Los hombres de las más variadas procedencias regionales abandonan sus lugares de origen para instalarse en la Corte, especialmente a partir de comienzos del reinado de Carlos III. De este modo, Madrid se convierte en crisol de la Ilustración, en el punto de contacto entre la aportación de los círculos locales y el reformismo oficial. Sin embargo, pese a que la labor de muchos de estos ilustrados asentados en la capital se desarrolla en estrecha vinculación con los medios gubernamentales, también aquí se puede señalar la existencia de una corriente autónoma que sólo ocasionalmente entra en el punto de mira del grupo dirigente de la vida política. Algunas instituciones sirven de puente, como es el caso de la Real Sociedad Matritense de Amigos del País que, impulsada por Campomanes y animada por Jovellanos, reúne también a otros ilustrados de menos renombre, que redactan las memorias, sostienen las empresas filantrópicas y llevan a cabo las actividades que caracterizan la vida cotidiana de la entidad: también el Real Seminario de Nobles o de los Reales Estudios de San Isidro, que convocan a profesores de todas las provincias de la Monarquía, los cuales ponen en común sus experiencias en distintos lugares y en distintos campos de actuación. Ahora bien, al margen de estos institutos oficiales o semioficiales surgen otra serie de círculos desvinculados del poder, que son el equivalente madrileño de las agrupaciones regionales de ilustrados que proliferan a lo largo de toda la geografía española. Estas reuniones culturales de carácter informal se constituyen en Madrid desde finales del siglo XVII, al principio normalmente en casa de miembros prominentes de la aristocracia y con asistencia de algunos destacados representantes de los novatores, como Diego Mateo Zapata. Más tarde, algunas de estas tertulias obtendrán el reconocimiento oficial, como la celebrada en casa del marqués de Villena y embrión de la Academia de la Lengua, o la que tenía como marco la casa de Julián Hermosilla, que se convertirá en la Academia de la Historia, o la promovida por Agustín de Montiano, secretario de Gracia y Justicia, que se verá concurrida por hombres de la talla del preceptista Ignacio de Luzán, su discípulo Eugenio Llaguno y la familia Iriarte en pleno. A mediados de siglo, durante el reinado de Fernando VI toma el relevo la Academia del Buen Gusto, presidida por la marquesa de Sarria y frecuentada por Ignacio de Luzán, Agustín de Montiano, el marqués de Valdeflores y el erudito y jurisconsulto Blas Antonio de Nasarre junto a un numeroso grupo de aficionados a la poesía y a la literatura en general. La más importante de estas tertulias literarias fue la que se reunía en la fonda de San Sebastián, propiedad del italiano Juan Antonio Gippini, que hacia 1775 atraviesa su edad de oro con la presencia de los mejores escritores del momento, como Nicolás Fernández de Moratín o José Cadalso, o como los fabulistas Tomás de Iriarte y Félix de Samaniego, y también de hombres de ciencias, como el botánico Casimiro Gómez Ortega, director del Jardín Botánico de Madrid, y de prestigiosos eruditos, como los valencianos Francisco Cerdá y Juan Bautista Muñoz, el fundador del Archivo de Indias y padre del americanismo español. Junto a estas tertulias en lugares públicos se desarrollaban los salones al gusto francés presididos por damas de la nobleza, como la condesa de Benavente o la duquesa de Alba, algunos de los cuales cambiarían su carácter debido a las preocupaciones más específicas de sus patrocinadoras, como el de la condesa de Montijo, que a finales de siglo se había convertido en uno de los núcleos del jansenismo español. Asimismo, las redacciones de los periódicos eran lugar de reunión y de intercambio de ideas. Así puede ofrecerse el ejemplo del excelente Diario de los literatos de España que, nacido en 1737, agrupaba a Francisco Manuel Huerta, Juan Martínez Salafranca (autor de unas Memorias eruditas para la crítica de Artes y Ciencias, en 1736) y Leopoldo Jerónimo Puig, al tiempo que recibía las colaboraciones del humanista Juan de Iriarte o de Gregorio Mayans, oculto bajo el seudónimo de Plácido Veranio. En cualquier caso, en Madrid las instituciones oficiales se bastaban para aglutinar a la mayor parte de los representantes del movimiento ilustrado. Así, a título de ejemplo, podemos considerar la nómina de los académicos de la Historia, que incluye en 1796 a un elenco realmente sobresaliente: Antonio de Capmany (que actúa de secretario), Pedro Rodríguez Campomanes, Eugenio Llaguno, Francisco Cerdá, Antonio Tomás Sánchez, Casimiro Gómez Ortega, José Vargas Ponce, Juan Bautista Muñoz o Gaspar Melchor de Jovellanos, todos ellos citados ya como abanderados de la renovación de la cultura española del Setecientos.
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En el caso de Mallorca, las corrientes de la Ilustración se difundieron asimismo a partir de las actividades de la Sociedad Económica Mallorquina de Amigos del País, que inicia su andadura en 1778. En realidad, la sociedad fue la heredera del salón de Buenaventura Serra, erudito enciclopédico, seguidor de los escritos de Feijoo y por ello muy dado a los debates, a la información procedente de Europa y a las novedades científicas, extremo este último que le llevó a organizar un Gabinete de Historia Natural y a escribir una Flora de Mallorca y una Historia Natural de la Isla de Mallorca, junto a las Glorias de Mallorca, que publicó en 1755. La Económica Mallorquina siguió la senda de otras similares, dedicándose especialmente a la enseñanza, tanto en sus niveles elementales, con la creación de tres escuelas de primeras letras, como en el nivel superior de las ciencias consideradas útiles y de inmediata aplicación a las necesidades insulares, con el establecimiento de una Academia de Nobles Artes y de sendas Escuelas de Matemáticas y Náutica, aparte de contribuir a la apertura de otros centros, como la Escuela de Física y Química o la Academia Médico-Práctica. Especial trascendencia tuvo la creación en su seno de una Academia de Economía Política (1793), donde su principal impulsor, José Antonio Mon Velarde, explicaba las Lecciones de Economía Civil de Genovesi que había traducido, del mismo modo que Jacobo Espinosa había hecho la introducción a la edición mallorquina de la obra del abate Coyer, antes que otro de los miembros de la Academia, Guillermo Ignacio de Montis, fundase una Cátedra de Economía Política. Esta inclinación a la economía se manifestó asimismo, a nivel teórico, en la elaboración de memorias que pudiesen contribuir al perfeccionamiento de los diversos sectores productivos de la isla (como fueron las dedicadas a la fabricación de aceite o a las manufacturas de seda) y, a nivel práctico, en el proyecto fallido de creación de una compañía mercantil para el tráfico con el Báltico y con América. Aunque la Económica no monopolizó el espíritu ilustrado de las Baleares, ninguna de las restantes instituciones en funcionamiento a lo largo del Setecientos puede presentar un cuadro de realizaciones semejantes, por más que algunas jugaran cierto papel en la fermentación cultural de la capital, como es el caso de la llamada Universidad Literaria, que integraba entre sus miembros a hombres como Miguel Serra, padre de Buenaventura, jurista y adelantado de las ideas de reforma penal antes de la aparición de la obra de Beccaria. En resumen, un movimiento ilustrado más teórico que práctico, con algunas consecuciones concretas a partir esencialmente de los Amigos del País y que estuvo a la altura del modesto proceso de revitalización económica que conoció la isla especialmente a partir de las últimas décadas del siglo XVIII.
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La "hora navarra del siglo XVIII" parece caracterizarse por la ubicua presencia de los hombres de negocios de la región. Su ejemplo más representativo es el de Juan de Goyeneche, protector de Feijoo, vinculado a la publicación de la Gazeta de Madrid y, sobre todo, constructor de ese modelo de empresa económica ilustrada que es el pueblo de Nuevo Baztán, donde José de Churriguera levantó el palacio de la familia. También es navarro José Luis Munárriz, académico de Bellas Artes de San Fernando y al mismo tiempo hombre clave de la Compañía de Filipinas. Junto a ellos, Jerónimo de Uztáriz, al que hemos de referirnos como uno de los representantes más significados del pensamiento mercantilista de la centuria, trabaja como secretario de la Junta de Comercio y Minas. Una nota común a todos ellos es su extrañamiento de la Navarra natal para desarrollar su actividad teórica o práctica en la Corte, mientras los círculos ilustrados regionales se agrupan en torno a las Sociedades Económicas de Amigos del País, como la de Tudela (presidida por el marqués de San Adrián y preocupada por la explotación del lino y por abrir mercados a los vinos de la comarca), o se reúnen en las casonas y palacios construidos de nueva planta que, como las torres de Reparacea, imprimen su sello en el paisaje agrario como signo del nuevo clima espiritual aportado por la centuria.
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La Ilustración nació como un movimiento espontáneo de renovación cultural. Al mismo tiempo, la Monarquía asumió buena parte de sus propuestas reformistas y ofreció su protección al movimiento. Las relaciones, por tanto, entre los intelectuales y los políticos fueron incesantes, aunque su carácter está por precisar con exactitud. Por un lado, los intelectuales buscaron el apoyo de los políticos y confiaron en su capacidad para poner en práctica sus ideas, mientras por otro los políticos extrajeron de los memoriales de los intelectuales material para sus fines de fomento económico o de reforma administrativa y para sus necesidades de justificación ante una opinión pública cada día más concienciada. De esta forma, aunque dotadas de profunda unidad, no siempre se confundieron la cultura oficial y la corriente ilustrada local. Una de las funciones asumidas por la Ilustración oficial fue la "remoción de los estorbos" que se oponían a la difusión de las Luces. En este sentido, el gobierno se propuso la dirección de la opinión pública a través de los medios a su alcance, como fueron, entre otros, el ejercicio de la censura previa, la supresión de aquellos cuerpos que se juzgaban contrarios a la reforma (como ocurrió, en el caso más dramático, con la expulsión de los jesuitas) o el control de la Inquisición, que fue neutralizada durante buena parte de la centuria hasta que los sucesos revolucionarios franceses indujeron a los gobernantes a una nueva utilización de sus servicios durante la oleada represiva que se abatió sobre España a partir de la década de los noventa.
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La implantación y el progreso de la cultura ilustrada en la América española no se comprende sin la intervención de las autoridades metropolitanas y virreinales, que tratan de promover la creación intelectual impulsando un proceso de institucionalización que sirve de marco a la actuación de los principales núcleos ilustrados en cada una de las regiones del continente. Como en la metrópoli, pero con distinto peso relativo, la difusión de las Luces se encomendó a las Academias, las Universidades, las Sociedades Económicas de Amigos del País, los Consulados y otras instituciones educativas y científicas, como los Colegios Carolinos, los Jardines Botánicos, los Observatorios Astronómicos, los Colegios de Cirugía, la Escuela o Seminario de Minería de México. Las Academias tuvieron menor presencia así como menor influencia en el despliegue de la cultura ilustrada. De hecho, su creación fue siempre muy tardía y su actividad generalmente limitada, al margen de que bajo su denominación se escondieron realidades muy diversas. Así, si la Academia de Matemáticas de Caracas se remitía en sus funciones a la Academia Militar de Barcelona, la Academia venezolana de Práctica Forense o la Academia Carolina de Charcas se dedicaron a la formación de abogados (al ejercicio teórico-práctico de la vida forense, como declaraba la segunda). La más importante fue sin duda la Academia de San Carlos de México, que desempeñó tareas educativas (contando con profesores de la talla de José Ignacio Bartolache o Fausto Delhuyar), al tiempo que respondía a su genuina función de academia de Bellas Artes, dispensadora de la nueva preceptiva del arte neoclásico, a través de personalidades como el ingeniero militar Miguel Constansó o el arquitecto Manuel Tolsá. En el siglo XVIII, a las universidades ya fundadas en épocas anteriores, se unieron las de nueva creación de San Jerónimo de La Habana (1721-1728), Santa Rosa de Caracas (1721-1725), San Felipe de Santiago de Chile (1738), Asunción (1779), Guadalajara (1791), Mérida de Venezuela (1806) y León de Nicaragua (1806). Sin embargo, tanto unas como otras, en estrecho paralelo con la situación metropolitana, fueron más bien una rémora que un acicate para el progreso de la Ilustración. El ejemplo más significativo lo proporciona la batalla perdida por los ilustrados en la reforma de los planes de estudios de la Universidad de San Marcos de Lima, tras los intentos del virrey Manuel de Amat y del rector Baquíjano, que se saldaron con un rotundo fracaso. Pero lo mismo puede decirse de la Universidad Pontificia de México y la imposible reforma intentada por Bartolache, o de la aplicación del plan de estudios de Francisco Moreno y Escandón en la Universidad Pública de Santa Fe de Bogotá (que sólo pudo mantener su vigencia durante cinco años a partir de 1774). Incluso las más modernas mantuvieron su resistencia a la introducción de la ciencia ilustrada, como la de Caracas (que no fue capaz de implantar la demandada Cátedra de Matemáticas) o la de La Habana (que hizo fracasar el plan de reforma propuesto por el ilustrado José Agustín Caballero), o la de Santiago de Chile, que fue impermeable a los intentos de reforma. Las Sociedades Económicas de Amigos del País revistieron en América el mismo carácter que tuvieron en la metrópoli de organismos mixtos surgidos de las iniciativas locales, pero apoyados decididamente por las autoridades. El movimiento se inició en 1781 con la fundación en Filipinas de la sociedad de Manila, a la que siguieron en la misma década la neogranadina de Mompox (1784), la Sociedad de Amantes del País de Lima (1787) y la de Santiago de Cuba (1787). En las décadas siguientes se crearían algunas otras como la de Quito (1791), la Sociedad Patriótica de La Habana (1792), la de Guatemala (1795), la de Santa Fe de Bogotá (1802), la de Puerto Rico (1813) y la novohispana de Chiapas (1819). Rasgos comunes fueron el respaldo de las autoridades, la similar composición (funcionarios, clérigos, profesionales) y los intereses manifestados en la distribución de sus comisiones: agricultura, industria y comercio más ciencias, artes y letras. Naturalmente no todas tuvieron una vida igualmente dinámica, siendo muy lánguida la actividad de algunas (Santiago de Cuba, que sólo duraría cinco años) o muy tardía la fundación de otras para esperar frutos significativos (Chiapas, establecida dos años antes de la completa independencia de México), pero algunas (Manila, Lima, Quito, La Habana, Guatemala) desempeñaron un papel protagonista en la tarea de mantener vivo el espíritu ilustrado en el lugar de su implantación. Con anterioridad al siglo XVIII solamente se habían establecido en América los Consulados de Comercio de México (1594) y Lima (1618). Sin embargo, el Reglamento de Libre Comercio de 1778 permitió (al igual que ocurriera en la metrópoli) la aparición de toda otra serie de estas instituciones, principal pero no exclusivamente en los puertos habilitados. De este modo, la década de los noventa asistió a la fundación de los Consulados de Caracas y Guatemala (1793), Buenos Aires y La Habana (1794), Cartagena de Indias, Santiago de Chile, Guadalajara y Veracruz (1795), que se convirtieron no sólo en instituciones dedicadas a la defensa de los intereses corporativos y al fomento general de la producción en su área de influencia, sino también en centros de producción de literatura económica y en centros de enseñanza técnica a partir de la creación de numerosas escuelas de matemáticas, dibujo y náutica, entre las especialidades más frecuentes. De este modo, las Consulados para la enseñanza técnica y las Sociedades de Amigos del País para la formación profesional en general vinieron a articular (al igual que ocurriera en la metrópoli) un sector descuidado de la educación americana. Sin embargo, las carencias de la Universidad en el campo de la enseñanza superior y de la producción científica en general debieron ser suplidas por la creación de nuevas instituciones que (también como en la metrópoli y probablemente con mayor intensidad) se convirtieron en los principales centros de elaboración y difusión de la cultura ilustrada en su más alto nivel. El vacío creado al mismo tiempo por la resistencia de las viejas (y las nuevas) universidades a la reforma y por la expulsión de los jesuitas (que dejaron desamparados numerosos centros de enseñanza, entre ellos las universidades de Buenos Aires, Popayán, Panamá y Concepción de Chile) movieron a las autoridades borbónicas (en estricto paralelo con lo sucedido en el ámbito metropolitano) a utilizar los viejos edificios de la Compañía para albergar nuevas instituciones que, al margen de las universidades, permitiesen la modernización de la enseñanza superior. El caso más llamativo fue el de los Colegios de San Carlos o Convictorios Carolinos, fundados en Lima y en Buenos Aires. Así, el Convictorio de Lima regló sus enseñanzas por un plan de estudios redactado por el ilustrado chachapoyano Toribio Rodríguez de Mendoza (1787), que permitió la introducción en sus aulas de la obra de Newton o el estudio de la agricultura como nueva ciencia considerada entre las útiles. Los Jardines Botánicos fueron una consecuencia de las grandes expediciones científicas de la segunda mitad de siglo. La voluntad de institucionalización de la investigación científica, a fin de prolongar con un establecimiento permanente los resultados de la expedición fue el origen de los grandes Jardines Botánicos de México, Lima o Guatemala, que además crearon en su entorno otros centros de enseñanza (Cátedras de Botánica) o contribuyeron a la reforma de la medicina y la farmacia, como en el caso mexicano. El mismo origen tuvieron tanto el Observatorio Astronómico de Montevideo, creado como instrumento de apoyo de la expedición de Malaspina, o el Observatorio Astronómico de Santa Fe de Bogotá, creado por Mutis y dirigido por Francisco José de Caldas. Las enseñanzas de Medicina se abrieron camino lentamente en el mundo universitario hispanoamericano. La cátedra de Medicina de Bogotá fue restablecida en el Colegio del Rosario en 1805 por obra de Mutis, después de la suspensión de la disciplina en 1774. En la Universidad de Caracas los estudios médicos fueron los últimos en introducirse y todavía dentro de la tradición galénica, de la mano del mallorquín Lorenzo Campins (1763). Y en la Universidad de Guatemala conocieron su momento de esplendor a fines de siglo, con las figuras del médico chiapaneco José Felipe Flores y su discípulo Narciso Esparragosa. Esta fue una de las razones que llevaron a la creación (como ocurriera en la metrópoli) de centros de enseñanza de Medicina al margen de la Universidad, como fueron la Escuela de Cirugía de México (1768), la Cátedra de Medicina Clínica creada por Tomás Romay en el Hospital Militar de San Ambrosio en La Habana (1797-1806) y, sobre todo, los centros impulsados por Hipólito de Unanue en Lima, el Anfiteatro Anatómico (1792) y el Colegio de Medicina de San Fernando (1808). Finalmente, la Escuela o Seminario de Minería de México fue un organismo singular creado para responder a la necesidad de formar técnicos cualificados en uno de los más importantes ramos de la economía novohispana. Precedida de una serie de importantes polémicas sobre los métodos de extracción de la plata en los años sesenta y setenta, así como también de otras actuaciones con incidencia en el ramo, como fueron la implantación del Tribunal de Minería (1777) y las Ordenanzas de Minería (1783), el Real Seminario editó algunos excelentes libros de texto (singularmente los Principios de física y matemática experimental de Francisco Antonio Ballester, 1802) y tuvo un sobresaliente cuadro de profesores, donde destacaron los españoles Fausto Delhuyar y Andrés Manuel del Río, así como algún docente invitado de excepción como Alejandro de Humboldt.
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Todas las regiones españolas se incorporaron con ritmos y características propios al movimiento ilustrado. Así, para el análisis correcto de la Ilustración se hace preciso recurrir a esta perspectiva regional, desde el momento en que se constata que, si bien, como se ha dicho, España es la gran creación del siglo XVIII, no es menos cierto que los contrastes regionales eran tan acusados que el país presentaba el aspecto de un gran mosaico, como ha sido señalado por Antonio Domínguez Ortiz. Como en la propia época nos advertía José Cadalso: "Aun dentro de la española hay variedad increíble en el carácter de sus provincias. Un andaluz en nada se parece a un vizcaíno, un catalán es totalmente distinto de un gallego; y lo mismo sucede entre un valenciano y un montañés. Esta península, dividida tantos siglos en diferentes reinos, ha tenido siempre variedad de trajes, leyes, idiomas y monedas... De esto inferirás lo que te dije en mi última sobre la ligereza de los que cortas observaciones propias, o tal vez sin haber hecho alguno, y sólo por la relación de viajeros poco especulativos, han hablado de España".
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Si las Españas conocieron diversas variantes regionales de las Luces, este fenómeno debía producirse con mucho mayor motivo en las Américas. Aquí, las enormes distancias del continente habían ya propiciado un fenómeno de diferenciación regional que alcanzaría su cenit a lo largo del siglo XVIII. De este modo los grandes centros de producción cultural se aglutinaron en torno a las capitales de los virreinatos de mayor antigüedad (México y Perú), mientras desempeñaron un papel secundario las capitales de los virreinatos dieciochescos (Nueva Granada y Río de la Plata), así como muchas otras ciudades asentadas en territorios situados dentro o al margen de los virreinatos: presidencias de Quito y de Charcas, capitanías generales de Cuba, de Guatemala, de Venezuela o de Chile. En Nueva España, la Ilustración se asentó fundamentalmente en la ciudad de México, si bien otras poblaciones mantuvieron en activo algunas instituciones características de mayor o menor consideración, como pudo ser el caso de Guadalajara y Veracruz (que crearon sendos Consulados, llegando la primera a fundar una Universidad en 1791 y la segunda tal vez a contar en algún momento con una sociedad patriótica) o Chiapas (que fundó en fecha tardía una Sociedad Económica de Amigos del País). Algunas otras ciudades también sirvieron de punto de encuentro a importantes núcleos de ilustrados, como Valladolid de Michoacán (la actual Morelia), donde se dieron cita sucesivamente el jesuita Francisco Javier Clavijero, el filipense Juan Benito Díaz de Gamarra (renovador de la filosofía con sus Elemento recentioris philosophiae, 1774), el gobernador diocesano José Pérez Calama o el obispo Manuel Abad y Queipo, además del cura Miguel Hidalgo. México fue un gran centro de producción científica, literaria y artística a todo lo largo del siglo XVIII. Si los años finales del siglo XVII fueron testigos de la obra de Carlos Sigüenza, ya desde mediados de la centuria siguiente la agitación intelectual se observa en la formación de bibliotecas, en la publicación de periódicos, en la aparición de obras significativas (como el Teatro Americano, Descripción General de los Reynos y Provincias de Nueva España de José Antonio de Villaseñor o la Bibliotheco Mexicana de Juan José de Eguiara) o en el vivo debate sobre la técnica de la minería (en cuyo transcurso Francisco Javier Gamboa tiene oportunidad de presentar sus divulgados Comentarios a las Ordenanzas de Minas). Sería, sin embargo, el último tercio del siglo el que conocería una extraordinaria aceleración manifestada en la aparición de toda una serie de instituciones y de hombres representativos de la plena Ilustración. En este sentido, el cuadro es impresionante: los nombres de Alzate, Bartolache, Delhúyar, del Río, Constansó, Tolsá, Mociño, Lizardi aparecen unidos a la aparición de la primera prensa científica, a los intentos de reforma de la Universidad, a la creación del Seminario de Minería o de la Academia de San Carlos, a una de las grandes expediciones botánicas de la centuria, a la producción de las mejores obras literarias del siglo en toda la América española. La Ilustración llegó a Guatemala en la última década del siglo con la creación del Consulado (1793) y de la Sociedad Económica de Amigos del País (1795). La sociedad fue fundada y animada, entre otros, por el oidor dominicano Jacobo de Villa-Urrutia, el español Alejandro Ramírez (fundador después de la de Puerto Rico) y el médico chiapaneco José Felipe Flores, reformador junto con su discípulo Narciso Esparragosa de los estudios de Medicina. Sus actividades incluyeron el fomento del añil, el cacao, el lino y la manufactura textil, mientras se preocupaba de la reestructuración de los gremios y de la incorporación del indio a la vida comunitaria. Sus creaciones más sobresalientes fueron, además de la nueva edición de la Gaceta de Guatemala, la Escuela de Dibujo, la Escuela de Matemáticas y el Jardín Botánico o Gabinete de Historia Natural, cuya dirección fue encomendada a uno de los componentes de la expedición botánica a Nueva España, José Longinos. Cuba, territorio marginal hasta entonces, conoció a lo largo del siglo XVIII un proceso de crecimiento económico que se tradujo también en un decidido despegue de la producción cultural, cuyos primeros resultados empezaron a cosecharse en la última década de la centuria. Si con la creación de la Universidad de La Habana (1721-1728) se había iniciado la institucionalización cultural en el Setecientos cubano, los centros que realmente difundieron las Luces en la isla fueron la Sociedad Económica de Amigos del País de la capital (1793, de vida más activa que su homóloga de Santiago) y el Consulado (1794). La Sociedad Económica, promovida por el gobernador Luis de las Casas, su director Luis de Peñalver y, posteriormente, Francisco Arango, síndico del Consulado, desarrolló una intensa labor cultural, que se manifestó en la creación de una biblioteca pública, la edición del periódico Memorias de la Sociedad Económica (que se sumaba al anterior Papel Periódico de La Habana, de 1790) y, sobre todo, la fundación del Jardín Botánico (1817), dirigido por Juan Antonio de la Ossa. Vinculados tanto a los periódicos como a la sociedad patriótica estuvieron José Agustín Caballero (que intentó sin éxito la introducción de la filosofía moderna en la Universidad) y el médico Tomás Romay, celebrado por sus estudios epidemiológicos y su campaña en pro de la vacunación antivariólica antes de la llegada de la expedición de Balmis. A ellos, hay que sumar en fecha más tardía la figura de Félix Varela, que contribuyó a la difusión en la isla de la física y la química modernas, desde sus escritos y desde su labor docente en el Seminario de San Carlos. No debe desconocerse tampoco la labor desarrollada por la Comisión Real de Guantánamo, dirigida por el conde de Mopox, que permaneció varios años asentada en la isla (1796-1802). Si bien fue una expedición menor dentro del conjunto de las programadas en la época, sus objetivos sumaban el interés por la historia natural a una deliberada política de fomento, encaminada entre otros fines al establecimiento de una población y un puerto en la bahía de Guantánamo, el levantamiento de una red de caminos en torno a La Habana y la apertura de un canal desde el río de Guines hasta la capital. Menos trascendentes fueron las iniciativas tomadas en las restantes islas de las Antillas. En Puerto Rico baste señalar la tardía creación de una Sociedad Económica de Amigos del País, cuyo fundador, Alejandro Ramírez (uno de los fundadores también de la de Guatemala), alentaría el desarrollo de las plantaciones de azúcar y editaría el Diario Económico. Asimismo debe destacarse por su valor documental la obra redactada por Iñigo Abad y Lasierra (a quien ya se debía una Descripción de las costas de California, escrita en 1783), su Historia geográfica, civil y política de la Isla de San Juan Bautista de Puerto Rico, publicada en Madrid en 1788. Del mismo modo, Santo Domingo, que había quedado marginada a partir del siglo XVI, se convierte de nuevo en objeto de atención por parte de las autoridades (creación de la Compañía de Barcelona, inclusión dentro del Reglamento de Comercio Libre de Barlovento) y por parte de sus naturales, como demuestran las iniciativas ecónomicas que florecen en la isla o la redacción de escritos que denotan la misma preocupación por su fomento, como la Idea del valor de la Isla Española y utilidades que de ella puede sacar su Monarquía (1785), del dominicano Antonio Sánchez Valverde, racionero de la catedral y miembro de la Sociedad Económica Matritense de Amigos del País. Se puede decir que el siglo XVIII proporcionó a Venezuela sus primeras infraestructuras culturales. Así llegó a contar con la Universidad de Caracas (1721), el Consulado de Comercio (1793), la Academia de Práctica Forense (vinculada a Miguel José Sanz, 1790), la Universidad de Mérida (1806, hoy de los Andes) y las Academias de Matemáticas de Cumaná y Caracas (1808), regidas por ingenieros militares. También revistieron gran interés los resultados de las expediciones científicas que tuvieron a Venezuela como escenario. Es el caso de la Expedición de Límites al Orinoco, que permitió la colonización de territorios desatendidos como la Guayana y posibilitó la obra científica del malogrado botánico Pehr Löfling. Es el caso también, en menor medida, de la rama local de la Expedición de la vacuna, que quedó institucionalizada a través de la Junta Central de Vacunación (1804-1809). Venezuela contó, además, con algunas notables figuras ilustradas, como el rector Agustín de la Torre, propugnador de una fallida Cátedra de Matemáticas, Simón Rodríguez, impulsor de la reforma de la enseñanza elemental, Baltasar de los Reyes Marrero, que introdujo la filosofía natural en la Catedra de Filosofía de la Universidad, y sobre todo Miguel José Sanz, miembro del Consulado, impulsor de la citada Academia de Práctica Forense y autor de informes sobre la necesaria reforma de la enseñanza universitaria para ponerla al servicio de la causa de la utilidad pública. El balance, sin embargo, no es muy halagador, ya que las iniciativas de mayor alcance (una Academia de Matemáticas distinta de la existente impulsada desde el Consulado para la formación de ingenieros, la Cátedra de Matemáticas de la Universidad o la también aludida reforma de la educación de primeras letras) no llegaron nunca a buen puerto. De este modo, Venezuela fue un sector marginal dentro del proceso de creación y de difusión de las Luces en la América española. La Ilustración neogranadina está íntimamente conectada con la llegada a Santa Fe de Bogotá de José Celestino Mutis, como médico del virrey Pedro Messía de la Cerda (1761). El científico gaditano traducirá por primera vez parte de los Principia de Newton (1770) y dará sus primeras lecciones de astronomía copernicana en 1773, antes de iniciar en Mariquita la gran expedición científica que habría de terminar en Bogotá (1783-1791). Aún tuvo fuerzas para organizar la Sociedad Patriótica de Amigos del País (1801, sucediendo a otra temprana y de efímera vida fundada en Mompox en 1784), que a su vez crearía una escuela de primeras letras y otra de artes y oficios, para fundar el Observatorio Astronómico (1803) y para proceder a la reforma de la enseñanza de Medicina en el Colegio del Rosario (1805). A la muerte de Mutis (1808), su antorcha fue recogida por sus discípulos, Jorge Tadeo Lozano, Francisco José de Caldas, Antonio Nariño y Francisco Antonio Zea, los cuales ocuparon las instituciones de enseñanza e investigación creadas por su maestro, al tiempo que utilizaban para la difusión de sus ideas las tribunas ofrecidas por el Papel Periódico de Santa Fe de Bogotá y el Semanario del Nuevo Reino de Granada, fundado por el propio Caldas. En su conjunto, el grupo se pasó al bando insurgente en 1810, desempeñando un papel protagonista en el movimiento independentista y pagando algunos de ellos con su vida su entrega a la causa de la emancipación. Puede decirse que la presidencia de Quito quedó incorporada a la Ilustración con la llegada a su territorio de la expedición franco-española de La Condamine en 1736. Posteriormente, tras contar a mediados de siglo con la figura del jesuita Juan de Hospital, alcanzaría ya a finales de la centuria un alto grado de inserción en la cultura de las Luces, sobre todo su capital, pues las restantes ciudades quedaron muy rezagadas, aunque la primera imprenta se instalara en la ciudad de Ambato en 1750 y Guayaquil, la ciudad mercantil y naviera, también dispusiera de otra en 1810. Si Hospital fue el introductor, correspondió a los hombres de la siguiente generación la tarea de producir los primeros escritos acreditativos del triunfo de la ciencia ilustrada: el filósofo Miguel Antonio Rodríguez Ique enseñaría su disciplina en la Universidad ya secularizada), el médico Eugenio Espejo, una de las figuras más importantes de la ciencia y de la Ilustración americanas, y el botánico José Mejía Lequerica, dueño de una de las más importantes bibliotecas y una de las más ricas colecciones de historia natural de toda la presidencia y autor de Plantas Quiteñas, la primera obra moderna sobre la flora ecuatoriana. Papel fundamental jugó la Sociedad Patriótica de Amigos del País, impulsada por dos de las figuras más prestigiosas del momento, el obispo José Pérez Calama y Eugenio Espejo, que estuvieron respectivamente a su frente hasta 1792, en que el primero fue relevado de su sede, y hasta 1795, cuando el segundo fue encarcelado por sus ideas. La sociedad, que se organizó en cuatro comisiones (significativamente de agricultura, industria y comercio, ciencias y artes, y política y bellas letras), imprimió el conocido periódico Primicias de la Cultura de Quito, que fue el mejor cauce para la difusión de la ideología ilustrada en la región. Sin embargo, la institucionalización del saber y la cultura no estuvo a la altura de los esfuerzos desplegados. La región no pudo contar nunca con centros de enseñanza superior que permitieran la formación de nuevas promociones de científicos. A pesar de ello, la conciencia crítica no desmayó en las décadas sucesivas, hasta el punto de hacer posible la incorporación de Quito a la causa insurgente en 1809. Como en el caso novohispano, el recortado virreinato del Perú manifiesta su adscripción a las Luces a partir de las realizaciones que tienen a Lima por escenario. Si la presencia a mediados de siglo de Jorge Juan y Antonio de Ulloa no dejó de tener su efecto, el primer momento de verdadero brillo cultural se produce durante el mandato del virrey Manuel de Amat, que preside la intensa vida teatral animada por Micaela Vargas la Perricholi, que embellece la capital con numerosas intervenciones urbanísticas, que emprende la primera batalla por la renovación de los estudios en la Universidad de San Marcos y que organiza expediciones de reconocimiento a la islas de Pascua y de Tahití. Sin embargo, como también en México, la culminación llega en las décadas finales de siglo. El centro del movimiento ilustrado es la Sociedad de Amantes del País (1787), cuyos dos primeros animadores son José Baquíjano e Hipólito Unanue, editores de su órgano de expresión, el Mercurio Peruano. Ambos intervienen activamente en todas las controversias de finales de siglo, ya sea la del fomento económico de la región, ya sea la de la introducción de la ciencia moderna, respaldados en este caso por el rector del Convictorio Carolino, el presbítero Toribio Rodríguez de Mendoza. Las luminarias de la Ilustración limeña no llegan a ocultar una institucionalización insuficiente del esfuerzo cultural, que se fundamenta esencialmente en el citado Colegio Convictorio de San Carlos, en el Colegio de Cirugía y en el Jardín Botánico, fruto de la expedición científica de Hipólito Ruiz y José Antonio Pavón. Territorio tardíamente colonizado, Chile trató de colmar su retraso cultural a lo largo del siglo XVIII. Para ello, consiguió dotarse de algunas instituciones básicas, como la Universidad (1738) o el Consulado de Comercio (1795), cuyo síndico Manuel de Salas se preocupó del fomento económico y de la promoción educativa de la región. Del mismo modo, el siglo XVIII vio aflorar la conciencia de la diferenciación regional, tanto en la obra de Juan Ignacio de Molina, como en la de Alonso de Guzmán. A ello contribuyeron también las expediciones que se desarrollaron en su espacio, singularmente la botánica de Hipólito Ruiz y José Antonio Pavón, una de las más importantes del siglo y la mineralógica de los hermanos Conrado y Cristián Heuland, que subrayó la importancia de los recursos metálicos chilenos. Finalmente, las expediciones hidrográficas en el estrecho de Magallanes permitieron explorar los confines del reino, mientras la dirigida por Felipe González de Haedo conseguía incorporar definitivamente la isla de Pascua al mundo hispánico. Si bien todo el inmenso territorio del sur de la América meridional conoció la difusión de las Luces, su implantación fue muy débil y tardía, tanto en la colonia de Sacramento, la actual Uruguay (donde se instala la primera imprenta en 1807), como en Paraguay (pese a la Universidad regida por los dominicos) o en el interior de la actual Argentina, pese al papel desempeñado por la Universidad de Córdoba de Tucumán, que produjo ya en la primera mitad de siglo la figura de Buenaventura Suárez (celebrado por sus estudios sobre los satelites de Júpiter, que realizó en su modesto Observatorio de San Cosme) y a finales de la centuria conoció el intento de reforma (con la creación de una Cátedra de Matemáticas) llevado a cabo por el deán Gregorio de Funes. A todos estos esfuerzos deben sumarse las aportaciones de hombres como el ya citado padre Sánchez Labrador, con su extensa obra sobre el Paraguay (que por desgracia quedó inédita), o como el también citado Félix de Azara, que utilizó su participación en la Comisión de Límites para dar un impulso decisivo al conocimiento de la historia natural de la región. El centro más dinámico fue sin duda Buenos Aires, que contó con un buen número de periódicos (empezando por el Telégrafo Mercantil y terminando por El Correo de Comercio, fundado por Belgrano), con un Colegio Carolino (o Convictorio de San Carlos, en sustitución de su Universidad, que no pudo ser restaurada tras la expulsión de los jesuitas) y con un activo Consulado de Comercio, fundado en 1794 y regido también por Manuel Belgrano, una de las mayores figuras de la Ilustración hispanoamericana, convertido a partir de 1810 en uno de los artífices de la independencia. En cualquier caso, el desarrollo cultural de Buenos Aires, vinculado a la creciente importancia de su comercio y a sus funciones administrativas como sede de un nuevo virreinato, no alcanza el grado de otras regiones con más tradición. La escasa dotación institucional al margen de las escuelas del Consulado, la lánguida vida del Colegio Carolino, el tardío establecimiento de la imprenta (traída desde Córdoba, en 1780) son otros tantos datos que avalan el retraso general de la capital rioplatense. En las últimas décadas del siglo XVIII, Filipinas ofrecía todavía la imagen de un finisterre colonial escasamente desarrollado, fiado en su papel de intermediario entre el Lejano Oriente asiático y el Pacífico americano, a través de ese cordón umbilical que era la Carrera de Acapulco servida por el galeón de Manila. La llegada en 1778 del gobernador José Basco y Vargas supuso al parecer un revulsivo para la situación. Basco fue el propulsor de la Sociedad Económica de Amigos del País de Manila, la primera del mundo colonial hispano (1781). La sociedad patriótica creó las características comisiones de historia natural, agricultura (que puso especial énfasis en los cultivos de añil, algodón, canela, café y pimienta), manufacturas (que se ocupó de los tintes y los textiles), comercio y educación popular, dentro de la línea de la teorización de Campomanes. Sin embargo, pese a la protección del gobernador y al apoyo del obispo Basilio Sancho (que premió dos discursos sobre la utilidad del comercio de Filipinas para los reinos cercanos y sobre los cultivos que debían fomentarse preferentemente en el archipiélago), pronto hubo de hacer frente a la rivalidad del Consulado y a la desidia generalizada. Si su primer director (1781-1786), el oidor Ciriaco González de Carvajal, dedicó sus esfuerzos a la escuela de tinte y pintado del algodón, el segundo y último (17861797), Francisco Moreno y Escandón, también oidor de la Audiencia, puso todo su empeño en el establecimiento de una fábrica de loza vidriada (con artesanos chinos) y en la creación de sendas escuelas de primeras letras para niños y niñas, de las que sólo llegó a funcionar la primera, antes de declararse vencido por la falta de colaboración encontrada. Finalmente, hay que destacar la obra de su socio de número, el agustino recoleto Juan de la Concepción, autor de una Historia General de Philipinas (1788), que incluía unas noticias universales geográficas, hidrográficas, de historia natural, de política, de costumbres y de religiones. Al margen de la sociedad patriótica, Filipinas prosiguió durante los mismos años su desarrollo, aunque a un ritmo lento. Así, la fundación de la Real Compañía de Filipinas (1785) rompió el monopolio del galeón de Manila, mientras la Corona promovía diversas expediciones hidrográficas en el archipiélago: Lángara y Casens (17651767), de nuevo Casens (1768-1770), Lángara y Guinal (1769-1770), Córdoba (1770-1771), Mendizábal (1771-1772), Lángara por tercera vez (1772-1773), Villa y Saravia (1774) y Vernaci y Cortázar (1803). Mucho mayor interés para el conocimiento científico de las islas tuvieron otras empresas: la expedición botánica de Alonso de Cuéllar (1785), la expedición de Ignacio María de Alava al frente del escuadrón Hispano-Asiático (1795-1796), la visita de la expedición de la vacuna de Balmis y la visita de la expedición de Malaspina. De cualquier modo, salvo en este último caso, fueron siempre expediciones menores, cuyos informes y cuyos testimonios gráficos manifiestan el estado de atraso de la colonia, pese a la urbanización del intramuros de Manila.
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La Ilustración valenciana parece haber sido la primera en alcanzar un grado notable de madurez. En efecto, aunque la generación precursora del movimiento ilustrado no se asienta en un único centro geográfico, es difícil sobrevalorar el papel de los intelectuales valencianos de fines del siglo XVII y principios del XVIII en la aparición de la corriente de renovación científica protagonizada por los novatores españoles. De este modo, la obra de Juan de Cabriada, la Carta filosófica médico-química, ha podido ser considerada como el auténtico documento fundacional de la renovación científica española, por la defensa de la experimentación como fundamento de la ciencia moderna, por la adopción de la iatroquimica -sistema médico basado en la interpretación de los procesos fisiológicos, patológicos y terapéuticos-, pero sobre todo por la nueva actitud mental que implica el reconocimiento del atraso científico español y la necesidad de recurrir a la producción extranjera como medio de superarlo, tal como expresa en uno de sus textos más citados: "Que es lastimosa y aun vergonzosa cosa que, como si fuéramos indios., hayamos de ser los últimos en recibir las noticias y luces propias que ya están esparcidas por Europa". La obra de Cabriada no es un hecho aislado, sino algo que hay que poner en relación con una corriente subterránea de renovación, que se expresa en Valencia en la obra del jesuita José de Zaragoza, que en la década anterior había publicado un tratado astronómico, Esfera en común, terrestre y terráquea (1675), donde hace gala de un preciso conocimiento de los progresos científicos europeos desde Copérnico a Galileo, o en la actividad de Crisóstomo Martínez, que en París prepara su Atlas anatómico, sin desvincularse por ello de los medios universitarios de Valencia. También en la capital valenciana y por los mismos años se inicia el hábito de las tertulias, algunas de carácter literario, pero otras más inclinadas a los temas humanísticos y científicos. Una de ellas se halla en el centro mismo del movimiento renovador, la mantenida en la biblioteca del marqués de Villatorcas, que congrega a lo más selecto de la intelectualidad valenciana del momento, a los jóvenes científicos Baltasar Íñigo, Juan Bautista Corachán y Tomás Vicente Tosca, a los eruditos Manuel Martí y José Manuel Miñana y al bibliógrafo José Rodríguez, quien, siguiendo las pautas del sevillano Nicolás Antonio, redactará su valiosa Biblioteca Valentina. Baltasar Iñigo atrae a sus amigos científicos a una nueva tertulia, que pasa a convertirse en Academia de Matemáticas, con el confesado propósito, referido por Corachán, de constituir un "remedo de los Academias de las Naciones". En este clima se crean las obras más importantes de los novatores valencianos. Juan Bautista Corachán redacta hacia 1690 sus libros Rudimentos filosóficos y Avisos de Parnaso, que no serían publicados hasta 1747 gracias a los buenos oficios de Mayans y que traslucen un conocimiento preciso de los filósofos y científicos de su época. Mayor trascendencia poseen los trabajos de Tomás Vicente Tosca, hombre de gran iniciativa que mantendría en funcionamiento una Escuela de Matemáticas (aproximadamente desde 1687 hasta 1717, con un largo paréntesis motivado por la guerra de Sucesión), desarrollaría una continuada labor docente en las aulas universitarias como catedrático de matemáticas y prestaría asesoramiento a las autoridades civiles en diversas cuestiones técnicas, como la reforma del Grao de Valencia, el levantamiento de un plano de la ciudad o la elaboración de un proyecto para construir un puerto en Cullera y un canal navegable a la Albufera y al Júcar. Su pensamiento científico nos es conocido gracias principalmente a sus dos libros Compendio Matemático (editado en 1705-1715) y Compendium Philosophicum (editado en 1721 y reeditado en 1754 por Mayans): la primera de las obras presenta como novedad más destacable la incorporación de las conquistas de la revolución científica y la utilización del lenguaje matemático, mientras la segunda, dedicada a una extensa y actualizada exposición de filosofía natural, revela una profunda influencia de Descartes y sobre todo de Gassendi. En el plano de la erudición, la principal figura presente en la tertulia del marqués de Villatorcas es Manuel Martí, el deán de Alicante, hombre de vasta cultura y de asendereada vida que realizó prolongadas estancias en Roma y Madrid. Si bien es notable su contribución a la edición de los Concilios de España, preparada en Roma por el cardenal Aguirre, y a la de la Bibliotheca Hispana Vetus, de Nicolás Antonio, más relevante resulta aún la labor de animación cultural que llevó a cabo en tierras valencianas, inspirando los trabajos históricos de José Manuel Miñana (autor de una equilibrada historia de la guerra de Sucesión bajo el título De Bello Rustico Valentino) y asimismo la rigurosa obra crítica de quien habría de ser la principal figura de la primera Ilustración valenciana y española, Gregorio Mayans. Gregorio Mayans y Siscar (1699-1781), cuya labor llena toda la primera mitad del siglo XVIII (y que hoy conocemos bien gracias a los trabajos de Antonio Mestre), es, en efecto, el heredero de la tradición valenciana de los novatores, editor de Corachán, Tosca y Miñana y brillante depositario de la actitud crítica de sus predecesores, que llevó a su máximo desarrollo y perfeccionamiento. Por otra parte, las frustraciones cosechadas en el desempeño de un cargo de tanta responsabilidad como el de bibliotecario real le indujeron a retirarse tempranamente a su ciudad natal, lo que le permitió desarrollar una amplia influencia en la región valenciana, aunque sus enseñanzas no se detuvieron en el reino de Valencia y dieron fruto en otras provincias de la Corona de Aragón y del resto de España. Una de sus máximas aportaciones a la mayoría de edad de la Ilustración española es sin duda su labor en pro de la consolidación de la crítica histórica, a partir primero del programa diseñado desde su puesto en la Biblioteca Real y, más tarde, de los ambiciosos proyectos fraguados en el momento de la fundación de la Academia Valenciana, empresa de la que fue principal impulsor junto a otras personalidades como el médico Andrés Piquer o el impresor Antonio Bordázar. De aquellas ilusiones iniciales sólo alcanzaron el grado de realización la edición de las Obras Chronológicas, del marqués de Mondéjar, y de la Censura de historias fabulosas, de Nicolás Antonio, obra en la que el erudito sevillano denunciaba la falsedad de los plomos de Granada. Así se iniciaba precisamente la controversia sobre el método de la crítica histórica, central en la obra mayansiana, que había de enfrentar al ilustrado valenciano con el agustino Enrique Flórez, el autor de La España Sagrada, monumental empresa de recuperación de la historia eclesiástica de España, que detenía su rigor en aquellos puntos que tocaban a las leyendas piadosas y patrióticas. Más exigente que Flórez y que Feijoo, la labor investigadora de Mayans se dirigió a la crítica literaria, convirtiéndose en el verdadero fundador de la historia de la lengua y de la literatura españolas con algunos de sus escritos más sistemáticos y significativos, los Orígenes de la lengua española y la Vida de Miguel Cervantes Saavedra (ambos de 1737), pero también con la edición de muchos clásicos españoles, como Antonio de Nebrija, Santa Teresa de Jesús, Antonio Agustín o el Brocense. Auténtico vindicador del Siglo de Oro, cuyo concepto llegó a intuir, su último proyecto está muy relacionado con su valoración del pensamiento hispano de la época, y en particular del humanismo cristiano, que se compaginaba perfectamente con sus opiniones en materia religiosa y con su racionalismo crítico y reformista que le convierten en un verdadero erasmista ilustrado, en el Erasmo español del siglo XVIII: se trataba de la edición de la Opera Omnia del valenciano Luis Vives, que llevó a cabo en colaboración con el impresor Benito Monfort. Como dijimos, el influjo de Mayans traspasó las fronteras del reino de Valencia y de su propio tiempo. En el primer caso, es de destacar los lazos que mantuvo, pese a su antijesuitismo cada vez más acentuado, con la Universidad de Cervera y con una de sus personalidades más destacadas, el jurista José Finestres, mientras que en lo referente a su herencia intelectual serían varios los hombres y las instituciones encargados de recogerla. En primer lugar, y de modo muy directo, su vertiente de exhumador y editor de textos clásicos será continuada por Francisco Cerdá y Rico, bibliófilo y crítico literario, también preocupado por dar a conocer la obra de los escritores erasmistas españoles (Luis Vives, Juan Ginés de Sepúlveda, Fadrique Furió Ceriol, Juan de Vergara, Pedro de Valencia, fray Luis de León) y recopilador de cuatro volúmnes de Poesías castellanas anteriores al siglo XV, además de editor de las Coplas de Jorge Manrique. Colaborador de Mayans en la Academia Valenciana fue el médico aragonés Andrés Piquer, una de las más señeras figuras científicas de mediados de siglo. Formado en las aulas universitarias valencianas, destaca pronto como escritor precoz de un tratado de terapéutica que le abre las puertas de la cátedra de anatomía, desde donde acomete la redacción de sus publicaciones más significativas: la Física moderna racional y experimental (1745), en que muestra ya la fundamentación mecanicista y la inclinación ecléctica de su pensamiento, la Lógica moderna (1747), donde expresa sus puntos de vista sobre las fuentes del conocimiento científico, la autoridad, la experiencia y la razón, y el Tratado de calenturas (1751), una de sus más celebradas aportaciones estrictamente médicas. Este último año marca su desvinculación de los medios valencianos por su traslado a Madrid como médico del marqués de la Ensenada, y quizás una inflexión en el tono de su obra, que pierde parte de su vigor inicial, aunque no por ello deje de manifestar una preocupación por los temas filosóficos y por la investigación científica, manteniéndose en el centro mismo del debate intelectual de su época. Traductor de Hipócrates al castellano, Piquer siguió las incitaciones de Mayans a la lectura de los clásicos del humanismo médico español (como Andrés Laguna o Juan Huarte de San Juan), pudiendo ser considerado ante todo como el heredero de la renovación científica de los novatores valencianos y la culminación de aquella línea de pensamiento que caracteriza la época dorada de la Ilustración valenciana. Una de las últimas aportaciones de Mayans a la revitalización cultural de la región fue su Idea del nuevo método que se puede practicar en las universidades de España de 1767, que, sin aplicación inmediata, serviría más tarde de inspiración para la tarea acometida por Vicente Blasco en la Universidad de Valencia, que llevaría a la transferencia del control a la Corona, a la actualización de los planes de estudio y a la apertura de nuevas instalaciones, como el Jardín Botánico y los laboratorios de física y química. Sin embargo, como en otras latitudes, las universidades, incluyendo aquí la más modesta de Orihuela (por cuyas aulas pasaron, sin embargo, hombres como Juan Sempere y Guarinos y Jaime y Joaquín Lorenzo Villanueva), sólo desempeñaron un papel complementario en el movimiento de renovación intelectual, que se desplegó a través de otros medios, como las tertulias y las academias que se sucedieron en la capital desde finales del siglo anterior. Entre estas últimas, destacó la Academia de Bellas Artes de San Carlos, nacida del cenáculo de los hermanos José e Ignacio Vergara y transformada en 1762 en Academia de Santa Bárbara, antes de obtener en 1768 su nombre y estatuto definitivos y de pasar a desarrollar una función de excepcional relieve en la dirección e impulsión del movimiento artístico de la región. De alguna forma, además, la Academia recoge la tradición de los novatores, a través de la influencia teórica y práctica de la obra de Tosca, cuyo discípulo Antonio Gilabert será director de la sección de arquitectura primero y, más tarde, director de la institución, desde donde daría el definitivo paso hacia el clasicismo, presente en sus trabajos más importantes, como el edificio de la Aduana (hoy palacio de Justicia) y la remodelación de la catedral. Entre los formados en la Academia, otros nombres destacados fueron, en el campo de la pintura, Mariano Salvador Maella, que aunque trabajó en Valencia (dejando un retrato del rector Vicente Blasco) desarrollaría, como veremos, sus obras de más empeño en Madrid, o Vicente López, director de la institución y buen retratista, que nos ha dejado la efigie más representativa de Goya. Sin embargo, pese a la labor de los epígonos o discípulos de Mayans, el impulso ilustrado pierde vigor en la Valencia de la segunda mitad de siglo, debido probablemente a un fenómeno generalizado, la captación de cerebros por parte del reformismo oficial y que, sin lugar a dudas, atrae a la corte a los ingenios más brillantes, como pueden ser Jorge Juan, Francisco Pérez Bayer, Antonio Ponz, Juan Sempere y Guarinos o Antonio José Cavanilles. Esta descapitalización humana de la Ilustración regional se aprecia en la tardía consolidación y funcionamiento insatisfactorio de la Sociedad Económica de Amigos del País, que pese a ello está a la altura de la mayoría de los establecimientos semejantes (si exceptuamos a las más activas, la Bascongada, la Matritense y la Aragonesa), por medio de las tareas de sus comisiones de agricultura, industria y oficios, o de sus fundaciones, como la Biblioteca, el Gabinete de Máquinas o el Gabinete de Ciencias Naturales. Pese a estos logros, a la persistencia de una notable floración artística y la de círculos ilustrados que permiten, por ejemplo, el afianzamiento de un periódico como el Diario de Valencia (1790), resulta evidente que el momento de esplendor ya pertenece en esta hora al pasado.
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La Ilustración no halló rápida vía de penetración en el País Vasco, pero una vez introducida se caracterizó por la solidez de sus instituciones y la amplitud de sus resultados. El núcleo fundamental se agrupó en torno a la Sociedad Bascongada de Amigos del País. Convencida de la necesidad de buscar modelos en otros países y de beneficiarse de la experiencia ajena, la Sociedad potenció los contactos con el extranjero, a través de la concesión de becas de estudios, de la acogida de sabios europeos de distintas nacionalidades y especializados en distintas áreas, de la programación de viajes para sus miembros, dando ejemplo el propio fundador, el conde de Peñaflorida, al disponer el periplo europeo de su hijo, Ramón de Munibe, acompañado de un preceptor francés, que había de ser su consejero intelectual. Un sector muy atendido por la sociedad, a través de su establecimiento de Vergara, sería el de la química y la mineralogía, ámbito donde se obtendrían algunos de los mayores éxitos de la ciencia española del XVIII, gracias a las investigaciones de Ignacio de Zavalo (que obtiene un acero colado y cementado que se juzga tan bueno como el de Inglaterra), del francés François Chabaneau (que consigue la purificación de la platina, provocando la intensa emoción y el correspondiente escrito elogioso de Valentín de Foronda) y de los hermanos Fausto y Juan José Delhuyar (habitualmente transcrito de Elhúyar), el primero de los cuales trabajó con el químico francés sobre el platino, mientras el segundo obtenía el aislamiento del tungsteno o wolframio. El triunvirato inicial, compuesto por Manuel Ignacio de Altuna, por el marqués de Narros, el hombre de la casaca roja, aficionado al juego y al teatro pero sobre todo a las novedades francesas, y por el conde de Peñaflorida, amante de la música y apasionado de la física, se vio pronto rodeado de una pléyade de sobresalientes figuras, atraídas por las realizaciones de la sociedad, su ambiente de apertura espiritual y sus establecimientos de enseñanza, tanto como por su espléndida biblioteca, rebosante de libros difíciles de conseguir, como la Enciclopedia de Diderot y D'Alembert o la Enciclopedia metódica, del librero Panckoucke. Estos intelectuales pronto dejaron atrás a sus predecesores, pasando a defender ideas más avanzadas en materia económica, social y política, hasta el punto de convertirse, como veremos más tarde, en partidarios declarados del liberalismo. Entre los miembros de esta segunda generación hay que contar a Félix María de Samaniego, un riojano sobrino de Peñaflorida, cuya obra principal, que le ha valido un puesto destacado en la historia de la literatura española de la época, las Fábulas morales, fueron escritas a partir de 1781 para la instrucción de los colegiales del Seminario de Vergara. A pesar de sus problemas con la Inquisición, Samaniego se mantuvo dentro de los límites de la ideología ilustrada, que serían rebasados por otros hombres vinculados a la Bascongada, como Vicente María Santiváñez, profesor de elocuencia en Vergara, traductor de Marmontel y firme defensor del pensamiento revolucionario francés; Valentín de Foronda, autor de numerosos tratados, informes y disertaciones en el marco de la sociedad, traductor de relevantes obras francesas, difusor del pensamiento de Condillac y uno de los máximos representantes del preliberalismo español, junto a José Agustín Ibáñez de la Rentería, introductor de Montesquieu y autor de unos Discursos, presentados en la Bascongada entre 1780 y 1783, donde da rienda suelta a su pensamiento político constitucionalista. Este es el clima creado por la Ilustración en el País Vasco, uno de los núcleos regionales más avanzados, cuya influencia se prolonga a través de la exportación del fermento reformista a tierras americanas por medio de la Compañía Guipuzcoana y sus barcos de la Ilustración o a través de obras como la de Manuel de Aguirre, introductor del pensamiento de Rousseau, enemigo del sistema absolutista incluso en su versión ilustrada y autor del primer proyecto articulado de una constitución en la España del Antiguo Régimen. Con razón Gaspar Melchor de Jovellanos pudo pensar al visitar la región vascongada que se hallaba en un país "encantado", donde florecían con inusitado vigor los frutos de la Ilustración.
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En los primeros tiempos del budismo, durante el llamado periodo theravada, la imagen de Buda, por definición y según los textos budistas irrepresentable y carente de forma, estuvo prohibida, utilizándose en su lugar símbolos que aludían a su presencia. Sin embargo, con la dinastía Kushana, hacia el año 150 a.C., la intención de divulgar los principios de la doctrina budista mahayana ("gran vehículo de predicación") hace que comience a surgir la imagen de Buda como ser humano, dotado de un lenguaje adecuado para su comprensión por pueblos diferentes, especialmente los ubicados en el occidente de la India, cuyas culturas se caracterizan por su antropocentrismo. A partir de este momento la iconografía de Buda le presenta con atributos suprahumanos (lakshana), que lo distinguen de los hombres. Estos son las vestimentas de monje, los pies descalzos y el cíngulo monacal, alusivo a su vida como monje mendicante. También aparece Buda con un moño (usnisha) que representa la concentración espiritual y el ascetismo, una marca entre las cejas (urna) o "tercer ojo", reflejo de su capacidad trascendente, un nimbo de santidad sobre su cabeza y los lóbulos de las orejas alargados, rememorando las joyas que lo adornaron y a las que renunció para dedicarse a una vida espiritual. Por último, la imagen gana un aire de serenidad y placidez gracias a sus ojos entornados, el cuello lleno de pliegues y la sonrisa de la boca. Pero es importante también la postura que Buda adopta. Los gestos de las manos (mudra), en combinación con la postura corporal, representan diversos pasajes de la vida de Buda. Las posturas de las manos y las de los dedos (hastas) simbolizan diferentes actitudes de Buda y transmiten mensajes diversos: - Katyavalambita: apaciguar el dolor. - Añjali: saludar. - Katakamukha: sujetar una flor. - Cinmudra: meditación. - Varada: conceder una merced. - Kartarimukha: sujetar un arma.