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Las realizaciones del segundo bienio han sido juzgadas de muy distinta forma. Para las opiniones más progresistas, fue una etapa puramente reaccionaria, de regresión del proyecto democrático. Las visiones más derechistas han tendido a interpretarlo como un período de actividad poco satisfactoria en el que se desperdició la oportunidad de desmontar la obra reformista de la etapa anterior y de frenar la progresión revolucionaria de la izquierda. Pero un juicio suficientemente ponderado obliga a matizar, desde cualquier perspectiva, estas posturas. Es innegable que la etapa radical-cedista supuso un reflujo del impulso reformista, forzado por el nuevo equilibrio de fuerzas políticas. Madariaga ha escrito que Lerroux "se daba cuenta de la importancia de la Iglesia y del Ejército en la vida española y se dispuso a reconquistar estas dos fuerzas y si era necesario, a pagar el precio". El precio era la rectificación parcial de la legislación reformista del primer bienio y una nueva actitud de los poderes públicos ante las relaciones sociales, que implicaba la devolución a las clases privilegiadas de determinadas parcelas de control del Estado. La política del bienio basculó, pues, entre la fidelidad a las líneas básicas del 14 de abril y la necesidad de abrir nuevos espacios de gobernabilidad a la derecha, cuya marginación de los aparatos de poder era ahora imposible. Pero ello no significaba que la actividad legislativa sufriera un parón, ni que el Parlamento viviera permanentemente entregado al desmantelamiento de la obra de las Constituyentes. Entre las 375 leyes aprobadas en la segunda legislatura había varias claramente contrarreformistas, pero la mayoría afectaban a la gestión de trámite del Estado y algunas incluso completaban, con espíritu ciertamente más templado, proyectos de los equipos republicano-socialistas. a) La contrarreforma agraria: Quizás el aspecto más negativo de esta legislación sea el agrario, pero incluso aquí conviene matizar la condición contrarreformista de la labor de algunos responsables ministeriales. El republicano progresista Cirilo del Río, que fue ministro de Agricultura durante casi un año, respetó el ritmo previsto de la reforma, tal vez consciente de que con ello restaba fuerza a la protesta de los sindicatos de trabajadores agrarios. En 1934 se asentaron más campesinos que en todo el período precedente y se cuadruplicó la expropiación de tierras. En cambio, el ministro se esforzó en desmontar el poder socialista en el campo y en rectificar el rumbo de alguno de los aspectos más polémicos de la reforma agraria. Así, en febrero de 1934 se acordó no prorrogar los arrendamientos de los aparceros que habían ocupado tierras incultas en virtud del Decreto de Intensificación de Cultivos, cuya vigencia concluía en octubre, se suspendió la revisión de rentas, que favorecía a los colonos, y aumentaron las facilidades para el desahucio de los arrendatarios insolventes. En pocas semanas fueron desalojados 28.000 ocupantes de fincas, y la libertad de contratación de braceros permitió a los propietarios adoptar represalias contra las organizaciones locales de campesinos, que además se vieron perjudicadas por la reforma del régimen de Jurados Mixtos. En mayo se modificó la Ley de Términos Municipales, ferozmente combatida por las patronales agrarias, y cuya nueva redacción equivalía prácticamente a su derogación. La Ley de Amnistía devolvió a la antigua nobleza una parte de las tierras que se le habían confiscado en 1932. Los sindicatos agrarios de la UGT respondieron a estas medidas convocando una huelga general en junio, coincidiendo con la recogida de la cosecha, a fin de lograr mejores condiciones laborales. Pero aunque los ministros de Agricultura y Trabajo aceptaron negociar con los ugetistas, la mayoría del Gobierno adoptó una posición muy beligerante en favor de los patronos. El ministro de la Gobernación, el radical Rafael Salazar Alonso, declaró de interés nacional la recolección de la cosecha e impartió órdenes para que se impidiera la actuación de los sindicatos en lo que consideraba un movimiento revolucionario. La huelga, de carácter pacífico, pero protagonizada por los sectores más depauperados -y, por tanto, desesperanzados- del campesinado, fue un fracaso y provocó una desmedida represalia gubernamental, que desmanteló buena parte del sindicalismo rural y debilitó aún más la capacidad de resistencia del proletariado agrícola. En octubre de 1934, el cedista Manuel Giménez Fernández ocupó la cartera de Agricultura. Católico progresista, se empeñó en la tarea de ampliar la legislación reformista con medidas de notable alcance social, pese a su carácter moderado y a la prioridad que otorgaba el ministro a los derechos legítimos de propiedad. La Ley de Yunteros, de 21 de diciembre, prorrogó la ocupación de tierras por los campesinos extremeños, a los que el cumplimiento del plazo de dos años otorgado por el Decreto de Intensificación de Cultivos, de octubre de 1932, planteaba la amenaza de un desalojo masivo a instancias de los propietarios de las tierras que se les habían adjudicado. Por el contrario, un Decreto de 9 de enero de 1935 suspendió temporalmente las expropiaciones definitivas, excepto las ofrecidas voluntariamente. Pero su principal obra fue la Ley de Arrendamientos Rústicos, de 15 de marzo. La Ley pretendía amparar los derechos de los colonos, garantizándoles la compra de tierras a los doce años de su explotación a un precio que compensara a los antiguos propietarios. Pero el Parlamento recortó sus efectos al establecer una libertad total de contratación de arrendamientos y la limitación mínima de los contratos a una sola rotación de cultivos. Las iniciativas del ministro, pese a su escasa audacia, fueron muy combatidas por los propietarios, que le calificaban de "bolchevique blanco". Los monárquicos mantuvieron en el Parlamento una abierta beligerancia contra las leyes de Yunteros y de Arrendamientos, aplaudida por los diputados agrarios y gran parte de los cedistas, y el propio Gil Robles criticó el celo de su colaborador. En este clima hostil, una tercera Ley, sobre incremento del pequeño cultivo, que habría permitido parcelar parte de las grandes fincas extremeñas, no prosperó. En el Gobierno de abril de 1935 ya no figuraba Giménez Fernández. En este Gabinete de mayoría derechista, la cartera de Agricultura fue para un miembro del Partido Agrario, Nicasio Velayos, un gran propietario que se aplicó en legislar la contrarreforma. La prórroga a los ocupantes de fincas que establecía la Ley de Yunteros, no fue mantenida, y miles de familias se vieron expulsadas de modo fulminante de las tierras que cultivaban. La Ley para la Reforma de la Reforma Agraria, aprobada por las Cortes el 1 de agosto, no anulaba la Ley de Bases de 1932, pero limitaba mucho su aplicación. Se suprimió la expropiación sin indemnización, liquidando el Estado a los propietarios con efectos retroactivos las rentas derivadas de lo que ahora se consideraban simples ocupaciones temporales. En adelante los dueños de las fincas podrían intervenir en la tasación oficial de su propiedad, negociando caso a caso con el IRA, y recurrir a los Tribunales, lo que suponía de hecho imponer un alza considerable en la indemnización. A la vez, se limitaron aún más los fondos del IRA para estos efectos -pese a lo cual terminó el ejercicio de 1935 con superávit- se recortó el ritmo de asentamientos de campesinos a dos mil por año y se detuvo la confección del Registro de la Propiedad Expropiable. Aunque la Ley abría una puerta a futuras expropiaciones al admitir su realización por motivos de utilidad social, su entrada en vigor supuso, en la práctica, la congelación de la reforma agraria. b) La política militar: Otro de los grandes apartados reformistas, el militar, fue en cambio poco rectificado. Ninguno de los siete ministros de la Guerra del bienio tuvo tiempo o ideas para deshacer la legislación azañista, sobre cuya calidad técnica existían pocas dudas, si bien los dos más significados, Hidalgo y Gil Robles, imprimieron a su gestión una orientación marcadamente contraria a la de la etapa Azaña. Dispuesto a despolitizar la cuestión militar, Hidalgo buscó atraerse a los descontentos, sobre todo a los africanistas, concediendo ascensos para puestos vacantes que debían haberse amortizado. Promocionó así a algunos militares de lealtad más que dudosa al régimen, como el general Francisco Franco, a quien encomendó, contra el parecer mayoritario del Gobierno y sin cargo oficial alguno, la planificación de las operaciones militares contra los mineros asturianos en octubre de 1934, que fueron dirigidas por el general Goded, uno de los conspiradores de agosto de 1932. La llegada de Gil Robles al Ministerio, en mayo de 1935, reforzó el papel de los militares antiazañistas y la tendencia al intervencionismo político de la oficialidad. El general Fanjul, reconocido monárquico, fue su subsecretario, Franco pasó a dirigir el Estado Mayor Central, Mola ocupó la jefatura del ejército de Marruecos y Goded fue nombrado director general de Aeronáutica. Por el contrario, generales de historial republicano, como Riquelme, Romerales o López Ochoa fueron cesados en sus puestos por el ministro a lo largo de la primavera y el verano de 1935 y otros muchos oficiales identificados con la izquierda republicana y obrera sufrieron represalias profesionales. Sin embargo, preocupado por la actividad conspirativa de los monárquicos, Gil Robles procuró atraerse al minoritario sector involucionista del Ejército con proyectos de rearme, como la compra de material bélico a la Alemania nazi, y promesas de ampliación de plantillas, mientras una hábil política de gestos testimoniales devolvía a las Fuerzas Armadas un conservador espíritu de cuerpo que demostraría su eficacia en julio de 1936. Sin embargo, la rectificación de la legislación del primer bienio, sometida a estudio de forma inconexa, no llegó a producirse. c) Legislación socio-laboral: En el terreno laboral, la legislación caballerista fue parcialmente desmontada bajo la presión de las organizaciones patronales, pero durante la etapa de los gobiernos radicales el Ministerio de Trabajo se esforzó por mantener un cierto equilibrio entre las posiciones de los trabajadores, cuyos sindicatos conservaban una gran capacidad de movilización, y los empresarios, que no perdían ocasión de manifestar su descontento ante la inexistencia de una auténtica contrarreforma laboral. Los Jurados Mixtos no desaparecieron, como exigían insistentemente estos últimos, pero sus presidentes, designados por el Gobierno, se mostraron más receptivos a los intereses patronales, especialmente en el campo, donde descendieron los salarios reales y no dejó de incrementarse la cifra de parados. Tras la Revolución de Octubre y la dura represión que se abatió sobre el movimiento obrero, el ministro cedista Anguera de Sojo suspendió provisionalmente los Jurados Mixtos y el Ministerio renunció a seguir actuando como mediador en las cuestiones laborales. Profundizando la ofensiva contra los sindicatos, un Decreto de 1 de diciembre de 1934 puso fuera de la ley a las huelgas abusivas, es decir, a las que no tuvieran un estricto carácter laboral o no contaran con autorización gubernativa. En enero de 1935, Anguera presentó en las Cortes un proyecto de Ley de bases que debía sustituir a la Ley caballerista de Asociaciones Profesionales, y que limitaba la capacidad negociadora de los sindicatos y marcaba unos límites muy estrictos a su actuación. El trámite parlamentario de la nueva Ley de Asociaciones se iría alargando, y finalmente no sería aprobada, pero en el verano se modificaron las funciones de los renovados Jurados Mixtos, a fin de disminuir el poder de los vocales obreros, lo que, unido a las limitaciones impuestas a la actividad de los sindicatos, otorgó una extraordinaria capacidad de presión a los patronos en la negociación de las condiciones laborales. Fruto de ello fueron el parón en el crecimiento de los salarios, incluso su disminución en determinadas faenas agrícolas, o el incremento de las jornadas laborales en algunos sectores, como la siderurgia. A lo largo del segundo bienio, el crecimiento del paro se transformó en el primer problema social del país. Los gabinetes radicales estudiaron promover la realización de obras públicas, pero no lo permitió la restrictiva política presupuestaria. Los ministros Salmón y Lucia, miembros de la CEDA, intentaron medidas de alcance muy limitado para luchar contra el desempleo. El primero quiso relanzar el sector de la construcción, canalizando aportaciones empresariales y subvenciones estatales para generar empleo, desarrollar obras públicas y abaratar el precio de la vivienda (Ley Salmón, de 26 de junio de 1935). En noviembre, Lucia propuso dar trabajo a los parados a través de un Plan de Obras Públicas Pequeñas, que proponía invertir 1.700 millones en cinco años, sufragados con aportaciones privadas y los recursos públicos administrados por una Junta Central contra el Paro. Pero ambas iniciativas se estrellaron contra la falta de presupuesto y los drásticos propósitos de reducción del déficit de Chapaprieta. e) La revisión constitucional: Una de las grandes cuestiones pendientes a lo largo del bienio fue la revisión de la Constitución, pese al acuerdo de los partidos del centro y de la derecha sobre su conveniencia. Una modificación de su articulado hubiera facilitado una rectificación más profunda de la legislación reformista, protegida por su meticulosa redacción. Pero hubo diversos factores que lo impidieron. En primer lugar, la derecha y el centro mantenían puntos de vista muy dispares sobre el alcance de la reforma. La exigencia del acuerdo de los dos tercios del Parlamento no vencía hasta el 10 de diciembre de 1935, lo que, ante la falta del consenso preciso, alejaba hasta entonces la posibilidad de lograr una mayoría suficiente. Y, además, la disolución automática de las Cortes, prevista para el supuesto de que prosperase la reforma, era un poderoso argumento disuasorio para una coalición muy fragmentada, que temía la recuperación electoral de la izquierda. En consecuencia, el Ejecutivo solventó durante muchos meses el tema aludiendo a la resolución prioritaria de otros problemas gravísimos que tenía planteados el país. A comienzos de julio de 1935 se logró un principio de acuerdo entre los socios de la coalición y el día 5, Lerroux presentó en las Cortes un anteproyecto gubernamental sumamente vago que proponía la reforma o supresión de 41 artículos de la Constitución. En el texto, el Ejecutivo manifestaba su voluntad de recortar el alcance de los procesos autonómicos regionales, facilitando su control por la Administración central, de abrir camino a la supresión del divorcio y a la anulación del principio de socialización de la propiedad privada, de establecer un Senado como segunda cámara, de restringir la capacidad legislativa individual de los diputados y de reformar los artículos referentes al tema religioso, eliminando gran parte de su contenido anticlerical, aunque se respetaría el carácter laico del Estado. Se formó entonces una Comisión parlamentaria de Reforma Constitucional, presidida por Samper, pero que no empezó a trabajar hasta octubre. Cuando se disolvieron las Cortes, en enero de 1936, sus miembros intentaban todavía ponerse de acuerdo sobre el anteproyecto, que no satisfacía plenamente a ningún partido. Lógicamente, el nuevo Parlamento surgido de las urnas, controlado por la izquierda, desistió de continuar su tramitación.
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En la época en la que trabajó Gregorio Fernández, los retablos presentaban aún un sobrio diseño y con frecuencia aparecían saturados de esculturas, por herencia del siglo anterior. Su traza estaba mayoritariamente en manos de ensambladores, aunque ya los arquitectos empezaban a encargarse de esta tarea. A lo largo de su vida realizó junto a su taller numerosas obras de este tipo, en las que mostró su dominio del relieve, prefiriendo generalmente componer escenas sencillas, con pocas figuras de gran tamaño y escasos efectos de perspectiva.Uno de sus primeros trabajos importantes fue el retablo mayor de la catedral de Miranda do Douro (Portugal), iniciado en 1610, en el que, aunque intervinieron diversas manos, le pertenece entre otros el gran relieve de la Asunción, que aparece tratado casi como una composición de bulto redondo. En 1613 le fue encargado el retablo mayor de las Huelgas Reales (Valladolid), que contiene una de sus obras más significativas desde el punto de vista de la interpretación mística: el altorrelieve de Cristo desclavándose para abrazar a san Bernardo, que interpreta de manera natural, sin afectación, pero con una gran intensidad emocional. Este mismo año trabajó también en el retablo de la iglesia de los Santos Juanes de Nava del Rey, trazado por Francisco de Mora, en el que la colaboración de taller es ya importante.Hacia 1624 realiza una de sus obras maestras, el relieve del Bautismo de Cristo (Museo Nacional de Escultura, Valladolid) para un pequeño retablo destinado al convento de Carmelitas Descalzas de Valladolid. En él ha desaparecido ya la dulzura curvilínea de su primer estilo, para dar paso a una plasticidad geométrica definida por los quebrados pliegues y por la valoración del volumen, que acentúa la anatomía de los cuerpos, tratados casi como figuras exentas sobre el plano. En el retablo mayor de San Miguel de Vitoria (1624-1631), comienza a percibirse el interés por el movimiento que imperará en su producción final, especialmente en la imagen del santo titular.Uno de sus últimos retablos fue el mayor de la catedral de Plasencia, que según Martín González, es "obra única de la retablística española de todos los tiempos". Lo contrató en 1625 y en 1632 estaba ya concluido en lo referente a la arquitectura y a la escultura, comprometiéndose tres años después Luis Fernández, Mateo Gallardo y Francisco Rizi a hacer la pintura. En la realización de los trabajos intervino como era costumbre su taller, pero su habilidad compositiva y la fuerza de su lenguaje están presentes en toda la obra, que ejerció una intensa influencia en tierras extremeñas. El retablo de la parroquial de Braojos de la Sierra (Madrid, contratado en 1628) y el mayor de la Cartuja de Aniago (Valladolid), fueron sus últimos compromisos. El primero, que se creía desaparecido hasta hace algún tiempo, llegó a finalizarlo pero no así el segundo, a cuya ejecución se obligó en 1634, porque la muerte le sorprendió antes de poder iniciarlo.Los pasos procesionales son uno de los capítulos más interesantes de su producción. Concebidos como escenas narrativas con varias figuras de tamaño natural, a él se debe la consagración de esta tipología, aunque existían precedentes en la obra de Rincón. En estos conjuntos se representaban temas pasionales para ser contemplados en espacios abiertos durante las procesiones de Semana Santa, lo que permitió al artista desarrollar sus dotes para la composición espacial y su dominio de los recursos escenográficos. A esto sumó un lenguaje realista, en ocasiones gesticulante, creando ejemplos de hondo patetismo destinados a despertar el fervor popular. Tengo sed (1612) y Camino del Calvario (1614), ambos en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, pertenecen a su primera etapa, apreciándose ya la madurez de su estilo en el Descendimiento (1623, iglesia de la. Vera Cruz, Valladolid). Junto a estos cabe destacar el de la Piedad (1616, Museo Nacional de Escultura de Valladolid), uno de los más imaginativos y complejos a pesar de lo temprano de su ejecución. Encargado para la vallisoletana iglesia de las Angustias, estaba integrado por el grupo de la Piedad, los dos ladrones y las esculturas de la Magdalena y San Juan, las únicas que todavía se encuentran en dicho templo. El barroquismo de la composición asimétrica de la Piedad y los magistrales estudios anatómicos de los cuerpos de los ladrones protagonizan este espléndido y estudiado paso, en el que las miradas actúan como fundamental elemento de cohesión.Sin embargo, y a pesar de lo dicho, Gregorio Fernández siempre estuvo más interesado en la creación de tipos individuales y expresivos que en las composiciones, por lo que la aportación más personal de su arte hay que buscarla en sus imágenes aisladas, con las que definió una de las tipologías más influyentes y populares del barroco español. Entre las dedicadas al tema pasional destacan el Cristo de la Flagelación (Monasterio de la Encarnación de Madrid, convento de Santa Teresa de Avila), el Ecce Homo (Museo catedralicio, Valladolid), el Crucificado (convento de San Benito y capilla del palacio de Santa Cruz, ambos en Valladolid; convento de benedictinos de San Pedro de las Dueñas, León), que son representados siempre muertos, con los pies cruzados. Pero sobre todos ellos sobresale el Cristo yacente, imagen que Fernández consagra y populariza, aunque el modelo se gestó en el XVI. Pensados para ser colocados en el banco de los retablos, algunos se convertían en relicarios o en receptáculos para la Sagrada Forma. La mayoría de los conservados son de su mano y presentan una extraordinaria calidad, especialmente cuidada por el maestro, ya que en general fueron encargados por personalidades de la época. El del convento de San Pablo de Valladolid (h. 1606), quizás fue donado por el Duque de Lerma; el del convento de capuchinos de El Pardo (Madrid, 1614), fue un encargo real; el de San Plácido pudo ser un regalo del fundador de este convento madrileño, don Jerónimo de Villanueva, o del propio Felipe IV, y el de la clausura del convento de Santa Clara de Medina de Pomar (Burgos), de su última época, lo realizó probablemente por deseo del Condestable de Castilla.En los temas marianos destaca su creación de un tipo de Inmaculada, de cuerpo cilíndrico, manos juntas y manto trapezoidal, con aureola de rayos metálicos y corona sobre la cabeza, que definió en su juventud y que sólo sufrió a lo largo de su producción cambios de carácter estilístico (cofradía de la Vera Cruz de Salamanca; convento de la Encarnación de Madrid, antes de 1620; catedral de Astorga, 1626; Colegio del Corpus Christi de Valencia, última época).Sus imágenes de santos son especialmente significativas porque en ellas plasmó el fervor popular y la nueva iconografía derivada de recientes canonizaciones. Con el San Francisco de Asís (clausura del convento de las Descalzas Reales de Valladolid, antes de 1620; iglesia de San Antonio de Vitoria, 1621), inspirado en la tradición sobre el hallazgo de su cuerpo, definió el modelo recogido después por Mena. Los San Ignacio de Loyola aparecen concebidos con un intenso realismo, apoyado en la existencia de la mascarilla mortuoria y del retrato pintado por Sánchez Coello para el padre Rivadeneira (Colegio de Vergara, Guipúzcoa, 1614; iglesia de San Miguel de Valladolid, 1622). Y finalmente cabe citar las esculturas de Santa Teresa, entre las que destaca la que realizó hacia 1625 para el convento del Carmen Calzado de Valladolid (hoy en el Museo Nacional de Escultura de esta ciudad), modelo esencial en la rica y fecunda iconografía de la santa carmelita.
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<p>Mientras Cartailhac y Breuil estaban en Altamira recibieron la visita de Hermilio Alcalde del Río (1866-1947), que tenía que ser el mayor descubridor de cuevas de nuestro país. Para reflejar la labor grandiosa de este investigador montañés podemos transcribir un texto semi-inédito del propio abate Breuil. "Hermilio Alcalde del Río, un hombre pequeño y delgado que un día nos había hecho una visita a Altamira, inmediatamente después de nuestra partida se lanzó al campo para encontrar otras cuevas pintadas. El 27 de octubre de 1903 descubrió, cerca de Ramales, la cueva pintada de Covalanas, e inició una fructífera colaboración con el padre Lorenzo Sierra, superior del Colegio de Limpias. El 8 de noviembre de 1903, Alcalde penetra en la grandiosa caverna existente en el monte que domina Puente Viesgo. Esta cueva, llamada del Castillo, estaba llena de pinturas y grabados, y en su entrada se encontraba un rico yacimiento. El 27 de noviembre penetraba en la cueva grabada de Hornos de la Peña. Con estos magníficos descubrimientos publicó en 1906 un importante fascículo. La falta de una lengua común había limitado nuestras conversaciones, pero había nacido en él un celo ardiente en la exploración de las numerosas cavernas de la región, que dio lugar a múltiples e importantes descubrimientos, en los que participó el padre lazarista Lorenzo Sierra. Ambos fueron, hasta su muerte, unos amigos y colaboradores admirables". Todavía existía gente que dudaba de la autenticidad de Altamira, pero ahora la cueva tenía un combativo valedor en el abate Breuil. Citemos, por ejemplo, su polémica con el espeleólogo E. A. Martel. Apoyaban al abate los numerosos descubrimientos que continuamente se realizaban tanto en España como en Francia. Hablaremos de ellos a continuación, pero no podemos dar de todos una referencia pormenorizada. Por este motivo nos limitaremos a señalar los hitos más importantes de esta historia. Sin duda lo es la publicación, de nuevo bajo los auspicios del príncipe Alberto de Mónaco, de la voluminosa obra titulada "Les cavernes de la région cantabrique" (1911), que incluye los descubrimientos citados y otros principales hallazgos de principios de siglo. Recordemos, asimismo, que en 1903 se descubren por Juan Cabré Aguiló en el barranco de Calapatá (Cretas, Teruel) las primeras muestras del llamado arte levantino, que Breuil y sus colaboradores considerarán siempre como paleolítico.</p>
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Otra versión distinta de la concepción emocional de la imagen religiosa de Berruguete es la que nos trasmite la obra del escultor Juan de Juni. Frente a las soluciones radicales de Alonso de Berruguete, Juan de Juni adopta una posición diferente y hasta cierto punto divergente: su gusto por las figuras clásicas, reposadas, y su afición por las formas anatómicamente correctas le vinculan con ciertas fórmulas del clasicismo italiano y le relacionan con la obra de Miguel Angel en su primera etapa florentina. De origen francés, hemos de suponerle una formación italiana a la vista de los valores reflejados en su producción, demostrados ya desde sus primeras obras en España. Su intensa actividad se desarrolló en varias ciudades castellanas como León, Medina de Rioseco y Salamanca, antes de establecerse en Valladolid hacia 1540, donde puso en marcha un taller que sirvió de escuela a numerosos escultores y en donde realizó lo más significativo de su producción, en rivalidad con Berruguete y su círculo de colaboradores. Sus primeros trabajos como entallador en el convento de San Marcos de León pronto se vieron compensados con otros encargos de mayor entidad como la obra de la sillería del coro del mismo convento, realizada en colaboración con otros artistas estantes en la ciudad, donde Juni comienza a desprenderse del lenguaje decorativista del plateresco para adoptar un sentido más clásico y monumental de la forma, que en obras posteriores, como el San Mateo de la catedral de León, nos evocan ciertos paralelismos con la obra de Miguel Angel joven. En 1537, el Almirante de Castilla le encargó dos grupos de terracota policromada para el convento de San Francisco de Medina de Rioseco dedicados al Martirio de San Sebastián, que como ya indicara Martín González estaba inspirado en el Bautismo de Cristo del italiano Rustici, y a San Jerónimo penitente, instalándose tres años más tarde en Valladolid, feudo artístico hasta entonces de Berruguete. La confrontación de ambas posiciones no tardó en plantearse con ocasión del encargo a Juni del Retablo de la Antigua (1540), hoy en la catedral de Valladolid, a través de un interesante pleito iniciado por Francisco Giralte, discípulo y colaborador de Berruguete. Con independencia de las razones técnicas y de las diferencias personales de ambos artistas, los diseños de Juni para el Retablo de la Antigua fueron de importancia capital para el desarrollo de esta clase de obras. El interés de este retablo radica principalmente en la definición de una nueva tipología para el género que desplaza, por su claridad de distribución y reducción de los elementos decorativos, las utilizadas en retablos anteriores caracterizadas por la multiplicación del número de historias y la abundancia de decoración. Ello explica que fuera Juni, y no Giralte, en quien recayera el encargo de este retablo, que tanta influencia tuvo en la escultura castellana posterior. Este fue el antecedente de otro más sencillo y monumental realizado por Juan de Juni para la capilla mayor de la catedral de El Burgo de Osma. Aquí, la escena de la Dormición de la Virgen se enmarca en una clásica serliana que sirve de elemento ordenador de la parte baja del retablo rompiendo, como en el resto de los pisos, con la compartimentación tradicional de calles y produciendo, sin menoscabo de la claridad compositiva de las escenas, unos efectos anticlásicos netamente manieristas. A Juan de Juni se debe también la creación de grupos escultóricos y de imágenes sagradas de gran influencia en la escultura castellana como el Santo Entierro (1544) de Valladolid, que con una composición similar a otros italianos, fue reelaborado treinta años más tarde en el Santo Entierro de la catedral de Segovia de acuerdo a unos planteamientos manieristas que reflejan algunas soluciones formales inspiradas en los ignudi de la Sixtina. Igualmente se interesó por otros temas de carácter devocional que, como La Piedad de la colegiata de Medina del Campo, la Virgen Dolorosa de la iglesia de las Angustias de Valladolid o el Cristo crucifijado del convento de Santa Teresa de la misma ciudad, constituyen el punto de partida de una serie de modelos que por su carácter dramático, fuerza expresiva y desarrollo de recursos emocionales, en conjunto justifican su gran éxito y la influencia ejercida posteriormente en la imaginería barroca castellana y su ascendiente en tierras del Nuevo Mundo.
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Una orientación esencialmente decorativista reside la producción de Pierre Lescot (1510/15-1578), cuyas principales obras las realizó -lo que ya es por sí mismo elocuente- en colaboración con Jean Goujon, seguramente el más importante escultor del momento. La simbiosis y acoplamiento de ambos artistas y sus trabajos debió ser perfecta a tenor de los excelentes resultados obtenidos. La valoración del quehacer de Lescot pasa necesariamente por su intervención en el Louvre parisino, única obra suya que globalmente se conserva, aunque muchos de sus relieves han sido retallados. Su fama y reputación devienen en gran medida de la documentación de esta obra que, en su larga trayectoria constructiva hasta su perfilación final en tiempos de Luis XIII y Luis XIV, siempre se remite a Lescot como iniciador de la misma y legítima autoridad primigenia del proyecto. En realidad, continúan existiendo muchas zonas oscuras en la trayectoria profesional de Lescot; sí resulta evidente que era un hombre de notoria formación, con importantes conocimientos asumidos desde edad temprana, no sólo de arquitectura sino de matemáticas y pintura, que supone un enorme avance cualitativo respecto a los maitres anteriores. Al parecer, fue enviado a Roma en misión oficial en 1556; es decir, en una fecha posterior a su producción conocida, no constándonos ningún otro viaje anterior a Italia. Vitalmente fuera del ámbito constructivo -procedía de una acomodada familia de hombres de leyes- su clasicismo debió gestarse, más que nada, a través de la tratadística y sin un directo acercamiento a lo italiano, lo cual, de algún modo, se traduce en su obra, que destila por todas partes esa asunción literaria del clasicismo. Francisco I, interesado desde 1527 en modernizar el viejo palacio real del Louvre, encarga a Lescot en 1546, la construcción de un nuevo edificio en el solar, generado tras el oportuno derribo, del ala Oeste del castillo medieval, que pasará a ser la correspondiente del patio del Louvre o Cour Carrée. Planteado inicialmente como "corps-de-logis" (ala principal de estancias con patio ante sí) de dos plantas y un único cuerpo central saliente que alojaba la escalera, fue alterado este proyecto, entre 1546 y 1551, pasando a ser tres los pisos y, asimismo, igual número de pabellones en resalto respecto a aquéllos; la escalera se trasladó del central a uno de estos cuerpos laterales, permitiendo así disponer sendas salles o estancias públicas, en los dos pisos inferiores, más amplias y de desarrollo continuo, al poderse disponer de todo el espacio, ahora sin el impedimento de la caja de escaleras central. La salle de la planta baja adquiere un gran realce, al contar como ornato con la conocida Tribuna de las Cariátides, también debida al equipo Lescot-Goujon, obra escultórico-arquitectónica paradigmática del Renacimiento francés. La fachada del Cour Carrée dimana una ausencia o desinterés por la monumentalidad, unida a ese sentido literario del clasicismo que, respecto al uso hecho hasta entonces de los órdenes, resulta escrupulosamente riguroso; junto a esto, es el planteamiento ornamental y el efecto decorativo, lo que verdaderamente parece preocupar a Lescot, jugando para ello, incluso, con la diferenciación formal y dimensional de los vanos, no interesándole de modo contundente, en cambio, el generar un ritmo secuencial con aquéllos y sus frontones de coronamiento. En relación con otras obras importantes de Lescot, la célebre Fontaine des lnocents de París (1557-1549), es una reconstrucción con carácter exento, de una obra concebida como fuente de esquina; los relieves de Goujon, hoy en el museo del Louvre, son lo que resta de verdadero significado. El Hotel Carnavalet de París (hacia 1545-1550), por su parte, ha sufrido tres modificaciones sustanciales posteriores a Lescot; como parte original e importante del edificio, se conserva la fachada principal de su patio donde, de todos modos, son los relieves de las Cuatro Estaciones, procedentes del estudio de Goujon, su planteamiento y disposición, lo que será seguido en similares construcciones parisinas subsiguientes. Tipológicamente, Carnavalet sigue a la Grande Ferrare de Serlio, pero disponiendo, frente y paralela al correspondiente "corps-de-logis", una cuarta ala como cerramiento del patio.
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Luis de Morales (hacia 1515-1586) debió de nacer en Badajoz (o quizá en Sevilla, como afirmó el pintor y biógrafo de artistas Jusepe Martínez, en el siglo XVII, y alguna razón tendría para ello), estar quizá emparentado con el pintor Cristóbal de Morales, activo en Sevilla entre 1526 y 1534 (Luis llamó Cristóbal a su segundo hijo varón), y formarse artísticamente en la capital hispalense, aunque estos hechos no pasan de ser conjeturales, incluso la cronología del propio artista. Lo que es seguro es su fama en vida y su fortuna póstuma. Francisco Pacheco, en su "Arte de la pintura" de 1649, elogiaba su arte de muy cerca, aunque le faltara lo mejor del arte y el estudio del dibujo y pudiera haber caído en algunas licencias contra el decoro, al omitir por ejemplo las reales insignias de Cristo (la caña como cetro, la corona de espinas) en pasos como el Ecce Homo o Cristo con la cruz a cuestas. Jusepe Martínez, desde Aragón, reconoció a mediados del siglo XVII, sus valores y el cordobés Antonio Acisclo Palomino de Castro y Velasco, a comienzos del siglo XVIII, lo incluyó en su "Parnaso español pintoresco laureado", trazando su primera biografía y cognominándolo para la posteridad como El Divino Morales. Este adjetivo, que pasaba de lo calificativo para hacerse epíteto épico y había surgido ya a mediados del siglo XVIII, en las atribuciones de cuadros de las colecciones madrileñas, no procedía, como en el más famoso e internacional precedente de Miguel Angel, a causa sólo de sus dotes artísticas, geniales, divinas, centradas en la invención y el tratamiento de la figura desnuda del hombre. El docto Palomino lo justificaría tanto porque todo lo que pintó fueron cosas sagradas como, secundariamente, porque "hizo cabezas de Cristo con tan gran primor, y sutileza de los cabellos, que a el más curioso en el arte ocasiona a querer soplarlos, para que se muevan; porque parece que tiene la misma sutileza que los naturales", subrayando una de las categorías artísticas -la imitación de la realidad- más tenidas en cuenta en la España de la época moderna. En esta doble realidad del tópico de su primera biografía, divino por sacro más que por artista, radicaría primordialmente el interés de un pintor al que pronto se reconoció como famoso y poseedor de un estilo propio -de una firma de marca, podríamos decir, aunque no firmara jamás sus cuadros- que permitiera atribuirle correctamente sus tablas en cualquier inventario de bienes. Famoso en el pasado por sus obras piadosas y por la delicadeza y primor que acostumbraba, la historia del arte español ha tendido en sus estudios a devolverlo desde la divinidad y los oratorios de las casas reales, a la Badajoz de estas fechas actuales más que a la que lo viera, si no nacer, sí pintar, proyectando sobre su personalidad y su arte las sombras y las certidumbres de un presente más que las mediasluces y las ambigüedades de un pasado histórico. Se nos ha presentado a Morales como a un pintor sacro encerrado en un mundo fronterizo, marginal en lo social, absolutamente rural en su ambiente cultural, popular en sus formas de vida y en sus formas de expresión religiosa y artística, que trabajaba para una clientela local de limitados gustos y alcances y para unas excepciones sociales -léase el obispo San Juan de Ribera- que se habrían fijado en el artista a causa de su estima por su arte y su simpatía por el tono popular que emanaría de su pintura. Luis de Morales habría sido el genio artístico que surge casi por generación espontánea, como una flor silvestre, capaz de escapar con su arte -que bebería en la tradición o en su inspiración pero en el que llegaría a hacer suya incluso la técnica del sfumato de Leonardo da Vinci, una de las glorias del arte renacentista internacional- de la servidumbre de la gleba local, aldeana, en la que habría nacido y en la que habría transcurrido toda su vida. Por otra parte, en el ámbito de la pintura religiosa del Renacimiento español, la de nuestro primer Siglo de Oro, el del reinado de Felipe II más que el de su padre Carlos V, sólo habrían rayado dos figuras de una profunda vivencia religiosa personal. No tanto el devoto Juan de Juanes o el ardoroso Luis de Vargas, pues su arte dulce y decoroso encajaba con el tópico de lo que debía ser renacentista e italianizante, sino el extremado cretense Dominico Theotocópuli (1541-1614), de Toledo y, algo mayor, el pacense Morales. No obstante, entre uno y otro, como entre el arte de ambos, se extendía-un golfo insalvable. De El Greco se había hecho el representante pictórico -como su equivalente figurativo- de la más alta mística literaria de la época, la de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, aunque nadie en su época los hubiera unido ni los carmelitas parecieran haber comulgado en sus gustos con obras similares a las del cretense; Theotocópuli, el artista castizo pero internacional en origen, biografía y alcance estético, se había convertido en el portavoz formal de la elite más inspirada y elevada de la espiritualidad castellana, al servicio de los grandes, desde El Escorial de Felipe II a la catedral primada de Toledo y sus ricos monasterios. En cambio, Morales y su religiosidad, más que su arte, debían pertenecer al mundo opaco de la devoción popular, inmediata en el sentimiento y tosca en la expresión, sencilla y conmovedora, ruda y directa como la vida aldeana de sus convecinos y clientes. Hoy vamos construyendo otra historia en la que los tópicos van cediendo paso a lo que emana de los propios hechos, de los documentos literarios o artísticos, y de la que resulta que la vida del Quinientos español no era tan globalmente ortodoxa y uniforme como se pretendiera entonces y se ha pretendido mantener después, ni necesariamente sus manifestaciones tenían que seguir bellas pautas de una simetría casi maniquea. Ni El Greco era el artista místico archirrepresentante de la pintura religiosa, ni El Divino el devoto e inocente pueblerino. La realidad histórica era mucho más plural de lo que pudiera haberse pensado después, los artistas varios y los hombres suficientemente cambiantes, incluso en sus itinerarios vitales, como para tejer una maraña de diferentes trayectorias e intencionalidades, de una complejidad y, quizá incluso, con unos rasgos paradójicos, que podrán resultar extraños a los que prefieran una historia, y una historia del arte, anclada en las formulaciones del más vetusto de nuestros pasados. Por todo ello, por encima del placer estético -tanto ayer como hoy- producido por el arte pictórico de Luis de Morales, habría que fijarse en su interés por la forma artística funcional, por su capacidad y su éxito en la adecuación de una forma a unas intenciones funcionales muy precisas, ajenas quizá a nuestro sentir contemporáneo -religioso o estético- pero no menos representativas por ello de una de las sensibilidades religiosas de nuestra historia pasada.
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Carmona comparte con Olivieri y Castro la práctica de un arte cortesano por su participación en la gran empresa escultórica del Palacio Real y sus trabajos en el Real Sitio de San Ildefonso de La Granja, pero le diferencia de ellos su conocimiento de la imaginería tradicional en sus variedades regionales. Frente a la formación italiana de los dos anteriores, Salvador Carmona tendrá una formación autóctona que hunde sus raíces en el último barroquismo. No obstante, su aproximación a Olivieri y su intensa participación en la gestación de la Academia desde la Junta preparatoria, y en la que llegó a ser teniente director de Escultura, le hicieron asimilar los aspectos más amables del Rococó. Nacido en 1708 en Nava del Rey (Valladolid) fue aprendiz en el taller madrileño de Juan Antonio Villabrille y Ron, de quien aprendió el apuramiento técnico que le caracteriza y se inició con él en la estatuaria pública en piedra -San Sebastián en la iglesia madrileña de esta advocación, San Fernando en la portada del Hospicio y San Isidro Labrador y Santa María de la Cabeza en el puente de Toledo- que le proporcionó la experiencia en el trabajo de este material que, sin duda, aprovechó en sus trabajos posteriores en el Palacio Real. Después de unos años -de la década de los treinta- en que escasean las noticias sobre el artista, quizá ocupado en las fuentes de La Granja, reaparece trabajando en el Palacio Real, según declaración propia en su "Memorial" (1748) "para la fábrica del Real Palacio ha hecho en piedra los trofeos y cabezas que por repartimiento le tocaron". Estos trabajos a los que también alude Ceán detalladamente sitúan a Salvador Carmona, ya desde los primeros años cuarenta, colaborando con Olivieri en el proyecto decorativo de Juan Bautista Sachetti. Al ponerse en marcha el programa del Padre Sarmiento, al escultor, formando ahora parte del grupo de Felipe de Castro, se le adjudicaron cinco estatuas de reyes para la balaustrada de palacio. La de Ramiro I, de ímpetu berninesco y cubierto con un volado manto de armiños, fue considerada por Sarmiento "admirable en toda su representación". Algo más calmada es la estatua de Ordoño II, ambas en la plaza de Oriente. El encanto de lo femenino, que tan acertadamente capta Salvador Carmona, se manifiesta en Doña Sancha, que hace pareja con Fernando I. Estatua de singular elegancia es la de Felipe IV, ahora en la lonja del Museo del Ejército, cuyo rostro enmarcado por una lacia melena conserva el parecido y parece inspirado en los retratos de Velázquez. Pero, sin duda, la estatua de más calidad es la de Juan V de Portugal, realizada para el piso principal y que se encuentra en el lugar para el que fue hecha. Es ésta una de las mejores esculturas de la serie y muestra al rey con el parecido físico de los retratos de la época, gesto voluntarioso en la boca y gran melena rizada trabajada con apuramiento. Se cubre con amplio manto bordado. En el momento de la tasación, en 1753, Olivieri la encuentra muy "bien planteada y bien concluida" y Castro, a pesar de que se había enemistado con Salvador Carmona y por esa causa había vuelto éste al grupo de Olivieri, opina que "el todo de esta estatua está majestuoso, que las partes están en el sitio que a cada uno le corresponde y acabadas con una suma paciencia" por lo cual la tasa en la cantidad más alta de toda la serie de los reyes de España. Participó también en la serie de las medallas del piso principal; en concreto, para el lado religioso para el que labró dos, una de San Isidro Labrador con el ángel arando y la obra de San Dámaso dictando a san Jerónimo, ambas en el Museo del Prado. Los dos santos de devoción madrileña están ejecutados con estudiadas composiciones en diversos planos de perspectiva. Ya fuera del Palacio Real, es obra suya el busto de vestal o mujer velada de la Academia de San Fernando, obra en piedra con virtuosos efectos de transparencia en el velo que le cubre la cara. Se fecha en 1752, coincidiendo con su nombramiento como teniente director de Escultura de la Academia y parece inspirada en la Pureza de Antonio Corradini (1751). Obra importante de Salvador Carmona dentro del arte cortesano es la medalla del Panteón de Felipe V terminada para 1758, y situada frente al mausoleo del Rey en la Colegiata de La Granja. Se trata de un gran relieve en estuco que representa a Jesucristo y el triunfo de los mártires o el Cristo de la Victoria, cuyo acertado diseño no sabemos si corresponde al propio Salvador Carmona o del italiano Sempronio Subisati, que proyectó todo el monumento funerario. El medallón es buena muestra del gusto europeizante que impera en este momento en las obras de arte oficial y cortesano. El otro plano de la actividad, el de la escultura religiosa en madera, exigió a Luis Salvador Carmona efectuar una difícil síntesis de la imaginería castellana y andaluza siguiendo a uno o a otro maestro según conviniese a determinada iconografía. En esta selección de fuentes se muestra el artista como un gran conocedor de la imaginería tradicional, y a su vez hábil y sensible para elegir lo más adecuado a la representación y al gusto de la época. Arte oficial e imaginería en madera no forman en su obra departamentos cerrados, sino que el buen oficio y la apurada técnica del escultor tradicional se ponen al servicio del artista de Corte y a la inversa, éste sabe prestar al imaginero la distinción, exquisitez y refinamiento para la escultura en madera. Su obra amplísima que se explica por la gran fama lograda por el artista, uno de los mejores de la Corte, es producida en una vida no excesivamente larga, ya que muere en 1767. Esta copiosa obra se dispersa de norte a sur por toda la Península. En las imágenes destinadas al retablo mayor y colaterales de Vergara (Guipúzcoa) (1739-1740) aparecerán ya algunos de sus tipos característicos como la Virgen del Rosario, que constituye un acierto estético y devocional y que el escultor va a repetir en San Fermín de los Navarros, La Granja y en otros ejemplares más, hasta formar una serie. Llena de ímpetu berninesco se muestra la santa Teresa de Jesús de Vergara, ejemplo de santa monja como lo es también la santa Rita de Casia de La Granja. El conjunto de esculturas de Segura (Guipúzcoa) (1743-1747) reúne cuarenta y ocho imágenes del escultor, entre las que sobresale una Asunción semejante a la de Serradilla, obra del propio Salvador Carmona, pero más tardía (1749). Muy importante es el grupo de esculturas realizadas para las parroquias del Real Sitio de La Granja, cuya santa Inés vestida con ricas sedas bordadas y sonriente rostro hace pensar en lo arbitrario de los límites entre arte de Corte e imaginería. El conjunto de esculturas de San Fermín de los Navarros de Madrid (1746-1747) reunía algunas de las mejores obras del escultor, como el san Miguel, dinámico arcángel representado en otras ocasiones por Salvador Carmona, como en Rascafría o Idiazábal; el san Francisco Javier concebido con gran barroquismo en los quebrados pliegues del roquete; o el san José, con el que logra una interpretación suave y sonriente dentro del espíritu del Rococó que repite en otros ejemplares, como el de Carmelitas de Segovia. Sus Cristos del Perdón de La Granja y de Nava del Rey (1756) están inspirados en el de Manuel Pereira y muestran el dominio de la anatomía, al igual que el Crucificado (Museo Nacional de Escultura de Valladolid). Para elaborar las Dolorosas de La Granja, la Magdalena de Torrelaguna y la Divina Pastora de Nava del Rey (1747) se inspirará, en cambio, en otro gran escultor, Pedro de Mena.
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Murillo nació en Sevilla en los últimos días de 1617, siendo bautizado el 1 de enero de 1618. Comenzó así una vida apacible, sin grandes contratiempos personales ni reveses de la fortuna. Su formación artística la llevó a cabo en el taller sevillano del modesto pintor Juan del Castillo, aunque la completó con el estudio de las obras de Herrera el Viejo y Zurbarán, los más importantes pintores de la Sevilla de su juventud, y en el conocimiento de los cuadros de Ribera y de las escuelas italiana y flamenca que por entonces existían en las colecciones sevillanas.Sus primeros trabajos pertenecen a la década de los cuarenta, y en ellos sigue la estética del naturalismo tenebrista imperante en la época. Modelos concretos, presencia de contrastes luminosos e interés por los elementos de naturaleza muerta caracterizan sus obras de este período, en las que utiliza un dibujo preciso, tonos apagados y una factura un tanto seca. Con este lenguaje realizó hacia 1645 su primer encargo importante: la serie de once grandes lienzos destinados a ornar el claustro chico del convento sevillano de San Francisco, hoy dispersa, en los que representó distintos episodios de la vida de varios santos de la orden (San Francisco confortado por un ángel y San Diego dando de comer a los pobres, Madrid, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Femando; La cocina de los ángeles, París, Museo del Louvre). Poco después debió de pintar su famosa Sagrada familia del pajarito (antes de 1650, Madrid, Museo del Prado), en la que muestra las cualidades de su estilo juvenil, pero también su capacidad para captar el encanto infantil que anuncia su posterior interés por las escenas de niños.Su propia sensibilidad, la evolución general de la pintura y la presencia en Sevilla en los años cincuenta de Herrera el Mozo, formado en el barroco decorativo italiano, contribuyeron al cambio estilístico que se produjo en su pintura de esta década, en la que abandonó el claroscurismo y los estudios de luz artificial, así como la definición plástica de los volúmenes. El San Antonio de la catedral sevillana (1656) muestra esta inflexión de su arte, y también su alejamiento de la escala monumental de las figuras y su creciente interés por la luminosidad, expresada sobre todo en aparatosos rompimientos de gloria, en los que su pincelada empieza a adquirir la ligereza que imperará en su plenitud. Se puede considerar que ésta comienza hacia 1660, momento en el que sus lienzos presentan ya la soltura de pincel y la riqueza cromática y lumínica que caracterizan su mejor arte, en el que también destaca su admirable capacidad compositiva y el tratamiento elegante e idealizado de los modelos, generalmente verosímiles, pero ajenos a la concreta individualización anterior. En este paso definitivo de su evolución pictórica debió de jugar un importante papel su estancia en la corte en 1658, donde pudo admirar las ricas colecciones reales y las obras de Velázquez, recibiendo de ellas una influencia decisiva que le reafirmó en el camino emprendido.En 1665 se inauguró la remodelación de la iglesia sevillana de Santa María la Blanca, antigua sinagoga, que fue patrocinada por el canónigo Justino de Neve, uno de los principales clientes de Murillo. Por su encargo el pintor ejecutó cuatro lienzos para la decoración del templo, en formato de medio punto, dos de los cuales tienen como tema la fundación de la basílica romana de Santa María la Mayor: El sueño del patricio Juan y El patricio revela su sueño al papa Libero (h. 1662-1665, Madrid, Museo del Prado). Concebidos con un estilo íntimo y cálido, destaca en ellos el abocetamiento técnico y la belleza de los efectos lumínicos. También en 1665 contrató veintidós pinturas para. el convento sevillano de los Capuchinos, destinados al retablo mayor y a los retablos de las capillas laterales, la mayoría de las cuales se encuentran hoy en el Museo de Bellas Artes de la ciudad hispalense. Todo el conjunto constituye un espléndido muestrario de la habilidad compositiva, del dominio de recursos técnicos y de la elegancia formal que imperan en su arte, con el que consigue plasmar la emotiva espiritualidad exigida a la pintura de la época (Santas Justa y Rufina, h. 1665-1666; Santo Tomás de Villanueva h. 1668; San Francisco abrazando a Cristo en la Cruz, h. 1668; Adoración de los pastores, h. 1668; Sevilla, Museo de Bellas Artes).Entre 1670 y 1674 participó en la decoración de la iglesia del Hospital de la Caridad, siendo éste el último gran encargo de su vida. La ornamentación del templo fue proyectada por su amigo don Miguel de Mañara, hermano mayor de la Hermandad de la Caridad, quien ideó un programa basado en la exaltación de la caridad cristiana como medio de salvación y en el desprecio de las riquezas y de las glorias terrenas. Valdés Leal se ocupó de los cuadros alusivos a la muerte y a las miserias de las vanidades humanas, y Pedro Roldán plasmó en su grupo del Santo Entierro del retablo mayor una de las obras de misericordia, representando Murillo las otras seis a través de los siguientes temas: Milagro del pan y de los peces, Moisés en la roca de Horeb, El regreso del hijo pródigo, La curación del paralítico, La liberación de san Pedro y Abraham y los tres ángeles, de los cuales sólo los dos primeros permanecen in situ, habiendo sido despojada la iglesia de los restantes por el mariscal Soult durante la invasión napoleónica. Murillo pintó también para este templo San Juan de Dios y Santa Isabel de Hungría, completando así uno de los conjuntos más impresionantes del barroco andaluz.Poco antes de morir emprendió una nueva empresa importante: el retablo mayor de la iglesia de los Capuchinos de Cádiz, del que sólo inició el gran cuadro central (Desposorios de santa Catalina, terminado por su discípulo Francisco Meneses Osorio, Cádiz, Museo de Bellas Artes), porque una desgraciada caída del andamio cuando estaba trabajando en él le llevó a la muerte en 1682.Durante su trayectoria artística, además de las series, Murillo realizó numerosos cuadros, entre los que destacan los dedicados a la Inmaculada Concepción, uno de los temas que más han contribuido a difundir su fama. El fervor mariano español impulsó este tipo de representaciones a lo largo del siglo, concebidas con quietud y recogimiento en la primera mitad de la centuria para evolucionar después a formas más dinámicas y aparatosas. Murillo fue sin duda el más importante creador de esta tipología, desde la sencilla y grandiosa monumentalidad de la Concepción de los franciscanos (h. 1652, Sevilla, Museo de Bellas Artes), hasta la dulzura sentimental de la Inmaculada del hospital de los Venerables (h. 1678, Madrid, Museo del Prado), llamada popularmente de Soult porque perteneció a este mariscal francés. En ella, como en tantas otras (sala capitular de la catedral sevillana; Sevilla, Museo de Bellas Artes; Madrid, Museo del Prado), Murillo reflejó la devoción de un pueblo con un lenguaje delicado y armonioso, de extraordinarias calidades pictóricas, con el que anunció la sensibilidad del Rococó.Su dedicación al retrato, por lo que se conoce, fue escasa, aunque a lo largo de su vida realizó algunos ejemplos interesantes por la variedad de su concepción (Don Antonio Hurtado de Salcedo o El cazador, colección privada; Autorretrato, h. 1670, Londres, The National Gallery; Josua Van Belle, 1670, Dublín, National Gallery of Ireland; Nicolás de Ormazur, 1672, Madrid, Museo del Prado).Pero sin duda su más original aportación temática fueron las escenas infantiles, sin precedentes en la pintura española. El origen de este tipo de cuadros se encuentra en el sentimiento religioso de la época y en el interés de Murillo por las representaciones de niños, lo que le indujo a tratarlos en su madurez de forma aislada, vinculándolos en el terreno religioso a la infancia de Jesús y de san Juan Bautista, para ampliar después esta renovada iconografía a otros santos (El Buen pastor, San Juanito, Los niños de la concha, Madrid, Museo del Prado; San Juanito y el cordero, Londres, National Gallery; Santo Tomás de Villanueva niño reparte su ropa, Cincinnati, Cincinnati Art Museum). Ya desde los comienzos de su producción Murillo se sintió atraído por los asuntos de género protagonizados por niños, como puede apreciarse en el Niño espulgándose del Museo del Louvre (h. 1645-1650), probablemente derivado de ejemplos nórdicos. Sin embargo, la expresión melancólica de esta obra desaparece en las escenas infantiles de carácter profano que pintó en la última etapa, de su vida, las más características, en las que plasma escenas populares con niños alegres y desenfadados, que con su apacible espontaneidad hacen olvidar la pobreza de sus vestimentas (Dos niños comiendo de una tartera, Niños jugando a los dados, Munich, Alte Pinakothek; Invitación al juego de pelota a pala, Londres, The National Gallery).Con estos cuadros Murillo ejerció una amplia influencia en el arte dieciochesco, que reconoció la extraordinaria calidad de su obra, estimación que debe acompañarle siempre, porque su arte está por encima de modas pasajeras.
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La obra de Pedro Cieza de León La exposición de lo que significa la totalidad de la obra de Cieza ha sido ya hecha en el estudio preliminar que he realizado para la edición de la Primera Parte de la Crónica del Perú10, y a él me remito. Pero para que el lector de esta edición conozca --sin verse obligado a consultar el citado estudio-- el punto exacto al que corresponde la Segunda Parte de la Crónica del Perú, o Señorío de los Incas, dentro del esquema previo que el autor se formó, es conveniente que veamos la disposición de la obra toda. Esta es la siguiente: Primera parte de la Crónica del Perú. Editada en Sevilla en 1553. Parece que ya la tenía terminada en Lima en 1550. Y que hizo sólo pequeños retoques en España. Segunda Parte. Del Señorío de los Incas Yupanquis. Resultado de su viaje al Alto Perú, el Collao y los Charcas, por orden del Presidente Gasca. Tercera Parte. Del Descubrimiento y Conquista deste reino del Perú. Desde Panamá hasta el descubrimiento, fundación de Lima, etc, hasta el comienzo de las rivalidades entre los dos caudillos --Pizarro y Almagro-- y sus partidarios, que sería objeto de una parte distinta. Cuarta Parte: Las guerras civiles del Perú. Dividida en cinco libros: 1. La Guerra de las Salinas. 2. La Guerra de Chupas. 3. La Guerra de Quito. 4. La Guerra de Huarina. 5. La Guerra de Xaquixahuana. Sólo enunciando así la estructura general de la obra podemos darnos cuenta del ambicioso proyecto de aquel joven pionero indiano, que no llegarla a cumplir los cuarenta años, pero sí cumpliría, valga la repetición, su plan. Tiene un sólido, férreo esqueleto lógico. Primero la descripción del medio en que se desarrolla lo que va a narrar, que es lo que publicó en Sevilla, y luego lo demás, pero ¿obedeciendo a qué razonamiento de planificación? Lo que le había interesado a Gasca era que hiciera la memoria de los acontecimientos de la sublevación, para lo cual le entregó sus propios papeles como hemos visto y a ello debería haberse ceñido Cieza, pero su espíritu ordenado no le permitía comenzar su trabajo desde la llegada del Presidente, puesto que tenía ya escrito todo lo relativo a sus doce años y meses que llevaba en las Indias, y quedaría sin explicación previa que era lo que había motivado la sublevación de los conquistadores y la necesidad de tomar medidas enérgicas contra ella. Es seguro que le expuso esta idea al Presidente y que obtuvo su beneplácito, ya que éste lo designa, como hemos visto, cronista de Indias11. Si tenía ya redactada la primera parte, y Gasca quería que compusiera una obra que arrancara del Descubrimiento y conquista, hasta la regularización del Perú, por obra suya, era indispensable que se dijera --entre una cosa y otra, la tierra y la conquista-- quiénes eran los que allí había, grandeza de su organización, etc., porque así tomaba mayor relieve lo hecho por lo que se ha dado en llamar un puñado de hombres, de hombres españoles, uno de los cuales --aunque en el norte del propio Perú-- era el autor Cieza. Esta Segunda Parte que editamos ahora, es como hemos visto el eslabón imprescindible para poder comenzar la que titularía --según el esquema presentado-- Descubrimiento y Conquista. Para terminar esta valoración global de la obra de Cieza, apoyémonos en las frases de sus modernos editores. Jiménez de la Espada afirma que el reino que conquistó Pizarro, cuenta con la historia mejor, más concienzuda12. Aranibar13 pondera que es mérito del organizado espíritu de Cieza haber trazado a mediados del siglo XVI un primer esquema de la historia peruana; finalmente Porras cierra con un juicio la. Valoración definitiva de la obra de Cieza, al decir que... el avance realizado por Cieza de esos desordenados y escasos datos a la obra orgánica y definitiva que es El Señorío de los Incas, produce en el terreno histórico el mismo efecto de un brusco salto a la cadena de las especies biológicas. La historia del Incario nace adulta con Cieza. No sólo --completemos la frase-- la historia del Incario nace adulta, sino la historia de todo este período. Las partes que marcara Cieza son las que aún siguen vigentes: a) Lo preinca ( a que hace continua referencia en sus dos primeras partes), b) el Incario, c) la Conquista y d) las guerras civiles. Emigración de manuscritos, incautaciones, extravíos, malos usos y recuperaciones. Desde 1554 hasta fines del siglo XIX los manuscritos de Cieza de León sufrieron lo que yo he calificado --en la introducción de la Primera Parte-- de un verdadero calvario. Desde el momento en que testa Cieza, hasta que en los años del ochocientos y del novecientos, en que comienzan a hallarse manuscritos de su obra discurren por canales escondidos los originales, perdiéndose quizá los que redactara el propio Cieza, pero haciéndose copias de ellos, que son las que se han hallado y publicado, aunque todavía no hayan visto la luz todos ellos. He repetido varias veces en este estudio preliminar, que todo arranca de la muerte misma de Cieza y de sus prescripciones testamentarias, y por ello debemos comenzar con ellas para que nos sirvan de hilo de Ariadna conductor al destino que tuvieron sus papeles. Partamos también de otra certeza, que ya hemos indicado, pero que tenemos que tener presente al tomar la secuencia del destino de su obra: que ésta estaba concluida (quizá salvo los dos últimos libros de la Cuarta Parte). La lamentación de Vedia14 de que por desgracia para las letras sólo gozamos de la Parte Primera, que es la impresa, habiéndose extraviado y perdido cuanto en su continuación escribió Cieza, que no sabemos si llegó a concluir su trabajo... merece, por lo que vamos a ver, ser rectificada en parte y confirmada también en parte. Sí los manuscritos se habían extraviado, pero no perdido15, y el propio Vedia ignoraba, o no se dió cuenta, que precisamente la Segunda parte había sido incorporada por Herrera a su Historia, en el siglo XVII, y que lo mismo había hecho, pero ignorando el nombre del autor, o confundiéndolo, pocos años antes, en su Conquest of Perú, William Prescott; esto es lo que es razonable en Vedia, no así el que no hubiera terminado su obra, pues hoy podemos saber que no fue así. Con la convicción de que al morir Cieza, la obra estaba ya completa --salvo lo que indicamos-- y que al menos, que es lo que nos interesa, la Segunda parte ya existía, leamos qué es lo que dice el propio cronista en su última voluntad (entre otras muchas cosas sobre su personalidad, que ha revelado el hallazgo de Maticorena), poniendo un número a cada una de las etapas del curso del movimiento de los originales: 1. Testamento-- El 23 de junio de 1554, Juan de Llerena, suegro de Cieza, copia de su mano las últimas voluntades de su yerno, porque éste ya no puede mover las manos, que entre muchas cosas dice lo siguiente sobre su obra: Ytem mando que otro libro que yo escrebí, que contiene la coronica de los yngas (es decir, este libro que ahora editamos) y lo del descubrimiento y Conquista del Perú, que si alguno de mis albaceas lo quisiera imprimir, que lo tome y goze del y del provecho de ymprenta, y si no lo quisiera, mando que lo embien al Obispo de Chiapa, a la corte, y se lo den con el dicho cargo de que lo ymprima. Se pregunta Maticorena --y todo el que esto lea-- si Cieza conoció personalmente a Fr. Bartolomé de las Casas, en Sevilla, ya que éste imprimía su Brevíssima en 1552 y Cieza su Primera Parte en 1553, y que este encargo es una prueba de tal amistad entre los dos. Casas no se hace eco de haberlo conocido, y sólo menciona en sus obras lo que estaba publicado, pero, como muchos hemos observado, en los escritos de Cieza hay una clara influencia lascasiana. Lo que hemos transcrito evidencia que El Señorío de los Incas estaba concluido y dispuesto para la imprenta en el momento mismo de morir su autor. Leamos ahora las previsiones que hace sobre el resto de su obra, aunque tanto una como otra parte van a sufrir idénticos destinos: Ytem mando que y quiero que por cuanto yo escriví un libro, digo tres libros, sobre las guerras civiles del Perú, todo escrito de mano, guarnecidos en pergamino, los quales si de presente se ymprimiesen, pordían cabsar algunos escándalos y algunas personas se sentirían dello, de los en ellos se contiene de los casos, que en las dichas guerras pasaron, por ser de poco tiempo pasado, por tanto mando que mis alba?eas tomen los dichos tres libros y rrela?iones, que todo está en un en el dicho escritorio, dexen en él solo los dichos tres libros y rrelacciones que más oviere dello, y lo ?ierren y sellen y pongan en el dicho escritorio otros dos candados pequeños, y por abto (acta) ante escribano público se ponga el dicho escritorio ?errado en el monasterio de las Cuevas, o en otro monesterio qual a mis alba?eas les pares?iere. El cual esté depositado y las llaves estén en poder de mis alba?eas en cada una la suya hasta quinze años después de mi falle?imiento, en el cual tiempo ninguna persona lo vea, los quales pasados por mano de mis alba?eas, o de qualquiera dellos que fuere vivo, o si no fuere vivo el dicho tiempo, por mano del perlado del monesterio donde estuviere, se de alguna persona dota esperta para que lo vea e corrija, y de lo que pare?iese que se deva quitar, de lo que fuese superfluo en la dicha obra, syn añadir nada en lo que está escrito, y en lo que queda por escribir, conforme a las rrela?iones questan en el dicho escritorio, pueda proseguir por la orden que le pare?iere, dando razón hasta donde halló escrito y donde comen?o él a escrebir y que desta manera lo pueda ymprimir guardando la honrra y fama de todos, de manera que a ninguno venga daño, ni disfame y goze del provecho de la ymprenta. Y si alguno de mis alba?eas lo quisiesse dar de su mano a persona tal, lo pueda hazer Y mando que sobre lo atrás dicho el monesterio, o parte donde se pusiere el dicho escritorio y libros, haga rrecado y escritura que a mis alba?eas les paresca conviene. Por desgracia parece que ninguna de estas cláusulas se cumplió, pues no hay rastro de escritura de depósito, y quedaron los manuscritos en manos de sus parientes o amigos, en las que los vería Fr. Pedro Aguado en 1583, aunque lo que éste nos dice es totalmente vago. Pasemos al segundo punto. 2. Reclamaciones del Consejo de Indias.--Pasarán nueve años hasta que volvamos a tener noticias del paradero de los manuscritos. Es en 1563 cuando por cédula del Consejo se ordena a Gascó, Inquisidor de Sevilla --al que sin duda los albaceas habían entregado en depósito los manuscritos-- para que entregue dos libros de Cieza (parece que deben ser los consignados en el testamento), así como otros debidos de Fernández de Oviedo16. El inquisidor no debió hacer mucho caso, pues tres años después, el 24 de julio de 1566 (firmada por el Rey ...en el bosque de Segovia) se reclamaba a los herederos del ya difunto Gascó que entregaran los manuscritos, so pena --para la Cámara del Rey-- de 10.000 maravedís. Como Gascó sólo debía ser depositario, se le reclaman los manuscritos al más allegado pariente de Cieza, Rodrigo Cieza, cura de Castilleja de la Cuesta, que debió entregarlos, bajo alta presión oficial entre 1566 y 1567, al Consejo de Indias. ¿Para qué los quería este alto organismo? No es ahora el lugar de hacer disquisiciones, pues el tema se presta a varias y diferentes hipótesis. Una, la más lógica, es que se quisiera conocer lo que habían escrito importantes cronistas acreditados ya por sus anteriores obras, para publicarlas o para ponerlas a disposición de los actuales cronistas oficiales de Indias, del Consejo de las mismas (como en efecto se hizo, como veremos). La segunda suposición es que el Consejo deseaba tener en su poder todo lo que se escribía --especialmente por las gentes que habían estado en América-- para cribar en cierto modo, o censurar, lo que pudiera dañar al buen nombre de España, y de la administración colonial. Los papeles fueron entregados --los libros de Cieza-- al cosmógrafo Alonso de Santa Cruz. La primera hipótesis es, pues más segura, ya que Santa Cruz debía escribir algo para el Consejo. 3. Reclamaciones al Consejo.-- Se vuelven las tornas en el año 1568. Rodrigo Cieza reclama al Consejo la devolución de los escritos de su hermano. Esto nos hace suponer que el argumento exhibido para que él los entregara fue que se iban a publicar, y en vista de que Santa Cruz no hacía nada, Rodrigo, pide que vuelva a su poder los libros fraternales. Pero Santa Cruz ha muerto y del arca de Santa Cruz --como se llama en los documentos al armario donde éste tuvo sus papeles-- se hizo entrega a Juan López de Velasco de lo que ella contenía. Rodrigo ha de insistir, por lo tanto, para que este nuevo funcionario del Consejo le devuelva los ansiados manuscritos. Largo debió ser el calvario personal del hermano del cronista, ante la muralla de la burocracia filipina (Felipe II es sin duda el fundador de la burocracia moderna y papelista), pues parece que van y vienen escritos oficiales, pero nada consigue, pues aunque se le ordena la devolución a López de Velasco, éste no cumple nada. Se vuelve a mencionar el arca de Santa Cruz de donde debieron salir los manuscritos de Pedro Cieza, pero el asunto sigue estancado, y sólo hoy vamos teniendo conocimiento del pesado pleito del pobre Rodrigo Cieza para conseguir --lo que no lograría-- su objetivo. Todavía en 1578 el cura de Castilleja conmina a López de Velasco, amenazándolo con denunciarlo y llevarlo a la cárcel. Pero no hay rastro de que se le entregue nada, quizá porque ya no estaban en poder del Consejo, sino que habían pasado a la Cámara de S.M. Para seguir esta dudosa pista y volvernos a encontrar con alguna noticia en el siglo XVIII, debemos hacer una breve digresión. Entre 1567 y 1570 se realiza la importante visita (inspección) de Juan de Ovando al Consejo de Indias, lo que supuso una total reorganización del mismo, y se limpiarían los archivos, quitando de ellos lo no importante. En otras palabras, que si López de Velasco no devolvía nada era porque ya no lo tenía en su poder. En El Escorial el manuscrito que usó Jiménez de la Espada (del que luego hablamos) lleva una anotación que dice que procede de las relaciones del tiempo de la visita, y no puede referirse a otra que a la citada de Ovando. Este debió expurgar los papeles que se conservaban en el Consejo y aquellos que no podían ser destruidos, por su antigüedad, valor o interés, los pasó a la Real Biblioteca, es decir a la Cámara de S.M. De allí serían transitoriamente tomados por un historiador, y sin duda devueltos, ya que se conservan en la Real Biblioteca escurialense. Este historiador es Antonio de Herrera y Tordesillas, nombrado Cronista de Indias en 1956. Antonio Ballesteros, en su Proemio a la Historia de éste informa detalladamente, como en parte ya lo hiciera Jiménez de la Espada, de los libros que se le facilitaron a Herrera para cumplir su cometido de hacer una gran Historia de los hechos de los castellanos en Tierra Firme e Islas del Mar Océano, y entre ellas no aparece mencionado ningún texto que se diga es de Pedro Cieza. Pero esta es la lista, que se conserva, de lo que Herrera pidió que se adquiriera, no de lo que él utilizó. Aunque poco escrupuloso en apoderarse de escritos ajenos, según costumbre bastante extendida en su tiempo, se vanagloria a veces de las informaciones que usa para su obra, y asegura en su Historia que había utilizado papeles de la Cámara de Su Majestad. No debe cabernos la menor duda de que uno de esos papeles fue El Señorío de los Incas, por la sencilla razón de que, como dice Jiménez de la Espada, Herrera se atrevió a sepultar en sus Décadas una crónica entera y modelo en su clase, y con ella el nombre de un soldado valiente y pundonoroso17, Cieza de León. Es tan idéntica la redacción de capítulos enteros de Herrera con los del manuscrito hallado luego en el El Escorial, que no cabe la menor vacilación en asegurar que el cronista de Indias del siglo XVII había plagiado --o incorporado deshonestamente-- el texto del otro cronista de Indias, Cieza, designado con tal título por Pedro de la Gasca en el Perú, en el siglo XVI. Y aquí termina la historia de las noticias sobre el manuscrito de El Señorío de los Incas, que luego sería encontrado, y no en original, en el siglo XIX. En este siglo XIX se va a proceder a la recuperación de la obra, comenzando precisamente por esta Segunda Parte, que volvemos a editar ahora. Pero fue una recuperación incompleta, ya que la hizo el norteamericano --hispanista insigne en tantos aspectos-- William Prescott (como ya indicamos en el estudio preliminar de la edición de la Primera Parte) usándolo como fuente para su Conquest of Peru, según una copia que le proporcionó el librero Obadiah Rich, tomada del texto que se conserva en El Escorial. Incompleta porque una mala lectura de la preposición para (traduciéndola como por) hizo que pensara que había sido escrita por el Presidente Sarmiento, del Consejo de Indias, para quien sin duda fue realizada la copia escurialense, en los tiempos en que se reclamaba la obra de Cieza al inquisidor de Sevilla. Fue Harrisse el primero que se dio cuenta de esta equivocación traductora de Prescott18, pero sin dar todavía con el autor, tomando el texto (que ya sitúa en la biblioteca de El Escorial, pero con error en la signatura) como anónimo, propio de un unknown author, como dice textualmente. La obra de Cieza emergía lentamente --en 1847--, a los doscientos noventa y tres años de la muerte de su autor.
contexto
Pintor y arquitecto como Rafael, procedía de Siena Baldassare Peruzzi (1481-1537). Su paisano, el banquero Agostino Chigi, le confió la construcción y decoración de la villa suburbana que, entre jardines, se hizo construir entre 1509 y 1511. Adquirida más tarde por los Farnesio (1580) ha perdurado con el apelativo de La Farnesina. La fachada principal recuerda los tramos rítmicos de Alberti en dos plantas con entresuelo, pautadas entre pilastras, vanos rectangulares y saliente cornisa; en cambio, la que da al jardín posterior presenta dos cuerpos torreados salientes, según fórmula ya cultivada por Francesco di Giorgio y Pollaiolo en la villa del Belvedere, entre los que se abre una logia de vanos de medio punto. La nota suntuosa de esta mansión de recreo es su decoración pintada interior, obra del mismo Peruzzi, de Rafael (alegorías de Galatea y de Psique y Cupido), y de sus discípulos Perin del Vaga, Sodoma y otros, que desarrollaron un copioso repertorio de mitos eróticos que la convierten en una sinfonía amorosa de la que quiso rodearse el comitente para rememorar sus nupcias con la divina Imperia, luego con la veneciana Andreosia, a la vez reflejo de la vida entendida como fiesta en los días alegres de la Roma del primer cinquecento. Su relación con Rafael motivó que León X le nombrara arquitecto adjunto de las obras de San Pedro, como colaborador de Antonio de Sangallo el Joven. El Saco de Roma en 1527 le desplazó de la ciudad, empleando sus postreros días en un tratado de arquitectura. Obra de su madurez, el Palacio Massimo llamado alle Colonne por la importancia que tienen las columnas en su pórtico de entrada y en el zaguán, fue edificado en 1532-1536 sobre las ruinas del existente hasta el Saco de Roma. Es notable la convexidad de la fachada que da a dos calles, con almohadillado insistente en sus cuatro planta y también cornisa saliente como en los palacios florentinos, pero el profundo portal con sus dos filas de columnas, provoca un claroscuro insólito que introduce a un patio asimétrico en que aparecen ventanas apaisadas, interpuestas entre vanos peraltados, ya decididamente manieristas.