiser Guillermo II a Tánger en marzo de 1905 y por el envío del cañonero alemán Panther a Agadir en julio de 1911 conmocionaron a la opinión francesa y convencieron a la mayoría de que Alemania quería la guerra. El ascenso de Raymond Poincaré (1860-1934) a la jefatura del Gobierno en enero de 1912, tras la crisis de Agadir -que hizo caer al gobierno Caillaux-, y a la Presidencia de la República en enero de 1913, fue significativo. Poincaré aglutinó tras de sí a todo el centro-derecha francés, exaltó el patriotismo republicano y el antigermanismo, reforzó la alianza con Rusia y la Entente Cordiale con Gran Bretaña -políticas diseñadas por Delcassé como ministro de Exteriores de 1898 a 1905- e impulsó la carrera de armamentos, aumentando los gastos militares y reforzando al Ejército y a la Marina franceses. Bajo su presidencia (que se prolongó hasta 1920), un nuevo gobierno Briand aprobó el 7 de agosto de 1913 la ley que elevaba el servicio militar obligatorio de dos a tres años. Una parte de la opinión francesa, que tuvo en Jaurès, el líder socialista, su mejor portavoz, se manifestaba ciertamente contra la guerra. Pero la fuerza de los sentimientos nacionales y el deseo de revancha frente a Alemania eran aún mayores. El asesinato de Jaurès por un ultranacionalista el 31 de julio de 1914 no dividió a Francia. En esa fecha, la guerra con Alemania era a todas luces inevitable e inminente. Y ante esa eventualidad toda Francia se unió: Barrès mismo asistió, significativamente, al entierro de Jaurès.
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Entre los principales efectos de las transformaciones económicas del período hay que llamar la atención sobre las que se producen en la sociedad, si bien podemos observar que esos cambios sociales modifican o amplían a su vez los económicos en un juego interactivo. Entre los posibles aspectos que aparecen en relación con la segunda revolución industrial, destacaremos el movimiento obrero como forma de expresión de las clases trabajadoras surgidas de la industrialización y la liberación de los siervos en Rusia que permitirá una industrialización peculiar en ese país. Por diversas influencias (crecimiento económico, movimiento obrero, derivado de su fuerza numérica, elevación cultural de los asalariados y especialización, así como la mejora en la productividad), las condiciones materiales de la mayoría de los trabajadores de los países occidentales y aún más las de los países industrializados, mejoran en esta época. Se redujo el horario medio de trabajo. Inglaterra se mantuvo a la cabeza. La semana de sesenta horas es reemplazada por la de cincuenta y cuatro en metalurgia (1871). Se impone en 1874 la de cincuenta y dos horas y media en la construcción y hacia 1890 se habrá generalizado, en casi todas las ramas, la "semana inglesa". En los demás países occidentales, la semana laboral ordinaria era de sesenta horas (sólo los mineros tenían un horario más corto), hasta 1913 en que se generaliza la de cincuenta y cuatro horas. El trabajo de los niños se limita en casi todos los países (finales de siglo) a la edad de 12-14 años. En términos generales, sube el salario, nominal y real, entre 1870 y 1900. También hay que constatar la baja de salarios reales en ciertos momentos que coinciden con mayor índice de paro, motivado por varias razones: coyuntural, derivado de las crisis; técnico, por la introducción de maquinaria; estacional, en agricultura y algunos servicios. Aunque de manera muy tímida, el Estado ya comienza a intervenir en algunos países. Sobre todo, hay que destacar lo referente a seguros sociales (paro, enfermedad, accidentes, jubilación). La más adelantada en esta cuestión fue Alemania, en la época de Bismarck, que trató de atraerse votos de los obreros arrebatando las reivindicaciones sociales de los partidos de clase y sindicatos, implantando mejoras desde el Estado. La mayor parte de los países occidentales imitan a Alemania en el seguro de accidentes y enfermedad. Francia e Inglaterra fueron muy retrasadas en esta cuestión, debido sobre todo a la tradición liberal a la que repugnaba la injerencia del Estado en los asuntos laborales. Como observación final, se puede decir que se logran mejoras indudables, pero muy insuficientes. Continuaba la sujeción del obrero al patrón, pues el contrato laboral individual, cuando la había, y la escasa o nula legislación laboral colocaba al trabajador en condiciones de inferioridad respecto al empresario. Los problemas que plantea el capitalismo de la Segunda Revolución industrial van a ser respondidos por un amplio movimiento obrero que, especialmente, se articulará en torno al socialismo, que tendrá tres corrientes fundamentales: laborismo inglés, socialismo de Estado en Alemania y el marxismo, que, a su vez, adoptará diversas formas. Menor importancia tendrá, en la mayoría de los países, el anarquismo y el sindicalismo cristiano. Veremos cómo participan efectivamente (o se mantienen al margen, en el caso de los anarquistas) en la política nacional de los principales países. A pesar de los enfrentamientos internos, muchas de estas fuerzas sociales se organizarán en Asociaciones Internacionales de significación desigual con el paso de los años. La doctrina social cristiana, que se enfrentará al marxismo y al cristianismo, tendrá más importancia en el terreno de los principios que en el del movimiento obrero.
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Desde que en 1859 José Amador de los Ríos utilizase por vez primera el término mudéjar aplicado a una manifestación artística, en su discurso de ingreso en la Real Academia de Nobles Artes de San Fernando de Madrid, pronunciado con el título de "El estilo mudéjar en arquitectura", no han cesado hasta nuestros días de producirse intentos de sustituir este término por otro, por considerarse poco afortunada su formulación. En efecto, etimológicamente mudéjar deriva del árabe mudayyan, que quiere decir aquel a quien se ha permitido quedarse; mudéjar es, pues, en este sentido sinónimo de moro, y este carácter étnico del término aplicado a una manifestación artística no ha dejado de provocar reacciones en contra y graves confusiones de interpretación hasta el momento actual. Ya en 1888, en una serie periodística sobre los estilos en las artes, Pedro de Madrazo, refiriéndose al arte mudéjar, exigía que las manifestaciones artísticas se designasen por sus características formales y no por la condición personal de sus artistas. Por esta razón y para evitar cualquier connotación étnica en el concepto artístico, Vicente Lampérez en su monumental "Historia de la arquitectura cristiana en la Edad Media", aparecida en 1906, define el arte mudéjar como el hecho no sólo por los moros sino también por los cristianos adoctrinados por aquéllos, eliminando así cualquier posible interés por la condición social del artista; todavía en 1933 Elie Lambert apuntilla más el tema al proponer como fenómeno habitual la realización de obras mudéjares sólo por maestros cristianos y la de obras cristianas por maestros moros. Con toda esta confusión no se ha conseguido más que minimizar e incluso borrar el importante papel que los maestros de obras moros han jugado en la creación del arte mudéjar y en la transmisión de un sistema de trabajo. Este desinterés por la condición social del artista, además, no ocurre con ninguna otra manifestación o estilo artístico. Es la maldición hispánica de los comportamientos pendulares. Tal vez el intento más decidido por sustituir el término mudéjar corresponda al marqués de Lozoya, quien en su monumental "Historia del arte hispánico", en 1934, utiliza el término morisco, como sinónimo de moruno o de moro, usado como adjetivo, y en este sentido es equivalente a mudéjar; para Lozoya morisco y mudéjar son equivalentes, pero prefiere el primer término por considerarlo más castizo y expresivo. La utilización del término morisco complica y confunde el problema tanto como el término mudéjar, ya que en castellano ambos, además de su significación como adjetivo, tienen otra como sustantivo; los moriscos son los moros convertidos forzosamente al cristianismo, también conocidos como cristianos nuevos, fenómeno que sucede en Castilla en 1502 y en Aragón en 1526. Alguna historiadora del arte, como Balbina Martínez Caviró, ha propuesto restringir el uso del término morisco para designar al arte mudéjar del siglo XVI, haciendo coincidir así el significado de adjetivo y sustantivo. Lo cierto es que en la actualidad el término mudéjar tiene para los historiadores un significado diferente al de su uso por los historiadores del arte; es decir, existe una historia de los mudéjares, la de las minorías étnicas musulmanas hasta su conversión forzosa, que cultivan los medievalistas, y una historia de los moriscos, de la de estas mismas minorías a partir de su conversión, que cultivan ya los historiadores de la edad moderna. Para los historiadores del arte el término mudéjar, utilizado como categoría de periodización artística, cubre por igual el período medieval y moderno, ya que el término está absolutamente vacío de connotación étnica, al contrario de lo que sucede en historia. Otro de los términos que ha provocado no poca confusión en la interpretación del arte mudéjar es el de mudejarismo, que desde el año 1975 da nombre a los Simposios Internacionales de Teruel; este término surge en el siglo XIX, con matiz peyorativo, para aludir al movimiento de entusiasmo provocado entre los seguidores de la formulación del arte mudéjar; ya en el siglo actual tanto el marqués de Lozoya como Diego Angulo utilizan el término mudejarismo, con otro significado, para designar de un modo más vago, difuso e inconcreto al fenómeno artístico mudéjar; se habla de mudejarismo para aludir a cualquier rasgo o aspecto aislado de influjo musulmán en el arte cristiano; el uso del término mudejarismo ha dañado notablemente la interpretación del arte mudéjar, al extenderlo inadecuadamente a monumentos que no son mudéjares, contribuyendo de este modo a la indefinición e imprecisión de esta manifestación artística. Hemos dejado para el final la consideración de otras terminologías inadecuadas, que se vienen arrastrando en la historia del arte mudéjar. Se trata de un lado de las expresiones románico de ladrillo o la más genérica de arquitectura de ladrillo, esta última retomada por José Antonio Ruiz en 1988 en su estudio sobre la provincia de Segovia. Son expresiones más radicales y alejadas de la valoración del mudéjar que las de románico-mudéjar o gótico-mudéjar, ya que ni siquiera consideran el mudéjar como un fenómeno ornamental, reduciendo todo a una simple versión en ladrillo del arte románico. La expresión "iglesias españolas de ladrillo" fue puesta en circulación por Vicente Lampérez en 1905, y un año después, con la expresión arquitectura románica de ladrillo el mismo autor se refería a las primeras manifestaciones del mudéjar leonés y castellano viejo; ya el marqués de Lozoya refutó de forma brillante y rotunda esta terminología de Lampérez, "pues parece designar una simple variedad del románico, siendo así que se trata de algo fundamentalmente distinto". El problema radica en si se valoran o no como algo fundamentalmente distinto del románico los primeros monumentos mudéjares del foco leonés y castellano viejo. Baste aquí decir que el sistema de trabajo mudéjar no utiliza el ladrillo solamente con función constructiva sino con función ornamental, por lo que la aparición de este material, cuando corresponde al sistema de trabajo mudéjar, comporta asimismo la aparición de ritmos compositivos y de series ornamentales que se adscriben a la tradición islámica. Por ello no cabe ni reducir la arquitectura mudéjar a arquitectura de ladrillo ni tampoco extender la denominación de mudéjar a la mera utilización arquitectónica del ladrillo, cuando no está presente el sistema de trabajo mudéjar. Más extendida está en libros y manuales la terminología de románico-mudéjar y gótico-mudéjar; fue también difundida por Vicente Lampérez y encierra no sólo una incorrecta valoración e interpretación de los aportes islámicos, al reducirlos a lo puramente ornamental, sino que no considera al mudéjar como nueva expresión artística, diferente de los componentes que la integran, y fundamentalmente distinto de los estilos del arte occidental europeo. La cuestión terminológica e interpretativa, tan estrechamente unidas, no parece cerrada aún, puesto que últimamente, en 1990, José María Azcárate ha propuesto la sustitución del término mudéjar por el de "arquitectura cristiana islamizada" en su manual sobre el arte gótico en España; hay que reconocer no sólo el intento conciliador de Azcárate en la gran falla interpretativa de la historiografía nacional sino que además esta expresión supera en acierto por sus connotaciones a los intentos anteriores, aunque no resuelve el problema del pro indiviso cultural del arte mudéjar al formular en primer término el aporte cristiano. Aquí estimamos que, desbordado ya ampliamente un siglo de intentos terminológicos e interpretativos, el mudéjar se ha ganado merecidamente la permanencia en el controvertido vocabulario de la periodización artística, debiéndose poner el énfasis en el futuro en la precisión e interpretación de sus contenidos artísticos.
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En octubre de 1763 muere Augusto III y, así, se abre otro proceso sucesorio en Polonia. Sin embargo, las relaciones internacionales habían modificado de manera sensible la situación con respecto a anteriores ocasiones: Francia y Austria compartían criterios similares, mientras que Prusia y Rusia, igual que antes, buscaban aumentar su radio de influencia con nuevos territorios. Desde los primeros años del Setecientos, Polonia había estado bajo la protección de San Petersburgo, lo que no había significado garantías para una sucesión sajona por las rivalidades con los Habsburgo. Debido a esta circunstancia, en Rusia se acordó que el nuevo monarca sería un polaco y, por tanto, evitaba la injerencia francesa y las presiones sajonas, molestas por su negativa a aceptar la ocupación del ducado de Curlandia. El aliado adecuado era Prusia, a pesar de la enemistad con Viena, y en abril de 1764 firmaron una alianza defensiva donde incluyeron la cláusula de mantener la Constitución sueca de 1720 y las libertades polacas. No cabía duda de los tres candidatos a la Corona polaca: Estanislao Poniatowski, propuesto por Catalina II; Javier de Sajonia, respaldado por Dresde, y el conde Banicki, representante polaco. Todas las potencias consideraban el asunto de su incumbencia y pasó a ser un tema central de la política internacional. Hasta Francia, con el único objetivo de oponerse a la zarina, apoyó al candidato sajón y quiso atraer a la causa a los turcos. Sin embargo, la habilidad de Vergennes no tuvo los resultados previstos porque el sultán no había olvidado los problemas derivados de la revolución diplomática. Con el argumento de las diferencias religiosas, los ejércitos rusos penetraron en Polonia y obligaron a la elección de Poniatowski, en septiembre de 1764, con el nombre de Estanislao Augusto, el último rey polaco. Una vez en el trono, se sintió incómodo por el intervencionismo de San Petersburgo e inició reformas constitucionales, neutralizadas por las conspiraciones de la zarina en favor de los privilegios nobiliarios. Descontentos los católicos por la igualdad de confesiones, se unieron en una liga activa, la Confederación de Radom, vencida por las fuerzas rusas. Los confederados reclamaron ayuda exterior en momentos de confusión diplomática por el pacifismo francés, los recelos entre Versalles y Viena y el temor turco al aumento de poder ruso en Polonia. También los acontecimientos internos se precipitaron con la votación, en la capital, de una nueva Constitución auspiciada por Catalina II, lo que no dejó impasible a Choiseul, que aceleró la participación turca con instrucciones urgentes militares tras las revueltas religiosas que desembocaron en la Confederación católica de Bar. Había estallado la guerra civil. Un incidente fronterizo con los rusos de Crimea provocó el inicio de las hostilidades contra los turcos. Era necesaria la colaboración ruso-prusiana y Federico II estaba dispuesto al reparto a pesar de la negativa de Catalina II. Las acciones bélicas rusas tuvieron como consecuencia la ocupación de Moldavia y Valaquia y la victoria de Tchemé, en julio de 1770, en el Mediterráneo. Tras los reveses en el campo de batalla, la Sublime Puerta propuso el armisticio al tiempo que se extendía el miedo en Berlín por el creciente poder de la zarina, que desestimó las ofertas de división prusianas y obligó al elector a aproximarse a Viena en un alarde de diplomacia. El argumento principal de la cancillería berlinesa consistió en defender que la fragmentación polaca distraería la atención de los rusos y no se abriría el frente rumano. Convencidos José II y Kaunitz, se reunieron en Neisse, en 1769, donde estrecharon su amistad, y al año siguiente firmaron el Tratado de Neustadt. Con la propuesta de mediación en las disputas con los otomanos, pues Rusia había entrado en Iassi y Bucarest, concentraron tropas en Transilvania y adelantaron las promesas relativas a la cesión a Austria de Serbia por el sultán. Ante el peligro del aislamiento diplomático, Catalina II consintió en iniciar negociaciones, pero María Teresa, católica, dudaba de la legalidad del reparto e insistió en una pacto secreto con Estambul, en junio de 1771, ya que los rusos habían penetrado en los Balcanes y su expansionismo amenazaba los Estados patrimoniales de los Habsburgo. Con la sorpresa de todas las potencias y a consecuencia de la inversión de alianzas, Viena prestaría ayuda militar y económica a los turcos para que recuperasen los territorios ocupados y los rusos se viesen obligados al consentimiento de una paz que acabase con los planes de desmembración polacos, junto con la desaparición de la influencia zarista; en contrapartida, recibiría parte de los ducados rumanos. La caída, en diciembre de 1770, de Choiseul y la ineptitud de los embajadores enviados por D´Aiguillon facilitaron ese acercamiento. Catalina, con buen juicio, hizo caso omiso del acuerdo y no abandonó las conversaciones para obstaculizar cualquier decisión con trascendencia. Por su parte, Gran Bretaña, molesta por la escalada rusa y la marcha general de los acontecimientos en el Este, que amenazaban el equilibrio en el Continente, retiró el respaldo naval a San Petersburgo, pero no desvió la atención de Hannover y las colonias y su gabinete se mantuvo al margen del juego diplomático. Rusia tomó Crimea y logró su independencia, al tiempo que Austria ocupaba el condado de Zips. Esta iniciativa de José II precipitó el reparto, porque Catalina, temerosa de un cambio de posturas, lo propuso a Federico II a principios de 1772, concluyéndose las conversaciones el 15 de julio con la firma del Tratado de San Petersburgo. Austria ganaba Galitzia oriental y la pequeña Polonia, excepto Cracovia, convertida en reino autónomo con capital en Lemberg. Rusia obtuvo la denominada Rusia Blanca. Prusia consiguió la Pomerania polaca, menos Dantzig y Thorn, que unía Brandeburgo con Prusia oriental; así, Federico II consolidaba su reino, afirmaba sus posesiones hasta el Vístula y se beneficiaba de un cierto control sobre el comercio de granos. Evidentemente, la Dieta no confirmó la desmembración de inmediato, pero, tras numerosos conflictos internos y la depuración por parte de los países extranjeros de los diputados reacios, ratificó el tratado y votó una nueva Constitución, auspiciada todavía por Rusia, que se ajustaba a la reciente situación provocada en Polonia por los manejos diplomáticos utilizados para disfrazar intereses particulares. Una vez utilizada la alianza con Turquía para los encuentros de julio de 1772, José II se presentó como mediador en el conflicto ruso-turco. Utilizados y sin aliados, tras la muerte del sultán Mustafá III, iniciaron, en 1773, las conferencias de Foksany y Bucarest, malogradas por las diferencias relativas a la independencia tártara. Además, Catalina exigía la investidura por el sultán de los nuevos reyes y las plazas fuertes de Kertch e Ienikale para dominar el mar Negro. No obstante, decidida a conseguir sus objetivos lanzó sus ejércitos contra la Sublime Puerta al año siguiente y conquistó Bulgaria. Los turcos no tuvieron otra opción nada más que la firma del Tratado de Kutchuk-Kainardji, en julio de 1774. Las principales cláusulas fueron las siguientes: - Declararon la independencia tártara bajo la soberanía del kan, investido por el sultán. - Kertch e Ienikale quedaron agregadas a Rusia, lo mismo que Azov y las riberas del mar Negro, menos Crimea y la plaza de Otchakov. - El Deniester se convertía en la frontera del Imperio otomano. - Pactaron la apertura de los estrechos a los barcos extranjeros, con la consiguiente libertad de navegación por el mar Negro. - Rusia aceptaba convertirse en la protectora de las Iglesias cristianas y única representante de la Cristiandad en los Balcanes. - Aunque se ponían bajo protección rusa, los principados rumanos continuaron como tributarios del sultán. - Se fijó a los turcos el pago de una indemnización de guerra de 4.500.000 rublos. Si bien la ratificación otomana se produjo en enero de 1775, existía la decidida intención de obstaculizar el cumplimiento y hasta se dieron compensaciones territoriales a Viena para que no interviniese en el asunto. Las primeras iniciativas fueron las intrigas turcas en Crimea y, como resultado, el deterioro de su situación interna. Bajo presión diplomática, se volvió a confirmar el tratado en 1779, pero no sirvió de nada por la oposición de Estambul. La incertidumbre en la zona se debía a la nula influencia francesa, siempre mediadora, ahora centrada en sus discrepancias con Gran Bretaña, y al resentimiento de muchos países que temían la conversión de Rusia en una potencia terrestre y naval con la formación de una gran flota en el mar Negro y la conquista de los extensos territorios del Imperio otomano. Sin embargo, nadie tomaba medidas ante la escalada de poder rusa y la apatía caracterizó las relaciones internacionales en estos momentos.
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Aunque los progresos realizados durante el último medio siglo en el conjunto del planeta son innegables, las enormes diferencias entre los países ricos (o desarrollados) y los países pobres (o subdesarrollados) siguen lamentablemente siendo hoy una de las características principales de la economía mundial. Las preocupaciones sobre la crisis económica y sus secuelas (desempleo, marginación, incremento de la desigualdad... ) han ocupado la agenda de las sociedades occidentales en los últimos años. Con una perspectiva global, los problemas más importantes a los que la Humanidad debe hacer frente no están, sin embargo, en los países desarrollados sino en el Tercer Mundo.Otro de los problemas ha que de hacer frente el Mundo actual, en especial los países occidentales, es que a partir de los primeros años 70 se observó un recrudecimiento generalizado de la violencia política. Se trata de la reaparición de ese fenómeno político, social e ideológico denominado terrorismo.La necesidad cada vez mayor de consumir energía para sostener un elevado nivel de vida -en las sociedades occidentales, que algunos llaman "sociedades del desperdicio"- representa un flanco débil y fuente de problemas de difícil solución. La energía que consumimos procede, en un 88 por 100, de los combustibles fósiles no renovables: el carbón, el petróleo y el gas natural. Estas fuentes de energía no renovables -su reposición, una vez gastadas, es imposible- fueron acumuladas bajo tierra en un lentísimo proceso de millones de años. El consumo que de ellas estamos haciendo en unos pocos decenios -un período casi instantáneo en la escala geológica de tiempos- está esquilmando esa riqueza y privando a las generaciones futuras de una eventual utilización más racional.Por otra parte, el SIDA es una enfermedad nueva y específica del mundo en las postrimerías del siglo XX. Ello no sólo en razón de las específicas condiciones biológicas y sociales que han posibilitado su irrupción, sino también porque su descripción y clasificación es inimaginable fuera del marco de la medicina occidental de nuestros días.
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Después de la independencia, los gobiernos de las jóvenes repúblicas se encontraron con que los límites fronterizos heredados de la colonia aparecían en algunas ocasiones trazados de forma defectuosa o que dado el desconocimiento de las zonas marginales los mapas que se utilizaban tenían bastantes incorrecciones. Estas situaciones conducirían a serias disputas entre países vecinos, que en algunos casos llegaron al enfrentamiento armado. La zona andina y más especialmente la cuenca amazónica son claros ejemplos de esto. En las décadas que nos ocupan se produjeron importantes cambios fronterizos, como los que afectaron a Chile, Perú y Bolivia tras la Guerra del Pacífico. Algunos conflictos se resolvieron pacíficamente, bien por acuerdos políticos o arbitrales, o bien por compra, como en el caso de Acre. Otro caso importante fue el de Panamá, surgido como un desprendimiento de Colombia. Bolivia, por ejemplo, tuvo problemas con todos sus vecinos: Perú, Chile, Brasil, Argentina y Paraguay. Con Brasil fue muy difícil el conflicto por el control de la zona de Acre, el principal centro cauchero del país. La definitiva cesión de Acre, a cambio de 2.500.000 libras esterlinas, fue la mayor pérdida territorial sufrida por Bolivia. Los problemas con Chile, que siguieron a la Guerra del Pacífico, tuvieron un principio de solución en 1904, con la firma de un tratado de paz entre ambos países, producto de largas negociaciones. Según el tratado Chile lograba el dominio absoluto sobre todos los territorios costeros ocupados a Bolivia en la guerra a cambio de una indemnización de 300.000 libras, el compromiso formal de construir un ferrocarril de Arica a La Paz y algunas cosas más, lo que en definitiva significó aceptar para siempre la pérdida de su salida al mar. Los problemas con Perú se sometieron al arbitraje argentino y el laudo se conoció en 1909. Dado su desacuerdo, Bolivia rompió relaciones diplomáticas con Argentina y fue necesario esperar a 1912 para solucionar el conflicto. Perú estuvo a punto de llegar a la guerra con el Ecuador, en varias oportunidades, por las cuestiones fronterizas. En 1904, la Argentina invitó a Chile a resolver el problema del trazado de la frontera en el Canal de Beagle, cuestionando la titularidad chilena sobre las islas Picton, Lennox y Nueva, que sólo se resolvió en fechas muy recientes. En Brasil, la colonización de tierras nuevas y la expansión fronteriza, intensificada notablemente en las últimas décadas, responden a una estrategia aún vigente, que fue planteada a principios de siglo por José María da Silva Paranhos Filho, barón de Rio Branco, que en 1902 ocupó el cargo de ministro de Asuntos Exteriores. Durante quince años de hábiles y permanentes negociaciones, Rio Branco definió las actuales fronteras del Brasil, que habían sido causa de permanentes conflictos con sus vecinos, y que en algunos casos se habían extendido a lo largo de siglos. La gestión de Río Branco fue refrendada en 1905, cuando el Vaticano creó un cardenalato en Brasil, el único existente en aquel entonces en América del Sur, lo que fue todo un triunfo diplomático. El resultado más espectacular de su actuación fue la incorporación de más de medio millón de kilómetros cuadrados al territorio nacional. En 1903 firmó el acuerdo de Petrópolis con el gobierno boliviano, por el cual el territorio de Acre se integró al Brasil. El 12 de junio firmó otro tratado con Perú, que involucraba a los territorios de la cuenca del Alto Jurúa, desde el nacimiento hasta la boca y la margen izquierda del río Breu y de la cuenca del Alto Purús, desde el paralelo de los once grados hasta Catai.