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Personaje Literato
Poeta y fabulista, dota a sus obras de un carácter didáctico no exento de un bello acabado formal y estilístico. Autor de 241 fábulas, escribió también cuatro tomos de "Cuentos", "Climène" (1660) y "Filemón" (1685), además de algunas comedias. Heredero de la tradición fabulista griega y romana, con representantes como Esopo, añade elementos orientales para describir la vida de los hombres de la época. Para ello se sirve de personajes-tipo que representan cada uno de ellos posturas morales, vicios o virtudes. Los personajes son animales las más de las veces, de vida alegre y feliz y dedicada al disfrute y a la composición en verso. El retrato de actitudes y comportamientos le sirve para expresar su pesimismo acerca de los hombres, generalmente en forma de moraleja o conclusión final de tono didáctico.
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La transición política de la Monarquía a la República fue seguida por un conjunto de graves tensiones sociales internas que fueron aprovechadas por otros pueblos vecinos en un intento de reducir el control territorial y, si fuera posible, de conseguir la eliminación física de Roma. De ahí que, durante los primeros 70 años de la República, la Roma ya creada tuvo que revalidar en no pocas ocasiones su razón de ser. Según el relato tradicional, en el 509 a.C. se produjeron una serie de hechos fundamentales de la historia de Roma: la expulsión del último monarca, la toma de Roma por el ejército de Porsenna, la firma del tratado entre Roma y Cartago, el inicio de los Fastos Consulares (listas donde figuran los nombres de los cónsules, que servían como referencia para la datación de acontecimientos importantes) y la consagración del templo de Júpiter Capitolino. Parecen, desde luego, demasiados acontecimientos para un período tan corto de tiempo. De todos estos hechos, sólo se reconoce con seguridad como perteneciente al año 509 a.C. la dedicatoria del templo de Júpiter. Los restantes acontecimientos pudieron producirse en un lapso algo mayor, aunque con poca diferencia de tiempo. Los Fastos Consulares podrían ser un elemento preciso de datación, pero todos los historiadores coinciden en señalar que, al menos hasta el 503 a.C. presentan interpolaciones y dudas. A partir del 503 a.C. se consideran dignos de fe y resultan básicos para el estudio de la República. Otro sistema de cómputo se basa en el ritual del clavus annalis, práctica iniciada en el año siguiente de la dedicatoria del templo de Júpiter Capitolino y que consistía en clavar un clavo en el muro de la cella de Minerva (el templo constaba, además de la cella de Júpiter, de otras dos anexas: la de Minerva y la de Juno) cada aniversario de esta dedicatoria. El primer clavo fue clavado en el 508 a.C., un año después de su consagración. Los primeros años de la República presentan muchas incertidumbres que son, en cierto modo, lógicas y el resultado de un momento políticamente confuso. Los conjuradores del 509 a.C. no debían tener prevista la fórmula institucional más adecuada para sustituir a la monarquía y, aun cuando la hubieran previsto, las condiciones tal vez se lo habrían impedido. Roma, después de la expulsión del último rey, estaba sumida en una serie de antagonismos políticos: partidarios de la monarquía, partidarios de la República, partidarios de Porsenna y partidarios de la Liga latina, entre otros. La falta de confianza en los Fastos Consulares correspondientes a los primeros años de la República ha llevado a los historiadores a plantear de formas diversas el problema de cómo se cubrió el vacío institucional en estos primeros años. El punto de acuerdo, entre todos, es que el consulado -la magistratura doble y colegiada que constituyó la magistratura suprema y ordinaria durante toda la República romana- no surgió inmediatamente después de la expulsión de Tarquinio. La tesis más generalizada es la que presupone que, durante estos primeros años o el período transitorio de la monarquía al consulado, se pasó por una fase intermedia que implicaba la designación por un año de un praetor maximus que, posteriormente, desdoblaría sus funciones. Se está muy cerca ya del sistema binario de los cónsules, aunque éstos, al menos hasta la ley Valeria Horatia del 449 a.C., seguían designándose como pretores. Hasta el 485 a.C. se conocen casos de plebeyos que ocuparon el consulado, lo que parece demostrar que, tras la caída de la monarquía, las supremas magistraturas no fueron monopolizadas por los patres, el núcleo de gentes que controlaban, desde los inicios de la historia de Roma, el Senado, el ejército y los sacerdocios. La explicación más concluyente es el clima de tensiones y enfrentamientos de los comienzos de la República, que debió implicar compromisos y alianzas entre las facciones más fuertes. Pero a partir del 485 se produjo lo que se ha dado en llamar la cerrazón o intransigencia del patriciado. Este pasa a controlar todos los mecanismos de la vida política, copando todas las magistraturas civiles y religiosas. Los plebeyos son excluidos por completo de cualquier tipo de responsabilidad en el gobierno.
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Cefisódoto, al parecer, vio su fama extenderse por toda Grecia hasta el punto de recibir encargos de las ciudades del Peloponeso que, como hemos dicho, se creaban o renovaban al compás de la derrota espartana. En torno al 370 a. C. se trasladaría allá, acompañado por sus discípulos, para cumplimentar diversos encargos. Con él llevaba, según parece -todas estas reconstrucciones biográficas son hipótesis modernas, y como tales hay que tomarlas-, a un joven escultor, de entre veinte y treinta años de edad, que debía de ser aprendiz suyo y, muy probablemente, su propio hijo: se trataba de Praxíteles. A lo largo del viaje, el joven artista, ya más colaborador que ayudante del jefe de taller, tendría la ocasión de comprobar lo útiles que resultaban estos desplazamientos: en ellos se contrastaban conocimientos con otros maestros y escuelas, se hacían obras en común, intentando unificar estilos, se aprendían, en fin, todas las novedades, y a la vez se estudiaban las grandes obras del pasado. Praxíteles podría así, acaso, conocer a las últimas figuras de la escuela peloponésica, que tendían a instalarse en Sición: en Olimpia y Megalópolis trabajaban por entonces Alipo y Policleto el Joven, discípulos de Naucides; ellos le enseñarían a apreciar al gran Policleto, el maestro de la escuela, cuyas mayores obras, incluidos el Doríforo y la Hera, se admiraban en Argos. Mientras, el taller trabajó de firme: en Megalópolis colaboró Cefisódoto con otro artista ateniense, Jenofonte, para realizar un grupo de Zeus, Artemis y la personificación de la propia ciudad (Pausanias, VIII, 30, 10), y Praxíteles, por su parte, se encargó en Mantinea de otro grupo, formado por Leto, Apolo y Artemis. Pausanias, refiriéndose a esta obra, dice que "en la base figuran las Musas y Marsias tocando la flauta" (VIII, 9, 1). Cuando aparecieron en Mantinea unas placas marmóreas que figuran el concurso entre Apolo y Marsias, además de unas Musas, lógicamente se impuso la identificación; sin embargo, se trata de obras demasiado convencionales dentro del arte ático del siglo IV a. C., y difícilmente pueden damos la medida de la creatividad de Praxíteles o de su taller. Con la vuelta a Atenas se nos esfuma la actividad de Cefisódoto. En cambio, a partir de entonces empiezan á menudear los datos sobre Praxíteles, acaso el escultor clásico del que tenemos más referencias. Nos hallamos hacia el 365 a. C., y el artista, aún joven, comienza su personalísima trayectoria. No deja de resultar humillante para los investigadores tener que utilizar para el estudio de la juventud de Praxíteles una anécdota digna de la más vulgar revista del corazón. Frine era una famosa hetera en la Atenas del siglo IV. Nacida en Tespias, probablemente hubo de huir al Atica cuando Epaminondas, en 373 a. C., destruyó su ciudad, y allí, ejerciendo su profesión, estuvo relacionada con nuestro flamante artista. El resto nos lo relata Pausanias: "Habiéndole pedido su amante Frine la obra que a él le pareciese más hermosa, dijo que se la daría..., pero no quiso decir cuál era la que estimaba tal. Entonces, apareció corriendo un esclavo de Frine, y dijo a Praxíteles que un incendio en su casa había destruido casi todas sus obras, aunque se habían salvado algunas. Praxíteles se limitó a salir y dijo que su mayor pena sería que las llamas hubieran deshecho su Sátiro y su Eros. Frine le dijo entonces que se tranquilizara, pues nada grave había sucedido, y ya había declarado, sorprendido por este ardid, cuáles consideraba sus obras más bellas. Frine entonces escogió el Eros" (1, 20, 1-2; trad. de A. Tovar). Efectivamente, hay dos obras, de entre las consideradas de Praxíteles y conocidas por copias, que pueden corresponder a las citadas en este texto: el Sátiro Escanciador, probablemente un exvoto de los que encargaban los vencedores en concursos teatrales para colocarlos en la Vía de los Trípodes, y un Eros, el conocido por la copia incompleta del Eros Farnesio del Louvre, que sería el que Frine, en su ancianidad, acabaría donando a su ciudad natal reconstruida. Como ambas figuras presentan la misma actitud, bastará que nos centremos en el Sátiro Escanciador, conocido a través de múltiples copias. Este Sátiro es toda una declaración de principios de nuestro artista: reducido el aspecto animalesco del diosecillo a poco más que las simples orejas puntiagudas, la figura oscila dejando limpia la visión de sus dos costados. Para nada oculta, en esta actitud y en su movimiento, que su punto de arranque se halla en el Diadúmeno de Policleto. Mas, igual que hizo Cefisódoto con los modelos fidíacos, Praxíteles es capaz, con la suave mirada del dáimon y con el ondular de las formas, de dar una sensación absolutamente nueva: el propio gesto de verter el vino desde la jarra de la mano derecha a la vasija de la izquierda hace que nuestra mirada ascienda por todo el perfil de la figura hasta el codo y la mano levantada, para después bajar por la cara hasta la otra mano: en una palabra, Praxíteles sugiere la preeminencia de los perfiles y la ligereza de las formas allí donde Policleto afirmaba las masas musculares y su estabilidad. Aun sin intención de ser exhaustivos, no podemos olvidar, junto al Sátiro, otra obra fundamental en la juventud del artista: se trata de la Afrodita que conocemos a través de la llamada Venus de Arles. Acaso es la estatua de la diosa que en época romana se podía contemplar, como el Eros, en Tespias (Pausanias, IX, 27, 5). De cualquier forma, pese a su actitud algo fría, y a sus telas un tanto convencionales -muy en la órbita estética de la Irene-, aporta un elemento nuevo, que parece descubrir ahora el maestro: la desnudez de la diosa, en ruptura completa con la tradición.
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En el amplio campo del arte antiguo, sólo ciertas culturas toman un carácter rector, creador de formas y estilos, inventor de lenguajes plásticos. Es el caso, evidentemente, de Egipto, de Mesopotamia o de Grecia. Las demás culturas, en cambio, parecen apoyarse en los hallazgos arquitectónicos o figurativos de éstas, y adaptar sus principios a iconografías particulares, a mitos y costumbres que les son propios, a materiales abundantes en su suelo. Algunas incluso, como la fenicia, se atienen al gusto de sus posibles clientes lejanos. La razón última de esta dicotomía será siempre, creemos, difícil de definir. Entra como baza principal, desde luego, la noción de prestigio: Siria, Asia Menor, Persia, miraron siempre con envidia el desarrollo de Mesopotamia, del mismo modo que Palestina y Nubia volvieron sus miradas hacia Egipto. Pero no se trata de una mera actitud mecánica: si Grecia se elevó por encima de otros pueblos, con su arte modélico para todo el Mediterráneo, fue porque supo reaccionar frente al prestigio de las culturas orientales, después de admirar y asumir sus conquistas plásticas; y tal capacidad de reacción tiene causas concretas: tradiciones cretomicénicas susceptibles de renovación, una peculiar sensibilidad estética, una estructura social más abierta a individualidades... El secreto del milagro griego se halla sin duda en un complejo engranaje de circunstancias, en una alquimia de ingredientes correctamente medidos e integrados cada cual a su debido tiempo. Vista desde este enfoque, la actividad artística etrusca cobra un valor particular. Durante muchos siglos -los mismos que vieron evolucionar a Grecia- Etruria consiguió en la península itálica un papel rector. Sólo podían competir con ella las colonias griegas de Magna Grecia y, hasta cierto punto, la región del Lacio, dominada por Roma. El resto de Italia se mantenía más atrasado y pobre, como Tesalia y Macedonia en el ámbito griego. En estas circunstancias, ¿por qué el arte etrusco no alcanzó un nivel de absoluta independencia en su lenguaje plástico?, ¿qué hizo que, en muchos campos, artistas y clientes etruscos se contentasen con estilos creados a cientos de leguas de Etruria, en Fenicia y, sobre todo, en Grecia? Y, por el contrario, ¿en qué aspectos, y por qué razones, los etruscos lograron tomarse sus libertades frente a tales modelos, dando lugar a obras que, ellas sí y con toda certeza, pueden ser consideradas etruscas sin paliativos? El problema es de importancia, y resulta tanto más atractivo por cuanto ofrece paralelos muy claros con otras relaciones artísticas de la antigüedad: Etruria desempeña, frente a Fenicia y Grecia, un papel parecido al de los iberos o los cartagineses, y que trae a la mente, con todas las salvedades, la dependencia de Micenas frente a Creta, o la de Roma frente a la cultura griega.
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Las secuelas inmediatas del alzamiento de Octubre fueron graves para la izquierda, pero llevaron al ánimo de muchos de sus dirigentes la convicción de que era preciso recuperar la unidad para derrotar políticamente a la coalición de centro-derecha gobernante. La iniciativa partió de los grupos republicanos, y el papel fundamental lo desempeñó Azaña, convertido en un mártir político por la torpe e injustificada persecución gubernamental. Tras ser puesto en libertad, el político alcalaíno retomó su proyecto de establecer una inteligencia republicana que devolviera al régimen sus valores democráticos. Por encargo del Consejo Nacional de Izquierda Republicana, reunido en enero de 1935, Azaña realizó gestiones que condujeron a la firma de un pacto de Conjunción republicana, suscrito por IR, UR y el pequeño Partido Nacional Republicano, de Sánchez Román, el 12 de abril. Durante los meses centrales del año, Azaña se lanzó a una campaña de mítines multitudinarios, como el del campo de Mestalla (Valencia), el 26 de mayo, el de Baracaldo (Vizcaya), el 14 de julio, o el de Comillas (Madrid), el 20 de octubre, que reforzaron su papel de cabeza visible, carismática, del republicanismo español y en los que ofreció la negociación de un acuerdo electoral con el PSOE. Finalmente, el 14 de noviembre, Azaña invitó formalmente a los socialistas, en nombre de los tres grupos de la Conjunción republicana, a integrar una coalición electoral. Cuando, a finales de ese año, se formó el primer Gobierno Portela y se vislumbró la convocatoria próxima de elecciones, las gestiones se aceleraron. Republicanos y socialistas se mostraban de acuerdo en suscribir una alianza, pero Sánchez Román vetaba la propuesta de Largo Caballero de incluir a los comunistas. El PCE, consciente de su manifiesta inferioridad con respecto a los socialistas, y de la inutilidad de mantener las inoperantes Alianzas Obreras, había variado rápidamente su estrategia, conforme a la orientación frentepopulista que acababa de adoptar la Komintern en su VII Congreso, celebrado en Moscú en el verano de 1935, y se había convertido en ferviente partidario de la colaboración con la izquierda burguesa en un frente antifascista. Finalmente, el deseo de desalojar a la derecha del Poder acabó venciendo todos los obstáculos y los republicanos aceptaron la inclusión de grupos comunistas, lo que motivó que el PNR de Sánchez Román se retirase de las negociaciones. El Pacto del Frente Popular lo suscribieron, el 15 de enero de 1936, Izquierda Republicana, Unión Republicana, el Partido Socialista, la Unión General de Trabajadores, las Juventudes Socialistas, el Partido Comunista, el Partido Sindicalista, de Pestaña, y el filotrotskista Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). La extrema variedad de sus miembros era una garantía de fuerza, pero a la vez, de debilidad y, de hecho, el acuerdo iba poco más allá de una coalición electoral. Su programa incluía la amnistía para los delitos políticos y sociales, la reforma del Tribunal de Garantías Constitucionales, la continuidad de la legislación reformista del primer bienio y la reanudación de los procesos de autonomía regional. Los grupos obreros, que no habían logrado introducir en el acuerdo medidas de nacionalización de la economía, permanecerían fuera del futuro Gobierno frentepopulista, que sería integrado por los grupos republicanos de izquierda, pero apoyarían su gestión desde las restantes instituciones del Estado.
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La región lacustre estaba organizada en torno a dos señoríos de Azcapotzalco: Tenochtitlan dirigido por Acamapichtli y Tlatelolco, gobernado por Tezozomoc. A la muerte de este último se abrió un periodo de competición por la sucesión y se estableció en 1.428 una alianza formada por Izcóatl de Tenochtitlan, Nezahuacoyotl de Texcoco y Totoquihuatzin de Tlacopan. Esta Triple Alianza será el germen del imperio mexica. A partir de estos momentos la sucesión dinástica es la siguiente: Acamapichtli (1.376-1.391) Huitzilihuitl (1.391-1.417) Chimalpopoca (1.417-1.426) Izcóatl (1.426-1.440) Motecuhzoma Ilhuicamina (1.440-1.468) Axayacatl (1.468-1.481) Tízoc (1.481-1.486) Ahuizotl (1.486-1.502) Motecuhzoma II (1.502-1.520) Cuitlahuac (1.520) Cuauhtemoc (1.520-1.521) El reinado de Izcóatl, el primer rey independiente de Azcapotzalco, se caracterizó por la presencia de su cihuacóatl Tlacaelel, el segundo cargo en importancia de la estructura política, quien dio un fuerte impulso a la política de expansión por medio de la cual Izcóatl asimiló al territorio mexica las zonas de Xochimilco, Teotihuacan, Otompan Coyoacan, Cuitláhuac y otras regiones del entorno de los lagos. Su sucesor Motecuhzoma Ilhuicamina renovó la estructura económica, política y religiosa mexica, y amplió el territorio hacia zonas del Balsas, Chalco y áreas de Oaxaca. Axayácatl mantuvo la expansión imperial y asimiló la ciudad hermana de Tlatelolco, iniciando la guerra con los tarascos, que tenían su capital en Tzintzuntzan. Ambos estados desarrollaban una política expansionista y ansiaban ampliar sus fronteras, de ahí que las guerras entre mexicas y tarascos fueran permanentes sin que los primeros lograran dominar a los tarascos de Michoacán. Tízoc tuvo un reinado corto y controvertido, siendo eliminado por sus propios seguidores, pero su heredero, Ahuízotl, consiguió el máximo esplendor del Imperio. Bajo su mandato se levantó el Templo Mayor de Tenochtitlan y, sobre todo, se produjo la conquista del estratégico territorio del Xoconochco. Motecuhzoma II también realizó campañas contra Cholula, Tlaxcala y los tarascos, pero sufrió diversas derrotas que, junto a su manera despótica de gobernar, le creó una situación difícil ante la llegada de Cortés en 1.519, ya que éste consiguió la fácil anexión de los tlaxcaltecas y de Cempoala en su conquista del centro de México.
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Mariano Fortuny Marsal nació el 11 de junio de 1838 en Reus, ciudad de la que eran vecinos sus padres, Teresa Marsal y Mariano Fortuny. Fue el primogénito de una familia modesta -Mariano, de oficio carpintero, era propietario de un pequeño taller-, muy pronto destrozada al fallecer los padres cuando apenas tenía once años. Los cuatro niños quedaron entonces al cuidado del abuelo y de su tío Antonio, profesor de música en la escuela local. La infancia y juventud de Mariano transcurren dentro de un ambiente especial, marcado por la singular personalidad de su abuelo. "Marianet de les figures", como se le conocía popularmente, llevaba pocos años viviendo en Reus, pues había estado un tiempo con su teatrillo de figuras de cera, recorriendo pueblos y ciudades. El mismo modelaba las figuras, ocupándose también del tratamiento de las telas con las que vestía a los personajes. Bohemio y muy vitalista, ejerció una positiva influencia en la vocación del nieto, al que supo transmitir su curiosidad por distintas técnicas artesanales. Son sobradamente conocidas la afición de Fortuny por la cerámica -en Granada llegó a instalar un taller dedicado al estudio y proceso de pigmentación de la cerámica nazarí- sus excelentes dotes para restaurar las más diversas piezas artísticas. Pero la huella del mundo de su abuelo, de ese mundo en el que ficción y fantasía formaban parte de la vida cotidiana, podemos adivinarla también en una de las facetas más características del estilo de Fortuny. "Su gusto por los personajes menudos, primorosamente vestidos y dotados de la expresividad de actorcillos teatrales" (Julián Gállego). El abuelo acoge con sumo entusiasmo los primeros dibujos del niño y le envía al estudio del pintor Domingo Soberano, donde se familiariza con el óleo y la acuarela. Pronto verá agotadas las posibilidades que para la formación de Mariano ofrecía Reus y decide acompañar al nieto a Barcelona. Sin prácticamente recursos económicos y a pie, llegan a la ciudad en septiembre de 1852, hecho que -apunta Lozoya- parece extraído de alguna novela de Dickens, cuyas páginas eran también a la vez reales e imaginarias. Las primeras dificultades las superan gracias al tallista Domingo Talarn, quien le ofrece trabajo como ayudante en su taller. Durante un año colabora con él en la realización de obras de temática fundamentalmente religiosa, adquiere facilidad para el dibujo y cierta práctica en la pintura al óleo. Vistos los resultados, será el propio Talarn quien le consiga una pequeña beca y matrícula gratuita en la Academia de Bellas Artes de Barcelona, iniciándose entonces su formación oficial. Desde mediados del siglo XVIII, la formación de los artistas venía cubriéndose según unas pautas comunes en los distintos países europeos, marcadas por el aprendizaje en las recién difundidas Academias de Bellas Artes y el viaje de ampliación de estudios a Italia. La Ilustración había influido en el comportamiento cultural de los Estados, unificando criterios y llevándoles a practicar una política de decidido fomento de las artes. Esa política quedó materializada en la apertura de Academias y Escuelas de Bellas Artes, la ayuda individualizada a los jóvenes mediante becas de estudios y la creación de los ámbitos necesarios -Salones y Exposiciones Nacionales- para difundir el arte y facilitar la promoción de los artistas. Muy pocos pintores, hasta bien entrado el siglo XX, fueron ajenos a este tipo de formación. Fortuny cubrió el programa educativo, aunque distintas circunstancias -sobre todo el viaje a África- servirían para alterar el plan e influir definitivamente en su personalidad artística. Pero antes de que se produjeran esos hechos, Fortuny inició sus estudios en la Academia de Bellas Artes de Barcelona, donde permaneció entre 1853 y 1858, completando su aprendizaje en el taller de Claudio Lorenzale (1815-1883). En aquellos momentos -mediados del siglo XIX- las Academias no sustentaban ya, exclusivamente, su sistema de enseñanza en los principios introducidos por el Neoclasicismo, aunque vinculadas desde su difusión a este estilo, mantenían parte de sus preceptos, si bien concediéndoles un sentido distinto. Seguía siendo obligada la copia de estatuas clásicas, pero no tanto como medio para aprender un ideal de belleza, sino como modo de ejercitarse en la disciplina artística. Pertenecientes a la generación romántica, los profesores de aquellas Academias no se sentían legitimados para preservar ningún absolutismo estético, sino más bien partícipes de un nuevo espíritu enfrentado a la tradición y su sistema de valores. Sin duda, la alteración de mayores consecuencias introducidas por la rebelión romántica fue el conceder primacía a la impronta personal, acallando así la vigencia de las reglas. El individuo y su inspiración se sitúan ahora por encima del estilo, dando paso a una falta de uniformidad cada vez más notable en el panorama artístico. Un reflejo de esta situación se observa en las Academias de Bellas Artes, cuyos criterios en materia de enseñanza solían ser variados y diversos. Por lo que respecta a la Academia de Barcelona, durante los años en que estudia Fortuny, convivían en su claustro docente prácticamente todas las tendencias del momento. Entre los profesores más destacados, Claudio Lorenzale, profesor de dibujo, y Pau Milá Fontanals (1810-1883), de teoría del arte, mantenían criterios próximos al idealismo nazareno. Por su parte, Lluís Rigalt (1814-1895), profesor de perspectiva, practicaba un tipo de paisaje de tintes naturalistas, y el más joven, Ramón Martí Alsina (1835-1894), era partidario de una pintura vigorosa y realista, cercana en ocasiones a la de Gustave Courbet (1819-1877).
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La nueva monarquía fue capaz de derrotar, en poco más de un año, al ejército carlista que, al comienzo de 1875, todavía controlaba gran parte de las provincias vascas, Navarra y Cataluña -aunque ninguna de sus grandes ciudades- y extensas zonas de Aragón y Levante. La guerra colonial en Cuba también fue liquidada con éxito en 1878. Aun siendo esto muy importante, el hecho de mayor trascendencia ocurrido en los primeros años de la Restauración fue la formación de un nuevo sistema político. Gracias a él, se resolvió con éxito el que era -como ha señalado José Varela Ortega- el principal problema desde la formación de un Estado liberal centralizado, con absoluto predominio del poder ejecutivo: el problema de la gobernabilidad. El análisis del proceso de formación y de los principales elementos del nuevo sistema político, puede servirnos de hilo conductor en la historia de los inicios de la monarquía restaurada. Es habitual atribuir a un solo hombre, Antonio Cánovas del Castillo, la inspiración del sistema político de la Restauración. Y ello es correcto, siempre que se tenga en cuenta que el proyecto no era completamente original ni exclusivamente de Cánovas. En efecto, las ideas de Cánovas procedían de una tradición que hundía sus raíces en las dos grandes corrientes del conservadurismo europeo: las que arrancan de Edmund Burke y los doctrinarios franceses, respectivamente; dicha tradición era favorable a la continuidad histórica, los términos medios y las soluciones de compromiso -lo que hoy llamaríamos una posición de centro- y propugnaba el acuerdo y la alternancia en el poder de los partidos liberales. En España, esta línea de pensamiento se remontaba al grupo puritano del partido moderado -en el que Cánovas había iniciado su vida política en 1847-, y había tenido su principal manifestación en el partido de la Unión Liberal. No obstante, era una corriente minoritaria entre los liberales españoles, prácticamente marginada durante largos períodos. A fines del reinado de Isabel II, un representante extranjero confirmaba las palabras escritas por un colega suyo en 1852: "La palabra moderado está en boca de todos, pero no existe en ninguna parte: los que son prudentes y conservadores viven en los límites del absolutismo, mientras que aquellos que son ardientes y liberales, están al borde de la revolución". Por otra parte, muchas de las ideas que Cánovas defendía a la altura de 1874 estaban en el ambiente; el político malagueño no hizo sino concretar lo que amplios sectores de la sociedad española -desde luego las clases propietarias- estaban demandando en aquellas circunstancias: particularmente el fin de la guerra y la estabilidad política, el ansia del vivir, como ha escrito Raymond Carr. Lo que sí cabe apuntar en el haber exclusivo de Cánovases el diseño concreto del sistema y la dirección de su proceso de construcción. Una vez proclamado Alfonso XII, Cánovas tuvo no sólo el poder sino también la autoridad que le daba el reconocimiento social de su talento. Era el hombre adecuado en el momento preciso. Y su actuación fue determinante en la configuración legal y práctica del sistema. Por ello es lógico que comencemos considerando cuál era el proyecto político de Cánovas, para seguir tratando de la forma en que este proyecto se plasmó en una Constitución -la de 1876- y en la vida política, mediante la formación de dos nuevos partidos -el liberal conservador y el fusionista-, y la práctica electoral, todo ello bajo el arbitraje de la Corona.
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La Europa ocupada. Francia y Gran Bretaña. Defensas alemanas en Normandía. El Día D. Playa Omaha. Playas Gold, Juno y Sword. Avance aliado tras el desembarco. Liberación de Francia.
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El cerro que domina la población de Alcalá la Real se corona con la majestuosa Fortaleza de la Mota. Iniciada en el siglo VIII, fue ampliada y reforzada por almohades y nazaríes. Los cristianos no dudaron en reformarla, concluyendo los trabajos en el siglo XVI. La fortaleza presenta tres líneas de murallas, que aprovechan en su trazado los afilados escarpes del terreno. En la zona más alta de la Mota se eleva la alcazaba. Es éste un sólido castillo, cuya torre del Homenaje supera los 20 m de altura. La parroquia de Santa María la Mayor sobresale del conjunto. El templo se construyó entre 1530 y 1627, sobre las ruinas de una antigua mezquita. Preside el conjunto una impresionante torre de 42 metros de altura. Hay que destacar sus bóvedas de cantería, portadas y relieves.