La sociedad asiria se hallaba dividida a grandes rasgos en hombres libres (asiru) y esclavos (ardani). Entre los primeros había tres grandes subdivisiones: awilu, la alta nobleza; assuraiau, el pueblo llano, y hupshu, los más humildes. Los esclavos tenían un origen diverso y estaban privados de derechos, siendo considerados un bien o mercancía. Se sabe que tres esclavos pudieron equivaler a un caballo. A la cabeza de la pirámide social estaba el rey, señor de todo y de todos. El soberano mandaba sobre las cosas y las personas, consideradas súbditos suyos. Todos debían inclinarse y besar el suelo ante su presencia, en las escasas ocasiones en que este hecho se producía; todos, también, debían periódicamente prestar juramento a su rey ante las estatuas de los dioses.
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Para acercarnos a lo que llegó a ser la organización sociopolítica del pueblo azteca, pocos años antes de la conquista española, es necesario recordar algunos antecedentes. Tras largo peregrinar en el ámbito geográfico de la altiplanicie central, los aztecas o mexicas se habían asentado al fin, en 1325, en un pequeño islote, situado en uno de los lagos que entonces cubrían parte considerable del valle de México. Al establecerse en ese lugar, quedaban dentro de la zona de dominación de un reino poderoso. La isla de Tenochtitlan pertenecía a los tepanecas de Azcapotzalco. Primera consecuencia de ello fue que hicieran reconocimiento de vasallaje al señor de Azcapotzalco. Además, los aztecas hubieron de pagarle tributos y participar también, como una especie de mercenarios, en muchas de sus empresas bélicas. Hasta entonces la organización sociopolítica azteca continuaba siendo la de un pueblo cuyas estructuras se apoyaban fundamentalmente en relaciones de carácter gentilicio. Unidades de organización en tal contexto, además de los núcleos familiares y de las "familias extensas", eran los que se conocen con el vocablo indígena de calpulli. Esta palabra es un aumentativo de calli que significa "casa". La significación de calpulli, "gran casa", connota al grupo de personas que, ligadas por vínculo de parentesco, realizaban conjuntamente una serie de funciones de carácter socioeconómico, religioso, militar y político. Algunos investigadores han creído ver en la naturaleza de los calpulli una especie de clan con tendencias endogámicas, aunque sin excluir la exogamia en grado más limitado. Cada uno de los calpullis tenía sus correspondientes guías y autoridades. Sobresalían los sacerdotes, y varios jefes, así como el que tenía la custodia de los bienes de la comunidad. Durante toda la época de la peregrinación, los varios calpullis aztecas prestaron obediencia a quienes guiaban al conjunto tribal, los jefes-sacerdotes supremos, aquellos que tenían a su cargo el culto de los dioses y el destino mismo de la nación. Cuando ocurrió ya el asentamiento en la isla, la situación prevalente comenzó a modificarse. Según un testimonio del manuscrito indígena que se conoce como Anales de Cuauhtitlán, México-Tenochtitlan no fue en un principio sino un conglomerado de chozas construidas en medio de los carrizales que había en el lugar. Edificación principal, aunque todavía muy modesta, fue la del templo en honor de Huitzilopochtli, el dios tutelar de los aztecas. Cuando el templo quedó construido, el dios, a través de los jefes-sacerdotes, expresó esta profecía: "Escuchad, estableceos, haced partición, fundad calpullis y señoríos por los cuatro rumbos del mundo." En la isla se delimitaron entonces cuatro grandes sectores o barrios que habrían de perdurar en los tiempos de la Nueva España y, hasta el presente, en la moderna ciudad de México. Organizadas esas cuatro grandes divisiones, los distintos calpullis se fueron asentando en ellas. A partir de ese momento fue también atributo de los integrantes de un calpulli habitar en un mismo barrio, poseer un territorio en común, trabajar juntos para beneficio de la propia comunidad. Para algunos investigadores, los calpullis adquirieron, desde entonces, el carácter específico de "clanes geográficos", es decir de clanes con una determinada ubicación que mucho significaría en su ulterior desarrollo. Los aztecas, en su calidad de tributarios del señor de Azcapotzalco, continuaban sirviéndolo. De modo especial participaban en las luchas que tenía él con otros señoríos. Hasta entonces los viejos caudillos que habían guiado al pueblo azteca en su peregrinación tenían en sus manos el gobierno en la isla. En la organización social, económica y política de los aztecas subsistían las características fundamentales de un sistema tribal. Los recursos naturales a su alcance eran bastante limitados. Las formas de producción permitían sólo la autosubsistencia, agravada por la necesidad del pago de tributos a Azcapotzalco. Pronto, sin embargo, habría de introducirse un cambio ciertamente radical. Se habían percatado los aztecas, en su permanente contacto con las gentes de Azcapotzalco y con las de otros señoríos, de que existían otras formas, al parecer más eficientes, de organización política. Así, al morir Tenochtli, el gran sacerdote y último caudillo azteca que los había gobernado desde antes de su asentamiento en la isla, hubo entre los ancianos, sacerdotes, sabios, jefes y capitanes, quienes se inclinaron por consolidar una organización política semejante a la de sus vecinos más poderosos. Un grupo de prominentes aztecas se dirigió entonces a Culhuacán, antiguo señorío de raigambre tolteca que, aunque estaba sometido a Azcapotzalco, conservaba su propia forma de organización política y social. Los aztecas manifestaron allí el propósito de que se les concediera al noble llamado Acamapichth para que fuera el primer gran gobernante, tlatoani, de México-Tenochtitlan. Otro documento indígena, la Crónica Mexicáyotl, refiere cómo, tras larga deliberación, los de Culhuacán accedieron a la demanda. Su respuesta fue: "Que gobierne Acamapichtli a la gente del pueblo, a los aztecas, a los que son siervos de Tloque Nahuaque, "el Dueño del cerca y del junto", del que es Yohualli Ehécatl. "Noche, Viento"; que gobierne a los siervos de Yaotzin Tezcatlipoca y del sacerdote Huitzilopochtli". Así desde la década de los setenta del siglo XIV, Tenochtitlan tuvo su primer rey o señor de linaje emparentado con los toltecas. A través de él y de otros culhuacanos establecidos también en Tenochtitlan, por la vía de uniones matrimoniales con hijas de los aztecas y, con la sucesiva exaltación de descendientes de antiguos caudillos aztecas, comenzó a formarse un poderoso estrato social, el de los nobles o pipiltin, con atributos y privilegios de los que se derivaba una situación muy distinta de la que correspondía a la gente común, los hombres del pueblo o macehualtin. Precisamente los macehualtin, la gente del pueblo, eran los que preservaban, y de hecho conservaron hasta los tiempos de la Conquista y, en algunos lugares, hasta mucho después, las antiguas estructuras de los calpullis.
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La sociedad castellana del siglo XV vivió en continuo sobresalto. Las luchas de bandos estaban a la orden del día en numerosas villas y ciudades de todo el reino. Pero al mismo tiempo seguía funcionando el binomio expansión señorial-resistencia antiseñorial, cuyo momento culminante se expresó en una petición de los procuradores del tercer estado en las Cortes de Ocaña del año 1469. No obstante, el conflicto más agudo de cuantos padeció la Corona de Castilla en la decimoquinta centuria fue el que estalló en tierras de Galicia en 1467, el de los Irmandiños. Las aristocracias urbanas de la Castilla del siglo XV se hallaban frecuentemente divididas en bandos antagónicos, protagonistas de luchas sin cuento para conseguir el monopolio del poder local. No olvidemos que, en ocasiones, eran los propios linajes de la ricahombría los que participaban en las luchas urbanas. En ese capítulo hay que consignar, entre otras, la pugna sostenida en Sevilla entre el bando que capitaneaban los Guzmán y el que dirigían los Ponce de León. Notable fue asimismo el enfrentamiento que mantuvieron en Toledo las familias de los Silva y los Ayala. Ahora bien, la pugna banderiza más enconada de aquel tiempo fue la que enfrentó, en tierras del País Vasco, a lo Oñacinos y los Gamboinos. Cada uno de esos bandos, a cuya cabeza se encontraba siempre un pariente mayor, es decir un miembro del sector más encumbrado de los poderosos del territorio, aglutinaba detrás de sí a extensos sectores de la nobleza de la región. Las luchas banderizas del País Vasco estallaron en el siglo XIV, y prosiguieron, con inusitada violencia, en el siglo siguiente. Lope García de Salazar, en su obra Bienandanzas e Fortunas, nos ha transmitido un minucioso relato de aquellos sucesos. Es preciso señalar, no obstante, que con frecuencia las luchas de bandos de las tierras vascongadas encubren enfrentamientos de tipo vertical, concretamente entre los señores y los campesinos. Los labradores censuarios se quejaban de que por ellos ser "hombres bajos e de poca maña, algunos caballeros del dicho nuestro Condado e Señorio de Vizcaya... por fuerza e contra su voluntad les entraron e tomaron e ocuparon los dichos montes". Asimismo continuaba pujante el proceso señorializador. Juan II efectuó importantes concesiones a la alta nobleza, como la que otorgó en 1444 al maestre de Alcántara, punto de partida de la constitución del condado de Belalcázar. Pero el mayor dispendio de bienes del dominio realengo lo realizó, sin duda alguna, Enrique IV. De ahí que fuera precisamente en ese reinado cuando cobrara más cuerpo la actitud antiseñorial. En las Cortes de Ocaña del año 1469 los representantes de las ciudades y villas se lamentaban amargamente de la política regia de concesión de mercedes a la alta nobleza: "el acreçentamiento del estado de las tales personas que de la vuestra rreal sennoria rresçiben los dichos mercedes, va bien aconpannado de lagrimas e querellas e maldiçiones de aquellos que por esta causa se fallan despojados de lo Suyo". Pero los procuradores del tercer estado iban más lejos, pues pedían a Enrique IV que diera las oportunas cartas para que todas las ciudades, villas y lugares concedidos a la nobleza "por si mismos e por su propia autoridad se puedan alçar por vuestra alteza e por la corona rreal de vuestros rreynos". De hecho, aunque revestida de defensa del dominio realengo, aquella era una llamada en toda regla a la resistencia antiseñorial. En los años siguientes, los movimientos antiseñoriales proliferaron por toda la geografía de la Corona de Castilla: Agreda, Sepúlveda, Aranda de Duero, San Felices de los Gallegos, Tordesillas, etcétera. Veamos el ejemplo de Agreda. En el año 1472 el monarca Enrique IV otorgó el señorío de dicha villa al conde de Medinaceli, Luis de la Cerda. Mas los vecinos de Agreda, según el relato del cronista Hernando del Pulgar, "se pusieron en defensa, é como quier que el Conde guerreó é hizo muchos daños, robos é quemas á los de la villa é su tierra por la señorear...", decidieron finalmente entregarse a la princesa Isabel, como una forma segura de mantenerse dentro de los dominios realengos. Aquel era, no lo olvidemos, el segundo movimiento de resistencia antiseñorial que, en menos de un siglo, protagonizaba la villa de Agreda.
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La aparición de las masas urbanas como elemento capital de la vida social tuvo lógicamente consecuencias irreversibles. Una clara percepción de ello, impregnada de preocupación y pesimismo, la hubo ya tempranamente. Tocqueville, Kierkegaard, Burckhardt y Nietzsche, por ejemplo, intuyeron, desde sus respectivos puntos de vista, que la democracia y la secularización estaban cambiando el mundo -o que lo cambiarían en el futuro- y que, de alguna forma, la vida moderna destruiría, si no lo había hecho ya, los viejos valores e ideales de las sociedades tradicionales y jerarquizadas. Pero fueron dos sociólogos, el alemán Tönnies y el francés Durkheim, quienes mejor acertaron a definir el cambio. Ferdinand Tönnies (1855-1936) publicó en 1887 Gemeinschaft und Gesellschaft (Comunidad y asociación) un libro, pronto convertido en un clásico, que analizaba la evolución de las formas de la vida social a lo largo de la historia y que subrayaba, sobre todo, la transformación que se había producido desde un tipo de organización social basada en los principios del parentesco, la vecindad, la vida de aldea y la comunidad espiritual del grupo (Gemeinschaft), a otro (Gesellschaft) basado en las relaciones contractuales e impersonales, dominado por los intereses sectoriales y el asociacionismo racional y voluntario, y en el que las normas sociales no eran ya, como antes, la costumbre y la religión sino las convenciones sociales, las leyes escritas y una ética laica sancionada por la opinión pública. También Emile Durkheim (1858-1957), un lorenés, hijo del principal rabino de Epinal, educado, como la elite de la III República francesa, en la Escuela Normal Superior, catedrático de Educación y Sociología en Burdeos (1877) y en la Sorbona (1902), centró su amplia obra -La división del trabajo (1893), Las reglas del método sociológico (1894), El suicidio (1897), Las formas elementales de la vida religiosa (1912)- en la explicación del funcionamiento y disfunciones de la sociedad moderna. Aun con planteamientos distintos, algunas de sus ideas coincidían con las de Tönnies. Durkheim distinguía también entre dos tipos de sociedad: entre sociedades premodernas, que definía por la existencia de una fuerte "solidaridad mecánica" interna, la similitud de trabajos y funciones de sus miembros, el bajo nivel de la población, estructuras sociales elementales, aislamiento geográfico, leyes penales meramente represivas e intensa conciencia colectiva; y sociedades modernas, que caracterizaba por su "solidaridad orgánica", la división y especialización del trabajo de sus miembros, la complejidad de las estructuras sociales, el desarrollo e integración de mercados y ciudades, altos niveles de población, carácter restitutivo de las leyes, y por fundamentarse en sistemas de creencias secularizadas (como la individualidad, la justicia social, el trabajo o la igualdad). Durkheim, pues, entendía que la sociedad moderna era una sociedad carente de cohesión mecánica y natural, en la que no existían ya, o se habían roto, los mecanismos de regulación y de solidaridad social: de ahí, la aparición de conductas anormales como el suicidio -una de sus aportaciones capitales-, que Durkheim, estudiando su mayor frecuencia en sociedades individualistas, como las protestantes, y en las sociedades altamente industrializadas, relacionaba con el nivel de integración de la sociedad. Para Durkheim, hombre convencido del efecto moralizador de la vida frugal, del trabajo, de la autoridad y de la disciplina, lo que estaba ocurriendo era que los cambios provocados por la división del trabajo en la sociedad habían transformado la vida social y doméstica, erosionado las formas morales de comportamiento y creado en el hombre moderno una condición de egoísmo y "anomia", la enfermedad de la aspiración infinita, como la llamaría en alguna ocasión. Por eso, aquel comportamiento anormal del individuo -y también, el estallido de fuerzas irracionales y atávicas, como el affaire Dreyfus, que Durkheim, como judío, vio con alarma y preocupación-; y por eso, la necesidad de una nueva regulación moral de la sociedad que Durkheim, agnóstico y republicano, creía debía ser laica y rigurosa. El tema de las masas interesó vivamente. Gustave Le Bon (1841-1931), un tipo singular, autor de estudios sobre el arte de la India e interesado en cuestiones tan dispares como la arqueología, los caballos, la energía y las nuevas técnicas de grabación, alarmado por la Comuna parisina de 1871, las huelgas, las manifestaciones y el auge del feminismo, escribió en 1895 un libro de excepcional éxito (25 ediciones en 34 años), Psicología de las masas, en el que las caracterizaba peyorativa pero no arbitrariamente por rasgos como el dogmatismo, la intolerancia, la irresponsabilidad, la emocionalidad y la credulidad esquemática, esto es, como muchedumbres de reacciones simples, extremadas y variables, proclives al contagio mental y a la fascinación de guías o caudillos (Le Bon, políticamente, fue simpatizante del general Boulanger, y luego, ya anciano, admirador de Mussolini). Gabriel Tarde (1843-1904), juez y criminólogo francés como Le Bon y como él, alarmado por las huelgas y la violencia social, y que creía ver una cierta correlación entre socialismo y criminalidad, se interesó en su libro La opinión y la masa (1901) por el impacto social de los nuevos medios de comunicación de masas (el telégrafo, el teléfono, los libros populares, la prensa) como agentes de integración y de control social y, sobre todo, por el papel de esos medios en la creación de los públicos -gentes expuestas a la misma información-, y las posibilidades que todo ello, a través de los procesos de imitación, abría para la manipulación de la masa. El británico Graham Wallas (1858-1932), fabiano y demócrata y, por tanto, hombre de talante muy distinto a los de Le Bon y Tarde, estudió -en Human Nature in Politics (1908)- la importancia que los elementos instintivos y no racionales, como los prejuicios y las emociones, y aun los factores azarosos e imprevisibles, tenían en las decisiones políticas de los individuos y de los grupos sociales. La presencia de masas en la vida social con comportamientos emocionales e irracionales fue una realidad creciente en la vida europea de los años 1880-1914. A pesar de su larga tradición revolucionaria y conflictiva, Francia tal vez no había experimentado un proceso de división social tan apasionado e intenso como el que provocó el affaire Dreyfus (sobre todo, en 1898-99); en Inglaterra, la guerra de los Boers (1899-1902) dio lugar a explosiones de patriotismo callejero previamente desconocidas (y que alarmaron profundamente a las clases acomodadas, como, por poner un ejemplo literario, a un Soames Forsyte que, en la novela antes citada, era sorprendido por una multitud vociferante y agresiva en la elegante calle Regent en el centro de Londres). El carácter aparentemente no racional de la opinión pública fue lo que llevó en muchos casos -pero no, por ejemplo, en los de Tönnies y Wallas, entre los nombres hasta ahora citados- a la elaboración teórica, como reacción, del elitismo, que tuvo sus formulaciones más elaboradas en los italianos Mosca y Pareto y en el alemán italianizado Robert Michels. Gaetano Mosca (1858-1941), siciliano, catedrático prestigioso de derecho político en Turín y Roma desde 1895 hasta 1933, diputado y senador en distintas ocasiones, publicó en 1896, en su libro La clase dirigente, la que sería la exposición más clara y contundente del elitismo, vertebrada en torno a una idea central: la tesis de que en todas las sociedades -cualesquiera que sean sus estructuras de producción- aparecen inevitablemente dos clases, la clase dirigente, sostenida por algún tipo de legitimidad (fuerza, religión, elecciones, etcétera), y la clase dirigida, por lo que todo cambio político o social no sería sino el desplazamiento de una minoría por otra, y la idea misma de democracia, como voluntad de la mayoría, una ilusión. Las ideas de Vilfredo Pareto (1848-1923), aristócrata nacido en París y formado en Turín, economista, ingeniero y sociólogo, directivo de empresas ferroviarias italianas y catedrático de Economía en Lausana desde 1893 a 1907, ideas recogidas en su Tratado de sociología general (1916) aunque expuestas antes, eran, si no más complejas, coincidentes. Partían de complicadas divisiones y tipologías sobre las actitudes y el comportamiento de los actores sociales, y sobre la lógica o falta de ella de la actividad humana, como base para llegar a una teoría de la acción. Pero llevaban a parecidas conclusiones. Primero, Pareto entendía que la conducta de los hombres respondía a reacciones psicológicas profundas (impulsos, sentimientos) y a intereses basados a la vez en el instinto y la razón, y no al efecto de ideologías, teorías y filosofías políticas; segundo, sostenía, como Mosca, que toda sociedad es dirigida por sus elites (de gobierno y de no gobierno, nominal y de mérito) y que la política y la historia no son sino una mera "circulación de elites". Michels (1876-1936), antiguo militante del partido socialista alemán, de formación marxista e influido luego por las ideas de Max Weber y de Mosca, docente en Turín, Basilea y Perugia, adherido en su momento al fascismo (al igual que Pareto y a diferencia de Mosca), y siempre muy atento a la evolución de la ciencia política de su tiempo, aplicó las ideas de Mosca y Pareto al caso de los partidos políticos, y en su libro sobre éstos aparecido en 1911 propuso su conocida "ley de hierro de la oligarquía", la tesis de que toda organización, cualquiera que sea su naturaleza -y por tanto, los partidos y por extensión, la democracia- está sujeta al dominio de una oligarquía (por eso que Michels viese el fascismo italiano, que definía como una democracia oligárquica capitaneada por un líder carismático weberiano, como el resultado natural de la misma evolución social). La aparición de esas teorías de las elites -que sin duda acertaban al subrayar que las minorías tienen una función evidente en cualquier tipo de organización social -revelaba, entre otras muchas cosas, la inquietud de algunos círculos intelectuales ante las modificaciones que la aparición y ascenso de las masas imponían a su propio papel social. En un punto al menos, ese papel iba a adquirir nuevas dimensiones. La prensa conformaría en gran medida y de forma creciente la conciencia de las masas, lo que no sería necesariamente negativo para los intelectuales: que el affaire Dreyfus saltase a la opinión pública a raíz de que el escritor Zola publicase el 14 de enero de 1898 su célebre carta abierta titulada Yo acuso en el diario L´Aurore, era una indicación de las inmensas posibilidades que el medio les ofrecía. Julio Verne sería serializado en Le Petite Journal; Conan Doyle y su personaje Sherlock Holmes, en el Strand londinense. Tres factores hicieron posible el formidable desarrollo que la prensa experimentó desde la última década del siglo XIX: a) la aparición de nuevas técnicas de impresión y comunicación, como la linotipia, el telégrafo, los teléfonos, la electricidad, la fotografía impresa y la radio; b) el progresivo reconocimiento legal de la libertad de expresión, generalizado en casi todas las constituciones de la segunda mitad del siglo XIX; c) el crecimiento del público lector en prácticamente todo el mundo y que, en Europa al menos, fue resultado de los esfuerzos que en materia de educación primaria y secundaria se hicieron también desde mediados de aquel siglo, y que se tradujeron en una disminución general, aunque desigual, del analfabetismo. El desarrollo fue ciertamente extraordinario. En París, en la década de 1860 ningún periódico vendía más de 50.000 ejemplares diarios. A principios de siglo, los cuatro grandes de la capital Le Petite Journal, creado en 1873, en formato tabloide y con suplemento dominical en color, Le Journal, Le Matin y Le Petite Parisien- vendían en torno a los 4,5 millones, un 40 por 100 del total de ejemplares vendidos en toda Francia (donde en ciudades como Burdeos, Lyon, Toulouse y Marsella, había aparecido una excelente y muy influyente prensa regional); París llegaría a tener 25 diarios en la década de 1930. En Inglaterra, empezó a hablarse de un "nuevo periodismo" (expresión de Matthew Arnold) desde finales de la década de 1880, en relación con un grupo de diarios y semanarios -como el Pall Mall Gazette, de W. T. Stead, el Star de T. P. O'Connor, el Tit-bits de George Newnes y el Answers de Alfred Harmsworth- que habían traído a la prensa nacional un estilo nuevo, más variado, ágil e incisivo (y novedades como los crucigramas, las entrevistas y los artículos firmados), y que, por ello, habían elevado sus ventas a los 150.000-300.000 ejemplares diarios. Sobre esa tendencia incidiría decisivamente la influencia norteamericana. Porque, en efecto, la prensa cambió cualitativamente en Estados Unidos -donde el primer periódico se había fundado en 1783- en los últimos veinticinco años del siglo XIX, debido principalmente a la labor de Joseph Pulitzer (1847-1911), un emigrante judío, húngaro de nacimiento, de habla alemana, enrolado en el ejército norteamericano en 1861 y periodista en Saint Louis después, y de William Randolph Hearst (1863-1951), un californiano de considerable fortuna y posición, educado en Harvard y propietario del Examiner de San Francisco. Establecidos en Nueva York -Pulitzer en 1863, año en que compró el World, al que luego añadió el Evening World; Hearst en 1895, cuando compró el Morning Journal-, fue precisamente su rivalidad por el mercado neoyorkino lo que transformó la prensa. La expresión "periodismo amarillo", que luego designaría a la prensa sensacionalista, nació porque tanto el World como el Journal publicaron un cómic coloreado con el título El chico amarillo, ideado por el dibujante Outcault, primero para Pulitzer y luego, para Hearst. El Journal, sobre todo, fue algo enteramente nuevo: muy barato (un centavo), con titulares espectaculares, abundante información gráfica y tiras cómicas, incorporó a escritores conocidos (Stephen Crane, N. Hawthorne), creó los magazines en color y se especializó en sucesos truculentos y morbosos, y en la información internacional (desde perspectivas siempre belicosamente pronorteamericanas). Pulitzer especializó sus periódicos, que usaron tipografía parecida a los de su rival, en la denuncia de la corrupción de los políticos -lo que le valió varios procesos por injurias, uno, en 1909, promovido por el propio Presidente de Estados Unidos-, y en el análisis ponderado de la política. El sensacionalismo no fue la única vía norteamericana al periodismo de masas. Por los mismos años, bajo la dirección de Adolph S. Ochs (1858-1935), The New York Times se convirtió en un modelo de información objetiva, digna y contrastada. Pero la influencia del periodismo amarillo, que alcanzó ventas fantásticas durante la guerra de Estados Unidos y España de 1898, fue inmensa. Llegó también a Europa. En Inglaterra, la verdadera revolución se produjo con la aparición el 4 de mayo de 1896 del Daily Mail, de Alfred Harmsworth (1865-1922), un diario que costaba la mitad de precio que los demás periódicos, que tenía abundante publicidad, que ofrecía una muy amplia variedad de noticias (crímenes, accidentes, deportes, información meteorológica, noticias de famosos, escándalos), que presentaba, además, de forma llamativa y breve y en formato tabloide, deliberadamente pensado, en suma, para interesar a las clases medias y populares. El éxito fue total: el Mail alcanzó el millón de ejemplares en 1900, tres veces más de lo que tiraba el diario de más difusión hasta entonces. En ese año, C. A. Pearson lanzó, en la misma línea, el Daily Express y en 1903, el propio Harmsworth, el Daily Mirror (y además, compró poco después The Times y el dominical Observer, ambos prestigiosos pero mortecinos, aburridos y de muy escasa difusión; Harmsworth los modernizó y revalorizó). En 1900, 34 ciudades británicas tenían por lo menos dos periódicos de calidad. Se estimó que la tirada de la prensa se duplicó en Inglaterra entre 1896 y 1906 y de nuevo, entre este año y 1914. El cambio era general. En 1900, había en Berlín 45 diarios y en toda Alemania, cerca de 3.000 publicaciones periódicas (diarios, semanarios y publicaciones mensuales). Las cifras de Austria y Rusia eran sólo ligeramente inferiores. En Hungría, Suecia, Dinamarca y Noruega circulaban unas 500 publicaciones de ese tipo; en Suiza, Bélgica y Holanda, un número algo menor. Italia tenía en 1914 unos 120 diarios, algunos de gran calidad y alcance nacional como La Stampa de Turín, e Il Corriere della Sera, de Milán, fundado en 1876 y dirigido por Luigi Albertini desde 1900. Il Corriere vendía por aquella fecha unos 350.000 ejemplares diarios y su dominical, Domenica del Corriere, cerca de millón y medio. En la década de 1890, por tanto, apareció un periodismo barato y de tiradas multitudinarias' orientado al consumo e información de las clases medias y populares. Por comparación con la prensa anterior -de tiradas cortas, precios altos, información densa y limitada, tipografía poco resaltada y sin apenas información gráfica-, el periodismo de masas se configuró como una prensa poco literaria, sensacionalista, poco escrupulosa y hasta irresponsable. Su contenido se compuso de noticias mundiales espectaculares, reportajes sobre escándalos políticos y sociales, sexo, crímenes (algo que anticipó el apasionado interés que en su día suscitaron los asesinatos de Jack el destripador y el éxito de la serialización de Sherlock Holmes, que hizo que el Strand vendiese unos 500.000 ejemplares) y poco después, los deportes (por ejemplo, el diario deportivo italiano La Gazzetta dello Sport se fundó en 1896). El nuevo periodismo explotó, pues, la excitación del momento. Contribuyó, de esa forma, a crear un clima de apasionamiento por la vida pública. La aparición del periodismo de masas fue inseparable del nacimiento de la opinión pública moderna.
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Entre los egipcios existieron diferentes grupos sociales, sujetos a una fuerte jerarquización y estructura. En la sociedad egipcia el faraón ocupa el más alto escalafón y los esclavos se sitúan en la posición más baja de la jerarquía. En su mayoría procedían de otros países, capturados en la guerra o vendidos por mercaderes especializados en este "producto". El esclavo se podía dedicar a todo tipo de trabajos, agrícolas o domésticos, teniendo potestad su dueño para venderlo, cederlo o alquilarlo. Por encima encontramos a los sirvientes; a cambio de una pequeña retribución realizaban todo tipo de trabajos, considerándose personas libres pero dependientes de su señor. Los campesinos serían la siguiente clase social. Dentro de este grupo distinguimos a los braceros que trabajaban para el faraón, un templo o un rico hacendado a cambio de un miserable salario. Los pequeños propietarios debían entregar la mayor parte de sus cosechas al Estado o los templos en calidad de tributos, viéndose obligados a realizar los trabajos públicos necesarios a cambio de la manutención. Los artesanos se encuentran en la clase intermedia, habitando en su mayoría en las ciudades. También estaban obligados a realizar los trabajos comunitarios, pero podían pagar a alguien que los sustituyera. Los miembros de la administración constituían las elites de la sociedad, aunque encontramos una subdivisión dependiendo de sus cargos.
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Generalmente, en el mundo griego el nacimiento otorgaba una posición de partida al individuo, que le resultará fundamental en los años futuros. La principal repercusión del origen de una persona es la adscripción a una determinada polis, esto es, el derecho de ciudadanía, una posición que le reporta beneficios y privilegios dentro del conjunto social. Las personas que no pertenecen al demos de una ciudad, bien por ser extranjero, bien por ser esclavo, no gozan de las mismas prerrogativas. Esta característica básica del mundo helénico, con ser bastante generalizada, tiene sin embargo excepciones significativas, como es el caso de Esparta, en la que prácticamente en ningún caso admitieron la residencia de extranjeros entre sus muros. Éste y otros rasgos han servido para definir dos modelos sociales y políticos diferentes dentro del mundo de la Grecia antigua, el representado por Atenas -democrático, abierto, universalista- y el simbolizado por Esparta -oligárquico, cerrado, localista. Ambas posiciones repercuten en gran medida en la composición social de cada una de las ciudades, en los diferentes derechos y deberes que gozan los individuos, en concepciones educativas distintas y, en definitiva, en posiciones ideológicas diferentes.
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Los miembros del brazo o estamento militar pueden agruparse en dos categorías, la alta y la baja nobleza. A la alta nobleza pertenecían los condes, vizcondes y barones o ricos hombres, también llamados magnates. Constituían una minoría rica y poderosa, que controlaba buena parte de las tierras y hombres de la Corona, y vivía de las rentas de sus señoríos. Magnates aragoneses y catalanes, desde la instancia militar y política, participaron activamente en las empresas de expansión territorial y marítima de la Corona, y obtuvieron por ello cargos y honores que incrementaron sus patrimonios e ingresos. Aunque colaboraron con la monarquía, discreparon a veces sobre la línea política a seguir y rivalizaron por el reparto de las riquezas obtenidas con la expansión. Un sector de la nobleza superior procedía de la época carolingia y condal (los Pallars, Cardona, Montcada y Rocabertí, en Cataluña), pero otros habían llegado a la alta aristocracia durante los mismos siglos XIII y XIV. Era el caso de los segundones y bastardos de la familia real, origen de las casas aragonesas de Castro, Híjar, Xérica y Ayerbe, y de las nuevas dinastías condales de Ribagorza, Ampurias y Urgel, los duques de Gandía, los marqueses de Villena y los condes de Prades. Los monarcas de esta época otorgaron también títulos condales y vizcondales en favor de sus colaboradores más inmediatos, muchos de ellos miembros de la pequeña nobleza (Illa, Canet, Fenollet, Fortiá, Perellós, Entenza, Carrós) que así entraron en las filas de los barones. La pequeña nobleza, formada por caballeros, donceles, generosos y hombres de paratge, era muy numerosa. En sus estratos superiores tendía a confundirse con los niveles inferiores de la alta nobleza; los sectores intermedios se asemejaban al patriciado urbano, y las capas inferiores casi se entremezclaban con las elites campesinas. Los miembros genuinamente militares de esta pequeña nobleza entraron en una etapa de declive y conflictividad interna cuando la primera mitad del siglo XIV cesaron las guerras de conquista y empezó la crisis de la renta feudal. El relevo vino de la mano de ciudadanos ricos, poseedores de fincas rústicas y acreedores de la monarquía, que obtuvieron títulos de nobleza, como los Requesens, Margarit, Santcliment, March, Gualbes, Desbosch, etc. La nobleza, en general, vivía de la renta feudal, es decir, de las cargas sobre las tierras y los hombres de sus señoríos, que a mediados del siglo XIV, en Cataluña, englobaban cerca del 35 o 38 por ciento de los hogares. Las diferencias económicas entre la alta y la pequeña nobleza, en general, eran muy grandes, como también lo eran los modos de vida y las funciones. Los barones eran cosmopolitas, dispendiosos y ostentosos, en contraste con la relativa austeridad y localismo de caballeros y otros miembros de la pequeña nobleza, aunque de las filas de éstos surgieron algunos de los grandes nombres de la literatura catalana, como Ausias March y Joanot Martorell. Los magnates, como los Cabrera y los Cardona, ocuparon altos cargos de la administración y la política, y dieron hijos para la dirección de la Iglesia, mientras que los caballeros ocuparon los cargos intermedios de la administración y de la Iglesia, integraron las milicias de las órdenes militares y entraron en la red de fidelidades y servicios de los grandes, a cambio de feudos.
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Disponemos de escasos documentos epigráficos de época republicana, fuente básica para el conocimiento de la historia social, y los pocos que nos han llegado proceden mayoritariamente de las décadas anteriores al Imperio. Los relatos de los autores antiguos sobre la conquista y el apoyo de los textos de las monedas y de algunas referencias arqueológicas completan nuestra parca información sobre una sociedad que podemos suponer sometida a profundos cambios. Partimos siempre de que hablamos de la sociedad de un territorio que no incluía aún a los pueblos del Norte (galaicos, astures y cántabros) que no pasarán a depender de Roma hasta época de Augusto (años 29 al 19 a.C.). Y, si, para el siglo I d.C., los cálculos demográficos más autorizados como los de Beloch cifran la población de Hispania entre 6-7.000.000 de personas, el volumen de población pudo ser inferior en época republicana por las frecuentes pérdidas de vidas humanas como consecuencia de los constantes enfrentamientos armados. Desde los inicios de la II Guerra Púnica, la población de la Península Ibérica podía estar diferenciada con un estatuto jurídico distinto: los de ciudadano romano, latino, peregrino, liberto o esclavo/dependiente. El estatuto de peregrino incluía modalidades tan diversas como la de los libres, los federados y los sometidos y todos ellos podían gozar de rangos sociales distintos según los modelos organizativos de sus comunidades respectivas. Las diferencias entre ciudadanos romanos y ciudadanos latinos eran pocas y se reducían a que los romanos estaban inscritos en una tribu, tenían plenos derechos políticos que podían ejercer en las asambleas o bien siguiendo una carrera política y eran quienes constituían los cuadros de las legiones. Pero los latinos y romanos se equiparaban en el derecho de poder contraer matrimonios legítimos (ius conubii), de realizar operaciones comerciales reconocidas y protegidas (ius commercii), así como en el de ser propietarios de bienes muebles e inmuebles en el ámbito de los dominios romanos. Entre los demás que tenían la consideración de libres, estaban formalmente fuera de los dominios romanos los que poseían la ciudadanía a través de una comunidad vinculada a Roma con un pacto de amicitia o con un pacto de foedus; los componentes de las poblaciones sometidas que integraban las ciudades estipendiarias tenían igualmente la consideración de libres ya que su dependencia política se realizó también siguiendo otra modalidad de pacto, el de deditio o entrega. Todos estos libres o peregrinos (amigos, federados o sometidos) carecían de todos los privilegios políticos y jurídicos de los latinos y romanos. Ahora bien, la oposición principal residía entre los libres y los esclavos, los instrumentos al servicio de los libres. Aunque los esclavos manumitidos o libertos pertenecían a alguna de las categorías jurídicas de los libres (ciudadanos, latinos o peregrinos), soportaban la marca de su antiguo estatuto en virtud de las obligaciones de sometimiento y favores debidos a su antiguo dueño; su incorporación plena a la libertad se conseguía en la segunda o tercera generación. Nos interesa ahora conocer cómo se configuraba la sociedad de la Hispania republicana en relación con esos diversos estatutos personales.