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Los arquitectos nacidos en torno al cambio del siglo, educados en los planteamientos constructivos de Fernando de Casas y de Simón Rodríguez van a propiciar una síntesis de elementos tomados de ambos artistas en principio antagónicos pero que suponen la fusión del ornamentalismo naturalista de Casas o su sentido de las proporciones, con un gusto por la decoración de elementos geométricos y abstractos que paulatinamente perderán fuerza plástica hasta convertirse en un simple gravismo. Discípulo de Fernando de Casas es Lucas Ferro Caaveiro, que fue el aparejador de la capilla de la Virgen de los Ojos Grandes de Lugo, y a quien habrá que atribuir buena parte de su decoración. Concluida esta obra, Ferro Caaveiro permaneció en Lugo durante un decenio debido a la cantidad de encargos que recibió: el Ayuntamiento de la ciudad (1735), magnífica fachada palaciega de acusado ritmo horizontal, que con su bajo asoportalado adquiere un indudable aire de loggia ciudadana, telón de fondo escenográfico de la plaza que se abre a sus pies; en 1731 se le había encargado la pequeña capilla de San Roque, pero su mayor aportación al barroco lucense será su obra civil, la creación de una tipología de vivienda ciudadana de dos pisos con portada moldurada, balcón y remate heráldico, que pervivirá en Lugo hasta la tardía introducción del Neoclásico, precisamente de la mano de su hijo Miguel Ferro Caaveiro. En todas estas obras, como ocurrirá después en las que haga en Santiago, Ferro Caaveiro toma elementos de Casas, pero también de Simón Rodríguez, como el tipo de torre campanario, la concentración de los volúmenes en las partes altas del edificio o la decoración de volutas y grapas, mucho más planas ciertamente que las del arquitecto de Santa Clara, rasgos que podemos observar en la capilla de la Angustia de Abajo (1754), en la que Ferro Caaveiro opta por una planta centralizada de cruz griega tan del gusto de Fernando de Casas, evocando sin duda la capilla de la Virgen de los Ojos Grandes, incluso en la menuda decoración floral; por el contrario, la fachada de esta capilla se relaciona directamente con modelos de Simón Rodríguez, como la fachada de San Francisco o el campanario de la iglesia de San Félix en Santiago. La última obra en que interviene Lucas Ferro Caaveiro, que fue maestro de obras de la catedral de Santiago desde la muerte de Fernando de Casas, fue el comienzo de la fachada de la Azabachería de la catedral (1758), donde trabajará con Clemente Fernández Sarela; obra compleja desde sus inicios, la solución final vendrá impuesta por el dictamen de la Academia de San Fernando, que envió para terminarla a su discípulo Domingo Lois Monteagudo, nombrado a su vez maestro de obras de la catedral en 1765. Más directamente relacionado con los planteamientos geométricos de Simón Rodríguez está Clemente Fernández Sarela, nacido en 1714 en el seno de una familia de artistas y formado también en el entorno de Fernando de Casas, con quien colaboró en la fachada del Obradoiro, como aparejador junto a Lucas Ferro Caaveiro. Pero en Sarela hubo de dejar también una profunda huella la contemplación de la obra de Simón Rodríguez, que ha llevado incluso a atribuirle algunos edificios, como la capilla de Conxo, hipótesis rechazada por Folgar de la Calle. Supone pues Clemente Sarela la más completa y fecunda síntesis de los presupuestos de Casas y de Simón Rodríguez, si bien parece inclinarse más hacia los planteamientos geométricos de este último, entremezclados ya en sus últimos años con alguna decoración asimétrica de tipo rococó. Durante toda su vida permaneció vinculado a la catedral de Santiago como aparejador, lo que le llevó a participar en todas las obras acometidas por el Cabildo en esa época, si bien Sarela se dedicó fundamentalmente a la arquitectura civil, interviniendo de forma decisiva en la configuración urbana barroca de Santiago, tanto al levantar casas para el Cabildo como para satisfacer las necesidades suntuarias de la pequeña nobleza ciudadana que, en aquellos momentos, acometió el remozamiento o la construcción de sus viviendas en la ciudad. Para el Cabildo compostelano trazó Sarela la casa del Deán (1747-52) y la casa del Cabildo (1754), ambas en las proximidades de la Plaza de las Platerías, a la que la casa del Cabildo sirve de escenográfico cierre, lo que explica su estrechez, como una sorprendente fachada-telón en la que el arquitecto insiste en la articulación mural por medio de cilindros y placas hasta rematar en la dinámica balaustrada y la peineta coronada por un cilindro que evoca el remate de Santa Clara. Esta misma relación con el lenguaje arquitectónico de Simón Rodríguez se observa en la casa del Deán, cuya planimetría responde al tipo de casa-palacio compostelana, luego repetida por Clemente Serela en otros edificios, como el palacio de Bendaña en el Cantón del Toral (hacia 1750), una de las más bellas edificaciones civiles compostelanas, cuya portada principal ofrece un plástico juego de molduraciones geométricas, a base de volutas y baquetones que sin duda evocan a Simón Rodríguez. Otro tanto ocurre con la fachada del pazo de Sistallo (Lugo), una de las escasísimas construcciones rurales de autor conocido, que fue trazado por Clemente Sarela hacia 1750. Obra de una extraordinaria suntuosidad y empaque tanto en el exterior como en el interior, destaca la magnífica escalera, enteramente de piedra y con los dos primeros tramos exentos arrancando de un mechón cuadrangular adornado con una gran voluta en una solución similar a las escaleras de la casa del Deán o del palacio de Bendaña. Desde 1758 Clemente Sarela trabaja en la fachada de la Azabachería hasta su muerte en 1765. Al lado de las personalidades descollantes de Lucas Ferro Caaveiro o Clemente Sarela completan el panorama artístico del momento otros arquitectos y maestros de obras, de personalidad menos definida, aunque en líneas generales son deudores de un aprendizaje con los grandes arquitectos del barroco compostelano, siquiera sea de forma visual. Cabe citar entre ellos a fray Plácido Iglesias o a fray Manuel de los Mártires. Fray Plácido Iglesias trabajó en la iglesia de Santa Eufemia de Orense y en el claustro del monasterio de Celanova, obras ambas en las que domina el tipo decorativo de enmarques avolutados, las placas semicirculares y los elementos naturalistas, todo ello tratado con un sentido mucho más refinado y lineal, carente de la fuerza plástica de sus prototipos. Fray Manuel de los Mártires, monje dominico del convento de Santiago, debió de formarse en el círculo de Fernando de Casas, con quien es posible que haya trabajado en la iglesia del convento dominico de Belvís en Santiago. En 1749, a la muerte de Casas, le sucede como maestro de obras de San Martín Pinario, comenzando un período de gran actividad que le lleva a trabajar para diferentes conventos de los dominicos o personas relacionadas con la Orden: trabaja en Lugo para el obispo Izquierdo en la traída de aguas y fuentes de la ciudad, donde hay que atribuirle también la iglesia de dominicas de La Nova, y es probable que construya al menos parte de la iglesia del convento de Santo Domingo de La Coruña. Asimismo trazó la iglesia parroquial de Pontedeume (La Coruña), cuya fachada, con un gran orden dórico de columnas, recuerda directamente la fachada del monasterio de San Martín Pinario; también se relaciona con su modo de hacer la capilla del pazo de Oca (Pontevedra) y ; en fin, un gran número de intervenciones arquitectónicas de mayor o menor empeño y novedad, como las escalinatas de acceso a la iglesia de San Martín Pinario, de movida planta en una sucesión de tramos curvos que evoca modelos franceses en una fecha tan tardía como 1770, momento en que ya en Santiago se había implantado una estética neoclásica en edilicios como el palacio del arzobispo Rajoy o la Capilla de la Comunión de la catedral de Santiago.
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Si la llamada generación del 98 inicia una Edad de Plata de la literatura española, las artes brillaron a una altura semejante. Aunque hubo una arquitectura que trataba de reintroducir estilos considerados como nacionales (desde el plateresco al mudéjar), lo que convirtió a Barcelona en capital de la arquitectura europea fue el modernismo de Gaudí y de Domenech i Muntaner, que vinculó de una manera que pareció definitiva a la capital catalana con un estilo. No menos evidentes fueron los éxitos de los pintores españoles. Sin Barcelona no se entiende a Pablo Picasso, pero además, a un nivel más convencional, Casas y Anglada Camarasa, Sorolla y Zuloaga figuraron entre los grandes pintores internacionales del final de siglo, aunque luego debieron adecuarse a las limitaciones de un mercado como el español. Los dos últimos quizá revelan en su obra las que pueden considerarse como características esenciales de la plástica de este momento: un intento de captación de la esencia de la nación española y un redescubrimiento del paisaje. Pero hubo también una pintura interesada en descubrir las peculiaridades de cada una de las regiones cuyo paralelismo con la evolución política apenas si debe ser recalcado. El panorama intelectual y cultural español empezó sin duda a cambiar en torno al comienzo de la Primera Guerra Mundial. En ese momento había aparecido ya en el escenario público una nueva generación cuyos rasgos distintivos fueron patentes tanto para la precedente como para ella misma. Azorín, por ejemplo, escribió que los jóvenes tenían más método y sabían más. José Ortega y Gasset, la figura más brillante de esta nueva generación, llegó a proponer una política que fuera novísima, áspera y técnica. El primero de esos calificativos suponía la ruptura con la generación anterior. En cuanto a los otros dos suponían que la voluntad de ruptura con el mundo de la Restauración fue mucho mayor y que, además, se hizo desde la perspectiva de una dedicación profesional y con una proyección colectiva, mientras que la generación anterior estuvo formada por grandes individualistas. Si la vieja generación estuvo formada por periodistas la nueva, en cambio, fue sobre todo de profesores universitarios. La ocasión a la que, de forma simbólica, se atribuye la condición fundacional de esta nueva generación es la Fundación de la Liga de Educación Política en octubre del año 1913 que fue seguida, meses después, por una conferencia acogida al título Vieja y nueva política. Lo esencial en ella fue la confrontación, realizada por el orador, entre la España oficial y la real. Esta última empezaba ya a aparecer en el horizonte y según Ortega y Gasset tenía un programa meridianamente claro. Si España era un problema, Europa -y, con ella, la modernidad o la democracia- era la solución. Esta última evidencia se convirtió en tal precisamente en estos momentos porque los miembros de esta generación, aparte de fundar nuevas instituciones, se beneficiaron de la existencia de otras que habían emergido en el período anterior, como la Junta de Ampliación de Estudios, creada en el año 1907, gracias a la cual varios millares de becarios pudieron formarse en universidades europeas. En los intelectuales de esta generación la acción dirigida hacia la vida pública de modo colectivo constituyó una obligación ética y una tentación permanente, mientras que en el caso del 98 lo característico fue más bien la insobornable individualidad. Muchos de los miembros de la generación de 1914 actuaron en política partidista, como fue el caso de Azaña y de Negrín. Otros sintieron la vocación de influir en ella o tuvieron sus incursiones para abandonarla después, como fue el caso de Ortega y Gasset. Este, por ejemplo, fue inspirador de revistas políticas como España, pero también de la Revista de Occidente, dedicada de forma exclusiva a la reflexión intelectual porque la política no aspira a entender las cosas. Como en cualquier otro período de la Historia cultural española, cabe encontrar un paralelismo entre la posición de los intelectuales ante la vida pública y la creación literaria o estética. La novela intelectual de Ramón Pérez de Ayala tiene su paralelismo obvio con la europea de la época, mientras que la de Gabriel Miró muy a menudo elige como temática la transformación cultural y social de un medio retrasado. En la prosa y en la lírica de Juan Ramón Jiménez se ha apreciado una clave krausista en lo que tiene de aprecio por lo popular y por el paisaje. La europeidad de esta generación fue perceptible en la aparición de una vanguardia literaria y plástica en un plazo relativamente corto de tiempo. La primera manifestación fue la llamada greguería de Ramón Gómez de la Serna, combinación de humor y metáfora pero caracterizada sobre todo por una voluntad subversiva respecto a cualquier categoría existente. Más adelante, gracias al movimiento conocido como ultraísmo, la poesía se impregnó de estas novedades. De todos modos, la vanguardia no llegó a consolidarse de forma definitiva sino en los años de la guerra mundial o en la inmediata posguerra para difundirse incluso de forma mayoritaria en la década de los veinte entre los medios juveniles. Sin embargo, no se puede excluir del impacto de la vanguardia a las generaciones de mayor edad. El esperpento de Ramón del Valle Inclán une la vanguardia formal a una desgarrada intervención en el terreno de la vida pública. En cuanto a la vanguardia en artes plásticas, se da la paradoja de que habiendo sido españoles algunas de sus figuras señeras como Pablo Picasso y Juan Gris, más adelante, en la primera posguerra mundial, Joan Miró, y, al final de los veinte, Salvador Dalí, la introducción de las novedades fue un tanto tardía y edulcorada. La primera manifestación de ella fue una vuelta a un cierto clasicismo transformado por el impacto de Cézanne o los fauves. Esta plástica alcanzó una temprana difusión en Cataluña antes de la Primera Guerra Mundial y fue impulsada por Eugeni D'Ors, la figura más señera de la intelectualidad catalana de la segunda generación secular, la cual, a diferencia de lo sucedido en el resto de la Península, llegó a ejercer el poder político. A partir de los años veinte estos artistas -Sunyer, Torres García, Clará...- tuvieron un claro paralelismo en las artes plásticas madrileñas. De todos modos, el gusto español permaneció anclado durante mucho tiempo en fórmulas regionalistas o costumbristas con algunas excepciones, como la catalana o la vasca. En realidad, para hablar de una verdadera vanguardia hay que remitirse al período de la Primera Guerra Mundial, durante el cual se refugiaron en España algunos importantes artistas formados en Francia como Picabia o Delaunay. De los años de la posguerra data no sólo el neoclasicismo cezanniano sino también el cubismo de Vázquez Díaz. De todos modos, si por algo se caracteriza la exposición que se considera fundacional en el movimiento vanguardista -la de la Sociedad de Artistas Ibéricos en 1925- es por el eclecticismo. Sólo a fines de los veinte hicieron su aparición las primeras muestras del surrealismo.
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Dadas las obvias limitaciones de espacio, puede ser conveniente tratar de la evolución en el mundo intelectual, cultural y artístico de modo conjunto para las dos primeras décadas del siglo. Además lo facilita el hecho de que, en realidad, la sintonía y el contraste al mismo tiempo entre dos generaciones intelectuales sucesivas, la de 1898 y la de 1914, resulta siempre bien manifiesta. En realidad a la primera de las generaciones citadas sería mucho más lógico denominarla finisecular. La crítica al sistema de la Restauración fue anterior a su aparición y, además, tuvo muchos puntos de contacto con la generación que actuó al mismo tiempo en la vecina Francia. El más evidente fue que se consideró a sí misma como un colectivo y con una misión a realizar, aunque estuviera menos claro cuál fuera, y cuando lo estuvo fue un tanto efímera. Su estética literaria supone ante todo un alejamiento respecto del modelo realista y más aún del naturalismo. Fueron hombres de periódico más que de dedicación universitaria, salvo en el caso de Miguel de Unamuno. En general, también resultaron mucho más cercanos al republicanismo o al anarquismo, aunque sólo algún tiempo, que al socialismo, con idéntica excepción a la ya mencionada. Su actitud crítica generalizada respecto de las realidades españolas no excluía la aceptación de una peculiaridad española defendida incluso a ultranza frente a una posible intromisión europea. Como en muchas otras latitudes, la crítica de este mundo intelectual estuvo dirigida también en contra de las instituciones liberales. Esto no quiere decir que todos ellos evolucionaran hacia la derecha autoritaria, aunque hubo algunos casos (Ramiro de Maeztu). De cualquier manera fueron, como individualistas, mucho más liberales que demócratas. Intimismo, preocupación por lo nacional, renovación temática y evocación histórica figuran como claves esenciales en la obra de cada uno de estos escritores, aunque cada uno tenga matices muy singulares. En realidad, por tanto, no es posible distinguir en el grupo una línea más estetizante y otra más moralista porque ambas se entrecruzan en todos los autores. De cualquier modo, así como no sería correcto decir que la crisis finisecular supuso una ruptura con la tradición liberal española, menos aún se puede decir que, a partir de este momento, tuviera lugar un cambio sustancial en la política cultural. Por el contrario, ésta tuvo como eje principal una línea liberal que se pudo apreciar en la influencia de personas como Giner, Cossío y Altamira, todos ellos deudores en gran medida del pensamiento krausista. En cierto modo puede decirse que estos sectores resultaron más influyentes para la generación posterior que los intelectuales y escritores más conocidos.
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Los talleres artísticos del Atica, en esas décadas, viven un período de hibernación: no se levanta por entonces ningún edificio de interés, y escultores y pintores parecen reducidos a realizar piezas de poca entidad, porque la posible clientela es escasa. En el campo escultórico, el trabajo se limita a algunas estelas funerarias, entre las que destaca la de Dexileo, un joven caído en combate cerca de Corinto, y sólo pueden señalarse algunas esculturas de bulto redondo, entre las que sobresale la Atenea Giustiniani. Obras como éstas nos permiten imaginar lo que fue ese ambiente enrarecido: Dexileo, blandamente colocado sobre su caballo, es aún un trasunto del arte del Partenón, suavizado y cubierto con esos plieguecillos finos, decorativos y pegados al cuerpo que difundieron durante toda una generación de los discípulos de Fidias, y que conocemos con el nombre de paños mojados. En cuanto a la Atenea Giustiniani, con toda su indudable dignidad, denota el peligro del academicismo: su actitud firme y su faz fría parecen aferrarse al ideal fidíaco aun a riesgo de desvitalizarlo. Por lo que a la pintura se refiere, poco podemos añadir. Aparte de los últimos años de Zeuxis y Parrasio, lo que mejor conocemos son piezas de cerámica, donde la técnica de figuras rojas rueda ya, de forma definitiva, hacia el simple artesanado, incapaz de incorporar -salvo en algún detalle- los hallazgos de la pintura de caballete. Incluso los mejores maestros, como el Pintor de Prónomo, famoso por su ánfora en la que representa a Dioniso rodeado por toda una compañía teatral -una joya iconográfica para los estudiosos del teatro griego-, nos resultan más interesantes por los temas que tratan que por su saber artístico. Con el tiempo, sin embargo, la reconstrucción nacional da sus primeros frutos, y empieza a verse el fin del oscuro túnel. Hartas del predominio espartano y persa, muchas islas del Egeo se vuelven, como un siglo antes, hacia Atenas, y crean con ella una confederación (377 a. C.). Atenas recupera así su liderazgo político y económico en el mar; y este liderazgo queda inmediatamente sellado con la destrucción de la flota lacedemonia en Naxos (376 a. C.). Por la misma época, la región de Beocia se une en tomo a su ciudad más importante, Tebas, y su general Epaminondas aplasta el ejército de tierra espartano en los campos de Leuctras (371 a. C.); queda así liberado de su yugo todo el Peloponeso, y Tebas fomenta la rápida reconstrucción de ciudades antes sojuzgadas: Tegea, Mantinea y Mesene resurgen de sus cenizas, e incluso los arcadios se reúnen para crearse una nueva capital, Megalópolis.
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Tras los primeros triunfos de la generación anterior surgió un grupo de pintores, todos ellos nacidos en la década de los treinta, discípulos de aquéllos, y que continúan y desarrollan los logros de sus maestros, para desaparecer antes que éstos. Su pintura más efectista y con un sentido más audaz del color si cabe, los hubiera convertido en los dignos sucesores. Juan Antonio Frías y Escalante (1633-1669) nació en Córdoba y pronto pasó a la Corte, al taller de Francisco Rizi. Nos ha dejado poca obra conocida, que nos dice que fue el pintor de la escuela madrileña que mejor recoge la enseñanza de los grandes maestros venecianos del siglo XVI. Su pintura recuerda especialmente a algunos de los efectos pictóricos de Tintoretto y Veronés: sus figuras escorzadas, sus colores fríos y claros, de azules, malvas o rosas aplicados con maestría en la graduación tonal. El propio Palomino comenta con respecto a la serie de lienzos para el convento de Nuestra Señora de la Merced de Madrid que "cierto son una admiración; y en que se descubre el gran genio, que tenía, y la afición a Tintoretto, y Veronés, porque sigue en todo aquel estilo en la composición y gracia de actitudes". Casi todas las obras conocidas del pintor son de los últimos años de su vida. Básicamente pertenecen a la serie comentada y en ellos se ve a un pintor que domina todos los recursos de su técnica: los celajes de azul intenso con ecos venecianos, figuras bien dibujadas, y composiciones con un fino sentido del ritmo en la disposición de las diferentes figuras. Una obra característica de Escalante es su Cristo Muerto (Madrid, Prado, 1663) que Palomino pondera en los siguientes términos: "Pero en lo que se excedió a sí mismo, fue en una efigie de Cristo, Señor nuestro Difunto,... pues verdaderamente parece de Tiziano". Este cuadro pertenecía a la serie de La Merced, como los diecisiete lienzos para la sacristía con asuntos alusivos al Sacramento de la Eucaristía, dispersos entre el Prado y depósitos de este museo en todo el país. Escalante fue un brillante pintor de Inmaculadas. Hay un buen número de ellas, realizadas con una técnica suave tanto por el sfumato de los contornos del diseño como por su colorido; en este aspecto recuerdan las que hiciera Alonso Cano por la belleza del modelo. Características son la de Robledo de Chavela (Robledo de Chavela, Madrid, Parroquia, hacia 1660-63) o la de Lumbier (Lumbier, Navarra, Parroquia, 1666). Escalante murió cuando iba camino de convertirse en una realidad, como dice Palomino, con gran sentimiento de toda la profesión, que esperaba de tan peregrino ingenio, adelantamientos superiores. José Antolínez (1635-1675) posiblemente es el pintor más sorprendente de su generación, puesto que es el único que trata con cierta frecuencia otros temas además del religioso. Nació en Madrid y fue discípulo de Rizi. Palomino nos ha dejado la imagen de un hombre vanidoso y creído de sí mismo y de su arte. Así nos cuenta que saliendo un día a pasearse con Juan de Cabezalero (mozo muy modesto y humilde) dijo Antolínez: "Verdaderamente, amigo, que dos mozos, como nosotros, en la pintura, no los hay en Madrid". A que respondió Cabezalero: "Que por sí mismo lo podía decir, que él no merecía tanta merced". Y dijo Antolínez: "Pues agradece, que vas conmigo, que si no, yo sólo había de ser". Sea cierta o no esta anécdota, el caso es que Antolínez frecuentó las academias particulares de dibujo, quizá la de Francisco de Solís, y que pronto llega a alcanzar un gusto refinado del color y del dibujo en sus obras, "una tinta aticianada", la llama Palomino. Entre sus cuadros religiosos destacan las versiones de la Inmaculada. Se conserva un buen número de ellas. Tienen un carácter muy movido; vuelan en el cielo con sus mantos y sus capas flotando, empujadas por el viento. Los colores son fríos, como los de Escalante, predominando los azules intensos que brillan fulgurantes con pequeñas pinceladas de platas. Los escorzos tanto de la Virgen como de los angelitos que la rodean son inverosímiles, sus cuerpos se giran hacia un lado mientras que cabezas y manos se mueven hacia el lado opuesto. Del resto de su obra religiosa conviene destacar su interpretación del Tránsito de la Magdalena (Madrid, Prado, hacia 1670-75), tema de éxito en nuestra iconografía del Siglo de Oro desde Ribera. Soberbio, ejemplifica lo que pueden dar de sí los artistas madrileños. En el cuadro destacan los azules del lujoso manto de la santa penitente y los de los celajes del paisaje de fondo, los malvas y los platas en los que se disuelve la figura del ángel que saluda a la santa, que en su impulso ascensional describe, junto al ángel, una diagonal perfecta que atraviesa todo el cuadro. Un aspecto muy interesante de su producción son esos cuadros de género diferente y en algunos casos extraños a la tradición española. El Vendedor de cuadros (Munich, Alte Pinakothek, hacia 1670) es un cuadro de género similar a los que se vienen atribuyendo al pintor Antonio Puga. Frente a lo que se cree sobre su influencia flamenca u holandesa parece que más bien se inspira en los modelos de la pintura de género boloñesa. Sobre el cuadro, algunos han señalado que Antolínez está revisando, a través del juego de planos que se alejan en el lienzo, la estructura del genial cuadro de Velázquez, Las Meninas. Sin embargo, el Retrato del embajador danés Lerche y sus amigos (Copenhague, Museo, hacia 1662) remite claramente a los modelos de retratos de grupos del mundo pictórico de los Países Bajos. Por último, en este grupo se podría considerar un pequeño lienzo que representa una Perrita (antes en la Col. Stirling Maxwell, Inglaterra), vibrante y llena de vida y que recuerda a otro de los mejores retratos de perrito de compañía, el que tiene el infante Felipe Próspero en el cuadro que pintó Velázquez. El tercer pintor del grupo era burgalés de nacimiento Mateo Cerezo (1637-1666). Su padre fue pintor pero parece ser que el hijo pronto se encuentra en la Corte, primero en el taller de Antonio de Pereda y luego en el de Carreño. De ambos recoge algo, porque, aunque Cerezo es un pintor del Barroco, nunca rechazaría el poso naturalista y el misticismo del ambiente artístico madrileño de la primera mitad del siglo, que hunde sus raíces en la misma Contrarreforma. Es el pintor de San Francisco en éxtasis, de la Magdalena penitente, del Ecce Homo, temas que también fueron fuente de inspiración del Greco. Parece que Cerezo pudo sentir un fuerte impacto del cretense, uno de los pocos casos conocidos de la recuperación del mundo estético del Greco antes del siglo XX. Ahora bien, el estilo de Cerezo no se estanca en estos artistas, sino que es más bien un crisol de influencias. Si, por un lado, recoge la inspiración de sus maestros y del Greco, por otro, la disfraza con la elegancia de los modelos de Van Dyck. Los santos de Cerezo tienen el mismo fino sentido del dibujo del flamenco, ostentando la sensualidad tan característica de los modelos de Van Dyck. Casi se puede afirmar que es el pintor madrileño que se preocupa más seriamente por la belleza sensual de sus personajes, puesta al servicio, eso sí, de motivaciones más trascendentes. Sus primeras obras tienen un marcado acento naturalista al estilo de Pereda, como se ve en el retablo del convento de Jesús y María de Valladolid, de fines de la década de los cincuenta. A este período le sigue una etapa más colorista y en la que se siente el aliento de los modelos de Carreño, por ejemplo en las dos versiones de los Desposorios de Santa Catalina (Madrid, Prado, 1660; Palencia, Catedral, 1662). Tras 1662 transforma sus modelos en seres más elegantes, más hermosos pero a la vez más profundos y envueltos en una atmósfera religiosa próxima al quietismo o al jansenismo. Inolvidables son sus versiones del santo de Asís (Madrid, Museo Lázaro Galdiano; Madrid, Prado), consumido por el amor de Dios, o las del Ecce Homo (Budapest, Museo) o el San Juan Bautista (Kassel, Museo), de clara inspiración ticianesca. Pero todo ello empalidece ante sus versiones de La Magdalena penitente. La primera de la serie (Amsterdam, Rijksmuseum, 1661) todavía se presenta sensual y con un rico colorido; pero poco a poco acentúa el sentido dramático de la escena como la que hace el último año de su vida (Madrid, Hermandad del Refugio, 1666), un lienzo que recuerda las palabras del padre Molinos cuando en su "Guía Espiritual" escribe: "Allí el divino Esposo, suspendiéndole las potencias, la adormece con un suavísimo y dulcísimo sueño. Allí dormida y quieta recibe y goza, sin entender lo que goza, con una suavísima y dulcísima calma. Allí el alma elevada y sublimada en este pasivo estado se halla unida al sumo bien, sin que la cueste fatiga esta unión". También fue un pintor de Inmaculadas importante, ya que las suyas, junto con las de Escalante, se convirtieron en un modelo muy imitado por otros artistas. Cerezo es, sin duda, una sorpresa y sus obras merecen el puesto más elevado entre las obras maestras de nuestro Siglo de Oro. Por supuesto, no hay que olvidar que se trata de uno de los mejores bodegonistas del siglo; al menos eso indican sus pocas obras conocidas en este género. Su Bodegón (Madrid, Prado, hacia 1664), por ejemplo, es un cuadro realista, incluso morboso, en la descripción minuciosa de los objetos, especialmente, en la cabeza despellejada del cordero. Juan Martín Cabezalero (hacia 1635-1673), nacido en Almadén (Ciudad Real), aunque se formó también con Carreño, es muy diferente tanto a su maestro como a su compañero de aprendizaje, Cerezo. Su estilo es heroico, noble, de carácter épico. Artista malogrado como sus compañeros anteriores, de él se conserva poca obra, a lo que hay que añadir que es de difícil acceso, como los cuatro lienzos sobre la Pasión de Cristo de la capilla, de la Venerable Orden Tercera de Madrid. En su estilo también se perciben las influencias de Van Dyck, sobre todo, por la corrección del dibujo de sus personajes, no exenta de una riqueza cromática importante. Un cuadro muy hermoso restituido a su producción es la Asunción de la Virgen (Madrid, Prado, hacia 16651670), basada en una estampa de un cuadro de Rubens pero de una ejecución soberbia y con una finísima gama de colores fríos.
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Admirado siempre coma el más genial de los artistas holandeses, Rembrandt Harmenszoon van Rijn (Leyden, 1606-Amsterdam, 1669), pintor, grabador y dibujante excepcional, no puede sin embargo ser considerado la quintaesencia de la pintura holandesa del siglo XVII. La sublimidad de su genio y las cualidades de su obra trascienden a Holanda. El que Rembrandt fuera retratista, pintor de historia, paisajista y pintor de género, y no un limitado especialista, es en esencia un fenómeno nada holandés, además de que su producción se conexiona más estrechamente con corrientes formales y tendencias estilísticas europeas que con los géneros típicamente neerlandeses, cuyos límites expresivos, no obstante, encontraron en su obra el más alto grado de elaboración y de perfección. Más aún, esa meta tan propiamente holandesa del acabado perfecto de las obras, con lisas y lustrosas superficies, no casaba ni con su temperamento ni con su técnica. Ni tampoco la realidad cotidiana fue el fundamento que esenció su arte, sino su profunda espiritualidad individual, cada vez más vivida y sentida en su abrumadora soledad.Hijo de un molinero, recibió una esmerada educación humanística durante siete años en la escuela de latinidad de Leyden, registrándose en 1620 en la Universidad de esa ciudad, cuyos estudios abandonó poco después por su afición artística, entrando de aprendiz en el taller de un oscuro romanista, Jacob I. van Swanenburgh, cuyo débil flujo sobre el joven pintor sería superado de inmediato gracias a su estancia en Amsterdam con Pieter Lastman (1583-1633), que desde su paso por Italia -atraído por el audaz claroscuro y la misteriosa luminosidad focal de Elsheimer- intentó una aplicación de los principios caravaggistas, lo que se percibe en el componente teatral y efectista que Rembrandt pone en marcha en su obra tras regresar a Leyden en 1624. En unión de Jan Lievens (Leyden, 1607, Amsterdam, 1674), que terminaría marcado por él (Sansón y Dalila, Amsterdam, Rijksmuseum), se estableció como pintor independiente, dando la primera muestra de su arte en La lapidación de San Esteban (1625, Lyon, Musée des Beaux Arts), punto de partida de su perdurable interés por las composiciones historiadas. Aunque deba buscarse su despegue artístico en los caravaggistas de la escuela de Utrecht, evidente en su nocturna alegoría de la Avaricia, El cambista (1627, Berlín, Staatliche Museum), cuyas investigaciones claroscuristas están próximas a las emprendidas por Honthorst, Rembrandt destruye, no obstante, y conscientemente, por medio de unas fuertes expresiones los sentimientos de un Terbrugghen, o desdeña con una pincelada vehemente la refinada atención técnica que despliegan los pintores de Utrecht.Marcados por un enriquecimiento expresivo, a lo que contribuyeron los efectos de luz y la profundidad espacial, los años iniciales de Leyden se caracterizan por obras humanas como El asno de Balaam (1626, París, Musée CognacqJay), monumentales de composición y claras de entonación cromática, que denotan una genérica deuda para con Lastman y abren la vía rembrandtiana de la oposición expresiva entre el valor particular de lo concreto y la concepción áulica de lo trascendente, o sobrenaturales como Los peregrinos de Emaús (h. 1628-30, París, Musée Jacquemart-André), cuya emotividad nace del acusado contraluz entre el espectral perfil de Cristo, en plena penumbra de negros catafalcos, y el espantado rostro del discípulo, ahogado en luminosidad de amarillos de oro. Pero, sin duda, la obra más importante del período leydense, y aquella que lo cierra, es La presentación en el Templo (1631, La Haya, Mauritshuis), en la que Rembrandt, amalgamando realismo naturalista y visión fantástica, emplea el claroscuro -ya plenamente rembrandtiano y en nada caravaggiesco- como un sutil instrumento de persuasión para crear una pintura delicada que horada la superficie misma del soporte por los dramáticos efectos del foco de luz, bañando al grupo principal e inmaterializando la inmensa vastedad del espacio.La temprana maestría de Rembrandt en transmitir la emoción por un gesto o por la expresión de un rostro, pero sobre todo por los efectos dramáticos de una luz sorprendente -que atenaza al espectador y que, además, se convierte en protagonista del cuadro-, asombró al jurista y poeta Constantyn Huygens, el secretario del estatúder Federico Enrique de Nassau. Este anotaría en su Diario -con referencia a su obra Judas devuelve los treinta dineros (1629, Mulgrave Castle, Yorkshire, Collection Nornanby)- que el artista, por su reflexión y capacidad expresiva, se elevaba, "desde un formato reducido y con una composición concentrada, a un efecto que vanamente se busca en los grandes cuadros de otros pintores", de la Antigüedad clásica como de la moderna Italia.Junto a estos cuadros de historia, bíblica o alegórica, en la que sus personajes gustan de aparecer con vestimentas exóticas, armaduras, capas estofadas, etc., evocadoras de fantasías orientales, Rembrandt pintó gran cantidad de estudios con figuras aisladas, de hombres y de mujeres, en su mayoría ancianos. Como aquél en que toma a su madre por modelo y la representa como La profetisa Ana (1631) o este otro en que transforma a su padre en Jeremías prevé la destrucción de Jerusalén (1630, ambos en Amsterdam, Rijksmuseum). Atento a sus propias vivencias interiores y a sus diversos estados de ánimo, ejecutó además varios de sí mismo, fisionómicos unos, de carácter otros, de expresiones fugaces e inestables, pero siempre dejando que la luz defina psicológicamente su ego, entre los que destaca su Autorretrato con gorguera (h. 1629, La Haya, Mauritshuis), noble y seductor a un tiempo, pero cuya serena belleza esconde, sin embargo, la inquieta ebullición espiritual y ese profundo desengaño que le acompañó hasta su vejez.A partir de 1628, la amplitud temática, estilística y técnica que domina a su pintura, se percibe en su actividad paralela y autónoma de grabador y dibujante. A ese año corresponden los primeros aguafuertes, a veces realzados a la punta seca, de líneas muy finas y precisas, y los primeros dibujos a la aguada, a la sanguina y/o al carboncillo, de grafía más sumaria, pero igualmente muy cuidada, con los que Rembrandt creó unas obras de acentuado claroscuro y de elevada expresividad, tan dramáticas (y, por supuesto, más vivaces) como las pinturas del mismo período, a las que sirvan de contrapunto. Si bien entre los pintores flamencos y holandeses del Seiscientos no fue excepcional alterar sus trabajos pictóricos con una dedicación al grabado de estampas sueltas o de láminas para ilustración de libros, Rembrandt (con una producción total cercana a los 400) consagró de una vez por todas la figura del pintor-grabador, creador que no reproductor, otorgándole un prestigio hasta el momento desconocido (Mendigos, h. 1629); Retrato de su madre (1631). Con un corpus próximo a los 1.500, a diferencia de Rubens, sus dibujos no son tanto trabajos de estudio y preparación de obras de más envergadura, cuanto creaciones definitivas en sí, en las que -como en sus grabados- tradujo, con trazos poderosos (Desnudo femenino sentado, h. 1630, París, Louvre), al blanco y al negro la realidad exterior que captaban sus ojos y analizaba su mente.
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Sin duda gozó Francisco Salzillo de una muy merecida fama en vida, y ello fue tanto por su profusa y valiosa producción como por la valía personal humana con la cual, según a todas luces se desprende de las noticias que nos legó el pasado, se investían tanto él como su familia. Fue sin duda esa primera fama la que llevó a Ceán Bermúdez a interesarse por él en su "Diccionario", publicado 17 años después de su muerte, en el que le dedica bastante espacio y elogios sin reservas como aquel en que le compara a los mejores maestros del siglo XVI, o asimismo cuando anota que, tras ser solicitada su presencia, no quiso ir a Madrid a trabajar en las esculturas del nuevo Palacio Real "destino por el cual otros profesores de no mayor ni igual mérito que él llegaron a ser escultores de cámara y directores de la real academia de San Fernando"; con esta reflexión le está comparando y a igual nivel de calidad a Carmona, Juan Pascual de Mena, el mismo Olivieri o Felipe de Castro. Pero este primer reconocimiento no pasó de las páginas de un libro erudito, y pudieron más contra Salzillo la dictadura de la moda neoclásica y el aislamiento de su tierra natal que atesoraba casi toda la producción. Pasaría casi medio siglo de olvido hasta que se hiciese una biografía que ampliara los datos suministrados por Ceán: la escrita en 1842 por don Juan Belmonte, publicada en el 45, pero su alcance local no fue bastante para relanzar la valiosa figura objeto de ella. Así que hubo de llegarse a 1877, año en que, con motivo de una visita del rey Alfonso XII a Murcia, se celebró una nutrida exposición de la obra del imaginero en la iglesia de los agustinos, hoy San Andrés, que sirvió para dar a conocer de una vez su tan alabada, como desconocida, producción. Tras esto, el ascenso fue imparable. En 1883 se celebró el centenario de su fallecimiento, e incluso se comenzó una fuente monumental con su efigie (plaza de Santa Eulalia). Por estos años llegaron los estudios de Fuentes y Ponte y, entre ellos, "Salzillo, su biografía, sus obras, sus lauros" (Lérida, 1900). Don Andrés Baquero Almansa también profundizó en datos en las numerosas páginas a él dedicadas en "Los profesores de las Bellas Artes Murcianos", Murcia, 1913. Y con motivo de la Exposición Iberoamericana, celebrada en Sevilla, en 1929, allí se llevaron tres de entre sus muchas obras maestras: el San Jerónimo Penitente, de su monasterio en Guadalupe, Murcia; el Cristo de la Agonía, o del facistol, de la catedral de Murcia, y la preciosa y delicadísima Dolorosa de la iglesia de Santa Catalina de la misma ciudad. Para ese mismo año se editó un magnífico álbum de cuidadísimas fotografías. Pero pese a todo seguía faltando el estudio riguroso que pusiera en su sitio la monumental figura y decidiera sobre las masivas atribuciones de paternidad que se le habían asignado ante cada pieza de notable valor. Esto lo llevó a cabo Sánchez Moreno en su completo trabajo: "Vida y obra de Francisco Salzillo", Murcia, 1945. El estudio sigue en total vigencia y sobre él se ha ido elaborando una amplísima bibliografía que la mayoría de las veces sólo aporta alguna nueva atribución o la propuesta de cambio de alguna de ellas. Sin embargo, han sido muy importantes las aportaciones realizadas para el conocimiento de los escultores que le precedieron en el tiempo, incluso su padre, y esclarecer la gestación y realización de otras obras realizadas durante el período vital de Salzillo.
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Max Ernst explica con un ejemplo el mecanismo que permite crear imágenes surrealistas: "Una realidad completa cuyo ingenuo destino tiene el aire de haber sido fijado para siempre (el paraguas), al encontrarse de golpe en presencia de otra realidad bastante distinta y no menos absurda (una máquina de coser) en un lugar donde los dos deben sentirse extraños (una mesa de operaciones), escapará por ese mismo hecho a su ingenuo destino y a su identidad; pasará de su falso absoluto, a través de un relativo, a un absoluto nuevo, verdadero y poético: el paraguas y la máquina de coser harán el amor... La transmutación completa, seguida de un acto puro como el del amor, se producirá forzosamente todas las veces que las condiciones sean favorables para los hechos dados: acoplamiento de dos realidades en apariencia inconciliables en un plano que, en apariencia, no conviene a ninguna de las dos".Después de cabalgar una temporada con El Jinete Azul y protagonizar, con Arp, el Dada en Colonia, Max Ernst (1891-1976) se traslada a París en 1922, en plena crisis del movimiento. Allí entra en contacto con los futuros surrealistas, lo mismo que Man Ray, y sus trabajos en los primeros momentos son continuación de su actividad dada. Ernst es, junto con Miró, el que mejor lleva a cabo la surrealización de la actividad artística. No le interesa sólo conseguir una imagen final de carácter surrealista; para él la realización de la obra es una actividad surrealista en sí. En este sentido cualquier técnica es válida con tal de conseguir con la mayor perfección el equivalente de la escritura automática, es decir: la anulación radical de la razón en el proceso de creación. Por eso, tanto le vale un modo de representación plástica, de pintura, tradicional, realista, como en los cuadros que hace entre 1921 y 1924 -El elefante de las Célebes (1921, Londres, col. particular), Edipo rey (1922, París, col. particular)-, a caballo entre Dada y surrealismo, en las cuales hay una representación detallada y minuciosa de los objetos, por extraños que sean y por insólitas que sean las relaciones que se establecen entre ellos, como otro.Su afán investigador le lleva a descubrir o a inventar técnicas nuevas continuamente, como el frottage, la decalcomanía y la oscilación, o a conseguir los máximos resultados de otras que ya existen, como el collage. El frottage (de frotter, frotar en francés) consiste en colocar un papel o un lienzo sobre una superficie rugosa (madera, hojas...) y frotar con un lápiz, consiguiendo así una imagen. En definitiva, no es más que el viejo juego infantil de la moneda. Por un procedimiento mecánico -frotar- se produce una activación de la imaginación del artista, que, a medida que la imagen va surgiendo ante sus ojos, ve -imagina- más de lo que sería un simple calco. "Me sorprendió -escribía - la aguda intensificación de mi facultad visionaria y la alucinante sucesión de imágenes contradictorias y superpuestas." Con esta técnica hizo los Bosques y los Pájaros pintados, entre 1926 y 1930.Pero aun así, la conciencia ejercía un control sobre la imagen a medida que ésta se iba realizando y Ernst quería evitar este control. El paso siguiente fue la utilización de la decalcomanía: colocar entre dos superficies un poco de pintura y hacer presión con ambas. La imagen que resultaba era menos controlable racionalmente que la del frottage. Con este procedimiento, que en realidad había inventado Oscar Domínguez en 1935 con dibujos, y que le parecía muy satisfactorio al jefe Breton, porque carecía de tema y de forma preconcebida -decalcomanie sans objet préconçu-, realiza Ernst sus Paisajes desde 1937 hasta los años cuarenta.Todavía en su búsqueda del automatismo puro inventará una técnica nueva, ya en los Estados Unidos, adonde se traslada en 1939, la oscilación, dejando caer sobre el lienzo gotas de pintura de una lata agujereada que se mueve de manera aleatoria. El recuerdo de Pollock y el dripping, es inevitable y es una muestra, de las muchas que se pueden señalar, del papel decisivo de padres que jugaron los surrealistas con los expresionistas abstractos. Sin embargo, con ninguna de estas técnicas alcanza la fuerza visual y el poder de crear mundos personales que consigue con el collage. Inventado por los cubistas, desarrollado por Dada, Ernst realiza con él algunas de sus obras más fuertes y algunas de las imágenes paradigmáticas del surrealismo -La femme 100 tétes (1929), Le réve d'une petite fille qui voulait entrer au Carmel (1930), Une semaine de bonté (1934)-, publicadas en forma de libros. Los collages se hacen a base de ilustraciones del siglo XIX, sin nada que ver unos con otros, recortados y pegados, en asociaciones absurdas, insólitas. La aparición de lo inesperado -por el tema o por la alteración de la escala- rompe el equilibrio original de las imágenes y del mundo que representaban originalmente, hace saltar por los aires lo habitual y da lugar a un mundo inquietante lleno de desasosiego y de erotismo oscuro, como el sueño o las pesadillas.Se trata de un juego parecido al que hace con las palabras: a La femme 100 tétes es imposible darle un sentido lógico, porque al pronunciar 100 tanto oímos cien como sin; y un juego muy cercano a los que por los mismos años hacían Dalí y Magritte con sus imágenes de significados múltiples. En el caso de Ernst no es el sueño el que da lugar a la imagen, al contrario. La imagen se desarrolla en el cuadro y el artista es el espectador de su propia obra, a cuya realización asiste. El sueño no nos lleva a sus imágenes, sus imágenes nos remiten al sueño. Ernst no pinta lo soñado, sueña lo pintado; por eso algunos le han considerado el más surrealista de todos.
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Si se sentía preocupación por el lugar del planeta en el espacio y su origen, no faltaba tampoco para conocer su forma, medirlo y dibujarlo. Esta tarea se benefició enormemente de la afición por los viajes de los hombres del dieciocho así como de la admiración, la atracción que sienten por el mundo exterior, al que intentan describir con la mayor exactitud posible. Las dos primeras expediciones para conocer la forma de la Tierra salen en 1735 con direcciones opuestas. Una, dirigida por Manpertius y Clairant, va hacia Laponia; la otra, mandada por La Condamine y Bouguer, a Perú. El método seguido por ambas en su trabajo es idéntico: medir la longitud del grado meridiano sin los polos. Los resultados sirvieron para comprobar que el globo terráqueo era esferoide y achatado por los extremos. En la segunda de las misiones citadas participaron dos científicos españoles: Jorge Juan (1713-1773) y Antonio de Ulloa (1716-1795), quienes a su vuelta publicarán la Relación histórica del viaje a la América Meridional (1748), recogiendo sus experiencias. Junto a ésta y otras obras realizadas de forma conjunta, los trabajos individuales de cada uno resultaron, asimismo, importantes. Más interesado por los aspectos teóricos de la ciencia, Jorge Juan publicó varios escritos sobre navegación y astronomía, aportando nuevas fórmulas para medir los meridianos terrestres. Su fama cruzó pronto los Pirineos, como lo demuestra el que con motivo de un eclipse solar se le pida su opinión sobre el fenómeno desde uno de los epicentros científicos e intelectuales del momento: París. Por su parte, Antonio de Ulloa se sentía más atraído por los descubrimientos de tipo práctico. Participó en la fundación de colegios de cirugía, jardines botánicos y gabinetes mineralógicos; ensayó el mejoramiento de los materiales de escritura; dio a conocer el platino como cuerpo simple, e inventarió las riquezas naturales del Nuevo Mundo. También se desarrollan durante la centuria la cartografía, la geofísica y la topografía, beneficiadas por la minuciosidad con que los viajeros y hombres de ciencia del dieciocho aclaran y dibujan los mapas del mundo heredados de españoles y portugueses o confeccionan detallados repertorios sobre la naturaleza que encuentran. Tarea ésta en la que España participó con una intensa política de expediciones dirigidas a conocer mejor los territorios americanos y en la que participaron, a veces, extranjeros como Humboldt (1769-1859) o Leoffling, colaborador directo de Linneo. Recordemos de entre ellas, a modo de ejemplo, la realizada por Malaspina (1754-1809) y Bustamante, entre 1782 y 1789. Acompañados por un equipo de investigadores internacionales, recorrieron las costas atlánticas americanas desde Alaska hasta Río de la Plata. El itinerario de su regreso les permitió completar la vuelta al mundo. Hombres de su tiempo, no se contentaron sólo con hacer minuciosos planos, catalogar la flora que hallaban y observar las estrellas, sino que también prestaron gran atención a las costumbres y estado político de los pueblos con los cuales entraban en contacto. No podemos olvidar, tampoco, que el dieciocho es todavía una época de descubrimientos: Bering (1681-1741) encontró que Asia y América no están unidas por el Norte, al tiempo que nos habla de las islas Aleutianas y Alaska; Cook (1728-1779), además de recorrer las costas nórdicas del Continente americano y el Pacifico, halló Tahití, Nueva Zelanda, Australia y el paso noroccidental del estrecho de Bering; Vancouver (1757-1798) siguió su tarea, y Bougainville visitó la Polinesia y Las Malvinas, donde dejó una colonia francesa abandonada poco después por la presión española. El mayor avance cartográfico se dio en Francia, donde se publicaron dos importantes mapas: el Mapa de Cassini, o de la Academia (1750-1789), el primero de un país realizado basándose en la triangulación y la topografía, y el Atlas y descripción mineralógica de Francia (1780) que recogía datos geológicos. Mientras el primero se publicó integro, constando de 183 hojas, del segundo apenas aparecieron 32 de las 230 que lo componían.
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Las sacudidas periódicas que soportaban los habitantes de la Tierra, sobre todo el movimiento sísmico de Lisboa de 1755, que conmovió creencias y generó curiosas teorías, estimuló el interés por conocer el interior del planeta. Además, los avances en este terreno influyeron de manera decisiva en otros ámbitos del pensamiento pues vinieron a arrojar dudas sobre la edad que la Biblia le otorgaba. La polémica sobre los orígenes de las rocas va a centrar los trabajos de la centuria, existiendo dos teorías: neptunista, creada por Werner (1749-1817), y vulcanista, fundada por Hutton (1726-1797). Para el neptunismo, cuyo sistema se basaba más en hipótesis que en comprobaciones, la Tierra fue en su origen un núcleo sólido cubierto por un océano que actuó como verdadero agente del cambio geológico. Distingue cinco tipos de formaciones diferentes: primitiva, de transición, sedimentaria, derivativa y volcánica, la de constitución más reciente y accidental. El vulcanismo, o plutonismo, mantiene tesis distinta, aunque no llega a negar del todo el papel del agua en esta materia, admitiendo que la mayoría de las rocas parecen haberse formado como sedimentos marinos. Ahora bien, su consolidación había sido posible por la acción del calor subterráneo al introducirse materia fundida dentro de ellas. Más tarde, los agentes climatológicos desintegran las rocas; la lluvia y los ríos depositan sus trozos en el mar, donde constituyen nuevos estratos que emergerán otra vez para ser erosionados. En opinión de Hutton, la historia de la Tierra debe interpretarse como procesos naturales aún operativos o de reciente actividad. "Ningún poder -afirmaba- será empleado que no sea natural al globo, ni será admitida ninguna acción, excepto aquellas de las que conocemos el principio". Aparte de esta polémica, durante la primera mitad de siglo se intentó determinar las secuencias temporales de los principales tipos de estratos de la corteza terrestre sin gran éxito en ese momento. Será durante la segunda, cuando Lehmann (1767) y Füchsel (1722-1773) establecieron la sucesión geológica de las rocas para el Harz y Turingia, respectivamente, sentando las bases de la estratigrafía científica.