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El peso de los problemas económicos del siglo recayó de forma especial sobre los hombros de los más humildes. Las clases populares padecieron en mayor grado que ninguna otra los efectos del endurecimiento de las condiciones de vida. En las ciudades el artesanado acusó negativamente las consecuencias de la contracción de la demanda de manufacturas y de la competencia de la industria rural. El paro aumentó. Los gremios, debido a la rigidez de sus estructuras, no alcanzaron a adaptarse a las nuevas circunstancias y, por regla general, la respuesta a la crisis consistió en la reacción corporativa. Los gremios cerraron filas en la exigencia de hacer valer sus privilegios, y ello contribuyó al enquistamiento de la institución. En algunos países, como Francia, los oficiales y aprendices de los oficios llegaron a organizarse secretamente para la defensa de sus derechos, estableciendo lazos de solidaridad y desarrollando acciones de carácter reivindicativo. Estas organizaciones, conocidas como "compagnonnages", resultaron muy activas en las principales ciudades industriales francesas, como sucedió en el caso de Lyon. Intentaron controlar las contrataciones y presionar para mejorar los salarios. Para ello no dudaron en recurrir a la huelga. La ausencia de oportunidades para ascender al grado de maestro y el creciente control de la industria urbana por parte de grandes empresarios capitalistas contribuyeron a aumentar los factores de conflictividad laboral en las ciudades. Este tipo de movimientos ha sido justamente calificado como la auténtica prehistoria de la lucha obrera. En el ámbito rural los campesinos hubieron de enfrentarse a los graves problemas por los que atravesó la producción agraria, pero también a la ofensiva señorial. Las condiciones de vida en el campo, crónicamente dificultosas, se agravaron aún más. Las malas cosechas y las deudas arruinaron al pequeño campesinado. A este cuadro sombrío se sumó el fenómeno de reseñorialización activado como respuesta espontánea de la nobleza ante la crisis. Los señores presionaron sobre sus vasallos al objeto de intentar mantener sus niveles de renta, al tiempo que los privaban de tierras de disfrute comunal. Muchos campesinos quedaron en la miseria y alimentaron el ejército de vagabundos que caía sobre las ciudades en busca de medios de subsistencia. En algunas áreas los campesinos lograron complementar sus ingresos mediante el ejercicio a tiempo parcial de manufacturas domésticas. La industria domiciliaria mejoró algo las expectativas de la población rural, si bien a expensas de una mayor inversión en horas de trabajo complementarias, que incrementó el grado de explotación del campesinado y lo hizo depender de los empresarios urbanos que organizaban este sistema de producción. La coyuntura bélica del siglo incidió de manera profunda sobre las clases populares, tanto por sus consecuencias directas como por sus efectos indirectos. La guerra significaba, en sus escenarios más inmediatos, la destrucción y la desorganización de la vida económica. Pero también, en términos generales, la movilización y el aumento de la presión fiscal. La escala creciente de la magnitud de los fenómenos bélicos implicaba la necesidad de nutridos ejércitos. La demanda de hombres para la tropa se conjugaba mal con la escasez de recursos humanos resultante de la crisis demográfica. El enrolamiento voluntario, por otra parte, tendió a descender. Consecuencia de todo ello fue la apelación por parte del Estado a la movilización obligatoria de contingentes, reclutados en su mayor parte entre los sectores más humildes. La guerra trajo también el aumento de los impuestos, que recayó sobre una población menos numerosa y económicamente debilitada. Los grandes gastos de financiación de los ejércitos recaían directamente en forma de contribuciones sobre la población pechera. La voracidad fiscal del Estado contribuyó así de forma decisiva a hacer más gris aún el cuadro de la crisis. El resultado de este conjunto de factores desde la perspectiva de las condiciones de vida del pueblo llano fue doble. Por una parte, la agudización del problema del pauperismo y la mendicidad, que cobró preocupantes dimensiones. Por otra, la intensificación de la conflictividad y de la protesta social, tanto en el ámbito urbano como en el campesino, que se materializó en gran número de revueltas y rebeliones, extendidas por toda Europa.
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A principios de la Edad Moderna el estamento nobiliario comenzó a experimentar un proceso de mixtificación. En sus filas coincidieron dos sectores netamente diferenciados por su origen social. Por un lado, la vieja nobleza feudal representaba la continuidad de los antiguos linajes medievales, elevados a los cuadros de la aristocracia por servicios militares y herederos de una mentalidad en la que el estamento se autorrepresentaba como clase por excelencia guerrera. Tales linajes se distinguían por su fuerte poder económico, de base territorial, por la acumulación de señoríos y por su grado de influencia político-social. En algunos casos, los territorios bajo su jurisdicción constituían pequeños Estados cuasi autónomos, auténticos obstáculos en el proceso de construcción de un poder centralizado en manos de las Monarquías renacentistas. Pero la vieja nobleza guerrera se enfrentaba ahora a la ascensión de una nueva nobleza, nutrida en buena medida de elementos de origen burgués, cuya vía hacia el ennoblecimiento vino representada por el privilegio real, dispensado en ocasiones como forma de compensación de servicios al Estado. La joven maquinaria estatal requería servidores útiles y capaces, de formación jurídica y universitaria, que ejercieran eficazmente funciones burocráticas en los cuadros de la Administración, cuyos servicios se pagaron a veces mediante la concesión del estatuto de nobleza. Estos nuevos nobles lo eran, por tanto, por privilegio real, pues sólo al rey correspondía la facultad para hacer nobles. Generalmente la vieja nobleza miraba con desdén y recelo a éstos que consideraba advenedizos de inferior calidad. Un dicho común sostenía que "el rey podía hacer un noble, pero no un caballero", aludiendo a la autenticidad de la nobleza heredada. En el siglo XVI se produjo una dialéctica en países como Francia, Italia o Flandes entre escritores que mantenían una cierta teoría racista de la nobleza, como condición transmitida por herencia (Stefano Guazzo, Alessandro Sardo) y otros que, como Guillaume de la Perrière o Girolamo Muzio, defendían una nueva ética fundada en los ideales renacentistas, según los cuales la nobleza derivaba de las virtudes individuales como la educación o el servicio al Estado; es decir, tratadistas que ensalzaban la nobleza de espíritu frente a la de sangre (H. Kamen). El desprecio hacia los nuevos nobles era aún mayor cuando el dinero se encontraba detrás del ascenso a la aristocracia. En momentos en los que atravesaron por fuertes aprietos financieros, las Monarquías no dudaron en vender cartas de nobleza como una forma añadida de atraer recursos monetarios hacia sus exhaustas arcas. Otras veces, muy frecuentes, se trataba simplemente del ascenso de la burguesía enriquecida, que utilizaba su fortuna como palanca de promoción social. Así pues, junto a la vieja nobleza del feudalismo tardío creció una nueva nobleza de privilegio que aportó al estamento un factor de diversificación. De todas maneras, durante el siglo XVI los monarcas no abusaron de su prerrogativa de elevar a individuos a la nobleza, aspecto que diferencia al siglo XVII, en el que se produjo una verdadera inflación de honores. En Francia, por ejemplo, Francisco I expidió tan sólo 183 cartas de nobleza en sus treinta y dos años de reinado (J.-R. Bloch). Sin embargo, el ennoblecimiento mediante cargos cortesanos, judiciales o municipales fue relativamente frecuente, en la medida que ciertos cargos conferían automáticamente la categoría nobiliaria a sus titulares, algunas veces de forma completa, es decir, hereditaria, y otras con carácter vitalicio (P. Goubert).
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Para enmarcar el tema que ahora nos ocupa tomaremos en cuenta algunos elementos en función de los cuales se suele determinar la existencia o no de clases sociales en un concreto contexto. Entre ellos están las relaciones que guardan diferentes sectores de una comunidad con respecto a los medios de producción; el lugar que ocupan en lo que toca a la organización del trabajo; el consiguiente beneficio que derivan de su trabajo y de la producción en general; los distintos rangos que, en una especie de estratificación, van ocupando esos sectores que, en diversas formas, participan en la producción: sus privilegios o carencias de los mismos; su participación en otros campos como los de la política, organización religiosa, arte, etcétera. Atendiendo a estos puntos de vista, pasamos a describir la situación que prevaleció en la sociedad azteca por lo menos durante el último siglo antes de la conquista española. En primer lugar haremos referencia a los macehualtin, "gente del pueblo", que continuaban integrados en sus correspondientes calpullis. Los macehualtin, en términos de producción, se ocupaban sobre todo en la agricultura y en tareas de índole artesanal. Correspondía a ellos trabajar las tierras que eran propiedad comunal de su calpulli y, otras veces, también las que pertenecían a los pipiltin, "los príncipes, los nobles", así como las del estado azteca, de la organización religiosa, y aquellas cuyos rendimientos se dedicaban a los gastos de guerra. Desde luego era fundamental el papel de los macehualtin en el contexto de la organización del trabajo. A ellos de debía, en máximo grado, el abastecimiento de productos agrícolas que hacían posible el sustento de la población. Además, en su calidad de productores de muy variadas formas de artesanía -materiales para la construcción, cerámica, arte plumario, orfebrería, trabajos en piel, etcétera- satisfacían tanto requerimientos cotidianos y necesarios como otras urgencias de carácter suntuario o destinadas a fines religiosos o bélicos. Desde luego los macehualtin, individualmente y en su calidad de miembros de los calpullis, participaban en la riqueza obtenida, aunque en mucha menor proporción y de manera distinta, si se compara su situación con la del ya mencionado sector de los pipiltin. Los macehualtin no tenían propiedad de tierras en forma individual. Más aún, en los casos en que determinados calpullis poseían escasas tierras laborales o, por razón de su desarrollo demográfico, no podían ofrecer trabajo a sectores de sus miembros, había entonces macehualtin que realizaban tareas agrícolas en lugares que no pertenecían a su propia comunidad. Los que así laboraban se conocían con el nombre de mayeque, "los que tienen brazos", es decir una especie de braceros que prestaban servicios a otros. Mencionaremos también aquí a los tlatlacotin, peculiar forma de esclavos. Su venta no era de por vida, ya que ellos mismos u otra persona podía hacer su rescate. Los hijos de los tlatlacotin no eran considerados esclavos. En realidad ni los mayeques ni los tlatlacotin constituían propiamente clases sociales diferentes de los macehualtin o gente del pueblo. Además de participar así en el contexto de la producción del estado azteca, los macehualtin integraban, de manera obligatoria, los ejércitos. Su educación la recibían en escuelas, en cada calpulli, las denominadas telpochcalli, "casas de jóvenes". Su preparación incluía, de modo especial, las técnicas del arte de la guerra. Distinta era, en cambio, la clase de los pipiltin o nobles. Estos podían ser propietarios de tierra en forma individual. Con frecuencia disponían del trabajo de mayeques, "braceros", y tlatlacotin, "esclavos". Había también pilpiltin beneficiados con la percepción de tributos. Sus hijos recibían una educación más esmerada y ejercían luego los más elevados cargos del gobierno. Sólo de entre ellos podía ser elegido el rey o tlatoani. Interesante resulta destacar el acercamiento que, por razones económicas, habían llegado a tener con los pipiltin los grupos, básicamente de macehualtin, que integraban los sectores de comerciantes. Nos referimos en particular a los pochtecas o mercaderes que habían obtenido una especie de código jurídico y económico que determinaba las funciones que les correspondía desempeñar. Los pochtecas tenían ritos y ceremonias religiosas exclusivas de ellos. Poseían sus propios tribunales. Organizaban los diversos sistemas de intercambio comercial, en particular con gentes de regiones muy apartadas. Desempeñaban con frecuencia las funciones de embajadores, emisarios y espías. Llegó a ser tan grande la importancia social y económica de los pochtecas que a veces contaban más en la vida pública que muchos nobles o pipiltin. Podría decirse que con los pochtecas o mercaderes se repitió un fenómeno parecido al de la burguesía de industriales y comerciantes que tanta importancia tuvo en la historia de los países europeos. Los pochtecas, entre otras cosas, estaban libres de trabajos personales y podían poseer tierras en forma individual, cosa que los colocaba casi a la par con los miembros de la nobleza.
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A su posesión de Saint Thomas, que se convirtió pronto en un importante foco de contrabando, añadieron los daneses Saint John, otra isla del archipiélago de las Islas Vírgenes, donde se instalaron en 1717. Dos años después, estas islas fueron a parar a la Compañía de las Indias Occidentales danesa, que se ocupó de llevar a ellas numerosos esclavos y de fomentar los cultivos tropicales de caña azucarera, algodón y añil. En 1733, estalló una sublevación de esclavos que fue dominada con mucha dificultad. Ese mismo año, Dinamarca compró por 3.200.000 francos la isla de Saint-Croix a Francia, que añadió a su pequeño, pero próspero, complejo colonial. En 1754, la Corona asumió el gobierno de las tres islas que orientaron su economía al contrabando, compaginado con la producción de algunos frutos tropicales. Saint Thomas fue puerto libre desde 1755, arribando a ella embarcaciones de todas las colonias en busca de efectos y manufacturas baratas. A fines del siglo XVIII, las islas Vírgenes danesas tenían 31.436 habitantes, de los que 28.854 eran negros y el resto blancos. Gozaban entonces de un envidiable tráfico comercial. A comienzos del siglo XIX, las islas danesas fueron invadidas por los ingleses.
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Antes de la guerra, la administración de las colonias asiáticas era distinta según el país colonizador. Ni los Gobiernos conservadores ni los liberales británicos habían deseado controlarlas directamente. Veían mal el dirigismo de Estado, que requería mantener un gran ejército en primer plano de la actividad política y gastos cuantiosos. Los ingleses preferían el gobierno indirecto, ejercido a través de las autoridades autóctonas, que dejaba intactas las estructuras sociales y de dominio interior. En las colonias con gran población europea se había avanzado mucho hacia el autogobierno, establecido en Nueva Zelanda en 1854 y Australia en 1890. El Gobierno local, autónomo en las cuestiones de política interna y economía, configuraba una sociedad de gobierno blanco capaz de establecer sus propias leyes para controlar la inmigración. En 1901, la política de White Australia había establecido limitaciones a la entrada de personas de color, por temor a una afluencia masiva de inmigrantes chinos. Las prerrogativas en la política exterior eran, en cambio, escasas. Un gobernador, nombrado por el rey, defendía los intereses de la política imperial, de modo que durante la Primera Guerra Mundial, Australia movilizó 450.000 hombres; Nueva Zelanda, 200.000, y la India, 953.000, con unos 60.000, 17.000 y 60.000 muertos, respectivamente. Las colonias donde la población europea era escasa se gobernaban a través de las autoridades indígenas, controladas por un gobernador inglés, un consejo ejecutivo, los funcionarios y el Ejército. La India era un caso aparte, con un ministro especial y un virrey. Abarcaba las provincias de la India británica y más de 500 principados bajo protectorado inglés. Los británicos consideraban que la evolución política de la India marchaba a la constitución de un dominio, por la adopción progresiva de instituciones políticas similares a las inglesas. Así, en 1939, la British India Act había establecido una constitución para todo el subcontinente, pero no llegó a aplicarse. La administración colonial francesa nada tenía que ver con la británica. El principio jacobino del centralismo a ultranza había sido exportado al imperio colonial sometido a un estricto control. Lejos de conceder autonomía, los franceses procuraron crear elites afrancesadas que colaborasen con la Administración. Cualquier sentimiento indigenista, cualquier cultura autóctona era despreciada ante la superioridad de la lengua y civilización francesas. Estas tendencias eran todavía más crudas en las colonias holandesas, donde los indígenas eran sometidos a una sistemática marginación cultural. Cualquier crónica publicada en un diario europeo de la época veía en Asia un mundo pintoresco y bullicioso, donde los blancos, o dioses blancos, residían en increíbles palacios, entre jardines exuberantes, con una legión de servidores vestidos de blanco. Nadie comentaba que la mayoría de aquellos dioses tenían una cultura escasa y una altura moral despreciable. Los grandes señores de Asia eran europeos mediocres disfrazados de señor, sobre la miseria de las masas asiáticas. Aquellos funcionarios, grandes plantadores, comerciantes y militares coloniales no pensaban que su poder descansaba en los millones de desgraciados que les servían y agasajaban. Excepto en las colonias blancas como Australia y Nueva Zelanda, los europeos eran pocos. En todas las posesiones asiáticas francesas apenas había 300.000. La guerra de 1914-18 había rearmado moralmente a los partidarios de una economía imperial y saneado sus negocios. Dada la problemática creciente del Viejo Mundo, desde los años veinte se hizo un esfuerzo por racionalizar y sanear la explotación colonial, con formas más flexibles de dominación. En 1930, la conferencia imperial diferenció los asuntos de interés general y los privativos de cada territorio y la British Commonwealth of Nations se redefinió como una asociación libre alrededor de la Corona. La crisis económica de 1929 obligó a una organización imperial más estricta, y los acuerdos de Ottawa de 1932 acabaron con el librecambio e impusieron un mercado colonial preferencial. Ya antes de la Segunda Guerra Mundial, Inglaterra vivía sobre todo de los intercambios coloniales, que representaban la mitad de sus ventas. La prosperidad creada por la Primera Guerra Mundial duró hasta los años 1926-27. La crisis de 1929 repercutió dramáticamente en países como la India, poco preparados y con una industrialización incipiente, o como Indochina, donde la baja del precio del arroz arruinó a los campesinos. La usura y la mala administración hicieron recaer la miseria sobre los proletarios y cultivadores directos. En la Conchinchina de 1932 se prestaba dinero al 36 por 100, y en Annam, las masas hambrientas se volvieron contra los mandarines. Cualquier movimiento interior era reprimido por el omnipotente Ejército; las fuerzas de choque eran indígenas, con oficiales blancos. De 1818 a 1941, el mundo colonial se transformaba bajo las plantas insensibles de los blancos, ocupados en su bienestar. Nuevas tendencias morales y políticas aparecían a medida que evolucionaban las poblaciones. Los capitales locales tenían poca importancia y la mayor parte de la inversión era metropolitana, administrada por los blancos. En 1934, las inversiones gubernamentales británicas representaban 50.823 millones de libras, frente a la inversión total de 127.884; las francesas, 34.783, frente a 103.682, y las holandesas, 188.368, frente a 293.096. Pero había surgido una burguesía indígena que desempeñaba cargos, poseía tierras y controlaba muchos resortes locales del poder. En las grandes ciudades del sudeste asiático vivía una población heterogénea: compuesta por indígenas de las diversas regiones, europeos, chinos, indios. Cada grupo con su modo de vida separado, sus antagonismos externos y su cohesión defensiva respecto a los demás. La colonización hizo posible el asentamiento de colonias chinas en el sudeste asiático, que controlaban gran parte del comercio. En la India surgió una burguesía capitalista en rápida expansión. Junto a los altos funcionarios de origen europeo, se creó una burocracia subalterna, cada vez más importante en número. En la Indochina de 1914 había 12.200 funcionarios indígenas; en 1930 habían pasado a 23.600. La mayor parte habían sido formados en escuelas coloniales. En China, la burguesía de negocios se instalaba sobre todo en Shanghai, Cantón, Wu-han y Tiensin. Los tratados desiguales la ponían en inferioridad de condiciones respecto a los grandes bancos europeos que controlaban la mayoría de los asuntos, de modo que los sentimientos nacionalistas estaban exacerbados. Las necesidades de tropa habían creado otro grupo social nuevo. Los suboficiales indígenas, excombatientes y soldados licenciados percibían pensiones y sueldos superiores a la mayor parte de la población, estaban muy vinculados al poder colonial, miraban con superioridad a sus paisanos y, a menudo, no respetaban la autoridad de los jefes locales. También había aparecido el proletariado. Primero con la creación de los caminos, los puertos y las líneas férreas; luego en las primeras industrias alimentarias, textiles, las plantaciones y las minas; después, en una industria que era esencialmente de artículos de consumo. La instrucción recibida era muy desigual. Los ingleses, en 1857, a raíz de la sublevación de los cipayos, comprendieron la necesidad de formar una clase alta moderna, capaz de colaborar con la Administración colonial, y fundaron universidades en Madrás, Bombay y Calcuta. Desde 1835, la lengua y cultura inglesa fueron base exclusiva de la enseñanza media y superior que servían para obtener puestos en la Administración. En las colonias franceses, la política educativa se basó en la creencia de la superioridad de la lengua y civilización francesa, que debían ser asimiladas en su totalidad. Holanda sólo admitió a los aristócratas indígenas en sus escuelas normales o como alumnos de las universidades metropolitanas. El conjunto educativo local estuvo representado por tres tipos de escuela: una con enseñanza de holandés, otra en lengua local (javanés, malayo, etcétera), con el holandés como segunda lengua, y las escuelas populares, en lengua local, donde apenas se impartía otra cosa que conocimientos muy elementales. En 1939, sólo unos 150 indonesios de familias aristocráticas tenían diplomas de la enseñanza superior holandesa. Para la Administración se eludió emplear el holandés, en la creencia de que su ignorancia favorecería la sumisión de los indígenas. La lengua administrativa fue el malayo, que se hablaba en los bazares y todas las clases comerciales eran capaces de comprender. En Indochina se dio un fenómeno más original. Los misioneros del siglo XVII habían inventado el quoc nou, una escritura simplificada para eliminar la influencia cultural china. Progresivamente, los movimientos nacionalistas lo utilizaron y extendieron como instrumento propio.
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A comienzos del siglo XVIII, Francia era la tercera potencia colonial de América, con extensos dominios en Norteamérica, formados por la Nueva Francia y la Louisiana, un pie en Suramérica, que era Guyana, y unas Antillas en las que se desarrollaba una floreciente economía azucarera. Inglaterra se apoderó de la joya de la Corona, la Nueva Francia, en la Guerra de los Siete Años, decidiendo París traspasar entonces Louisiana a España. Quedaron en su poder solamente la Guyana y las islas azucareras, restos de un imperio colonial desvanecido, que ni siquiera Napoleón fue capaz de hacer revivir, pese a intentarlo.
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Holanda había perdido ya su protagonismo en América, suplantada por los ingleses, que se apoderaron de sus colonias en Norteamérica. La Nueva Holanda antártica fue recobrada por los portugueses y la Compañía de las Indias Occidentales propugnó, desde entonces, una política de sostenimiento de pequeñas claves de comercio y contrabando, en vez de la posesión de grandes colonias, que resultaban muy costosas de defender. Fue una buena política, dicho sea de paso, porque le permitió obtener excelentes ingresos, dominando cómodamente una parte del comercio indiano, sin necesidad de sufragar la construcción de fuertes y el mantenimiento de tropas. El complejo colonial americano de Holanda se limitó a San Eustaquio, las llamadas islas Inútiles y a la Guayana. Las Islas Inútiles, llamadas así por los españoles que fueron incapaces de sacarles un buen rendimiento, se transformaron en manos de los holandeses en verdaderos emporios comerciales. A Curaçao, Aruba y Bonaire llegaron en busca de sal, como vimos anteriormente, pero pronto comprendieron que eran mucho más rentables transformadas en tiendas abiertas frente al escaparate productivo que las rodeaba. Las surtieron de toda clase de géneros e incluso esclavos, y pronto llegaron a ellas balandras de la cercana costa venezolana con cacao, azúcar, algodón, frutas, legumbres, etc. que intercambiaban por manufacturas. En Curaçao, donde no había cultivos a causa de la aridez del suelo y la falta de agua, se conseguían ajos, cebollas, cazabe, cítricos, etc. aparte de holandas, bretañas, paños ingleses, etc. Los holandeses practicaron luego un contrabando agresivo, llevando sus balandras cargadas de productos hasta la costa atlántica colombiana, las grandes Antillas españolas, Centroamérica y la costa atlántica mexicana. Los corsarios españoles de Venezuela, Puerto Rico, Santo Domingo, etc. trataron de obstaculizar este contrabando, especialmente después de 1718, lo que motivó muchas reclamaciones por parte de los gobernadores de Curaçao y hasta de los mismos Estados Generales. El Gobernador de Curaçao Jan Noach Du Fay llegó a considerar que las acciones de los corsarios españoles eran propias de piratas y perturbadores del bien común y se puso de acuerdo con su colega, el Gobernador de Jamaica, para organizar una flotilla que limpiara el Caribe de ellos. Los Estados Generales tomaron cartas en el asunto protestando en 1725 y, finalmente, ingleses y holandeses convocaron un Congreso en Soissons (1728) para estudiar el problema. Presentaron sus quejas e hicieron su solicitud al monarca español para que pusiera fin a dicho corso, pero no pudo llegarse a ningún acuerdo ya que no estaban dispuestos a renunciar a comerciar en la América española, única fórmula que Felipe V estaba dispuesto a aceptar. Tras el Congreso, los holandeses e ingleses reanudaron el contrabando con mayores bríos, y los españoles su corso, que motivó ya duros enfrentamientos por la presencia de los guardacostas de la Compañía Guipuzcoana (creada en 1728), a la que la Corona le había encargado el comercio de Venezuela y la represión del contrabando. En uno de los meses de 1733, estos guardacostas apresaron nueve barcos holandeses y luego, entre febrero y mayo de 1734, cinco balandras holandesas, lo que da idea del contrabando existente. La Guerra de la Oreja tampoco resolvió nada y los holandeses pudieron seguir contrabandeando desde Curaçao sin mayores problemas hasta fines de la dominación española en América. Sus islas fueron invadidas por los ingleses durante las guerras napoleónicas, siendo después restituidas. San Eustaquio no formaba parte de este complejo, pues era una isla situada en el Caribe Oriental. Fue gran plataforma para el negocio negrero durante todo el siglo XVIII, además de un importante centro de contrabando (era puerto libre) con Centroamérica y un apreciable centro azucarero. La colonia holandesa de la Guayana prosperó gracias al contrabando y al cultivo de algunos productos tropicales. La colonia pertenecía a una Compañía Privilegiada, que autorizaba el intercambio con toda clase de buques y naciones. Su principal negocio era comerciar con Curaçao y con la Guayana venezolana. La llegada de colonos holandeses procedentes de Brasil mejoró los cultivos de azúcar, cacao, café y algodón. En 1770, había unas seiscientas plantaciones y gran número de esclavos, lo que permitió exportar productos coloniales a Holanda. Casi un centenar de buques de la metrópoli recalaban por entonces en sus puertos en su ruta a Curaçao. En la década de los setenta, la colonia tenía ya unos 80.000 habitantes, de los que unos 5.000 eran blancos. El resto era población de color, fundamentalmente esclava. Su capital Paramaribo era un próspero centro comercial, con casi dos mil blancos. Surgieron entonces levantamientos de cimarrones, para dominar a los cuales fue preciso pedir ayuda a los Estados Generales. La campaña contra los esclavos alzados duró cinco años y terminó cuando se logró expulsarles a la Guyana francesa. La Guayana revirtió a los Estados Generales en 1791. Cinco años después fue invadida por los ingleses, que restituyeron el dominio en la paz de Amiens. Nuevamente invadida por los británicos en 1803, quedó luego cercenada, pues los ingleses sólo cedieron Surinam a los holandeses, quedándose con el resto para formar la Guayana británica.
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Inglaterra emergió como gran potencia colonial americana en el siglo XVIII. Tras apoderarse de las colonias holandesas en Norteamérica durante la centuria anterior, inició una lucha constante para anexionarse la Nueva Francia, cosa que logró en la guerra de los Siete Años, convirtiéndose desde entonces en la metrópoli colonial más importante del hemisferio norte. La imprevista independencia de las colonias norteamericanas la privó, sin embargo, de gozar de los privilegios de tal situación. En realidad atravesó un gran bache entre 1763 y 1783, del que volvió a resurgir con nuevos bríos durante los conflictos napoleónicos. Durante el siglo XVIII, los dominios ingleses en América comprendieron las Trece Colonias (hasta 1777), Canadá (desde 1763), Honduras y Mosquitia, y las islas azucareras del Caribe.
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El término colonización está cargado de herencias que tienen su origen en el romanticismo alemán y el empirismo anglosajón. Estas corrientes históricas utilizan el pasado para justificar ciertos modelos políticos, así como relaciones humanas y éticas e incluso normas presentes. Un ejemplo bastante elocuente de esta adecuación del pasado al presente lo constituye la colonización griega, que se presenta como triunfo y consolidación de Occidente frente a Oriente, de la civilización frente a la barbarie, de lo racional frente a lo irracional. En este sentido sólo a través de modelos gestados en Europa podía venir la evolución de la humanidad. Nos encontramos ante una teología occidental o helenocéntrica, según la cual la historia de Occidente es la única que corresponde a la realización de la razón. Así la colonización griega aparece en muchas obras como una necesidad histórica, intentando demostrar que el imperialismo griego era necesario para el despertar de los pueblos, lo mismo que el colonialismo moderno es algo imprescindible para el desarrollo del Tercer Mundo.