Las posibilidades de una actuación eficaz por parte de la oposición cesaron de esta manera. De ahora en adelante, antes del comienzo de la guerra del Peloponeso, no se conocen acciones en este sentido. Se sabe, sin embargo, que existían movimientos contrarios, por supuesto, en las ciudades del imperio que sufrieron algún tipo de represión, como los representados por Meliso de Samos o Estesímbroto de Tasos. También en Atenas se conoce un escrito significativo, posiblemente de esta época, la "Constitución de Atenas" que aparecía entre las obras de Jenofonte, pero cuyo autor real permanece en el anonimato. En ese escrito se critica el tipo de relaciones establecido entre Atenas y las ciudades, sobre todo el hecho de que los ricos de éstas tengan que acudir a los juicios a la cabeza del imperio. Ahora bien, el autor sabe bien que todo ello ocurre porque el demos obtiene beneficios y que todo el sistema se organiza así porque trata de atender a los intereses del demos, frente a ricos, nobles y propietarios agrícolas. El sistema democrático, desde su punto de vista, no es bueno, pero si fuera bueno no podida servirle al demos en su propio beneficio. Se trata de un escrito claramente contrario a la democracia, pero capaz de analizarla con enorme lucidez. En los años anteriores a la guerra del Peloponeso, se conocen algunas actuaciones contrarias a aquéllos que aparecen más próximos a la figura de Pericles, a los llamados círculos intelectuales orgánicos, lo que se interpreta habitualmente como modo de manifestarse los movimientos de oposición, incapaces de dirigirse contra Pericles mismo. Anaxágoras, autor de la teoría del nous o mente organizadora, que suele identificarse como teoría del poder personal y democrático, fue objeto de una condena por tratar de los asuntos del cielo, lo que se había prohibido a través del decreto de Diopites, adivino a quien se consideraba vinculado a las prácticas oraculares délficas. También fue condenado Fidias, el escultor de los frisos del Partenón, autor de la Atenea que era símbolo de la ciudad misma y de las esculturas donde las fiestas de la ciudad aparecen como representación de las pretensiones integradoras de la nueva Acrópolis, de aspiraciones panhelénicas. Se duda si en tales círculos contrarios a Pericles se encuentran representados los aristócratas relegados en torno a Tucídides o si empieza a fraguarse un tipo de política donde actúan los nuevos personajes que luego se definirán en figuras como la de Cleón, tendentes a formas de demagogia que conducen hacia posturas consideradas extremadas las aspiraciones imperialistas del demos.
Busqueda de contenidos
contexto
El asunto del conde de Teba, Eugenio de Palafox, era una constatación de la oposición aristocrática, cuyo líder seguía siendo Aranda, al escandaloso encumbramiento de Godoy, y del descontento por su política. Entre amplios sectores de la aristocracia se fue incrementando el encono hacia Godoy y la reina, ya que el primero era considerado un usurpador de las funciones tradicionales de la aristocracia, y el malestar por la manera de conducir la política internacional. El conde de Teba, hijo mayor de la condesa de Montijo, impulsora del movimiento parajansenista español y de talante reformista, redactó en 1794 su Discurso sobre la autoridad de los ricos hombres sobre el Rey y cómo la fueron perdiendo hasta llegar al punto de opresión en que se halla hoy para su lectura en la Academia de la Historia. Inspirado en los escritos aristocratizantes que habían corrido en Francia en vísperas de la Revolución, auspiciados por el movimiento neofeudal encabezado por el conde D'Antraigues, Teba en su Discurso ofrecía una nostálgica visión de los tiempos en que el poder de los reyes se hallaba limitado por la autoridad y la independencia de la alta nobleza, y afirmaba que la sujeción de ésta a la autoridad del rey no había sido buena para España, reivindicando un modelo de monarquía más equilibrada, en la que el monarca compartiese el poder con la aristocracia, cuya opinión se manifestaba en el sistema de Consejos. La incorporación de los Maestrazgos de las Ordenes Militares a la Corona durante el reinado de los Reyes Católicos; la supresión del Justicia de Aragón; la sustitución del auxilium al rey con las armas por el pago del tributo conocido como de lanzas; la pérdida de los empleos de condestable y almirante de Castilla, habían sido jalones en el retroceso del papel de la nobleza, que había culminado en el siglo XVIII. Según el conde de Teba, "hecho ya costumbre en ellos no tener empleo ni parte en el Gobierno, creyeron más con razón inútil el instruirse, se imposibilitaron de este modo de obtenerlos y se formó un círculo, el más perjudicial a ellos y a la nación. Esta es la lastimosa historia de los ricoshombres, abreviada en todo, pero más particularmente desde los Reyes Católicos". El Discurso... era un intento de pulsar la opinión de Godoy sobre la eventual participación de la aristocracia en el gobierno, pero de inmediato quedó evidente la imposibilidad de entendimiento con Godoy, que ejercía una absoluta influencia sobre las personas reales. Su ejemplo fue seguido por otros escritos. En 1798, fray Miguel Suárez de Santander, escribió una Carta sobre la constitución del reino y abuso del poder, en el que intentaba demostrar que los reinos de España estaban, antes de los Reyes Católicos, "en el pleno goce de su libertad". Las opiniones de Teba fueron consideradas subversivas, pues en el fondo subyacía una crítica al monarca por entregar su confianza a Godoy y una advertencia sobre los peligros que de ello se derivaban, y el conde fue condenado a exiliarse a Avila primero y más tarde a Cuenca, para ser denunciado en 1800 y 1802 a la Inquisición por libertino, criticar a las órdenes mendicantes y hasta "por tener en su casa una Venus muy obscena". La purga política de septiembre de 1805, que afectó a su madre junto a más de 200 personas, entre ellas el duque del Infantado, más tarde figura central en el complot de El Escorial, impulsó nuevamente al conde de Teba a la conspiración y a ingresar en el incipiente partido fernandino, o "partido del cuarto del príncipe de Asturias", participando en todas las intrigas contra el valido que desembocaron en el motín de Aranjuez de marzo de 1808.
contexto
El movimiento intelectual servía de plataforma ideológica, a la par que funcionaba como mediador entre unas elites políticas y una sociedad civil cuyos instrumentos de comunicación y cuyo intercambio de demandas y propuestas aún no estaban consolidados. En los años anteriores a 1868 se había desarrollado un círculo de intelectuales que despuntaron tanto por su actuación personal como por su capacidad de movilización sobre ciertos sectores sociales. Desde una actitud severamente crítica frente al sistema, la intelectualidad difundió ideas renovadoras muy influidas por el ideal democrático, el krausismo y el librecambismo. La acción de estos hombres, caracterizados mayoritariamente por su juventud, contribuyó notablemente a la caída de Isabel II y configuró una nueva concepción de la sociedad y del Estado -democratización, descentralización, laicización...-, concepción que quedó plasmada en un discurso político. Las principales armas de este movimiento eran la prensa, las cátedras universitarias y el Ateneo de Madrid. Personalidades como Sanromá, Figuerola, Castelar, Moret, Giner de los Ríos o Canalejas, entre otros, exponían su ideario en las aulas y a través de artículos de prensa, logrando una gran repercusión. No todos ellos, sin embargo, ocuparon más tarde puestos de responsabilidad política, ni todos pretendían hacerlo. Además ejercían como oradores en el Ateneo, que se convirtió en un valioso foro de debate político. Uno de los momentos de mayor crispación tuvo lugar a raíz de la publicación, en el periódico La Democracia, de un artículo que cuestionaba éticamente a Isabel II. La autoridad dispuso una serie de medidas represivas contra el autor del escrito, Emilio Castelar, lo cual, unido a hechos como el cierre del Ateneo, provocó una protesta estudiantil que se convirtió en la primera gran revuelta intelectual del siglo. Dichos acontecimientos, bautizados como la Noche de San Daniel de 1865, pusieron en evidencia el fracaso político y moral que había sufrido el Gobierno. Un fracaso cuyas consecuencias estribarían en la posterior acentuación de la línea demócrata que orientaba al sector más destacado de la intelectualidad española.
contexto
Como los carlistas, tampoco los republicanos gozaron de homogeneidad en la oposición. El republicanismo español era una compleja amalgama, donde convivían proyectos políticos dispares, supuestos sociales de muy distinto signo y referentes ideológicos diversos, aunque emparentados. Todos bajo el manto mítico de la República, concepto que albergaba opciones bien distintas y, a veces, contradictorias. En el republicanismo confluyeron tanto defensores a ultranza del principio de la propiedad, a la manera constitucional, como socialistas utópicos o individuos que cuestionaban tal principio. Es preciso recordar que la Internacional en España vino, inicialmente, de la mano del republicanismo, y en sectores de las bases del partido confluyeron durante un cierto tiempo ambas opciones. Por otro lado, había republicanos cuyo horizonte era, en sentido estricto, la república como forma de Estado; republicanos a secas, para los que se acuñó el apellido de unitarios. Frente a ellos, los partidarios de la estructuración federal del Estado: los federales. Desde el punto de vista de la táctica a seguir, existían republicanos benévolos, partidarios de la vía electoral y abiertos a la colaboración con los radicales, y republicanos intransigentes, defensores de la vía insurreccional. El centro equilibrador del partido, es decir, la línea parlamentaria y federalista de Pi y Margall, tenderá a verse desbordado durante el período 1871-1872 por la opción intransigente, al mismo tiempo que un grupo dirigido por Castelar basculará hacia posiciones más moderadas. Por otro lado, las fisuras entre el directorio y las bases del partido, sobre todo a partir de la insurrección armada de 1869, se acentuaron. En su oposición a la monarquía, amplios sectores del partido cada vez vislumbraron con más claridad la táctica de la insurrección generalizada. Añadamos esa especie de competencia con la Internacional que amenazaba, aunque sólo fuera tímidamente, con atraer a sus filas a un sector partidario del republicanismo.
contexto
En estas circunstancias en que se juntaban la paz con Persia, los planes coloniales y la afirmación del imperio como elemento de reforzamiento de la democracia, los sectores oligárquicos, según Plutarco, se asustaron ante la posibilidad de que Atenas cayera definitivamente en manos del demos, a pesar de que el dirigente teórico, personalizado, fuera Pericles. Por ello, comenzaron a gestar planes dirigidos específicamente contra éste. Como alternativa, se promueve la candidatura representada por Tucídides, hijo de Milesias, a quien comparaban con Cimón, como si se tratara de hacer renacer una política basada en la alianza con Esparta y en las relaciones sociales expresadas principalmente en el evergetismo. El objetivo era que los oligarcas recuperaran el control del estado. La campana de Tucídides se proyectó en las acusaciones, dirigidas contra Pericles, de dilapidar el dinero público procedente de los aliados en gastos favorables a la ciudad. El objetivo era, por tanto, el tipo de redistribución que Pericles había ofrecido como alternativa al evergetismo, el dinero demosion como fondo para el bien colectivo. Según Plutarco, Pericles se ofreció a actuar en consecuencia. Si no se admitía el gasto público para sus proyectos, emplearía sus dineros privados, lo que fue rechazado por el demos que, evidentemente, se inclina por el sistema que él mismo había preconizado. En relación con esto se encuentra, sin duda, el ostracismo del año 444-43, promovido al parecer pensando que la popularidad de Pericles podría considerarse peligrosa, por tender a transformar su superioridad democrática en superioridad tiránica, como se dirá luego del imperialismo. El resultado, sin embargo, fue que el mismo Tucídides resultó el objeto de los votos negativos de la mayoría del demos. El sistema se halla en un momento espléndido y la colaboración entre Pericles y el demos, basada en el imperio, posiblemente se encuentra en su punto culminante.
contexto
Al comenzar los años cincuenta, la oposición al régimen de Franco, protagonizada por los supervivientes del exilio y de la represión de la posguerra, vio cómo se agotaban sus estrategias de lucha. Y esto ocurría tanto con la resistencia guerrillera como con la creación de plataformas unitarias que atendieran a la evolución de la coyuntura internacional. Mientras todavía en 1949 observadores extranjeros como Gerald Brenan encontraban, al viajar por España, un ambiente de hosquedad y de antifranquismo colectivo no sólo entre los vencidos sino entre parte de los vencedores, hacia 1962, en cambio, otros viajeros como Rossana Rossanda, creían observar una sociedad anómica, silenciada y alejada de la esfera de la política. Y, sin embargo, poco después, intelectuales exiliados como Francisco Ayala, Juan Goytisolo o Max Aub, constataban la emergencia de una nueva sociedad que cada vez tenía que ver menos con las consecuencias de la Guerra Civil y entraba por la senda del consumo de masas. Estos testimonios literarios del ambiente en la España de los años cincuenta y primeros sesenta resumen perfectamente la realidad social con que tuvo que enfrentarse la oposición democrática. Durante este período de apogeo del poder de Franco, la repercusión de las actividades antifranquistas sobre la estabilidad de la dictadura fue mucho más reducida que durante la década de los cuarenta o de la que habría de alcanzar a partir de 1970. No obstante, la oposición mantuvo el papel de ejemplo moral y, además, desde 1956, se inició la prehistoria de lo que habría de ser el sistema de partidos existente con la restauración de la democracia. Por otro lado, la transformación de la sociedad española permitió el surgimiento de la protesta de movimientos sociales que, con el tiempo, alimentaría de nuevo las maltrechas filas de la oposición.
contexto
A todo el descontento provocado en poco tiempo por la frustración de las expectativas que había creado en muchos españoles la vuelta de Fernando VII y el restablecimiento de la Monarquía absoluta, había que añadirle la actitud de sectores concretos contrarios al sistema, que comenzaron a trabajar en la clandestinidad para restablecer en España el sistema de libertades contemplado en la Constitución de 1812. De estos sectores citaremos en primer lugar al ejército, algunos de cuyos miembros encabezarían los pronunciamientos que intentarían durante esta etapa derribar la Monarquía absoluta y restablecer la Constitución. La Guerra de la Independencia, de efectos tan trascendentales para la posterior historia de nuestro país en tantos aspectos, tuvo una especial incidencia en el desarrollo del ejército español. La confrontación que se había iniciado en 1808 contra las tropas napoleónicas y las circunstancias que presidieron una lucha tan desigual, habían dado lugar a la conformación de dos ejércitos diferentes. Por una parte, el ejército regular, que en los primeros momentos del levantamiento mostró una actitud pasiva, o incluso colaboracionista, con los franceses, hasta el punto de que Murat agradeció públicamente a la guarnición de Madrid que no hubiese utilizado sus armas contra ellos en los levantamientos populares del mes de mayo. Eso haría exclamar a José Bonaparte que "Toutes les troupes espagnoles se réunissent á ceux qui les poyent". Sin embargo, esa actitud fue evolucionando hacia un claro alineamiento contra quien había usurpado el trono al rey legítimo, aunque la mayor parte de los generales nunca llegaron a entenderse bien con las nuevas autoridades de las Juntas provinciales con las que quería rivalizar en poder, lo que contribuiría a colapsar al ejército y a acrecentar su debilidad frente a las tropas francesas. Las Cortes se opusieron también a que surgiese un poder militar y pretendieron acabar con la peculiar subordinación existente hasta entonces del ejército con respecto a la Corona. Quisieron crear un nuevo modelo de ejército, pero la falta de dinero y de hombres lo hacía difícil. Así pues, la mayor parte de los altos mandos militares mantuvo durante estos años un cierto distanciamiento de las Cortes, en la conciencia de que tanto la gran masa del ejército como la nación se mantenían fieles a la persona del Rey ausente. En las filas de este ejército se respetaron con escrúpulo las ordenanzas que establecían los ascensos y que regulaban los mecanismos de su funcionamiento. Asimismo este ejército se situó al lado de Fernando VII a su regreso y lo apoyó en su decisión de prescindir de las reformas aprobadas por las Cortes durante su ausencia. Pero por otra parte, junto a este ejército regular, disciplinado y bastante maltrecho por los avatares de la guerra, había surgido un ejército nuevo: el de la guerrilla. Sus filas habían ido nutriéndose de hombres de origen muy heterogéneo, cuya disciplina, formación y rigor en el cumplimiento de las más elementales normas castrenses, dejaban mucho que desear. Sin embargo, los guerrilleros se habían convertido en héroes que habían ido creando sus propias reglas en el transcurso de sus acciones. Sus jefes lo habían llegado a ser por aclamación popular. No había hecho falta ir a la academia militar de la Isla, ni proceder de una familia de abolengo para convertirse en jefe de una guerrilla. Unicamente había hecho falta demostrar heroísmo y capacidad de liderazgo para convertirse en mariscal de campo o en general, como fue el caso del carbonero de Valladolid, Juan Martín El Empecinado, o el campesino navarro Espoz y Mina. Una vez terminada la guerra, ni el primero podía volver a recoger leña, ni el segundo estaba dispuesto a reanudar sus antiguas actividades agrícolas en su tierra. Su condición de héroes populares y su hábito de mandar, junto con la conciencia de haber salvado al país con su esfuerzo y con el riesgo de sus vidas, requerían, al menos, un reconocimiento oficial de la situación que habían alcanzado en el campo de batalla. Al gobierno de Fernando VII se le planteó un grave problema con la situación en la que se encontraba el ejército. ¿Qué hacer? Aunque la guerrilla se hubiese disuelto, no era posible aceptar la demanda de sus jefes, puesto que los oficiales regulares podían protestar por la desigualdad de tratamiento. Pero, de otro lado, no podían dejar de reconocerse de alguna forma los méritos de estos hombres y su valiosa contribución a la derrota napoleónica. Desde el ministerio de la Guerra, el general Eguía comenzó, desde 1814, a practicar una drástica reducción del ejército, que afectó especialmente a los líderes de la guerrilla. A los que se les mantuvo dentro del ejército, se les relegó a puestos secundarios en provincias o se les destinó a las milicias provinciales o a las plazas vacantes que quedaron en las aduanas. Esa situación de despecho los lanzó al campo liberal y los convirtió en caldo de cultivo para cualquier intentona que se tramase contra el sistema que había propiciado aquella situación. La burguesía era el otro sector que con mayor claridad buscó el alineamiento en el campo liberal durante esta primera etapa del reinado de Fernando VII. Como ha señalado con acierto Fontana, la burguesía había vivido un feliz maridaje con la Monarquía del Antiguo Régimen desde el momento en que ésta se había convertido en la principal protectora de sus intereses al defender el sistema de monopolio en las relaciones comerciales con las colonias del Nuevo Mundo. Pero esta situación de privilegio de los sectores que se dedicaban a la industria y el comercio estaba empezando a cambiar. Ya el decreto de libre comercio de neutrales de 1778, necesario para mantener abastecidos aquellos territorios durante la guerra con Inglaterra, había hecho ver el peligro que para el tráfico marítimo de la metrópoli suponía la apertura de los mercados americanos a otras naciones. Los habitantes de las colonias se dieron cuenta de que sin la intermediación de España podían ser mejor abastecidos y de forma más rentable. Ahora, aquel peligro se convertía en una realidad consolidada desde el momento en que las colonias estaban ya iniciando el proceso de su emancipación. Estaba cada vez más claro que si había que buscar otros caminos para recuperar la actividad de la producción industrial y de los mercados, estos tendrían que conducir a la propia España, y España no estaba precisamente en aquellos momentos en disposición de generar una demanda que sustituyese a la que ya no se podía recuperar en América. El campo estaba arruinado y la creciente presión fiscal había colocado a los campesinos en una situación de miseria que difícilmente les podía llevar a consumir más que lo estrictamente necesario para la supervivencia. Era necesaria una reforma que cambiase las condiciones de la población rural del país, y eso pasaba necesariamente por un cambio en la estructura de la propiedad campesina. En definitiva, la burguesía, entendiendo por tal ese reducido sector de la población española que se dedicaba a la industria y al comercio, se dio cuenta de la necesidad de reorientar su actividad hacia el propio mercado español y para ello era necesario llevar a cabo profundas reformas en él. De ahí su adscripción al liberalismo y de ahí su apoyo a las intentonas que se produjeron en este periodo contra la política absolutista que trataba de dejar las cosas como estaban en 1808. Los elementos discordantes -militares y burgueses- tenían que actuar en la cladestinidad si querían evitar el control que pretendía ejercer sobre toda disidencia el aparato represivo de la Monarquía absoluta. Para ello encontraron un instrumento idóneo que les permitiría tramar una serie de conspiraciones para restablecer la Constitución de 1812 y obligar a Fernando VII a aceptar las reformas. Ese instrumento fue la sociedad secreta de la masonería. La masonería entró en España en el siglo XVIII, aunque, como ha señalado Ferrer Benimeli, no adquirió verdadera importancia hasta la llegada de los franceses con José Bonaparte. En sus primeros tiempos, la masonería no era más que una secta filantrópica de carácter simbólico y deísta que predicaba la fraternidad entre los hombres y la tolerancia. Sin embargo, para los Borbones, como para otros monarcas absolutos, la idea masónica de la tolerancia era por definición subversiva y peligrosa. Por eso, Felipe V firmó una Ordenanza contra los francmasones en 1740, y en 1751, Fernando VI proclamó un severo decreto contra esta sociedad secreta. La invasión francesa y la ocupación del territorio por parte del ejército napoleónico hicieron proliferar las logias en España, aunque el caracter de éstas parece que era más bien conservador. Todo lo contrario que las logias de influencia inglesa que entraron a través de Gibraltar y que captaron a elementos liberales y reformistas en Cádiz, como Istúriz, Alcalá Galiano o Mendizábal. Sin embargo, cuando terminó la guerra, los prisioneros que volvieron de Francia trajeron también una concepción nueva, según la cual, la francmasonería podía perseguir legítimamente fines políticos y revolucionarios. Lo que es cierto es que la masonería española iba a adquirir pronto un carácter claramente político que no es frecuente encontrar en la logias de ningún otro país por esta época, donde eran otras sociedades secretas, como los Carbonari en Italia, o los Chevaliers de la Liberté en Francia, las que asumieron este papel revolucionario y liberal que la masonería asumió en nuestro país. Debemos tener presente que ésta es ya la época del Romanticismo y el gusto por lo esotérico, por los comportamientos heroicos y por la lucha en favor de los objetivos utópicos, forman parte de los elementos que impulsan a los hombres a buscar estas sociedades para alcanzar sus fines.
contexto
Sin duda, la oposición en las nacionalidades históricas tiene un peso específico en la trayectoria del antifranquismo. No se trata, no obstante, de trazar la evolución del conjunto de la oposición en zonas como Cataluña o el País Vasco sino de realizar un breve repaso de los partidos nacionalistas y de sus plataformas unitarias. Reducida la Generalitat en el exilio desde 1954 a un órgano unipersonal en la persona de Tarradellas, convertidos en partidos agrupaciones como el Movimiento Socialista de Cataluña o el Frente Nacional de Cataluña, y desaparecidas otras plataformas unitarias, hubo que esperar al final de los años cincuenta para que se produjeran nuevas tentativas unitarias y la aparición de un nuevo movimiento catalanista. Por ejemplo, en 1958, MSC, UDC y ERC constituyeron, a semejanza de la alianza general en el exilio de socialistas, democristianos, nacionalistas vascos y republicanos, un Consejo de Fuerzas Democráticas de Cataluña que no contaba con la participación del PSUC y FNC. Al margen de los cada vez más acartonadas y divididas formaciones catalanistas en el exilio, surgieron nuevas plataformas sobre todo de carácter cultural como Comunidad Catalana (1954), Asociación Democrática Popular de Cataluña (1959) y Omnium Cultural (1961). El mismo Jordi Pujol, que se había iniciado en el grupo Cristianos (luego Comunidad) de Cataluña, decidió hacer país desde empresas culturales como la Enciclopedia Catalana o un Centro de Información, descartando la promoción de partidos clandestinos. Hasta una fecha tan tardía como diciembre de 1974 no constituyó la plataforma política Convergencia Democrática de Cataluña. A la creación de este tejido cultural democrático y catalanista se sumó el auge de los movimientos sociales. De hecho, no se entiende la constitución de la Taula Rodona en 1966 sin tener en cuenta la consolidación previa del sindicato democrático estudiantil y Comisiones Obreras. Tres años más tarde, en diciembre de 1969, este rodaje permitió la aparición del Consejo de Fuerzas Políticas de Cataluña que agrupaba a los principales partidos catalanes sin exclusión de los comunistas del PSUC. La creación de una plataforma unitaria de los partidos, seis años antes que en el resto de España, fue un paso importante pero que todavía no rompía el aislamiento de las organizaciones clandestinas respecto al conjunto de la sociedad. Solamente la constitución de la Asamblea de Cataluña en noviembre de 1971 permitió la incorporación de centenares de antifranquistas sin afiliación a ningún partido. No obstante, la presencia de Comisiones Obreras, comunidades cristianas de base y asociaciones culturales y ciudadanas vertebraba a la Asamblea de Cataluña, permitiendo la salida de los estrechos límites de la clandestinidad. Las cuatro reivindicaciones mínimas de la Asamblea fueron la restauración de las libertades, el estatuto de autonomía de 1932, la amnistía y la coordinación con el resto de los pueblos ibéricos. No obstante, la estructura de la Asamblea de Cataluña terminó cediendo protagonismo en el momento de la transición a las coordinadoras de los partidos catalanistas. La historia del nacionalismo vasco durante la segunda mitad de la dictadura está marcada por el surgimiento de la organización ETA (Euzkadi Ta Askatasuna) en 1959. La literatura histórica filonacionalista ha tendido también a tomar la muerte del lehendakari José Antonio Aguirre como un símbolo del final de una época e, incluso, del fracaso de la política del PNV contra Franco. En realidad, después de la aparición de ETA nada fue igual en la historia del nacionalismo vasco pero para el PNV, el Comité Consultivo y el Gobierno vasco en el exilio la década de los sesenta no supuso un giro espectacular de su política. La crítica al PNV por el presunto españolismo de su política ya estuvo presente durante la inmediata posguerra. El tándem entre socialistas y nacionalistas vascos, establecido tras el Pacto de Bayona de 1945, permaneció prácticamente inmutable durante el resto del régimen franquista. No obstante, la desaparición no sólo de Aguirre sino de otros nacionalistas como Landáburu o de socialistas como Indalecio Prieto y Paulino Gómez Beltrán tuvo influencia en la marcha de las relaciones mutuas. Resulta excesivo acusar de inoperancia al Gobierno vasco y a los partidos históricos, si bien es cierto que el nuevo movimiento obrero y el activismo de ETA utilizaban nuevas tácticas de lucha ajenas a aquellos. La prehistoria de ETA se encuentra en el grupo EKIN surgido en el bienio de 1952-1953. Este grupo, inicialmente limitado a la reflexión política y la formación, acusaba al PNV de pasividad y españolismo. En 1956 EKIN se unificó con las juventudes del PNV pero la continua invocación al activismo causó un conflicto disciplinario con los dirigentes del partido pese a la actitud conciliadora de Aguirre. Finalmente, el 31 de julio de 1959 se consumaba la ruptura del nacionalismo con la constitución de ETA. No obstante, hasta la I Asamblea en 1962, en la que fue aprobada la declaración de principios de ETA, no concluyó el periodo de formación de este grupo nacionalista que terminaría derivando hacia el terrorismo. En realidad, el primer proyecto ideológico de ETA no difería demasiado del democristiano PNV salvo por ciertas tendencias socializantes. Hasta después de la publicación en 1963 de Vasconia. Estudio dialéctico de una nacionalidad, del intelectual vasco exiliado Federico Krutvig, no hubo una ruptura ideológica clara entre el PNV y ETA. Este fue el momento también de la división del sindicato nacionalista Solidaridad de Trabajadores Vascos (ELA-STV). De la asunción de una nueva estrategia política que pretendía la constitución de un movimiento urbano progresista, ETA evolucionó con su II Asamblea de 1964 a defender la guerra revolucionaria. Una teoría insurreccional que derivó hacia el terrorismo urbano, aunque hasta 1968 el activismo etarra no produjo su primera víctima mortal. Antes de ello ya se había producido el estallido de ETA en tres tendencias. En 1966 fue expulsado el grupo berri que, años después, daría lugar a la creación del Movimiento Comunista. Durante la celebración de la V Asamblea se produjo otra división entre el grupo Branka, en el que se encontraba parte de los fundadores de la organización que defendían postulados nacionalistas tradicionales, y el sector mayoritario, partidario de la teoría de la espiral acción-represión. Después del proceso de Burgos de 1970 un grupo de ETA se unió con la trotsquista Liga Comunista Revolucionaria.
contexto
Los elementos radicales de la oposición fueron los republicanos, frustrados por el mantenimiento del régimen monárquico, y que trataban de aprovechar cualquier ocasión para exponer sus reivindicaciones. Una de esas ocasiones la brindó, en junio de 1832, el funeral por el general Lamarque, uno de los jefes del ejército napoleónico. La revuelta fue sofocada sin excesiva represión pero permitió, al menos, que Victor Hugo la inmortalizase en Los Miserables (1862). El acontecimiento sirvió, por lo demás, para advertir a algunos liberales de los peligros de la democracia radical, tal como expresó claramente Alexis de Tocqueville al publicar La democracia en América (1835).La prensa tuvo un notable papel en la difusión de este ideal. Le National se había hecho republicano desde comienzos de 1832, tras la separación de Armand Carrel, que había sido uno de los fundadores. En ese periódico tendrían acogida las voces más templadas del republicanismo, como Garnier-Pagés o Arago. Por el contrario, los republicanos con una mayor preocupación por la cuestión social (A. A. Ledru-Rollin, F. Flocon, Louis Blanc) encontraron acogida en La Réforme. Otro destacado título republicano, La Tribune, de Armand Marrast, había desaparecido en 1835, como consecuencia de la represión gubernamental. Las dificultades experimentadas por las clases trabajadoras les hizo especialmente receptivos a la propaganda republicana. Un sector de ellos, los trabajadores de la seda (canuts) de Lyon se sublevaron en noviembre de 1831 para reclamar trabajo. El gobierno, deseoso de dar muestras de firmeza, envió al Ejército, comandado por Soult, que realizó una dura represión.Propagandistas de las teorías sociales, como Auguste Blanqui, organizaron sociedades casi secretas de agitación, como la Sociedad de los Derechos del Hombre, creada en 1832, y animaron agitaciones como las de los trabajadores de la seda de Lyon, en 1834, e inspiraron atentados como el que sufrió Luis Felipe en julio de 1835. Más adelante, en mayo de 1839, la Sociedad de las Estaciones, creada también por Blanqui, intentó un golpe de Estado en París, que llevó a su inspirador a la cárcel.Esta propaganda revolucionaria estaba ya muy atenuada a la altura de 1840, a medida que remitía la amenaza de las clases trabajadoras, que abandonaron paulatinamente el asociacionismo reivindicativo y se orientaron hacia fines puramente asistenciales. El programa republicano se enriqueció con elementos socialistas, que le distanciaban de su origen liberal. Experimentaron también entonces alguna boga las ideas de Saint-Simon, o las de Pierre-Joseph-Benjamin Buchez, que trataba de impregnar el catolicismo con los principios de la democracia y el socialismo, y que defendía las condiciones de contratación de los obreros desde el periódico L´Atelier, fundado en 1840 por Anthine Corbon. Otro periodista, Pierre Leroux, que editaba Le Globe, desarrollaba un concepto de fraternidad en el que trataba de hacer coincidir las posiciones de cristianos, republicanos y socialistas. Flora Tristán proponía que los trabajadores crearan palacios del trabajo en los que habría escuelas, centros para estudio de adultos, hospitales y residencias para ancianos. El periodista e historiador Louis Blanc sugería en 1839 (L´Organisation du travail) que el trabajo debería ser organizado a través de talleres sociales, impulsados por el Estado, y con beneficios distribuidos igualitariamente entre los trabajadores.Por su parte, Pierre-Joseph Proudhon, el único teórico socialista de origen proletario, reclamó la destrucción del Estado y de Dios, así como la abolición de la propiedad de los instrumentos de producción (Qu´est-ce que la proprieté, 1840). Trataba de superar la explotación a través del mutualismo y del libre crédito, pero fue la ausencia de ese libre crédito la que lo hacía imposible. Pese a sus iniciales buenas relaciones con Marx, terminaría por atraerse las criticas de éste, que le calificó de pequeño burgués. Desde la dirección del periódico Le Peuple participó en la batalla política que condujo a los acontecimientos revolucionarios de 1848.El régimen también tuvo una oposición desde la derecha. Los legitimistas (antiguos ultras) estaban sin dirección como consecuencia del alejamiento de Carlos X en Carlsbad y la abdicación de su primer hijo, el duque de Angulema. El conde de Chambord, hijo póstumo del asesinado duque de Berry, contaba con diez años en el momento de la revolución de 1830 y era sólo un peligro potencial. Por otra parte, la vieja nobleza, que se resistía a prestar juramento de fidelidad al nuevo monarca, prefirió refugiarse en una especie de exilio interior en sus posesiones rurales o limitarse a la vida cultural (Academia) o actividades sociales al margen de la nueva clase dirigente, a la que descalificaban permanentemente. Su órgano de expresión era el periódico La Quotidienne. En esas condiciones no resultaba extraño que fracasara el golpe montado en abril y mayo de 1832 por la duquesa de Berry, que desembarcó en Provenza, a la vez que parte de la población campesina se sublevó en la región de la Vendée. El arresto de la duquesa, a finales de año, tuvo como objetivo desalentar a la oposición monárquica.A partir de entonces tuvieron una escasa presencia en la vida política pero, como ha sugerido Furet, mantuvieron una fuerte influencia en la vida local, sobre la que tenían un gran ascendiente. Los diversos complots que se sucedieron en los años siguientes fueron, sobre todo, la obra de una minoría exaltada y la policía los desarticuló sin excesivas dificultades. Más importancia tuvieron algunos grupos renovadores como el de la Montaña Blanca, organizado después de 1840 en torno al abate de Genoude, y la Gazette de France, que preconizaba una Monarquía popular, con sufragio universal, y que no descartaba la posibilidad de una alianza con los republicanos, o los que manifestaban preocupaciones sociales (Armand de Melun) y presentaban a la Monarquía legítima como la mejor garantía contra los abusos que los obreros tenían que sufrir como consecuencia de la alianza de política y negocios que había traído el orleanismo. La oposición al régimen también fue animada por Luis Napoléon Bonaparte, hijo de Luis y de Hortensia Beauharnais, que se había proclamado heredero de los derechos de su tío y que intentó insurrecciones en Estrasburgo (octubre de 1836) y Boulogne (agosto de 1840). El bonapartismo contaba con la vigencia de la leyenda napoleónica, de la que Luis Felipe también intentó beneficiarse con el retorno de las cenizas de Napoleón desde Santa Helena, en 1840, para ser depositadas en los Inválidos. Sin embargo, Luis Felipe supo integrar a algunos de los antiguos colaboradores del imperio, que se mantuvieron al margen de las aspiraciones de este pretendiente. En su conjunto, ninguna de estas oposiciones parecía excesivamente peligrosa, y sólo la republicana parecía capaz de alterar desde dentro las condiciones de la vida política.
contexto
La presión ejercida desde Francia y apoyada por la presencia del ejército galo de ocupación que se hallaba repartido por varias guarniciones en España, precisamente para garantizar que no se cometieran excesos por parte de la Monarquía absoluta y, por otra parte, el contrapeso que significaba la actuación de Cea desde la Secretaría de Estado, acabaron con el fracaso de la línea seguida por Aymerich y González, que fueron apartados de sus respectivos cargos. A partir de ese momento se encresparía la oposición de los realistas más exaltados. La oposición ultra, que había dado muestras de su existencia desde 1824 con la tentativa de insurrección de Capapé, volvería a señalarse con la revuelta de Bessiéres en agosto de 1825. En realidad, el origen de esta oposición hay que buscarlo en las sociedades secretas como la Junta Apostólica o el Angel Exterminador, creadas en 1823. Estas sociedades tenían como base ideológica la contrarrevolución y como propuestas inmediatas el restablecimiento de la Inquisición y la exclusión de los liberales de la sociedad. Sus propósitos fueron recogidos en un folleto titulado Españoles: Unión y Alerta, cuyos primeros ejemplares fueron repartidos en septiembre de 1824 y que alcanzaron una notable difusión a comienzos de 1825. Aunque se descubrieron varias intentonas de estos elementos para tratar de imponer sus fines, nunca pudo llegarse al fondo de su trama, pues a pesar de que se cuestionaba la legitimidad de Fernando VII, en cuanto se mencionaba a don Carlos, el hermano del rey, la investigación se detenía. El mes de junio había visto aumentar los descontentos de los medios ultras con las destituciones del ministro de la guerra Aymerich y del superintendente de la policía, Mariano Rufino González. Ambos habían sido sustituidos respectivamente por dos moderados como eran Miguel de Ibarrola, marqués de Zambrano y Juan José Recacho. El teniente general Blas Fournás fue también sustituido al mando de la Guardia Real por el Conde de España quien, a pesar de haber aceptado en su momento la Constitución, se había ganado posteriormente la confianza de Fernando VII. Esta renovación de algunos cargos importantes fue considerada como un apoyo del rey a la línea de los realistas moderados y aceleró los preparativos de los conspiradores ultras. Estos llegaron a constituirse verdaderamente en una oposición interna que causaría tantos o más problemas que la oposición que planteaban los liberales desde el exilio. La conspiración de Jorge Bessiéres ha sido estudiada por Alonso Tejada a partir de los documentos de la Superintendencia de la policía. Bessiéres era un militar de origen francés, que después de haberse pasado al lado español durante la guerra de la Independencia, había cambiado el republicanismo en el que militó durante el Trienio por la oposición ultraconservadora en esta última etapa del reinado de Fernando VII. Como los participantes en el complot de Capapé no habían podido ser capturados, Cea Bermúdez esperaba el estallido de una nueva traición para poder arrestar a los culpables. Esta nueva intentona estaría protagonizada por este curioso personaje. La tipología de esta conspiración no difiere mucho de las que intentaron los liberales durante la primera etapa del reinado. Bessiéres, que era el brazo armado de la conjura, se lanzó prematuramente a la calle en Getafe el 15 de agosto con varias compañías del regimiento de caballería de Santiago. Los levantamientos que debían secundarlo en las provincias no se produjeron y Bessiéres fue arrestado y fusilado el 26 de agosto. Este episodio desencadenó una serie de destituciones y de cambios en la administración. El general Chaperón, Jefe de la Comisión Militar de Madrid, fue destinado a Cáceres y el canónigo y Consejero de Estado, Rojas Queipo, fue enviado a Córdoba. Junto con ellos, otros altos funcionarios fueron cesados en sus puestos. La necesidad de tomar otras medidas para evitar nuevas dificultades llevó al gobierno a la creación de un organismo consultivo que sirviese de ayuda al Consejo de Ministros. De esa forma nació el 13 de septiembre de 1825 la Junta Consultiva de Gobierno. Pero su existencia fue muy efímera, ya que fue disuelta el 28 de diciembre siguiente y su fracaso afectó de tal manera al propio Consejo de Ministros que éste dejó de reunirse a partir de esa fecha durante unos meses. El 24 de octubre de 1825 Cea Bermúdez fue sustituido por el duque del Infantado. El cambio parecía representar un nuevo giro hacia el absolutismo, ya que Infantado se había distinguido siempre por su firme defensa de la soberanía absoluta de Fernando VII. Aunque no era un hombre de una gran capacidad como gobernante, había ocupado la presidencia de la Regencia instaurada por el duque de Angulema cuando las tropas francesas entraron en Madrid. También había sido presidente del Consejo de Castilla y consejero de Estado en la primera etapa absolutista de Fernando VII. A él se le atribuye precisamente la recuperación de las prerrogativas del Consejo de Estado a raíz de la supresión temporal del Consejo de Ministros. El reglamento que se aprobó el 6 de enero de 1826 establecía que el Consejo de Estado debía reunirse diariamente y que serían de su competencia todos aquellos asuntos graves de cualquiera de las secretarías de Estado. En definitiva, se trataba de una muestra de oposición al despotismo ministerial que, a su vez, era heredera de la actitud del partido aristocrático surgido en la España de finales del siglo XVIII. Sin embargo, la reforma iba a durar poco tiempo. La incompetencia de los miembros del Consejo de Estado y la intransigencia de la mayor parte de ellos iba a poner claramente de manifiesto la dificultad que dicha reforma suponía para el propio funcionamiento del Estado. Los ministros López Ballesteros, Zambrano y Salazar denunciaron la falta de cohesión en la acción gubernamental y la dificultad que suponía la necesidad de dar cuenta de todas las decisiones al Consejo. En agosto de 1826 se restableció en Consejo de Ministros y el duque del Infantado fue cesado en sus funciones ese mismo mes. Le sustituyó Manuel González Salmón.