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El grupo El Paso no era el único movimiento artístico en la España de los últimos años cincuenta, ni siquiera el único interesante. El mismo año que ellos se dio a conocer el Equipo 57, un grupo formado por tres pintores -Agustín Ibarrola (1930), Angel Duarte (1930) y José Duarte (1928)- y dos arquitectos -Juan Cuenca y Juan Serrano-, a los que se unió más tarde Thorkild Hansen, un danés. Se proponían aprovechar las ventajas de la máquina para llevarlas al campo del diseño y la arquitectura, renunciando a cualquier voluntad burguesa y capitalista de personalismo, autoría, etc. Descendientes de los constructivistas y del arte concreto y bajo la influencia de Jorge Oteiza, querían cambiar la realidad social, cambiando el medio en el que se desarrolla la vida; de ahí su interés por la arquitectura y el diseño.Sus pinturas y esculturas son de colores planos, delimitados por formas geométricas que se superponen o se interpenetran; pero su labor no se limita a la plástica. Llevados por la voluntad de transformación, publicaron numerosos textos teóricos y buscaron sistemas alternativos para hacer llegar sus obras a un público amplio, vendiéndolas a precios asequibles, en un deseo de romper con la tradición del arte como patrimonio de unos pocos. No querían marchantes ni galerías como El Paso, ni protección oficial, sino una nueva sociedad. Estaban "contra las maniobras monopolizadoras de los marchands y de las galerías de arte, contra los organismos oficiales destinados a la instrucción pública. Consideramos -decían- que mientras no se realicen las condiciones necesarias para una total integración de las artes plásticas en la vida material, nuestra única arma posible de defensa contra la actual situación es negarnos a entrar en las capillitas de los marchands, anticuarios de arte, coleccionistas de mariposas abstractas, concretas o informales... poniendo nuestros trabajos al alcance de todo el mundo a precios de coste".Así, geométricos, abstractos, normativos, fríos y opuestos al mercado artístico y al régimen político español de manera más clara que El Paso, no consiguieron triunfar y es ahora, casi cuarenta años después, cuando se empieza a revisar su obra y el papel que jugaron como precursores de experiencias posteriores de carácter analítico. Muy activos hasta el fin de la década, ya en 1960 eran conscientes de no haber alcanzado lo que se proponían, y consecuentes con sus ideas, algunos formaron parte de Estampa Popular, como Agustín Ibarrola -uno de los artistas más comprometidos en la lucha política- o Pepe Duarte y otros se dedicaron al diseño industrial. Pablo Palazuelo (1916) hace también pintura, y posteriormente escultura, relacionada con esta vertiente normativa.
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Además, pese al auge ya señalado de las dictaduras y aunque las esperanzas democráticas suscitadas por la guerra mundial fueran un espejismo, los años veinte distaron de ser un desierto democrático. Hasta una de aquellas dictaduras, la dictadura del general español Primo de Rivera, caería (en 1930) y dejaría paso a una situación democrática, la II República. En Estados Unidos, las presidencias de los republicanos Warren G. Harding (1920-23) y Calvin Coolidge (1923-29) representaron el retorno de la "normalidad" tras la etapa de intenso intervencionismo internacional y presidencialismo fuerte de la presidencia de Woodrow Wilson. En política exterior, la normalidad significó no un decidido repliegue aislacionista sino, en todo caso, una menor presencia internacional. En política interna, normalidad significó menos gobierno (y por ello, menos reformas), presidencias desideologizadas y discretas, mayor dinamismo de la sociedad. Harding desarrolló una política arancelaria claramente proteccionista. Adoptó medidas restrictivas en materia de inmigración y, para satisfacer a la opinión conservadora del Sur y del Oeste, impulsó la entrada en vigor de la enmienda constitucional que prohibía la fabricación y venta de licores (por más que sólo sirviera para favorecer el crecimiento del crimen organizado, con epicentro en Chicago y con el gángster Al Capone como encarnación más siniestra). Coolidge, un tipo taciturno y honrado, de ideas simples y vida frugal y sencilla, que fue vicepresidente con Harding, presidente interino a la muerte de éste en 1923 y presidente electo tras su victoria en las elecciones de 1924, acabó con la corrupción y los escándalos que habían salpicado la presidencia de Harding, pero su política no se diferenció de la de éste. Si cabe, redujo aún más el papel del gobierno central en cuestiones económicas y sociales. Introdujo importantes economías en el gasto público, disminuyó los impuestos y favoreció decididamente el libre juego de la economía de mercado, como clave para la prosperidad del país. La normalidad había sido, pues, una operación conservadora. Pero los resultados fueron muy brillantes: la presidencia Coolidge coincidió con los mejores años del boom de la posguerra. En Gran Bretaña, los años veinte fueron en gran medida esenciales para la democracia. Fue en esa década cuando el laborismo emergió definitivamente como fuerza de gobierno, y cuando el partido conservador dejó de ser el partido de las clases dirigentes para ser un partido de sectores de todas las clases sociales británicas. Lloyd George, que gobernaba al frente de una coalición de liberales y conservadores desde 1916, cayó en octubre de 1922. Los conservadores, que ya habían aceptado con disgusto la solución dada al problema irlandés en 1921, le retiraron su apoyo por la actitud progriega que adoptó en la crisis greco-turca de 1922; los liberales, por oposición al aumento arancelario que Lloyd George acordó también en ese año, 1922. El hecho más significativo de las elecciones de 1922 y 1923 -convocadas por los conservadores, que gobernaron tras la caída de Lloyd George- fue el espectacular aumento de los laboristas. En las de diciembre de 1923, lograron 4.438.508 votos, esto es, el 30,5 por 100 del voto (un aumento de 8 puntos sobre 1918) y 191 escaños (63 en 1918), desplazando a los liberales como segundo partido del país (4.311.147 votos, 159 escaños). Como los conservadores no obstante haber ganado las elecciones (5.538.824 votos, 258 escaños) carecían de mayoría absoluta, el Rey encargó al líder laborista Ramsay MacDonald la formación del gobierno (22 de enero de 1924). Los laboristas, por tanto, llegaban al poder en el que todavía era el mayor imperio del mundo y la primera potencia mundial. Que aquel primer gobierno laborista durase apenas diez meses; que fuese un gobierno minoritario dependiente del apoyo parlamentario de los liberales; y que por ello no pudiera hacer política socialista (aunque aprobó una ley de viviendas populares, reconoció a la URSS y, distanciándose de la tradicional política imperial británica, participó activamente en la Sociedad de Naciones), todo ello importaba tal vez menos que el hecho mismo de la llegada del laborismo al gobierno. Había cristalizado un nuevo sistema político en el que el partido de los sindicatos aparecía como la principal alternativa al gobierno de las elites tradicionales del país. Tan significativo, además, fue el cambio que se operó en el conservadurismo británico cuando en mayo de 1923, al morir Bonar Law (1858-1923), líder del partido y primer ministro en ejercicio desde la caída de Lloyd George, el rey Jorge V decidió encargar la formación del gobierno -lo que conllevaba la jefatura del partido- a Stanley Baldwin (1867-1947), a quien prefirió sobre lord Curzon. La elección era significativa. Baldwin pertenecía a los círculos industriales y su experiencia gubernamental, que había comenzado en 1916, había estado siempre vinculada a los ministerios económicos; Curzon era un aristócrata de impecable origen, educado en Eton y Oxford y que había sido virrey de la India entre 1899 y 1905 y ministro de Asuntos Exteriores entre 1919 y 1923. El nombramiento de Baldwin fue una sorpresa. Churchill escribió que la decisión del Rey había "desviado el curso de la historia". La Corona y sus asesores habían entendido que la sociedad industrial británica necesitaba un nuevo tipo de liderazgo político, que la situación exigía partidos y líderes con sensibilidad y capacidad para dar respuesta a las demandas y aspiraciones de las masas. Baldwin cumplió a la perfección el papel que se esperaba de él. Tras gobernar brevemente en 1923, formó nuevo gobierno tras la gran victoria de su partido en las elecciones de 1924 (48,3 por 100 de los votos y 419 escaños; laboristas: 33 por 100 y 151 escaños; liberales, 17,6 por 100 y 40 escaños) y gobernó hasta junio de 1929. Baldwin trajo un nuevo estilo de gobierno. Proyectó la imagen del hombre tranquilo y apacible, de costumbres tradicionales y sencillas (la casa en el campo, la pipa, las veladas en torno a la chimenea, la pesca en el río), la imagen de un político de la conciliación y del consenso que cifraba las aspiraciones del gobierno en el trabajo honrado y en el mantenimiento de la tranquilidad social. Su política exterior, que dirigió Austen Chamberlain, buscó la colaboración con Francia y Alemania, favoreció el clima internacional de distensión que inspiraron los pactos de Locarno (1925) y Kellogg-Briand (1929), e impulsó la transformación del Imperio en una confederación de Dominios autónomos. El gobierno Baldwin rebajó la edad de jubilación (de los 70 a los 65 años). Extendió la cobertura del seguro de desempleo. Concedió el voto a todas las mujeres mayores de 21 años. Nacionalizó la electricidad y la radio. Trató, además, de estabilizar los precios y de devolver la confianza a los círculos financieros a través del retorno de la libra al patrón-oro de 1914 (medida tomada por el ministro de Hacienda, Churchill, en abril de 1925). La era Baldwin coincidió -como la presidencia Coolidge en Estados Unidos- con la recuperación de la economía británica. Eso no significó ausencia de conflictos. Al contrario, Baldwin tuvo que hacer frente a la única huelga general de toda la historia de Gran Bretaña, que tuvo lugar del 4 al 12 de mayo de 1926, declarada por los sindicatos en solidaridad con los mineros que, a su vez, habían ido a la huelga en abril contra las rebajas salariales impuestas por las empresas a la vista de las enormes dificultades que atravesaban. Lo significativo, con todo, fue que la huelga general, secundada por unos 10 millones de trabajadores, fue en todo momento una huelga pacífica. La radio mantuvo al país distraído e informado. Baldwin, que veía en el movimiento sindical, en el Trade Union Congress, un elemento de estabilidad, no quiso adoptar medidas enérgicas. Pensó que la huelga se agotaría, y acertó: el TUC aceptó las bases para la negociación propuestas por sir Herbert Samuel, presidente de la Comisión Real nombrada para estudiar la crisis de la industria del carbón. Los mineros, dirigidos por su obstinado líder A. J. Cook, continuaron en huelga hasta noviembre, pero tuvieron finalmente que aceptar su derrota. El clima de distensión no se alteró en ningún momento; la sociedad británica había convivido con una huelga general sin que en modo alguno se deteriorara la convivencia ciudadana. La democracia se estabilizó igualmente en los años veinte en otros países europeos. En Suecia, Noruega y Dinamarca, países regidos por monarquías constitucionales sólidamente institucionalizadas, que habían mantenido su neutralidad durante la I Guerra Mundial y en las que para 1918 se había introducido ya el sufragio universal masculino y femenino, el hecho esencial radicó en la fuerte presencia electoral de la socialdemocracia. En efecto, los partidos socialdemócratas escandinavos fueron por lo general partidos reformistas y gradualistas, aunque en los tres países existieran importantes sectores radicales y se registraran fuertes movimientos huelguísticos. Esos partidos propiciaron la evolución escandinava hacia el modelo de moderado pluralismo que caracterizaría a la región a todo lo largo del siglo XX. En Suecia, los socialdemócratas formaron su primer gobierno homogéneo en 1920, año en que se convirtieron en el primer partido del país; luego, gobernaron desde 1932 por espacio de cuarenta años. En Dinamarca, lo hicieron, también ininterrumpidamente, entre 1924 y 1942, y en Noruega desde 1935 (tras una primera y efímera experiencia gubernamental en 1928). La excepción fue la nueva Finlandia. La independencia desembocó en 1918 en la guerra civil entre el ejército blanco del mariscal Mannerheim y los bolcheviques finlandeses. Luego, el legado de la independencia, los problemas del mundo rural y conflictos fronterizos con Suecia y Rusia, polarizaron la política. Entre 1920 y 1940, Finlandia, gobernada por gobiernos minoritarios, conoció una gran inestabilidad ministerial, una no desdeñable agitación comunista y la aparición de un relativamente importante movimiento fascista (Lapua) que en 1930 y 1932 protagonizó sendos intentos de golpe de Estado. También Bélgica y Holanda, países que prosperaron notablemente durante los años veinte y que introdujeron en esa década importantes leyes sociales (jornada de 8 horas, pensiones de jubilación obligatorias, amplios sistemas de seguridad social), evolucionaron hacia sistemas políticos pluralistas y democráticos. La adopción de leyes electorales con representación proporcional favoreció el multipartidismo (tres grandes partidos en Bélgica; cinco en Holanda). Ello obligó a que en ambos países se gobernara en coalición. Entre 1919 y 1940, hubo un total de 18 gobiernos en Bélgica y 12 en Holanda. Pero la estabilidad y espíritu cívico de los electorados de ambos países, el pragmatismo y hasta falta de ideas y la voluntad conciliadora de sus dirigentes, favorecieron el equilibrio y la moderación políticas. En Bélgica, gobernaron en los años citados o gobiernos de coalición católico-liberales o ministerios católico-socialistas; en Holanda, gobiernos formados en torno a los partidos de denominación religiosa (calvinistas, cristianos históricos, católicos) y a los liberales. En Bélgica, sólo hubo un sobresalto. En las elecciones de 1936, los "rexistas", el movimiento fascista, lograron 21 escaños y el 11,49 por 100 de los votos; pero sufrieron un fuerte retroceso en las elecciones de 1939. En Holanda, el Partido nacionalsocialista de Anton Mussert sólo obtuvo, en mayo de 1937, cuatro escaños (y el partido comunista, tres). Hasta en Alemania y en Francia, los años veinte fueron años de aparente normalización democrática. En Alemania, la "prösperitat" del periodo 1925-29 permitió hasta creer que la República de Weimar pudiera estabilizarse. Ya quedó dicho que esos fueron los años en que el partido nazi, aún sobreviviendo al fracaso del "putsch" de 1923, vivió su travesía del desierto (14 diputados en 1924, 13 en 1928). Los socialistas, el SPD, ganaron las elecciones de 1924 y 1928. Pese a que la derecha nacional, el DNVP, obtuvo buenos resultados (103 y 79 escaños, respectivamente), los partidos de centro -el "Zentrum" católico, el partido popular de Gustav Stresemann y el partido demócrata- aún retenían suficientes escaños y votos como para equilibrar el juego político. Ciertamente, que un hombre del pasado asociado al prusianismo y al militarismo como Hindenburg fuera elegido Presidente (abril de 1925) era un mal presagio. Pero Hindenburg pareció en principio dispuesto a convivir con la República. Incluso dijo del socialista Hermann Müller, jefe del gobierno entre 1928 y 1930, que era su ideal de canciller. Más aún, con Stresemann en Exteriores (1923-29), Alemania, como enseguida veremos, hizo sustanciales contribuciones a la paz internacional y fue por ello admitida en la Sociedad de Naciones en 1926. En Francia, los viejos demonios de la III República -inestabilidad ministerial, influencia de los notables locales, indisciplina de los grupos parlamentarios, inexistencia de grandes partidos nacionales- reaparecieron tan pronto como se recobró la normalidad política tras la guerra mundial. Las dos grandes experiencias de gobierno de los años veinte -el Bloque Nacional de 1920 a 1924 y el Cartel de izquierdas, de 1924 a 1926- fueron así experiencias en buena medida decepcionantes. El Bloque Nacional, la gran coalición de la derecha republicana, ganó, como se recordará, las elecciones de noviembre de 1919, favorecida por el clima de exaltación patriótica generada por la victoria en la guerra y por el giro a la derecha de una parte del electorado francés ante la oleada de huelgas de 1919 y la radicalización del movimiento obrero (en parte, influencia de la revolución soviética: el Partido Comunista francés se creó en diciembre de 1920). Los gobiernos del Bloque -que presidieron Millerand, su hombre fuerte, Leygues, Briand y el ex-presidente Poincaré, ya en 1922-24- fueron gobiernos nacionalistas y conservadores que vincularon la solución de los grandes problemas del país (reconstrucción, compensaciones a viudas y huérfanos de guerra, endeudamiento exterior, inflación, déficit presupuestario, escasez de viviendas, dificultades financieras) al mantenimiento de una política exterior de prestigio y autoridad que impusiese la estricta aplicación del tratado de Versalles, garantizase la seguridad colectiva europea y obligase a Alemania a cumplir con los pagos de las reparaciones de guerra (pieza esencial para financiar los gastos de la reconstrucción de Francia). Así, para garantizar la supervivencia de Polonia y asegurar la frontera oriental de Alemania, Francia envió tropas a Varsovia durante la guerra rusopolaca de 1920; inició una política de alianzas en Europa central -con la propia Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia y Rumanía- para garantizar el nuevo status quo; y en enero de 1923, para asegurarse el pago de las reparaciones alemanas, el gobierno Poincaré decidió la ocupación militar del Ruhr, conjuntamente con Bélgica. Pero los resultados fueron contraproducentes. La actitud francesa provocó su aislamiento internacional y un evidente deterioro en las relaciones con Gran Bretaña y Estados Unidos. La ocupación del Ruhr no logró sus objetivos. Estados Unidos y Gran Bretaña, convencidos de que la seguridad europea requería la recuperación de Alemania, impusieron en abril de 1924 el Plan Dawes que contemplaba modificaciones en los plazos de pago de las reparaciones, un plan que Francia, agobiada por sus propias dificultades financieras, tuvo que aceptar. Más aún, para combatir la inflación, el gobierno Poincaré acordó drásticos recortes presupuestarios y una fuerte subida de impuestos. Esas circunstancias determinaron el resultado de las elecciones de mayo de 1924: el Cartel de izquierdas, que agrupaba al partido radical y a los socialistas (SFIO), logró 286 escaños (radicales, 139; SFIO, 105; republicanos socialistas, 42); el Bloque, 233; el nuevo Partido Comunista Francés, 28. Pero las grandes expectativas suscitadas por la victoria de la izquierda -que procedió a sustituir a Millerand por Gaston Doumergue en la Presidencia de la República y a la formación de un gobierno presidido por el líder radical y alcalde de Lyon, Edouard Herriot (1872-1957)- quedaron pronto defraudadas. El Cartel (gobiernos Herriot, junio 1924 a abril 1925; Painlevé, mayo-noviembre 1925; Briand, noviembre 1925 a julio 1926) puso en marcha el cambio en la política exterior francesa que, asociado a la personalidad de Aristide Briand (1862-1932), ministro de Exteriores casi sin interrupción entre abril de 1925 y enero de 1932, crearía la ilusión de que la paz internacional era posible. El Cartel puso fin a la ocupación del Ruhr (julio de 1925), aceptó el Plan Dawes, estableció relaciones diplomáticas con la URSS y aprobó la ya mencionada admisión de Alemania en la Sociedad de Naciones. Pero el Cartel no pudo sobrevivir a las diferencias políticas que separaban a los dos socios principales (partido radical, SFIO) ni resolver el que aparecía como principal obstáculo a la reconstrucción de Francia, la crisis monetaria. Primero, el partido radical vivió en una permanente ambigüedad política oscilando entre el entendimiento con la SFIO y el apoyo a fórmulas de centro-derecha. Segundo, los radicales, expresión del "francés medio", de una idea republicana, laica y tranquila de Francia, eran contrarios a la política de intervencionismo estatal en cuestiones económicas y sociales que defendían los socialistas y seguían viendo en el laicismo y la educación los grandes problemas de la República. Tercero, la SFIO, una gran federación de grupos socialistas locales más que un partido moderno, tampoco quiso llevar su colaboración con los radicales hasta sus últimas consecuencias (limitándose a apoyarles en el Parlamento) por temor a verse desbordada a su izquierda por el PCF. El gobierno Herriot no pudo contener la devaluación del franco, que entre mayo de 1924 y julio de 1926 perdió un 30 por 100 de su valor (que la izquierda atribuyó no sin fundamento a maniobras especulativas de los círculos bancarios y financieros, al "muro del dinero", como lo llamó Herriot). El Cartel se vio, además, sorprendido por el estallido del problema colonial, primero en Marruecos -donde desde abril de 1925 a mayo de 1926, el ejército francés colaboró a gran escala con el español para acabar con la guerrilla de Abd-el-Krim- y luego en Siria, donde se produjeron insurrecciones y violencias de distinto tipo a partir de julio de 1925. Como consecuencia, los radicales decidieron liquidar la experiencia del Cartel -julio de 1926- y propiciar, mediante combinaciones parlamentarias, sin necesidad de convocar nuevas elecciones, la formación de un gobierno de centro-derecha, un gobierno de Unión Nacional (presidido por Poincaré, que retuvo a Briand en Exteriores). El nuevo gobierno procedió de forma expeditiva -y de acuerdo con las exigencias de los grandes círculos económicos- a sanear la moneda y estabilizar la situación financiera (revaluación del franco, reducción de tipos de interés, drástica reducción del déficit presupuestario), lo que consiguió en muy poco tiempo y con gran éxito. Pero la dimisión de Poincaré en julio de 1929 por problemas de salud hizo que retornasen las prácticas habituales en la política francesa: entre 1929 y 1932, se sucedieron un total de 10 gobiernos (de centro-derecha, de acuerdo con los resultados de las elecciones de 1928). Inestabilidad gubernamental, falta de partidos modernos e incoherencia de los grupos parlamentarios hacían de la III República francesa una democracia débil. Pero al menos, antes de 1932-35, la democracia francesa no estuvo amenazada por la polarización y la tensión civil. Al contrario, Francia en 1930 parecía disfrutar de una espléndida salud. El crecimiento de su economía, y desde 1928 la solidez de su moneda, eran evidentes. Los automóviles Citroën y Renault, por ejemplo, competían muy favorablemente en los mercados internacionales. Los tenistas franceses ganaban la Copa Davis (1927) y otros grandes torneos. París era, en expresión de Hemingway, "una fiesta", el centro de la vida cultural e intelectual de Europa, como evidenciaban el dinamismo de sus vanguardias (el surrealismo, Picasso, por ejemplo) y la difusión y calidad de la literatura francesa. Unos 16 millones de personas visitaron la Exposición de Artes Decorativas que se celebró en 1925. La Costa Azul era el centro mundial del turismo elegante y elitista. Si André Gide encarnaba ante la "intelligentsia" europea la imagen del intelectual libre e independiente, otro escritor francés, Paul Morand, el autor de Lewis e Irene, Magia Negra, París-Tombouctou, Nueva York y otros libros, viajero, diplomático, rico, encarnaba el cosmopolitismo y la mundanidad que parecían corresponderse con una situación que invitaba a la confianza y al optimismo. Con Briand en Exteriores (1925-1932), la proyección internacional de Francia se reforzó extraordinariamente. Briand trabajó tenazmente por reforzar el papel de la Sociedad de Naciones, planteó en ésta la entonces audacísima tesis de la unión europea y, con el apoyo de su colega alemán Stresemann, hizo de la reconciliación franco-alemana el principio fundamental para lograr una paz duradera en Europa y en el mundo.
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En el siglo XVI se leyeron mucho diversas novelas del siglo anterior. Uno de estos libros de éxito fue Grisel y Mirabella; otro, la Cárcel de Amor de Diego de San Pedro. Las dos obras fueron traducidas al italiano, francés e inglés; en el siglo XVI hay 47 ediciones de la primera y por lo menos 27 de la segunda. El mismo éxito tuvo Amadís de Gaula. Esta obra, inspirada en las novelas francesas del ciclo artúrico, fue publicada en 1508 por García Rodríguez de Montalvo. Del Amadís se hicieron unas treinta ediciones entre 1508 y 1517. Durante los cien años que siguieron a la publicación del Amadís, aparecieron unas cincuenta novelas de caballería en España y Portugal. Se publicaron con un promedio de casi una por año entre 1508 y 1550; a éstas se añadieron nueve entre 1550 y el año de la Invencible (1588), y sólo aparecieron tres más antes de la publicación de D. Quijote. El éxito de las novelas de caballerías es increíble. Sabemos que santa Teresa y san Ignacio las leyeron profusamente en su infancia y juventud. La piedad belicosa que transpiraban estas novelas conectaba plenamente con las expectativas y ansiedades de la sociedad española. Otra forma novelística de gran éxito fue la pastoril, que comenzó en España en íntima asociación con las novelas de caballería. En Jorge de Montemayor la concepción del amor es totalmente medieval y desde luego es bien visible la influencia de la doctrina neoplatónica de León Hebreo. La obra de Gil Polo está en buena parte inspirada por Gli Asahoni de Bembo, constituyendo de hecho una visión alternativa de la teoría neoplatónica en versión mucho más puritana que la de Montemayor. La Galatea de Cervantes destaca por su sobriedad, que pretende dar solidez al mundo pastoril. Krauss ha planteado la relación entre la literatura pastoril y el auge económico de la organización de la Mesta. El interés de la problemática del amor como tema literario propició toda una corriente novelística marcada por la descendencia de La Celestina. La novela sin duda más conocida del siglo XVI fue la Vida del Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, de autor desconocido y de la que se conservan tres primeras ediciones separadas (Burgos, Alcalá y Amberes) que datan de 1554. Es muy probable que la primera edición sea de 1552 ó 1553. ¿Cuándo fue redactado el Lazarillo? Márquez Villanueva propone una fecha tardía muy próxima a 1554; M. J. Asensio, por lo contrario, propone una fecha muy temprana. El autor sigue sin concretarse. Las atribuciones, unas con más fundamento, otras con menos, se han sucedido, pero por el momento, con los datos al alcance, parece imposible descubrir el secreto del autor anónimo. Unos creen que fray Juan de Ortega, jerónimo; otros, que don Diego Hurtado de Mendoza; otros, que uno de los hermanos Valdés; otros, que Sebastián de Horozco. El enigma sigue sin desvelarse. El Lazarillo es una obra cómica, de una comicidad a veces brutal, y de hecho uno de los libros más divertidos de la literatura española, escrito en un estilo ingenioso y agudo. La impresión de tres ediciones en un año indica que el libro tuvo éxito comercial. En 1555 se publicó en Amberes una segunda parte. En ésta, Lázaro se convierte temporalmente en un pez y tiene una serie de aventuras submarinas. Es un fárrago extraño, tan extraño que no puede descartarse la posibilidad de una significación alegórica. Las dos partes fueron condenadas por el índice prohibitorio de la Inquisición de 1559. En 1573, apareció una edición expurgada bajo el título de Lazarillo de Tormes castigado, con todas las bromas y episodios irreligiosos suprimidos, que fue reimpresa varías veces en los siglos XVI y XVII. El original lo fue también muchas veces fuera de España (aunque no volvió a serlo dentro de España hasta el siglo XIX). El libro fue popular en Europa: se tradujo al francés ya desde 1560 y volvió a traducirse tres veces en el siglo siguiente. Con el Lazarillo empieza el género de la novela picaresca de tanto éxito en el siglo XVII. Aunque es habitual incluir el Lazarillo de Tormes en el género picaresco, el primer personaje literario que fue llamado pícaro por su autor es Guzmán de Alfarache. El auge del pícaro en la novela nació de hecho por la publicación de la primera parte de Guzmán de Alfarache (Madrid, 1599) de Mateo Alemán. La segunda parte de Alemán apareció en 1604 (escrita por Mateo Luján de Saavedra, seudónimo del valenciano Juan Martí), seguida en los cincuenta años posteriores de gran número de obras picarescas que contribuían con sus variantes al tema de la pillería o de la delincuencia. Del Guzmán se hicieron por separado tres traducciones al francés, que llegaron a alcanzar un total de 18 ediciones en el siglo XVII. También se tradujo al alemán, inglés, holandés, italiano y latín. Es difícil, desde luego, precisar los límites del género picaresco. Se considera, hoy, novela picaresca a toda novela que comparta el mismo marco de referencias del Lazarillo o el Guzmán de Alfarache: relato pseudoautobiográfico, servicio a varios amos, linaje vil y carácter picaresco del protagonista, perspectiva única del narrador, memorias por episodios, vaivenes de la fortuna y explicación por el pasado de un estado final de deshonor aceptado o superado. Es también patente, en los últimos años, la atención de los críticos hacia la vertiente sociológica de la novela picaresca, subrayando que ésta pone el acento en tensiones y problemas de la sociedad coetánea, tales como la obsesión de la limpieza y la honra (que han destacado Molho y Bataillon) y las expectativas de ascenso social de unas clases bloqueadas sociológicamente. Esta interpretación la defiende particularmente Maravall. Para este historiador, "mientras los criados del Renacimiento son gente que busca una nueva situación, una sociedad libre, abierta, móvil, en que se puede salir, los pícaros se dan cuenta de que la sociedad se ha cerrado. El taponamiento de los cauces de ascensión social produce las formas desviadas y semidelincuentes de conducta. Por eso el pícaro se atreve a la mentira, al robo, pero nunca a la rebeldía". La Historia de la vida del buscón llamado don Pablos, de Francisco Gómez de Quevedo y Villegas, fue publicada (probablemente sin la autorización del autor) en Zaragoza en 1626. Al Buscón le separan del Guzmán su falta de compromiso moral, un final abierto y una concepción aristocrática militante. Cuando se reanuda el género tras el paréntesis que enmarca aproximadamente el éxito del Quijote (1605-1614), el carácter cómico y ligero del Buscón se prolonga en varias obras que pretenden enlazar con el punto de partida de la picaresca. Las más famosas fueron la Vida del escudero Marcos de Obregón de Vicente Espinel, El domado hablador del médico Jerónimo de Alcalá Yáñez y la anónima Vida y hechos de Estebanillo González. Cervantes nació en Alcalá, en 1547. Empezó a escribir estando cautivo en Argel, donde compuso obras de teatro para divertir a sus compañeros de cautiverio y algunos poemas. A su regreso a España escribió cierto número de piezas teatrales, de las que sólo han sobrevivido dos (La Numancia y El trato de Argel, ambas publicadas en el siglo XVIII). Durante toda su vida continuó publicando poesía; la mayoría de sus poemas son elogios de libros de otros autores o están diseminados a través de sus obras en prosa. El viaje del Parnaso (Madrid, 1614) es un estudio heroico-burlesco del estado de la poesía. Por orden de publicación sus obras son: Primera parte de la Galatea (Alcalá, 1585); El ingenioso hidalgo D. Quijote de la Mancha (Madrid, 1605); Novelas ejemplares (Madrid, 1613); Ocho comedias y ocho entremeses nuevos (Madrid, 1615); segunda parte de El ingenioso hidalgo D. Quijote de la Mancha (Madrid, 1615); Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia setentrional (Madrid, 1617). Cervantes no fue un genio precoz. La primera parte del Quijote salió a la luz a sus sesenta años. Fueron los diez últimos años de su vida los de producción cuantitativamente abundante y cualitativamente genial. La última novela de Cervantes, cuya dedicatoria al conde de Lemos la formula tres días antes de su muerte, fue Los trabajos de Persiles y Sigismunda, obra según el patrón de la novela bizantina que tuvo un enorme éxito, comparable al del Quijote, con seis impresiones en su primer año de publicación (1617), ya muerto el novelista. Pero naturalmente la gran obra cervantina fue el Quijote. La primera parte salió publicada en 1605, la segunda en 1615. El éxito del Quijote fue inmediato. La obra se reimprimió cinco veces en 1605. La fortuna editorial se comprueba por el hecho de la publicación en 1614 de una segunda parte apócrifa, bajo el nombre de Alonso Fernández de Avellaneda, con toda probabilidad un seudónimo. Es evidente que el autor no era amigo de Cervantes, a quien critica e incluso insulta en el prólogo. La obra es de inventiva rudimentaria y carece de la chispa de Cervantes. Hasta el siglo XVIII el Quijote sólo fue visto como la obra maestra de la comicidad, sin concienciarse de la trascendencia de la obra. La crítica cambió a partir del siglo XIX. Los románticos vieron al Quijote como una obra patética, defensora de ideales aplastados por la chata realidad. Desde la generación del 98 los análisis interpretativos han sido múltiples. Desde los estrictamente filológicos -los más interesantes, las observaciones de Riquer sobre los antecedentes y modelos literarios del loco- a los esencialistas hispánicos como los de Unamuno, que considera la obra la biblia de lo español- pasando por los ideológicos -que inciden en la influencia de Erasmo (Bataillon), en las sátiras de las utopías (Maravall) o en los mensajes progresistas (Osterk)- o los raciales -D. Quijote como converso y Sancho como cristiano viejo (A. Castro). Hoy los críticos parecen estar de acuerdo en detectar en la obra de Cervantes elementos medievales (sobre todo, el espíritu heroico) al lado de componentes modernos, muy ligados al erasmismo. Pero sobre todo se subraya la transcendencia de la coyuntura histórica en la que se inserta. Abellán ha insistido últimamente en las connotaciones barrocas de la obra. Desde el punto de vista estético, el mismo planteamiento del Quijote como obra de arte obedece a una tendencia barroca que se observa en múltiples aspectos. El más evidente es la polaridad D. Quijote-Sancho que se extiende a lo largo de toda la obra, donde el primero representa el idealismo y el segundo el realismo, sin que en ningún momento lleguen a un compromiso o mutuo entendimiento, ni siquiera cuando al sanchificarse el uno y quijotizarse el otro parece que debían llegar a un punto de convergencia. Precisamente, es este antagonismo barroco -nervio de toda la obra- el que explica todos los opuestos que aparecen constantemente: ser-parecer, realidad-fantasía, locura-cordura, drama-comedia, sublime-grotesco, etc... "En cuanto al problema de más alcance, el del conocimiento de la realidad y del sentido de la vida -dice Angel del Río-, la solución del Barroco contrarreformista español es la del desengaño: la que veremos en Quevedo (el mundo como pesadilla), la de Calderón (el mundo como teatro o sueño, cosas fingidas) o la de Gracián (el mundo como engaño, cueva de la nada). Tras de todo lo cual está la realidad verdadera, la de la otra vida, y la gloria perdurable que el hombre tiene que conquistar con su voluntad, ayudado por la gracia divina". Aunque el D. Quijote fue muy leído, Cervantes ejerció una influencia mayor con sus Novelas ejemplares, que naturalizaron la novela italiana en España. Así Lope de Vega escribió cuatro novelas. La más famosa fue La Dorotea, inspirada en La Celestina y de contenido autobiográfico, en la que Lope cuenta sus errores de juventud con Elena Osorio. La banalización de la novela, a medida que va avanzando el siglo XVII, es un reflejo de la sociedad para la que fue escrita: una sociedad en decadencia que va sumiéndose en la irresponsabilidad y en la frivolidad, aunque asiéndose cada vez con más tenacidad a las apariencias y a las ceremonias sociales, incluido un sentido del honor desprovisto progresivamente de contenido.
obra
El 6 de febrero de 1918 Klimt fallece de un ataque de apoplejía y en su estudio quedan varios cuadros sin concluir, entre ellos Adán y Eva o La novia. Gracias a estos trabajos podemos comprobar la manera de trabajar del maestro; al igual que Ingres o Degas, Klimt también situaba en sus cuadros a las figuras desnudas para luego ir recubriéndolas con los diversos paños coloreados, con formas y figuras puramente decorativas, recordando a los caleidoscopios por el empleo del color en pequeñas teselas, como si de un mosaico se tratara. No en balde, Klimt sentía profunda admiración por los mosaicos bizantinos de Ravena que inspirarán buena parte de sus trabajos.En algunas de sus últimas obras -La Virgen, El bebé o Muerte y vida- las figuras se arremolinan como en los trabajos para la Universidad, creando una composición piramidal en la que se elimina toda referencia a la perspectiva, situando las figuras en dos dimensiones. Esta influencia del arte japonés será muy habitual en los retratos de la década de 1910 -véase Eugenia Primavesi o La Bailarina- tomada de los impresionistas y neo-impresionistas como Van Gogh.La figura de la novia aparece en el centro de la escena, apoyando su cabeza en el hombro del futuro esposo, recordando la postura de El Beso. Sin embargo, la expresión de felicidad que vemos en el rostro de la joven no se corresponde con lo atormentado del gesto masculino, uno de cuyos brazos parece sujetar a la mujer que dirige su mirada hacia el espectador. ¿Sería una alusión a las infidelidades masculinas? ¿Querrá Klimt representar una vez más el erotismo y el ciclo de la vida? Independientemente del significado oculto de esta simbólica escena, nos encontramos ante una de sus obras más llamativas por el empleo de vivos colores, enlazados gracias a las ondulantes líneas que organizan el conjunto, demostrando una vez más la facilidad de Klimt para el dibujo.
obra
Podemos considerar a Samuel Palmer como uno de los mejores pintores de paisajes pastorales, en los que podemos apreciar la influencia de William Blake. En esta composición observamos a un grupo de pastores conduciendo un rebaño de ganado en un sensacional paisaje otoñal, con un amplio cielo cubierto de nubes blancas. La brillante y dorada luz solar baña todo el conjunto, resaltando los colores pardos y sienas de los trigos y de las hojas de los árboles. Los toques rápidos y difuminados, casi puntillistas, que Palmer emplea consiguen crear efectos de gran belleza que cargan de romanticismo la composición.
contexto
El país nuba parece iniciarse al sur de la Primera Catarata, es decir, a partir de Assuan (10? latitud norte). A partir de aquí, habrá que apelar a la tradición oral para la reconstrucción del pasado. Es costumbre denominar Baja Nubia al territorio que se extiende entre la Segunda Catarata, ya próxima a Wadi Halfa y la Primera Catarata, y seguidamente tras remontar la Segunda Catarata, la Alta Nubia. Aquí el Nilo discurre por un desfiladero que se abre entre las mesetas libias del oeste y la que podría denominarse arábiga -de no mediar la depresión del mar Rojo al este- y la comunicación se hace difícil, menos no obstante que entre la Segunda Catarata y la Tercera. Ahora el Nilo se nos muestra muy poco propicio a la navegación con una sucesión de rápidos y meandros en medio de un paisaje de sierras desérticas. Bastante más al sur y pasada ya la Quinta Catarata, el Nilo recibe por su derecha y de las montañas de Abisinia un afluente importante, el Atabra. Una pista que va de Korosko a Kurgus permitirá al viajero que la utilice ahorrarse el gran arco que describe el Nilo en el país de Dóngola. Pista siempre inhóspita, dado el carácter desértico de la región que atraviesa y por los nómadas que la frecuentan. Toda la región es receptora de lluvias periódicas, merced a las nubes traídas por los vientos del sur, aun cuando las precipitaciones sólo parezcan favorecer a la cuenca del Atabra. Napata, en la curva del Dóngola apenas las recibe, aunque sí Meroe. Las primeras noticias que tenemos del país nuba o Kush proceden del mismo Egipto faraónico, merced a los contactos que, desde inicios del período dinástico, mantenía éste con las costas de Eritrea, Somalia y Arabia meridional, contactos fruto de expediciones marítimas y terrestres. Es posible que estas últimas llevasen al corazón del África negra el Neolítico, con la domesticación del ganado cabrío e incluso, las técnicas cerámicas. En el 2.275 a.C., Herkhur, al servicio del faraón Pepi II (VI dinastía) llevó a cabo algunas expediciones, trayendo diversos productos de las mismas e, incluso, un pigmeo destinado a entretener a su soberano. Posiblemente, recorrió el Nilo Azul hasta la actual Etiopía meridional siguiendo por el Nilo Blanco y el Bahr-el-Gazal hasta llegar al mismo borde de la selva congoleña. Otras expediciones que se sucedieron produjeron un gran impacto entre las poblaciones, ya que probablemente los exploradores faraónicos llevaran consigo ganado vivo y simientes para sembrar en la estación lluviosa, enseñando la domesticación a los indígenas. Todos estos aportes terminarán por fructificar en una pequeña región del sur de Nubia, que ya entrado el II milenio a.C. empezaría a ser colonizada por el Egipto faraónico, como parecen demostrar diversas excavaciones en Kerma, cerca de Dongola, que desvelaron un reducto faraónico a datar entre las Dinastías XI y XII y por cuyas inscripciones sabemos que se trataba de la guarnición colonial de un principado indígena llamado Kush, que se extendía entre la Tercera y Cuarta Cataratas. A finales del II milenio se hará ya más patente la penetración egipcia. Emplazada la capital del imperio faraónico en Tebas -la actual Luxor-, los soberanos de las Dinastías XVIII, XIX y XX que habían llevado su expansión imperialista más allá del Sinaí, se vieron detenidos por los hititas, por lo que decidieron extender sus dominios hacia el sur del Nilo. De aquí que el país nuba, es decir, la región que se extiende entre la Primera y la Segunda Cataratas que hoy llamamos Baja Nubia, conociese una masiva ocupación egipcia, que trajo consigo la explotación de sus recursos auríferos, que proporcionarían a los faraones unas 40 toneladas anuales de oro, cantidad que prácticamente sólo logrará superarse en la actual Sudáfrica. Más allá de Nubia, en Kush, florecería toda una serie de poblados egipcios. Incluso en Yebel Barkal, ya cerca de la Cuarta Catarata, se llegó a construir una réplica del templo tebano a Ammon. Y sería allí precisamente, en Yebel Barkal, cuando al iniciarse el I milenio a.C., se impone un gobierno independiente, con una dinastía indudablemente egiptizada, que sería la que daría vida al que habría de llamarse Reino de Kush, cuya existencia se prolonga durante más de un milenio, con su capital política primero en Napata y más tarde en Meroe. Fue aquí donde el Egipto faraónico optaría por constituir a la desesperada un baluarte defensivo. Al norte, los asirios habían sucedido a los hititas como auténtico poder imperialista organizado en el Próximo Oriente y el Bajo Egipto conocía junto a las continuas irrupciones piráticas de los Pueblos del Mar, los excesos de los mercenarios libios que, haciéndose con el poder, habían impuesto una serie de dinastas en el Delta. Las excavaciones de Reisner y otras en Napata parecen haber demostrado que fue coetáneamente a tales sucesos cuando termina de construirse allí la primera necrópolis real, a principios del siglo IX a.C. Y desde allí, un siglo más tarde, los reyes de Kush iniciarán la reconquista de Egipto, constituyendo la Dinastía XXV con cinco monarcas. Napata en tal ocasión pasa a ser la auténtica capital del Egipto faraónico y sus reyes harán por aliarse con Tiro y Sidón, pero también con Israel y Sudán en una desesperada tentativa de oponerse al creciente poderío asirio. Pese a todo, el año 676 a.C., los asirios bajo Asarhadon ocuparían el Bajo Egipto, y acto seguido, pocos años después, saquearían Tebas. Al faraón Taharqa no le quedó otra opción que retirarse a Kush, donde -a pesar de la invasión asiria y más tarde persa, griega y romana- habrá de configurarse un reino que sigue fiel a las tradiciones legadas del mundo faraónico, en una lentísima agonía. Durante el período que conoció como provincia egipcia, e incluso en sus dos o tres primeros siglos de existencia independiente, la población de Kush, al igual que la de Egipto, fue predominantemente leucoderma, y una mayoría caucasoide dominó las rutas comerciales meridionales hasta los mismos confines de la última catarata del Nilo. Sin embargo, hacia el siglo VI a.C., Kush varía sus límites territoriales, traslada más al sur su capital política, más allá del desierto y de las cataratas, a una región a la sazón boscosa justo en el límite septentrional de las lluvias tropicales de estío. Las nuevas fronteras pueden situarse al sur de la actual Khartum. Nace así Merwo, la nueva capital, en un país de población melanoderma y un poco más arriba de la confluencia del Atabra. Desde entonces los soberanos kuchitas gobernarán sobre una población mixta integrada por caucasoides y negroides, con nítida mayoría negra. Cabe buscar razones del cambio. La decadencia del Egipto faraónico hizo prácticamente innecesarias las rutas comerciales y, por otra parte, los kuchitas habían logrado aprender de sus antagonistas asirios la metalurgia del hierro, dándose el caso de que mientras que el Egipto faraónico careció de mineral de hierro y de combustibles para fundirlo, y el norte de Kush poseía mineral aunque no combustible, el Kush meridional se mostró poseedor de ambos productos en tan gran cantidad que dos milenios y medio después la contemplación de las montañas de escoria producidas le hacen suponer al viajero europeo que se encuentra ante un paisaje digno de la cuenca renana. Sin embargo, Kush mantendría así una cierta autarquía económica que permitiría a los meroítas, con sus útiles y armas de hierro, plantearse la expansión hacia zonas más alejadas, en el ámbito sudanés, y sus soberanos terminarán no sólo por elegir para su descanso eterno el nuevo emplazamiento, sino asimismo -a partir del 308 a.C.- edificarán en el mismo importantes complejos templarios -como el dedicado al Sol / Anunon- así como baños reales que acusan una particular influencia helenística. No obstante, las dos necrópolis reales conocidas seguirán fieles a la tradicional pirámide, que en los últimos siglos se levantarán en ladrillo revestido. Se vive a la sazón en tiempos en que los sucesores de Ptolomeo, general de Alejandro y fundador de la dinastía faraónica Lágida, han bajado su guardia en el sur, contentándose con el control de una franja de unos 120 kilómetros al sur de Assuan, de acuerdo con los monarcas meroítas. Son tiempos un tanto oscuros. Con excepción de una mención de Diodoro de Sicilia, refiriéndose al Rey Arkami -Ergamenes- que reina entre el 225-220 a.C. y al parecer se siente atraído por la cultura griega y se enfrenta a los sacerdotes de Anunon en Napata, sólo cabría registrar que con la decadencia del poderío lágida los etíopes parecen apoyar ciertos movimientos nacionalistas. Tras la conquista romana, el primer prefecto de Egipto, Cornelio Galo, consigue reducir a los etíopes en la Thebaida (30-27 a.C.). En el 23 a.C. Petronio, tras derrotar a los egipcios que le presentaban batalla en Elefantina, avanzará a Nubia, derrotando a su soberana, una Candax, y arrasa Napata. Desde este momento, los romanos logran someter todo el país hasta Ibrim, más allá de Korosko. Meroe conoce entonces un aislamiento y marginación más graves, que culminan cuando el emperador Diocleciano se decide a transferir a diversos pueblos bárbaros -nómadas nobadas y blemyos- a la región, cuya guarnición le supone un elevado gasto (fines del siglo III). El caso es que a inicios del siglo IV el reino de Meroe desaparece como entidad política y cuando en el 350 d.C. Ezana, emperador de Axum, se anexiona la región de Meroe, ésta conocía la opresión de los negros Noba. En el momento actual, Meroe sigue ofreciendo múltiples interrogantes al historiador, al egiptólogo y al antropólogo, independientemente de que en un momento determinado de la historia de África al sur del Sahara, el reino negro de Kush-Napata-Meroe, constituyéndose en un foco de vanguardia de la milenaria civilización faraónica y muy posiblemente de la metalurgia del hierro, encontrará particular expresión con la invención de la llamada escritura cursiva meroítica, la introducción en la misma del alfabeto y competirá con la jeroglífica egipcia. Su civilización acertaría a fusionar elementos egipcios helenísticos y orientales, llevados por los sabeos y sobre todo africanos. Quizá el drama secular que vivió Meroe fue la dificultad de su comunicación con Egipto y su aislamiento entre las sabanas y los ignotos desiertos del oeste por un lado, y por otro, del telón natural que constituirán al este el Mar Rojo, el reino árabe de Axum y los puertos griegos de fundación ptolemaica.
contexto
En comparación con el aristocracia del Antiguo Régimen, la alta aristocracia pierde su papel dominante, si bien sigue teniendo enorme peso e influencia. Numéricamente, la nobleza de todo tipo comienza su descenso desde el siglo XVIII. La mayoría eran miembros de la pequeña nobleza (la hidalguía). Si se mantiene durante toda la Edad Moderna es gracias a los privilegios, especialmente fiscales que ahora van a desaparecer y por ello su existencia deja de tener razón de ser. Los escudos nobiliarios permanecieron a las puertas de las casas por inercia, prestigio, recuerdo y estética. Antes de adentrarnos en los diversos grupos sociales es conveniente un comentario sobre la hidalguía, una parte de la población que distorsiona toda clasificación social de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Cerca de 500.000 individuos, en los censos de finales del siglo XVIII, que, sumados a sus dependientes, estarían próximos a los dos millones de personas, lo que constituye más del 13% de los españoles. El gran problema es la comparación de estos censos con los del siglo XIX en los que no se recogen los hidalgos como tales sino por sus respectivos trabajos. Aparte de otras consideraciones, la hidalguía, a efectos prácticos, tenía su importancia en orden a la exención del pago de tributos, del alistamiento forzoso de las milicias y de la obligación de alojar en sus casas a las tropas. El interés de probar la hidalguía con estos fines fue el más frecuente en la época moderna, como bien atestiguan los miles de pleitos que se conservan en la correspondiente sección del Archivo de la Real Chancillería de Valladolid. Cuando estas exenciones dejaron de estar en vigor, de manera general, la hidalguía pasó a ser un recuerdo, sólo presente quizás en algunas actitudes y comportamientos tan difusos que difícilmente se pueden generalizar y comprobar. La inmensa mayoría de los hidalgos se encontraban en la zona central de España al norte del Duero. Su localización corresponde a las actuales provincias marítimas, desde Asturias a Guipúzcoa y las de León, Palencia, Burgos, Álava, Navarra, Soria y Rioja. Aunque en todas ellas los hidalgos se contaban por decenas de miles, su proporción con respecto al conjunto de la población no era homogénea. Según los censos de la segunda mitad del siglo XVIII, al Norte de la Cordillera Cantábrica eran hidalgos más de la mitad de sus habitantes con porcentajes máximos de Asturias y La Montaña, en donde llegaban al 70 y 90% respectivamente (Censo de Aranda). En Vizcaya y Guipúzcoa, la hidalguía, al menos teóricamente, tenía carácter general. Las provincias limítrofes eran zonas de transición: León, Burgos, Álava y La Rioja (con un porcentaje entre el 40 y el 18%), Navarra, Palencia (en parte pertenecía a la antigua provincia de Toro) y Soria (entre el 5 y 10%). En la zona del Alto Aragón, donde abundaban los ricos-hombres, barones, infanzones y mesnaderos (asimilables a los hidalgos castellanos) la situación era análoga a la de estas provincias de transición. A medida que se avanza hacia el oeste por Galicia, al sur por la línea del Duero y al este hacia el antiguo Reino de Aragón, decrece drásticamente la proporción de hidalgos. En Galicia, según el Censo de 1787, apenas sobrepasaban el uno por ciento. En las tierras del antiguo reino de Castilla, al sur del Duero, así como en la mayoría de Aragón, Cataluña, Levante y los Archipiélagos balear y canario el número de hidalgos se hace menor, con porcentajes que no suelen llegar al uno por ciento. La situación socioprofesional de los hidalgos era muy semejante en la España cantábrica y pirenaica, desde Asturias hasta la zona norte de Aragón: ejercían todo tipo de trabajos y oficios en proporción no muy diferente al resto de los habitantes. Sin embargo, al sur del Duero los nobles eran pocos. Los hidalgos, aunque con una situación diferente al norte de España, frecuentemente aparecen clasificados en los más variados oficios o dedicaciones. Entre los censados como nobles abundaban los titulados y solían ser terratenientes cuyas propiedades les proporcionaban rentas normalmente más que suficientes para mantener su situación social sin recurrir al trabajo. La alta nobleza titulada, singularmente la grandeza, está constituida por un pequeño número de familias situadas más bien en Castilla y Andalucía. El Censo de 1797 especifica concretamente 1.323 familias nobles tituladas que he considerado como rentistas propietarios: No están todos los que son, pero son todos los que están. Sería un error pensar que esta nobleza titulada ha desaparecido, como ocurrió en Francia. En España, como en el sur de Italia, se adaptan a las nuevas circunstancias: Todo debe cambiar para que nada cambie, en expresión del protagonista de El Gatopardo de Lampedusa. Muchos se pondrán a la cabeza del liberalismo, al menos de cierto liberalismo, y otros se aprovecharán del liberalismo. Concretamente, en España muchos nobles van a entrar en el mercado de las tierras después de la desvinculación señorial, fenómeno que prácticamente está por estudiar, y además comprarán fincas rústicas y urbanas procedentes de la desamortización. En ocasiones, como la casa de Alba, estas compras se van a realizar en condiciones excepcionalmente ventajosas y, probablemente, de manera ilegal (algunas tierras les serán adjudicadas al precio de tasación sin subasta previa) con respecto al resto de los españoles. La nobleza, en cuanto elite terrateniente, salió relativamente bien parada de la revolución liberal si la comparamos con otros países. Perdió los ingresos derivados de sus derechos jurisdiccionales pero se les compensó con títulos de la Deuda. Según cálculos de Angel Bahamonde, el nominal de estos títulos se vería reducido a unos 150 millones de reales si éstos se hubieran vendido en bolsa pero, como acabamos de ver, una parte que utilizaron para comprar tierras desamortizadas por lo que mantuvieron todo su valor. Varias casas nobiliarias importantes, las de Alba o Medinaceli, por ejemplo, no sólo acrecentaron su patrimonio rural sino que, a comienzos del siglo XX, invirtieron más activamente, como el propio Rey, en empresas industriales y de servicios, si bien en los años centrales del siglo XIX sus fortunas seguían consistiendo en bienes inmuebles (rurales y urbanos) sin que apenas invirtiesen en industria. Algunos miembros de la nobleza perdieron buena parte de sus propiedades. Los nobles con tierras en Valencia y Alicante, con arrendamientos enfitéuticos, no pudieron transformar los señoríos en propiedad privada y los arrendatarios acabaron convirtiéndose en propietarios plenos. Como ha observado Antonio Fernández (1986), las dificultades de la Guerra de Independencia trastornaron el mercado, lo que provocó el impago de las rentas y generó en el campesinado el hábito de no satisfacerlas. Los pleitos entre nobles y campesinos se entrecruzan con los pleitos entre los herederos, al desaparecer las vinculaciones y mayorazgos. Varias familias se adaptaron mal a la nueva economía liberal. En vez de crear nuevas riquezas siguieron gastando como si tuvieran las mismas rentas y derechos que en el Antiguo Régimen. Acabaron encontrándose con más gastos que ingresos lo que supuso un endeudamiento que sólo pudieron superar vendiendo sus propiedades, a menudo a sus antiguos administradores -quienes habían actuado de prestamistas-. Este fue el caso de los duques de Medina-Sidonia o los de Osuna. Ambos ducados enajenaron la gran mayoría de sus miles y miles de hectáreas a lo largo del siglo XIX. En los años cuarenta del siglo pasado ambas casas nobiliarias todavía se encuentran entre los mayores receptores de rentas agrarias del país. Cuando se hicieron los inventarios para llevar a cabo la Reforma Agraria en la II República, sus posesiones apenas llegaban a mil hectáreas cada uno. Otros nobles menores, como los marquesados de Montilla, Dos Hermanas, Castellón, Astorga o el Conde-Duque de Benavente siguieron una suerte parecida. Otro signo de las dificultades económicas -como destaca Shubert- fue la venta de palacios de Madrid. Hubo al menos 37 ventas de este tipo. La baja nobleza regresó a menudo a sus palacios en provincias y vivió en Madrid de alquiler. Los demás buscaron en Madrid casas nuevas que fueran a la vez prestigiosas y más económicas y las encontraron en el barrio de Salamanca. Los casos anteriores fueron frecuentes pero no se pueden generalizar. Otras casas nobiliarias van a aumentar su potencial económico y, desde luego, a mantener una no desdeñable influencia social y política. Aun con dificultades en algunos momentos, se enriquecen a través de los mecanismos del mercado y con los restos de antiguos privilegios (siguen manteniendo una representación institucional en el Senado, una considerable presencia en el Congreso y el casi monopolio de ciertos cargos públicos como los diplomáticos y las funciones cortesanas). Todo ello sin contar con la tradicional acumulación de fortunas, por matrimonios nobiliarios, a los que ahora se van a añadir los concertados con la nueva clase alta: la burguesía de los negocios. La Casa de Medinaceli tenía a comienzos del reinado de Isabel II un patrimonio de unos 80 millones de reales que proporcionaban rentas anuales por más de tres millones. Tras los pleitos de los herederos la casa tuvo dificultades y enajenó parte de su patrimonio por lo menos hasta 1860. También la casa de Alba tuvo problemas financieros para mantener el tren de vida que deseaban hasta que el enlace matrimonial con los Montijo les permitió sanear su hacienda. Unos, por naturaleza, y otros, por imitación, van a mantener el estilo de vida nobiliario que se traduce en ostentación, lujo y unas relaciones sociales intensas y de ámbito cerrado. Prueba de que la aristocracia mantenía un gran prestigio social fue el hecho de que la monarquía siguió premiando con títulos a los militares que combatieron en las guerras carlistas, americanas o -más tardíamente- marroquíes, así como a personas relevantes de la política, las finanzas, la industria o a cortesanos y parientes de la familia real. En el reinado de Isabel II se concedieron 401 títulos. Es la nueva nobleza vinculada frecuentemente a la burguesía de los negocios.
contexto
La obra del arquitecto Brunelleschi (1377-1446) marca el comienzo de la nueva arquitectura. Formado en Florencia, donde trabajó como escultor y como arquitecto, es sobre todo como arquitecto como ha pasado a la historia. La cultura científica en la Florencia de Brunelleschi explica en parte las características de una obra que va a basar en la medida, la proporción y la perspectiva la belleza de formas y espacios. En el ambiente en que Brunelleschi se formó, relacionado con el matemático y físico Paolo del Pozzo Toscanelli, se conocía a Vitrubio, a Alhazen, a Euclides, a Peckman..., así que el hecho de que Brunelleschi fuera un artista científico parece lógico teniendo en cuenta su contacto con filósofos, eruditos y sabios florentinos. Muchos de los datos que conocemos de este arquitecto los debemos a su biógrafo Manetti, pues Brunelleschi a pesar de su condición de científico, no dejó obra teórica escrita. Eso ha llevado a decir que permanecía todavía, en algún aspecto, anclado en una tradición artesanal que consideraba que era preciso guardar los secretos de su arte. En ese sentido podemos entender el comentario que le hizo al sienés Mariano di Jacopo, llamado el Taccola, a quien conoció a mediados de los años treinta, y cuya obra teórica como ingeniero hay que resaltar en este siglo de progresos que fue el XV. El Taccola escribió lo que le dijo Brunelleschi en el sentido de que no había que explicar a muchos las propias invenciones, sino sólo a aquéllos capaces de comprender y amar esa ciencia. Ese no ser escritor, el no haber difundido sus secretos, diferenciará bastante radicalmente a Brunelleschi de otro arquitecto a quien luego nos referiremos, como es Alberti. Si debió su formación a la cultura científica florentina, no es menos cierto que fue uno de los hombres que más contribuyó a crear la imagen de Florencia como Nueva Roma, como cuna del nuevo arte que estaba surgiendo. Aunque todas sus obras son muy significativas en ese sentido, hay una que destaca entre todas ellas, que es la cúpula de Santa María de Fiore, catedral de Florencia. De ella escribió Alberti que era "amplia como para cubrir con su sombra todo el pueblo toscano" y en ella se puede decir que toma forma ese deseo de asimilar la imagen de Florencia a la de la antigua Roma, pues se busca un paralelismo con la cúpula del Panteón. Brunelleschi se enfrentó en esa obra al reto que supone trabajar sobre algo ya hecho. No sólo existía ya el campanile de Giotto, verdadero emblema del orgullo ciudadano, sino que de la catedral, en la que había trabajado Arnolfo di Cambio, tan sólo quedaba por hacer la cúpula, de la que incluso las medidas estaban ya dadas. Después del concurso celebrado en 1418 para adjudicar el proyecto de la nueva cúpula, ésta fue encargada a Ghiberti y a Brunelleschi. Los mismos artífices volvieron a concursar en 1436 para la realización de la linterna, pero en ambos casos el triunfador fue Brunelleschi pues, incluso en la obra de la cúpula, en la que no le quedó más remedio que compartir funciones con Ghiberti, logró con sus ausencias dejar clara la falta de preparación técnica de éste para ocuparse en solitario de las obras y, de hecho, se sabe que en 1423 Brunelleschi era llamado "inventor y gobernador de la cúpula mayor". La consideración y el nuevo el papel del arquitecto en una obra fue también consolidado por Brunelleschi, pues todo estuvo bajo su dirección -se enfrentó incluso a una huelga- abriendo el camino del arquitecto/tracista, cuya consideración intelectual le aleja del artesano que trabaja con las manos. La vinculación que existía entonces entre dos profesiones que hoy diferenciamos, como son las de ingeniero y arquitecto, se pone de manifiesto en el hecho de que Brunelleschi, además de ocuparse de obras de fortificación, hiciera relojes y -lo que ahora nos interesa más- ingenios para transportar materiales a la obra. Ya no existían carpinteros que supieran hacer las grandes armaduras de madera necesarias para construir la cúpula, así que Brunelleschi, utilizando el aparejo en forma de espina de pez -que habían utilizado los romanos- y cimbras de madera en forma de anillos, consiguió que la cúpula se autosustentara durante la construcción. El alarde técnico que supuso se ha puesto en relación con el importante desarrollo de la burguesía florentina, identificada con el progreso ligado al nuevo arte. En 1436 se acabó la cúpula y fue bendecida oficialmente por el papa Eugenio IV, pero la linterna, diseñada también por Brunelleschi, no se acabó hasta 1464. El conjunto es emblemático del primer Renacimiento, con su cúpula doble para que la exterior, "más magnífica y henchida", según palabras atribuidas a Brunelleschi, se convierta en ese referente urbano que fue desde su creación. La linterna, en la que confluyen los nervios de la cúpula, se muestra así como una suerte de punto de fuga -acentuado por el bicromatismo- y sobre todo como el nexo entre esa arquitectura creada por el hombre y la ciudad e, incluso, la bóveda celeste. Los conocimientos de perspectiva que Brunelleschi demostró en esta obra los codificó en unas famosas tablas hoy perdidas y que sólo se conocen por descripciones de contemporáneos. En ellas representó el Baptisterio y la Plaza de la Señoría de Florencia. Aplicando sus conocimientos de óptica y matemáticas demostró la correspondencia existente entre la visión del ojo humano y el nuevo sistema de representación basado en la perspectiva. La relación del edificio con la ciudad, que ya hemos visto al tratar de la cúpula, fue un tema del que Brunelleschi se ocupó en otras ocasiones. Un proyecto no realizado fue el del palacio de Cosme de Médici, que debía haberse situado enfrente de la iglesia de San Lorenzo con una plaza en medio. Algunos historiadores han señalado que en ese proyecto tendría su origen la tipología urbana de palacio/plaza/iglesia que tanto éxito tendrá en el Renacimiento y el Barroco. Un proyecto que, en cambio, sí se realizó fue el del Hospital de los Inocentes, que fue pensado por Brunelleschi en relación con el espacio de la plaza de S. Annunziata, en la cual, ya en el XVI, intervinieron otros arquitectos, como A. da Sangallo el Viejo. Fue un hospital realizado para recoger niños abandonados y Brunelleschi dirigió las obras desde 1419 hasta 1427, cuando se hizo cargo de ellas F. della Luna, a quien se ha atribuido el segundo piso de la fachada. En el pórtico a base de arcos se refleja el sistema de proporciones en que se basa la arquitectura brunelleschiana, pues el ancho del vano y del pórtico es igual al alto de las columnas, con lo cual lo que encontramos es un cubo que se repite nueve veces. El predominio de las horizontales y el racionalismo que está en la base de su diseño, han llevado a Antal a afirmar que este hospital es "la más moderna realización burguesa de la arquitectura florentina". Como ya hemos indicado, medida, proporción y razón, son el fundamento de su arquitectura. El mismo arquitecto convirtió a sus obras casi en manifiestos de ese sistema de construir a base de módulos, pues en muchas de ellas unas pequeñas ménsulas recuerdan a quien las contempla la medida del módulo empleado para conseguir la correspondencia armónica entre todas las partes del edificio. Ejemplo de ello pueden ser tanto la capilla de los Pazzi en la iglesia de Santa Croce, como la Sacristía Vieja de San Lorenzo, que tienen además la misma estructura arquitectónica. En ambas el sistema de proporciones empleado, del que se ha analizado su correspondencia con la escala musical, se muestra y casi se dibuja mediante las ménsulas y la alternancia de colores, que permiten visualizar esa base geométrica y racional de la arquitectura de Brunelleschi.
contexto
En la Italia del siglo XV, además de poderosas ciudades como Milán, Florencia, Venecia, Roma o Nápoles, hubo otros centros, como Ferrara o Urbino, en los que también se puso de manifiesto que aquella sociedad era ante todo una sociedad urbana. Las ciudades fueron un campo de actuación prioritario para los príncipes y, gracias a los instrumentos que la posesión del poder les otorgaba, algunas de ellas resultaron transformadas. Para ello necesitaron una idea de ciudad, unos modelos a los que aproximarse, temas como el de la plaza de trazado regular, asociado siempre a la ciudad moderna del Renacimiento. Esos modelos los proporcionaron los tratadistas. Se ha señalado que las propuestas urbanas de los teóricos del siglo XV no deben ser consideradas como ciudades ideales, pues de ningún modo se encuentran fuera del tiempo y del espacio en que se crearon, sino que son resultado de ese tiempo y ese espacio. Según Franchetti Pardo, lo que las aproximaría a una ciudad ideal sería el que en esas propuestas teóricas hay una voluntad de generalizar, de proponer modelos realizables en muy distintos lugares. En ese sentido, en tanto que modelos pensados para ser aplicados, fueron conocidos por mecenas y artífices y, en muy contados casos, llevados a la práctica. León Battista Alberti fue el primero en tratar el tema de la ciudad incluyendo factores como el estético. Según él, en una ciudad se deben combinar la commoditas, es decir, su carácter funcional, con la voluptas o belleza. Es en su tratado "De re aedificatoria" donde aborda el problema del urbanismo, un tratado que fue dedicado al papa Nicolás V, que intentará en Roma parangonar la grandeza de la Roma antigua con una grandeza presente que había que crear.