Posiblemente el tipo de iglesia paradigmático del románico pleno sea el conocido como el de iglesias de peregrinación. Un grupo de cinco templos -la catedral de Santiago de Compostela, San Martín de Tours, San Marcial de Limoges, Santa Fe de Conques y San Saturnino de Toulouse-, citados en la Guía del Peregrino de Santiago de Compostela, presentan una gran unidad en su estructura, lo que ha hecho sospechar a algunos especialistas que fue una tipología creada por las necesidades funcionales de los templos importantes del camino de peregrinación. Se trataba de edificios de tres o cinco naves, con transepto de igual estructura que las naves longitudinales, rematados los brazos de la cruz en fachadas torreadas con portadas monumentalizadas. La cabecera se dispone en una girola con capillas radiales. Mientras que la nave central se cubre con una bóveda de cañón sobre fajones, en las colaterales se emplean bóvedas de arista sobre las que va una tribuna. La luz, muy tamizada por las vidrieras, no llega directamente a la nave central, sino a través de los laterales y las tribunas. La girola era un gran pasillo que prolongaba las naves laterales alrededor del presbiterio. Permitía a los fieles deambular alrededor del coro sagrado y acudir a las capillas en las que se veneraban cultos particulares, mientras que los canónigos o los monjes podían celebrar sus oficios sin ser molestados. Sobre su origen habría que remontarse a las criptas anulares carolingias y su empleo para desarrollar las cabeceras del primer románico. En cuanto al uso de la tribuna y su génesis, resulta muy difícil afirmar nada concluyente; acabamos de aludir a su empleo como elemento de articulación mural. Podríamos añadir una función constructiva, robustecer los sistemas de contrarresto de la elevada y abovedada nave central. En distintos momentos y lugares han sido utilizadas las tribunas de forma diversa: matroneos o tribunas de mujeres; ampliación del espacio templario para recoger a las multitudes de fieles los días de las grandes solemnidades; albergue provisional (los peregrinos de Santiago encontraban allí acomodo). Como vemos en este largo excursus, los elementos constitutivos de esta supuesta tipología de peregrinación no tuvieron su origen en el camino, aunque sí han encontrado en estos ejemplos sus creaciones más bellas. Veremos más adelante el proceso constructivo de tres de ellos, los más significativos, pero conviene decir aquí que el proyecto más maduro y mejor materializado corresponde a la catedral de Compostela. Este valor de templo modélico le fue conferido por el autor del Códice Calixtino. La cronología del acabado total del proyecto también es ligeramente anterior en la iglesia gallega.
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Durante el primer tercio del siglo XI el Reino de León se mantenía en una aparente situación de inercia política. Las duras campañas de Almanzor y de su hijo Abd al-Malik a fines del milenio, los problemas derivados del condado de Castilla y las pretensiones territoriales de Sancho el Mayor de Navarra (1000-1032), no fueron factores positivos para establecer el clima adecuado para una política favorecedora de las artes. La decisión del rey leonés Bermudo (1028-1037) de casar a su hermana doña Sancha con don Fernando, hijo del rey navarro, concluyó con un drama familiar que condujo a este último al trono. Con Fernando I (1037-1065) y doña Sancha se inició una edad de oro artística. A su iniciativa se debe la transformación de San Isidoro, la creación de los talleres de eboraria, de los que saldrían obras tan emblemáticas como el Cristo de don Fernando y doña Sancha, y el suriptorium isidoriano. La vieja catedral del siglo X, en la que se coronaron Ordoño II, Ramiro II (931-950) y Alfonso V (999-1028), había sido uno de los centros hacia los que dirigió su ataque Almanzor. En consecuencia, los reyes leoneses decidieron apoyar la fábrica de un nuevo edificio cuyas obras concluyeron con la solemne consagración de una iglesia románica en 1073. La descripción del edificio realizada por el obispo don Pelayo (1065-1085), que se conserva en el Libro Tumbo de la catedral de León, es muy ilustrativa del deficiente estado en el que se encontraba la vieja sede y refiere también cómo los altares de la nueva iglesia estaban dedicados a Santa María, a El Salvador y a San Juan Bautista y San Cipriano; al mismo tiempo señala que en su proximidad se levantaron unos edificios para facilitar la vida regular de los canónigos. Las fuentes informativas se amplian cuando en el segundo tercio del siglo XIX el arquitecto restaurador de la catedral, Demetrio de los Ríos, realizó unas excavaciones que le permitieron levantar el dibujo del subsuelo de la catedral gótica. Entre los distintos materiales documentados se definen unas grandes termas que ocupaban una extensión mayor que la del actual edificio catedralicio, restos de ladrillos circulares para un hipocaustum, ladrillos con el sello de la Legio VII Gemina Felix (Leg. VII G. F.), mosaicos con rica decoración marina y los restos de la iglesia románica. El edificio estaba apoyado en la muralla y medía unos sesenta por cuarenta metros; estaba dividido en tres naves separadas por pilares de sección cuadrada, con columnas adosadas cuyas basas se decoraron con garras agallonadas; un amplio crucero daba paso a tres capillas absidales, la central más ancha, precedidas de un tramo recto, y capiteles esculpidos. Muy recientemente se encontraron dos figuras de obispos bajo arcos de herraduras que pueden ser el reflejo de la rica decoración escultórica de la iglesia.
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A lo largo de las páginas precedentes hemos ido apuntando en capítulos diversos cómo la Iglesia jugó un papel decisivo en la Hispania de los siglos VI y VII, especialmente a partir del III Concilio de Toledo, en función de la unificación religiosa de Recaredo y el intervencionismo cada vez mayor de la jerarquía eclesiástica en la vida política. Aunque con anterioridad ya tenía fuerza suficiente, que no pudieron contrarrestar los momentos más severos del predominio arriano. Piénsese nuevamente en el panorama que presentan las Vitas sanctorum patrum Emeretensium. Por ello, aquí sólo vamos a añadir algunas precisiones más relativas a esta cuestión y a su organización. Relación Iglesia-Estado: Esta relación del poder de la Iglesia con el poder real se concreta en dos aspectos, ya mencionados. La importancia creciente de los concilios, donde se termina por trasladar buena parte de la actividad legislativa de los propios monarcas y su conformación como asamblea política en la que, sobre todo a partir del IV Concilio de Toledo, participa la nobleza. A su vez, el ejercicio de funciones judiciales y administrativas de los obispos, algunas junto a los comites civitatum. Por contra, la potestad del rey de nombrar obispos, aunque se siga manteniendo la fórmula oficial de consultar a la jerarquía eclesiástica correspondiente. Otro aspecto igualmente significativo es la intervención de los obispos en la unción real, contribuyendo decisivamente a la sacralización del poder. Relación de la Iglesia hispana con Roma: Hubo siempre estrechas y buenas relaciones durante el Bajo Imperio y, en general, en la primera época de la penetración de los pueblos bárbaros. De hecho, existe una abundante correspondencia entre las jerarquías eclesiásticas hispanas con diferentes Papas. No obstante, a medida que el poder se afianzaba a través de la monarquía católica, las relaciones se distanciaron, se enfriaron, incluso llegaron a ser críticas. Así basta citar, como primera muestra, que la noticia de la conversión de Recaredo tardó bastante tiempo en ser conocida en Roma; pero, sobre todo, los episodios de amonestación del Papa Honorio I a los obispos hispanos, que obtuvo una dura respuesta por parte de Braulio de Zaragoza. O la crisis ocasionada con motivo del Apologeticum de Julián de Toledo, donde la Iglesia hispana volvió a mostrar su fuerza. Poder económico: Era, sin duda, uno de los principales poderes económicos del reino, dado que tenía inmensas propiedades que formaban parte del patrimonio eclesiástico. El sistema administrativo y de explotación era exactamente el mismo que el aplicado por los grandes terratenientes civiles, aunque las tierras de la Iglesia eran más extensas, numerosas y ricas. El status del obispo como patronus es la plasmación más evidente de este hecho. Las propiedades de la Iglesia -tanto los bienes muebles como inmuebles- eran inalienables y de ellas dependían desde la más alta jerarquía eclesiástica hasta los siervos, pasando por los clérigos. El concepto de fidelidad, que existía con respecto al rey y a los campesinos dependientes con el propietario, se extendía a los dependientes de las propiedades eclesiásticas. La antes citada obra sobre los padres de Mérida es un claro ejemplo del poder económico al que había llegado la sede episcopal emeritense con los mandatos de Paulo, Fidel y Masona, poseedores de grandes propiedades, que con su gestión consiguieron aumentar. La jerarquía eclesiástica formaba parte de una oligarquía de poder, como puede verse, que en algún caso se concreta en ilustres familias, de origen praeclarus romano, como fueron las de Isidoro de Sevilla y de Braulio de Zaragoza.
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Durante la II República el factor religioso desempeñó un papel de crucial importancia en la vida política y social. Todo hace pensar que existen argumentos al mismo tiempo en contra y a favor de la afirmación de Azaña según la cual España había dejado de ser católica. En cualquier caso, la dureza de la contraposición entre clericalismo y anticlericalismo revela que la cuestión no era en absoluto indiferente para la sociedad española. Ésta, sin embargo, vivió con tensión variable el problema, que siendo muy agudo en el primer bienio, lo fue mucho menos luego, hasta que la propaganda de la derecha revistió de nuevo en 1936 un extremado clericalismo. Sin embargo, los militares sublevados en sus bandos no hicieron alusión a la cuestión religiosa en la que, por tanto, no parecen haber estado primordialmente interesados; la dictadura que pretendían crear, de acuerdo con sus planes iniciales, era republicana y además laica. Incluso Franco hizo referencia a la aconfesionalidad futura del nuevo Estado. Eso, sin embargo, no quiere decir que fuera dudoso el alineamiento de los católicos una vez producido el estallido del conflicto. En la zona controlada por las autoridades republicanas, al menos nominalmente, se produjo una durísima persecución del clero católico. Es cierto que este fenómeno se concentró en los meses de julio y agosto de 1936, semanas en las que tuvo lugar casi la mitad de los asesinatos de sacerdotes (y 10 de las 13 ejecuciones de obispos), pero entre algunos sectores de la extrema izquierda perduró la inquina contra los religiosos y sacerdotes hasta el punto de que Andrés Nin llegó a decir que la revolución había hecho desaparecer el problema de la Iglesia por el procedimiento de no dejar una en pie y suprimir al mismo tiempo a los sacerdotes y el culto. Y los anarquistas protestaron vivamente cuando Negrín trató de restablecer la libertad de cultos. Si las cifras de asesinatos como producto de la represión todavía son más o menos discutibles, en cambio la magnitud de la represión ejercida sobre el clero resulta ya conocida. Murieron 4.184 miembros del clero secular, 2.365 religiosos y 283 religiosas, es decir, un total de 6.835 personas. La magnitud de estas cifras se aprecia en términos relativos e históricos. Se puede calcular que desaparecieron un 13 por 100 de los sacerdotes y un 23 por 100 de los miembros de las órdenes religiosas, lo que significa aproximadamente entre un 8 y un 10 por 100 del total teniendo en cuenta que buena parte de las diócesis quedó desde los días iniciales de la guerra en manos de los sublevados. Eso supone que en algunas de ellas el porcentaje de ejecuciones fue muy superior: en Barbastro, el 88 por 100; en Lérida, el 66 por 100, y en Tortosa, el 62 por 100. La geografía hace pensar en el papel desempeñado en estas ejecuciones por los incontrolados de carácter más o menos anarquista, pero no pueden atribuirse sólo a este sector los crímenes, porque en una ciudad grande como Madrid, donde era más fácil ocultarse y no existía apenas anarquismo, murió el 30 por 100 del clero, cifra mayor que la de Barcelona. Es probable que ésta haya sido la persecución más sangrienta de la Historia de la Cristiandad, sólo comparable a la producida durante la Revolución Francesa o durante el Imperio romano, pero quizá superior en magnitud cuantitativa a estos dos casos. Se debe tener en cuenta que en el nivel geográfico de una pequeña comarca como el Maresme el porcentaje llegó a ser del 85 por 100 del total de asesinados. Pero en última instancia lo de menos es el número de asesinatos, ante la realidad de que durante meses bastaba el hecho de ser sacerdote para ser asesinado, por supuesto sin formación de causa alguna. En la zona controlada por el Frente Popular el culto desapareció y sólo pudo ser practicado clandestinamente y en privado al menos hasta 1938. Fueron destruidos quizá 20.000 edificios, muchos de ellos de interés artístico, y la Iglesia española en la zona republicana se vio obligada a vivir en una situación semejante a la de las catacumbas. La incógnita sigue siendo cómo resultó posible esta persecución y cuál fue el detonante de este estallido de odio. Es cierto que se pagaron así los pecados colectivos de la institución eclesiástica y que hubo una especie de "venganza por defraudación" respecto de la comunidad eclesiástica del pasado o del presente. Pudo haber contadísimos casos de colaboración con los sublevados y es posible que para los incendiarios de iglesias y asesinos esta fórmula de subversión fuera la más evidente (y también la menos peligrosa) en contra de una sociedad tradicional. Pero aun así, tamañas atrocidades, de todo punto injustificables, requieren una interpretación que todavía no se le ha dado. El carácter paradójicamente religioso, casi ritual, de los ataques contra edificios y personajes religiosos y la repetición de este tipo de atentados desde el comienzo del siglo XIX requiere, sin duda, una explicación convincente que todavía nos resulta imposible. Se ha dicho que la posición de la jerarquía eclesiástica española fue adoptada un tanto tardíamente, después de la primera intervención papal acerca de nuestro país y como consecuencia de la persecución. Sin embargo, la verdad es que menudearon las declaraciones antes de que se produjera la papal y que en ellas se adoptó una actitud inequívocamente partidaria de los sublevados; tal actitud fue espontánea y en ella pudo jugar un papel muy importante la persecución, aunque es imaginable que se hubiera producido en términos semejantes sin esta última. Hubo una docena y media de textos episcopales inequívocos en las primeras ocho semanas de la guerra civil, en alguno de los cuales ya se utilizó el término "cruzada" para designar lo que acontecía en España. Además, también en una fecha muy temprana, durante el mes de agosto, dos obispos, el de Vitoria y Pamplona, condenaron la posición de los nacionalistas vascos, contrarios a los sublevados, por su colaboración con los comunistas. En realidad el autor de este escrito era el primado de España, Gomá, que desde el final de la época republicana era ya, de manera absolutamente clara, el dirigente decisivo de la Iglesia española. La condena del comunismo conectaba de manera absoluta con las últimas declaraciones papales, pero la primera intervención del Pontífice sobre la España en guerra, producida a mediados de septiembre, empleaba un lenguaje bastante diferente al de los prelados españoles al reclamar el perdón, invocar la paz y aludir a las causas justas de las reivindicaciones sociales. Esta alocución no fue publicada en la España sublevada. En ese mismo mes el obispo Plá y Deniel, futuro primado, publicaría una pastoral, Las dos ciudades, muy expresiva de la visión habitual en la jerarquía eclesiástica y consistente en presentar la contienda, de acuerdo con los ideales de cruzada, como el resultado del enfrentamiento entre el Bien y el Mal. Para comprender este planteamiento hay que tener en cuenta que los obispos españoles no se contentaban con pretender resguardar la situación preexistente, sino que a lo largo de 1937 hicieron una "sobreinterpretación católica" del conflicto, insistiendo en los factores religiosos y señalando la necesidad de una radical cristianización de la sociedad española, que borrara cualquier apariencia de tibieza y que por supuesto llegaría a hacer inimaginable las iniciales declaraciones de los militares sublevados a favor de la aconfesionalidad. El clima bélico explica sin la menor duda este tipo de planteamiento que resultó perdurable y que no era fácilmente entendido por católicos de otras latitudes. Es esto lo que explica la carta colectiva de los obispos españoles en agosto de 1937. Pensada originariamente por Gomá, se convirtió en una realidad gracias en parte a la sugerencia de Franco. La carta no tenía como destinatarios a los católicos españoles, ya suficientemente convencidos, sino a los prelados extranjeros y eludía el empleo del término "cruzada". De acuerdo con su interpretación, la República habría hecho a la Iglesia "víctima principal" de su obra de gobierno y la guerra habría resultado inevitable como consecuencia de una previa revolución comunista ya preparada y "documentalmente probada". Eso último, como sabemos, no era cierto pero no era ese el único inconveniente de la carta colectiva, que no parecía tener en cuenta la importancia del conflicto social en el origen de la sublevación, parecía olvidar la represión de los sublevados y el caso de los vascos y, en fin, se mostraba muy alejada de los valores democráticos. Lo curioso del caso es que poco después de la aparición de la carta colectiva el primado Gomá, su redactor, pudo apreciar en el nuevo Estado peligrosos síntomas que hacían desvanecerse sus esperanzas de una catolización radical de la sociedad española. En efecto, en 1937 no había sido posible publicar en España la condenación papal del nazismo que sólo apareció en las publicaciones eclesiásticas (y no en otras) a lo largo de 1938. Las últimas pastorales de Gomá demuestran una creciente preocupación en relación con la orientación futura del régimen franquista. Ya en 1937 había escrito al Vaticano que existía en los medios católicos la idea generalizada de que "ganaremos la guerra pero perderemos la paz". En 1938 una pastoral suya recordó a los católicos que los sentimientos nacionalistas no podían primar sobre la adscripción religiosa. Todavía fue más notoria su reticencia respecto del nuevo Estado una vez obtenida la victoria definitiva: la pastoral Lecciones de la guerra y deberes de la paz, de octubre de 1939, no pudo ser difundida por orden de Serrano Suñer; en ella se hacía patente la preocupación de Gomá ante la orientación de la España de la época, tanta que postulaba la necesidad de la unión de los católicos y la de que los dirigentes políticos de la España de Franco recibieran la iluminación de la sana doctrina. Esta reticencia se explica por la actitud del Vaticano respecto de los movimientos fascistas y en especial del nazismo, sin duda influyente en los medios dirigentes españoles. De todas maneras en Roma, desde fecha muy temprana, hubo una actitud respecto de los sucesos españoles que permite apreciar una diferencia de clima con respecto a España. La opinión que del catolicismo español se tenía en Roma no era muy halagadora para este último, a pesar de que tendiera a considerarse a sí mismo como un ejemplo a imitar. Cuando estalló la guerra la actitud intemperante del primer representante oficioso de Franco ante el Vaticano, el almirante Magaz, no contribuyó a mejorar la situación. Magaz se quejó de la "absoluta incomprensión" que encontraba, mientras que criticaba con aspereza los nombramientos de obispos producidos en la etapa republicana; la indignación del Papa Pío XI fue tal que, según un testigo, "creí que lo enterrábamos". Fue el propio Gomá quien consiguió un mejoramiento significativo de las relaciones entre Franco y el Vaticano. En diciembre de 1936 visitó Roma, de donde volvería habiendo convencido al Vaticano de la condición católica de Franco y sus seguidores y dispuesto a servir de "punto de sutura" entre los dos poderes. Sin embargo, no se puede decir que existiera la cordialidad y la identificación entre ellos previsible, teniendo en cuenta el lenguaje de la "cruzada". Aunque en el verano de 1937 estuvo en España un representante de la Santa Sede, Antoniutti, las relaciones entre el Gobierno de Franco y la Santa Sede no se normalizaron hasta abril de 1938, momento en que se intercambiaron representantes diplomáticos. Cicognani, el Nuncio del Vaticano, procedía de Austria, hecho revelador de los temores de Roma acerca de una posible influencia de la Alemania nazi en la España de Franco. A estas alturas el Gobierno franquista y su representante en Roma tenían importantes puntos de discrepancia con el Vaticano que se referían a la validez del Concordato de 1851, cuestión importante pues permitía mediatizar el nombramiento de los obispos a la voluntad de sustituir al cardenal Vidal i Barraquer y el convenio cultural con Alemania al que la Santa Sede atribuía una "gravedad excepcional". Es muy significativo que sólo en este año en el Anuario pontificio desapareciera la mención a la representación diplomática ante las instituciones republicanas. Aparte de la habitual prudencia de la diplomacia vaticana, su actitud respecto de la guerra civil española se explica también por la profunda división que estos acontecimientos produjeron en la conciencia católica. Quizá en España fue donde se produjo una menor división, aunque también se dio entre nosotros como prueban los casos de Euzkadi, Cataluña y varios intelectuales. En el País Vasco la actitud de los nacionalistas fue mayoritariamente partidaria de la fidelidad a la República; aunque hubo asesinatos de sacerdotes en la zona controlada por ellos, el número fue más reducido. La posición de los nacionalistas vascos fue objeto de una dura controversia iniciada por la condena de la colaboración con los comunistas redactada por Gomá y proseguida, a fines de 1936, por el cruce de una correspondencia entre Gomá y el presidente vasco, Aguirre. En esencia, el PNV insistió en que la guerra civil tenía como razón de ser un enfrentamiento social y no religioso; los sublevados, escribió el canónigo Onaindía, habían incumplido los preceptos de la Iglesia sobre el acatamiento al poder constituido y habían iniciado la ofensiva contra quienes no les atacaban. Por su parte, Aguirre afirmó que los vascos estaban en contra del fascismo y el imperialismo por espíritu cristiano. La aspereza de la división se aprecia en el hecho de que de los 47 sacerdotes asesinados en el País Vasco, 14 lo fueron por las tropas de los sublevados. Es posible que, como dijo Franco a Gomá, ese hecho fuera el producto del "abuso de autoridad de un subalterno", pero acabó provocando la protesta indignada del obispo de Vitoria, Múgica, que en octubre de 1936 abandonó la zona controlada por Franco. En realidad, Múgica, que era integrista, no podía ser calificado como partidario del PNV, al que en su correspondencia acusó de ir "de tumbo en tumbo", pero sintió la urgencia de defender al clero de su diócesis: en Vitoria -decía- "mandan los militares y la Iglesia está esclavizada". Mientras tanto el vicario Lauzurica hacía las más entusiastas declaraciones sobre Franco. También en Cataluña existía un catolicismo que por sus peculiaridades no sólo nacionalistas sino derivadas de una sensibilidad más moderna difícilmente podía alinearse del lado de los sublevados. Testimonio del mismo puede ser el propio Vidal i Barraquer, que fue perseguido por los anarquistas y salvado por la Generalitat y que con Múgica fue el único prelado que se negó a suscribir la carta colectiva del verano de 1937. Preguntado por Gomá respondió que la juzgaba "más propia de la propaganda" que de la firma de quienes la iban a suscribir. Como Vidal, una parte considerable del catolicismo catalán se vio cogido entre dos fuegos con gravísimas consecuencias en algún caso. Los jóvenes de la FEJOC o de la UDC fueron perseguidos por los anarquistas, aunque estaban muy lejos de identificarse con las posiciones de los sublevados. De los dirigentes de UDC hubo uno, Carrasco Formiguera, que perseguido primero por la CNT luego cayó en manos de los sublevados y resultaría ejecutado en abril de 1938; otro, Romeva, fue el único voto discrepante en el Parlamento de Cataluña frente a Companys permaneciendo, sin embargo, estrictamente en la legalidad constitucional; y un tercero, Roca Cavall, animó los Comités por la Paz Civil, que intentaron concluir el conflicto en Francia e Inglaterra mediante una solución negociada. Hubo, en fin, un puñado de intelectuales y políticos como Ossorio, Bergamín o Semprún que, siendo católicos, se identificaron con la causa republicana cuya propaganda asumieron quizá demasiado indiscriminadamente. Con todo, habiéndose producido una división manifiesta en el catolicismo peninsular respecto de la guerra el decantamiento fue mayoritariamente favorable a los sublevados, lo que no se produjo en otras latitudes. En efecto, si se redactó la carta colectiva de los obispos y se montó una oficina de propaganda católica ligada al nuevo Estado fue porque en general la guerra española conmovió al catolicismo universal, lo dividió y le causó problemas. Así sucedió especialmente en Francia, donde hubo partidarios de los vascos, intentos de lograr la mediación y condenas de la visión de la guerra como cruzada (en el caso de Maritain), grandes escritores como Claudel, que evocaron a los mártires españoles, y, en fin, reaccionarios contrarios a Franco, como Bernanos, por asco del "pudridero moral" que era la represión. La misma división se produjo en Italia entre los emigrados antifascistas, como Sturzo y la mayor parte del catolicismo, colaborador del fascismo, o en Gran Bretaña tanto en los medios intelectuales como en el sindicalismo laborista en el que militaban la mayor parte de los católicos. En general, la carta colectiva contribuyó de una manera importante a alinear la jerarquía eclesiástica de todo el mundo en la condena de la persecución religiosa, aunque no puede decirse lo mismo respecto del ideal de cruzada que muy pocos suscribieron. En los países anglosajones, donde la totalidad de los católicos se identificaban con las instituciones democráticas, el caso español atajó su integración en ellas y provocó graves problemas de conciencia sobre todo teniendo en cuenta la escasa información de la que partían. En suma, la persecución religiosa agravó considerablemente los problemas de imagen externa de la República sin que hubiera una reacción pronta y decidida en contra de esa situación por parte de los dirigentes republicanos. Largo Caballero nombró ministro al nacionalista vasco Irujo, pero éste no ocupó ninguna cartera originalmente. A comienzos de 1937 presentó un informe sobre la situación, en el que reveló la manifiesta inconstitucionalidad de una situación por la cual quedaba suprimida la libertad de cultos y la de los sacerdotes para ejercer su ministerio. Sin embargo, esta intervención no logró el apoyo del Gobierno, algunos de cuyos miembros se pronunciaron en términos de un anticlericalismo elemental. La situación cambió cuando Irujo fue ministro de Justicia bajo el Gobierno Negrín: aunque éste se guiaba por el puro pragmatismo, Irujo consiguió al menos cierta tolerancia, consistente en el mantenimiento de un culto católico entre privado y clandestino. Pero era demasiado tarde para que los dirigentes republicanos obtuvieran alguna ventaja de un cambio tan tímido. Ciertos dirigentes eclesiásticos como el vicario de Barcelona se negaron a admitir la posibilidad de un culto público, aunque el de Tarragona, Rial, parecía más propicio. No volvió tampoco Vidal i Barraquer, como pretendió Negrín, ni se aceptó, por influencia de Gomá, que el Vaticano enviara un legado a la Cataluña republicana en 1938. Cuando ya había dimitido Irujo por razones derivadas de su condición de nacionalista y no de católico, se creó un comisariado de cultos, medida que él había propuesto sin que se tradujera en la realidad. En abril de 1939, ocultando la realidad de unas relaciones que tenían muchos puntos de fricción, se celebró un acto que puede considerarse como el punto de partida del nacional-catolicismo en la Iglesia madrileña de Santa Bárbara. En él Franco recibió la "espada de la victoria" de manos de Gomá, mientras pronunciaba unas palabras en las que describió a sus adversarios como los "enemigos de la verdad" religiosa. El acto resulta literalmente incomprensible sin tener en cuenta la experiencia histórica de la persecución previa. Julián Marías ha escrito que al principio de la guerra civil cabía esperar que la Iglesia fuera perseguida o profanada; padeció ambas cosas, persecución y profanación, practicadas cada una por un bando. Es injustificable por completo la persecución e intolerable la actitud no sólo de quienes la practicaron, sino también de quienes la toleraron pasivamente. Tampoco es mínimamente aceptable esa sobreinterpretación religiosa de la guerra que practicó la mayor parte de la jerarquía, de la cual derivó el nacional-catolicismo. Merece la pena a este respecto recordar lo escrito por Madariaga: "Al estallar la guerra civil la Iglesia española debió haber abierto los brazos como Jesucristo a la izquierda y a la derecha; debió haber abierto el pecho y el corazón a ambos lados en ademán de paz y unión; debió haber luchado por la paz y la unión y por ellos muerto". Azaña se pronunció en parecidos términos: "Aunque la Iglesia se sintiera atacada y atacada con injusticia, su papel era muy otro. No debió alentar los enconos políticos ni azuzar a unos españoles (a unos prójimos) contra otros. La religión no se defiende tomando las armas ni excitando a los demás a que las empuñen". Son ciertas estas reflexiones, aunque el entonces presidente de la República achaque a la Iglesia una actitud que él mismo debió haber tenido, al menos, en el primer bienio republicano.
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Los campesinos, especialmente halagados por la propaganda del mariscal, también fueron sensibles a Pétain. Por el contrario, el eco resultó más reducido en la clase obrera, mal captada por esta propaganda y mejor armada por sus propias tradiciones y referencias para rechazar las sirenas de la unanimidad conservadora. Este es también un rasgo típico de los regímenes fascistas de mediados de siglo, como lo demuestran los estudios de sociología política realizados en Alemania o Italia. Entre los grupos de opinión conservadora debe resaltarse el papel jugado en el concierto pétainista por la Iglesia católica. "Pétain es Francia y Francia es Pétain", proclamó durante el otoño en fórmula célebre el cardenal Gerlier, arzobispo de Lyon y primado de las Galias. Y todos los obispos rubricaron esta sentencia, incluso los que denunciaron después la ocupación germana y la colaboración. Los scouts fueron soporte activo del espíritu pétainista entre la juventud. El lenguaje ambiguo de la Revolución nacional, tan parecido a veces al eclesiástico, favoreció la adhesión al mariscal y a sus obras. La Iglesia, además, recibió del régimen satisfacciones materiales -especialmente a favor de las escuelas confesionales-, a las que siempre se mostró sensible. Por el contrario, los laicos, tan influyentes en Francia como los católicos, aunque participaron al principio en la corriente de simpatía hacia el mariscal, fueron pronto relegados a la oposición con motivo de los ataques a la escuela pública, a sus maestros y al libre pensamiento, objeto directo de la inquina de Vichy. Porque Vichy fue, naturalmente, un régimen depurador: prescindió de los elegidos de la izquierda que se negaban a alinearse; procesó a los dirigentes del Frente Popular; prohibió la masonería, y, sobre todo, persiguió a comunistas y judíos. Se sabe que el Gobierno de Pétain se enfrentó a los judíos con una serie de medidas discriminatorias contenidas en dos estatutos. También se conoce su implicación en la detención y arresto de los que serían trasladados a los campos de la muerte y exterminados por los nazis. También los comunistas sufrieron persecución prolongada. Vichy y los nazis ya estaban de acuerdo en otoño de 1940 en luchar contra los que ambos consideraban su principal enemigo. Detenidos, encarcelados o recluidos en campos por la policía de Vichy, fueron los comunistas el contingente más numeroso de los rehenes entregados al ocupante, antes que éste se encargase directamente de reprimirlos cuando la resistencia. Estas persecuciones contribuyeron a alejar del régimen de Vichy a los que en un principio le prestaron su apoyo. A ello se sumó la ineficacia del Gobierno de Vichy en cumplir lo que la mayoría de los franceses le habían encomendado: protegerles del ocupante y de los efectos de la ocupación. Pese a las reiteradas ofertas de colaboración -en octubre de 1940, en Montoire, y en la primavera de 1941-, Vichy no obtuvo de los alemanes las concesiones que esperaba: ni el retorno de los prisioneros de guerra -que seguirían siendo casi un millón en 1945-, ni una rebaja en los gastos de ocupación, ni el levantamiento del embargo de productos franceses. El continuo deterioro del nivel de vida y las crecientes exigencias del ocupante, agobiado por las necesidades de la guerra total, fueron factores en la evolución negativa de la opinión. A finales de otoño de 1940, los informes de los prefectos revelaban que la opinión francesa era hostil a los alemanes y a la colaboración. El primer fracaso en la colaboración, en la primavera siguiente, provocó la primera reticencia hacia el Gobierno de Vichy. Esta se incrementó cuando el ataque de Hitler a la URSS hacía presumir futuras dificultades. En agosto, el mismo mariscal confesaba: "un mal viento de opinión hostil se ha levantado en Francia". Intensificaría a partir de entonces el tinte autoritario de su régimen y lo extremaría conforme le abandonaba la opinión. Así, en 1944, era Vichy un Estado policiaco que, al poner su milicia a disposición del ocupante, se granjeó el odio de la población. Afectadas por la penuria y las exigencias germanas de mano de obra a través del servicio de trabajo obligatorio, todas las clases francesas, en mayor o menor medida, retiraron su apoyo a Vichy para entregarlo a la resistencia. La lucha de ésta contra el régimen acabó identificándose como dirigida contra el ocupante, arrastrando a la opinión pública, mientras se dibujaba la victoria aliada.
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Uno de los apoyos más firmes que tuvo el "Nuevo Estado" fue el de la Iglesia, que aportó su poder ideológico y legitimador para la construcción y desarrollo del franquismo. El denominado nacional-catolicismo fue una ideología elástica en la que convivían dos componentes: la consustancialidad entre lo nacional y lo religioso (entre España y catolicismo) y la distinción entre el liberalismo político y económico. Mientras que el primero de estos componentes, unido a la crítica al liberalismo político, implicaba el apoyo a un sistema autoritario, la aceptación del liberalismo económico facilitó el cambio habido en la política económica a finales de los años cincuenta y el abandono del proyecto autárquico. Este apoyo no varió durante las dos primeras décadas del Régimen, pero desde los años sesenta se multiplican las actividades favorecedoras de ciertos cambios en un ambiente de crisis de identidad de la propia Iglesia y de sus relaciones con la sociedad. No obstante, su capacidad de integrar las demandas de los ciudadanos y su preocupación por no verse marginada la conducen finalmente a una posición en favor del proceso de liberalización. Es difícil establecer el momento en el que se inicia dentro de la Iglesia la crisis que conduce al cambio, pues existen acciones puntuales que señalan divergencias de opinión en su seno desde los años cuarenta y cincuenta. Sirvan de ejemplos las diferencias ocasionadas por la supresión de la revista ¡Tú!, a raíz de las informaciones aparecidas en la misma sobre los conflictos y acciones de protesta habidos en la primavera de 1951; la expulsión de Guillermo Rovirosa (1956) y la dimisión forzada de Manuel Castañón tres años después, ambos integrantes de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC); o la carta de 229 sacerdotes vascos (mayo de 1960) dirigida a los obispos, al nuncio y a la Secretaría de Estado del Vaticano en la que se denunciaba al Gobierno por la persecución de las características étnicas, lingüísticas y sociales que sufrían los vascos, así como por los nombramientos episcopales y la situación política general. Estos y otros conflictos van a adquirir una mayor dimensión no sólo por la dinámica interior, sino por el apoyo exterior que implican las decisiones tomadas en el Concilio Vaticano II, que se inicia en octubre de 1962. El papel de los obispos españoles en dicho Concilio fue muy pobre (no así el de los laicos), debido a su escasa preparación intelectual, a su anclaje en el pasado y a su intransigencia doctrinal, lo que les situó, en palabras de Tarancón, en fuera de juego. Pero la Iglesia salida del Concilio apostó por la modernidad, lo que implicaba una mayor capacidad crítica, un mayor compromiso con los ciudadanos y, por lo tanto, su inclusión en lo temporal. Todo ello llevó necesariamente a un posicionamiento más crítico contra el Régimen político, que hacía gala con contumacia de su falta de respeto a los derechos humanos. A partir de ese momento se abre una brecha entre una jerarquía comprometida espiritual, política y generacionalmente con el Régimen, y unas bases apoyadas desde Roma, que abogan por el respeto a la dignidad de las personas y de los derechos humanos, las cuales van a apostar por el fin de la dictadura. Esta división nos sitúa ante dos posiciones crecientemente enfrentadas, que no sólo se diferencian por la aplicación de la doctrina, sino también por la generación a la que pertenecen. En todo caso, aunque la línea señalada es en general adecuada, no debemos caer en la simplificación, ya que en ambos grupos se producen excepciones. Buena muestra de la crisis existente se pone de manifiesto en los numerosos abandonos de sacerdotes y religiosos, así como en el descenso de las vocaciones y del número de matrículas de los seminarios españoles. Desde el final de la Guerra Civil y durante la década de los cuarenta el número de seminaristas mayores pasó de unos dos mil a ocho mil, cifra alcanzada en 1952, que se mantendrá con cierto crecimiento hasta 1964. Este número convertía al clero español en el más joven de Europa y porcentualmente por encima de la media europea e incluso mundial. En la década de los sesenta comienza un continuo descenso. En 1962 la proporción era de un sacerdote por cada 1.228 habitantes; al final del franquismo sería de uno por cada 1.468. A partir de 1962 se reduce el número de regulares no sólo por el descenso de los ingresos, sino también por el creciente número de abandonos sobre todo entre los religiosos varones: 2.639 entre los años 1966 y 1971. En 1963 sólo 167 habían abandonado su ministerio; dos años más tarde la cifra ascendía a 1.189, para alcanzar la cifra de 3.700 en 1970. Muchos de ellos confesaban sentirse insatisfechos con el celibato. El número de seminaristas, que había llegado a superar los ocho mil a principios de los años sesenta, descendió a 1.800 en 1972. Estas cifras ponen de manifiesto el progresivo descenso en el número de vocaciones, hecho atribuible no sólo a la pérdida de credibilidad de la Iglesia, sino también al creciente peso de las ideologías laicistas. Tres ámbitos de actuación distintos merecen ser destacados. En primer lugar, los cambios habidos en la Nunciatura que indican o bien una posición más neutra del Vaticano, como la producida tras la llegada de Antonio Riberi en junio de 1962; o bien una más beligerante, como la protagonizada por Luigi Dadaglio desde el otoño de 1967. Esta tendencia pone de manifiesto un creciente distanciamiento entre la Iglesia y el Estado, que se concreta en hechos tales como la petición a Franco por parte de Pablo VI (abril de 1968) de la renuncia al privilegio de presentación de obispos, sin contrapartida alguna. Ante la negativa del Régimen, la Santa Sede endureció su postura y procedió a una lenta pero efectiva renovación del episcopado. Entre 1964/74 se nombraron 53 nuevos obispos, lo que dio lugar a la caída de la edad media de los miembros del episcopado, que pasó de 65,7 años en 1966 a 57,7 años en 1975, y a la entrada de obispos más en sintonía con las directrices del Vaticano II y menos vinculados a la "Cruzada". La muerte de algunos de los mayores más vinculados con el régimen (Pla y Deniel, Eijo y Garay...) favoreció la renovación. La postura de la Santa Sede quedó clara con el nombramiento como cardenal de Vicente Enrique y Tarancón para el arzobispado de Toledo, postergando con ello a Casimiro Morcillo, favorito del Gobierno. Finalmente y tras el fallecimiento de Casimiro Morcillo (mayo de 1971), la Santa Sede consiguió colocar a Tarancón en Madrid y, sobre todo, que unos meses después fuese elegido presidente de la Conferencia Episcopal. En segundo lugar, otro ámbito de actuación se encuentra en la revisión de los planteamientos de la propia Iglesia respecto al Régimen. Así, en 1971 se celebró la Asamblea conjunto de obispos y sacerdotes de toda España, en la cual se votó mayoritariamente una resolución por la que la Iglesia pedía perdón al pueblo español por no haber sabido desempeñar un papel conciliador tras la Guerra Civil. En 1973, los obispos (La Iglesia y la Comunidad Política) aconsejaron la revisión del Concordato de 1953, de forma que las relaciones Iglesia-Estado se establecieran sobre la mutua independencia de ambos. La Iglesia deseaba y estaba preparada para renunciar a los privilegios que le concedió el Concordato, siempre y cuando el Estado renunciase a los suyos, en especial el que se refería a la intervención en el nombramiento de obispos. Por último, en un documento de abril de 1975 se hacía un llamamiento a favor de la reconciliación y la justa convivencia. Esta línea de actuación dio lugar a algunos incidentes con el poder político, como los ocurridos durante el proceso de Burgos (1970), durante el cual los obispos de San Sebastián (monseñor Argaya) y de Bilbao (monseñor Cirarda) en una carta conjunta pedían clemencia para los acusados y condenaban tanto el terrorismo como la represión. Unos meses antes, monseñor Cirarda se había negado a oficiar la misa solemne para conmemorar la entrada de las tropas de Franco en Bilbao en 1937. Pero los peores incidentes ocurrieron durante los años 1974 y 1975. El obispo de Bilbao, monseñor Añoveros, fue puesto bajo arresto domiciliario y amenazado de expulsión por haber propiciado la lectura de una homilía en las parroquias de la diócesis, en la cual se pedía una organización socio-política que garantizase la justa libertad del pueblo vasco. El prelado se negó a abandonar su sede como pretendía el Gobierno, amenazando con la posibilidad de lanzar una excomunión a quien utilizara la fuerza contra él. Como luego recordaría Tarancón, como presidente del Colegio Episcopal, "me paseé varios días con la excomunión de Franco en el bolsillo". En octubre de 1975, el obispo auxiliar de Madrid, monseñor Iniesta, tuvo que abandonar la capital tras publicar una homilía contra las cinco ejecuciones efectuadas en septiembre. El tercer frente de actuación lo constituye la aparición de numerosos sacerdotes comprometidos con su ministerio al lado de las capas más desfavorecidas. En los barrios obreros comenzaron a actuar sacerdotes que abrieron sus iglesias a las reuniones ilegales, a la vez que se hacían militantes activos de las organizaciones sindicales y políticas ilegales (Mariano Gamo, García Salve, el padre Llanos...). No es extraño que debido a esta creciente actitud de protesta del clero, en agosto de 1968, se inaugurase en Zamora una cárcel "concordataria" especial para clérigos. Por allí pasaría, a lo largo de ocho años, un centenar de presbíteros, en su mayoría guipuzcoanos y vizcaínos. No deja de ser una paradoja que la España "martillo de herejes y luz de la Cristiandad" tuviese en los años finales del Régimen más curas presos que en todas las cárceles de Europa, incluidas las de los países comunistas. Desde el Régimen existió una creciente incomprensión ante el distanciamiento de la Iglesia, como lo puso de manifiesto el propio Franco o Carrero, que se evidenció en la organización del clero integrista (Hermandad Sacerdotal de San Antonio Claret y San Juan de Ávila), en las acciones de los ultra, y en las condenas públicas a Tarancón y los curas rojos.
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En 1939, con la invasión de Polonia, dio comienzo uno de los episodios más estremecedores de la Historia de la Humanidad.El ascenso de los fascismos y su política expansiva, especialmente el alemán, produjo hondas convulsiones que llevaron a repetir, de forma aun más devastadora, la experiencia de la I Guerra Mundial, a pesar de los mecanismos preventivos que las naciones habían arbitrado a raíz de la finalización de ésta. La tibieza e indefinición del resto de naciones fue también determinante en el proceso de expansión de los fascismos. Nuevamente la guerra tiene un alcance mundial, pues la entrada de Japón, deseosa de expandirse en el Pacífico, empuja a su vez a Estados Unidos a intervenir para frenar el imperialismo nipón, que amenaza directamente a una de sus áreas de influencia. El totalitarismo y el racismo nazi producirán uno de los fenómenos más execrables de la Historia, el Holocausto judío, en el que millones de personas son desplazadas, confinadas en campos de concentración, obligadas a realizar trabajos forzados y finalmente exterminadas, en aras de la superioridad de la raza aria. Igualmente, la persecución alcanzará a todos aquellos que Hitler y sus partidarios consideren inferiores o potenciales enemigos. El episodio, junto con la guerra más devastadora nunca conocida, se instalará en la memoria colectiva de la práctica totalidad de la población mundial durante generaciones enteras.
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El final de la I Guerra Mundial fue vivido con optimismo por los vencedores, especialmente por Reino Unido, Francia y Estados Unidos. Son los felices años 20, un periodo de crecimiento económico y búsqueda del hedonismo que se prolongará hasta finales de la década. Pronto, sin embargo, el mundo despertará de su estado de ensoñación. El gran crack económico de 1929 sumirá a las economías mundiales en una profunda depresión y, por si fuera poco, las heridas de la guerra no han sido bien cerradas. Alemania fue castigada a pagar fuertes indemnizaciones y reparaciones de guerra, percibidas por la población como una deshonra. El caldo de cultivo propiciará el surgimiento de ideologías populistas, que hacen del nacionalismo su bandera. Así se hace con el poder Mussolini, en Italia, y más tarde Hitler, en Alemania. El ascenso de los fascismos italiano y alemán contó con una amplia base social, aprovechando el descontento de la población con la situación económica. En 1939 ya está claro que va a producirse un grave conflicto bélico. La primera parte de la guerra tiene lugar en Europa y se desarrolla con rapidez. En septiembre de ese año Alemania ocupa el oeste de Polonia, mientras que la Unión Soviética invade la parte oriental. Ambos países firman un pacto que permite a la URSS expandirse hacia el oeste y ocupar parte de Finlandia. La agresividad alemana provoca que Francia e Inglaterra le declaren la guerra. En 1940, Alemania invade Dinamarca y Noruega. En mayo caen Holanda y Bélgica, obligando a las tropas aliadas a reembarcar en Dunkerke con dirección a Inglaterra. En junio, los alemanes toman París y Francia queda dividida en dos: una zona ocupada y otra, la de Vichy, bajo el gobierno títere de Pétain. Entretanto, en el Atlántico y el Mediterráneo se enfrentan las marinas alemana y británica, al tiempo que Inglaterra es sometida a un constante acoso aéreo. En 1940 la guerra se extiende a los Balcanes. Italia lanza un ataque desde Albania sobre Grecia, y Alemania logra la adhesión de Hungría y Rumania, añadiéndose más tarde Eslovaquia, Bulgaria y Yugoslavia. También en 1940 la guerra se traslada a Africa. En junio de ese año Italia entra en el conflicto y lanza desde Libia un ataque sobre Egipto, provocando la contraofensiva inglesa. Alemania envía refuerzos a Libia al mando del general Rommel. Los tanques de Rommel, el Afrika Korps, ganarán la partida a los aliados hasta la gran batalla, que se producirá en El Alamein en 1942. Los efectivos de Rommel eran, el 1 de julio, dos Divisiones Panzer y la 90 Ligera, además de 9 italianas. Aunque en apariencia imponente, en realidad sólo disponía de 50 carros medios, 18.000 hombres y no más de 400 cañones. Las posiciones defensivas británicas comprendían una gran bolsa en El Alamein, más un buen número de tropas en Deir el Shein, Bab el Qattara y Naqb el Dweis. En total, los ingleses contaban con 40.000 hombres, 150 carros medios y unos 800 cañones, además de una aplastante superioridad aérea. El 23 de octubre de 1942, Montgomery lanzó un ataque contra el flanco izquierdo alemán, muy bien defendido por cientos de miles de minas. Los alemanes contestaron, pero fueron incapaces de rechazar a los atacantes. Rommel mandó entonces reforzar las zonas atacadas, lo que dejó expuestas otras áreas de su línea. Montgomery aprovechó la ocasión para lanzar otro ataque el 1 de noviembre. Rommel, corto de provisiones, comenzó a retirarse. Había perdido la batalla. Tras caer en El Alamein, los alemanes en retirada fueron perseguidos por los británicos a lo largo de la costa. El 7 y 8 de noviembre, el desembarco angloamericano en Marruecos y Argelia supuso la pérdida definitiva de Africa para las potencias del Eje. Entretanto se luchaba también en otros frentes. En Asia, la expansión japonesa le había hecho enfrentarse a China. El ataque sorpresa sobre la base americana de Pearl Harbor es el primer paso para conquistar las Filipinas, las Indias Holandesas, Hong Kong, Singapur y Birmania. En respuesta, Estados Unidos y Gran Bretaña le declaran la guerra, contestando el poder japonés desde Australia, Midway y las Hawaii. El 22 de junio de 1941 Alemania ataca a la Unión Soviética sin declaración previa de guerra. La ofensiva alemana, conocida como Operación Barbarroja, se produce a lo largo de tres frentes, contando con la ayuda de Hungría y Rumanía. En octubre de ese año los alemanes amenazan Moscú, que será sitiada. En marzo de 1942 Alemania ha ocupado buena parte del territorio soviético, y su objetivo principal será la conquista de los campos petrolíferos del Cáucaso y de la ciudad industrial de Stalingrado. Stalingrado fue rodeada por las tropas del 6? Ejército de von Paulus y los blindados del 4? Panzer, en total 11 divisiones, 3 de ellas Panzer. Los rusos disponían únicamente de tres divisiones de infantería y dos brigadas de carros, encuadradas en los Ejércitos 62 y 64. Sólo el mantenimiento de la orilla oriental del Volga aseguraba una precaria línea de suministros y refuerzos. El ataque alemán se inició con los intensos bombardeos de la artillería y la Luftwaffe. La ofensiva, aunque inicialmente exitosa, pronto chocó con la férrea resistencia soviética, en la que los T-34 enterrados demostraron su eficacia utilizados como piezas contracarro. El empuje alemán avanza a duras penas, dificultado por la artillería rusa situada en la otra orilla del Volga. El 18 de noviembre, prácticamente toda la ciudad está en manos alemanas. Con los defensores al borde de su resistencia, a primeros de noviembre de 1942, el Stavka, Alto Mando soviético, lanza una gran operación a lo largo de un frente de 400 km para liberar Stalingrado y cercar al 6? Ejército alemán. A los cinco días de ofensiva se cierra la tenaza y 330.000 soldados alemanes son rodeados. En enero de 1943 se produce la rendición. 1943 será el año de inflexión en la guerra. En el verano, los aliados conquistan Sicilia y cae el régimen de Mussolini. En octubre los aliados ya han tomado Nápoles y, en enero de 1944, las tropas americanas desembarcan cerca de Anzio. La resistencia alemana en Monte Cassino no evita, sin embargo, la ocupación de Roma. En 1944 las victorias ya caen claramente del bando aliado. Los soviéticos resisten y empiezan a empujar en dirección a Berlín, mientras los aliados prosiguen su avance en Italia y liberan los Balcanes. Tras el infierno de Stalingrado, el frente ruso se convierte para Alemania en una pesadilla, con el Ejército Rojo empujando hacia Berlín. En julio fracasa la última ofensiva alemana en Kursk. En septiembre, los rusos han alcanzado ya Varsovia. Para completar el cerco sobre Alemania los aliados deciden desembarcar en Francia. El lugar elegido es Normandía. El peso del desembarco recayó en la Fuerza G, quien asaltó la playa conocida en clave como Gold. En la zona, las fortificaciones alemanas estaban bien defendidas, pero los británicos avanzaron fácilmente por su izquierda. En menos de una hora, los atacantes habían penetrado 2 kilómetros tierra adentro, desarticulando las defensas alemanas y ocupando, en el oeste, la localidad de Arromanches. A primeras horas de la tarde se habían alcanzado ya los 16 km. En la playa llamada Juno por los aliados, la Fuerza J canadiense desembarcó a ambas orillas del río Seulles. La llegada de refuerzos permitió a los canadienses cruzar de un tirón la playa al este del río. Por la tarde, los canadienses se dirigían ya, por su derecha, hacia las carreteras de Bayeux a Caen y, por la izquierda, de Courselles a Caen. En la playa Sword, la Fuerza S avanzaba poco y mal, sufriendo numerosas bajas. Finalmente, los asaltantes tomaron la colina de Périers y lanzaron sus carros hacia los vacíos en las líneas enemigas, sin hallar oposición. Tras el desembarco, las fuerzas angloamericanas se expandieron por el centro de Francia y Bélgica, liberando París. El 15 de agosto un desembarco en el sur, libera Tolón y Marsella. En diciembre los alemanes contraatacan en Las Ardenas para ocupar Amberes, pero fracasarán. Entretanto, en el Pacífico las cosas tampoco van mejor para los japoneses. Mac Arthur gana terreno en las Salomón y Nueva Guinea. La derrota nipona en Midway y el desembarco americano en Guadalcanal marcan el comienzo de la ofensiva americana. En 1944 se ocupan los archipiélagos de las Gilbert, las Marshall y las Marianas. El cerco sobre Japón comienza a estrecharse. A principios de 1945, ya estaba claro que Alemania tenía perdida la guerra. Acosada tanto desde el este como por el oeste, las derrotas del III Reich en Alemania y del fascismo de Mussolini en Italia serán sólo cuestión de meses. En enero comienza el avance del Ejército Rojo, mientras que los angloamericanos avanzan por el oeste en dirección al corazón de Alemania. En abril de 1945 las fuerzas alemanas en Italia capitularán y Mussolini será fusilado. El día 30 de ese mes Hitler se suicida y, el 4 de mayo, Alemania capitula. Vencida Alemania, la derrota de un Japón cercado es sólo cuestión de tiempo. Conquistadas Filipinas y Birmania, en febrero de 1945 se produce el desembarco de Iwo Jima. El acoso americano se complementa con el bombardeo de ciudades niponas. El 6 de agosto EEUU lanza la primera bomba atómica, sobre Hiroshima, que produce más de 100.000 muertos, a la que sigue una segunda sobre Nagasaki. Por primera vez en la Historia, el 15 de agosto de 1945, los japoneses escucharon la voz del emperador: Hiro Hito anunciaba la rendición por radio Tokio. El 2 de septiembre, a bordo del acorazado Missouri, Mac Arthur aceptaba la rendición formal de Japón. La Segunda Guerra Mundial, uno de los capítulos más sangrientos de la historia de la Humanidad, había concluido.
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<p>El ascenso de los totalitarismos en el eje formado por Alemania, Italia y Japón llevará a estos países a emprender agresivas políticas de expansión militar. Enfrente, caída Francia, se encontrarán aliados el Reino Unido, la Unión Soviética y los Estados Unidos. </p><p> </p><p>ÉPOCA </p><p>1.La II Guerra Mundial.</p><p>La guerra en Europa: 1939-40. </p><p>Estrategias y balances previos.</p><p>Primeros éxitos de la Blitzkrieg. </p><p>La derrota de Francia. </p><p>Gran Bretaña permanece en combate.</p><p>La guerra se hace mundial: 1940-41. </p><p>Guerra en los Balcanes y África. </p><p>Operación Barbarroja.</p><p>Japón y EEUU entran en la guerra. </p><p>Hacia el equilibrio. </p><p>La guerra en el mar.</p><p>La vida en guerra.</p><p>Viejos y nuevos procedimientos bélicos.</p><p>Las retaguardias. </p><p>El nuevo orden y la resistencia. </p><p>El esfuerzo económico y de producción. </p><p>El Holocausto.</p><p>Cultura y religión en tiempos bélicos.</p><p>La victoria cambia de campo: 1942-43. </p><p>Torch y Túnez.</p><p>Verano de 1943: la caída del fascismo. </p><p>Verano de 1944: Overlord. </p><p>Las dos coaliciones: coincidencias y problemas.</p><p>La victoria aliada: 1944-45. </p><p>El asalto a Alemania. </p><p>De Leyte al Missouri.</p><p>Costes y consecuencias de la guerra. </p><p>Nuevo orden mundial y memoria de la guerra. </p><p> </p><p>BATALLAS </p><p>1.Las infanterías en 1939. </p><p>2.Las fuerzas acorazadas en 1939. </p><p>3.Las aviaciones en 1939. </p><p>4.Las marinas en 1939. </p><p>5.Batalla de Stalingrado. </p><p>6.El potencial japonés. </p><p>7.El potencial norteamericano. </p><p>8.El ataque a Pearl Harbor. </p><p>9.Operación Citadelle. </p><p>10.Operación Overlord. </p><p>11.!Devolvedlos al mar!. </p><p>12.Operación "Market Garden". </p><p>13.El puente maldito. </p><p>14.Los rusos, en Berlín. </p><p>15.La batalla de Midway. </p><p>16.La bomba atómica.</p>
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Galería de imágenes de la época. Soldados de la Wehrmacht arrancan las barreras fronterizas con Polonia. Soldados soviéticos colocan la bandera de la URSS sobre el Reichstag. Hiroshima arrasada por la bomba atómica. Cementerio de soldados frente a las playas de Normandía. Göring, Ribbentrop y Keitel en el proceso de Nuremberg. Soldados alemanes en el desierto con ametralladora MG42. Prisioneros del campo de concentración de Buchenwald. Soldados alemanes equipados con una MP 40 refugiados en un cráter en Stalingrado. Un prisionero yace asesinado en Mauthausen. Un oficial de un submarino norteamericano observando por el periscopio. Paracaidistas del Primer Ejército Aerotransportado aliado caen sobre Holanda. Ataque de un kamikaze. Veterano de guerra norteamericano. Efectos de los bombardeos alemanes sobre Londres.