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La villa debía atender tanto a las necesidades de la explotación como a fines más suntuarios relacionados con la comodidad y el bienestar de los propietarios, con ese ideal tan romano de aunar el decor a la utilitas. Para ello, era fundamental cuidar de una manera extrema la elección del emplazamiento: los factores determinantes para escoger el sitio eran fundamentalmente la salubridad del clima, la fertilidad de las tierras, la proximidad a fuentes de agua y las buenas comunicaciones. Se buscaba que el emplazamiento de la villa estuviese en el lugar más saludable del pago, para lo que antes de construirla se estudiaban detenidamente la dirección y cambios de los vientos, las variaciones climáticas y meteorológicas y todos aquellos factores que pudieran influir en la salubridad del lugar (Columela., 1, 4,4). Los agrónomos romanos aconsejaban construirlas sobre un pequeño promontorio, en la ladera de una colina o en el aterrazamiento de un río, en lugares de horizonte natural abierto, aunque lo suficientemennte protegido como para evitar las heladas del invierno y los fuertes calores estivales. También desaconsejaban su construcción en lugares demasiado altos como la cima de montañas, a fin de evitar la violencia de los vientos y las lluvias, o los demasiado bajos junto a un río, en previsión de posibles inundaciones, o los terrenos embalsados y pantanosos, por insalubres (Varrón, 1, 12,2; Columela, 1, 5,6). Los escritores latinos aconsejaban asimismo asesorarse de antemano sobre la calidad de las tierras y los distintos cultivos a que podían dedicarse, sobre las formas específicas de cultivar en la zona y muy especialmente buscar la proximidad a un río o corriente de agua con que atender a las necesidades de la hacienda. Una vez considerados estos factores fundamentales en la elección del emplazamiento, también habían de tenerse otros en cuenta, tales como las posibilidades de acceso a buenas comunicaciones: generalmente, lo ideal era que hubiese una vía romana lo suficientemente próxima al fundus como para facilitar el transporte y la distribución de los productos que en él se producían, pero que se hallase lo convenientemente alejada de la villa como para evitar las molestias causadas por la atención a los transeúntes, muy especialmente las tropas del ejército. Además de observar estos aspectos útiles en la elección de los emplazamientos, debían tenerse en cuenta aquellos que podían proporcionar a la villa amenidad y deleite, como la proximidad a sotos, arboledas, fuentes o bellas vistas panorámicas. En general, se puede decir que las villas romanas de Hispania siguieron con fidelidad estos preceptos de los agrónomos latinos, lo cual no es sorprendente, pues son normas regidas por el sentido común y la experiencia en la edificación. Aunque sus consejos son útiles para conocer las características generales de estas casas y las formas de explotación agropecuaria romana, de poco sirven para conocer las villas hispanorromanas en concreto. Varrón, Catón, Vitruvio o Columela no se refieren, salvo de pasada, a lugares geográficos concretos, dado el carácter general de sus obras, compendios de conocimientos amplios sobre agricultura y ganadería que se presumían aplicables y útiles en los lugares más diversos del Imperio. El género de literatura agronómica permaneció fiel a sus intereses durante siglos: los libros sobre el tema -titulados invariablemente "De re rustica"- muestran poca variación en planteamiento y estilo a lo largo del tiempo. Columela, pese al probable origen hispano de su nacimiento, no tiene mayor interés en ofrecer datos sobre las villas hispanas sino en proporcionar datos de utilidad general; la obra de Palladio, escrita tres siglos más tarde que la de aquél, no manifiesta una diferencia sensible en intereses ni en su aproximación al tema. Si hubiéramos de restringir nuestro conocimiento a las referencias de los autores latinos, sabríamos poco más que algunos datos aislados: que Marcial (Epig. XII, 31) tenía una villa cerca de Bilbilis; Ausonio (Opus. 111, 1, 21-24), una finca en la región de Navarra; Paulino de Nola (Carm. X, 205), otra próxima a Complutum; Prudencio (Perist. III, 36, 45) menciona la casa de campo donde fue recluida santa Eulalia por sus padres. Escuetas noticias, como veremos, comparadas con el número y la abundancia de las ofrecidas por las excavaciones arqueológicas; éstas, sin embargo, deben tomarse con las debidas precauciones, a riesgo de malentender lo que fueron las villas. Pues toda construcción romana aislada en el campo no es necesariamente una villa: puede ser un mausoleo, un fanum, un vicus, una mansio, un sacellum, un asklepieion, unas termas o edificios diversos dedicados a un sinfín de usos, no necesariamente los de una explotación agrícola o casa campestre. Hoy, por buscar algunos equivalentes contemporáneos, no consideraríamos como masía, cortijo o casa de labor a una ermita, ni a una posada, ni a un sanatorio, ni a un club de golf, ni a una iglesia. Desafortunadamente, los arqueólogos han hecho gala de una cierta laxitud en el empleo del término, limitándose a considerar villa todo enclave romano aislado en medio del campo; a esta imprecisa concepción han contribuido otros factores relacionados con las deficiencias de la investigación arqueológica en España, que han dificultado la correcta valoración de esta importante parcela de investigación del mundo hispanorromano.
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En un valle del sur de Sicilia, no lejos de Caltagirone, se levantó en tiempos de Constantino la villa de un potentado, probablemente de la casa imperial, pavimentada con unos 3.000 metros cuadrados de mosaicos. El plano de la villa es tan extraño que parece la respuesta a un propósito de desintegración: a partir de un monumental pórtico de entrada las unidades se orientan hacia todos los puntos cardinales, desconectadas unas de otras: peristilos, salas de representación, baños, se distribuyen el inmenso solar de la villa aislados y orientados caprichosamente como un manojo de naipes a medio abrir. Dados los antecedentes de la villa romana y con ejemplos tales como Villa Adriana, que sin duda fue obra de un solo autor, parece lógico que al final del proceso se produjese esta aparente disolución. En los mosaicos se pone tan de manifiesto la influencia africana, que nadie discute de dónde procedían sus autores, incluso se señalan sus lugares de origen concretos: Cartago y Constantina (Cherchel), con sus estilos típicos y su habitual repertorio: cuadros mitológicos como la gigantomaquia y el cortejo de Neptuno, cacerías y transportes de animales salvajes, escenas de pesca, circo, deportes y ejercicios gimnásticos, todo el programa decorativo dedicado a las casas señoriales, que el norte de Africa había desenvuelto durante el siglo anterior, reunido ahora en un conjunto sin parangón entre cuanto se conoce en el mundo.
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La documentación arqueológica nos ofrece un panorama coincidente, como ocurre concretamente con la villa de La Cocosa (Badajoz), ubicada en el territorio de Emerita que, aunque se proyecta en la Tardía Antigüedad desarrollando una mayor complejidad urbanística, se origina a mediados del siglo II d.C.; precisamente a esta época pertenece su pars urbana, conformada por un atrio central de forma rectangular de 91 m2, rodeado de columnas que permiten el acceso a las distintas habitaciones. La riqueza decorativa que acompaña normalmente a estas partes nobles de las explotaciones agrícolas puede observarse en el mosaico en blanco y negro de la villa descubierta en Marbella (Málaga), datable en torno al 100 d.C., en el que se representa un variado instrumental de cocina, de vajilla y de productos alimenticios como carnes y pescados. Mediante la villa se difunde en Hispania un nuevo tipo de explotación agraria, que transforma, de forma generalizada y especialmente en las zonas alejadas de las costas mediterráneas, la situación precedente mediante el perfeccionamiento del instrumental, del sistema de cultivo y de la organización del trabajo. En el utillaje agrícola se produce una amplia difusión del arado romano, compuesto por reja de metal sin vertedera y cama curva y timón de madera, que llega incluso a estar presente en los motivos de las emisiones monetales de algunas ciudades como Obulco (Porcuna); también se introducen diversos trillos, algunos de tradición púnica, compuestos por una tabla erizada de puntas de sílex o de hierro (plostellum poenicum), o se intensifica la existencia de diversos tipos de silos, reseñados en su especificidad hispana por Varrón a fines de la República, quien en clara relación con las diversas condiciones climáticas describe los silos en pozo para la Hispania seca y los hórreos para la húmeda. La mayor parte de las villae desarrollan una producción mixta agrícola-ganadera en la que se introducen determinadas innovaciones que se materializan tanto en la difusión de nuevos cultivos como en el perfeccionamiento de su calidad; tal ocurre en la ganadería, de la que el gaditano Columela reseña la mejor calidad de la lana conseguida por un pariente suyo al cruzar en Gades ovejas itálicas y africanas. También la cabaña porcina atrae la atención de las referencias literarias y con posterioridad de la administración imperial, debido a que sus productos derivados permiten la exportación de jamones pirenaicos (perna ceretana); los precios alcanzados por algunos animales, como los 20.000 sextercios del carnero mencionado por Estrabón, son indicativos de la atención que se le presta a la cría de ganado. En los cultivos agrícolas se constata la producción de todo lo necesario para el abastecimiento de la villa o de la ciudad en cuyo territorio se ubican. El desarrollo del regadío, acompañado de la correspondiente infraestructura hidráulica, que se documenta arqueológicamente, facilita su intensificación; no obstante, en aquellas villae ubicadas en territorios dotados, especialmente por su proximidad a las vías fluviales, de buenas comunicaciones se produce una semiespecialización en los cultivos, en los que domina la tríada mediterránea de cereales, vid y olivo. La importancia de la producción de trigo se traduce en la consideración de las provincias hispanas como frumentarias, en la extensión que alcanzan los campos de silos en algunas zonas como el valle de Guadalquivir o en la proyección que adquieren los nuevos molinos, tanto los manuales destinados al consumo doméstico, como los de tracción animal. La importancia del cultivo de la vid se expresa en las referencias de Columela relativas a los contrastes que se aprecian entre Hispania e Italia en lo que se refiere a las zonas ocupadas por las parras de tradición griega y las cepas de posible origen galo; también puede observarse en las instalaciones de algunas villae como la de Funes en Navarra, que se estiman suficientes para una producción valorada en 150.000 hectólitros de vino; precisamente, la competencia que las producciones vinícolas provinciales, y entre ellas las hispanas, hacen a las itálicas estimula el decreto del emperador Domiciano sobre la reducción de los viñedos provinciales a su mitad, disposición que se considera que no se haría efectiva en las provincias hispanas. La extensión del cultivo del olivo, presente con anterioridad y desarrollado por las colonizaciones grecofenicias a partir del injerto del acebuche, alcanza una importante implantación en el curso medio del valle del Guadalquivir. Las referencias de Estrabón y de Plinio son bastante explícitas y tienen su proyección en el ámbito arqueológico en el volumen de comercio que genera, observable en el monte Testacio, formado por los cascotes de las correspondientes ánforas, y en el jurídico en la disposición del reinado de Adriano documentada en Castulo (alrededores de Linares), conocida como rescriptum de re olearia, cuyo contenido -desaparecido- se ha intentado reconstruir mediante disposiciones análogas documentadas en Atenas. Este sistema de explotación agraria, en el que se utiliza diversas formas de trabajo -entre las que destaca la esclavitud, presente en los modelos organizativos de villae elaborados por la literatura agronómica latina-, se transforma durante el período altoimperial, especialmente en lo que se refiere al sistema de propiedad, donde se produce una progresiva concentración. La proyección de las explotaciones de un mismo propietario se constata especialmente a partir del siglo II d.C. en diversas ciudades y se refleja en la presencia del nombre de un mismo individuo en fundus localizados en diversos centros. Esta misma dinámica se intensifica mediante la ampliación en las provincias hispanas de las propiedades imperiales por procedimientos que oscilan desde la herencia a las expropiaciones y confiscaciones. Precisamente, este último procedimiento se acentúa con motivo de la guerra civil que permite el acceso de los Severos al trono imperial, ya que Septimio Severo procede a expropiar los bienes de sus enemigos, entre los que se encuentra Clodio Albino. Semejantes modificaciones tienen sus correspondientes repercusiones en el tipo de relación campo-ciudad que se ha generado durante el Alto Imperio.
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Es el nombre que recibe el área del antiguo recinto fortificado de Castillo de Locubín y del que apenas quedan restos, conservándose algunos muros y restos de torres. Hay constancia de la presencia del castillo de la Villeta desde la llegada de los musulmanes, llegando a contar con dos puertas, la plaza de armas y la torre del Homenaje, abatida por el viento en 1593 debido a su mal estado.