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En lo referente a lo arquitectónico, la variedad en la sinagoga es el elemento predominante, existiendo más influencias locales que cualquier otra tradición. Tampoco existen reglas acerca del tamaño o la forma de una sinagoga, si bien es importante su orientación hacia Jerusalén. La dispersión del mundo judío que impone la Diáspora hace que cada sinagoga muestre influencias diversas, estilos y formas distintos. Otro factor a considerar son las específicas condiciones de vida y culturales de cada comunidad y su relación con las poblaciones vecinas no judías. Así, la comunidad judía puede querer pasar desapercibida, protegerse o bien reafirmarse públicamente, factores todos ellos que influyen de manera lógica y significativa en la configuración arquitectónica de la sinagoga. En términos generales, las sinagogas primitivas eran discretas, pudiendo estar ocultas en un patio o un callejón. En zonas de población predominante judía sucedía lo contrario, realizándose diseños más llamativos y ambiciosos. Las sinagogas medievales europeas eran en general modestas en tamaño y apariencia, siguiendo el estilo románico o el gótico. Lugar de reunión para los fieles y sus prácticas religiosas, el número de sinagogas dependía de la importancia de la comunidad judía. En el Toledo medieval llegó a haber diez sinagogas, conservándose todavía las de Santa María la Blanca y el Tránsito. La norma era que en todo lugar en el que hubiese al menos diez familias fuera levantada una sinagoga. Actualmente, las modernas sinagogas edificadas en occidente se inspiran en diseños y estilos actuales, distinguiéndose en ocasiones por el aire oriental del diseño o por llevar inscripciones en hebreo. En la segunda mitad del siglo XIX se impuso el estilo morisco, que evocaba la edad dorada judía en España y se oponía al gótico, tenido por símbolo del cristianismo. En este estilo destaca la sinagoga de Florencia (1784-82), con reminiscencias de la Alhambra e inspiración en Santa Sofía de Constantinopla. Después de la Segunda Guerra Mundial el auge constructivo se traslada a Estados Unidos, donde la pujante y acaudalada comunidad judía quiere levantar grandes y suntuosos espacios comunales, edificados de manera atractiva y en lugares de interés. Así ocurre por ejemplo con la sinagoga de Beth Solom, construida por F. Ll. Wright para la comunidad judía de Filadelfia. Una característica básica de la sinagoga es su carácter fundamental como centro comunitario, integrando no sólo un lugar de culto sino también de reunión, con salas de estudio y de asamblea, así como, en ocasiones, cocinas y bibliotecas. Incluso, más modernamente, se añaden zonas deportivas.
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De orígenes inciertos y uno de los pilares del judaísmo, su función principal ha sido siempre la de aglutinar a las comunidades en un mismo espacio y permitir continuar la vida religiosa de las poblaciones dispersas ya desde el exilio, después de la destrucción del primer templo en el siglo VI a.C. No obstante, las primeras sinagogas de las que se tiene constancia arqueológica han sido fechadas cinco siglos más tarde, hacia finales del periodo del segundo templo. La función comunitaria de la sinagoga, centro de la vida social y espiritual de las poblaciones, queda reflejada en su propio nombre, derivado de una traducción griega del hebreo bet keneset (lugar de reunión). De esta forma, ya existían sinagogas durante el segundo templo, que debieron tener una función claramente identificable y diferenciada. A partir del año 70 d.C. y con el triunfo del judaísmo rabínico, que pone el acento en la importancia central de la sinagoga, éstas empiezan a expansionarse, funcionando como un referente de las comunidades dispersas, a pesar de no perder de vista nunca el objetivo principal, que es la reconstrucción del Templo de Jerusalén. La pérdida de éste hizo que a partir de entonces la sinagoga añadiera a sus funciones como lugar de estudio y asamblea la de ser un centro religioso, una función que antes correspondía exclusivamente al templo. Sin embargo, en el templo se realizaban sacrificios, una labor que sólo allí podía ser hecha, según la ley judía. Por ello en la sinagoga los sacrificios fueron sustituidos por una intensificación del estudio y de los servicios divinos comunales. Para el judaísmo la sinagoga, al contrario que el templo, no es un espacio sagrado, aunque sí lo son los objetos que contiene y las actividades que en ella se realizan. Estos dos factores son los que hacen de la sinagoga un pequeño santuario de Israel en el exilio, a falta del templo. Tradicionalmente orientadas hacia Jerusalén, la actividad principal que determina la disposición del espacio y del resto de elementos es la lectura de la Torá. Sus rollos se conservan en el arca, situada en la pared que mira a Jerusalén, y son leídos desde un atril plano. En las sinagogas tradicionales el lector mira hacia el arca y el atril se sitúa muy lejano, en medio del recinto o al fondo, lo que crea problemas a la congregación para seguir al predicador. Modernamente, las sinagogas presentan el atril frente al arca, de forma que tanto el director de la plegaria como el predicador quedan de frente a los congregados. El atril se levanta en un recinto elevado, llamado por los sefardíes tebah (caja, antiguo nombre del arca) y por los ashkenazíes almemar o bimah (plataforma, en árabe y griego). Suele estar cubierto con un paño. El arca, que domina el interior de la sinagoga, es accesible a través de unos escalones. Generalmente está muy decorada, con motivos geométricos, tallas y textos en hebreo. Puesto que contiene la Torá, el arca es motivo de gran reverencia y ya su nombre hebreo -aron ha-kodesh o heikhal- sugiere reminiscencias del antiguo santuario de Jerusalén. Lo mismo ocurre con su lámpara (ner tamid) y la cortina (parokhet). Al frente de la sinagoga está el rabino, cuyas atribuciones van más allá de lo estrictamente religioso, actuando como una especie de juez, instructor e inspector de la vida civil de toda la comunidad. En los oficios, hombres y mujeres están separados, lo que es posiblemente una práctica de origen medieval. Las mujeres podían tener una sala propia, una galería o bien permanecer ocultas por cortinas o enrejados. A veces, una mujer instruida en la religión dirigía para ellas la oración en lengua vernácula. Actualmente la separación de géneros continúa sólo entre las comunidades ortodoxas. Cada semana se recita en la sinagoga una parte distinta (parashah) de la Torá, de tal forma que su lectura completa se hace a lo largo de un ciclo anual o trienal. Tras el parashah se lee un pasaje más corto de los Profetas.
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El conflicto armado con Inglaterra, iniciado en 1779 y vigente hasta 1783, fue el comienzo de crecientes dificultades financieras para la monarquía. Como medida fiscal de emergencia fueron creados en 1780, a iniciativa de Cabarrús, los vales reales, que eran a la vez títulos de deuda pública, con un 4 por ciento de interés y amortización en veinte años, y papel moneda, pues tenían curso legal, si bien esa segunda característica se hallaba limitada porque los comerciantes estaban autorizados a no aceptarlos y las tesorerías no podían pagar con ellos sueldos y pensiones. Cuando finalizó la contienda hispanobritánica con el Tratado de Versalles, la deuda derivada de los títulos ascendía a 451.700 millones de reales, que devengaban réditos por 18 millones anuales. Al acceder Carlos IV al trono, la financiación de los vales reales se efectuaba únicamente con fondos procedentes de los ingresos ordinarios y no se habían creado mecanismos específicos para su amortización, sin que surtieran el efecto esperado algunas reformas tributarias, como el arancel general de diciembre de 1782 o la renovación de encabezamientos de junio de 1785 para lograr un mayor rendimiento de las rentas provinciales, impulsada por el titular de Hacienda, Lerena. Sólo en 1792, y con el objeto de asumir el servicio de la deuda, se destinaron a ese fin durante un período de ocho años los excedentes de Propios y Arbitrios de los pueblos. Sin embargo, los intentos de amortización de la deuda se vieron frenados por la guerra contra la República que, iniciada en 1793, puso en marcha un proceso de endeudamiento asfixiante. Según Miguel Artola, la contienda produjo un déficit de Tesorería de 2.767 millones de reales, que no consiguió reducirse pese a las aportaciones extraordinarias puestas en marcha, como los subsidios que afectaron, con carácter uniforme y general, a toda España, y los donativos y anticipos de la Iglesia, con indicaciones expresas de Roma que, a principios de 1795, ordenó que del clero secular y regular español se exigieran para aquel año 36 millones de reales para los gastos de guerra. Las provincias próximas a la frontera con Francia soportaron los mayores sacrificios durante la guerra con la Convención. En Cataluña y Guipúzcoa la población tuvo que proporcionar víveres, alojamientos y bagajes a la tropa, azuzando las reivindicaciones foralistas en Navarra y el País Vasco y un difuso sentimiento catalanista en el frente oriental de la guerra. Pero lo más importante fueron las nuevas emisiones de vales reales que, entre 1794 y 1799, alcanzaron los 3.150 millones de reales y que tuvieron como efecto contraproducente depreciar los emitidos con anterioridad. La guerra con Inglaterra, iniciada en octubre de 1796, asestó un durísimo golpe a unas finanzas seriamente debilitadas. El ataque británico al comercio con las Indias y el bloqueo del comercio peninsular tuvieron como efecto la mengua de los caudales procedentes de América y la reducción de los ingresos aduaneros, un capítulo importante de las rentas ordinarias del Estado, cuyo déficit se incrementó en cerca del 40 por ciento respecto al originado durante la guerra con Francia de 1793-95. Los ahogos de las finanzas reales eran de tal naturaleza que se plantearon medidas que afectaron a la propiedad vinculada y, en particular, al patrimonio eclesiástico. En enero de 1795 se logró autorización de Roma para que Carlos IV cobrase las rentas de dignidades y beneficios eclesiásticos para aplicarlas a la amortización de los vales, y en agosto de ese mismo año se creó un impuesto del 15 por ciento sobre el valor de todos los bienes raíces o estables, derechos o acciones reales que en adelante se vinculen, afectando por ello, claro está, a los bienes raíces y derechos reales que adquiriese en adelante cualquier mano muerta.
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Como balance habría que señalar que, con la excepción del problema irlandés, el Reino Unido había triunfado en la tarea de adaptar sus instituciones a la nueva situación de una sociedad transformada por la industrialización, en la que predominaban las ideas liberales e igualitarias. El temor de los años cuarenta, con su recelo permanente de un estallido revolucionario, había quedado atrás. La prosperidad económica había apartado a las masas de la revolución, mientras que el inicio de las corrientes migratorias había servido para atenuar los conflictos sociales. El régimen político había acentuado su carácter parlamentario, convirtiendo a la Cámara de los Comunes en verdadero centro de la vida política. Por otra parte, la Monarquía había conseguido superar el descrédito que había sufrido durante los reinados de los últimos monarcas hannoverianos y, aunque el enclaustramiento de Victoria a raíz de su viudedad estuvo a punto de enajenarle las simpatías populares, la prosperidad económica y los avances coloniales contribuirían a una clara recuperación del prestigio de la Corona, que se demostraría en las conmemoraciones de finales de siglo. Aunque los signos de debilidad podían ser apreciados para quienes quisieran hacer una inspección detallada, el Reino Unido aparecía, al iniciarse el último tercio de siglo, como un verdadero gigante económico y político.
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En el momento en que España iba a verse implicada en un grave conflicto internacional, es necesario tratar de las relaciones exteriores, tema al que, hasta ahora, no nos hemos referido más que ocasionalmente -el escaso apoyo de Francia a los republicanos españoles; las presiones de, y los conflictos con, el Vaticano; el viaje de Alfonso XII a Alemania y Francia, en 1883; la cuestión de las Carolinas, en 1885; la guerra de Melilla, en 1893- porque no ha sido en absoluto necesario para explicar el proceso político. Las relaciones internacionales fueron un tema secundario que no afectó a las relaciones entre los partidos, ni fueron objeto de controversia pública. El planteamiento inicial de las relaciones exteriores en la Restauración fue, también, de Cánovas. Consistió en una política de recogimiento, en el sentido de que estaba determinada por el principio de que le era imprescindible a España "eludir toda clase de complicaciones exteriores dado (su) estado de debilidad", en expresión de Julio Salom. Cánovas justificó esta actitud en el estudio atento de nuestra historia y el conocimiento exacto de nuestro estado económico y político, así como de las circunstancias "en que el mundo se encuentra". El episodio de la historia nacional que más le influyó en este terreno fue la decadencia del siglo XVII -objeto preferente de su investigación histórica- cuya causa principal atribuía el político malagueño a la desproporción entre las necesidades de un imperio, sobrevenido por azar, y los medios de que disponía la nación española. Del conocimiento del estado de las fuerzas españolas en 1875, Cánovas sacó la conclusión de que las naciones "a quienes en punto a organización militar y marítima, aunque se trabaje con ardor en ello, tanto les falta, como actualmente le falta a la nuestra, no tienen más que una política que seguir, si al propio tiempo son poseedoras de grandes y ambicionados territorios, y esta política es la del statu quo, que les conviene para conservar siquiera lo que han heredado de sus padres; es la política defensiva, dispuesta a ser todo lo enérgica que la defensa exija; pero sin comprometerse en aventuras que sobre los desastres que tal vez pudieran traer, traerían para la conciencia el eterno remordimiento de haberlos merecido". Como el mismo Salom señala, no hay que confundir esta actitud de recogimiento con un "deliberado propósito de aislamiento. Siendo su política (de Cánovas), como lo fue, una guarda cuidadosa de los intereses españoles, mal podía realizarse ésta con un aislamiento tan selvático como hacen suponer las afirmaciones de sus detractores". En efecto, Cánovas buscó alianzas cuando lo juzgó necesario, por ejemplo con Alemania, en 1877 -pensando que la monarquía española todavía pendía de un hilo- pero no consiguió de Bismarck más que un vago acuerdo. El mismo Cánovas confesaría, con amargura: "Las alianzas o las relaciones políticas de las naciones impotentes, nada significan (...) Lo primero que se necesita son barcos de guerra, son cañones, son fortificaciones, son fusiles (...) Tiene cuantas alianzas quiere aquel cuya alianza (...) puede servir, en parte, para sobreponerse a los demás; no tiene alianza cierta nunca, para nada, aquel que el día en que sobreviene un conflicto, no puede poner su parte para el buen éxito". El partido liberal tuvo un actitud relativamente distinta en esta materia, en el sentido de desplegar una mayor actividad y ambición. La opinión de Segismundo Moret -el hombre clave de los liberales en esta materia- expresada en un Memorándum confidencial redactado en 1888, era que "a la muerte del rey don Alfonso XII, España no tenía política internacional; más aún, puede decirse (...) que la Restauración no la había tenido (...) El partido conservador, simbolizado por el señor Cánovas del Castillo, no tuvo más política internacional que la de rehuir toda cuestión, alejarse de todo peligro, empequeñecerse y empequeñecer al país para librarle de toda complicación exterior". El político liberal, y ministro de Estado en diversas ocasiones, opinaba que la política de España en Europa no podrá ser nunca la de neutralidad o la de indiferencia. "Los indiferentes no tienen amigos el día de la desgracia, y los neutrales, sobre todo si son débiles, están destinados a servir de presa a los combatientes y de trofeo a los vencedores". En consecuencia, Moret buscó una vinculación más estrecha con las potencias europeas, y concretamente con la Triple Alianza, formada por Alemania, Austria-Hungría e Italia. "Siendo España una monarquía y debatiéndose en el mundo el principio monárquico -argumentaba- (era necesario) gravitar forzosa y necesariamente hacia la gran alianza monárquica que es hoy la salvaguardia y la garantía de ese principio. Una alianza con la República francesa sería inmoral, pero sería, sobre todo, una insigne torpeza, dadas las lecciones de la historia y las enseñanzas de nuestros mismos días". En 1887, Moret consiguió efectivamente una vinculación con la Triple Alianza, mediante un Acuerdo secreto con Italia -un procedimiento habitual en la enrevesada trama bismarckiana de relaciones internacionales-, circunscrito a las áreas mediterránea y norteafricana. España se comprometía a no adoptar con Francia ningún tratado ni acuerdo político alguno que directa o indirectamente vaya dirigido contra Italia, Alemania o Austria-Hungría, y a mantenerse en comunicación con Italia, en relación con cualquier novedad que pudiera surgir en estas áreas. El Acuerdo fue renovado por el gobierno Cánovas en 1891 por cuatro años más. No sirvió de nada a España esta ligera vinculación a algunas potencias europeas a la hora de su enfrentamiento con los Estados Unidos. Sólo contó con su neutralidad, igual que con la de las demás potencias, más o menos interesada o amistosa. No parece que quepa achacar esta falta de apoyo efectivo a imprevisión o incompetencia en sus gestiones. Las relaciones diplomáticas -alianzas y ententes- entre los Estados europeos de la época tenían como objeto preferente el propio espacio europeo o los nuevos territorios que se abrían a su imperialismo en los continentes africano y asiático. El problema de Cuba era diferente por tratarse de una vieja colonia americana, que estaba en el área de influencia de la gran potencia emergente de la zona, los Estados Unidos. Ya a comienzos de la década de 1820, la oposición anglosajona -del Reino Unido y los Estados Unidos- había cortado de raíz la posibilidad de una intervención europea en favor de España frente a sus colonias americanas sublevadas. A la altura de fin de siglo, de acuerdo con la realista percepción de Cánovas, en el contexto de la "realpolitik" en que se desenvolvían las relaciones internacionales, resulta imposible imaginar qué podía ofrecer España a cualquiera de las potencias europeas a cambio de una alianza defensiva frente a los Estados Unidos.
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La sociedad francesa respondía en 1789, al menos desde el punto de vista jurídico, a la estructura tradicional del Antiguo Régimen, en el sentido de que era una sociedad esencialmente aristocrática en la que el privilegio del nacimiento y la propiedad agrícola constituían su pilar básico y su fundamento.En la cúspide de la pirámide social se hallaba la nobleza. Su número podría calcularse en esta época en unos 350.000 individuos, es decir, aproximadamente el 1,5 por 100 del total de la población francesa. Todos los nobles poseían privilegios honoríficos, económicos y fiscales, y en su conjunto poseían la quinta parte de las tierras del reino. Ahora bien, la nobleza no constituía un orden social homogéneo ya que existían notables diferencias entre los distintos grupos que la integraban. Entre ellos, destacaba la nobleza de Corte, alrededor de 4.000 personas que vivían en Versalles junto al rey y disfrutaban de un tren de vida y de un lujo que no siempre respondía a su verdadera situación económica. Algunos de estos nobles comenzaron un acercamiento a la burguesía de las finanzas y de los negocios con el objeto de buscar un camino que les permitiese salir de sus dificultades.La nobleza provinciana era distinta, pues solía vivir entre sus campesinos y los derechos feudales que recibían de éstos eran su principal sostén. Sin embargo, como estos derechos se hacían efectivos en metálico y en unas cantidades que habían sido pactadas hacía mucho tiempo, significaban ya muy poco en 1789 a causa de la depreciación del valor del dinero y del aumento del coste de la vida. Por esa razón sus dificultades económicas eran aún más graves que las de la nobleza cortesana. Numéricamente eran el grupo más importante, pero su influencia era muy inferior a la de la gran nobleza.Por otra parte, existía una "nobleza de toga", salida en el siglo XVI de la alta burguesía y que ya en el XVIII tendía a confundirse con la nobleza de espada. Ocupaba los cargos burocráticos y administrativos y sus puestos se transmitían de padres a hijos.Si en su composición el orden social nobiliario presentaba notables diferencias, también existía una variedad en cuanto a su mentalidad y a sus intereses. La nobleza de Corte, influenciada por las ideas de la Ilustración, era la principal beneficiaria de los abusos de la Monarquía y sin embargo criticaba al sistema sin darse cuenta que cualquier cambio redundaría en su propio perjuicio. Por su parte, la nobleza provinciana era completamente reaccionaria, pero se oponía al absolutismo.El orden social más antiguamente constituido era el clero. Su número ascendía a unas 120.000 personas, es decir, aproximadamente el 0,5 por 100 de la población. Su base económica residía en la percepción del diezmo y en sus propiedades rurales y urbanas. En total, se estima que la Iglesia poseía un 10 por 100 del total de las tierras en Francia. El "alto clero", compuesto por los obispos, arzobispos, canónigos y otras dignidades, se reclutaba exclusivamente entre la nobleza y su forma de vida no tenía nada que envidiarle a ésta. También, por su mentalidad, estaban estrechamente unidos al sistema social del Antiguo Régimen. Por el contrario, el "bajo clero" procedía de las capas inferiores de la sociedad y su penuria económica era también comparable a la de los seglares de su mismo estrato social. Por su situación fueron fácilmente ganados por las ideas reformistas y muchos de ellos se convirtieron en portadores de las aspiraciones populares. El clero regular estaba integrado por unos 25.000 religiosos y unas 40.000 religiosas. A finales del siglo XVIII este sector del clero atravesaba por una grave crisis a causa de su decadencia moral y de la relajación de su disciplina, y era muy criticado por las abundantes riquezas que administraba.La población francesa no integrada ni en la nobleza ni en el orden eclesiástico formaba parte del Tercer Estado. Era el grupo social más heterogéneo de todos y representaba la inmensa mayoría de la nación, es decir, más de 24.000.000 de personas a finales del Antiguo Régimen. Comprendía a las clases populares campesinas y urbanas, a la pequeña y mediana burguesía, compuestas por los artesanos y comerciantes, así como a muchos de los profesionales liberales: abogados, notarios, médicos, profesores. En el estrato superior de este grupo, se situaba la alta burguesía de las finanzas y el gran comercio. Lo que unía a los diversos elementos del Tercer Estado era la oposición a los privilegiados y la reivindicación de la igualdad civil. Era una auténtica nación en sí mismo, como diría Sièyes en su famoso folleto Qu´est-ce que le Tiers Etat?Las ciudades eran el dominio de la burguesía y representaban el símbolo de la expansión y del fortalecimiento de este grupo, cuyo único límite lo constituía la barrera del nacimiento. Las riquezas y las formas de vida de la gran burguesía de negocios eran equiparables y a veces superiores- a las de la gran nobleza, con la que había, incluso, establecido lazos familiares en su afán por ascender a lo más alto de la cúspide social. Sus negocios financieros en la capital o el floreciente comercio mantenido a través de los puertos marítimos de Burdeos, Nantes o La Rochelle, con las islas del Caribe, les proporcionaba cuantiosos beneficios que empleaban en la compra de tierras o en la financiación de la industria naciente.Muy distinta era la pequeña burguesía de los artesanos, que constituía alrededor de los dos tercios de los efectivos de la burguesía en general. Sin embargo, como afirma Furet, el sentimiento colectivo de frustración social y su repulsa a la discriminación contribuyeron a unir a grupos tan diversos. Esta categoría social estaba ligada a las formas tradicionales de la economía, al pequeño comercio y a la artesanía, caracterizados por la dispersión de los capitales así como de la mano de obra esparcida en pequeños talleres. Estos artesanos eran generalmente hostiles a la organización capitalista de la producción; eran partidarios, no de la libertad económica como la burguesía de negocios, sino de la reglamentación, que emanaba de los distintos gremios y corporaciones.Por debajo de la pequeña burguesía estaban las llamadas clases populares urbanas, las cuales, a pesar de vender su fuerza de trabajo por un pequeño salario no constituían un verdadero proletariado urbano en el sentido marxista. La diversidad de condiciones en que se desenvolvía este grupo social les impedía llegar a alcanzar un verdadero sentimiento de clase. Sus condiciones de vida eran difíciles y constituían un verdadero termómetro por su sensibilidad ante cualquier crisis de subsistencia o ante la alteración del nivel de los precios. Por esa razón, afirma François Furet que sus reacciones colectivas eran más de consumidores que de productores. Es decir, que era más fácil que se manifestasen por una subida del precio de pan que por una reivindicación de tipo salarial. Su situación se agravó especialmente en el siglo XVIII a causa del crecimiento de la población y el aumento de los precios. El asalariado de clientela constituía probablemente el más importante de las clases populares urbanas: jardineros, cargadores de agua, de madera, recaderos, etc., a los que se añadía el personal doméstico de la aristocracia o de la burguesía, particularmente numeroso en algunos barrios de París, como el "faubourg Saint Germain".Los campesinos constituían en Francia más de las tres cuartas partes de la población total del reino. Al ser un país esencialmente rural, la producción agrícola dominaba la vida económica, de ahí la importancia de la cuestión campesina en el proceso de la Revolución. Los campesinos constituían una población de carácter conservador, apegada a las tradiciones y a las creencias religiosas, así como a las costumbres ancestrales que habían ido transmitiéndose de generación en generación.La condición del campesino era muy variable y dependía de la situación jurídica en la que se encontraba y de su relación con la tierra que cultivaba. En cuanto a la situación jurídica, había siervos y había campesinos libres. Sobre los primeros pesaba la "mainmorte", que les obligaba a estar sujetos al señor y a pagarle derechos importantes. Entre los campesinos libres había propietarios de pequeñas explotaciones familiares, dueños de la tierra y del producto de la tierra que cultivaban y por lo tanto susceptibles de afrontar sin dificultad las alzas de precios de los productos e incluso de beneficiarse de ellas. Estos labradores, como se les llamaba en el Antiguo Régimen, eran campesinos relativamente acomodados -una auténtica burguesía campesina-, algunos de los cuales se enriquecieron con la coyuntura del siglo. Existían también los arrendatarios, que eran dueños del producto que cultivaban, pero no de la tierra. Tenían que pagar el arriendo y además los impuestos civiles y eclesiásticos. Sus estrecheces económicas les llevaba a veces a complementar sus ingresos con un trabajo salarial que realizaban en su propia casa o en el pueblo vecino. Por último, había una legión de jornaleros y braceros agrícolas, que constituían un verdadero proletariado agrícola. Esa proletarización de las masas campesinas se efectuó, según Albert Soboul, a finales del siglo XVIII, como consecuencia de la reacción señorial y de la agravación de las cargas señoriales y reales. Al no ser dueños, ni del producto de la tierra ni de la tierra misma, su capacidad para defenderse ante el alza de precios era muy escasa, de tal forma que su situación era muy difícil.Las cargas que pesaban sobre el campesinado eran importantes. Los impuestos que pagaba a la Corona eran la talla, un impuesto que se repartía por cabezas; la gabela, un impuesto indirecto, y además, la obligación de alojar tropas, construir carreteras y atender a los transportes militares. A la Iglesia había que pagarle el diezmo sobre las cosechas y sobre los ganados. Y por último, los derechos señoriales, los más gravosos de todos y los más impopulares, que consistían en los derechos exclusivos de caza y de pesca, de peaje, de servicios personales, así como los derechos reales sobre las tierras.Así pues, en estos años finales del siglo XVIII la sociedad caminaba hacia una nueva estructura, aunque se hallaba constreñida en las formas del Antiguo Régimen: la burguesía poseía las riquezas, pero era la nobleza la que detentaba los privilegios; el campesinado era el grupo más numeroso de la sociedad, pero era el que, en su mayor parte, vivía en las peores condiciones de pobreza; el alto clero era poderoso y la Iglesia poseía una gran cantidad de tierras, pero muchos eclesiásticos se desenvolvían con dificultades. Estos contrastes provocaban grandes tensiones y elevaban la temperatura social a un grado que hacía prever el estallido.
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Estrechamente relacionado con la difusión en las provincias hispanas del modelo de ciudad romana y con las transformaciones económicas que se operan, se produce la implantación de un modelo social que puede someramente definirse bajo dos prismas completamente antagónicos, como son la integración de las elites sociales indígenas y la explotación de otra parte de la población, que llega hasta sus últimas consecuencias con la reducción del hombre a mero instrumento de trabajo (instrumentum vocale), que se efectúa mediante la difusión de la esclavitud-mercancía en determinados ámbitos del sistema productivo. La integración y, en consecuencia, la inversión también de las relaciones de subordinación que globalmente había caracterizado la situación de los hispanos, al margen de la articulación interna de las comunidades, con respecto al pueblo romano durante el período republicano, tiene su procedimiento fundamental en la concesión de los derechos parciales o globales de la ciudadanía romana. Aunque semejante promoción puede realizarse de forma individual, su mayor relevancia histórica viene dada por la promoción colectiva mediante la concesión de un determinado estatuto privilegiado, de rango colonial o municipal, a las comunidades. La concesión de la ciudadanía romana a los hispanos implica la posesión de un estatuto jurídico que en el marco del principado afecta esencialmente a los derechos civiles como el acceso a la propiedad (ius comercii) o a la familia (ius connubii); no obstante, su difusión en el marco de la urbanización proyecta también un modelo social que se materializa en el ámbito de las relaciones de parentesco con la instauración del tipo de familia romana, y en el dominio público genera una determinada articulación social que facilita al mismo tiempo la cohesión de la comunidad ciudadana y el acceso restrictivo de su elite a los honores públicos, tanto en el ámbito local como en el del Imperio. El tipo de familia inherente al modelo de ciudadanía romana se define por su carácter patriarcal, lo que implica la acumulación de prerrogativas en el pater familias, al que debemos concebir, más que como progenitor desde una óptica moderna, como propietario; este último aspecto puede gráficamente observarse en la articulación concreta que se realiza en la distribución parcelaria de las fundaciones coloniales; la distribución de la tierra mediante la centuriacíón implica la atribución a cada uno de los colonos de una parcela a la que se le define como heredium, que conforma el patrimonio familiar susceptible de ser transmitido por vía agnaticia. Los poderes y prerrogativas del pater familias se proyectan en diversos planos que abarcan desde el culto familiar al jurídico y económico; en el ámbito familiar oficia como sacerdote del culto doméstico, que tiene su centro en el atrio de cada domus, en torno al lararium o sacrarium en el que se honra a los dioses protectores de las provisiones (penates), del fuego (lares), a los antepasados (manes) y al Genius que encarna el principio de la fertilidad. Precisamente, la epigrafía hispana denota la implantación que posee este aspecto del modelo social mediante la amplia difusión que adquiere a partir de época flavia la consagración de inscripciones en las necrópolis a los dioses manes bajo la fórmula D(is) M(anibus) s(acrum). La organización del culto familiar puede considerarse paradigmática de las correspondientes relaciones patriarcales en el sentido de que la exclusión de las hijas, que tan sólo participan excepcionalmente el día de su boda, expresa la posición subordinada de la mujer, formalmente regulada mediante la tutela (manus), que tiene su proyección jurídica en los diversos estatutos de los municipios y colonias de las ciudades hispanas, como se aprecia concretamente en los fragmentos conservados de la Lex Ursonensis. Pero no constituye más que uno de los elementos en los que se materializa el poder omnímodo del pater familias, que se proyecta también en la administración de justicia en el ámbito familiar, hasta el punto de que el jurista Papiniano afirma que la ley concedió al padre la potestad de vida y muerte sobre sus hijos, o en la organización económica que le concede el exclusivo derecho de propiedad o la dote de la mujer. No obstante, semejante tipo de familia no se mantuvo al margen de las transformaciones de la sociedad romana. A partir de finales de la República, y pese a las reformas restauradoras de Augusto, se observa una transformación que afecta a la disminución de la importancia de las relaciones agnaticias, con la extensión de las relaciones cognaticias entendidas en sentido amplio y la disminución de los poderes omnímodos del pater familias en el plano jurídico y económico, lo que posibilita el que los hijos puedan ser propietarios, el que los esclavos tengan su peculium, o matizaciones en el uso y devolución de la dote.
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La sociedad egipcia manifiesta un elevado grado de jerarquización y dependencia, ocupando el último escalafón el faraón. Los esclavos ocupaban la posición más baja del escalafón. En su mayoría procedían de otros países, capturados en la guerra o vendidos por mercaderes especializados en este "producto". El esclavo se podía dedicar a todo tipo de trabajos, agrícolas o domésticos, teniendo potestad su dueño para venderlo, cederlo o alquilarlo. Por encima encontramos a los sirvientes; a cambio de una pequeña retribución realizaban todo tipo de trabajos, considerándose personas libres pero dependientes de su señor. Los campesinos serían la siguiente clase social. Dentro de este grupo distinguimos a los braceros que trabajaban para el faraón, un templo o un rico hacendado a cambio de un miserable salario. Los pequeños propietarios debían entregar la mayor parte de sus cosechas al Estado o los templos en calidad de tributos, viéndose obligados a realizar los trabajos públicos necesarios a cambio de la manutención. Los artesanos se encuentran en la clase intermedia, habitando en su mayoría en las ciudades. También estaban obligados a realizar los trabajos comunitarios pero podían pagar a alguien que los sustituyera. Los miembros de la administración constituían las élites de la sociedad, aunque encontramos una subdivisión dependiendo de sus cargos.
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Tradicionalmente existe una división social característica en el mundo griego entre las dos polis principales y rivales entre sí: Atenas y Esparta. La sociedad espartana está caracterizada por su rigidez. Tres clases constituyen esta sociedad dividida en espartanos, periecos e hilotas. Los espartanos eran todos los nacidos en Esparta durante generaciones y recibían la consideración de ciudadanos, siendo considerados iguales ante la ley. Los periecos solían ser extranjeros que se dedicaban a la artesanía y el comercio; debían pagar impuestos y servir al ejército en tiempos de guerra. Los ilotas no tenían ningún tipo de derecho ya que eran siervos del Estado; en caso de necesidad eran reclutados para el ejército y trabajaban las tierras de los ciudadanos a cambio de un tributo. Los espartanos eran educados para formar parte del ejército. Los niños discapacitados eran arrojados al barranco del Taigeto. A los siete años, niños y niñas iniciaban su adiestramiento físico a cargo del Estado mediante carreras, saltos, manejo de las armas o lanzamiento de jabalina. La música formaba parte del adiestramiento ya que consideraban que los ejércitos entonando una canción marcial asustaban al enemigo. Las adolescentes abandonaban el adiestramiento para ser educadas como madres de soldados. Durante trece años los muchachos se preparaban, teniendo que vivir una temporada en solitario en el campo y matar al menos a un ilota. Entre los 20 y 30 años se integraban en el ejército donde continuaban su perfeccionamiento militar. A los 30 años alcanzaban la edad adulta y pasaban a desempeñar cargos públicos hasta los 60. Los ciudadanos espartanos se regían por una constitución en la que se reflejan las instituciones que forman el poder en la polis. La Diarquía está compuesta por dos reyes con carácter hereditario y tienen como función la máxima autoridad sacerdotal y la jefatura de las fuerzas armadas. El Consejo de Ancianos está constituido por 28 ancianos miembros de la nobleza y menores de 60 años, cuyas funciones son preparar los asuntos que trata la Asamblea y juzgar los litigios entre los ciudadanos. La Asamblea del Pueblo la forman los espartanos mayores de 30 años y deben aprobar o rechazar las propuestas del Consejo. El Eforato está compuesto por cinco éforos elegidos cada cinco años por los ciudadanos, teniendo en su mano el poder ejecutivo y el control sobre la conducta moral de los magistrados, los reyes y el Estado. La sociedad ateniense de la época clásica viene determinada por la división entre hombres libres y esclavos, a pesar del sistema democrático vigente. Se considera que de los 500.000 habitantes de la península Atica, sólo 40.000 eran ciudadanos libres. Estos ciudadanos tenían una amplia serie de derechos como el gobierno de la ciudad a través de la participación en la Asamblea y del control sobre los magistrados y los jueces, la propiedad de la tierra o la remuneración por desarrollar actividades públicas (siempre que el ciudadano en cuestión no tuviera suficientes rentas). A cambio de estos derechos deben participar en la guerra y correr con los gastos ocasionados por las campañas militares. Los metecos eran los extranjeros, considerándose que llegarían a los 70.000. Se dedicaban al comercio y a la artesanía, estando sus bienes protegidos. No podían poseer bienes inmuebles ni tierras, ni casarse con ciudadanas atenienses. Participaban en las fiestas sociales y religiosas y podían recibir encargos del Estado y concesiones mineras. Los deberes de los metecos eran acudir al servicio militar y pagar sus impuestos. Los esclavos serían unos 300.000 y carecían de derechos; debían trabajar para el Estado o sus propietarios particulares sin recibir nada a cambio, excepto la manutención. Se podían vender e incluso dar muerte ya que eran una propiedad más de sus dueños. Los esclavos procedían en su mayoría de las campañas de guerra, siendo capturados como prisioneros. El ciudadano o meteco que no pagara sus impuestos podía ser reducido a la esclavitud. En algunas ocasiones los esclavos eran reclutados para formar parte del ejército, siendo manumitidos si destacaban en alguna acción de armas. Los libertos quedaban vinculados a sus antiguos dueños. La educación ateniense era diferente a la espartana. Los niños acudían a la escuela a los siete años, iniciándose en primer lugar en las humanidades y después en los deportes, entre los 12 y los 14 años. A los 18 eran declarados efebos, siendo desde ese momento el Estado quien se ocupaba de su educación militar, política y administrativa durante tres años. A los 21 eran declarados ciudadanos de pleno derecho. La democracia ateniense sólo implicaba a los ciudadanos en las tareas de gobierno y en la elaboración de las leyes. Todos los ciudadanos eran iguales ante la ley, sólo existía diferenciación económica entre ellos. La elección de cargos públicos se realizaba por sorteo, remunerando a aquellos ciudadanos que no tenían posibles suficientes para dedicarse en exclusiva a la política. De esta manera se impedía que los poderosos coparan los cargos más importantes. El poder legislativo está en manos de la Asamblea (Ecclesia) que tiene la función de aprobar las leyes y los impuestos; en ella participan unos 3.000 ciudadanos aunque está formada por los 40.000. La dirección de la Asamblea recae en un consejo llamado Boule integrado por 5.000 ciudadanos elegidos por sorteo, siendo el consejo quien propone las leyes. El poder judicial está constituido por un tribunal (Helieo) que juzga las quejas de los ciudadanos; está formado por ciudadanos elegidos por sorteo en la Asamblea y tiene un equipo asesor integrado por juristas llamados arcontes. El poder ejecutivo está formado por los magistrados, dirige el ejército, la política exterior y la economía; su control está en manos de la Asamblea y debe obedecerla.
contexto
El Imperio acadio impuso un tipo de economía centralizada en el palacio, en la que un grupo funcionarial controla la producción, la administra y recibe propiedades y prebendas. El rey o soberano, con pleno derecho sobre sus gobernados, está a la cabeza de la escala social, sostenido por su prestigio personal y su carácter de jefe militar, con 5.400 hombres a su cargo. Durante la etapa neosumeria, prosigue la divinización del soberano según la costumbre acadia, mientras que el resto de la población se divide según un patrón económico y laboral. La riqueza de un individuo y su trabajo son los elementos que determinan su posición en la escala social. La sociedad se divide en libres, semilibres y esclavos. Entre los primeros existían grandes diferencias. Había algunos grupos privilegiados, como sacerdotes, militares o funcionarios; otros, por el contrario, a pesar de ser libres -esto es, no pertenecer a ninguna otra persona o institución- tenían graves problemas de subsistencia, siendo en ocasiones el objetivo de algunas medidas contra la pobreza dictadas desde el poder. En segundo lugar, los semilibres (mash-en-kak) aunque tenían libertad de derecho, su precaria situación económica les obligaba a trabajar para el templo o el palacio, con lo que veían restringida su libertad. El último grupo, los esclavos (arad), estaba a su vez dividido en dos grupos: los geme o ir, que había adquirido tal condición por decisión de un juez, o porque sus servicios han sido vendidos por ellos mismo o por sus padres; y los namra, es decir, prisioneros de guerra. Entre ambos había grandes diferencias, pues los primeros estaban jurídicamente reconocidos y trabajaban en labores domésticas o agrícolas. Los namra, por el contrario, eran obligados a trabajar para el Estado en sus talleres o granjas, estando totalmente privados de ningún derecho.