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Gran parte de las tropas de Aníbal que cruzaron los Pirineos para dirigirse a Italia estaban compuestas por hispanos. Para evitar defecciones, otro gran contingente de hispanos fue enviado a reforzar el ejército de Africa mientras llegaban a la Península Ibérica abundantes tropas africanas. La defensa cartaginesa de Hispania dependía de dos grandes ejércitos: uno de cerca de 15.000 hombres, mandado por Asdrúbal, defendía los territorios del sur del Ebro, mientras Hanón con un ejército de unos 10.000 infantes y 1.000 jinetes defendía los territorios del norte del Ebro. Ambos disponían de un gran contingente de naves que reforzaban la defensa costera. He aquí un breve relato de los acontecimientos: el 218 a. C., Cneo y Publio Escipión se dirigen a Hispania y se enteran en Marsella de que Aníbal ha realizado la gran proeza de atravesar los Alpes y que comienza a operar en Italia. La ciudad griega de Ampurias, tradicional aliada de Roma, recibe a las primeras tropas romanas. El mismo 218 a.C. tienen lugar ya los primeros enfrentamientos entre romanos y cartagineses con marcados fracasos militares de éstos cerca de Cesse (Tarragona). Los romanos consiguen apoyos y alianzas entre los pueblos del norte del Ebro. Tras un nuevo fracaso cartaginés en la batalla naval de la desembocadura del Ebro el 217 a.C., el ejército romano avanza con rapidez hacia el Sur. El 216 a.C. se cubre con nuevos éxitos militares de las tropas romanas en Dertosa (Tortosa) y, ya en el norte del Guadalquivir, junto a Iliturgi (Mengíbar, provincia de Jaén). Sin duda, el ejército romano se dirigió desde Levante al valle del Guadalquivir sin intentar controlar Cartagena y tal vez tampoco Elche. Entre los años 214-211 a.C., los relatos militares reflejan enfrentamientos en Mundo (cerca de Montilla), en Aurungis (¿Aurgi?, Jaén), cerca de Urso (Osuna) y cerca de Castulo (próximo a Linares, Jaén). Parece, pues, que se lucha con resultados desiguales por el control del alto y medio Guadalquivir. En el 211 caen los dos Escipiones en una emboscada cerca de Linares y los restos del ejército romano vencido tienen que retroceder hasta los Pirineos: de nuevo los cartagineses eran los dueños indiscutibles de Hispania.
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La República fue proclamada en Francia el 4 de septiembre de 1870. Sin embargo, no se dotará a sí misma de leyes constitucionales hasta 1875, y los republicanos no controlarán plenamente el poder hasta 1879. Fueron, por tanto, casi diez años de lucha por la existencia y formación de las nuevas instituciones. El bonapartismo, como partido de la victoria -ha indicado F. Furet-, "era particularmente vulnerable a la derrota" y no sobrevivió a Sedán. Se formó un gobierno de defensa nacional, que trató de continuar la guerra contra los prusianos, con el norte del país invadido y París sitiado desde el 19 de septiembre. Léon Gambetta, un republicano que se había destacado por su oposición democrática al Segundo Imperio, era el hombre fuerte del Gobierno al ocupar las carteras de Guerra e Interior. Era partidario de continuar la guerra y de establecer una "dictadura republicana", porque temía que si se celebraban elecciones el triunfo sería para bonapartistas y monárquicos. Se impuso, no obstante, la opinión contraria, defendida por republicanos moderados, como Adolphe Thiers. El armisticio se firmó en enero de 1871 y al mes siguiente se celebraron elecciones para una Asamblea Nacional que se reunió en Burdeos. Tal como había previsto Gambetta, dos tercios de los miembros de la Asamblea resultaron ser monárquicos. Estaban, sin embargo, divididos en dos bandos, que defendían a cada una de las ramas de la dinastía Borbón en Francia: legitimistas -partidarios del conde de Chambord, nieto de Carlos X- y orleanistas -en favor de la candidatura del conde de París, nieto de Luis Felipe de Orleans-. A pesar de la mayoría realista, la presidencia del "Poder Ejecutivo de la República" fue para Thiers, quien había recibido una especie de plebiscito nacional al ser elegido por 27 departamentos, y que veía así culminar una larga carrera política iniciada como periodista liberal en la Restauración. Por el llamado "Pacto de Burdeos", Thiers se comprometió a dedicarse exclusivamente a la reconstrucción del país, sin interferir en la resolución de otras cuestiones, como la definición del régimen político. En París un movimiento insurreccional de carácter popular proclamó la "Commune" el 28 de marzo de 1871. La causa inmediata fue la negativa de la Guardia Nacional de la ciudad a dejarse desarmar, como pretendía Thiers. Para quienes habían defendido la ciudad, y padecido el hambre durante su asedio, ser desarmado significaba la culminación de la derrota mediante la capitulación ante una Asamblea, elegida por sufragio universal, sí, pero que percibían como expresión exclusiva de las provincias y del campo atrasados, una Asamblea reaccionaria que sólo representaba el interés de los ricos, y la traición a la Patria por negociar una paz deshonrosa. El movimiento comunero parisino es de gran complejidad ya que en él participan republicanos y socialistas de diversas tendencias: viejos jacobinos del 48, blanquistas, proudhonianos, bakuninistas y marxistas. En su actuación se han distinguido dos vertientes fundamentalmente: una proudhoniana, democrática y socialista, que se manifiesta en el establecimiento de una moratoria en el pago de los alquileres, el propósito de establecer una enseñanza laica, gratuita y obligatoria, y de organizar la vida económica sobre la asociación de productores, hombres y mujeres -porque ahora surge, por primera vez, la idea de la igualdad de la mujer-; y otra vertiente jacobina, que retoma la tradición del Comité de Salud Pública: la dictadura, la ley de rehenes, la persecución de los sacerdotes y las ejecuciones sumarias. La Comuna fue aplastada de forma brutal, entre el 21 y el 27 de mayo, por un ejército al que se unieron 60.000 soldados franceses que Bismarck había dejado en libertad, una vez alcanzado el acuerdo de Frankfurt. Fue una nueva representación, más sangrienta todavía, de las jornadas de junio de 1848. Después de las reformas de Haussmann, los barrios parisinos favorables a la construcción de barricadas habían desaparecido. E. Zola escribió: "La matanza ha sido atroz. Nuestros soldados... han paseado por las calles una justicia implacable. Todo hombre tomado con las armas en la mano ha sido fusilado (..) Después de seis días, París no es más que un gran cementerio". Se calcula que 25.000 parisinos murieron en las calles, 40.000 fueron arrestados, de los que 10.000 fueron declarados culpables, 5.000 deportados a Nueva Caledonia, 93 condenados a muerte y 23 ejecutados. "¿Qué excusa esta ferocidad - ha escrito F. Furet- sino una gran causa, por una parte, y un peligro inmenso, por la otra?" Así los Communards y los Versaillais representaron, por última vez en Francia, los papeles de la regeneración revolucionaria y contrarrevolucionaria de la sociedad". El recuerdo y la mitología de la Comuna pasarían a formar parte importante de la cultura y la conciencia obreras, al mismo tiempo que perpetuarían el miedo a la revolución social entre los propietarios franceses. La consolidación de la República en estos primeros años fue consecuencia tanto del éxito de Thiers en su gestión, como de la división de los monárquicos. El presidente, que había declarado "la República será conservadora o no existirá", llevó a cabo las tareas fundamentales de hacer la paz, liberar el país, organizar el ejército y establecer el orden -aunque la represión de la Comuna habría de suponer una pesada hipoteca para la República, de cara a su aceptación por el movimiento obrero-. Pero todo esto no habría hecho más que preparar el camino para la restauración de los Borbones, si no hubiera sido por la división de los monárquicos y la conducta seguida por el conde de Chambord. No parecía imposible que se llegara al acuerdo de que Chambord -que tenía cincuenta y un años, en 1871, y no tenía hijos- ocupara primero el trono y fuera sucedido a su muerte por el conde de París, que en la misma fecha contaba treinta y tres años. Sin embargo, este acuerdo no se produjo. Por otra parte, el duque de Chambord, que había pasado la mayor parte de su vida en el exilio, en Austria, se negó a renunciar a la bandera blanca -la bandera de Enrique IV, según él, aunque de hecho sólo se había utilizado de forma regular como bandera real desde 1815-. La negativa a aceptar la tricolor significaba algo mucho más importante: el rechazo de la Monarquía parlamentaria. El que podría haber sido Enrique V no hablaba de Monarquía absoluta, pero sí de Monarquía "tradicional, tutelar o templada". Pero esto era algo que, en la Francia de la época, ni siquiera los diputados monárquicos estaban dispuestos a aceptar. Thiers diría que el conde de Chambord era el "fundador de la República en Francia. La posterioridad le bautizará como el Washington francés". Establecido el orden y descartada, al menos temporalmente, la solución monárquica, el principal objetivo de la Asamblea fue la aprobación de las leyes fundamentales. Esto se hizo en 1875, no mediante un texto constitucional sistemático y estructurado, sino por medio de una serie de leyes relativas a la Presidencia, el Senado y la Cámara de Diputados. Una fórmula que los monárquicos juzgaron adecuada para poder introducir con facilidad las variaciones necesarias, cuando fuera posible la restauración. El resultado fue una República parlamentaria y bicameral, no presidencialista. El presidente de la República -de acuerdo con la enmienda Wallon- habría de ser elegido por mayoría absoluta de la Cámara de Diputados y el Senado, reunidos como Asamblea Nacional. El miedo a la emergencia de un nuevo Bonaparte llevó a esta solución, en lugar del voto popular directo, que no sería practicado de nuevo en Francia, en las elecciones presidenciales, hasta 1962. A pesar de todo, los poderes del presidente no eran despreciables: con la aprobación del Senado, podía disolver la Cámara de Diputados -cosa que ningún presidente intentó después de que lo hiciera Mac-Mahon el 16 de mayo de 1877-; sobre él recaía la dirección de la política exterior; y, lo más importante de todo, elegía al presidente del Consejo de Ministros. La pieza fundamental del sistema político de la III República fue el Parlamento, en especial la Cámara de Diputados. Ésta era elegida por sufragio universal masculino directo, para un plazo de cuatro años. A partir de 1875, la elección se llevó a cabo en distritos uninominales -excepto durante el período 1885-1889, en el que la unidad electoral fue el departamento, donde por un procedimiento de listas abiertas se elegía un número de diputados proporcional a su población-. El sistema predominante dio como resultado una gran continuidad entre los diputados: dos tercios de los diputados entre 1870 y 1940, lo fueron por un período medio de catorce años. Los diputados tenían la posibilidad de interpelar a los ministros y de proponer votos de censura. Esto, unido a la generalizada falta de disciplina de voto entre los diputados, dio como resultado una gran inestabilidad ministerial: entre 1870 y 1940 hubo 108 ministerios, lo cual da una media de un ministerio cada ocho meses. No obstante, esta estadística resulta engañosa en el sentido de que, muchas veces, los cambios afectaban exclusivamente a algunas carteras, permaneciendo invariables los ministros más importantes. El Senado, por último, tenía los mismos poderes que la Cámara de Diputados, aunque su importancia política fue menor. Era elegido de forma indirecta, por colegios electorales formados por alcaldes y concejales de los departamentos y asambleas regionales. Los senadores eran elegidos por un plazo de nueve años, renovándose un tercio cada tres años. Inicialmente un cuarto de los senadores fue elegido con carácter vitalicio; a partir de 1884, esta figura desapareció, aunque se respetó el derecho de los ya existentes. Como ha escrito M. Agulhon, "si en 1830, Luis Felipe había sido calificado de rey rodeado de instituciones republicanas, de la misma forma, se podría decir que en 1875, se poseía una República rodeada de instituciones monárquicas, con una presidencia de mandato prolongado y una Cámara alta oligárquica, el Senado". La legalidad constitucional fue fruto del compromiso entre los orleanistas -monárquicos liberales- y los republicanos. Aquéllos se desmarcaron del ambiente clerical y reaccionario, de la política del "orden moral", que predominó en el gobierno después de que Thiers, obligado a dimitir por la Asamblea, fuera sustituido por el mariscal Mac-Mahon, en mayo de 1873. Los legitimistas soñaban no sólo con la Restauración monárquica, sino con el restablecimiento del poder temporal del Papa. Entre los republicanos, se ha destacado el papel fundamental desempeñado por Gambetta quien, al mes siguiente de la caída de la Comuna, moderó su discurso, convirtiéndose en el principal defensor de una República conservadora. Los orleanistas cedieron en lo relativo al sufragio universal y los republicanos en la existencia del Senado. A pesar de la oposición del presidente Mac-Mahon, y de sus sucesivos gobiernos, los republicanos fueron ganando posiciones durante el período comprendido entre 1875 y 1879. Vencieron en las elecciones de 1876 y, después de que Mac-Mahon disolviera la Cámara -acto que los republicanos consideraron un golpe de Estado- en las elecciones que se celebraron en octubre de 1877, a pesar de toda la presión ejercida por el gobierno, que llegó a comparar estos comicios con los de Segundo Imperio. Triunfaron también de forma rotunda en las elecciones municipales de 1878, lo que supuso que en la renovación del Senado del año siguiente consiguieran la mayoría de la Cámara alta. Esto fue definitivo para forzar la dimisión de Mac-Mahon y la elección de un viejo republicano, Jules Grevy, como presidente de la República. Por fin la República era de los republicanos. Las instituciones de gobierno fueron trasladadas de Versalles a París. Al año siguiente, los condenados de la Comuna fueron indultados. Desde entonces hasta final de siglo, la responsabilidad del gobierno recayó principalmente en los llamados "oportunistas", un grupo de centro, entre los republicanos más moderados -los que recibieron la herencia de Thiers, llamados de "centro izquierda"-, y los "radicales", a la izquierda -entre quienes destaca Georges Clemenceau-. Los oportunistas, a su vez, estaban divididos en dos grandes grupos: Izquierda Republicana, de Jules Ferry, y Unión Republicana, de Leon Gambetta. Aunque cada uno de los partidos republicanos tenía una significación especial, los límites entre ellos eran relativamente imprecisos. Mantuvieron luchas y enfrentamientos, tanto en las elecciones como en el Parlamento, pero todos formaron un frente común con relación a la derecha, a quien consideraban desprovista de legitimidad republicana desde el "golpe de Estado" de 16 de mayo de 1877, y a la que excluyeron de toda participación. Un gobierno, por ejemplo, debía contar no sólo con la mayoría de la Cámara, sino con una mayoría de republicanos. Una posición relativamente semejante, de marginalidad respeto a las instituciones, fue la del movimiento obrero; al rechazo del orden burgués se sumaba en ellos el recuerdo de la represión de la Comuna. Como indica M. Reberioux, cuando en 1890 J. Jaurès afirmó que en Francia no había más que un gran partido republicano, quería expresar la idea de que "el socialismo no era más que la República potenciada al máximo mediante la acción decidida del movimiento obrero, pero a un socialista francés nunca le será posible apartar completamente la Comuna, la hipótesis revolucionaria, del horizonte". La existencia permanente de estos grupos organizados a derecha e izquierda, contrarios a la República -bien como estructura política o económica-, minoritarios pero con un efectivo arraigo social, con órganos de difusión y voz en el Parlamento, añadió dramatismo a la vida política, y un punto de incertidumbre en los momentos de graves crisis políticas. A partir de 1893, sin embargo, significativos grupos de la derecha y la izquierda se integraron decididamente en el sistema. Especialmente indicativo de la política desarrollada por los "oportunistas", a comienzos de los años ochenta, fue el establecimiento de la enseñanza primaria hasta los trece años- gratuita, obligatoria y laica-; y un conjunto de medidas anticlericales, como la disolución de los jesuitas y de otras órdenes religiosas -a cuyos miembros se prohibió enseñar en las escuelas estatales-, la abolición de los capellanes en las fuerzas armadas, y la expulsión de las monjas de los hospitales. En aquellos años también se inició la gran expansión colonial francesa. Frente a los "oportunistas", los "radicales" eran muy críticos con la Constitución de 1875, que se proponían reformar, suprimiendo el Senado y dando mayores poderes al Parlamento. Todavía más anticlericales, pedían la total exclusión de la enseñanza de las congregaciones religiosas y la separación absoluta entre la Iglesia y el Estado, en contra del concordato vigente. Igualmente se oponían a la expansión colonialista, que consideraban una distracción del principal problema que tenía Francia en política exterior, la revancha contra Alemania. Algunas medidas adoptadas por los "oportunistas", que profundizaron el sentido democrático de las instituciones -como la supresión de los senadores vitalicios, la vuelta a la legislación electoral propiamente republicana del "escrutinio de lista", entre 1885 y 1889, y el que todos los alcaldes, excepto el de París, fueran elegidos y no nombrados- fueron consecuencia de la presión radical. La muerte del conde Chambord, en 1883, hizo posible la "Unión de la Derecha", dirigida por un antiguo bonapartista, el baron de Mackau, que comenzó a adoptar el término "conservador", en lugar de "realista", aunque siguieran siendo antirrepublicanos. Los bonapartistas se dividieron después de la muerte del príncipe imperial en 1879. El fenómeno más importante que tuvo lugar dentro de la derecha, ya en los años noventa, fue el "Ralliement", la aproximación a la República de algunos católicos que, siguiendo las orientaciones del Papa León XIII, consideraron que lo fundamental no eran las formas de gobierno, sino la cristianización de la sociedad y, concretamente en Francia, la rectificación de la legislación anticlerical. Albert de Mun es el más conocido de ellos. Con su integración en la República, acabaron, al menos por un tiempo, con la identificación absoluta entre ésta y la izquierda. Los "oportunistas", sin embargo, no aceptaron su colaboración y prefirieron pactar con los radicales. El socialismo francés, por otra parte, presenta unas características peculiares, opuestas a las del alemán, de la misma época. En lugar de un único partido, que recibe el apoyo de todo el movimiento sindical, con un programa oficial de carácter marxista (a partir de 1891), como en Alemania, el socialismo en Francia está dividido en varios partidos -entre ellos los de Jules Guesde, Paul Brousse y Jean Allemane- para los que la acción política democrática no es siempre el camino a seguir, en lugar de la acción revolucionaria o la huelga general. A partir de 1893 contará con unos 50 diputados en la Cámara centre ellos, Jean Jaurès y Alexandre Millerand, -elegidos originalmente como radicales por Carmeaux y París, respectivamente- que, en ocasiones, apoyarán a los radicales contra las medidas autoritarias del gobierno. Un fenómeno semejante al del reformismo en Alemania, lo protagonizó en Francia A. Millerand quien, a fines de siglo, no sólo propuso un programa en el que defendía el acceso al poder mediante el sufragio universal, la transformación gradual de la propiedad privada en social y un equilibrio entre el compromiso internacionalista y el patriotismo, sino que participó como ministro en el gobierno de Waldeck-Rousseau de 1899. En la historia de la primera etapa de la III República destacan dos episodios: el protagonizado por el general Boulanger y el affaire Dreyfus. Boulanger había accedido al ministerio de la Guerra después de las elecciones de 1885 que, en medio de una grave crisis económica, supusieron un importante avance radical. El general había luchado en la guerra franco-prusiana, donde fue herido, por lo que no participó en la represión de la Comuna. A comienzos de los años ochenta, había expresado rotundas opiniones radicales que le valieron el apoyo de Clemenceau. Desde el ministerio, Boulanger llevó a cabo una republicanización del Ejército: cuatro príncipes orleanistas fueron relevados de sus mandos y las guarniciones monárquicas fueron trasladadas a ciudades republicanas. Además elaboró un proyecto de reforma militar -que habría de ser aprobado en 1889- por el que los años de servicio militar obligatorio quedaban reducidos de cinco a tres, pero en el que se suprimían las exenciones de que gozaban los seminaristas y las clases altas. Lo más importante, sin embargo, fueron las declaraciones belicistas del ministro, favorable a la guerra de revancha contra Alemania. Dado que Bismarck se lo tomó en serio, y que la amenaza de una guerra "preventiva" por parte alemana era real, Boulanger, igual que los demás ministros radicales, fue desalojado del gobierno por los republicanos moderados, en mayo de 1887, y mandado a provincias. El "general revancha", que había adquirido una extraordinaria popularidad, aunque oficialmente radical, se había aproximado secretamente a los monárquicos, prometiéndoles dar un golpe de Estado para restaurar la dinastía. El gobierno le obligó a abandonar el Ejército, lo que Boulanger aprovechó para presentarse como candidato en diversas elecciones parciales, en las que, ayudado por la nueva ley electoral, de escrutinio de lista departamental, obtuvo el triunfo por mayorías aplastantes; entre los departamentos que le eligieron estaban los de Nord y Seine, los más poblados e industrializados de Francia. Boulanger contaba no sólo con el apoyo de los monárquicos, bonapartistas, la Iglesia y el Ejército, sino también con el de muchos trabajadores y parados que expresaron de esta forma su rechazo a una República conservadora sacudida, además, en las mismas fechas, por un escándalo de corrupción que obligó al presidente Grevy a dimitir, al descubrirse que su yerno había organizado una agencia para vender las distinciones presidenciales. Boulanger, sin embargo, no se decidió a actuar, dando tiempo al gobierno a que sí lo hiciera. La radical "Liga de los Patriotas", que había organizado el apoyo popular al boulangismo fue disuelta, y sus líderes perseguidos. El mismo general, acusado de traición, huyó a Bruselas en 1889, donde se suicidó dos años después. La ley electoral fue cambiada, volviéndose a los distritos uninominales. En las elecciones de 1889, monárquicos, bonapartistas y boulangistas obtuvieron 210 escaños frente a los 366 de los republicanos. Al contrario que el episodio del general Boulanger, que no tuvo consecuencias políticas importantes, el affaire Dreyfus supondrá la sustitución de los oportunistas por los radicales al frente de la República. En líneas muy generales, la sucesión cronológica de los acontecimientos fue la siguiente: en 1894, el capitán Alfred Dreyfus, un judío alsaciano, fue juzgado y considerado culpable de un delito de espionaje en favor de Alemania, por lo que fue degradado y condenado a cadena perpetua en la isla del Diablo. En 1896, el teniente coronel Georges Picquart, alsaciano pero no judío, que se acababa de hacer cargo del servicio de inteligencia militar, descubre pruebas que culpan al comandante Esterhazy en lugar de a Dreyfus; lo pone en conocimiento de sus superiores que le apartan del servicio y le envían a Túnez. A lo largo de 1897, el asunto va adquiriendo relevancia en la prensa y la opinión. En enero de 1898, se celebra el juicio contra el comandante Esterhazy en el que resulta absuelto. Este hecho es lo que provoca la intervención del novelista Emile Zola, con una carta, "J´accuse", dirigida al presidente de la República, en el periódico dirigido por Clemenceau "L´Aurore", el 13 de enero de 1898. Al día siguiente, se publica un Manifiesto de los Intelectuales, y en febrero se funda la Liga de los Derechos del Hombre, favorables a Dreyfus. En mayo se celebran elecciones legislativas en un ambiente fuertemente influido por el asunto. En julio, el general Cavaignac, ministro de la Guerra, declara que tiene la prueba irrefutable de la culpabilidad de Dreyfus, pero se demuestra que esta prueba es una falsificación hecha por el coronel Henry, que lo reconoce y se suicida en prisión. En febrero de 1899, el presidente Faure muere y es sustituido por Emile Loubet, favorable a la revisión del caso. En junio se forma un nuevo gobierno de defensa republicana presidido por René Waldeck-Rousseau, del que forma parte el socialista Millerand. En agosto comienza un nuevo juicio contra Dreyfus, que vuelve a ser declarado culpable, aunque con circunstancias atenuantes, y condenado a diez años de prisión. Días más tarde, el presidente indulta a Dreyfus. Hasta 1906 no fue declarada la inocencia de Dreyfus en un nuevo juicio. Además de por sus consecuencias políticas, el affaire merece recordarse por lo revelador que resulta de dos actitudes políticas fundamentales existentes en la Francia de la época: la izquierda republicana y la derecha nacionalista. Como ha escrito M. Agulhon, "el razonamiento de los dreyfusistas implica que la justicia, la escala de valores reconocida, como buena por la moral universal (..) tiene algo que ver con la política (..). Si se les dice (..) que este tumulto compromete a Francia, ellos responderán (..) que Francia merece ser amada precisamente porque (y en la, medida en que) proclama el derecho y da ejemplo de derecho". Los "antidreyfusistas", por el contrario, bien por nacionalismo o por antisemitismo, afirmarán que "Francia, por su seguridad, necesita estar por encima de la duda: si se cuestiona la justicia militar y el ejército, arca santa de la Patria, se debilita la cohesión nacional frente al extranjero. Pero ¿la justicia? Objeción no admisible; no tiene nada que hacer aquí: están la patria, el Estado y, en política, la razón de Estado".
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La miniatura recorre un camino paralelo, pero diferente. Nunca en Flandes se habían iluminado tantos libros como ahora. Probablemente, en ningún lugar de Europa había sucedido lo propio. Sin embargo, una nueva situación se ha creado desde que pinta Van Eyck. No son los miniaturistas los que marcan los puntos más altos, ni las novedades de lenguaje, sino los pintores sobre tabla. Como siempre, muchos dominan ambos soportes y técnicas. Van Eyck parece haber trabajado en las "Horas de Turín". A Van der Weyden se atribuye el frontispicio de un ejemplar de las "Crónicas de Hainaut" de la Biblioteca Real de Bruselas. Se rastrea la contribución de Gerardo David en dos "Libros de Horas". El miniaturista anónimo bautizado con el nombre de Maestro de María de Borgoña está muy próximo a Van der Goes y Justo de Gante. En definitiva, que la ósmosis entre ambos campos se mantiene, pero el predominio corresponde a la pintura sobre tabla. Numerosos talleres se abren y trabajan intensamente en proyectos diversos. Algunos son de gran empeño y resultado de encargos de altos personajes, por tanto de temas muy cambiantes. Es el caso del Girard de Rousillon de la Biblioteca Nacional de Viena, directamente debido a la voluntad de Felipe el Bueno, duque de Borgoña, que con la resurrección de un texto antiguo ponía sobre la mesa un asunto de cariz político que protagonizara un supuesto antecesor suyo y que tenía relaciones con la situación que vivían entonces Francia y Borgoña. Los artistas se esmeraron en un gran manuscrito de lujo, aunque la miniatura de presentación se hizo sobre un modelo que parece provenir del taller de Weyden.Pero lo que caracteriza la producción flamenca es el inmenso número de "Libros de Horas" que se realiza, en la mayor parte de las ocasiones, en una producción que se pone a la venta después de terminado. Esto es, un nuevo sistema de relación cliente-artista, en el que éste dispone de un remanente de piezas que pone a la venta y es adquirido por el cliente satisfecho, que se limita a añadir sus armas en algún lugar dejado en blanco a ese efecto por el artista. Esto redunda en pérdida de calidad general, aunque el buen oficio que también poseen los miniaturistas atempera la degradación relativa. No hay duda que en algunos casos esa situación es más evidente, como en las "Horas del taller de Vrelant" (ese nombre se pone a un número de manuscritos que deben proceder de otros talleres afines).Pero también son normales los talleres donde el nivel es más alto y alternan los trabajos encargados con los más comunes. Tal vez el más destacado miniaturista es el llamado Maestro de María de Borgoña, por un "Libro de Horas" que a ella perteneció (Biblioteca Nacional, Viena), activo en el último cuarto del siglo XV. Su sistema de decoración marginal que alcanza a buena parte del folio miniado, con motivos florales, animales u objetos situados como despegados sobre un fondo en el que se marca su sombra, tuvo un eco que no desaparece hasta que lo hace la miniatura. Pero también es capaz de crear obras conceptuales de gran complejidad, como la que inicia el mismo manuscrito, donde María de Borgoña está dos veces, dentro y fuera del cuadro. Gerard Horenbout es otro de los artistas más notables, así como el taller de los Bening, donde Alexander presenta perfiles aún poco definidos, pero su hijo Simón nos introduce ya en el Renacimiento. Todos estos últimos miniaturistas colaboran en la gran empresa del "Breviario Grimani" (Biblioteca Marciana, Venecia), canto de cisne del libro iluminado flamenco.Toda Europa, salvo Italia por otros motivos, se hace eco del cambio que arrincona la elegancia del internacional cortesano. Recepción y originalidad son distintas, según los lugares. En Francia, la tradición propia es muy fuerte, pero los contactos continuos a través de Borgoña y las zonas nórdicas, con lo flamenco, permiten una permeabilidad que es compatible con una personalidad propia. En Alemania se podría decir lo mismo. En la Península Ibérica la situación es de nuevo muy cambiante, siendo la Corona de Castilla la principal receptora.
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El acercamiento entre Francia y Alemania -que tendría además el pleno respaldo británico- fue la indicación más clara de que, superados los problemas derivados de la aplicación de los tratados de París de 1919, estaba germinando un nuevo clima internacional favorable a la cooperación multilateral y a la solución pacífica de conflictos y tensiones, a pesar de la escasa operatividad de la Sociedad de Naciones. Las pruebas eran evidentes. Estados Unidos había adoptado desde 1919 una política aislacionista respecto a Europa; ahora facilitarían su recuperación económica e insistirían (planes Dawes y Young) en posibilitar a Alemania el pago de las reparaciones. Gran Bretaña, absorbida por las cuestiones de su Imperio colonial y por la administración de los "mandatos" recibidos en 1919 en Oriente Medio, se había inhibido también de las cuestiones europeas; desde 1924 (gobierno laborista), Europa y la Sociedad de Naciones volverían al centro de la diplomacia británica. MacDonald, el primer ministro y ministro de Asuntos Exteriores laborista, reunió en Londres (16 de julio de 1924) la conferencia que aprobó el Plan Dawes, a la que asistieron Herriot y Stresemann, y fue el promotor del llamado "protocolo de Ginebra" (2 de octubre) en virtud del cual, de haber sido aprobado, los países miembros de la Sociedad de Naciones se habrían comprometido al arreglo mediante arbitraje de las disputas internacionales. Aunque el gobierno conservador de Baldwin, con Austen Chamberlain en Exteriores, volvió a distanciarse expresamente de la Sociedad de Naciones, insistió reiteradamente pese a ello en la necesidad de llegar a acuerdos especiales y limitados -en concreto, en torno a la seguridad de las fronteras entre Francia y Alemania- como garantía para la paz. Como enseguida veremos, el gobierno Baldwin suscribió todos los grandes acuerdos internacionales de la década. Por lo que hacía a Francia, el cambio era aún más perceptible y radical. Si hasta 1924 su política exterior se había limitado a lograr que se impusiera a Alemania el cumplimiento estricto del tratado de Versalles, desde la llegada al poder de la izquierda y sobre todo en la "era Briand" (1925-32), Francia aparecería como el campeón de la distensión con Alemania, de la seguridad internacional, de la unión europea y de la Sociedad de Naciones. Hasta la Italia de Mussolini firmaría los Tratados de Locarno y el pacto Kellogg-Briand, los dos acuerdos internacionales que más expresivamente vinieron a simbolizar el nuevo clima de cooperación y pacificación internacionales que, como se ha dicho, cristalizó en la segunda mitad de la década de 1920. En efecto, el Plan Dawes (abril de 1924) sentó las bases para la solución de la cuestión alemana. Solicitada por el gobierno alemán a la Comisión Aliada para las Reparaciones de Guerra una investigación sobre la economía de su país, la comisión de expertos nombrada al efecto, presidida por el banquero norteamericano Charles G. Dawes, recomendó que la cantidad anual que Alemania debía pagar se fijase en dos millones y medio de marcos-oro y que se concediese a Alemania una cuantiosa cantidad (800 millones de marcos-oro) en créditos. Patrocinado por Estados Unidos y Gran Bretaña, aceptado tras alguna reticencia por Francia, el Plan logró sus objetivos: la economía alemana inició su recuperación, Alemania pudo empezar a pagar las anualidades acordadas y Francia se sintió satisfecha y retiró sus tropas del Ruhr a partir de 1925. El 1 de diciembre de 1925 se firmaron los llamados Tratados de Locarno, auspiciados por Gran Bretaña (Austen Chamberlain), Francia (Briand) y Alemania (Stresemann). El principal de ellos, suscrito por Francia, Bélgica y Alemania y garantizado por Gran Bretaña e Italia, confirmó la inviolabilidad de las fronteras alemanas con Bélgica y Francia y la desmilitarización del Rin. El 8 de septiembre de 1926, Alemania era admitida en la Sociedad de Naciones. El 27 de agosto de 1928, Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, Alemania, Italia y Japón firmaron en París el llamado Pacto Briand-Kellogg, esto es, la propuesta del ministro francés de Exteriores, Briand, de quien partió la iniciativa, y del Secretario de Estado norteamericano Frank B. Kellogg, por la que los países firmantes renunciaban a la guerra como medio de resolver los conflictos. En ese clima, el Plan Dawes fue revisado y sustituido por otro mejor, el Plan Young (febrero de 1929), que tomó su nombre del financiero norteamericano Owen D. Young, presidente de la comisión encargada de la revisión: la deuda de guerra alemana fue reducida en un 75 por 100 y fijada en 121 billones de marcos, y se amplió hasta 59 el número de plazos para su pago. Lo que se dio en llamar espíritu de Locarno, el deseo de paz y cooperación, parecía, pues, triunfante. El 8 de septiembre de 1929, Briand proponía ante la Sociedad de Naciones la unión federal de los pueblos europeos y preparó, ya en mayo de 1930, un Memorandum en esa dirección que entregó para su estudio en las distintas cancillerías europeas. Incluso cuando ya empezaba a manifestarse la crisis de la economía mundial, hubo indicaciones de la voluntad conciliadora de los gobiernos occidentales. Vueltos los laboristas al poder en Gran Bretaña en junio de 1929 tras su victoria en las elecciones de mayo, el ministro de Exteriores, Arthur Henderson, logró que su país, Francia, Estados Unidos, Japón e Italia firmasen el "acuerdo sobre desarme naval de Londres" (22 de abril de 1930) que, ampliando los acuerdos de una conferencia anterior celebrada en Washington a fines de 1921, limitaba la carrera de armamentos al decidir la suspensión por seis años de las grandes construcciones navales y la reducción de los efectivos existentes. La Sociedad de Naciones mantuvo una Conferencia sobre Desarme a lo largo de los años 1932-34.
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La I Guerra Mundial había suscitado paralelamente a todo lo visto un amplio debate sobre el concepto mismo de Europa, en el que alentaba la idea de la necesidad de proceder a una transformación radical del viejo Continente. En concreto, la conciencia del empequeñecimiento del papel de Europa dio paso a la idea de una posible unidad europea. "Uno anticipa el comienzo de una nueva era -escribió André Gide en su diario el 6 de agosto de 1914, a los días de estallar la I Guerra Mundial-: los Estados Unidos de Europa, unidos por un tratado limitando su armamento..." La idea tomaría fuerza a lo largo de los años veinte. En 1923, el conde y diplomático austríaco Coudenhove-Kalergi (1894-1972) fundó en Viena el Movimiento Paneuropeo, que reunió su primer Congreso en 1926 (y otro, en Berlín, en 1930). En los años siguientes se publicaron varios libros de títulos inequívocamente europeístas. Con el de los Estados Unidos de Europa aparecieron al menos los de Edo Fimmen y Hermann Kranold en 1924; el de Vladimir Woytinsky en 1927 y el de Edouard Herriot, el político francés, en 1929. Gaston Riou había publicado su Europe, une patrie un año antes; Europa. Análisis espectral de un continente del conde Keyserling apareció en 1929. El 8 de septiembre de 1929 tuvo lugar el resonante discurso en favor de la unidad europea del ministro de Exteriores francés Aristide Briand ante la Sociedad de Naciones. Ortega dedicó la segunda parte de La rebelión de las masas (1930) a la cuestión; dos años después, en 1932, Julien Benda escribió su conocido Discurso a la nación europea. Coudenhove-Kalergi partía de la convicción de que la división de Europa impediría que el viejo continente siguiese desempeñando un papel central en el escenario internacional. Estaba convencido de que la rebelión de Asia y África pondría fin a la larga era de los imperios europeos y que, como consecuencia, la hegemonía mundial se desplazaría a potencias no europeas y en concreto, a Estados Unidos y a la naciente Unión Soviética. Coudenhove-Kalergi creía -y el tiempo le dio la razón- que la Sociedad de Naciones no podría garantizar la paz en Europa, y que sólo la unión europea, construida sobre la reconciliación de Francia y Alemania -propuesta entonces muy audaz- impediría que el viejo continente fuese de nuevo escenario de posteriores conflagraciones. La proposición de Briand insistía igualmente en la reconciliación entre Francia y Alemania, idea que también encontró decidido apoyo en el ministro alemán de Asuntos Exteriores, Gustav Stresemann. Precisamente, fue el clima de acercamiento entre ambos países existente desde 1925 lo que decidió a Briand a proponer en la fecha indicada (8 de septiembre de 1929) una unión federal entre los distintos pueblos de Europa, que les permitiese abordar de común acuerdo la resolución de problemas que les eran comunes. Consecuentemente, Briand preparó un Memorandum, presentado el 17 de mayo de 1930, que fue sometido a la deliberación de las cancillerías de los veintisiete países europeos que formaban parte de la Sociedad de Naciones. La acogida dispensada al Memorandum fue en general fría o poco entusiasta. Pero se consiguió una declaración, con fecha de 8 de septiembre de 1930, por la que los representantes de los países en cuestión reconocían la importancia de la idea de una unión europea y se comprometían a colaborar estrechamente entre ellos. Las tesis de Ortega y Gasset, expuestas en la segunda parte de La rebelión de las masas (1930), enlazaban ciertamente con esos planteamientos, aunque desde perspectivas menos políticas y más culturalistas. La idea de la construcción de Europa como Estado nacional que planteaba Ortega estaba íntimamente relacionada con su teoría de la rebelión de las masas y la consiguiente decadencia de la civilización europea. Se recordará que Ortega había llegado a la conclusión de que el imperio de las masas había dejado a Europa sin moral y carente de un proyecto de vida. Pues bien, Ortega creía que lo que estaba en crisis no era Europa en tanto que unidad histórica -unidad real por debajo de la pluralidad de pueblos y culturas europeas- ni tampoco la civilización europea: lo que para Ortega había hecho crisis eran las naciones europeas en tanto que entidades separadas. Es más, Ortega entendía que esta decadencia de las naciones europeas era necesaria para la afirmación de una Europa nueva y unitaria. Y concluía, consecuentemente, que la construcción de esa Europa unida daría al viejo continente aquel programa de vida que resultaba ineludible para revigorizar su moral y permitirle seguir mandando de alguna forma en el mundo, algo que Ortega consideraba necesario habida cuenta de que América era aún joven y que el bolchevismo no era asimilable para los europeos. En suma, desde diferentes perspectivas, se proponía la idea de unos Estados Unidos de Europa como salida a la propia crisis europea. Las propuestas adolecían en general de un evidente "diletantismo". Ni Coudenhove-Kalergi, ni Briand, ni Ortega, decían bajo qué fórmula se integrarían los Estados Unidos de Europa, ni qué países se incorporarían al proyecto, ni qué instituciones los regirían, ni cómo se solucionarían los incontables problemas económicos, políticos, militares y coloniales que la unión europea plantearía. Sus planteamientos no pasaron de constituir un rosario de buenos deseos y de incluir un puñado de agudas intuiciones (lo que no era poco). Además, las ideas europeístas no calaron en las masas. Instaladas en sus respectivas tradiciones y culturas nacionales, no sentían la emoción de una nacionalidad "supranacional", la europea, realmente inexistente. Significativamente, la proposición de Briand se debilitó con la muerte de Stresemann en octubre de 1929 y se olvidó prácticamente una vez apartado Briand del ministerio de Exteriores francés en enero de 1932. El europeísmo de los años veinte fue barrido literalmente por el irracionalismo nacionalista de la década de 1930. Pero aquel primer despertar europeísta no fue inútil. Era evidente que la civilización europea había perdido su antigua vitalidad, y que ello obligaría antes o después a transformar en profundidad las estructuras territoriales y nacionales del continente. Pero había quien veía ya que Europa aún podría recobrar, a través de la unidad, buena parte de su fuerza moral, de su dinamismo económico y político y de su ascendencia internacional.
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Lord Acton, pues, estaba en lo cierto. Salvo en el caso de Noruega -donde en 1905, tras que el Parlamento declarara rota la unión personal con Suecia establecida en 1814, se produjo una transición tranquila hacia la independencia-, el nacionalismo parecía marcado por la ruina moral y material. Suponía, en todo caso, un tipo de reacción emocional de masas muy diferente del mesurado y racional gradualismo liberal decimonónico, y sólo por eso, representaba una verdadera amenaza al liberalismo político. El nacionalismo era, cuando menos, una de aquellas fuerzas colectivas que, antes de que estallase la crisis mundial de 1914, trabajaban para la guerra, según la tesis que el historiador judío francés Élie Halévy (1870-1937) expuso en unas conocidas conferencias que, bajo el título de Una interpretación de la crisis mundial de 1914-18, pronunció en Oxford en 1929. El socialismo era, en esa tesis, la fuerza que trabajaba para la revolución: guerra y revolución convergieron -para Halévy- en la crisis de 1914-18, de la que nacieron los fascismos y comunismos que configuraron lo que llamó, como veremos, la era de las tiranías. Lo que es ciertamente indiscutible es que los años 1880-1914 vieron una movilización política y laboral de los trabajadores industriales de naturaleza distinta y muy superior en amplitud y extensión a todo lo que se había conocido previamente. Ello se tradujo, de una parte, en la generalización de huelgas y conflictos sociales en prácticamente toda Europa; y de otra, en la creación y crecimiento de partidos socialistas, sindicatos y otros tipos de organización obrera, y en la extensión de ideologías y formulaciones políticas -socialismo, sindicalismo revolucionario, sindicalismo cristiano, cooperativismo, anarcosindicalismo y similares que intentaban explicar la naturaleza del problema social en la sociedad industrial y fundamentar la actuación pública de los trabajadores. El Partido Social-Democrático alemán (SPD) se creó en 1875 por fusión de dos partidos obreros anteriores (la Asociación General de Trabajadores Alemanes creada en 1863 por Ferdinand Lasalle, y el Partido Social-Demócrata de los Trabajadores creado en 1869 por August Bebel y Wilhelm Liebknecht). En 1879, se crearon el Partido Socialista Obrero Español y la Federación del Partido de los Trabajadores de Francia (luego, Partido Obrero de Francia) dirigido por Jules Guesde, y al año siguiente, los partidos socialistas de Austria, Suiza y Dinamarca; en 1885, el Partido Obrero Belga; en 1889 el Partido Socialdemócrata sueco; en 1892, el Partido Socialista Italiano (por fusión, también, de pequeños partidos socialistas anteriores); en 1894, el holandés; en 1898, en la clandestinidad, el Partido Social-Demócrata Ruso, por iniciativa de Georgi V. Plekhanov. En 1900, se constituyó en Inglaterra el Comité de Representación Laborista, por iniciativa de los sindicatos británicos, del pequeño Partido Laborista Independiente -que había creado en 1893 el minero escocés James Keir Hardie (1856-1915)- y de la Sociedad Fabiana, sociedad de debates formada en 1884 por un grupo de intelectuales reformistas (G. B. Shaw, Beatrice y Sidney Webb, Annie Besant y otros): en 1906, el Comité cambió su nombre por el de Partido Laborista. El éxito de esos partidos distó mucho de ser inmediato. En Gran Bretaña, el país más industrializado y desarrollado de Europa, los laboristas sólo tenían 2 diputados en 1900, 30 en 1906, 40 en 1910 y 63 en 1918. Fue en 1922 cuando, con sus 142 diputados y el 29,5 por 100 de los votos, el Partido Laborista se convirtió en el segundo partido del país y en alternativa de poder a los conservadores. En Francia, Alemania, Italia y Austria, la ruptura electoral socialista se produjo entre 1910 y 1914 y no, antes. En Francia, lo impidió la propia división socialista en casi media docena de pequeños partidos. Precisamente, la fusión de dos de ellos en 1905 en lo que se llamó Sección Francesa de la Internacional Obrera cambió la situación: la SFIO tuvo ya en 1906 52 diputados, 75 en las elecciones de 1910 y 103 en las de 1914. En Alemania, la razón fue, primero, que el SPD fue legalizado entre 1878 y 1890 (había tenido 12 diputados en 1877 y pasó a 40 en 1893, 56 en 1898 y 81 en 1903); pero también, que los restantes partidos, incluidos los gubernamentales, retuvieron un amplio apoyo electoral, como se vio en las elecciones de 1907, en las que el SPD sufrió un descalabro electoral que le dejó con 43 diputados. En Italia, donde también el PSI fue legalizado en 1898-00, la desmovilización del país, el clientelismo y la corrupción electoral - sobre todo, en el Sur- dificultaron seriamente la acción del partido que, no obstante, logró 28 diputados y el 20 por 100 del voto en 1904, 41 y 19 por 100 en 1909 y, finalmente, 79 diputados y 22,8 por 100 de los votos en 1913, tras la entrada en vigor del sufragio universal. Pero, con todo, el avance socialista -que culminó en 1912 cuando el SPD, con 110 diputados y más de 4 millones de votos, se convirtió en el primer partido del Reichstag alemán- fue muy notable: en la inmediata postguerra, en las elecciones de los años 1918-22, los socialistas aparecieron como la primera fuerza electoral en Austria, Alemania, Finlandia, Italia, Noruega, Suecia y Checoslovaquia, y como una de las principales en Francia, Bélgica, Gran Bretaña, Dinamarca, Holanda y Suecia. Igualmente importante fue la creación de sindicatos y su concentración progresiva en grandes centrales sindicales. En Gran Bretaña, donde las asociaciones obreras se remontaban a finales del siglo XVIII y donde desde la década de 1830 habían proliferado los sindicatos locales de oficio, se constituyó en 1868 el Trade Union Congress (TUC, Congreso de los Sindicatos), como organismo de integración y coordinación sindical. Aunque tardó en adquirir una estructura centralizada, el TUC agrupaba ya en 1893 a 1.279 sindicatos y rebasaba la cifra de millón y medio de afiliados, y en 1914, contaba con 1.260 sindicatos y con 4.145. 000 afiliados. En Alemania, se crearon, también en 1868, organismos centrales de los sindicatos socialistas o libres (Freien Gewerkschaften) y de los llamados sindicatos alemanes, inspirados por el partido liberal, y, más tarde, sindicatos cristianos siguiendo las ideas del obispo Ketteler, tras el éxito de la Unión de mineros de Essen (1894). En 1913, los sindicatos socialistas tenían unos 2,5 millones de afiliados, los liberales más de 100.000 y los cristianos en torno a los 350.000. En Francia, la tradición apolítica, anti-estatista y localista, de raíz proudhoniana, de obreros y artesanos hizo que las "bourses du travail" especie de cámaras de trabajo locales creadas a partir de 1887, que servían como agencias de colocación, centros de recreo y educación y como asociaciones profesionales de los obreros-tuvieran mayor desarrollo que los propios sindicatos, entre los cuales sólo los sindicatos mineros, los textiles del Norte -vinculados al P. O. F. de Guesde- y los de algunos oficios especializados adquirieron verdadera fuerza e influencia social. Por iniciativa de Fernand Pelloutier (1867-1901), un antiguo anarquista de origen modesto, sin estudios y gran organizador, las bourses (157 en 1907) se organizaron en 1892 en una Federación Nacional, a la que Pelloutier llevó hacia la fusión con la Confederación General del Trabajo, una central creada en 1895 que agrupaba a distintos sindicatos, con la idea de hacer de la huelga general pacífica el instrumento de la revolución proletaria, y de los sindicatos, el órgano esencial de la lucha de clases. La fusión se produjo en 1902: la CGT -que en 1906 adoptó la ideología sindicalista revolucionaria- se aproximaba en 1914 al millón de afiliados. En España, los socialistas crearon la Unión General de Trabajadores en 1888; los anarquistas, la Confederación Nacional del Trabajo, en 1911. En Italia, distintos sindicatos de orientación socialista, anarquista y sindicalista se fusionaron en 1906 en la Confederación General Italiana del Trabajo (CGIL): en 1907, tenía 684.046 afiliados; en 1914, 961.997. Sin duda, la ampliación de los electorados, la paulatina cristalización de las libertades políticas y la gradual socialización de la política favorecieron en toda Europa la acción de los partidos socialistas; el reconocimiento parcial, desigual, lento y contradictorio del derecho de asociación sindical y la despenalización de las huelgas (en 1874, en Gran Bretaña; en 1881, en Alemania; en 1884, en Francia, y así sucesivamente) favoreció la labor de los sindicatos. La gran huelga de estibadores -dirigida por Ben Tillet, Tom Mann y John Burns- que paralizó el puerto de Londres en agosto de 1889 marcó el comienzo de lo que en Inglaterra se llamó nuevo sindicalismo: la organización de trabajadores especializados y no especializados en grandes federaciones nacionales de industria (como la Federación de Mineros de Gran Bretaña o el Sindicato de Trabajadores Portuarios creados en aquel año o la Federación Nacional de Trabajadores del Transporte, fundada en 1910). La conflictividad huelguística fue, en la década de 1890, alta, con un máximo de 906 huelgas en 1896; disminuyó entre 1901 y 1910, pero rebrotó con especial intensidad entre 1911 y 1914, registrándose un máximo de 1.459 huelgas en 1913. Huelgas como la de los mineros de Gales de 1910, que duró 10 meses y provocó diversos incidentes de orden público -al extremo de que el Gobierno hizo intervenir al Ejército-, o como las de estibadores y ferroviarios de 1911 y como la huelga general de mineros de febrero a abril de 1912, pusieron la cuestión social en el primer plano de la vida política y de la preocupación colectiva del país. Una gran huelga de mineros del Ruhr tuvo para la historia laboral de Alemania significación parecida a la de la huelga del puerto de Londres para la historia británica (y se produjo, además, en el mismo año, 1889): fue el detonante de la conflictividad moderna, esto es, de la movilización de los grandes sectores del mundo industrial, mineros, siderúrgicos, ferroviarios y metalúrgicos. Un total de 25.468 huelgas se registraron entre 1891 y 1910. Sólo en 1912, hubo un total de 2.834 huelgas con 1.031.000 huelguistas (entre ellas, una huelga general en las minas en la que participaron unos 250.000 mineros). En Francia, el número de huelgas fue menor, probablemente por la misma estructura de las industrias (de pequeñas dimensiones, como ya se dijo, y poco concentradas geográficamente). Pero también allí, de una media de unas 100 huelgas anuales en la década de 1880 se pasó a unas 1.000 huelgas por año entre 1900 y 1910. En 1906, se registraron un total de 1.309 huelgas -entre ellas, una huelga general nacional en el mes de mayo por la jornada de 8 horas- que supusieron la pérdida de unos 9 millones de días de trabajo. En 1910, hubo otras 1.502 huelgas y cuando, en octubre, los ferroviarios declararon la huelga general del sector, el Gobierno, presidido por Briand, militarizó a los trabajadores: 200 dirigentes de éstos fueron detenidos, y unos 3.300 activistas perdieron su trabajo. En Italia, donde todavía en los años 1885-95 se registraban en torno a las 100-200 huelgas por año, se pasó a cifras como 1.042 huelgas industriales y 629 agrarias en 1901, y 1.881 y 377, respectivamente, en 1907. En el curso de los desórdenes que estallaron en Milán en mayo de 1898 -protestas callejeras contra los precios del trigo, arresto de dirigentes socialistas, declaración de la huelga general local-, murieron unos 80 trabajadores y otros 450 resultaron heridos. Hubo, luego, numerosas huelgas generales de alcance local (en Milán en 1907; en Roma, Turín, Génova en 1908, etcétera) y varios intentos de desencadenar la huelga general nacional, en concreto en septiembre de 1904 -con éxito parcial en Milán, Génova y Turín-, en septiembre de 1911-contra la guerra de Libia, que, en general, fue un fracaso-, y en los días 7-16 de junio de 1914, la llamada "settimana rossa" (semana roja), especie de revuelta casi-insurreccional generalizada, provocada por la muerte de tres manifestantes anti-militaristas en Ancona, pero contenida por las fuerzas del orden con un balance de 16 muertos y 450 heridos. Como en el resto de Europa, los años 1910-14 fueron en Italia particularmente conflictivos. Hubo 1.107 huelgas en 1911 (entre ellas, las de las siderurgias de Piombino y Elba); 914, en 1912; 810, en 1913 (con grandes huelgas campesinas en Ferrara y Parma, y un largo conflicto metalúrgico en Milán). En 1914, como acabo de mencionar, estalló la "settimana rossa". La conflictividad laboral era, pues, endémica en toda Europa. Además de los países citados anteriormente, también Bélgica, Holanda, Suiza, Austria, Hungría, Rusia, los Países escandinavos, Portugal y España, conocieron huelgas numerosas y a menudo violentas. No fue, por tanto, casual que León XIII se ocupara en 1891 de la cuestión social en su encíclica Rerum Novarum (ni que el pintor italiano Giuseppe Pellizza di Volpedo plasmase en 1898 el avanzar de las masas campesinas en su formidable cuadro titulado Cuarto estado). Es un hecho que los gobiernos, los responsables del orden público, los altos funcionarios de las Cortes europeas, las clases conservadoras y las iglesias -sobre todo, la muy conservadora Iglesia católica- vieron en la agitación laboral el espectro de una revolución desde abajo, sobre todo a la vista de los magnicidios terroristas de la década de 1890 -que costaron la vida al Presidente de Francia Sadi-Carnot, al jefe del gobierno español Cánovas del Castillo, a la emperatriz austríaca Isabel, al rey de Italia Humberto I y al Presidente de Estados Unidos McKinley-, y de los sucesos revolucionarios que estallaron en Rusia en 1905. Se recordará que dos de las últimas grandes novelas de Conrad, El agente secreto (1907) y Bajo la mirada de Occidente (1911), abordaban la cuestión de la violencia revolucionaria. Y sin embargo, Europa no estaba al borde de la revolución. Pese al crecimiento de sindicatos y partidos obreros, sólo una minoría de trabajadores estaba sindicada o votaba socialista. En Gran Bretaña, por ejemplo, el TUC no representaba en vísperas de la I Guerra Mundial sino a un 35 por 100 del total de los obreros industriales, y esa era la cifra de afiliación sindical más alta de Europa. Una parte considerable de la clase obrera europea -cuya heterogeneidad era infinita- permaneció al margen de los conflictos laborales y de los partidos obreristas. Muchos obreros no se movilizaron por temor a represalias empresariales. Pero otros muchos no lo hicieron por otras razones: por motivos religiosos, por ejemplo (pues numerosos trabajadores y sus familias no perdieron la fe en la que habían crecido), o porque los trabajadores o temían las huelgas y los desórdenes por estimarlos contraproducentes y lesivos para sus intereses o porque, insatisfechos con su situación, entendían que el trabajo y el ahorro eran el único camino para la movilidad social. Muchas huelgas tuvieron carácter violento. Por lo menos, unos 20 trabajadores murieron en Francia en las huelgas de los años 1906-08. Hubo muertos también en Inglaterra: por ejemplo, en una huelga de mineros en Gales en 1908 y en la de estibadores del puerto de Liverpool de 1911. Ya ha quedado mencionada la violencia que en Italia adquirieron en 1898 y en 1914 los conflictos sociales (y se podrían añadir muchos otros sucesos similares). Del resto de Europa, baste citar un caso extremo: cerca de 270 huelguistas murieron en choques con el Ejército en el curso de una huelga en las minas de Lena (Rusia) el 4 de abril de 1912. Sin embargo, la violencia obrera era, en la mayoría de los casos, una forma exasperada de negociación colectiva, que fue desapareciendo a medida que fueron fortaleciéndose las organizaciones sindicales. La inmensa mayoría de las huelgas tuvo causas estrictamente laborales: aumentos de salarios, regulación de la jornada de trabajo y mejoras materiales de todo tipo (como laborales deben considerarse igualmente los numerosos conflictos que estallaron para forzar el reconocimiento por los empresarios del derecho de sindicación). Las huelgas, además, fueron por lo general antes de 1914 de oficio, locales y de corta duración, y sólo desde 1910 empezó a hacerse frecuente la huelga nacional de todo un sector industrial. En todo caso, las huelgas revolucionarias y estrictamente políticas fueron escasas (aunque las hubo y en algún caso, de gran importancia: la huelga general que en 1893 desencadenaron los socialistas en Bélgica forzó la aprobación de la ley del sufragio universal). El crecimiento electoral de los partidos socialistas fue gradual y lento. Por supuesto, ello se debió en parte a las numerosas limitaciones que, como ya se dijo, restringían el voto popular, como la no implantación del sufragio universal, o las depuraciones de los censos electorales, o las prácticas clientelares, o las compras de votos, etcétera. Pero hubo otras razones: 1)las profundas divisiones dentro del propio movimiento obrero y socialista (caso, por ejemplo, de Francia e Italia); 2) el excesivo doctrinarismo de los teóricos del obrerismo, ajeno en muchos casos a la propia cultura proletaria (como bien pudo comprobar el escritor inglés George Orwell tras su estancia de casi tres meses en la localidad minera de Wigan a principios de 1936, cuando pudo ver que a los trabajadores les interesaban más que nada los asuntos domésticos y familiares, los temas locales y el fútbol y que se sentían orgullosos de las tradiciones nacionales británicas); 3) la desmovilización política de muchos trabajadores que veían la política como una actividad de las clases acomodadas y profesionales y a los que la política poco pudo interesar hasta que el Estado y los Gobiernos fueron adquiriendo responsabilidades en materias sociales y económicas; 4) la existencia de "tradiciones y lealtades de otro tipo": hasta 1906, los mineros británicos, arquetipo de la clase obrera europea, votaron liberal, y la Federación de Mineros de Gran Bretaña, con una afiliación altísima (60 por 100 del total de los mineros británicos), no se unió al partido laborista hasta 1909.
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Ya en sus postrimerías, 1784, Emmanuel Kant define la Ilustración como la emancipación de la conciencia humana del estado de ignorancia y error por medio del conocimiento. El siglo XIX aporta inicialmente una visión menos positiva e, incluso, supone una reacción en su contra. Para los románticos no es más que una época de pensadores mecanicistas; para las mentes conservadoras, sus ideas resultan demasiado radicales; para los radicales, elitistas antes que revolucionarias. El siglo XX significa una visión renovada del período. Sucesivas investigaciones, multiplicadas a partir de los años sesenta, nos muestran a Las Luces como un movimiento fundamentalmente crítico, nacido en el campo del pensamiento y las ideas, que intentó repensar en un nuevo idioma valores y creencias de la civilización occidental. Incidió sobre todo en los conceptos de Dios, razón, naturaleza y hombre, aspirando a lograr la felicidad de éste por medio de la libertad que le daría, como ya dijo el filósofo alemán, el conocimiento útil de las cosas proporcionado por la razón. No por azar los nombres con que se denomina el movimiento en cada país aluden, de un modo u otro, a esa idea de luz: Ilustración (España), Lumières (Francia), Aufklärung (Alemania), Enlightment (Inglaterra), Illuminismo (Italia). Para Peter Gay, cuya obra publicada en dos volúmenes entre 1966-1969 es una de las pioneras en la moderna investigación sobre el tema, la Ilustración fue el fruto del trabajo de un grupo de personas que se conocían, se admiraban y se leían unas a otras. Provenían de Francia (Montesquieu, Voltaire, Diderot), Inglaterra (Hume, Gibbon), Ginebra (Rousseau), Alemania (Holbach, Kant, Herder), Italia (Vico), América (Franklin). Hay además, psicólogos (La Mettrie, Helvètius), utilitaristas (Bentham), penalistas (Beccaria), economistas (Adam Smith), etc. Tal diversidad geográfica y de intereses intelectuales es la que hace de Las Luces un movimiento complejo, de naturaleza difícil de sistematizar y carente de un código consistente. El lazo que une a todos sus componentes hemos de buscarlo en el ataque que realizan a las vías establecidas de la vida europea, en esa búsqueda de lo que ellos mismos definen como "la mayor felicidad para el mayor número" y en el asentimiento que muestran en torno a una serie de ideas, sobre todo las de tolerancia y razón. Más allá de esto, encontramos desacuerdos, puntos de vista diversos, a veces hasta conflictivos y opuestos, actitudes diferentes hacia los mismos temas. Así, en la cuna del movimiento, Francia, los ilustrados se van a caracterizar por los feroces ataques que dirigen a la Monarquía, el absolutismo y la religión, aunque no faltan ocasiones en que aplauden fuera lo que critican dentro. Buena prueba la constituyen las reacciones favorables producidas al conocerse la política antijesuítica de Pombal sin tener en cuenta la dureza con que se realizaba. En cualquier caso, más allá de las fronteras francesas la situación es otra. De un lado, las nuevas ideas suelen resultar aceptadas por las esferas oficiales que reconocen la necesidad de introducir reformas y encuentran a aquéllas útiles para conducirlas. Los ilustrados mantienen estrechas relaciones con el Estado que los protege y estimula la difusión de su pensamiento como medio de lucha contra las fuerzas reaccionarias internas. Algunos monarcas, caso de Catalina II, buscan más esta difusión de los escritos que la dirección de sus autores; otros, Carlos III, tratará de vincularlos a la acción de gobierno. Estas vinculaciones, sin embargo, no son óbice para que en todos los países, al igual que en Francia, los ilustrados sigan siendo más conocidos como pensadores que como estadistas. De otra parte, un segundo punto de divergencia entre las luces europeas y galas lo encontramos en la religión: Dentro de los territorios católicos, los ataques más que hacia la doctrina se dirigen de forma directa contra Roma, el poder de la curia y las riquezas del clero, especialmente las de los monasterios que llegarán a pasar total o parcialmente al Estado (territorios imperiales y Austria). En los ámbitos del protestantismo, ni siquiera se producen estas actuaciones. También encontramos diferencias respecto a los temas que más atraen la atención de los pensadores y la forma de tratarlos. En Italia lo que en verdad preocupa a los ilustrados es la aplicación de sus ideas a la economía y la reforma penal. Tal es lo que intenta con sus obras Beccaria (1738-1794), jurisconsulto y también economista, al igual que sus contemporáneos Genovesi (1713-1769) y Galiani (1728-1787). No faltan tampoco obras teóricas, debidas sobre todo a Muratori (1672-1750), sacerdote atraído por la historia y la poesía, y a Vico (1668-1744), creador de la teoría de los ciclos para explicar el desarrollo histórico, como veremos más adelante. Por su parte, la Aufklärung alemana se orientó más hacia la ciencia y la educación, los problemas religiosos y morales, estando exenta, en la mayor parte de los casos, del frío racionalismo francés y del peso que tiene en éste el pensamiento político. La multiplicidad de Estados y la diversidad religiosa van a otorgar al movimiento ilustrado una gran riqueza de formas, unas peculiaridades regionales y confesionales superiores a las de otros países. En las Provincias Unidas y en Inglaterra, las ideas ilustradas nunca tuvieron que enfrentarse al pasado por razones distintas. En el caso holandés, los problemas de Las Luces habían quedado resueltos esencialmente en la centuria anterior y dentro de su tradición de erasmismo, tolerancia religiosa, relativismo político. Es más, la oligarquización social que vive frena el desarrollo cultural y limita su protagonismo a ser un centro importante del comercio de publicaciones. Respecto a Inglaterra, también había conquistado en el Seiscientos las libertades políticas, religiosas y personales. Su interés, por tanto, no está en atacar al Antiguo Régimen, inexistente, o en crear otro nuevo, que ya tiene. Lo que les preocupa es ver si en la práctica la libertad personal se armoniza con la estabilidad socio-política, el gobierno constitucional evita los peligros de anarquía o despotismo, la riqueza enfrenta a las clases y corrompe el gobierno. Esta mayor preocupación por las cuestiones del aquí y el ahora adquiere especial significado en la Ilustración escocesa, pionera de los análisis sociológicos y económicos. En clara contraposición con esta Ilustración inglesa europea, la que florece en sus territorios situados al otro lado del Atlántico, las trece colonias americanas, tiene el centro de sus intereses en esas ideas potencialmente revolucionarias que les acabarán conduciendo a la independencia. Finalmente, en los países del Este y Sureste europeo el movimiento ilustrado adopta muy variadas direcciones. De influencia claramente francesa, su difusión no encontró especial oposición por parte de la Iglesia oriental e, incluso, llegó a convivir con corrientes místicas. Por la estructura social de la zona, en ningún momento asumió la tarea de propugnar y procurar la renovación social. Toda esta variedad ideológica que se engloba bajo el nombre común de Ilustración es posible porque, producto importado o pensamiento propio, ella va a intentar responder a las preguntas que le hace cada pueblo y éstas difieren según las circunstancias que le son propias. Lo mismo que tienen que diferir las respuestas obtenidas y los métodos seguidos para alcanzarlas, determinados ambos, esencialmente, por los valores culturales de cada sociedad. Establecer una cronología exacta y uniforme del movimiento ilustrado para todos los países resulta cuando menos tan difícil como reducir a un todo unívoco su naturaleza. No obstante, es posible establecer unos límites más o menos amplios entre los cuales se desarrollan sus principales producciones. Las raíces del pensamiento de la Ilustración se encuentran en el siglo XVII: en la influencia del cartesianismo, en los avances científicos y, sobre todo, en el pensamiento del empirismo inglés y de su gran figura, Locke. Durante los años de tránsito de una centuria a otra, el periodo que Paul Hazard denominó la crisis de la conciencia europea, sus ideas empiezan a formularse y el camino queda listo para que aparezcan sus grandes definidores. No tardarán mucho. Su lugar de residencia por antonomasia será Francia, cuna también de gran parte de las principales figuras. Para algunos autores, la fecha de nacimiento de Las Luces se sitúa en torno a 1720; otros, la retrasan hasta la década siguiente haciéndola coincidir con la publicación de las obras de Voltaire, Cartas filosóficas o cartas inglesas (1734), Montesquieu, Consideraciones sobre las causas de la grandeza de los romanos... (1734), y Pope, Ensayo sobre el hombre (1732-1734). Su cima se alcanza en los decenios centrales del siglo. Es entonces cuando, en pleno monopolio ilustrado y francés del pensamiento, aparece La Enciclopedia (1751-1764) con el ánimo de recoger todos los saberes y convertirse en la biblia del movimiento. Mas ya en estos momentos culminantes entran a formar parte de la Ilustración autores que no están de acuerdo en todo con sus planteamientos; podría decirse que llevaba dentro de ella el germen que acabaría por sustituirla y ese germen era la propia diversidad de sus ideas. Aunque creían en los principios eternos y los buscaban, el pensamiento de los filósofos fluía constantemente, con gran rapidez y apenas habían establecido una línea coherente cuando nuevas evidencias venían a romperlas. En un terreno más, el del ritmo de los cambios, el siglo XVIII se aleja de lo anterior y preconiza la nueva era. La ley natural acabó convertida en un cliché; la doctrina del placer/dolor dio paso al utilitarismo; en pleno triunfo del racionalismo religioso, Wesley lanza el reto de su metodismo emocional; la Naturaleza, sinónimo de razón y prueba de la existencia de Dios, se convierte en algo para ser estudiado con objetividad científica simplemente o para ser gozado con una actitud romántica. Por su parte, las guerras de los años sesenta hacen descender la atención hacia los problemas cotidianos y domésticos, de manera especial hacia los socio-económicos. Es ahora cuando aparece la figura del pobre en los escritos, lo que unido a la lectura de la obra de Rousseau permite alumbrar una nueva generación de escritores que primero, hacia 1770, intentan adaptar los argumentos de los filósofos, muertos o menos productivos, a las nuevas circunstancias; más tarde, los atacarán, cuestionarán su autoridad y exigirán cambios. Para los años finales de siglo una nueva sensibilidad está triunfando y el pensamiento occidental se encamina hacia nuevos derroteros que terminarán en Burke, Hegel, Darwin o Marx.
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La pluralidad de los centros difusores entorpece una caracterización sumaria de la Ilustración andaluza. Su arranque es temprano, como se demuestra con la creación de la Regia Sociedad de Medicina de Sevilla, de tan decisiva importancia en la configuración del movimiento de renovación científica de España. Sin embargo, el cultivo de la ciencia se refugiaría luego en las instituciones oficiales directamente promovidas por el gobierno y en relación, la mayoría de los casos, con los intereses militares de la Corona, pues si bien el Colegio de San Telmo se construye a fines del siglo XVII por iniciativa de la Universidad de Mareantes sevillana, las máximas creaciones del XVIII son la Escuela de Guardiamarinas y el Colegio de Cirugía de la Armada que, junto al Observatorio Astronómico, situado también en la bahía de Cádiz, completarían el equipamiento andaluz en este terreno. Así, si prescindimos de la obra de los novatores hispalenses, la Ilustración andaluza se orientó preferentemente hacia el ámbito de la creación literaria y la reflexión social. Granada conoció su momento de esplendor en la primera mitad de siglo, gracias al impulso del conde de Torrepalma, fundador, junto a Julián de Hermosilla, de la Academia de la Historia de Madrid, y patrocinador de la tertulia del Trípode en la ciudad granadina, antes de regresar a la capital para integrarse en la Academia del Buen Gusto. El conde de Torrepalma, un barroco del siglo XVIII, convirtió a su tertulia en una verdadera academia literaria, que acogía a hombres como José Antonio Porcel, el mejor ingenio granadino del siglo XVIII, y a sus amigos del Colegio del Sacromonte, o como Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores, que recibiría de Ensenada el encargo de recoger noticias y documentos sobre la historia de España, convirtiéndose en uno de los pioneros de un nuevo género literario con la publicación de los resultados de sus indagaciones en su Noticia del viaje de España (1765). En este ambiente trabajaron los franciscanos cordobeses Pedro y Rafael Rodríguez Mohedano, eruditos autores de una Historia literaria de España (1766-1791), y se produjo asimismo la renovación del interés por el pasado musulmán de Andalucía, tan presente en la ciudad del Darro, que desembocaría, entre otros resultados, en la tardía publicación por la Academia de San Fernando del repertorio de Pedro Arnal, Antigüedades árabes de España, Granada y Córdoba, en 1804. El movimiento académico y la floración de tertulias se prolongó por otras ciudades andaluzas. Con más fuerza en Sevilla, que asiste en los años centrales de la centuria a la fundación de la Academia de Buenas Letras (1751) por iniciativa del presbítero Luis Germán, y de la Academia de Bellas Artes (1759), impulsada por el oidor Francisco de Bruna. La ciudad se benefició a continuación de la presencia de Pablo de Olavide, que pronto reunió en su torno una famosa tertulia, donde se debatían temas culturales y se potenciaban las nuevas corrientes artísticas, especialmente a partir de la creación de una Escuela Dramática, algunos de cuyos aventajados alumnos serían requeridos incluso por la Corte madrileña. La tertulia se honró con la presencia de notables intelectuales, como Cándido María Trigueros o Gaspar Melchor de Jovellanos, nombrado a la sazón alcalde del crimen de la Audiencia sevillana y cuya influencia se dejaría sentir en la ciudad a lo largo de los veinte años de su estancia. Más tardías fueron otras fundaciones. Cádiz, que además de sus institutos militares contaba con una nutrida colonia burguesa y extranjera, conoció en la segunda mitad del siglo una notable vitalización cultural, que se expresó a través de la proliferación de la prensa, de la expansión del teatro tanto neoclásico como popular, de la actividad de algunos intelectuales, como José Cadalso o José Vargas Ponce, o de la creación de la Academia de las Tres Nobles Artes, a punto de aceptar su destino como primera ciudad liberal de España. También fue tardío el movimiento académico de Córdoba, que se puso en marcha gracias a la estancia en la ciudad de Manuel María de Arjona, impulsor de la Academia de las Tres Nobles Artes, y a la iniciativa de la Sociedad Económica de Amigos del País, que fundaría la Academia de Buenas Letras y el Colegio de la Concepción. Precisamente el sector de la enseñanza sería uno de los más atendidos por la Ilustración andaluza. Señalado el papel pionero de la universidad hispalense en la reforma de los estudios, también es sabido que la universidad granadina se incorporó al proceso algo más tarde, formando en sus aulas a toda una generación de ilustrados e incluso a algunos destacados representantes de la política liberal, como Javier de Burgos y José Martínez de la Rosa, ya en las postrimerías del siglo. La enseñanza superior extrauniversitaria trató de potenciarse con el proyecto de creación de un Colegio de Nobles Americanos en Granada, que respondía a la necesidad de dar solución al problema de la educación de la aristocracia, que no había encontrado una alternativa a la desaparición de los centros jesuíticos, y también a la preocupación del gobierno de Carlos IV por la creación de colegios militares. La enseñanza en los niveles más elementales halló también respuestas originales en diversas ciudades andaluzas. Cádiz creó diversos centros inspirados en los modernos métodos educativos de Pestalozzi y Servadori, mientras Juan Antonio González Cañaveras, que publicaría más tarde un Plan de Educación para la reforma de los estudios secundarios, fundaba una prestigiosa Escuela de Idiomas en 1768. Otro teórico de la educación, el catalán Francisco Dalmau, autor de un Ensayo sobre el adelantamiento de la instrucción pública (1813), ponía en funcionamiento por su parte un centro para la formación de maestros, siguiendo las pautas del creado en Madrid por iniciativa gubernamental, mientras la Económica de Sevilla solicitaba autorización para establecer un Colegio Académico de Primeras Letras con el mismo fin. Las Sociedades Económicas de Amigos del País, que se difundieron espectacularmente por la región, siguiendo la entusiasta respuesta de Vera, hasta superar el número de treinta, protagonizaron muchas otras iniciativas en este campo. La de Sevilla estableció una cátedra de química, con la intención de investigar el ramo de los tintes, al tiempo que atendía a la formación profesional con la instalación de escuelas de hilado en Triana y San Lorenzo. Esta sería la línea más corriente: la Económica de Sanlúcar establecería una escuela de hilados, la de Jerez fundaría escuelas de dibujo y pasamanería, y así sucesivamente. Sólo los Amigos del País de Osuna dirigirían su atención a otros ámbitos, fundando, pese a su orientación decididamente agrarista, una Tertulia Matemática. A finales de siglo, Sevilla, que cuenta con la presencia del más tradicionalista de los ilustrados, Juan Pablo Forner, fiscal del crimen en su Audiencia desde 1790, conoce un nuevo periodo de esplendor gracias a la constitución en sus aulas universitarias de un núcleo de intelectuales excepcionalmente brillante. El principal animador del grupo fue Manuel María de Arjona, que establecería en Sevilla una Academia destinada a la renovación de la poesía y a la propagación del neoclasicismo, aunque sus miembros se dedicasen también a otras actividades, empezando por el propio Arjona, autor de tratados de historia eclesiástica y de temas políticos y sociales, y siguiendo por los restantes componentes del círculo, como Félix María Reinoso, que se ocupó en sus escritos de cuestiones éticas, penales e incluso municipales, o como Alberto Lista, quizás el más dotado, que colaboraría con el gobierno afrancesado en sus proyectos artísticos para la ciudad, o Manuel María del Mármol, abanderado de la cultura y del saber en la capital de Andalucía o, finalmente, José María Blanco White, exiliado voluntario en Inglaterra, y José Marchena, propagandista de la Revolución Francesa, desde su también voluntario destierro de Bayona. Su obra literaria pondría un brillante epílogo a un siglo de renovación cultural.
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Si Aragón produce durante la primera mitad del siglo algunas figuras notables, como el médico Andrés Piquer o el preceptista Ignacio de Luzán, la creación de un verdadero movimiento ilustrado no puede datarse realmente con anterioridad a los años sesenta de la centuria. En su génesis cabe descartar a algunas de las personalidades más representativas de la Ilustración oficial, como es el conde de Aranda, que si bien aglutina en torno suyo al llamado partido aragonés y contribuye a la aceleración del impulso reformista en dos momentos cruciales (el que sigue al motín de Esquilache y el que quiebra la reacción conservadora de Floridablanca tras los acontecimientos revolucionarios franceses), sin embargo ejerció fundamentalmente su acción reformista fuera de las fronteras de su región natal. Algo parecido podría decirse de otros aragoneses ilustrados, como Manuel de Roda, secretario de Gracia y Justicia, o incluso como José Nicolás de Azara, protegido del anterior y uno de los hombres más inteligentes, cultos e ingeniosos del siglo, que, pese a su nombramiento como miembro de honor de la Academia de Bellas Artes de Zaragoza, permanecerá treinta años en su cargo de embajador en Roma, dando rienda suelta a su indesmayable anticlericalismo pero necesariamente desconectado de las realidades regionales. El núcleo fundamental de la Ilustración aragonesa es la Sociedad Económica de Amigos del País de Zaragoza, fundada en 1776 y con la que estuvieron relacionados la mayor parte de los intelectuales y de la que surgieron la mayor parte de las iniciativas reformistas en el terreno de la economía y de la cultura, que proporcionaron a la región casi un Siglo de Oro. La Económica Aragonesa, caracterizada por su obsesión pedagógica, creó escuelas de Matemáticas, de Química y de Botánica (que habría de ocuparse de formar el Jardín Botánico autorizado en 1798), promoviendo asimismo toda una serie de estudios y proyectos tendentes al fomento de nuevas técnicas agrícolas, a la renovación de las manufacturas, a la reorganización de los gremios o al aumento del tráfico mercantil. Una de sus creaciones alcanzó particular relieve, tanto por la trascendencia del hecho, como por la controversia levantada, la dotación de la primera cátedra de Economía Política, que recayó en Lorenzo Normante, dando lugar a una famosa intervención del predicador capuchino fray Diego José de Cádiz en un ambiente de enfervorizado reaccionarismo. La preocupación económica fue el verdadero motor de la sociedad zaragozana, que produjo un notable número de expedientes, informes y memorias sobre multitud de asuntos concernientes al desarrollo de la región, obra a veces de socios muy sobresalientes, como Antonio Arteta, autor de escritos en defensa de las artes mecánicas o del decreto de 1778, que abría para la región la posibilidad de comerciar directamente con Indias, o como Miguel Dámaso Generes, autor de unas Reflexiones políticas y económicas sobre la población, agricultura, artes, fábricas y comercio del reino de Aragón, que desde su mismo título constituye todo un símbolo de la orientación de los trabajos de los Amigos del País, o como Ignacio Jordán de Asso, erudito de amplio registro, que podía publicar en Madrid un tratado sobre Instituciones del derecho civil de Castilla (escrito en colaboración con Miguel de Manuel), o podía legar a sus coterráneos su monumental Historia de la economía política de Aragón, editada en Zaragoza en 1798. En el mismo horizonte pueden inscribirse algunas de las más importantes realizaciones prácticas de la época, como la fundación de la Casa de Misericordia, fruto de la atención dispensada por la Económica a la cuestión del pauperismo, o la puesta en práctica de los ambiciosos proyectos del Canal Real de Tauste y, sobre todo, del Canal Imperial de Aragón, cuyos trabajos fueron dirigidos por el canónigo Ramón Pignatelli, rector de la universidad y uno de los grandes ilustrados de la región. También habría que destacar en el campo de la reforma social la obra de Josefa Amar y Borbón (1743-1793), que había estado vinculada a la Económica Aragonesa, destacándose como traductora de la obra de Francisco Javier Llampillas, pero sobre todo como defensora de la necesaria promoción cultural de la mujer en sus dos escritos más importantes, el Discurso en defensa del talento de las mujeres y su aptitud para el gobierno (1786) y el Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres (1790), que la convierten en la verdadera precursora del movimiento feminista en España. La erudición ocupó también su lugar en la Ilustración aragonesa. Si una relación pormenorizada puede resultar fatigosa, al menos se hace obligada la referencia a Ramón de Huesca y Lamberto de Zaragoza, autores de los nueve volúmenes del Teatro histórico de las iglesias del reino de Aragón, no menos que la debida a Joaquín Traggia, por los cinco tomos de su Aparato a la historia eclesiástica de Aragón, pero sobre todo es preciso recordar al más importante de todos, a Félix Latassa, que con sus dos Bibliotecas, antigua y nueva, emuló a nivel regional los esfuerzos bibliográficos de Nicolás Antonio y Juan Sempere y Guarinos. Si poco debemos añadir a lo expuesto sobre la Universidad de Zaragoza, es preciso llamar la atención sobre la figura científica de Félix de Azara, hermano del embajador en Roma, cuya fama se cimenta sobre sus observaciones de historia natural en América meridional, aunque su actividad se desarrollase fuera de sus lares, como ocurrió con otros ilustrados aragoneses, como los periodistas Mariano Francisco Nipho y Juan Martínez Salafranca, o el economista Eugenio Larruga, que dedicaría a su tierra natal su Relación o descripción de los Montes Pirineos. También el más importante de los científicos aragoneses de finales de siglo, el geógrafo Isidoro de Antillón, realizaría sus principales aportaciones fuera de su región (pese a su temprana vinculación con la Económica de Zaragoza ante la que expuso su trabajo sobre Albarracín), concretamente en Madrid, donde desempeñó la cátedra de Geografía, Cronología e Historia del Seminario de Nobles, ingresó en la Academia de Santa Bárbara y en la de la Historia y contribuyó a la puesta en marcha del Instituto Pestalozziano, al tiempo que colaboraba en la empresa de elaborar el Diccionario geográfico e histórico de España y redactaba sus obras mayores, las Lecciones de Geografía astronómica, natural y política (1804-1806) y los Elementos de la Geografía astronómico, física y natural de España y Portugal (1808). En definitiva, la Ilustración aragonesa destaca por su preocupación reformista en relación con el fomento de la economía regional y por su contribución humana a los cuadros dirigentes de la Monarquía a partir de algunas figuras significativas, aunque produjera también algunas notables obras científicas y eruditas y diese al país el más grande de los artistas de la época, Francisco de Goya, cuya formación se inicia precisamente con sus trabajos en la decoración del Pilar de Zaragoza.
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La Ilustración asturiana gira en torno a la figura de fray Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), cuya relevancia en el despertar de las Luces nos obliga a citarlo en relación con muchos de los temas mayores del siglo XVIII. Aunque gallego de nacimiento, la vida del benedictino transcurrió en su mayor parte en Oviedo, donde escribió la totalidad de una obra ingente, que le convierte prácticamente en el creador del ensayismo español. Los ocho volúmenes del Teatro crítico universal (1726-1739) y los otros cinco de las Cartas eruditas y curiosas (1742-1760) alcanzaron los 400.000 ejemplares en el siglo XVIII, obteniendo los honores de su traducción a varios idiomas europeos y de su publicación completa en una nueva edición de 33 volúmenes preparada y costeada por otro asturiano, Pedro Rodríguez Campomanes, que la encargó a uno de los grandes impresores de la Ilustración, Joaquín Ibarra. Esta extraordinaria aceptación de sus escritos constituye la principal razón de la influencia de Feijoo en el movimiento ilustrado, ya que en otro plano su pensamiento no fue ni demasiado original ni demasiado avanzado. Su labor fue la de un excelente divulgador, centrado en tres cuestiones recurrentes: el combate contra la superstición, la difusión de información sobre las novedades científicas y la discusión de algunos temas filosóficos y doctrinales. Para su campaña en favor de la interpretación racional de la realidad (aceptando la menor dosis posible de elementos sobrenaturales), este "desengañador de España" se valió de fuentes extranjeras, como las Mémoires de Trévoux, el Journal des Sçavants, The Spectator y el Diccionario de Pierre Bayle. Feijoo fue también uno de los primeros en plantearse el problema de España, desde la perspectiva complementaria del amor a la patria y del reconocimiento del atraso intelectual, cuyas causas habían de buscarse esencialmente en la desidia nacional. Su popularidad fue inmensa, aunque no dejó de tener detractores, tanto entre los científicos más rigurosos, que le reprochaban discretamente la superficialidad de su espíritu crítico, como entre los sectores más reaccionarios, cuya presión obligó al propio Fernando VI a intervenir poniendo al benedictino y su obra al abrigo de los ataques de sus retrógrados contradictores. Esta semblanza de Feijoo pone de relieve la importancia de su actitud en el progreso de las Luces a través sobre todo de una sobresaliente capacidad de comunicación con el público. Su magisterio también se ejerció a nivel más íntimo en la tranquilidad de su celda, donde se desarrollaban las típicas veladas de discusión intelectual que tanto se prodigaron en tiempos de la Ilustración. Uno de los asistentes a estas veladas fue el médico gerundense Gaspar Casal, que desarrollaría su trabajo de nosografía en Oviedo, donde bajo la influencia de la obra de Sydenham se convertiría en el pionero de la patología de las enfermedades carenciales, gracias sobre todo a sus estudios sobre la pelagra. Casal, uno de los médicos más notables del siglo, se insertaría plenamente en el marco ilustrado regional con su Historia Natural y Médica del Principado de Asturias, escrita antes de su marcha a Castilla, donde pasaría los últimos años de su vida. Otros destacados miembros de la Ilustración asturiana desarrollarían gran parte de su obra fuera de los límites del Principado. Este es el caso de Pedro Rodríguez Campomanes (1723-1803), uno de los máximos representantes del reformismo oficial, afincado en Madrid, o el de Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), la figura intelectual más importante del siglo XVIII en España, cuya actividad quedaría vinculada a las diversas ciudades donde residiera a lo largo de su vida. En efecto, Jovellanos, tras una etapa de formación seguida en Oviedo, Avila y Alcalá, se instala durante veinte años en Sevilla, entrando en contacto con la tertulia de Pablo de Olavide y animando los cenáculos ilustrados hispalenses, mientras en Asturias el movimiento reformista se acelera con las incitaciones gubernamentales, que promueven la renovación de los estudios en la Universidad de Oviedo y la creación de una Sociedad Económica también en la capital. El período dorado de los años ochenta lleva a Jovellanos a Madrid, donde multiplica sus intervenciones en todas las instituciones académicas (Academia de la Lengua, de la Historia, de Bellas Artes), vinculándose sobre todo a la Sociedad Económica Matritense, en cuyo seno promueve iniciativas o recibe estímulos para algunos de sus escritos más destacados e influyentes, como la Memoria para la admisión de las señoras (previa a la creación de la Junta de Damas) o el Elogio de Carlos III, donde resume la obra reformista del monarca y declara su adscripción a la política ilustrada de la Corona. Su primera, aunque disfrazada, caída en desgracia le permite el regreso a Asturias, donde lleva a cabo una investigación oficial sobre la posible explotación de minas de carbón en la zona. La momentánea recuperación del favor regio le llevará a un breve paso por la Secretaría de Gracia y Justicia, hasta su definitiva caída, destierro y encarcelamiento en Mallorca, de donde no saldrá sino para enfrentarse con los dramáticos problemas de la guerra de la Independencia y con la obligada toma de decisión que le inserta en el bando de los patriotas enfrentados al régimen de José Bonaparte. En Asturias vive, pues, Jovellanos más de diez años, entregado a sus tareas intelectuales, entre las que destacan la redacción de su importante Memoria sobre el arreglo de la policía de espectáculos y diversiones públicas (1790), la preparación del texto final del Informe sobre el expediente de Ley Agraria (1795), que le había sido encargado por la Económica Matritense y que es quizá el más significativo documento del siglo, y el comienzo de su Diario, un testimonio de primer orden para rehacer la biografía de su autor y para captar admirablemente el espíritu de la época. La tarea que absorbió, sin embargo, la mayor parte de sus energías fue la fundación del Instituto Asturiano de Gijón (1794), consagrado a la enseñanza técnica de la minería y la náutica, y para el que contrató profesores, dispuso métodos y redactó libros de texto, sin escatimar esfuerzos por considerarlo la plasmación concreta de sus sueños de educador. La figura de Jovellanos desborda en cualquier caso el marco regional, que presenció y se benefició de su actividad durante la década final del siglo. Hombre de impresionante cultura, aceptó el sensismo de Condillac y de Locke como fundamentación filosófica de su pensamiento, convirtió a la reflexión histórica en fuente de inspiración de su campaña reformista, ajustó su comportamiento religioso a las pautas del catolicismo progresista del momento y buscó el progreso de España en una cruzada pedagógica a favor de las ciencias útiles, que eran aquellas directamente vinculadas al desarrollo económico. Representante del optimismo ilustrado, y también de los límites de la concepción política de la Ilustración (creyó firmemente en la sinceridad de un régimen que le encarceló por sus ideas progresistas), mantuvo una exquisita ortodoxia religiosa pese a la persecución de que fue objeto a causa de sus opiniones jansenistas; atacó a los privilegiados y criticó los principios básicos que sustentaban la organización social, pero no encontró una fórmula de recambio; llegó a la conclusión de que el sistema de vinculaciones constituía el impedimento último para el progreso de la agricultura, pero no se atrevió a proponer una transformación radical de las estructuras feudales de la economía; creyó en el poder de la educación para superar el atraso, pero no en la universalización de un saber que debía ser compatible con la ordenación tradicional de la sociedad. En definitiva, su pensamiento reformista tenía como límite el respeto al orden establecido, lo que convierte a su actitud intelectual en un símbolo de las contradicciones de la Ilustración.