Bajo la dirección de Antemio, en el año 412 se articuló una triple línea defensiva que describía un arco más o menos paralelo a la antigua construcción de Constantino y que se extendía a lo largo de más de seis kilómetros; discurría desde el Cuerno de Oro al mar de Mármara en cuyo extremo, la Puerta de Oro, con sus grandes pilastras de mármol, procuraba una entrada monumental al camino costero principal. En el año 439 se levantaría la muralla costera, más sencilla, ejerciendo el conjunto una notable influencia en Salónica, Nicópolis y otros emplazamientos del entorno. En su punto más externo, las murallas contaban con un ancho foso de 18 metros, protegido del lado de la ciudad por un bajo parapeto; a continuación venía un camino exterior de 14 metros de anchura; después, un muro exterior de 9 metros de altura, provisto de sólidos torreones. A continuación venía un camino interior de 20 metros de anchura y, finalmente, la muralla principal de unos 11 metros de altura en el exterior y cinco metros de grosor. Este último anillo estaba jalonado de torres cuadradas -de hasta 23 metros de altura-, precedidas de un muro bajo flanqueado por torres circulares -hasta un total de 96-, conformando en su conjunto una fortificación extraordinaria. Las murallas dan una excelente idea tanto de la organización del trabajo -el muro principal fue terminado en poco más de un año-, como de la ingeniería militar del siglo V y de las técnicas de construcción en la arquitectura de la época (Krautheimer). Desde el punto de vista de la ingeniería militar, mientras que las fortificaciones romanas se limitaban, generalmente, a una muralla principal y un foso, la inserción aquí de una falsabraga, va a crear, posiblemente por primera vez en la historia, una cerca doble, inaugurando un sistema de fortificación que desempeñaría un papel fundamental en la historia militar de la Europa occidental. En cuanto a las técnicas de construcción, los muros fueron realizados de manera semejante a otras realizaciones de la época: hormigón revestido de pequeños mampuestos de caliza y reforzados a distintas alturas por verdugadas de ladrillo, cada una formada por cinco o más hileras de ladrillos -de tres a seis centímetros de altura cada una, con lechos de mortero de igual espesor- revelando su procedencia de la costa occidental de Asia Menor, de donde debió ser importado. Las torres fueron construidas con la misma técnica; los pasadizos y escaleras de su interior, están cubiertos con bóvedas de cañón hechas con ladrillos puestos de canto, mientras que las cámaras llevan cúpulas hechas con anillos concéntricos de ladrillos, posibilitando, de este modo, un desplazamiento cómodo a las guarniciones. La Puerta de Oro tenía una triple entrada con el arco central más ancho que los laterales. En la parte superior había estatuas que sufrieron suerte diversa: elefantes de bronce, una Victoria, una estatua de Teodosio... y una cruz que fue derribada en tiempos de Justiniano. Las torres que la flanquean estaban hechas de enormes bloques de mármol y entre ellas había un patio pavimentado, rodeado en la parte occidental por un propileo. Posteriormente, las puertas fueron valladas excepto una entrada a pequeña escala. Además de esta Puerta Dorada, reservada exclusivamente para uso del emperador o algún enviado especial, había diez puertas más, así como pequeños postigos para uso de las tropas. Una, conocida hoy como la Yedi Kouleh Kapoussi, se ubicaba entre la Puerta Dorada y el mar, mientras había otra entrada al norte de ésta para uso público. La Puerta Rhesion señalaba la continuación de la calle que desde el foro de Arcadio, se dirigía a la puerta de San Saturnino en las murallas costantinianas; su ramal norte llegaba hasta la Puerta de San Romanos, que recibía su nombre de una iglesia cercana fundada por la emperatriz Elena. Fue justamente al norte de esta entrada, donde los turcos forzaron las murallas en 1453. La puerta más importante de todas era la de Charisius, la Edirne Kapu de los turcos, pues canalizaba la actividad de la vía más importante de la ciudad. Desde aquí hasta el mar se extendía la zona posiblemente más vulnerable, siendo objeto de famosos asedios como el de los Avaros del año 626. Con la terminación de las murallas teodosianas, Constantinopla adoptó un perfil que no fue modificado hasta tiempos recientes. Un breve informe estadístico del año 425, nos ofrece datos reveladores de la entidad de la ciudad: 5 palacios imperiales, 14 iglesias, 3 baños públicos, 2 basílicas, 4 foros, 2 teatros, 4 cisternas, 322 calles, 4.328 viviendas de cierta importancia -articuladas fundamentalmente en torno a la cuarta colina, no lejos del acueducto de Valente y al oeste del Gran Palacio- 52 columnatas, 133 baños privados... se trataba de una ciudad en rápido crecimiento, que estaba pasando desde los 30.000 habitantes de la época de Septimio Severo hasta los 400.000 que alcanzaría en el reinado de Justiniano. Una gran ciudad que cuadruplicaba la población de Tesalónica o Alejandría, por no hablar de las restantes. La ciudad había alcanzado su máxima extensión: aumentaría el número de iglesias, se haría más complejo el diseño del Gran Palacio, se perfeccionarían las obras públicas, pero a la altura del siglo V, lo esencial había sido realizado ya, en ningún caso sería posterior al siglo VI.
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La crítica -tanto española como extranjera y, sobre todo, francesa- siempre se refirió a estos artistas como la quintaesencia de lo español. Los términos que empleaba para hablar de sus obras eran el drama, la sobriedad, el misticismo, la fuerza, la veta brava, etc. Toda una serie de tópicos que se venían manejando desde el siglo XIX cuando se creó la imagen romántica de España y que se aplicaban tanto a Velázquez, Zurbarán, Goya, Ribera o Murillo como a Saura, Feito, Viola o Millares. El recurso a lo español se ve muy claro en los textos de El Paso y en los títulos de sus obras, pero no tanto en ellas mismas. Mirando los cuadros y las esculturas simplemente es difícil ver todas esas cosas. Se ven informas gestuales, calientes, pero no más que las americanas, francesas, alemanas o italianas. Y los títulos no me parecen un argumento de peso en favor de ese supuesto españolismo, porque dos cuadros iguales pueden llevar títulos tan diferentes como Número 74 y Saeta, por ejemplo. Más bien creo que los artistas de El Paso explotaron esa fama de veta brava por razones de estrategia, porque resultaba útil tanto dentro de su propio país como fuera. En España se movían con enormes dificultades y los títulos contribuían a hacer más digerible esa pintura o escultura formalmente incomprensible. Saeta, Petenera, Toledo... eran términos que aludían a fenómenos del patrimonio común y que incluso formaban parte de la propaganda oficial; por tanto se oían mejor que Estudio 45 o Pintura a secas. Fuera de España resultaban también útiles porque a la crítica le gustaba -todavía le gusta- encajar las nuevas realidades en los viejos cajones, según los cuales España, los españoles y su arte eran siempre violentos, dramáticos, desgarrados, austeros, serios...Por otro lado, su condición de informalistas -abstractos- facilitaba su éxito y, aunque estuvieran en contra del régimen, el poder utilizaba sus obras como muestra de la normalización política de nuestro país. Modernos, internacionales y abstractos, eran la mejor embajada, el mejor escaparate que tenía en el extranjero una dictadura poco dispuesta a dejar de serlo. Los puntos de contacto con el éxito del expresionismo abstracto en Estados Unidos son claros, salvando todas las distancias: tanto los norteamericanos a mediados de los cuarenta, como los españoles en Madrid diez años después, hicieron un trabajo que era precisamente el que en esos momentos hacía falta políticamente para consolidar, en un caso, o inventar, en otro, el prestigio internacional de un país. "Quiero cuadros muy grandes, muy abstractos y muy españoles", decía González Robles en 1959 a los artistas. Si para un príncipe del Renacimiento italiano era un motivo de prestigio y un modo de hacer política el disponer de Miguel Angel o de Leonardo, las cosas no han cambiado tanto cinco siglos después.El Paso en España es sinónimo de informalismo, pero ellos no fueron los únicos. Lucio Muñoz (1930), un pintor formado en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, vinculado por lazos familiares y de amistad al grupo de realistas madrileños, hizo un personal informalismo matérico por libre en los mismos años de El Paso, lo que le acarreó no pocas dificultades para encontrar un sitio en el panorama artístico español. Interesado por las texturas y la materia desde sus inicios como pintor figurativo, y tras pasar por París en 1956, se embarca en la abstracción y utiliza la madera como soporte y como material artístico para construir sus cuadros. La madera aparece primero en forma de collage pero, poco apoco, va adueñándose del cuadro hasta hacerse la protagonista absoluta y desplazar a todo lo demás. Su presencia es una presencia bruta, resuelta a base de arañazos, raspaduras y desgarros, propios muchas veces del trabajo escultórico, a los que se añade algo de pintura de colores oscuros. Con esta técnica realiza en 1962 su obra más importante, el altar mayor de la basílica de Aránzazu, un lugar mítico para el arte de esta segunda vanguardia. En la iglesia de Sáenz de Oiza construye un mural de más de seiscientos metros cuadrados, que traerá muchos otros después. Incapaz de permanecer inmóvil y abierto a los nuevos tiempos, Lucio Muñoz vuelve a incluir sugerencias figurativas en sus cuadros de los años sesenta.Otros artistas como Manuel Hernández Mompó (1927-1992) trabajaron en lo que V. Bozal ha llamado la galaxia del informalismo.
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Tras el primer libro de Ràfols, hay un olvido en los años treinta y cuarenta de la obra de Gaudí para, durante los cincuenta, remontar imparablemente su fama con una mejor y distante valoración del simbolismo, cubismo, expresionismo, surrealismo, organicismo, brutalismo, estructuralismo, informalismo, etc., corrientes acusadas o larvadas en su obra. Así pues, la lección de Gaudí no solo será seguida por sus fieles colaboradores -caso del no titulado Francesc Berenguer i Mestres (1866-1914), Domènec Sugrañes i Gras (1878-1938;t. 1912), o Josep María Jujol i Gibert (1878-1949; t. 1906)-, sino que serán muchos los arquitectos y demás artistas afines a su estética, admiradores o deudores de su genio en algún momento de sus trayectorias profesionales: R. Steiner, H. Poelzig, D. Böhm, H. Finsterlin, Le Corbusier, E. Mendelsohn, H. Scharoum, H. Moore, E. Torroja, S. Dalí, O. Niemeyer, F. Candela, E. Saarinen, J.A. Coderch, F.J. Sáenz de Oíza, G. Bohm, R. Vázquez Molezún, O. Bohigas, F. Otto, R. Bofill..., incluso en los medios cinematográficos, además del cine expresionista, en W. Disney, o en los decorados de E.B. Willis para "The Wizard of Oz" de V. Fleming-K. Vidor. Esta y no otra ha sido la fortuna de quien vivió con modestia, tuvo muy mala suerte en el amor humano, ayunó hasta casi morir, renunció a encargos de arquitectura civil desde 1910 para dedicarse a su Templo, pidió limosna muchas tardes para costearlo y murió como pobre en el Hospital de la Santa Cruz un 10 de junio de 1926, a las cinco de la tarde, siendo sepultado dos días después en la Cripta de la Sagrada Familia.
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El caudillo Almanzor murió en 1002 y sus dos hijos y sucesores, tratando de detentar el poder de al-Andalus manteniendo en la sombra al califa omeya Hisam II, no supieron como él paliar esta situación con éxito; el segundo, Sanchuelo, aún agravó más la reacción de los legitimistas omeyas, pues arrancó al califa su designación como próximo heredero al califato, y estalló un golpe de Estado, en el que Sanchuelo fue asesinado y destronado Hisam II, proclamándose en su lugar otro omeya, al-Mahdí, en febrero de 1009. Este al-Mahdí persiguió a los partidarios del régimen anterior amirí, es decir de Almanzor y sus hijos, ostentosamente apoyados en los eslavos y en los beréberes nuevos, recientemente llegados a al-Andalus; ambos grupos salieron de Córdoba y empezaron a buscar un territorio donde y del que vivir, iniciando así sus autonomías en taifas. Mientras, la guerra civil ardía más o menos por todo el país y, sobre todo, en Córdoba, donde hasta la abolición del califato, en 1031, se sucedieron trece proclamaciones califales de seis omeyas, alguno de ellos depuesto y tornado al trono en más de una ocasión, y de tres hammudíes, príncipes magrebíes que lograron también, a río revuelto, el cada vez menos ilustre califato de Córdoba, donde ellos también eran quitados y repuestos por segunda vez. Así se siguió hasta noviembre de 1031, en que los cordobeses "abolieron el califato, porque no había otra alternativa, y expulsaron de Córdoba a todos los omeyas", cuenta el gran cronista lbn Hayyán, que presenció los hechos y cuyo relato emociona por la impasibilidad desesperada con que traza los últimos pasos de una época que fue gloriosa y que había empezado a clausurarse desde una veintena de años atrás. Entre 1009 y 1016 la unidad andalusí ya había sufrido el recorte de las taifas de Almería y Murcia, Alpuente, Arcos, Badajoz, Carmona, Denia, Granada, Huelva, Morón, Santa María del Algarve, Silves, Toledo, Tortosa, Valencia y Zaragoza, además de otras de cronología incierta. Y este panorama permite ver cómo madrugaron en sus autonomías las marcas, con sus capitales de Zaragoza, Toledo y Badajoz y las prolongaciones medias de Albarracín y Alpuente, notándose además la rápida iniciativa de los eslavos y de los beréberes nuevos; ambos elementos jugaron un papel detonante en la fragmentación política territorial.
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La ausencia de encargos durante el periodo que duró la Guerra de la Independencia provocó la realización de una serie de obras salidas de la imaginación de Goya. Y como ya había demostrado en los Caprichos, su imaginación era muy fecunda por lo que estas imágenes serán muy curiosas. En La fragua el maestro se interesa por representar el duro trabajo de los herreros, adelantándose al Realismo que se impondrá en Francia en la segunda mitad del siglo XIX. Tres figuras rodean una fragua sobre el que uno golpea para modelar el hierro que otro sujeta. Un tercero parece avivar el fuego de la fragua para que el mineral no se enfríe. La tensión de los tres personajes anónimos es perfecta, mostrándonos el esfuerzo de los artesanos que trabajan para que España consiga vencer al gigante francés dirigido por Napoleón. Podríamos encontrar cierta simbología en esta imagen; los herreros serían los integrantes del pueblo español mientras el hierro representa el Ejército francés. La pincelada empleada por Goya es rápida y empastada, sin interesarse por detalles pero sí por ambientes y atmósferas. Los colores pardos y negros empleados son característicos de este momento, contrastando con el blanco. Podríamos encontrar ciertos ecos de Rembrandt, tanto en el colorido como en la técnica, y de Velázquez en el ambiente creado.
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La Guerra de la Independencia será una de las experiencias más dramáticas de la vida de Goya. Su pintura va a sufrir una intensa transformación haciéndose más oscura, más triste, en sintonía con la situación del pueblo español. Las tonalidades negras y marrones inundan sus obras plenas de dramatismo y sentimiento. Al no tener demasiados encargos trabajará en asuntos diversos, desde bodegones a pequeñas obras de "capricho" como llamaba el pintor a los temas salidos de su fecunda imaginación. La fragua se encuadra dentro de estos "caprichos" caracterizados por su expresionismo - Gassier y Wilson los denominan "cuadros salvajes" -, por la rápida pincelada empleada y por la contundente iluminación. Observamos a tres robustos hombres situados en una disposición triangular trabajando duramente para moldear el hierro. Sus cuerpos en tensión no han sido detallados, interesándose el pintor más por la acción que por sus anatomías. Dispuestos en el centro de la estancia, la luz procedente de la izquierda resbala por sus musculosa, mostrando otro foco de luz tras la ventana. El resto de la estancia está en penumbra, resaltando aun más los cuerpos semidesnudos de los herreros. El color rojizo del hierro en fundición anima una escena protagonizada por negros, marrones y blancos amarillentos, aumentándose el realismo de una escena que se anticipa a las de Courbet o Millet. La referencia a Velázquez también es destacable, existiendo ecos de la Fragua de Vulcano.
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Pintado por Velázquez hacia 1630 en su primer viaje a Italia, fue posteriormente comprado por Felipe IV en 1634. El tema elegido está inspirado en las Metamorfosis de Ovidio: Apolo se acerca a la fragua de Vulcano para contarle la infidelidad de su esposa, Venus, con Marte. Al escuchar la noticia toda la fragua se queda petrificada: esta sensación la ha conseguido perfectamente el artista. Velázquez se ha puesto en contacto con el arte italiano, como se observa en las anatomías de los ayudantes de Vulcano, situados en diferentes posturas para demostrar el dominio de las figuras. También se advierte el interés mostrado por conseguir el efecto espacial, recurriendo a disponer figuras en diferentes planos, ocupando todo el espacio, relacionándose a través de líneas en zig-zag. La luz también ha experimentado un sensible cambio al modelar con ella las formas de los cuerpos que revelan la estructura de los huesos y músculos bajo la piel. Se advierte que estamos, sin duda, ante una nueva fase del arte velazqueño.
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Como en el resto de Europa, también en Francia el final de la guerra vino acompañado por una situación catastrófica. Había, por ejemplo, cinco millones de personas desplazadas y 40.000 supervivientes de los campos de concentración alemanes (sólo el 20% de los que fueron enviados a ellos). El peso de las muertes fue, sin embargo, dos veces menor que tras la Primera Guerra Mundial. Francia contaba con 1.450.000 vidas menos, pero debía tenerse en cuenta que un tercio de esta cifra correspondía al déficit de nacimientos. En contrapartida, los desastres materiales eran mucho mayores: era utilizable menos de la mitad de la red ferroviaria y una cuarta parte del capital inmobiliario había desaparecido. Desde 1938, el costo medio de la vida se había triplicado y existía un déficit de, al menos, un tercio en lo referente a los productos de primera necesidad. Aparte de todo ello, existía un problema político de primera importancia que se resume en el término "depuración". Camus, hablando de él, pudo decir que "su terrible nacimiento es el de una revolución" pero, con el paso del tiempo, acabó afirmando también que "el camino de la justicia no es fácil de alcanzar". La depuración comenzó con un elevado número de ejecuciones sumarias en aquellos departamentos en los que la lucha fue más dura. Hubo en ellos 9.000 ó 10.000 muertes por esta razón y a ellas se deben sumar otras 700-800 tras la celebración de juicio. Las ejecuciones sumarias fueron más habituales en el medio rural, en un momento en el que los poderes públicos no podían actuar ya que, cuando pudieron hacerlo, impidieron la multiplicación de las ejecuciones. En el momento del fin de la guerra, en abril de 1945, había, además, 126.000 prisioneros franceses. En meses sucesivos, fueron instruidas 160.000 causas, de las que los resultados pueden clasificarse de la siguiente forma: 45% de absoluciones; 25% de degradaciones nacionales, una pena tan sólo moral; 16% de penas de prisión; 8% de trabajos forzados y 4% (7.037) de penas de muerte de las que, como se ha apuntado, sólo en una décima parte fueron ejecutadas. La depuración administrativa fue importante en la policía, en especial en la de París, pero casi tan sólo en ella; solamente en regiones germanoparlantes -Alsacia y Lorena- el número de los depurados llegó al 10% en determinadas categorías administrativas. Dos tercios de los franceses consideraron insuficiente la depuración, que en la práctica estaba concluida en 1950. Predominó la necesidad de dar respuesta a las necesidades de reconstrucción del Estado, pero también la de una necesidad de unión nacional que el propio De Gaulle proclamó. Sólo los intelectuales y los artistas sufrieron de forma especial la depuración y aun así se aplicó con la prohibición de escribir o exponer. Francia, en suma, en su tratamiento a los posibles colaboracionistas, fue mucho más clemente que los Países Bajos, Dinamarca o Noruega. A pesar de la influencia del Partido Comunista, en realidad nunca hubo un auténtico peligro revolucionario. Los comisarios de la República nombrados por De Gaulle evitaron que ese peligro existiera. El Gobierno provisional que el general presidía estaba formado por trece personas de partido y nueve independientes, con la colaboración de los comunistas. Las milicias de partisanos fueron desarmadas con la promesa de llegar a la instauración de "una verdadera democracia económica y social". El diario Combat aludía a esta promesa en términos tan vagos como ansiosos de renovación, como "acabar con la mediocridad y con las potencias del dinero". La existencia de una Asamblea Consultiva Provisional sirvió también para hacer desaparecer el poder que habían adquirido durante la guerra los órganos de la resistencia. La vida política se reestructuró, a menudo con hombres nuevos, pero sin una radical ruptura con el pasado republicano. La mayor novedad fue el auge del comunismo. El PCF disponía en 1946 de 800.000 afiliados y el 25% de las tiradas de la prensa y se presentaba, además, como el "partido de los fusilados", lo que le dotaba de una especie de plus de legitimidad. La derecha, sin embargo, había presenciado también la aparición del MRP -Mouvement Républicain Populaire- como partido de masas vinculado con el mundo católico. Tras la previa celebración de un referéndum sobre una posible Asamblea constituyente y sobre la organización de los poderes políticos con carácter provisional, tuvieron lugar unas elecciones que dieron un 25% al MRP, PCF y la socialista SFIO, con el resto del voto repartido entre moderados y radicales, herederos unos y otros de la política de la Tercera República. De Gaulle, que mantuvo el Gobierno de coalición, evitó que los comunistas pudieran ocupar carteras decisivas: Asuntos Exteriores, Ejército e Interior. Lo sucedido en algunos países de Europa Central y del Este testimonia que de esta manera, en efecto, el PCF hubiera podido multiplicar su influencia. Muy pronto, sin embargo, se demostró que los proyectos políticos de la Asamblea y de De Gaulle eran incompatibles y, en enero de 1946, el general dimitió y quedó temporalmente marginado de la vida política. Mientras tanto, se habían adoptado ya algunas medidas importantes en el terreno económico, facilitadas por el peculiar clima de transformación social asociado con la victoria. Incluso los comunistas proclamaban que "producir es el más patente deber de clase" y hasta el mismo De Gaulle parecía estar de acuerdo en la idea de que "las grandes fuentes de riqueza" le debían corresponder a la colectividad. Así se explican las dos oleadas de nacionalizaciones efectuadas en el invierno de 1944-5 y en el de 1945-6. En la primera de ellas, se nacionalizaron las fábricas Renault, por el colaboracionismo de su propietario con el enemigo, y se creó un conglomerado unitario con las hulleras, pero también hubo casos de presión nacionalizadora de los obreros como en el caso del transporte público. En un segundo momento, se produjo la nacionalización de la banca de depósitos y de los seguros. En realidad, las nacionalizaciones fueron el fruto coyuntural del viejo dirigismo del Estado empeñado en la batalla por la recuperación económica. Fueron tecnócratas quienes ocuparon los puestos directivos, en vez de una élite dirigente nueva surgida de los sindicatos. Aun así se crearon los comités de empresa que institucionalizaron el papel de los sindicatos en la empresa. En 1948, el porcentaje de la producción nacionalizada -el 14%- se acercaba a las cifras de Gran Bretaña. Otras medidas complementarias fueron la unificación de todos los seguros sociales en un organismo administrativo único y, en 1947, la generalización de buena parte de ellos. A las reformas sociales les acompañó el comienzo de la planificación. En enero de 1947, se aprobó el primer plan pero un año después todavía el nivel de vida francés estaba un 30% por debajo del de antes de la liberación. En suma, los cambios habían sido importantes: acerca de ellos, diría De Gaulle que el pueblo francés no suele hacer reformas más que en tiempos de revolución. La política exterior francesa tras la liberación resultó reticente y tensa con los anglosajones y más abierta, pero sin acuerdos finales, con relación a la Unión Soviética, que De Gaulle visitó en 1944. Unos y otra acusaron al general francés que si pedía mucho era por su concepción de Francia más que por su megalomanía que, además, era compartida por sus compatriotas. Desde el momento del desembarco en Normandía, los franceses opinaron que su país había vuelto a recuperar el puesto de primera potencia que le correspondía e incluso no escatimaron críticas a los norteamericanos por la insuficiencia de su ayuda. Pero el papel que podía desempeñar un Ejército de solamente 460.000 hombres -en el que apenas 700 oficiales habían sido depurados- era limitado. Francia obtuvo ciertamente el estatuto de gran potencia, pero se trataba de un traje que le venía demasiado grande. Su propósito esencial, que era mantener una Alemania dividida e impotente, muy pronto fue abandonado, lo que a medio plazo resultó positivo. Con respecto a su Imperio colonial, la política que se siguió fue mucho más liberalizadora que emancipadora. En enero de 1944, tuvo lugar una conferencia en Brazzaville que decidió la departamentalización de algunas colonias, como Martinica, la abolición del trabajo forzado o la existencia de un doble colegio electoral para indígenas y franceses. Francia aparecía retrasada con respecto a otras potencias coloniales, en un momento en que se mostraban los primeros síntomas de descolonización. Los problemas de orden público en la ciudad argelina de Constantina provocaron un centenar de muertos, pero la represión que les siguió causó entre 6.000 a 8.000. Los problemas más graves fueron los que tuvieron lugar en Indochina, donde en septiembre de 1945 fue proclamada la República Democrática de Vietnam. Muy pronto, se llevaron a efecto operaciones militares que acaba rían costando miles de muertos, mientras que Francia ya había decidido no negociar hasta que no se hubiera producido una victoria militar sobre el terreno de combate. En la metrópoli, mientras tanto, el abandono del poder por De Gaulle tuvo como resultado que se entrase en una nueva etapa de la vida política. En adelante, la escena pública vivió en un matrimonio de conveniencia, decidido entre partícipes que mostraban muy escasa homogeneidad. El MRP admitió la formación de un Gobierno presidido por un socialista, después de que el general Billotte, a cargo de la cartera de Defensa, dejase clara su nula simpatía por los comunistas. El Gobierno estaba compuesto por siete socialistas, seis del MRP y seis del PCF. Con él, se procedió a la elaboración de una Constitución, con la manifiesta pretensión de dar a luz una "democracia avanzada". El MRP defendió la idea de un ejecutivo fuerte, pero la izquierda impuso una asamblea parlamentaria única y un presidente casi sin poderes. El referéndum del mayo de 1946 dio un resultado negativo y, en las elecciones inmediatas, el MRP creció mientras los socialistas bajaban y radicales y moderados progresaban. Ya la izquierda no era mayoritaria en el país. De Gaulle se creyó entonces llamado de nuevo al poder y en un famoso discurso pronunciado en Bayeux propuso una presidencia capaz de hacer posible un auténtico arbitraje nacional. Pero un segundo referéndum constitucional acabó con la victoria del sí. De Gaulle ironizó entonces sobre una Constitución que tenía nueve millones de votos a favor, ocho indiferentes y otros ocho negativos. En realidad, el bicameralismo de la nueva Constitución -la introducción de una segunda Cámara fue la novedad más importante- lo fue tan sólo de fachada y el papel del presidente era muy limitado. Pero los tres grandes partidos de masas confiaron en el sistema, mientras que en la práctica la instalación del sistema tripartidista coincidió con su crisis. En 1947, se produjo una serie de cambios decisivos. Por una parte, Francia aceptó el Plan Marshall, en un momento en que la ración de pan por habitante era un tercio inferior a la de 1942, mientras Bidault, el inquieto dirigente del MRP, cedió en las peticiones hechas en otro momento por De Gaulle sobre Alemania. Mientras tanto, la evolución del Imperio acentuaba todas las impresiones pesimistas. Hubo casi 90.000 muertos como consecuencia de una sublevación en Madagascar y, en enero de 1948, fue creado en El Cairo un Comité de Liberación de África del Norte con líderes nuevos y antiguos, como Burguiba y Abd-el Krim. Pero el cambio decisivo se produjo cuando, en marzo de 1947, los comunistas no votaron los créditos militares y el Gobierno Ramadier supuso su expulsión del poder. Al mismo tiempo, se evidenciaron dos cambios decisivos que representaban otras tantas amputaciones de una República naciente. Thorez, el líder comunista, incrementó las reivindicaciones sociales y, por otra parte, la victoria del anticomunista Mollet en el partido socialista hizo aparecer algo que era inimaginable hacía poco tiempo, es decir, un Gobierno sin los comunistas. Durante meses hubo una auténtica psicosis de golpe de Estado; De Gaulle, por ejemplo, señaló que el adversario estaba solamente a una distancia de dos etapas de la Vuelta a Francia. El país aparecía dividido en tercios, y sólo uno de los cuales, el que constituía la Tercera Fuerza -MRP y moderados- podía gobernar. Las fuertes tensiones sociales del momento, incluso con actos de violencia, daban la sensación de inminencia revolucionaria cuando en realidad los comunistas, alentados desde Moscú, buscaban agitación, pero no subversión. Entre 1948 y 1952, Francia recibió el 20% del total de la ayuda norteamericana prestada a Europa. Eran unos dólares que llegan en el momento apropiado, facilitando la planificación, y también la inversión, en una circunstancia económica crítica, pero la opinión pública francesa no tuvo nunca claro si se identificaría con los norteamericanos en el caso de un conflicto mundial. Por otra parte, Francia participó en primera fila en el movimiento europeo y en todas las iniciativas de defensa y de carácter económico que hicieron posible que Europa superara la dramática situación reinante. Fue un francés, Jean Monnet, procedente de la Comisaría del Plan, uno de los autores de la CECA. Éste fue también el caso de la Comunidad Europea de Defensa. En octubre de 1950, la propuesta de crear un ejército europeo con tropas alemanas fue francesa, aunque comunistas y gaullistas no quisieron aceptarla, pero el propio Parlamento francés se encargaría posteriormente de hacerla imposible. Al mismo tiempo, la mayor parte de la clase dirigente francesa demostró una incapacidad absoluta para entender el fenómeno de la descolonización. La guerra entablada en Indochina se convirtió en una guerra contra los comunistas, en el ambiente de la guerra fría. En 1954, ya el 80% de los gastos de aquel conflicto era costeado por los norteamericanos, de lo que los comunistas dedujeron que la sangre francesa e indígena era intercambiada por dólares. A partir de los últimos años cuarenta, acabó remitiendo la brutalidad de la confrontación social, que en ocasiones causó muertos pero que también tuvo como consecuencia disminuir drásticamente el número de los afiliados a la CGT. El RPF -Rassemblement du Peuple Français- de inspiración gaullista, rompió la línea de separación entre derecha e izquierda actuando de una forma un tanto especial que contribuía a hacer disminuir las posibilidades de estabilidad del sistema político. Estar a la espera se convirtió para los políticos de la IV República en una obligación: según Queuille, uno de ellos, la política no consistía en resolver problemas sino en hacer que se callaran los que los planteaban. Los Gobiernos se componían habitualmente por un tercio de democristianos, otro de socialistas y un tercero de radicales y moderados. Pero ni siquiera esta unión de fuerzas produjo la ansiada estabilidad. Cada problema tenía una mayoría parlamentaria: los democristianos debían, por ejemplo, pactar con la derecha sobre la financiación de la escuela privada. MRP y socialistas perdían masas de votantes mientras que, enfrente, reaparecían hombres de la Tercera República, derechistas y radicales. Un nuevo procedimiento electoral que introdujo los emparentamientos entre fuerzas afines facilitó la colaboración entre los partidos gobernantes pero, incluso así, no llegaban más que a un 54% del sufragio total. Lo característico de la política francesa a partir del comienzo de la década de los cincuenta fue una mezcla de estancamiento y tímida aparición de posibles soluciones alternativas. "Gobernar sin elegir" parecía la divisa política por excelencia. Las crisis gubernamentales de cuarenta días daban la sensación de que Francia era "el enfermo de Europa". En el Parlamento, existía una mayoría para cada problema pero no, en cambio, una personalidad capaz de llevar a cabo una acción clara y duradera en todos los terrenos. En marzo de 1952, la constitución del Gobierno Pinay, en el que colaboraron algunos votos gaullistas, supuso un cierto cambio en el terreno económico. Pinay representó la política del buen padre de familia y del empresario prudente, que le proporcionó una popularidad que sus sucesores no lograron. De este modo, consiguió detener la inflación, pero los demás grandes problemas permanecieron sin resolver. En junio de 1954, Mendès France personificó un intento de aplicar una política nueva basada en la tecnocracia y en los equipos jóvenes, la voluntad de decisión y la apelación directa al pueblo. Supo, por ejemplo, mostrando una mayor conciencia de lo inevitable de la descolonización, acabar con la Guerra de Indochina y consiguió hacer aprobar una "reformita" por la que en adelante sólo se necesitaría la mayoría simple para formar Gobierno, que, sin embargo, debería ser presentado en conjunto al Parlamento. Éstos fueron ejercicios de realismo y testimonios de su búsqueda de la estabilidad. Pero Mendès France, identificado con un partido radical que no le apoyaba en su totalidad, acabó limitándose a ser un precursor, una especie de san Juan Bautista que no vería el definitivo triunfo de sus ideas. Por su parte, Pierre Poujade, un dirigente autoritario que gozó de una súbita popularidad luego desaparecida, protagonizó un movimiento de protesta contra los impuestos, que en las elecciones de 1956 le llegó a proporcionar el 11% del voto. Le apoyaron quienes "se debaten con ruido y con los gestos desordenados de gentes que se ahogan" (Siegfried). Su movimiento era, por tanto, un síntoma de la existencia de una crisis política, pero en ningún caso trató de resolverla. En otros campos, la crisis era menos patente. Por lo que respecta a la evolución económica, la creación de un Plan en cuyas comisiones participaron todos aquellos que debían aplicarlo, tuvo la ventaja de conseguir la continuidad en el crecimiento. La dirección del Plan, en efecto, apenas cambió, por más que los ministerios lo hicieran con frecuencia. En 1953, la producción superaba en un 19% la de 1938. La tasa anual de crecimiento no pasaba del 4.5% -el 7% en producción industrial- y se mantenía muy lejos de las de Italia y Alemania, pero era una cifra espectacular en comparación con la de otras épocas de la Historia de Francia. La industria pesada y energética fue el motor fundamental, en especial la electricidad, mientras que la agricultura resultaba preterida. Tras las iniciales ilusiones colectivistas, pronto la política francesa presenció el retorno al terreno económico de los liberales, como Pinay. Por más que no lo pareciera, dado el espectáculo que ofrecía el panorama político, una Francia en que cada año había 860.000 habitantes más empezaba a responder al reto de la modernización. Pero, aun impotente y llena de problemas, la IV República no fue por completo estéril. Si desde el punto de vista político estuvo dominada por la inestabilidad, al menos trató de crear una democracia nueva. Sus propuestas sociales y también las económicas contribuyen a explicar de forma vigorosa el progreso experimentado por Francia a partir de la posguerra.
contexto
Monarca brillante, tortuoso y "más moderno que medieval", Luis XI (1461-1483) heredó el prestigio y los aparatos institucionales de la monarquía de Carlos VII. Este legado y unos colaboradores eficaces le permitieron acentuar el autoritarismo de su padre y abordar una consolidación interior de las estructuras monárquicas (crecimiento de los recursos hacendísticos, reforzamiento militar, avance de la jurisdicción real) que se tradujo en una poderosa expansión exterior. Como en tiempos anteriores, esta política chocó con los grandes príncipes territoriales, los duques Carlos de Berry (hermano del rey), Francisco II de Bretaña y el conde Carlos de Charolais, hijo de Felipe el Bueno y heredero de Borgoña. Estos formaron una nueva alianza nobiliaria -Liga del Bien Público- que se enfrentó militarmente al monarca en la batalla de Montlery, cerca de París (julio-1465). El choque tuvo un final confuso, pero la capital se mantuvo fiel al monarca y este disolvió la Liga cediendo Normandía a Carlos de Berry y las ciudades del Somme a Borgoña. Esta victoria sobre "las fuerzas disolventes de la nueva feudalidad príncipesca" fue relativa, pues las concesiones de Luis XI crearon un conjunto de territorios atlánticos (Bretaña-Normandía-Somme-Borgoña) peligrosos para los futuros intereses monárquicos. Esta amenaza se acentuó cuando el conde Carlos se convirtió en duque de Borgoña (1467). Brillante, caballeresco e impulsivo, Carlos el Temerario (1467-1477) quiso ampliar y cohesionar los extensos y ricos territorios borgoñones situados entre Francia y el Imperio. La coincidencia de objetivos políticos entre Luis XI y su más poderoso vasallo hizo inevitable el choque. Mucho más cuando en 1468 se reprodujo la extinguida alianza entre Borgoña e Inglaterra con el matrimonio de Carlos y la hermana de Eduardo IV, lo que resucitó el fantasma de la Guerra de los Cien Años. El enfrentamiento militar se saldó en la batalla de Péronne (1468) con la derrota y prisión de Luis XI. Victorioso y con el apoyo circunstancial de Inglaterra, Saboya, Venecia, Milán y la Corona de Aragón, Carlos el Temerario se expandió en Renania adquiriendo la alta Alsacia (1469) y el ducado de Güeldres (1473). Estos éxitos le impulsaron a solicitar el titulo de rey, que no le fue concedido por el emperador Federico III. Fruto de esta política fue el trascendental matrimonio de su hija María con Maximiliano de Habsburgo, origen de la futura unión de los territorios borgoñones e imperiales. Entre 1470 y 1473 el maquiavélico Luis XI aprovechó las luchas internas en Inglaterra pare deshacer la coalición nobiliaria. A la muerte de Carlos de Berry, Luis XI derrotó al conde de Armagnac, apresó al conde de Alençon y alejó a los duques de Bretaña y Anjou. Tras imponerse en las islas, Eduardo IV desembarcó en Francia en 1475 pare combatir a Luis XI junto a Carlos el Temerario. Pero el rey francés supo explotar la resistencia de Lorena a la reciente ocupación borgoñona y aislar al rey inglés. Finalmente, Eduardo IV y Luis XI firmaron los acuerdos de Picquigny (25-agosto-1475), por los que la alianza anglo-borgoñona quedó disuelta y el monarca inglés renunció definitivamente al trono de Francia a cambio de una compensación económica. Con este tratado se puso oficialmente punto final a la Guerra de los Cien Años. Libre de las intrigas nobiliarias y de la amenaza inglesa, la "universal araña" -como llamó el contemporáneo Felipe de Commines a Luis XI- acometió la destrucción de Borgoña. Para ello, explotó las dificultades que Carlos el Temerario se había creado al enfrentarse a la coalición formada por las ciudades de Lorena, Suabia y la Confederación Helvética. Fue precisamente la moderna infantería suiza la que destrozó a la brillante caballería pesada borgoñona en las batallas de Grandson y Morat (marzo/julio-1476), fracasos que precedieron a la derrota y muerte de Carlos el Temerario durante el asedio de Nancy (1477). Muerto su enemigo, Luis XI procedió a la desmembración e incorporación de Borgoña a la Corona francesa. En dos años ocupó las dos Borgoñas (condal y ducal), Hainaut, Boulogne, Picardía y Artois. La solución final al destino de Borgoña se tomó en la paz de Arras (1482). Francia retuvo casi todos los territorios ocupados y María, hija de Carlos el Temerario y esposa de Maximiliano I de Austria, conservó los Países Bajos, mientras que parte de Borgoña, Luxemburgo y el Franco-Condado pasaron al Imperio. Con la muerte de Carlos el Temerario finalizó un peculiar experimento político construido por los duques borgoñones durante el siglo XV. Felipe el Bueno (1419-1467) hizo de Borgoña el gran ducado de Occidente, una potencia caracterizada por su poderío económico y su brillantez caballeresca -Orden del Toisón de Oro (1429)- y cultural. Al acentuar la centralización iniciada por sus predecesores -Cámaras de cuentas (Dijon, Lille y Bruselas); cortes de justicia (ducal y condal); Tesoro; ejército permanente sobre el modelo francés (desde 1471); Gran Consejo Ducal-, estuvo cerca de constituir un Estado monárquico (reunió Cortes generales de todos los señoríos en 1463), pero su hijo Carlos el Temerario precipitó esta tendencia al querer convertir Borgoña en una gran potencia continental. La lenta consolidación institucional y el esplendor cultural no fraguaron frente la diversidad geográfica y política de Borgoña y la voluntad expansiva de la Francia de Luis XI. La proyección exterior de la monarquía francesa se produjo también en otras direcciones -Orleans, Borbón, Rosellón y Cerdaña (1462); Anjou, Maine y Provenza (1475-1481); Navarra y Saboya-. Con la vinculación del ducado de Bretaña a la Corona (1491), Francia se convirtió en la monarquía más extensa y cohesionada de Occidente. Ello permitió a Carlos VIII (1483-1498) planear la expansión sobre Nápoles (1494), proyecto que en buena medida explica las concesiones simultáneas realizadas por el rey francés a sus enemigos: tratado de Étaples (1492) con Enrique VII de Inglaterra; restitución de Rosellón y Cerdaña a Fernando el Católico en el tratado de Barcelona (1493); y de Borgoña, Artois, Charolais y Noyon a Maximiliano I en el tratado de Senlis (1493).
contexto
A la muerte de Felipe Augusto en 1223 sucede el breve pero fructífero reinado de Luis VIII. El nuevo monarca no carecía de experiencia política ni militar. En La Roche-Aux-Moines -en las vísperas de Bouvines- y en menor grado en su aventura inglesa de meses después, había mostrado su valor en el campo de batalla. Una vez elevado al trono confirmó las buenas perspectivas. En 1224 eliminó la presencia inglesa en el Poitou y el Aunis. Meses después se embarcaba en la cruzada contra los albigenses con lo que la casa real Capeto reforzaba su interés por los asuntos del Midi. En 1226 el ejercito real conquistaba Aviñón pero Luis VIII moría al poco tiempo. Luis VIII dejaba a un menor como heredero del trono -Luis- y otros vástagos a los que se dotó con importantes "apanages": a Roberto se le otorgaba Artois, a Alfonso, Poitou y Auvernia, y a Carlos, Anjou y Turena. La regencia fue ejercida por la reina viuda Blanca, una princesa castellana hija de Alfonso VIII. A esas alturas nadie discutía el sistema de sucesión aunque sí el procedimiento de gestionar el gobierno durante la minoridad del rey. Un grupo de nobles encabezado por Teobaldo IV de Champaña y por Pedro Mauclerc, consorte de la duquesa de Bretaña, trataron de imponerse a Blanca solicitando, incluso, el apoyo de Enrique III de Inglaterra. Imprudente decisión que la regente, mujer de extraordinaria energía, supo explotar a fondo recabando el apoyo de la baja nobleza francesa y de las "buenas ciudades del reino". Los rebeldes hubieron de ceder y Luis IX pudo acceder a la mayoría de edad sin mayores sobresaltos. Durante años, sin embargo, el papel de la reina madre había de manifestarse algo más que en la sombra. La realeza Capeto prosiguió la consolidación de posiciones en el Mediodía de Francia. Desde 1229 y por un tratado suscrito en Paris, los Capeto ponían fin oficialmente a la guerra contra los albigenses y obtenían parte del condado de Tolosa. Alfonso de Poitiers casaba con la hija de Raimundo VII de Tolosa con lo que todo el territorio se veía abocado a caer a corto plazo en la esfera política de la casa real francesa. Una política matrimonial similar se llevó en relación con Provenza, territorio que hasta entonces había experimentado la lejana influencia del Imperio o la más cercana de Cataluña y que, a partir de ahora, recibiría la de París. En 1234 Luis IX casaba con Margarita, hija de Ramón Berenguer V de Provenza. Años más tarde, en 1245, Carlos de Anjou -hermano menor de Luis- se unía en matrimonio con una hermana de Margarita, Beatriz, y cobraba los derechos al condado provenzal. Las operaciones de alta política que permitían acercar el Mediodía francés a los intereses Capeto se reforzaron con otras de variado signo. Fue, así, la actuación de los senescales reales de Carcasona y de los tribunales inquisitoriales contra los restos de la herejía. Los pitones montañosos de Montsegur y Queribus, refugios de los más recalcitrantes cátaros, fueron tomados al asalto. La disidencia religiosa sufría con ello el golpe de gracia. Por los mismos años, además (1242), Luis IX obtenía sobre Enrique III las victorias de Taillebourg y Saintes abortando el último intento Plantagenet de tomarse la revancha por pasados descalabros. La tradición habla de cómo, tras estas victorias, Luis IX hizo una promesa que llevaría a la práctica seis años más tarde: emprender una nueva Cruzada. Embarcado en 1248 en Aigues Mortes, dejaba tras de sí un reino en el que Blanca de Castilla volvía a tomar las riendas del gobierno. Como operación militar, la llamada Séptima Cruzada dejó mucho que desear para los intereses cristianos. Un éxito inicial de Luis IX con la toma de Damieta en el delta del Nilo, se vio contrapesado con una grave derrota en Mansura. Roberto de Artois murió en el combate y el rey y gran parte de sus caballeros fueron hechos prisioneros. Una fuerte suma monetaria y la devolución de Damieta a los egipcios fueron el precio del rescate. En los meses siguientes, Luis dedicó sus inquietudes a recomponer las maltrechas posiciones francas en Ultramar. En Francia, mientras tanto, la regente Blanca de Castilla había de sofocar una grave conmoción social: la que pusieron en marcha los "pastoureaux" protagonistas de una de tantas cruzadas populares condenadas irremisiblemente al fracaso antes de ponerse en marcha. En 1252 la reina madre moría y Luis se veía forzado a retornar a su reino. Tras este regreso se inaugura la segunda etapa del reinado de Luis IX denominada "los buenos tiempos del señor san Luis". Generaciones de escolares franceses se han educado en el recuerdo de algunos personajes emblemáticos de su historia. En lugar destacado figura Luis IX Capeto, elevado a los altares en 1297. San Luis arrogado combatiente en Taillebourg; san Luis compartiendo cautividad con sus compañeros de armas tras Mansurah; san Luis administrando personalmente justicia al pie de la encina de Vincennes; san Luis enmendador de entuertos; san Luis ejerciendo de "prud'homme", lo que suponía practicar la discreción, mesura, lealtad, etc. La imagen del carismático Capeto, nutrida de los textos más hagiográficos que biográficos de Jean de Joinville o de Guillermo de Saint Pathus, adquiere unos perfiles un tanto blandos y dulzones en el retrato que nos transmitió de él la "Crónica" de Fray Salimbene: "delgado y fino, bastante flaco y esbelto; tenía un semblante angélico y una cara agraciada". Luis IX vivió -y ello contribuyó poderosamente a magnificar su imagen- en una Francia en pleno auge cultural: la de la eclosión del gótico y la de la expansión del movimiento universitario. A impulsos del rey se construyó la Sainte Chapelle, joya de la arquitectura ojival y se apoyaron fundaciones monásticas como Royaumont. En el círculo de personas que influyeron en el rey se encontraron miembros de las órdenes mendicantes -se le echará en cara una excesiva inclinación hacia ellos por parte del clero secular- como los franciscanos Roberto de Sorbón y Buenaventura de Bagnoreggio y los dominicos Tomás de Aquino y Vicente de Beauvais. La figura de san Luis no es tan monolíticamente positiva como la presentaron sus turiferarios. Los claroscuros son abundantes: guerrero valiente pero mediocre estratega militar; de piedad extrema pero severo y distante hacia su esposa y sus hijos; ferviente cristiano pero celoso de su autoridad frente a posibles manipulaciones desde Roma; hombre de su tiempo pero a la vez imbuido de un ideal cruzadista que empezaba ya a ser obsoleto; y, por último, monarca con un sentido cristiano de la política pero que no dudó en defender unos ideales de paz entre los príncipes que favorecían claramente los intereses de su dinastía. Este último apartado merecería especial atención. A el dedicó Luis IX buena parte de sus desvelos a la vuelta de Tierra Santa. Mediaciones en Flandes y Navarra colocaron a estos dos pequeños Estados en la órbita Capeto. Los mayores éxitos, sin embargo, se obtendrían en los acuerdos de paz suscritos entre 1258 y 1259 con Aragón y con Inglaterra. Con Jaime I, rey de Aragón y conde de Barcelona, se firmó el tratado de Corbeil. Luis IX renunciaba a cualquier derecho -olvidado ya prácticamente- sobre los condados catalanes de uno y otro lado del Pirineo. Jaime hacia lo propio con los territorios occitanos que, en los años precedentes, habían tenido estrechas relaciones con los soberanos de la Corona catalano-aragonesa. Jaime I cedía mucho más que el Capeto quien, de esta forma, veía avanzar sus posiciones hacia la línea del Pirineo. Con Enrique III fue el ya citado acuerdo de París. El inglés renunciaba definitivamente a Normandía, Poitou, Anjou, Turena y Maine. Retenía Guyena a la que, con generosidad interesada, san Luis añadió los obispados de Limoges, Cahors y Perigueux. Por la retención de estas tierras, el Plantagenet se declararía vasallo del Capeto. A principios de los años sesenta, el prestigio de Luis IX era reconocido en todo el Occidente. Avanzado el decenio, el monarca fue promulgando distintas ordenanzas. La última -1268- se dirigió contra los blasfemos en un intento de moralizar al reino y ponerle en disposición para una nueva cruzada. Poca fe había ya en una nueva expedición -pesaba aun el recuerdo de la de 1248- y hasta el muy fiel señor de Joinville se negó a acudir a ella. El ejército real desembarcó en el Norte de África pero quedó atrapado por las enfermedades delante de los muros de Túnez. Luis IX fue una de las víctimas de esta desdichada expedición cuyos maltrechos restos fueron salvados por su hermano Carlos de Anjou a la sazón ya rey de Sicilia. Con la muerte de san Luis (1270), se ha dicho, termina una época y una forma de hacer política.